16
Ahora que Bill había salido de su vida, a
Isabelle los días se le hacían eternos. No había principio ni fin,
ningún momento que ofreciera un consuelo. Se ocupaba de Teddy, como
siempre había hecho, aunque ahora era ella quien parecía enferma.
No comía, no dormía, hablaba muy poco, aunque trataba de
esforzarse, por Teddy, pero se sentía como si la hubieran dejado
caer a un abismo sin sol, ni luz. Necesitaba oír la voz de Bill,
pero ya ni siquiera sabía dónde encontrarlo. Sabía que se había ido
a Washington, y se preguntó si Cynthia habría ido con él. Pero
estuviera donde estuviese, ya no formaba parte de su vida, nunca lo
había hecho. Había sido un regalo temporal en su vida, y daba
gracias por ello. Pero el dolor por haberlo perdido era tan grande
que a diario se preguntaba si lograría sobrevivir. Perder a Bill
era mucho peor que haber chocado contra el autobús. Esta vez el
golpe lo había recibido en el alma.
Incluso Gordon se dio cuenta durante el poco
tiempo que pasaba en casa. Pensó si aquel deterioro de su salud
tendría algo que ver con el accidente, y cuando Sophie volvió de la
universidad, se quedó horrorizada. Isabelle parecía
moribunda.
—¿Estás enferma? —le preguntó Gordon
finalmente un día cuando estaban desayunando. Aquella noche había
dormido en casa. Aún no sabía que Isabelle estaba al tanto de sus
frecuentes ausencias. Había perdido tanto peso que la ropa le
quedaba mucho más grande que cuando regresó después del
accidente.
—No me siento muy bien. Tengo migrañas —dijo
ella para explicar el aspecto macilento de su rostro. Se daba
perfecta cuenta, pero no podía comer, ni podía dormir.
—Debe de ser una secuela del accidente —dijo
él ligeramente preocupado—. Quiero que llames al médico. —Era la
primera muestra de interés que demostraba por ella desde hacía
meses—. La semana que viene estaré fuera, y quiero que un médico te
vea antes de irme. —Isabelle se preguntó si se iría con Louise.
Hacía ya tiempo que había comprendido que, el verano anterior,
cuando ella estaba en el hospital, él seguramente había estado con
Louise. Sin duda su ausencia había sido una bendición para él. Y el
hecho de que no hubiera ido a visitarla no tuvo nada que ver con
ella ni con Bill, sino con Louise, porque su ausencia era una
oportunidad única para pasar más tiempo con su condesa. Pero ya no
le importaba. Era la realidad de su vida, una realidad que por lo
visto se había prolongado desde hacía muchos años.
—¿Adónde vas? —preguntó Isabelle, tratando de
demostrar un interés que no sentía. No lo sentía por nada. Lo único
que podía hacer era cuidar de Teddy, y fue un alivio que Sophie
hubiera vuelto a casa unos días.
—A ver a unos clientes en el sur. —Isabelle
estaba segura de que el «cliente» era Louise, pero no preguntó, por
supuesto—. Quiero que llames al médico hoy mismo —le recordó cuando
se iba, pero Isabelle no lo hizo. Ya sabía lo que le pasaba. Tenía
el corazón destrozado, no tenía nada que ver con el accidente.
Había pasado un año exactamente. Resultaba difícil pensar que Bill
ya no formaba parte de su vida. Y, últimamente, se descubría muchas
veces deseando haber muerto en el accidente. Habría sido mucho más
fácil. No sabía si aquel dolor desaparecería algún día, aunque lo
dudaba. Cada día era peor que el anterior. No tenía ninguna
ilusión, nada que desear, nada en lo que creer, no tenía fe en lo
que la vida pudiera depararle. Bill se lo había llevado todo con él
y no le había dejado más que recuerdos y dolor. Y lo peor es que ni
siquiera estaba furiosa con él. Lo quería, siempre lo querría. Era
como un animal que había perdido a su pareja y solo buscaba un
lugar tranquilo donde morir.
