Capítulo Dieciséis
Fue con renuencia que Bethia bajó a comer. Se mantuvo ocupada todo el día, cuidando de su padre e inspeccionando la administración doméstica, decidida a corregir los errores cometidos por Brice. Pero al anochecer, fue invadida por un sentimiento desagradable, como si todo su trabajo no fuera fruto de su devoción al deber, pero si a su flaqueza. Y cuando su padre insistió para que ella cenara con los huéspedes, en vez de hacer la comida con él, en el cuarto, Bethia estuvo obligada a aceptar. Admitió que estaba actuando como una cobarde.
No quería ver a Simon, pues sus sentimientos aun se encontraban revueltos por el enfrentamiento anterior. Aunque supiera que su idilio con el gran caballero pronto llegaría a su final, no se había preparado para una conclusión tan terrible. A lo largo de los días que había pasado en la casa de Meriel, él la trató como a un igual, llevándola a pensar que era esa la opinión que Simon tenía de ella. Sin embargo, después de la batalla para reconquistar Ansquith, él finalmente reveló sus verdaderas ideas, gritando como loco, tratándola como si no fuera nada mas que una concubina, una criatura incapaz, destinada a cumplir las ordenes de él. Y después de haber vivido meses en libertad, Bethia no se sometería a la esclavitud nuevamente. Sentada en un banco, en su cuarto, se secó las lágrimas con gestos irritados. Entregó a Simon, de buen grado, su corazón y su cuerpo, pero el espíritu de ella jamás se rendiría. Una vez tomada la decisión, Bethia sabía que aprendería a vivir con ella, pero ver a Simon de nuevo sería demasiado doloroso. ¿Por qué él no podía dejarla en paz? Si él se fuera sería mucho más fácil olvidarlo. Sin embargo, todos los de Burgh parecían decididos a quedarse allí, comiendo lo que había en la despensa. Y Bethia sabía que ya se había escondido detrás de la enfermedad de su padre por mucho tiempo. Llegaba el momento de hacer los honores de la casa. Respirando hondo, ella enderezó los hombros, irguió la cabeza y se dirigió al salón.
Ya alcanzaba los últimos escalones, cuando se paró, sorprendida con lo que vio. Aunque los hubiera visto a distancia, ellos ahora se encontraban sentados a la mesa, haciendo que el salón pareciera minúsculo. Eran siete hombres tan parecidos entre sí, que la visión no parecía real.
Bethia nunca vio caballeros tan imponentes juntos. Aunque las diferencias eran visibles, todos tenían los mismos cabellos oscuros, además de ser muy atractivos. La verdad, Simon era quien poseía menos atractivos. Aun así, fue la figura de él quien le llamó la atención y le trajo lágrimas a sus ojos.
Observándolo entre sus hermanos, Bethia se dio cuenta de que Simon ya había nacido arrogante. ¿Cómo alguien, criado entre hombres tan poderosos, podría temer que algo o alguien lo alcanzara? Hasta incluso Bethia se vio obligada a admitir que ellos parecían invencibles. No consiguió desviar los ojos, aunque su presencia pronto fue notada. Mientras ella los miraba, boquiabierta, todos se levantaron con movimientos ágiles, a pesar del tamaño de sus cuerpos.
—¡Señorita Burnel! Venga a tomar su lugar, en la cabecera —dijo el mayor y mas formidable de ellos.
Bethia reconoció al Lobo que gobernaba Baddersly, pues él hiso una breve visita a su padre. Aunque él se mostraba cortés y amigable, Bethia vaciló. Ya había comandado y capturado a hombres y caballeros, pero aquellos siete darían miedo hasta incluso el más valeroso de los guerreros. Y ella no se sentía especialmente valiente aquella noche.
Por otro lado, no era cobarde y, por eso, llenó los pulmones de aire y se adelantó. Fue solamente cuando se acercó a la mesa que ella se dio cuenta de que Simon continuaba sentado. Solo entonces él apartó el plato y se levantó. Después de lanzar una mirada dura hacia ella, se giró y salió, haciendo que seis pares de ojos lo siguieran. Peor aun, ya que cuando él desapareció, los mismos seis pares de ojos se volvieron hacia Bethia.
