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Una buena porción del número pi

La primera vez que oí hablar del número pi fue en las clases de matemáticas del colegio. Pi —que designa la relación entre la longitud de una circunferencia y su diámetro— es el número más famoso de las matemáticas; el nombre del número proviene de la décimo sexta letra del alfabeto griego (π), y fue adoptado como símbolo por el matemático Euler en 1737. Enseguida me fascinó y aprendí todos los decimales que pude encontrar en diversos libros de la biblioteca, varios cientos de ellos. Luego, a finales del 2003, recibí una llamada de mi padre que me recordó al final de nuestra conversación que hacía ya veinte años de mis crisis infantiles. Me dijo que debía sentirme orgulloso de los progresos que había realizado desde entonces. Pensé en ello durante bastante tiempo y decidí que quería hacer algo para demostrar que mi experiencia epiléptica infantil no me había impedido nada. Al final de esa semana me puse en contacto con el departamento de captación de fondos de la Sociedad Nacional de la Epilepsia (NSE en sus siglas en inglés), la organización benéfica dedicada a la epilepsia más importante de toda Gran Bretaña. Mi plan era aprender todos los decimales posibles del número pi en correcto orden, y recitarlos en público tres meses después, el 14 de marzo, Día Internacional de Pi (el 14 de marzo es 3/14 para los estadounidenses), que también es el cumpleaños de Einstein, a fin de ayudar a recaudar fondos para el NSE. La organización se entusiasmó con la idea y sugirió que podía intentar batir el récord europeo, por lo que fijamos un techo de 22500 dígitos. Mientras empezaba a aprenderme la serie, el director de la organización recaudadora de fondos, Simon Ekless, organizó el escenario de la recitación, seleccionando el Ashmolean Building en el Museo de Historia de la Ciencia de Oxford, donde entre las exposiciones que se celebraban había una de las pizarras de Einstein.

Pi es un número irracional, lo que significa que no puede escribirse como una simple fracción de dos números enteros. También es infinito: los dígitos a la derecha de la coma decimal continúan infinitamente en una interminable corriente numérica, por lo que no es posible que nadie escriba el número pi con exactitud, ni aunque tuviese un pedazo de papel tan grande como el universo para hacerlo. Por esa razón, los cálculos siempre deben utilizar aproximaciones de pi como 22 dividido por 7 o 355 dividido por 113. En matemáticas el número aparece en todo tipo de lugares inesperados, además de en círculos y esferas.

Por ejemplo, lo hace en la distribución de primos y en la probabilidad de que un alfiler que caiga en un conjunto de líneas paralelas haga intersección con una línea. Pi también aparece en el radio promedio de la longitud y la distancia directa entre fuente y desembocadura en un río serpenteante. Los primeros valores de este número sin duda fueron hallados por medición. Existen evidencias que indican que los antiguos egipcios tenían 4(8/9)² = 3,16 como un valor de pi, mientras que los babilonios utilizaban aproximaciones: 3 + ¹/8 = 3,125. El matemático griego Arquímedes de Siracusa ofreció el primer cálculo teórico del valor de pi alrededor del 250 a. de C. Determinó sus valores superior e inferior calculando los perímetros de un polígono inscrito en el interior de un círculo (que es menor que la circunferencia de un círculo) y de un polígono circunscrito fuera de un círculo (que es mayor que la circunferencia).

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Doblando el número de lados del hexágono y convirtiéndolo en un dodecágono (12 lados), luego en un polígono de 24 y 48 lados, y finalmente en uno de 96 lados, Arquímedes acercó ambos perímetros cada vez más a la longitud de la circunferencia del círculo, alcanzando así su aproximación. Calculó que pi era menos de 3¹/7 pero mayor que 310/71. En notación decimal eso se traduce a entre 3,1408 y 3,1429 (que se redondea hasta cuatro decimales), muy cercano al valor actual de 3,1416.

En la Edad Media, el matemático alemán Ludolph van Ceulen pasó una gran parte de su vida calculando el valor numérico de pi, utilizando esencialmente los mismos métodos empleados por Arquímedes unos 1800 años antes. En 1596, dio un valor a pi de 20 decimales en su libro Van den Circkle (En el círculo), que más tarde ampliaría a 35. Tras su muerte, los dígitos se grabaron en su lápida.

Matemáticos posteriores, entre ellos Isaac Newton y James Gregory, desarrollaron nuevas formas aritméticas para mejorar sus cálculos del valor de pi. En 1873, el inglés William Shanks publicó su cálculo de pi hasta 707 decimales. Le costó más de quince años, a un promedio de cerca de un decimal por semana. Por desgracia, en la década de 1940, cuando se comprobó utilizando calculadoras mecánicas se descubrió que había cometido un error en el punto 528.º, y que todos los puntos posteriores eran erróneos.