—Mamá, ¿qué te pasa? —preguntó Sophie cuando
se encontraron aquella tarde a la puerta de la habitación de
Teddy.
—Nada, cariño. Solo estoy cansada. —Tenía un
aspecto terrible, todos lo veían. Sophie y Marthe, la enfermera de
Teddy, lo habían estado comentando poco antes. Teddy les dijo que
aquello había empezado cuando recibió una llamada y le dijeron que
un amigo había muerto. Pero los demás intuían que la desesperación
de Isabelle era mucho más honda, y temían incluso por su
vida.
Cuando Gordon preguntó aquella noche,
Isabelle le dijo que según el médico, estaba bien. Ni siquiera se
había molestado en llamarlo, y sabía que Gordon no lo
comprobaría.
Se le pasó por la cabeza que la causa de todo
aquello debía de estar en algún problema emocional muy fuerte, un
desengaño amoroso, un corazón destrozado. Una luz se le encendió en
la cabeza y pensó en Bill, pero descartó la idea enseguida. Después
de sus amenazas, Isabelle no se habría atrevido a seguir con
aquello. Pero, claro, él no tenía ni idea de lo fuerte que era su
amor por Bill, no sabía nada de ella.
No volvió a pensar en ello y al día
siguiente, Gordon salió de viaje. Dejó un número, el del hotel Du
Cap. Pensaba estar fuera tres semanas, e Isabelle no preguntó. Era
un alivio que se fuera. Ya no tendría que buscar excusas para
explicar su mal aspecto. Estaría mucho mejor sola.
Cuando Gordon volvió tres semanas más tarde,
se asustó al ver lo desmejorada que estaba. Él estaba sano y moreno
y ella tenía el aspecto de una enferma terminal. Ella y Teddy
parecían igual de enfermos. Sophie lo comentó con su padre entre
lágrimas. Pero él dijo que un médico había visto a su madre y había
dicho que estaba bien. No quería saber más, ni afrontar la
posibilidad de tener otro inválido en la casa.
Gordon volvió a ausentarse en agosto, en otro
largo viaje de negocios por Italia y España. Sophie había ido a
pasar unos días a la Bretaña con unos amigos. E Isabelle se alegró
de quedarse sola con Teddy. Había vuelto a leerle, y trataba de no
preocupar al chico, pero sabía que nunca volvería a ser la misma.
Había sido mucho más fácil superar el accidente que la pérdida de
Bill. Cada mañana se despertaba pensando en él, deseando estar
muerta.
Y fue mientras Gordon y Sophie estaban fuera
cuando Teddy cogió la gripe. Al principio pareció solo un resfriado
de verano, pero luego le bajó directo al pecho. Tenía mucha fiebre,
y el médico le recetó un antibiótico para asegurarse de que no
empeorara. Pero la fiebre siguió subiendo y ni Isabelle ni la
enfermera lograron que bajara. Al tercer día, casi no podía
respirar. Incluso el médico estaba preocupado por la falta de
respuesta a la medicación. Dos días más tarde, el resfriado se
había convertido en neumonía. Empeoraba muy deprisa. Después de
cinco días de resfriado, lo hospitalizaron. Isabelle fue con él al
hospital. Pensó en llamar a Gordon, pero no le pareció oportuno. De
todos modos, nunca se implicaba en los problemas de Teddy. Siempre
recaían sobre ella.
—¿Me voy a morir? —le preguntó el chico con
los ojos muy abiertos y vidriosos a su madre mientras ella le
acariciaba el pelo y le aplicaba paños fríos en la frente y las
muñecas. Las enfermeras agradecían su colaboración.
—Claro que no. Pero ahora tienes que ponerte
bueno. No es más que un virus. Y ya llevas demasiados días
malo.
Pero aquella noche tuvo 41 de fiebre.
Isabelle llamó a Gordon al día siguiente.
—No sé lo que es. Alguna clase de virus. Pero
está muy enfermo. —Isabelle parecía todavía más agotada, y su
aspecto era mucho peor.
—Siempre está enfermo —dijo Gordon irritado.
