ASÍ SUENAN LAS PALMERAS

RAY BARRETTO, PERCUSIONISTA TODOTERRENO

Ray fue uno de los primeros músicos latinos con pasaporte apto para moverse por el mundo pop. Tengo recuerdos nítidos de escuchar (y disfrutar) su «El watusi» antes de tener ni la más mínima referencia sobre el bugalú o la salsa, quizás a través de la edición del sello británico Sue. A pesar de lo que sugería aquella pieza gamberra, solía mostrarse como un hombre serio. Y sufría pesadillas cuando se le recordaban sus temporadas con Fania All Stars, agrupación que contaba con un alto porcentaje de criaturas peligrosas.

Ray Barretto, conguero magistral y líder de bandas, falleció [17 de febrero de 2006] en el Hackensack University Medical Center de Nueva Jersey. Tenía 76 años. Neoyorquino de origen puertorriqueño, desarrolló una incansable carrera, que abarcó unas mil sesiones de grabaciones y más de cincuenta discos largos bajo su nombre.

Ray Barretto —al que el pasado mes de enero le fue implantado un marcapasos y ahora estaba hospitalizado porque sufría una neumonía— murió rodeado de su mujer y sus dos hijos. Era una rareza en el planeta de los percusionistas: procedía del jazz y la presión del negocio le hizo desplazarse hacia los ritmos latinos más populares, justo al revés de lo habitual.

Nacido en Brooklyn el 29 de abril de 1929, estaba cumpliendo su servicio militar en Alemania cuando irrumpieron en su vida los discos del emergente be bop. En 1948, Dizzy Gillespie salpimentaba su jazz con el repiqueteo del conguero habanero Chano Pozo y eso llamó la atención del recluta. A principios de los cincuenta, Pozo ya había sido asesinado y Ray no tuvo problemas en que le hicieran un hueco en los locales de Harlem que acogían aquella música insurrecta.

Disfrutó de la oportunidad de acompañar durante un par de semanas al gigante Charlie Parker. Se integró luego en las agrupaciones de Eddie Bonnemere, Pete Terrace, José Curbelo y Tito Puente (allí reemplazó al cubano Mongo Santamaría). En 1961, cuando dejó a Puente y se puso a las órdenes de Herbie Mann, debutó como solista con Pachanga con Barretto. Sin abandonar el mundo del jazz, se acercó al mercado hispano liderando una formación de charanga, con violín y flauta en primer plano, que fue vigorizando felizmente con el añadido de metales.

En 1963 tuvo incluso un éxito en las listas generales, con la jocosa «El watusi», extraída de Charanga moderna, su elepé para Tico. Sin embargo, prefería trabajar con sellos «anglos» y solo tuvo una presencia continuada en el mundo latino a partir de 1967, al fichar con Fania. Esa compañía le invitó a formar parte de su All Stars, donde llegaría a ejercer de director musical. En Fania se adaptó al bugalú con «Acid» o «The soul drummers» y celebró su visita a África con «Abidján». Le apodaron Manos Duras y timoneaba una banda potente, con personalidades como el timbalero Orestes Vilato, el bajista Andy González y el vocalista Adalberto Santiago. A mediados de los setenta, incluso contó con los servicios de Rubén Blades. Ya reinaba la salsa, pero él sentía fascinación por el jazz-rock y en esa onda grabó para Atlantic, con ambiciones de crossover hacia el mercado principal (los Crusaders le produjeron todo un elepé). Siempre pensó que era una simplificación el considerarle un salsero: él se veía esencialmente como un jazzman; lo de afrocubano era el único añadido que aceptaba.

En los ochenta siguió con la doble militancia, que obedecía tanto a consideraciones económicas como a querencias estéticas. Hacía fusión para CTI —su versión de «Pastime paradise» todavía suena en discotecas— y luego grababa salsa al lado de Celia Cruz. A todo esto, mantenía su lucrativa faceta de músico de estudio. Participó en infinidad de sesiones jazzísticas para Blue Note, A & M o Prestige, al lado de Dizzy Gillespie, Wes Montgomery, Kenny Burell, Freddie Hubbard, George Benson, Lou Donaldson o Stanley Turrentine. Igualmente, cuando los Rolling Stones, la Average White Band, los Bee Gees y otros grupos británicos necesitaban percusión latina, Barretto era el primer músico que se les ocurría: sabían de su flexibilidad y virtuosismo.