Con la aparición de los modernos ordenadores, fue posible calcular pi hasta valores mucho más grandes que nunca antes. El primer cálculo informático de pi se llevó a cabo en 1949 con el ENIAC (Electronic Numerical Integrator and Computer) —una máquina enorme que pesaba 30 toneladas y tenía el tamaño de una casita—, calculando hasta 2037 decimales en 70 horas. Desde entonces, los rápidos avances en la tecnología informática han ayudado a los investigadores a calcular pi hasta un número cada vez mayor de decimales. En el 2002, el científico informático Yasumasa Kanada y sus compañeros del Centro de Informática de la Universidad de Tokio calcularon pi hasta más de un trillón de decimales.

Con los años, muchos entusiastas de pi han intentado memorizar algunos de los decimales de su infinita cadena. El método más común utiliza frases e incluso poemas enteros compuestos con palabras cuidadosamente elegidas, con el número de letras en cada una de ellas representando los dígitos sucesivos de pi. Tal vez el ejemplo más famoso sea el siguiente, atribuido al matemático británico sir James Jeans:

How I want a drink,

alcoholic of course,

after the heavy lectures

involving quantum mechanics!

(¡Cómo deseo un trago,

alcohólico desde luego,

después de las pesadas conferencias

sobre mecánica cuántica!).

La palabra how equivale a 3 (tiene tres letras), I a 1 y want a 4, por lo que la frase completa se traduce como 3,14159265358979, que es pi con 14 decimales.

Otra (publicada en 1905) da a pi 30 decimales:

Sir, I send a rhyme excelling

In sacred truth and rigid spelling

Numerical sprites elucidate

For me the lexicon’s dull weight

If Nature gain,

Not you complain,

Tho’ Dr Johnson fulminate.

(Señor, envío una rima sobresaliente

en la sagrada verdad y rígida ortografía.

Duendes numéricos elucidan

para mí la pesadez del léxico.

Si la naturaleza gana,

no se queje,

o el doctor Johnson le fulmina).

Un desafío al que hacen frente estos escritores es el número 0, que aparece por primera vez en el puesto 32, tras el punto decimal. Una solución es utilizar puntuación, un punto y aparte, por ejemplo. Otra, emplear una palabra de diez letras. Algunos escritores utilizan vocablos más largos, de dos dígitos sucesivos. Por ejemplo, la palabra calculating (calculando), de once letras, representaría un uno seguido de otro uno.

Cuando observo una secuencia de números, mi cabeza empieza a llenarse de colores, formas y texturas que se entretejen espontáneamente para conformar un paisaje visual. Siempre me parecen muy bonitos; de niño solía pasarme las horas explorando los paisajes numéricos de mi mente. Para recordar cada dígito, simplemente desando las diferentes formas y texturas en mi cabeza, y leo los números que hay en ellas.

Con números muy largos, como pi, parto los números en segmentos más pequeños. El tamaño de cada segmento varía, dependiendo de qué dígitos son. Por ejemplo, si un número aparece muy luminoso en mi cabeza y el siguiente es muy oscuro, los visualizaría por separado, mientras que un número tamizado seguido de otro tamizado se recordarían juntos. Al ir aumentando la secuencia de dígitos, mis paisajes numéricos se tornan más complejos y estratificados, hasta que —como ocurre con pi— pasan a ser como todo un país en mi mente, compuesto de números.

Así es como veo los primeros veinte dígitos de pi:

El número se inclina hacia arriba, luego se oscurece y se torna desigual en el centro antes de curvarse y culebrear hacia abajo.

Y estos son los primeros cien dígitos de pi tal y como yo los veo:

Al final de cada segmento de números, el paisaje cambia y aparecen nuevas formas, colores y texturas. Este es un proceso sin fin, mientras dure la secuencia de dígitos que recuerdo.

La secuencia más famosa de números de pi es el «punto de Feynman», que comprende los decimales de pi entre los lugares 762 y 767: «… 999999…». Llevan el nombre del físico Richard Feynman por su comentario acerca de que le gustaría memorizar los dígitos de pi hasta ese punto, de manera que al recitarlos pudiera acabar con: «… nueve, nueve, nueve, nueve, nueve, nueve y demás». El punto de Feynman me resulta muy hermoso visualmente; lo veo como una cuenca muy profunda y espesa de luz de color azul marino.