Estaba en la Toscana y a Isabelle le resultaba difícil pensar qué
clase de negocios podían llevarlo hasta allí. Otras vacaciones con
Louise, sin duda, aunque le daba lo mismo—. Yo no puedo hacer
nada.
—Pensé que querrías saberlo —explicó ella,
preguntándose por qué se habría molestado en llamar. Había sido más
un gesto de cortesía que para pedir ayuda.
—Llámame si se pone peor. —¿Y qué haría
entonces?, pensó Isabelle. ¿Debería llamarlo si muere? ¿O también
eso sería una molestia? Pero no le dijo nada.
Isabelle esperó dos días más y después llamó
a Sophie. Teddy deliraba y cuando Isabelle trató de hablar con él
se asustó. Le estaban administrando antibiótico por vía
intravenosa, pero sus pulmones ya no funcionaban y el médico estaba
muy preocupado por su corazón. Isabelle temió que se estuviera
acercando el momento. Y, a diferencia de su padre, aquella noche
Sophie llegó desde la Bretaña. Las dos estuvieron sentadas junto al
chico durante horas, sin dormir, cada una a un lado de la cama,
cogiéndole una mano. Teddy dormitaba y a veces hablaba en sueños,
pero pocas cosas de las que decía tenían sentido.
A la mañana siguiente, cuando despertó,
parecía tranquilo. Era un día sofocante, y Teddy estaba ardiendo,
aunque él no dejaba de decir que tenía frío. Ya caía la noche
cuando volvió a hablar. El médico iba y venía, y las enfermeras lo
vigilaban. Aquella misma noche, el médico le dijo a Isabelle que la
cosa no iba bien. Estaba empeorando.
—¿Qué quiere decir?
—Me preocupa su corazón. No puede soportar
tanta presión. Está demasiado débil. —Isabelle ya lo sabía, pero le
sublevaba no poder hacer nada.
Para su desesperación, transcurrió otra
semana de esta forma; Teddy parecía oscilar entre la vida y la
muerte. Las dos mujeres estaban agotadas y tenían casi tan mal
aspecto como el chico. Habían pasado dos semanas desde que Isabelle
llamó a Gordon a la Toscana, y le horrorizó comprobar que ni
siquiera se molestaba en llamar para preguntar por su hijo. Supuso
que habría dado por sentado que se había recuperado. A la tercera
semana, Teddy ya no estaba consciente, tuvo varios ataques y la
neumonía era cada vez más grave. Isabelle no entendía cómo había
podido sobrevivir todo aquel tiempo. Fue a sentarse en el pasillo
para llorar un rato, y luego volvió a la habitación con su hijo.
Aquella noche volvió a llamar a Gordon.
Tal como imaginaba, había dado por sentado
que el chico estaba mejor, y le sorprendió enterarse de lo mal que
estaba.
—No sabía si querrías venir.
—¿Crees que debo? —No parecía entusiasmado
por la idea, pero al menos parecía preocupado. La situación era
peor de lo que había pensado.
—Tú verás. Está muy mal. —No había recuperado
la conciencia desde la noche anterior y el médico no estaba seguro
de que volviera a recuperarla. Gordon le pidió que lo llamara al
día siguiente.
Isabelle y Sophie pasaron la noche con Teddy
y, a las cinco de la mañana, el chico abrió los ojos y les sonrió.
Las dos lloraron aliviadas y pensaron que era una buena señal. Pero
la enfermera dijo que la fiebre había subido durante la noche.
Estaba a más de 42 grados. Y sin embargo estaba hablando. Esta vez,
cuando vino el médico, las miró y negó con la cabeza. El corazón
del chico estaba cediendo. El momento que Isabelle había estado
temiendo toda su vida se acercaba. Estaba desconsolada, pero se
sintió extrañamente tranquila mientras esperaba junto a su hijo lo
que el destino les tenía reservado.
Teddy hablaba con claridad en aquel momento,
y sujetaba la mano de su madre. Miraba a Sophie con una sonrisa
angelical. Isabelle le besó en la mejilla y notó lo caliente y
deshidratado que estaba, hasta que sus lágrimas le mojaron el
rostro. No podía dejar de llorar.