Ya entrados los noventa, Ray se encarriló definitivamente por el latin jazz (una etiqueta que detestaba, aunque no había abandonado su práctica ni siquiera en los días dorados de Fania). Al frente del sexteto New World Spirit, que cobijó a rotundos instrumentistas, dejó discos en Concord Picante, Owl, Blue Note o RCA, aunque sus presentaciones en directo sufrieron por su mala salud. Tuvo su reivindicación el 13 de enero de 2006, cuando le otorgaron el título de Maestro del Jazz; Paquito D’Rivera era el otro músico latino que tenía esa distinción.

CACHAO, UNA VIDA CON HAPPY END

No fue profeta en su tierra. En 1995, me hallaba en La Habana. Rodeado de cubanos relacionados con la música, vimos la transmisión de la entrega de los Grammy (informativamente, la Isla Grande no está aislada). A pesar de mi entusiasmo, nadie se sintió impresionado por el hecho de que un veterano como Cachao se llevara un premio: supongo que creían que pertenecía a la prehistoria. Para ellos, la gran novedad consistió en que a la ceremonia acudió Madonna en compañía de Albita, una vocalista cubana que se había exiliado poco antes. En una isla que vivía (subrepticiamente) la cultura de la celebridad al estilo gringo, la ascensión social —breve, me temo— de Albita sonaba más deslumbrante que la hazaña de Cachao.

Israel López, alias Cachao, era un señor afable pero circunspecto, muy lejos de la exuberancia que se atribuye a las figuras de la música cubana. Parecía un buda de caoba, constantemente sorprendido de que la fama le llegara cuando ya había pasado la edad de jubilarse y la salud le traicionaba. Contrabajista y compositor de 89 años, fallecía ayer [22 de marzo de 2008] en un hospital de Miami, víctima de una dolencia renal.

Cachao, uno de los últimos supervivientes de la edad dorada de la música afrocubana, puede ser considerado uno de los predecesores del mambo, aparte de popularizador de las descargas, el equivalente latino de las jam sessions jazzísticas. Sin embargo, nunca alardeaba de sus logros. No tuvo ningún resquemor contra Pérez Prado, al que reconocía su habilidad para convertir el mambo en un ritmo aceptado mundialmente. Ni se veía como propietario del concepto descarga: «Era algo que hacíamos muchos músicos habaneros, por puro relajo».

Habanero del 14 de septiembre de 1918, pertenecía a una familia musical, donde todos dominaban al menos un instrumento. Se estrenó en grupos cuando todavía llevaba pantalones cortos y recordaba poner música a sesiones de cine mudo. Estudió solfeo y, como muchos de los López, se inclinó hacia el contrabajo, ingresando en la Filarmónica de La Habana.

Corrían los años treinta y Cachao complementaba sus escasos ingresos clásicos tocando en orquestas de música popular, en teatros y salas de baile. Con su hermano, el pianista Orestes López, entró en Arcaño y sus Maravillas y juntos desarrollaron sincopados danzones propios: eran temas como «Mambo» (1938), que ellos encuadraron modestamente en la categoría de «ritmo nuevo». Fueron otros músicos, como Pérez Prado, los que dieron forma comercial al mambo, convirtiéndolo en una de las músicas más salvajes de mediados del siglo XX.

Por temperamento, renunció a dirigir una agrupación y prefirió ser un pluriempleado, trabajando en las bandas de Mariano Mercerón, José Antonio Fajardo o Bebo Valdés. La música afrocubana había integrado el formato de jazz band y Cachao, hombre curioso, se interesó por otros hallazgos del jazz. Participaba regularmente en descargas y decidió grabarlas. Convocó a los músicos tras sus habituales trabajos nocturnos, los reunió en un estudio y realizó varios elepés que servirían de inspiración a mil discos posteriores.

La llegada de la revolución castrista, con su puritanismo y un desmedido afán regulador de todas las actividades, le impulsó al exilio. A finales de 1962, dejó a su familia y se subió a un barco rumbo a España. Instalado en Madrid, tocó en La Riviera y otros locales de ocio. Pero aquel no era un buen ambiente para crear: Cachao se alojaba en una pensión y todos los días debía aguantar los sermones de otro cliente, un cura fanático que le aseguraba que iba por el camino de la perdición.