Por un momento, ella deseó que un hueco se abriese a sus pies y la tragase. Desgraciadamente, su deseo no se realizó y ella no tuvo hacia donde huir. Aunque fue necesaria toda su valentía para no girarse y correr del desprecio de Simon, así como de la curiosidad de los hermanos de él, Bethia tomó su lugar a la mesa, en silencio. Entonces, todos se pusieron a hablar al mismo tiempo. Si no hubiera sido por el dolor agudo que se instaló en su pecho, Bethia habría caído a carcajadas, pues todos comenzaron a conversar con ella, cuando ella ni siquiera sabía sus nombres. Finalmente, el Lobo ordenó que se callasen y presentó a cada uno de ellos: Geoffrey, Stephen, Robin, Reynold y Nicholas. Bethia los saludó con cautela, pero ninguno de ellos demostró censura u hostilidad. Ella no sabía lo que debía esperar, pero con seguridad no imaginaba recibir tal tratamiento. Bueno, ¿de que otra manera un de Burgh se comportaría? Todos ellos usaban el honor como armadura, fuerte, resistente y pura. A Bethia se le ocurrió que no sería tan bien tratada, si ellos supieran que ella, un día, se burló de Simon y de su buen nombre. Ahora, claro, eso era evidente. Cualquiera que los viera, sabría que se trataba de hombres buenos, que usaban su fuerza y poder para el bien.
Tal constatación era desconcertante y, aunque ellos continuaban comiendo y bebiendo con entusiasmo, Bethia se limitó a jugar con la comida en su plato, además de no tener hambre, la presencia de la familia de Simon exacerbaba su sentimiento de pérdida, pues allí estaba lo que ella rechazó. Y el hecho de saber que su libertad era más importante que la amistad de aquellos hombres, tal consciencia era dolorosa. Cuando Bethia finalmente apartó el plato, el de Burgh sentado a su derecha, más quieto que los otros, aprovechó la oportunidad y se inclinó hacia ella.
—¿Hay algo que yo pueda hacer por la señorita? —indagó con genuina preocupación—. Se que Simon es un hombre duro, de temperamento implacable, pero él también es firme en la devoción con aquellos a quien ama.
Bethia tuvo que luchar contra la tentación de hacer confidencias a aquel hombre gentil.
—Me temo no saber de qué está hablando, Geoffrey —declaró en el tono mas casual que consiguió forjar.
Geoffrey le lanzó una mirada que dejaba claro que él no se dejaría engañar, pero decidió no discutir.
—Los asuntos del corazón nunca son fáciles. Tal vez ustedes solo necesiten tiempo. Nos quedaremos aquí por cuanto tiempo la señorita quiera.
¿Sería ese el motivo de la permanencia de ellos? ¿Para prolongar el sufrimiento de Bethia? Ultrajada, ella respiró hondo a fin de no perder la compostura, al mismo tiempo que se ponía de pie. Entonces, habló con sencillez:
—En ese caso, pueden partir, pues no hay motivos para quedarse aquí.
Bethia se puso detrás de la cortina, a fin de no ser vista, para observar a los de Burgh montar en sus caballos. Estuvo con Dunstan algunos minutos, después del desayuno, haciendo las despedidas formales en nombre del pueblo de Ansquith. No vio señal de Simon y, aunque se dijo a si misma que era mejor así, estrechó los ojos con un intento de divisarlo entre sus hermano.
—¿Están todos partiendo? —la voz débil de su padre la hizo atravesar el cuarto y sentarse en el borde de la cama, pues él aun no recuperaba las fuerzas para conversar normalmente.
—Si. Pronto estarán lejos de aquí —respondió ella.
—Lo siento mucho, hija.
Bethia cruzó las manos y las posó en el bello vestido amarillo que le parecía muy extraño.
—Ya te disculpaste papá, y fuiste perdonado. Fueron las hierbas que te llevaron a actitudes erradas, como Brice pretendía.
—Si, pero tu caballero me dio una regañina por haber permitido que te llevasen de aquí.