—Te quiero, mi pequeño. —Siempre había sido
afectuoso con ella, paciente y dulce. Había sobrellevado aquella
vida de dolor sin quejarse. Y ahora que llegaba el final, tampoco
se quejaba. Se limitó a coger la mano de su madre mientras iba y
venía en un duermevela. Isabelle sentía la necesidad de aferrarse a
él, de alejarlo del borde del abismo donde su alma estaba
suspendida. No soportaba la idea de perderlo. Pero no podía hacer
nada.
Entonces, Teddy la miró y sonrió.
—Me siento feliz, mamá —dijo serenamente, y
luego se volvió hacia su hermana—. Te quiero, Sophie. —Y entonces,
con un imperceptible suspiro, se fue. Fue un momento de una gran
paz y simplicidad, el del alma que se libera de un cuerpo que lleva
atormentándolo toda una vida. Isabelle lo abrazó llorando. Sophie
los miraba, llorando también, y luego Isabelle la abrazó también a
ella. Teddy estaba tan hermoso tumbado en la cama... Las dos
mujeres lo besaron y lo abrazaron por última vez, y luego salieron
en silencio de la habitación. Era un día soleado y caluroso, e
Isabelle se sintió perdida cuando salió a la calle. No podía creer
que Teddy las hubiera dejado. Era inimaginable, impensable,
insoportable. ¡Su aspecto era tan dulce! Isabelle recordaría toda
la vida la expresión de su cara. Se quedó en la calle sollozando,
abrazada a su hija.
Las dos mujeres pararon un taxi y volvieron a
casa, e Isabelle rompió a llorar otra vez cuando entró en la
habitación. Había sido como el Principito del libro de
Saint-Exupéry, y ahora se había ido a su mundo, un mundo del que
nunca tendría que haber salido. Y, sin embargo, le había
proporcionado tantas alegrías durante su breve existencia...
Isabelle le preparó una taza de té a Sophie,
después llamó a Gordon y habló con una voz sorprendentemente
serena. Gordon se quedó perplejo, y dijo que llegaría a casa
aquella noche. No lloró ni dijo que lo sentía. Casi no dijo nada.
Isabelle pensó en llamar a Bill, pero sabía que no habría tenido
sentido, ya no era su amigo, y ni siquiera conocía a Teddy. Tenía
que olvidarse de Bill. Ya no tenía derecho a llamarlo ni a
inmiscuirse en su vida.
Isabelle y Sophie fueron a la funeraria
aquella tarde e hicieron los preparativos necesarios. Eligieron un
sencillo ataúd blanco y encargaron las flores, lirios del valle y
rosas blancas. Isabelle sabía que nadie iría al funeral, solo ellas
dos, y las enfermeras. Teddy nunca había ido al colegio, no tenía
amigos e Isabelle había pasado muchos años recluida en casa. Ellas
eran las únicas que lo conocían y lo querían. Isabelle no sabía qué
iba a hacer sin él. Teddy no solo había llenado su vida y su
corazón durante años, también había sido su única ocupación. Cuando
volvieron a casa, Isabelle lloraba de forma contenida, y Sophie
estaba inconsolable. Gordon llegó de Roma aquella noche, muy tarde,
con expresión sombría y abatida.
Al día siguiente fue a la funeraria con
Isabelle y Sophie. Isabelle había pedido que cerraran el ataúd, no
podía soportar verlo así, aunque estaba tan hermoso en la muerte
como lo había sido en vida. Gordon había dicho que no quería verlo
e Isabelle lo comprendía. Nunca había soportado la fragilidad de
Teddy y, aunque era su padre, apenas lo conocía. Se había resistido
a conocerlo durante toda su vida, y ahora era demasiado
tarde.
Aquella noche cenaron los tres juntos en el
comedor de la casa. Gordon y Sophie hablaban, pero Isabelle no dijo
palabra. Nadie habló de Teddy, era demasiado doloroso. Después
Isabelle se retiró a su habitación y se tumbó en su cama; no dejaba
de pensar en aquel hijo que ella había traído al mundo y que
siempre había sido frágil. Era como una mariposa que finalmente
había escapado. Isabelle daba gracias por haber podido tenerlo con
ella y haber podido quererlo.