En cuanto arregló los papeles, se trasladó a EE. UU. En Nueva York sabían quién era y encontró trabajo fácilmente: Machito, Tito Rodríguez, Cándido, Tito Puente, Chico O’Farrill, Eddie Palmieri o Lou Pérez fueron sus nuevos jefes. Por su habilidad para improvisar, tuvo más oportunidades en el mundo del latin jazz que en el de la entonces pujante salsa, aunque se puede encontrar su nombre en algunas contraportadas de Fania.

En los años ochenta, buscando un clima más benévolo, se trasladó a Miami. Pero la industria de la música latina de Florida no tenía hueco para un veterano de su categoría y terminó ganándose los frijoles en lo que él llamaba «un grupito de la BBC, de Bodas, Bautizos y Comuniones». Siempre profesional, hasta se aprendió canciones judías, para complacer a la numerosa comunidad hebraica de la ciudad. Incluso renunció al voluminoso contrabajo para tocar instrumentos más transportables.

Le rescató de la oscuridad un amante de los viejos sonidos y percusionista aficionado, el actor Andy García, que le dedicó un vibrante documental, Cachao: como su ritmo no hay dos. A través de García, conectó con Gloria y Emilio Estefan, entonces reyes del Miami latino, que le dieron bola en Mi tierra, el primer disco retro de música cubana pensado para el gran público, y que continuaron recurriendo a sus servicios. Cachao aglutinó entonces unos deslumbrantes discos estelares, los volúmenes de Master Sessions, que le dieron un reconocimiento tardío. Pudo recorrer todo el mundo, dándose el capricho de volver a actuar en La Riviera madrileña, pero como primera figura.

Con una excepción. Aunque ganó el premio Grammy, en Cuba siguió en el ostracismo. Incluso en los medios musicales, donde le confundían: allí existe otra generación de contrabajistas con su mismo apellido, como su sobrino Orlando Cachaíto López.

LA SECRETA HISTORIA DE BOB MARLEY

El 28 de junio 1978, Marley actuó en Ibiza (¡en la Plaza de Toros!). Concertamos una entrevista para Popgrama, pero, finalmente, no pude acudir. Sí viajaron otros compañeros, que mantuvieron un encuentro con Bob que resultó en un sublime diálogo-de-besugos. Sin embargo, el reportaje del concierto que hizo TVE fue muy buscado por Island, para incorporarlo a un documental sobre el difunto. Ah, dos años después, el Gobierno Civil prohibió la presentación de Marley en Madrid, tras unos sonados alborotos en un concierto de Lou Reed. Para nuestra desgracia, nunca vimos a Bob en la capital. Todavía me indigna recordarlo.

Lo saben todos los viajeros avezados: Bob Marley es omnipresente. En un puerto de Polinesia, en una choza perdida por la sabana africana, en un centro comercial japonés, en el rincón más insospechado surge su imagen hirsuta o su vibrante música. En palabras de Andrés Calamaro, «la voz de Marley te toca, primero, por esa fatiguita que conmueve; luego te reconforta, ya que cuenta que en algún lugar del mundo está brillando el sol y la vida es simple».

Para la historia, Bob Marley ha quedado como la primera estrella global surgida de un gueto poscolonial. Y la suya no fue una fama fugaz. Tras su muerte, en 1981, su música se ha difundido más que antes. Legend, recopilación de sus grandes éxitos que Island sacó en 1984, es un pasmoso fenómeno comercial: no ha dejado de venderse, llegando a despachar hasta un millón de copias anuales en momentos de la década de los noventa. Las sinuosas canciones de Marley son consumidas por sucesivas generaciones que se han apuntado a la liturgia canábica de la teología rastafariana, pero también por gente que sería incapaz de liarse un porro.

La leyenda de Marley ha superado muchas pruebas. Su golosa herencia provocó una catarata de batallas judiciales que aún colean, demandas y resoluciones que son estudiadas en los cursos de propiedad intelectual. Ha sido víctima de la sobreexplotación: cada año se publican discos suyos con alguna curiosidad más o menos inédita, aparte de que se pongan nuevos envoltorios a sus mil grabaciones. Abundantes libros, incluyendo la espinosa autobiografía de su esposa, Rita Marley (No woman, no cry. Ediciones B, 2004), han desvelado aspectos ingratos de su personalidad. A pesar de todo, su reputación ha sobrevivido casi intacta.