—¿Simon? ¿El señor conversó con Simon? —Bethia indagó, sorprendida.
—Si… y él tiene razón. Yo jamás debería haber aceptado en dejarte partir con Gunilda. Estaba tan abatido por la muerte de tu madre, que no razoné bien. Cuando Gunilda dijo que yo estaba criándote de la manera equivocada, creí que podría corregir la situación. Pronto me arrepentí, pues sentí demasiado tu falta.
Bethia lo miró a los ojos.
—¿Sentiste mi falta? ¿Entonces, por qué no mandaste a buscarme, ni respondiste a mis cartas?
Una sombra cubrió los ojos de Burnel.
—No recibí ninguna carta tuya y pensé que estabas más feliz, con tu nueva vida.
Gunilda. Bethia estaba demasiado cansada, además de sentirse muy desgraciada, para sentir la rabia que su tía merecía, pero sabía exactamente lo que ocurrió.
—Ella no mandó mis cartas.
—Ni te entregó las mías —concluyó su padre—. Cuanta crueldad sufriste, hija mía, solo porque fui demasiado tonto para ver la verdad.
—No, papá. Yo también debería haberme dado cuenta de que algo estaba mal. Por lo tanto, también erré. Y yo estaba bien alimentada y bien vestida, papá —Bethia no quería entrar en detalles de lo que fue su vida allá. Al final, no sufrió ningún abuso o violencia y sabía que todo podría haber sido mucho peor.
—Bueno, a pesar de todo el mal causado por Brice, la presencia de él aquí resultó en algo positivo: tú estas de vuelta —el padre habló, tomándole la mano. En aquel momento, Bethia se dio cuenta de que Simon dejó una pequeña parte de su corazón, pues ella lo sintió acelerarse con ternura.
—Ahora que no estoy bajo los efectos de las hierbas, yo jamás permitiría que tú te casases con él —el padre continuó.
Bethia suspiró, aliviada, pues era aquello lo que siempre deseara escuchar, que siempre tendría su libertad.
—¿Pero, en cuanto a tu caballero? Me gustaría que tú reconsideraras la propuesta de matrimonio que él hizo. Él parece ser un hombre temperamental, pero muy bueno, inteligente, valiente y honrado, además de estar enamorado de ti.
Bethia respiró hondo, luchando contra las lágrimas.
—No. Me siento agradecida a Simon, por la ayuda que nos dio, pero no puedo casarme con él.
O con cualquier otro hombre. Bethia había llegado a la triste conclusión de que era una aberración de la naturaleza, una mujer cuya personalidad no se adecuaba a su sexo, una anomalía sin lugar en el mundo, excepto aquel en que se encontraba ahora. ¿Cómo podría explicar eso al padre, el responsable de las habilidades que ella desarrollara y que, sin duda, se culparía aun mas?
—Él no me permitirá ser quien soy. Aunque finja admiración por mi, Simon simplemente no soportaría una mujer como yo en el papel de su esposa. Y yo no puedo cambiar.
Burnel emitió un sonido de discordancia.
—Simon parece quererte exactamente como eres.
—No. Él fue muy claro, después que maté a Brice.
—Querida mía, ¿no se te ocurrió que la explosión de él no fue causada por la reprobación de tus actos, pero si por el miedo de perderte? Todo hombre posee una dosis de orgullo y no hay nada peor que verse impotente ante situaciones sobre las cuales no tiene el menor control, especialmente cuando alguien que amamos corre peligro.
Como Bethia se limitó a mirarlo, su padre cerró los ojos, dando señales de cansancio. Entonces ella se levantó, considerando lo que acababa de escuchar. Había interpretado la explosión de Simon por la apariencia, pero tal vez su padre tuviera razón. Con el corazón saltando, Bethia corrió a su cuarto, preguntándose si sería esa la verdad de los hechos.
Se acordó de su propia desesperación ante el descuido de Simon consigo mismo, de los sentimientos confusos que tuvo al descubrir que él había salido de la cama, después de haber estado tan cerca de la muerte, enterrado en el túnel. Se quedó furiosa, pero continuaba amándolo tanto, que se entregó a él. Ella y Simon eran parecidos en muchas cosas. ¿Sería una característica de ambos reaccionar con rabia, cuando estaban preocupados con el bienestar del otro?