Al día siguiente se ofició el funeral en la
capilla de su iglesia. El discurso lo escribió un cura que no había
conocido a Teddy, y pronunció mal el nombre. Pero fue el trayecto
hasta el cementerio lo que a Isabelle le resultó más doloroso. No
soportaba dejarlo allí solo y de haber podido se habría arrojado al
ataúd con él. Lo tocó una infinidad de veces antes de dejarlo
marchar, y se llevó una de las rosas blancas para ponerla en un
libro. Se sentía como si estuviera bajo el agua, como si estuviera
saliendo de otro coma. Y no tenía ni idea del demacrado aspecto que
tenía cuando volvieron a casa. Casi no podía respirar ni moverse.
Cada momento estaba lleno de un dolor insoportable.
A media tarde, Gordon entró en su habitación
y la miró con expresión preocupada. Isabelle estaba tendida en su
cama, y su rostro era del color del mármol blanco.
—No sé qué te pasa —le dijo él, más irritado
que preocupado. Cada vez detestaba más estar al lado de Isabelle.
Siempre se la veía tan desmejorada...—. Por tu aspecto casi parece
que tendríamos que haberte enterrado a ti y no a Teddy. ¿Qué te
pasa, Isabelle?
—Acabo de perder a mi hijo. —Lo miró con la
cara desencajada, no podía creer lo que estaba oyendo.
—Yo también. Pero ya llevas un par de meses
así.
—¿Ah, sí? Lo siento. —Y volvió la cara hacia
otro lado. No quería verlo, quería que se fuera.
—Es muy duro para Sophie verte de esta
forma.
—Para mí es muy duro perder a mi hijo —dijo
ella con voz inexpresiva.
—Hace años que sabemos que este momento tenía
que llegar —le recordó Gordon—, aunque sé que ha sido un duro golpe
para ti, sobre todo después del trastorno que sufrió tu organismo
el año pasado. —Empezaba a pensar que nunca se había acabado de
recuperar. Isabelle lo miró y se sorprendió al ver la frialdad y la
falta de emoción con que su marido le hablaba. Nadie habría dicho
que también él acababa de perder un hijo. Casi parecía una visita y
no un miembro de la familia, y desde luego, no el padre del
difunto—. ¿Qué vas a hacer ahora?
—¿Con qué? —¿Con la habitación de Teddy? ¿Con
su vida? ¿Con la ropa de Teddy? No podía soportar pensar en
eso.
—Cuidar de Teddy es lo único que has hecho en
los últimos quince años. No puedes enterrarte con él.
¿Por qué no? Pero no lo dijo. Con un poco de
suerte, pensó, también ella moriría. Ahora que había perdido a
Teddy y a Bill, no tenía mucho por lo que vivir, solo Sophie. Pero
Gordon dijo algo que la sorprendió.
—Creo que deberías irte con Sophie cuando
vuelva a Grenoble dentro de un par de semanas. Creo que sería una
buena idea. Necesitas salir de esta casa, y te hará bien estar con
ella. —Lo que Isabelle interpretó enseguida fue que la estaba
despachando a provincias para poder quedarse con Louise. Era un
plan muy bueno, y la muerte de Teddy le permitiría justificarlo sin
problemas. Gordon era brillante.
—¿Estás hablando en serio? —Casi se rió al
ver la expresión de su marido. Parecía solícito, y a la vez deseoso
de despacharla. Seguramente temía que, sin Teddy, Isabelle quisiera
recuperar su posición como esposa y señora de la casa—. ¿Y qué
esperas que haga yo allí? Estoy segura de que a Sophie le
horrorizaría tenerme todo el tiempo encima, y con razón. —Era lo
último que Isabelle habría hecho.
—Bueno, no te puedes quedar aquí sin hacer
nada —dijo él irritado.