Pero, ay, en la recepción de su obra sí se aprecia que Marley tenía origen tercermundista. Muchos de los que todavía compran Legend ignoran que ese disco solo cubre una parte de su trayecto, de 1973 a 1981, cuando se internacionalizó como profeta tropical. Para cuando Bob fue lanzado por Island Records —una audaz operación dirigida desde Londres por su compatriota Chris Blackwell—, ya llevaba más de diez años grabando exclusivamente para Jamaica y su diáspora. Muchas de sus piezas clásicas se registraron para su público natural y más tarde se reconstruyeron para el mercado del rock. Según sus devotos más puristas, en ese proceso se adulteró su esencia. De hecho, no faltan los que aborrecen parte de los discos millonarios y se concentran en los registros jamaicanos, ingresando en la secta de los coleccionistas dispuestos a pagar fortunas por vinilos con una tirada de, en el peor de los casos, 50 copias.

Si alguien desea conocer profundamente esa etapa isleña, surge el problema. En realidad, varios problemas anudados. Primero, habituar el oído. Las placas jamaicanas poseen la fuerza de lo auténtico, pero las técnicas de captación del sonido eran allí, en los años sesenta, rudimentarias. Por decirlo suavemente, Bob no se expresaba en estudios equivalentes a los de Abbey Road.

Segundo, el negocio fonográfico de Jamaica tiene mucho de jungla, tal como quedó reflejado en The harder they come (en España, Caiga quien caiga), la vibrante película de 1973 que fue, aparte de la eclosión de Marley, la baza decisiva para la aceptación planetaria del reggae. Bob sufrió a bastantes sinvergüenzas del negocio. Al explotar estos la fama de Marley se multiplican las ediciones, hechas con cuidado o por la patilla: se cambian títulos, se le atribuyen canciones ajenas, se modifican los arreglos para que queden más contemporáneos.

Tercer problema, y no se asusten. La diminuta industria musical jamaicana ostentaba entonces una peculiar economía de subsistencia. Cantantes e instrumentistas solían cobrar por pieza grabada, pero los productores arañaban rentabilidad extra al transformar sus fondos musicales: en la cara B de muchos singles de Marley desaparecía total o parcialmente su voz en mezclas caprichosas, con efectos alucinógenos. Era el dub, invento nacido de la codicia que supuso una extraordinaria revolución conceptual bien aprovechada por los productores occidentales hasta nuestros días: a todos los efectos, la mesa de mezclas se transformaba en un hiperinstrumento que permitía a visionarios como Lee Perry realizar el equivalente sonoro de, por ejemplo, las recreaciones de Velázquez por Picasso.

Para enloquecer más la situación, en Jamaica era y es habitual la confección de dub plates, grabaciones exclusivas para determinadas sound systems, las discotecas móviles que servían para difundir el reggae cuando la radio estatal de Jamaica vetaba esa música por sus mensajes o por su crudeza sonora.

Se necesita paciencia y un fiable mapa de carreteras si alguien quiere internarse en la cara oscura de la obra de Marley o hacerse una idea de la realidad comercial que moldeó su arte cegador. La guía podría ser Bob Marley: su legado musical, el libro de Jeremy Collingwood; a pesar de la torpeza de su traducción, se erige como texto de referencia. En verdad, es un híbrido de discografía comentada y libro visual para la mesa del salón, con abundante material gráfico poco conocido: desde carteles hasta portadas de revistas, incluyendo páginas de la publicación jamaicana Swing. Y fotos emblemáticas, como las que muestran la pasión de Marley por el fútbol (llegó a contratar brevemente como representante al jugador Allan Skill Cole). El balompié fue la causa indirecta de su muerte: una lesión mal curada degeneró en un cáncer invencible. Otras fotos muestran al gran seductor: en el Regine’s parisiense, cortejando a una candidata a Miss Mundo; Bob terminaría cohabitando con la ganadora del título, Cindy Breakspeare, y ella sería la madre de Damian, el último Marley que ha triunfado.

