Capítulo 6

El Señor de los Bosques

 

Todo estaba listo, pero antes de ponernos en camino, el Maestro nos contó una historia muy interesante y muy asombrosa. Nos pusimos alrededor de una hoguera en el bosque al lado del lago y escuchamos atentamente.

 

Nadie sabe muy bien cómo se formó el Universo. Muchos hacen varias hipótesis: sobre una explosión general que formó nuevos planetas y estrellas; también sobre una posible explosión de meteoritos que envió al infinito una inmensidad de trozos de meteoritos a la oscuridad que formaron gran cantidad de universos y galaxias,  mundos que algún día concentrarían una gran diversidad de vidas terribles y maravillosas. Pero antes de todo esto, también se dice que existía el Caos.

Otros creen que el Universo fue creado por un poderoso dios o alguna entidad benigna, cuya Luz ilumina desde tiempos remotos a todos los seres vivos y cada una de las especies del Universo. Aunque los orígenes del Caos son inciertos, está claro que una raza muy poderosa se encargó de equilibrar los mundos y asegurarse que en un futuro no muy lejano esos mundos fuesen capaces de seguir sus mismos pasos.

Esta raza poderosa que se encargó de llevar a cabo todo esto de los mundos recibe el nombre de Titanes.

Los Titanes eran dioses colosales de piel metálica y de una fuerza extraordinaria, exploraron el naciente universo y trabajaron en los mundos que iban encontrando.

Estos eran cuatro y cada uno representaba un elemento de la naturaleza: el fuego, el agua, el aire y el viento. No está claro de dónde venían, pero sí dónde vivían: Kandara. Algunos dicen que nacieron de la Tierra Madre y otros que nacieron de simples mujeres y hombre que poblaban la Tierra, pero a la llegada de los Titanes estos hombres se extinguieron o ellos mismos los exterminaron. Nadie lo sabe a ciencia cierta.

Kandara es un palacio situado en lo alto de las nubes, construido con perlas, diamantes, con todas aquellas piedras preciosas que podáis imaginar. Se organizaron los mundos elevando montañas y vaciando océanos, ríos y mares. Rompieron los cielos y, a través de ellos, surgieron las atmósferas respirables que permitirían la vida.

En cada lugar que encontraron elaboraron unas directrices para dar orden al caos existente.

Al mismo tiempo, le dieron diferentes habilidades, capacidades y destrezas a razas primitivas para que trabajaran y mantuvieran la integridad de sus respectivos mundos. Esas razas construyeron un mundo en el que se podía vivir, un mundo habitable para todas las razas y todos los seres vivos de este universo.

Guiados por su confianza de crear un mundo mejor donde las tinieblas estaban lejos, decidieron echar a todo ser maligno de sus mundos para salvaguardar el equilibrio de los mismos.

Siempre estuvieron vigilantes contra el ataque de las viles razas de Dendir, el hogar de un número infinito de seres malvados, cuyo único objetivo era destruir la vida, penetrar en el otro mundo y dominar ambos.

Incapaces de concebir el mal o la extinción de cualquier forma de vida, los Titanes se vieron obligados a hallar una forma de terminar los constantes ataques de estos seres.

Con el paso del tiempo, las razas demoníacas encontraron la forma de penetrar en Kandara con el propósito de controlar este lugar. Era imposible combatir con los Titanes, así que decidieron poner a unos en contra de otros. Así la victoria estaría asegurada.

Tras muchos intentos de influir en sus pensamientos, de intentar entrar en sus cabezas y controlar sus mentes, los seres del mal por fin consiguieron que se pusieran en contra y se desencadenara una gran batalla.

Murieron muchos seres mágicos, pero entre todos conseguimos encerrar a los Titanes en una bola de cristal. Pero dice la leyenda que quien los libere tendrá poder absoluto sobre ellos.

Si eso ocurriese, este mundo, como lo conocéis ahora, estaría perdido.

Comenzaba la Nueva Era, la batalla de los Titanes había terminado y volvía la paz a nuestro mundo.