—¿Es eso lo que crees que hago? —Había cierta
mordacidad en la conversación. Isabelle estaba harta; aquella farsa
había durado demasiados años y no pensaba dejar que la engañara con
la excusa de que Sophie la necesitaba. Estaba destrozada por la
muerte de Teddy, pero no pensaba convertirse en una carga para su
hija. Tenía mucho más sentido común y dignidad que todo eso. Y era
demasiado lista para no comprender lo que su marido pretendía en
realidad.
—No tengo ni idea de lo que hacías —dijo él
con un tono muy desagradable— aparte de cuidar de ese crío.
—Ese crío era tu hijo, y ahora está muerto.
Ten un poco de respeto. Por él, y por mí. —Era la primera vez que
se atrevía a hablarle a Gordon de aquella forma. Y a él no le
gustó.
—A mí no me digas lo que tengo que hacer. Por
si no te acuerdas, he tenido que aguantar tus deslices del año
pasado, cuando tuviste el accidente. No pienso tolerar más
tonterías.
—¿De verdad? —preguntó Isabelle con la mirada
peligrosamente encendida. Gordon estaba sobrepasando la línea de lo
que Isabelle estaba dispuesta a aguantar, y a marchas forzadas—. ¿Y
qué deslices eran esos?
—Ya sabes a qué me refiero. Tuve que aguantar
aquella aventura tuya con Bill Robinson. Tuviste mucha suerte de
que no me divorciara de ti. —Acababan de sacar sus armas. Pero, por
una vez, Isabelle no tenía miedo, porque había perdido demasiado.
Después de la muerte de Teddy, Gordon ya no tenía con qué
presionarla. Quizá nunca más, pero desde luego, no en aquel
momento.
—Y tú tienes suerte de que haya aguantado la
forma en que me has tratado durante veinte años, y la forma
espantosa en que has tratado a tu hijo durante sus quince años de
vida. —Estaban enzarzados en un combate mortal. Isabelle no
esperaba tener esta conversación justo después de la muerte de
Teddy, pero estaba preparada. Y recordó lo que Bill le había dicho
antes de dejarla: que guardara la munición que tenía hasta que
Gordon atacara. Y estaba atacando, el día del funeral de Teddy.
Estaba demostrando una crueldad y una falta de respeto
imperdonables, pero no le sorprendía viniendo de Gordon.
Gordon se quedó mirándola como si estuviera a
punto de abofetearla, pero no se atrevió.
—No pienso tolerarte esto. Ten cuidado,
Isabelle, si no quieres encontrarte de patitas en la calle y sin
nada.
—Ya no me das miedo, Gordon. —Ya no tenía
nada que perder. No tenía que seguir protegiendo a Teddy y le daba
lo mismo que Gordon la echara. En realidad, habría sido una
bendición—. No me das ningún miedo. —Gordon comprendió que era
cierto.
—¿Y adónde piensas ir si te echo? —escupió
Gordon. Isabelle parecía totalmente tranquila y lo miró con
decisión.
—Quizá tú y la condesa de Ligne tendríais la
bondad de dejarme el apartamento de la rue du Bac. Imagino que si
me echas será para instalarla a ella aquí —dijo con voz serena y
señorial; Gordon dejó escapar un rugido furioso. Parecía un león
herido y se acercó tanto a ella que Isabelle pudo ver hasta el
último poro de su piel. Estaba tan furioso que el cuerpo le
temblaba.
—¡No sabes de lo que hablas! —le gritó. No
esperaba un golpe como aquel y por un momento, le hizo perder la
compostura.
—Puede que no, pero por lo que se ve medio
París sí lo sabe. Llamó aquí por error, la víspera de Año Nuevo.
Creo que estaba borracha, pero me ayudó a abrir los ojos a cosas
que tendría que haber visto hace muchos años. Así que no me hables
de Bill Robinson, Gordon. Él no tiene nada que ver.
—¿Aún estás con él? —No tenía ningún derecho
a preguntar, pero Isabelle se lo dijo de todos modos. Le sorprendió
que supiera todo aquello de Louise y nunca hubiera dicho
nada.
—No, ya no. Pero deduzco que la condesa sí
está contigo, y mucho. Supongo que estuvisteis juntos en Italia.