Entre los decimales 19 437 y 19 453 de pi también hay una secuencia muy hermosa: «… 99992128599999399…», en la que el 9 se repite cuatro veces seguidas y un total de once veces en el espacio de 17 decimales. Es mi secuencia favorita de dígitos de pi de los más de 22 500 que aprendí.

Empecé a estudiar a pi en diciembre del 2003, disponiendo de tres meses para aprenderme todos los dígitos (más de 22 500) necesarios para intentar batir el récord. El primer problema fue dónde hallar tantos dígitos de pi: la mayoría de los libros dan hasta decenas o centenares de decimales. Internet demostró ser la respuesta, aunque también hubo que buscar lo suyo, pues la mayoría de los sitios web sólo listaban pi hasta mil o varios miles de puntos. Finalmente, Neil descubrió el sitio web de un superordenador asentado en Tokio que contaba con carpetas que almacenaban millones de dígitos de pi. Pasó a convertirse en la base desde la que intentar batir el récord.

Neil imprimió los números en hojas de papel A4, mil dígitos por página, para que fuese cómodo para mí estudiar hoja a hoja. Los dígitos se partieron en «frases» de cien dígitos cada una, para que pudiesen leerse con facilidad y a fin de minimizar el riesgo de que pudiera leer mal los números y aprender algunos incorrectamente.

No estudiaba las hojas de números todos los días. Algunas jornadas estaba demasiado cansado o agitado para sentarme a aprender nada. En otras ocasiones parecía que los devoraba, absorbiendo muchos centenares en una sesión. Neil se dio cuenta de que cuando estaba aprendiendo los números, mi cuerpo se tensaba y se agitaba. Me balanceaba hacia atrás y adelante en mi silla o bien me estiraba continuamente los labios con los dedos. En esos momentos le resultaba casi imposible hablar o interactuar conmigo, como si yo estuviese en otro mundo.

Los períodos de estudio acostumbraban a ser cortos (la mayoría de una hora o menos) porque mi concentración fluctúa mucho. Elijo las habitaciones más tranquilas de la parte de atrás de la casa, para aprender los números, ya que incluso el sonido más nimio puede hacer que me resulte imposible concentrarme en lo que estoy haciendo. A veces me tapo los oídos con los dedos para amortiguar cualquier ruido. Mientras aprendo, suelo caminar en círculos alrededor de la habitación, con la cabeza baja y los ojos medio abiertos, para no darme contra nada. En otras ocasiones, me siento en una silla y cierro los ojos por completo, visualizando mis paisajes numéricos y las numerosas pautas, colores y texturas que contienen.

Como la enumeración pública iba a ser hablada y no escrita, era importante que practicase recitar los números en voz alta con otra persona. Una vez a la semana, Neil sostenía una o más de las hojas de números frente a él para comprobar, mientras yo permanecía en pie o andaba arriba y abajo, enumerándole la creciente secuencia de dígitos memorizados. Al principio, pronunciar los números en voz alta fue una experiencia extraña y difícil, ya que eran totalmente visuales para mí, y durante la primera práctica de enumeración en voz alta delante de Neil me sentía dudar y cometí varios errores. Me resultó muy frustrante y me preocupé preguntándome si llegaría a conseguirlo, ya que se esperaba que recitase la secuencia completa delante de bastante gente. Como siempre, Neil se mostró paciente y tranquilizador. Sabía que para mí era difícil decir los números en voz alta, y me animó a relajarme y a seguir intentándolo.

Con la práctica, se me fue haciendo más fácil recitar los números continuamente en voz alta y mi confianza empezó a aumentar al irse acercando la fecha del evento. Como el número de dígitos aumentaba sin cesar, no era posible recitarlos todos de golpe frente a Neil, por lo que decidimos que practicaría diferentes partes con él cada semana. En otros momentos, recitaba el número para mí mismo en voz alta mientras estaba sentado o caminaba por la casa, hasta que el flujo de números se tornó liso y consistente.

Para ayudar con la recaudación de fondos, la entidad benéfica colgó una página en Internet que recibió donaciones y mensajes de apoyo de personas de todo el mundo. Por ejemplo, una de las donaciones provenía de una clase en una escuela de Varsovia, en Polonia, después de que hubieran leído acerca del intento de batir el récord en la página web. La institución benéfica también redactó un comunicado de prensa, mientras Neil y yo recolectamos donaciones de familiares y amigos. Un vecino que se enteró del evento me habló acerca de la epilepsia de su propia hija y expresó su admiración por lo que yo estaba haciendo. Recibir esas palabras de apoyo, así como tarjetas y correos electrónicos con buenos deseos resultó muy inspirador.