El sol brillaba en lo alto del cielo con todo su esplendor, un cielo azul y con ausencia de nubes. Todo volvía a la normalidad, la vida seguía: la gente cazaba, lloraba, reía, gritaba, jugaba... El Mal había desaparecido y, en algunos casos, también nuestros hogares y los padres de muchos de nosotros. Muchos murieron, pero su sacrificio no fue en vano. Las fuerzas del Mal fueron encerradas en la Bola de cristal y sepultadas en el fondo del mar. Nadie podría librarles de ese calvario.

Los niños jugaban en la calle, en el bosque, en los ríos, no había peligro y, por tanto, tampoco preocupaciones. Las parejas paseaban de la mano por los senderos cubiertos de rosas. De entre todas las parejas, la más peculiar era la formada por un centauro y una mujer.

Eran jóvenes, inocentes y felices. Habían sufrido la pérdida de sus padres y de sus seres queridos, solo se tenían el uno al otro. Ella era muy hermosa, con su pelo rojo fuego anudado en una trencha y sus ojos color esmeralda resaltaban sobre una piel blanca y suave. Él era un centauro educado para la lucha. Guerrero valeroso que no dudaría en dar su vida por protegerla a ella.

Paseaban junto al acantilado Montu de las Tierras Doradas cuando un rayo cayó cerca de ellos, agrietando la pared y haciendo que Dunia cayese quedando agarrada como pudo a la roca. Tanuk intentó izarla, tiraba de ella, pero era inútil, una fuerza muy intensa la atraía hacia el mar.

—Agárrate fuerte —gritó Tanuk tirando de ella con todas sus fuerzas—. No voy a soltarte. Si no puedo salvarte, caeré contigo al mar y las olas decidirán nuestro destino.

El sudor y la humedad que subía del mar dificultaban el poder subirla. Era imposible. Cuanto más la elevaba, más la atraía el mar.

—Suéltame —dijo Dunia entre sollozos—, siempre te querré y te cuidaré desde donde esté.

La muchacha se soltó y cayó lentamente, sin gritos, pero derramando sus lágrimas arrastradas por el viento como pequeñas perlas.

—¡Nooooo! —gritó el centauro queriéndose tirar al mar, pero la voz de Dunia en su interior le convenció para que no lo hiciese: “Vive y disfruta la vida por los dos”.

Ella se perdió en el fondo del mar. Tanuk bajó a la playa cercana, se sumergió infinidad de veces para buscarla.

La buscó durante días, semanas y meses, pero Dunia no aparecía.

Durante muchas noches regresaba a la playa, observaba las estrellas y esperaba, hasta que una de esas noches algo surgió del agua. Una figura humana de una mujer, era Dunia o eso creía él. Tenía su mismo pelo, su misma cara, su cuerpo, pero con la mirada perdida.

—Amor mío, has vuelto a mí —dijo Tanuk muy emocionado acercándose poco a poco a ella.

Dunia no lo miraba, avanzaba en las aguas sin tocarla, como flotando, y llevando entre sus manos una bola de cristal.

El centauro había oído muchas historias sobre la bola, pero no las creía. Hasta que la vio en manos de su amada y supo de qué se trataba.

—Dunia, si puedes oírme, deja esa bola donde estaba —le dijo muy asustado—. Si se rompe, desatarás el Mal y llevarás a esta tierra a la destrucción.

Ella no hacía caso, llegó a la orilla de la playa, colocó la bola en el suelo y permaneció en silencio mirando al cielo. Tanuk se acercó a ella e intentó arrebatarle la bola, pero fue inútil. Ella, sin rozarle, movió un brazo y el centauro cayó al suelo herido y sangrando del costado. Una herida superficial, pero no tan profunda como la que tenía en su alma.

De repente, un rayo cayó sobre la bola y se partió en dos. De ella surgieron los Titanes y desaparecieron sin dejar rastro. En ese momento, todo estaba perdido. El Mal había sido liberado y ya nada ni nadie podrían pararlo.

Dunia cayó rendida en la arena y Tanuk fue a socorrerla. Estaba desmayada, sin sentido. La cogió en sus brazos y se la llevó a casa.

Durante días y días el centauro cuidó de ella, pero no reaccionaba, parecía muerta. Un día Tanuk salió a ver al Maestro en busca de alguna hierba que le ayudase a reanimar a Dunia. A su regreso, ella ya no estaba. En su lugar, sobre la cama, quedó una rosa negra.