Estudiar el legado sonoro de Marley ofrece sabrosas revelaciones. Por ejemplo, que la tríada de sus preocupaciones estaba integrada por la política, la religión y el sexo-amor. Atención: a diferencia de lo habitual, su repertorio se radicalizó según conquistó mercados, con la prédica de su fe rasta y cierta ideología panafricana. Pero Bob aspiró al estrellato internacional y estuvo dispuesto a pagar, aunque regateando, el peaje necesario. De los miembros de los Wailers fue el único que se lo peleó. El más espiritual, Bunny Livingstone, sencillamente no quería salir de Jamaica.

Como trío vocal, los Wailers reconocían su deuda con los Impressions, el grupo que Curtis Mayfield fundó en Chicago, y adaptaron varios de sus temas (pero también de James Brown, que estaba al otro extremo del soul). Bob, que viajó fuera de Jamaica cuando era un desconocido, no ignoraba que existían otras músicas valiosas, aunque fueran ejecutadas por los blancos de la detestada Babilonia: la influencia de Bob Dylan aparecía cuando cantaba con una guitarra de palo; los Wailers grabaron temas de Lennon-McCartney o «Sugar sugar», el himno del chicle pop.

Tipo astuto, Marley fue capaz de navegar entre las aguas homicidas de la política jamaicana. A distancia, apoyó a Michael Manley, el líder socialista que ganó las elecciones de 1972. Manley comenzó a hacerse carantoñas con Fidel Castro, y la CIA respondió desestabilizando Jamaica al introducir grandes cantidades de armas que repartió entre los gatilleros de la oposición. Puede que esas mismas pistolas con remite estadounidense atentaran contra la vida de Bob en 1976.

Un intento de asesinato que, según otras fuentes, obedecía a asuntos turbios del gueto. Para ponerse a salvo, los Marley debieron exiliarse durante año y medio. A Bob no se le escapó la paradoja: en el libro de Collingwood se reproduce la portada de Soul revolution II, elepé primerizo donde los Wailers posan amenazadores con armas cortas y largas, supuestamente de juguete; en Soul rebels, otra edición del mismo disco, los cantantes han sido reemplazados por una taciturna guerrillera que lleva metralleta y enseña sus pechos desnudos.

Marley se enteró de la existencia de Soul rebels durante una visita a Londres. Más que por la funda, su estupor —y la ira consiguiente— vino de comprobar que su ilustre productor, Lee Perry, estaba traficando con sus cintas sin decirles ni una palabra. Obligado a manejarse con ladrones, el joven Marley decidió ser el propietario de sus grabaciones o, por lo menos, de los medios de producción. Los Wailers ya eran autónomos en 1967, cuando los Beatles todavía especulaban con la posibilidad de fundar su propio sello. La primera empresa del grupo fue Wail “N soul M”, que no funcionó, pero que les proporcionó duras enseñanzas, asimiladas para la siguiente aventura independiente, la compañía Tuff Gong, que poseía su propio estudio.

Jeremy Collingwood insiste en su carácter pragmático: supo tratar con los grandes tiburones de la industria musical, incluso volviendo a colaborar con el carismático Lee Perry. Para Collingwood, la relación con esos hombres poderosos obedece a una necesidad interna de Bob, que creció sin una figura paterna: apenas conoció a su padre, el militar y funcionario colonial de Liverpool que se casó con su madre para legitimar a su criatura. ¿Psicología barata o percepción aguda? Lo indiscutible es que, en palabras de Collingwood, «su historia es la de una determinación para llegar a conseguir el éxito sin dejar de ser fiel a sus más profundas creencias. Siempre encontró la manera de responder a los reveses de la vida de una manera positiva y a convivir con un mundo imperfecto. Utilizó tanto sus creencias como su pasión para interactuar con el mundo, no para atacar o quejarse. Comprendió el poder transformador de la música y se convirtió en un chamán mundial».

DESMOND DEKKER, COLOSO DE LA MÚSICA JAMAICANA

Resulta inquietante que, muchas veces, no llegas a escribir sobre artistas admirados hasta que sucede su muerte. Siempre he creído que las necrológicas representan una magnífica ocasión para compensar ese olvido. Y que no se pueden confeccionar únicamente a partir de Wikipedia o similares: necesitan el latido de la experiencia vivida, el recuerdo del impacto de —por ejemplo— dejarse arrollar por «Israelites» a finales de los sesenta, sin entender ni la letra ni la urgencia del ritmo, mientras que te preguntas qué demonios está ocurriendo en esa isla llamada Jamaica.