Al principio del fin de semana del evento, el sábado 13 de marzo, Neil me llevó en coche hasta Oxford, donde tendría lugar la enumeración al día siguiente. Aunque ya había acabado de aprender los dígitos hacía semanas, seguía muy nervioso ante la perspectiva de tener que repetirlos en público. Pasamos la noche en una casa de huéspedes cerca del museo e intenté dormir lo mejor que pude, lo cual no resultó fácil, porque no dejé de pensar y preocuparme acerca de lo que podría suceder al día siguiente. Finalmente caí dormido y soñé que caminaba por mis paisajes del número pi. Allí me sentía sosegado y confiado.

A la mañana siguiente ambos nos levantamos temprano. Yo no era el único que estaba nervioso, ya que Neil se quejaba de dolor de estómago, y yo sabía que tenía su origen en la tensión que sentía ante lo que se avecinaba. Desayunamos juntos y luego nos dirigimos hacia el museo. Era mi primera visita a Oxford, y estaba deseando ver esta ciudad, famosa por su universidad (la más antigua del mundo angloparlante) y conocer la «ciudad de los chapiteles soñadores», en referencia a la arquitectura de los edificios de la universidad. Condujimos por una serie de largas y estrechas calles empedradas, hasta que llegamos a nuestro destino.

El Museo de Historia de la Ciencia, situado en Broad Street, es el edificio museístico más antiguo del mundo. Construido en 1683, fue el primer museo del mundo en abrir sus puertas al público. Entre su colección de alrededor de 15 000 objetos, que datan desde la antigüedad hasta principios del siglo XX, hay un amplio muestrario de primitivos instrumentos matemáticos utilizados en cálculo, astronomía, navegación, topografía y dibujo.

Al dirigirnos hacia el aparcamiento situado enfrente del museo, vimos a miembros del personal, periodistas, cámaras y a los organizadores de la institución benéfica que preparaba el evento, todos esperando juntos y fuera nuestra llegada. Simon, el director del departamento de recaudación de la institución, se acercó mientras yo salía del coche y me estrechó la mano con vigor, preguntándome cómo me sentía. Le contesté que bien. Me presentaron a otras personas que me esperaban y luego me pidieron que me sentase en los escalones del edificio y me hicieron algunas fotos. El peldaño estaba frío y húmedo e intenté no ponerme demasiado nervioso.

En el interior, la sala donde iba a tener lugar la enumeración era alargada y polvorienta, repleta de lado a lado con expositores de cristal que contenían diversos objetos. Contra la pared, a un lado, había una mesita y una silla para que me sentase. Desde la silla podía mirar hacia arriba y también directamente a la pizarra de Einstein, en la pared de enfrente. A escasa distancia de mi mesa había otra más grande, con hojas de papel repletas de números y un reloj digital. Sentados a su alrededor había miembros del departamento de ciencias matemáticas de la cercana Universidad de Oxford Brookes, que se ofrecieron voluntarios como verificadores durante la enumeración. Su tarea era controlar mi memoria y asegurar que existía una precisión absoluta, comprobando los números en las páginas frente a ellos mientras yo los recordaba en voz alta. El reloj debía empezar al principio de la enumeración, para que los miembros del público que entrasen a mirar supiesen cuánto tiempo de recitación se llevaba. El evento fue promovido por la prensa local, y fuera del edificio había carteles para animar a entrar a los curiosos y los activistas de la institución benéfica aguardaban con folletos de información y huchas para recaudar las posibles donaciones.

Neil seguía muy tenso, hasta el punto de sentirse casi enfermo, pero quería quedarse en la sala para darme apoyo moral y su presencia resultó verdaderamente tranquilizadora. Tras posar para más fotos en el interior de la sala, me senté en la silla que me estaba destinada y deposité sobre la mesa los pocos objetos que había llevado conmigo. Había botellas de agua para beber siempre que sintiese la garganta seca, y chocolate y plátanos para proporcionarme energía durante la enumeración. Como organizador del evento, Simon pidió silencio una vez que estuve dispuesto, y puso el cronómetro en marcha a las once y cinco.

Y así empecé recitando los ahora familiares dígitos iniciales de pi, los paisajes numéricos de mi cabeza comenzaron a aumentar y a cambiar mientras seguía adelante. Mientras recitaba, los examinadores marcaban como correctos los números. En la sala había un silencio casi total, a excepción de la ocasional tos apagada o del sonido de pasos yendo de un lado a otro de la sala. Los ruidos no me molestaban, porque mientras recitaba pude sentirme absorto en el flujo visual de colores y formas, texturas y movimiento, hasta que estuve rodeado de mis paisajes numéricos. El recitado se tornó casi melódico, pues cada respiración estaba repleta de números y más números, y entonces, de repente, me di cuenta de que estaba totalmente tranquilo, como lo había estado en mi sueño de la noche anterior. Me costó unos diez minutos completar los primeros mil dígitos. Abrí una de las botellas y bebí un poco de agua, para luego continuar con el recitado.