—Él no lo reconoció, pero Isabelle tenía razón, y muchas personas
lo sabían—. Me han dicho que no puede casarse contigo hasta que
muera su marido. Debe de ser una situación difícil para ti. ¿Qué
pensabas hacer conmigo después, Gordon? ¿Cómo tenías pensado
deshacerte de mí, aparte de esa tontería de mandarme a Grenoble con
Sophie?
—¡Estás loca! La muerte de Teddy te ha
trastocado. No pienso seguir escuchando disparates. —Pareció que
estaba a punto de irse. No quería seguir escuchándola.
—No —dijo ella con calma—. No estoy
trastocada, estoy destrozada. Aunque debo de estarlo para no
haberme dado cuenta de lo que estabas haciendo todos estos años. Ni
siquiera dormías en casa, y yo era demasiado estúpida para darme
cuenta, porque me atormentabas continuamente. Bueno, pues eso se
acabó.
—¡Fuera de mi casa! —le chilló. Estaba
temblando de rabia.
—Me iré, sí, pero cuando esté preparada. Y
mientras tanto, te aconsejo que te vayas con ella.
Gordon salió de la habitación como una
exhalación y, un momento después, Isabelle oyó cómo la puerta de la
calle se cerraba de un portazo. Había sido una escena increíble y
de pronto, Isabelle se dio cuenta de que la acababan de dejar, pero
no le importó. Era como si la muerte de Teddy la hubiera liberado.
Había perdido tanto al perder a Bill y Teddy que ya no le quedaba
nada por perder. Y, al marcharse, Gordon la había liberado de las
mentiras y los maltratos que habían compartido durante todos
aquellos años.
—¿Qué te ha dicho, mamá? —preguntó Sophie en
voz baja. Isabelle no la había visto entrar. Había entrado después
de irse su padre y parecía asustada. Nunca los había oído discutir
de aquella forma.
—No importa —dijo Isabelle, volviendo a
tenderse en la cama. Se sentía alterada pero también
aliviada.
—Sí que importa. Papá se porta muy mal
contigo. Es mi padre y le quiero, pero no quiero que siga
tratándote así. —Y aquel día, después del funeral de Teddy, era
particularmente ultrajante.
Isabelle miró a su hija y se dio cuenta de lo
que había pasado.
—Me ha dicho que me vaya. —Lo dijo con una
extraña serenidad y compostura. Sophie necesitaba saber lo que
había pasado.
—¿Y tienes que hacerlo? —Los ojos de Sophie
se veían enormes en contraste con el resto de la cara. Estaba
aterrada. Pero Isabelle no, ella estaba extrañamente
tranquila.
—Supongo que sí. Es su casa. —Su matrimonio
se había acabado el día del funeral de Teddy. Y de alguna forma era
lo mejor, por fin se había acabado.
—¿Adónde vas a ir? —preguntó Sophie con
lágrimas en los ojos.
—Supongo que buscaré un piso. Tendría que
haber hecho esto hace mucho tiempo, pero no habría podido ocuparme
de Teddy sin la ayuda de tu padre. —Sophie asintió. Isabelle sabía
que todo se estaba acabando. Había perdido mucho. A Teddy, a Bill,
su casa, su matrimonio. Todo lo que había conocido, amado,
apreciado, todo aquello con lo que contaba o en lo que creía tocaba
a su fin. Ya no le quedaba nada, salvo empezar de nuevo. Sophie se
acercó y la abrazó; se quedaron así, abrazadas sin decir
nada.
Era Teddy quien finalmente la había liberado
de Gordon. Quien la había cogido de la mano y la había sacado de
allí. Bill no había sido capaz de hacerlo y se había ido. Y ella
sola nunca habría tenido el valor de intentarlo. Pero Teddy, al
liberarse de su cuerpo terrenal, la había liberado a ella de una
vida de tormento. Casi podía sentirlo junto a ella, feliz por lo
que había hecho. Después de todo lo que ella había hecho por él
aquellos quince años, aquel era su regalo. Isabelle era
libre.