Nacido el 16 de julio de 1941, en Kingston, Desmond Decres se daría a conocer como Desmond Dekker, uno de los primeros cantantes jamaicanos en lograr eco internacional. Su tema más universal fue «Israelites», aunque también impactó con «007 (Shanty Town)», «It mek» y «You can get it if you really want it». Buen artista del directo, estuvo activo hasta hace poco.

Falleció el jueves [25 de mayo de 2006] en el Reino Unido, victima de un infarto.

Desmond Dekker ha sido una de las figuras más duraderas de la música jamaicana, poseedor de un falsete arrebatador y compositor perspicaz. Aunque la industria fonográfica no fue generosa con él, el poderío de canciones como «Israelites» le permitió ganarse a sucesivas generaciones de oyentes, que lamentarán su muerte.

Su familia era pobre pero aficionada a cantar: varios de sus hermanos grabaron discos. Desmond, soldador de oficio, tardó en abrirse camino a través de la jungla que es la industria musical jamaicana, hasta que en 1963 llamó la atención del productor Leslie Kong. Con el respaldo de The Aces, se convirtió en una de las figuras más populares de Jamaica, acumulando docenas de éxitos durante los sesenta (en Inglaterra, eran lanzados a través de la compañía Trojan y se ganó un público interracial). Piezas como «007 (Shanty Town)», «Rudie got soul» o «Rude boy train» funcionaban como crónica de las andanzas de los rude boys, jóvenes marginales de guetos de la capital jamaicana.

Su cercanía a la calle le permitió asimilar los rudimentos de la fe rastafariana, que ya se difundía entre los sectores desfavorecidos de Jamaica. Fruto de esa curiosidad fue «Israelites», una urgente canción de protesta que se transformó en un enorme éxito internacional en 1969, colocándose en lo alto de las listas de países tan diferentes como Suecia y Sudáfrica. Su espesa letra incluso fue acusada de antisemitismo: Dekker debió explicar que muchos jamaicanos se sentían como los israelitas, un pueblo condenado al exilio que soñaba con la tierra prometida. «Israelites» es una canción magnética: volvería a ser éxito al reeditarse en 1975 e inflamaría escenas de películas como Drugstore cowboy o Miami blues, aparte de ser utilizada en publicidad.

«Israelites» era rock steady, la forma musical que sirvió de puente entre el ska y el reggae. Flexible, Dekker cultivó todas esas variedades jamaicanas según se lo requería el mercado. Residente en el Reino Unido desde 1969, su carrera discográfica se atascó en 1971, cuando murió Leslie Kong, que dirigía sus grabaciones. Desmond participó en los relanzamientos del efervescente ska, grabando a principios de los ochenta para el sello Stiff: como respaldo contó con The Rumour, la banda de Graham Parker, y también fue producido por Robert Palmer. En los noventa, se alió con parte de los Specials: Rey de reyes se titulaba el trabajo que hicieron juntos.

Su último gran éxito fue «You can get it if you really want it», el himno positivista que Jimmy Cliff interpretaba en la banda sonora de The harder they come. Como el protagonista de la película, Dekker también fue robado por un buitre de la industria musical. Buena parte del ska y el reggae británicos le reconocía como padre espiritual.

MISTERIOS DE LA BOSSA NOVA

Se trata de uno de los fenómenos universales menos reconocidos: en los sesenta, la bossa fue tan grande como la beatlemanía; se convirtió en una lingua franca que atravesó incluso el Telón de Acero (existen recopilaciones que demuestran que también se tocaba y cantaba en la Unión Soviética). Curioso que Brasil todavía tenga una relación ambigua con esa música. Da la sensación de que allí se considera un producto de exportación, marcado por el pecado de su origen de clase.

La bossa nova, tan esbelta y seductora, nos suena eterna. Al igual que la bahía de Guanabara, lo primero que vieron los descubridores de Río de Janeiro, parece haber estado allí desde siempre, a la espera de nuestros sentidos voraces. Pero no. Algunos incluso saben su fecha de nacimiento. En realidad, sería la fecha de inscripción en el registro: el 10 de julio de 1958, cuando João Gilberto grabó «Chega de saudade», composición de Vinicius de Moraes y Antonio Carlos Jobim, quien además ejerció de director musical.