Cuando llegó al cuarto, Bethia ya estaba tomada por una necesidad desesperada de saber si su padre estaba en lo cierto. Horrorizada, se dio cuenta de que ella y Simon, siempre reticentes, nunca habían conversado sobre sus sentimientos o sobre el futuro. Bethia había descartado las posibilidades de pronto, pero tal vez existiera un medio de llegar a un acuerdo. Conducida por la excitación creciente, además de la esperanza que ella creía perdida, corrió hasta la ventana, pero descubrió que era demasiado tarde. Los de Burgh ya habían desaparecido.
Simon buscó la paz que conoció en la floresta, pero no la encontró. Sus pensamientos continuaban en Ansquith, que él dejó, después de dos noches de tormento. Avergonzado por las tentativas de sus hermanos en acercarlo a Bethia, conversó con Dunstan en privado y le contó la verdad: que ella se había negado a su petición de matrimonio y que él quería partir con lo que le quedaba de orgullo. Con la cabeza gacha, como en solidaridad a lo sentimientos del hermano, Dunstan aceptó.
Bethia ni siquiera se despidió de él, y al mismo tiempo que Simon se decía a si mismo que fue mejor así, una parte rebelde de su ser ansiaba por la visión de la mujer que cambió su vida. Pero, ahora, era demasiado tarde, pues él se apartaba de Ansquith a cada paso de su caballo. Aun así, ni a distancia podía barrer a Bethia de su mente y él maldijo la floresta, que parecía sombreada por la presencia de ella. Dunstan insistió para que siguiesen por la carretera, que atravesaba la floresta, aunque Simon hubiera preferido otro camino. Inclinándose a los deseos del Lobo, él dejó que los demás siguiesen al frente, a fin de garantizar que nadie testificaba el sufrimiento que los recuerdos le provocaban. Veía a Bethia en todos los lugares, e incluso sabiendo que lo salteadores ya no habitaban la floresta, no pudo sacar la imagen de ella de su cabeza. Allí estaba ella, entre los árboles, riendo hacia él, luchando a su lado, siendo simplemente Bethia, una mujer como ninguna otra.
Aunque hubiera usado aquel camino muchas veces, Simon paró delante de un arbusto que fue tirado en medio de la carretera. Preguntándose por qué Dunstan y los otros no lo habían removido. ¿O habría caído allí, después del paso de sus hermanos? Cuando un ruido le llamó la atención, Simon levantó los ojos sin poder creer lo que vio: una figura vistiendo ropas marrones, colgada en una rama.
—Pare e identifíquese —gritó una voz familiar.
Simon levantó la mano para restregarse el pecho. Reconoció las piernas firmes bajo la ropa masculina y la fuerza de los brazos que agarraban el arco, apuntando hacia él.
—Desmonte, despacio, y entregue sus armas —ordenó ella.
Él no sabía si debía reír o gritar de furia, pero no pudo evitar un escalofrío de excitación, además de una punzada de esperanza. Bethia siempre lo afectaba con la intensidad de una batalla, pero… Desmontando, Simon depositó la espada sobre una piedra.
—La daga también —habló ella.
Simon obedeció y, cuando volvió a girarse, ella había desaparecido. Y consiguió asustarlo, cuando aterrizó justo detrás de él, pasando una cuerda alrededor de sus puños. Aunque pudo haber escapado con facilidad, Simon no ofreció resistencia, pues estaba muy curioso por saber cuales eran las intenciones de ella.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió.
—Siéntate —ordenó ella, apuntando hacia un tronco caído—, vamos a conversar, Simon de Burgh, y no te soltaré mientras no tenga las respuestas que deseo.
Simon se sentó, con una sensación extraña. ¿Estaría todo aquello ocurriendo, o estaría él aun montado en su caballo, soñando?
—Tú dices que quieres casarte conmigo, pero necesito saber si quieres una esposa dócil y obediente, pues no soy así. Soy una guerrera, como tú, y me niego a cambiar.
