19

 

 

Isabelle se quedó cuatro días en Washington. El senador ganó las elecciones e Isabelle se alegró por Bill. Lo vio en las noticias, sentado en su silla de ruedas a un lado, el poder entre bastidores. Él no la llamó, ni ella lo llamó a él. Ahora sí lo creía. Y sabía que, por muy equivocado que estuviera, tenía que respetar su voluntad. Resultaba difícil creer que se obstinara de esa forma en sacrificar todo lo que tenían. Pero así era. A Isabelle le partía el corazón, pero no podía obligarlo a volver con ella. Tenía que aceptar su decisión, aunque no estuviera de acuerdo. Estaba en su derecho, lo mismo que ella estaba en su derecho de creer que podrían haber tenido una vida maravillosa. Ella se habría sentido orgullosa de tenerlo a su lado, con silla o sin ella. Para ella no había ninguna diferencia, aunque sí para él. Tenía derecho a decidir cómo vivir su vida.
Isabelle llamó a Sophie la noche del martes, después de las elecciones, y le dijo que volvía a casa. Su voz sonaba triste, pero Sophie no preguntó. Tenían motivos de sobras para estar tristes en aquellos momentos. Sophie había tenido que luchar por superar la pérdida de su hermano casi tanto como su madre.
—¿Has visto a tu amigo? —preguntó la joven tratando de animar a su madre.
—Sí, lo he visto —dijo ella sosegada—. Tiene un aspecto estupendo.
—¿Puede caminar?
—No.
—Ya lo imaginaba. Estaba bastante mal cuando lo vi en el hospital. Aunque tú también, claro.
—Por lo demás está bien. Estaré en casa mañana por la noche, cariño. Por si me necesitas. —Isabelle quería que su hija supiera siempre dónde estaba. Era un hábito de los años que había pasado a cargo de Teddy, y lo cierto es que Sophie no necesitaba saber dónde estaba su madre a cada momento, pero eso hacía que las dos se sintieran más seguras—. Te veré de aquí a unas semanas.
—Te llamaré el fin de semana, mamá. ¿Te lo has pasado bien? —Esperaba que sí, aunque parecía muy apagada.
—La verdad es que no —dijo Isabelle sinceramente—, pero me alegro de haber venido. —Se había visto obligada a aceptar algo que no había querido aceptar hasta entonces. Había visitado algunos museos y galerías. Tenía pensado empezar a trabajar en la restauración de cuadros en el Louvre a principios de año, y quería empaparse de arte antes de empezar. Aquello le recordó los días que había pasado con Bill en Londres. Todo le recordaba a Bill. Cuadros, museos, el Harry’s Bar, baile, música, risas, aire. Tal vez algún día dejaría de hacerlo. Ojalá. Si no iba a formar parte de su vida, tenía que olvidarlo lo antes posible. Hasta puede que algún día dejara de amarlo. Sería una suerte para ella.
El miércoles por la mañana Isabelle recogió las pocas cosas que había llevado con ella y llamó al portero para que bajara su bolsa de viaje. Su vuelo salía a la una, y ella salió del hotel a las diez. Cuando estaba cerrando la puerta de la habitación, el teléfono sonó. Isabelle tardó un minuto en volver a abrir y llegar al teléfono, cuando descolgó ya había dejado de sonar. Preguntó en recepción y el recepcionista dijo que era él quien llamaba, para saber a qué hora dejaba libre la habitación. Ya tenían a alguien esperando.
El trayecto hasta el aeropuerto fue tranquilo y largo. La noche anterior había vuelto a nevar, y Washington tenía un aspecto muy hermoso bajo aquel manto blanco. Isabelle confirmó el billete y, al cabo de un rato, fue a comprar unas revistas y un libro para tener algo que leer durante el vuelo. Estaba tranquila, triste, y en cierto modo se sentía libre. Por fin dejaría marchar a Bill; se alegraba de haber ido hasta allí. No esperaba sentir aquella paz. Pagó las revistas y el libro, tratando de no pensar en él. Estaba dando las gracias por el cambio a la dependienta cuando oyó una voz a su espalda.
—Sabes que estás loca, ¿verdad? —Isabelle cerró los ojos. Aquello no podía estar pasando. No podía ser. Pero lo era y, cuando se dio la vuelta, se encontró con Bill—. No solo estás loca, sino que te equivocas —dijo Bill muy sereno. Tenía un aspecto tan familiar y tan poderoso allí sentado que Isabelle sonrió sin querer.
—¿Me estabas siguiendo o es que te vas de viaje? —El corazón se le aceleró solo de verlo. No sabía si era una coincidencia o un milagro, y no se atrevía a preguntarle.
—Te he llamado al hotel, pero ya te habías ido.
—Tiene gracia, no debo de haberlo entendido —dijo ella tratando de parecer indiferente. Las manos le temblaban, aferradas a las revistas y el libro que acababa de comprar—. El recepcionista dijo que llamaba para preguntar por la habitación.
—Debí de llamar después. —Isabelle imaginaba que había llamado para despedirse, pero entonces ¿qué estaba haciendo allí?—. Sé que hice lo correcto —dijo, apartándose con la silla de en medio. La gente tenía que dar un rodeo para pasar por su lado, pero a ninguno de los dos parecía importarle. Tenían los ojos clavados el uno en el otro; Isabelle estaba muy pálida. Bill parecía como si no hubiera dormido desde hacía días—. Te mereces algo mejor.
—Ya sé que eso es lo que crees —dijo ella, sintiendo que el corazón se le partía de nuevo. ¿Cuántas veces pensaba repetirle lo mismo?—. Pero no hay nada mejor. Eres tan bueno como el que más... Al menos para mí. He perdido a Teddy. Te perdí a ti. Ya no tengo nada que perder, solo Sophie. La gente no huye del amor. O no debería. Es algo demasiado precioso y raro. Pero se ve que tú sí lo haces. —Sabía que no podía hacer nada para convencerlo. Él seguiría pensando lo que quisiera. Igual que ella.
—Quiero algo mejor para ti. Quiero que tengas una buena vida con un hombre que pueda perseguirte por la habitación y bailar contigo en Nochevieja.
—Yo quiero mucho más que eso. Quiero alguien a quien yo quiera y que me quiera, alguien a quien pueda respetar y cuidar, con quien pueda reírme el resto de mi vida. Y puedo amar lo mismo de pie que sentada. Tal vez tú no —dijo ella, aceptando el destino que Bill había elegido para los dos.
—¿Y por qué estás tan segura?
—¿Me querrías tú si fuera yo quien estuviera en esa silla? —preguntó Isabelle con voz suave y los ojos llenos de lágrimas. Bill asintió sin decir nada. Y por fin, Bill contestó y comprendió.
—Sí, te querría.
—No debes de tener muy buena opinión de mí si crees que yo no puedo hacerlo.
Él no dijo nada, se limitó a sentarla en su regazo, la miró, la rodeó con sus brazos y la besó. Isabelle estaba sin aliento cuando pudo soltarse.
—¿Por qué has hecho eso? —Tenía que preguntarlo—. ¿Eso es un hola o un adiós?
—Tú decides. Ya sabes lo que pienso. Te quiero. Tienes derecho a decidir por ti misma. —Helena le había dicho eso mismo hacía tiempo, y tenía razón. Por fin se daba cuenta. Había tratado de proteger a Isabelle, pero no podía seguir haciéndolo. Ella tenía derecho a decidir su propio destino, y esta vez puede que también el de él.
Isabelle le sonrió y susurró «Hola» mientras lo besaba y él la abrazaba con fuerza.