Típicamente, esa grabación —y los otros 37 temas que hicieron para EMI— está fuera del mercado, debido a la testarudez de João, que lleva medio siglo ejerciendo de tocahuevos. Gilberto y Jobim son los principales protagonistas de Bossa Nova: La historia y las historias, libro de Ruy de Castro que ha publicado Turner en la cuidadosa traducción de José Antonio Montano.

Los textos de Castro, incluyendo biografías sobre Carmen Miranda o Garrincha, sirven para explicar los misterios de Brasil a los extranjeros. Pero están destinados primariamente a los brasileños, escritos para gente que comparte referencias y vivencias, que asume las fobias del autor.

El lector de fuera se asombra ante algunos sobrentendidos. Resulta que en la bossa nova latía una reacción contra el imperio del bolero y su engolado romanticismo, tan popular entre los pobres del país. Se intuye que aquella bohemia carioca tenía un punto clasista y, me temo, un inconsciente racismo. Solo en 1962 se les ocurrió conectar con los sambistas de las favelas, un encuentro alentado por los izquierdistas Carlinhos Lyra y Nara Leão. Ruy de Castro, que rechaza la música politizada, no profundiza en esos enojosos asuntos.

La bossa nova fue música de blancos, creada y escuchada por chavales de clase media o media-alta sin mucha empatía aparente por el resto de los brasileños. La bossa podía haber crecido en clubes de medio pelo, incluyendo antros de prostitución, pero fue aclamada por la high society de Río, que se apuntó al «siente a un cantante de bossa en su mesa», algo inconcebible con los sambistas, demasiado morenos.

La bossa parecía formar parte de un impulso brasileño para acercar su país al Primer Mundo; su labor específica era el diálogo con el sofisticado jazz estadounidense. Una misión cumplida a la perfección: desde 1961 había jazzmen gringos exprimiendo las sedosas melodías salidas de Río, un fenómeno que se haría masivo —y universal— con «The girl from Ipanema».

De rebote, aquellos creadores terminaron abandonando su tierra para saciar la demanda de los sinuosos nuevos ritmos en EE. UU. Dejaron el hueco a artistas más jóvenes, el germen de la MPB (Música Popular Brasileira), que inicialmente quería depurar las influencias foráneas: es decir, el jazz tan querido por la élite de la bossa. Para vergüenza eterna, hasta Gilberto Gil participó en una manifestación que, a falta de objetivo mejor, atacaba las guitarras eléctricas.

Aun sin voluntad de iconoclasta, Ruy de Castro desmonta muchos de los tópicos que sustentan nuestra idea de la bossa nova. Así, Vinicius queda retratado como un poeta necesitado de derechos de autor, que intenta convertirse en el parceiro fijo de Jobim; el compositor prefirió tener una variedad de letristas.

Y João Gilberto parece emperrado en llevar la contra a su generación. En 1970 grabó en México la música que todos detestaban: boleros. Un hombre tímido, que se echó atrás cuando pudo saludar a Nat King Cole: «No es negro, es azul». Un tipo cabezón, que lleva 20 años de pleitos con EMI, impidiendo que circule esa música mágica que grabó entre 1958 y 1961, alegando que manipularon su obra cuando fue remasterizada. Finalmente, un malqueda entrañable: le llama Jorge Amado para que vaya a cantar ante Sartre y Beauvoir, envarados embajadores de la intelligentsia europea; dice que sí… y hasta hoy.

LA GAROTA INMORTAL

Cualquier visitante masculino a Brasil —especialmente, a Rio— ha tenido al menos un momento Garota de Ipanema. Aunque me urge reconocer que la banda sonora de mis recuerdos cariocas está dominada por otra canción más melancólica: O gringo, del francés Bernard Lavilliers.

Ya deben estar preparando los programas, los reportajes, los especiales dedicados a los 50 años del nacimiento de «Garota de Ipanema». Volverá a contarse que la canción realmente no se compuso en el bar Veloso, donde los lobos de la bossa nova silbaban al ver pasar una bella indiferente. Heloisa Helô Pinheiro pudo ser la inspiración, pero, en 1962, Antonio Carlos Jobim componía en su apartamento y Vinicius de Moraes escribía las letras en su casa de Petrópolis. Dos profesionales, no simples bohemios de farra.