Simon refunfuñó, irritado. Era evidente que no quería una mujer tonta e inútil, pues ya había visto muchas de ellas. Solamente una mujer había conquistado su interés y admiración, y ella estaba justo frente a él, empuñando una espada. Aunque la visión fuese familiar, era también excitante, y Simon sintió su cuerpo reaccionar inmediatamente.
—¡Mujer tonta! ¡Te quiero a ti y a nadie más!
—¿No quieres que yo cambie?
—¡No!
—¿Vas a permitir que yo haga ejercicios de lucha con tus hombres? —Simon frunció el ceño. No esperaba un pedido como aquel, pero mientras que ella no corriera el peligro de herirse, no habría ningún problema. La verdad, la actividad física ayudaría a mantener aquellos músculos en forma, pensó él, examinándola de la cabeza a los pies, mientras el deseo se tornaba doloroso.
—Muy bien —respondió con impaciencia.
—¡Debo avisarte, Simon que no voy a someterme a tus órdenes!
Él sintió.
—¡No me quedaré encerrada en mi cuarto, mientras tú vas a donde quieras!
Simon sacudió la cabeza. Bethia sonrió y Simon pensó que iba a derretirse.
—Muy bien. Si es así, acepto casarme contigo… si aun me quieres.
—Aun te quiero —confirmó Simon entre dientes—. ¡Ahora, saca esta maldita cuerda de mis puños!
Cruzando los brazos, Bethia lo miró con expresión maliciosa.
—No se si debo. La idea de tenerte a mi merced es muy tentadora —y antes de que Simon pudiese actuar, ella lo empujó, forzándolo a acostarse en el suelo, y posicionándose sobre él.
—¿No te dije ya que deberías usar la armadura todo el tiempo? —habló mientras suspendía la túnica de Simon y deslizaba las manos sobre el pecho ancho. Simon se estremeció, al mismo tiempo que se sentía mas ansioso por verse libre.
—Mientras estás amarrado, debo hacerte una confesión —anunció Bethia—, un día, en la floresta, te vi… masturbarte.
Simon comenzó a debatirse, como un animal acorralado. Vergüenza, resentimiento y rabia se mezclaban.
—Quedé excitada —añadió ella, al mismo instante la rabia de Simon se disipó y él intentó besarla. Pero, Bethia lo esquivó con una carcajada y comenzó a mordisquearle el pecho.
—Desamárrame Bethia —ordenó él, pero ella simplemente ignoró la orden—. Bethia…
—¡Pobre Simon! Mira como estás de excitado —dijo ella, sacándole parte de las ropas—, y creo que se exactamente como resolver eso.
Después de desvestirlo y acariciarlo por momentos que, para Simon, parecieron una eternidad, Bethia se libró de sus propias ropas y volvió a posicionarse sobre él. Una vez más, alcanzaron juntos el clímax, y por varios minutos, después, quedaron allí, en el silencio de la floresta, solo luchando por respirar. Cuando recuperó el aliento, Simon insistió:
—Suéltame, Bethia.
Ella levantó los ojos para mirarlo, con una sonrisa lánguida.
—No se si debo, Simon. Tú estas mucho mejor así, menos autoritario y mucho más fácil de dominar.
Se casaron en Ansquith, al final del verano, no mucho tiempo después de la retoma de la propiedad, lo que facilitó la tarea de convencer a los hermanos de Simon a quedarse para asistir a la ceremonia.
Aunque Bethia llevaba un vestido elegante, que Simon no podía dejar de admirar, él estaba seguro de que ella no podía esperar para volver a las ropas masculinas que usaba con frecuencia, durante las dos semanas de noviazgo. Personalmente, él prefería que ella no usara ropa alguna, como planeaba para la noche. Simon se preguntó cuando podrían huir de los invitados que llenaban el salón, pues se sentía impaciente por su primera noche juntos, en una cama de verdad, legalmente casados.