Tanuk no volvió a saber de ella. La buscó por todo el reino, caminó sin descanso hasta llegar a Dendir y por fin la encontró. En la torre más alta, vestida de negro y con la mirada muerta. No era ella, su amada había muerto, el mar la había cambiado o la bola de cristal la había poseído, no podía saberlo. Deprimido y desorientado, llegó hasta los bosques de la cascada. Allí se desmayó y fue acogido y cuidado por las ninfas y las hadas. Ellas le consideraron alguien especial, de buen corazón, con poderes que nunca imaginarías. Desde entonces, pasó a llamarse el Señor de los Bosques.

Respecto a Dunia, no sabemos si recuerda algo de su vida anterior antes de la caída, pero en su interior debe recordar a Tanuk, aunque solo sea un vago recuerdo, puesto que de vez en cuando al Señor se duele la cicatriz que ella le hizo en el brazo. Lo que sí sabemos es que dentro de la Diosa de las Tinieblas está Dunia. El Mal es muy fuerte, por ello hay que matarla y la bondad y el bien saldrán. El problema es que no se puede matar a una sin matar a la otra. 

Al cabo de mucho tiempo, Tanuk se encerró en su cueva, sin ver a nadie, sin salir a ver el sol. Estaba destrozado, puesto que había perdido a su amada y en su lugar había surgido el mal en forma de mujer. No había esperanza para este mundo desde que se supieron los planes de la Diosa hasta que llegasteis vosotros, claro está. Vosotros seréis los que salvaréis nuestro mundo y el vuestro del Mal”. 

 

Después de escuchar la historia atentamente y sin ninguna interrupción, hice una pregunta importante.

—¿Y no hay forma de salvar a Dunia y matar a la Diosa?

—No, solo sería posible si el bien y Dunia son más fuertes que el Mal —contestó el Maestro—, y que ella de verdad quiera vivir y no se sienta culpable de lo sucedido, aunque en parte lo sea.

—Si Tanuk fuera con nosotros, igual sería más fácil y ella podría luchar contra el mal —sugirió Kirc.

—Si la Diosa viese a Tanuk, lo mataría para no tener que tentar a Dunia a rivalizarla y revelarse contra ella —expuso el anciano—. Es algo muy complicado. Lo único que tendréis que hacer es evitar que ella se haga con el medallón y contigo —dijo señalándome—. Esta es la clave para acceder al otro mundo.

—Nosotros no usamos el medallón para llegar a este mundo y volver al nuestro —comentó Liam.

—Vosotros tenéis el corazón puro. El medallón solo os guía, os ayuda, os da poder cuando estáis en peligro —siguió explicando—. Ella lo busca desesperadamente y no dudará mataros para obtenerlo. Pero antes de eso, ella debe dominar este mundo y sumirlo en las Tinieblas. Debéis tener cuidado —prosiguió—. Hay criaturas muy peligrosas, estad atentos a todas sus cualidades.

—¿Estamos cualificados para afrontar esta odisea? —pregunté mientras me frotaba las manos para que me entraran en calor.

—No estaréis solos en estos momentos tan difíciles —contestó—. Eikam conoce los planes de Dunia y está preparando a sus ejércitos para la batalla —hizo una pausa para recuperar el hilo de la conversación y continuó—. En la parte de las estrategias será Eikam quien os oriente.

Terminada la historia y aclarado todo lo que podíamos hacer y quiénes nos iban a ayudar en nuestro objetivo, recogimos todos nuestros bultos y nos dispusimos a emprender el viaje. Llegó el momento que tanto estábamos deseando, comenzar nuestro camino hacia un futuro incierto.

—Tened cuidado y recordad todo lo que os he enseñado. Llegad al palacio del Rey Eikam, os recibirá con los brazos abiertos. Allí podréis recoger más provisiones y entrenar con los Naithilis.

—Maestro... —comencé a decir—, lo echaremos de menos.

—¿Lo volveremos a ver alguna vez? —preguntó Liam.

—El tiempo y las circunstancias lo dirán —contestó.

Teníamos todo listo, nos despedimos del Maestro y los tres guerreros, acompañados de Wolfy, nos dirigimos camino al castillo de Eikam.

¿Conseguiríamos nuestros propósitos? ¿Saldríamos indemnes de todo esto? Solo el destino sabía qué sucedería.