Poco a poco, la sala empezó a llenarse de público, que se mantenía en pie a varios metros de mí y que me observaba recitar en silencio. Aunque me había preocupado tener que recitar pi ante tanta gente, al final casi ni la veía, ya que todos mis pensamientos estaban absortos en el fluido rítmico y continuo de números. Que yo recuerde, sólo hubo una interrupción, cuando el teléfono móvil de alguien empezó a sonar. En ese momento dejé de recitar y esperé hasta que el ruido se detuviese, antes de continuar.

Las reglas del evento especificaban que yo no podía hablar ni interactuar con nadie durante el transcurso de la recitación. Se permitían pausas cortas y preestablecidas, durante las que comí algo de chocolate o un plátano. Para ayudarme a mantener la concentración durante las pausas, caminaba de lado a lado de la habitación, adelante y atrás, por detrás de la silla, con la cabeza gacha mirando el suelo, evitando las miradas de los espectadores. Permanecer continuamente sentado mientras recitaba era algo que me resultaba más difícil de lo esperado, ya que acostumbro a ponerme nervioso. Mientras recordaba dígitos hacía girar la cabeza o me la cubría con las manos, o bien me balanceaba suavemente con los ojos cerrados.

Alcancé los 10 000 dígitos a la una y cuarto de la tarde, aproximadamente a las dos horas del inicio de la enumeración. Según iban pasando las horas me sentía cada vez más cansado y me di cuenta de que los paisajes visuales de mi mente se tornaban cada vez más borrosos con la fatiga. Antes del evento no había recitado en una secuencia continua todos los dígitos que aprendí, y ahora esperaba no llegar a cansarme tanto que no pudiera finalizar.

Al final hubo un momento, sólo uno, en el que momentáneamente pensé que tal vez no podría continuar. Fue tras alcanzar los 16 600 dígitos. Durante unos escasos instantes mi mente se quedó en blanco: no había formas, ni colores, ni texturas, ni nada. Nunca había experimentado nada parecido antes, como si estuviese mirando un agujero negro. Cerré los ojos y respiré hondo varias veces, luego sentí un cosquilleo en mi cabeza. Saliendo de la oscuridad volvió a aparecer el fluido de colores y continué recitando como antes.

Para media tarde ya me acercaba al final de mi periplo numérico. Al cabo de cinco horas me sentía agotado y estaba contento al ver el final a mi alcance. Me sentía como si hubiese corrido un maratón en mi cabeza. Exactamente a las cuatro y cuarto, mi voz, temblando de alivio, recitó los últimos dígitos: «67657486953587» y señalé que había acabado. Había recitado 22 514 dígitos de pi sin ningún error en un tiempo de cinco horas y nueve minutos, un nuevo récord británico y europeo. La audiencia de espectadores me dedicó una salva de aplausos, y Simon corrió hacia mí y me sorprendió abrazándome. Me dijo que no había creído posible que un ser humano hiciese lo que yo acababa de hacer. Tras dar las gracias a los examinadores por controlar la enumeración, me pidieron que saliera para otra sesión de fotografías y para tomar la primera copa de champán de toda mi vida.

Tras el evento, David Josephs —director de relaciones externas del NSE— hizo público un comunicado a la prensa: «Se trata de un logro fantástico. El éxito de Daniel es un mensaje muy positivo acerca de la epilepsia: esa afección no afecta necesariamente la capacidad de las personas para utilizar su cerebro ni les impide aspirar a grandes logros».

La respuesta ulterior al evento por parte de los medios fue fenomenal y mucho mayor de lo esperado tanto por la institución benéfica como por mí mismo. En las semanas posteriores, concedí interminables entrevistas a varios periódicos y emisoras de radio, incluyendo el Servicio Mundial de la BBC, así como para programas en lugares tan lejanos como Canadá y Australia.

Una de las preguntas más frecuentes que me hicieron en dichas entrevistas fue: ¿para qué aprenderse un número pi con tantos decimales? La respuesta que ofrecí, que es la misma que daré ahora, es que para mí pi es algo extremadamente bello y único. Al igual que la Mona Lisa o una sinfonía de Mozart, pi es la razón misma que me hace amarlo.