Descubrió que tendría que esperar mas, cuando vio a Dunstan acercarse. Entonces, se sometió a los saludos de todos sus hermanos, con cierta timidez. Estaba mas acostumbrado a ser provocado por ellos, que felicitado. Aun así, los deseos de felicidad le parecieron muy sinceros. Dunstan, la verdad, exhibía una sonrisa ancha, evidentemente satisfecho con la unión. Stephen, que observaba a su hermano mayor con atención, a pesar de todo el vino que ya había bebido, preguntó en tono pícaro:
—¿Por qué estás con ese aire de triunfo?
—Nunca pensé en prender a Simon a Baddersly —respondió Dunstan, girándose hacia Simon—, pero ahora que él no va a volver a Campion, podrá cuidar de mi propiedad.
Simon frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—No, mi lugar es aquí, en Ansquith.
—Pero…
—No. Baddersly es demasiado grande y abriga mucha gente. Además de eso, Florian me dejaría loco en menos de un mes.
—Pero…
La expresión de sorpresa en el rostro de Dunstan llegaba a ser cómica, pues él no estaba habituado a que sus órdenes fueran cuestionadas. Aun así, Simon se mantuvo firme, pues no tenía más la necesidad de competir con el hermano. Ahora, poseía sus propios sueños y deseos, y ambos encontraban plena satisfacción en Ansquith y Bethia.
—¿Quién cuidará de Baddersly? —inquirió Dunstan, girándose para encarar uno por uno de sus hermanos.
Como sería de esperar, Stephen clavó los ojos en la copa que tenía en las manos, mientras Reynold se apartaba, masajeándose la pierna herida en batalla. Simon estrechó los ojos, perturbado. Se acordó de los tiempos en que Dunstan no pedía ayuda a nadie y se preguntó si los hermanos retribuirían el respeto de él con un rechazo.
—Yo lo cuidaré, Dunstan, si me consideras capaz —Robin se ofreció, sorprendiendo a todos, ya que parecía siempre más inclinado a contar chistes, que a tomar sus obligaciones en serio. Dunstan, no demostró ninguna reserva.
—Gracias, Robin. Me siento agradecido por tu oferta. Y claro que te considero perfectamente capaz y, en caso que necesites consejos, Simon está bien cerca —entonces se giró hacia Simon con una sonrisa pícara—. ¿No será reconfortante tener un miembro de la familia en la vecindad?
—Vaya, ¡no necesito estar cerca de ninguno de ustedes, para sufrir con su presencia! Ustedes me persigue, como los síntomas provocados por una comida dañada —replicó Simon, dándose cuenta de que decía la verdad. De alguna manera, a pesar de todos sus esfuerzos por lo contrario, su familia estaba tan arraigada dentro de él, que Simon la cargaba con él todo el tiempo. Quisiese o no, estaba siempre alrededor la preocupación por su padre, las advertencias de Geoffrey, los consejos de Dunstan y, de Stephen… Simon se sonrojó al pensar que utilizó las ideas del último una vez más. La verdad era que todos formaban parte de él, y con tal reconocimiento, vino la aceptación y el afecto que Simon jamás se permitió sentir.
—Vamos, escuché a Geoffrey advertirme para ser cauteloso en los peores momentos —admitió.
Seis pares de ojos lo miraron, muy abiertos.
—¡Tú nunca me escuchaste cuando discutíamos! —Geoffrey protestó. Todos rieron y Simon explicó:
—Cuando no estoy obligado a mirarte, soy todo oídos.
—¿Y cuando volveremos a presenciar uno de tus accesos de ira? —Stephen preguntó, haciendo a Simon considerar la respuesta.
—Tendrás que ir a casa y presentar tú esposa a papá —recordó Dunstan—, sabes que él nos quiere reunidos en Navidad, aunque no admita eso.
—Y él va a querer un nieto más. Por lo tanto, comienza a esforzarte para eso —sugirió Stephen.
—Probablemente, va a querer un matrimonio mas en la familia —Geoffrey corrigió con una sonrisa.
Los cuatro de Burgh solteros retrocedieron, como si su hermano los hubiera amenazado con la espada. La verdad era que aquella era la debilidad de la familia y aquellos que aun temían el matrimonio no se esforzaban para esconder el temor.
—Tienes razón —Dunstan concordó, divirtiéndose con el pánico de los mas jóvenes—. ¿Quién será el próximo?
Fin