Hubo mucho de espejismo. Helô no encajaba como chica de Ipanema: ni sexualmente liberada ni dedicada a un oficio bonito. Era maestra de primaria, producto de una familia conservadora; su señor padre, oficial de Caballería, sería censor de prensa en los años brutales del Gobierno militar. Su madre vigilaba para que llegara virgen al matrimonio acordado con un rico heredero. Como los autores de «Garota de Ipanema» eran hombres maduros (y casados), no identificaron al objeto de sus deseos. Hasta que Vinicius lo largó en una entrevista. Jobim fue más discreto: todavía intentaría seducir a Helô antes de que pasara por el altar.

¿Una canción engendrada en estado de gracia? Hasta cierto punto: en la primera encarnación, «Menina que passa», el texto acentuaba el cansancio existencial del narrador. Al segundo intento, brotó «Garota de Ipanema». Se estrenó en agosto, en Copacabana, parte de una revista musical con Jobim, Vinicius, João Gilberto y Os Cariocas. Al microsurco llegó en enero de 1963, cantada por Pery Ribeiro.

La «Garota» llevaba una flor en el culo. Pudo quedarse en el limbo de la bossa nova, caviar para cariocas de clase media-alta, pero en marzo se grababa en Nueva York, ya traducida para el mercado internacional: «The girl from Ipanema». Al productor Creed Taylor se le ocurrió juntar el saxo sedoso de Stan Getz con aquellos simpáticos brasileños: Jobim, João y su entonces esposa, Astrud. Para la versión en single, Taylor cortó la voz de João y privilegió la de Astrud, con lo que el retrato quedó feminizado, aún más susurrante de lo habitual.

Si no fuera una música tan lánguida, diríamos que aquel disco electrizó al planeta. Universalizó la bossa y puso en órbita la carrera de todos los implicados. Hasta cambió la vida de la destinataria, convertida en encarnación del mujerío brasileño. Inevitablemente, fue portada de Playboy, primero como fruta madura (1987) y, al borde de los 60 años, en compañía de su hija (2003).

Helô también montó tiendas de ropa playera, bajo la marca de, adivinen, Garota de Ipanema. En 2001, los herederos de los (fallecidos) autores pretendieron impedir que vendiera unas camisetas con la partitura original. Indignación general: ¿no podía la musa beneficiarse de la creación que inspiró? El juez coincidió y desechó la demanda. Aparte, no fue ni la única ni la primera. Desde 1967, el citado bar Veloso, refugio de Jobim y Vinicius, funciona como Garota de Ipanema. Ese año, también se rodó una película con el mismo nombre.

Todavía hoy, la «Garota de Ipanema» musical irradia gracia, elegancia, seducción. Nos retrotrae a un mundo tan cool como aberrante. Me explico: revisen el magnífico libro de Ruy Castro, Ela é carioca, un diccionario cuyas 231 entradas —personas, lugares, establecimientos— cubren el Ipanema dorado, entre 1910 y 1970.

El tomo provoca nostalgia por aquel barrio culto, hedonista, barato. Hasta que adviertes la anomalía: realmente, ¿estamos en Río de Janeiro? El pecado original: en sus abundantes fotos, no aparecen negros, excepto algunos conductores, músicos, vendedores. Ruy de Castro señala además los apuros de uno de los pocos vecinos de color, el guapo actor Zózimo Bulbul: era detenido regularmente por policías que no podían creer que un negão viviera allí. Incluso en los primeros setenta, Ipanema era un paraíso para artistas y profesionales liberales… blancos. No lo llamen apartheid; era un Brasil inconsciente de su racismo.

APOTEOSIS DE CALAMARO

Tengo la sensación de que Andrés ha ido dilapidando el capital de buena voluntad que acumuló durante los años noventa, cuando parecía estar en todos los discos y todos los escenarios. Nuestra relación —vivía cerca de mi casa madrileña— ha pasado por altibajos demasiado numerosos para ser evocados. Ahora, puede que me considere un antagonista, alguien que escribe cosas desagradables. Pero insisto que el peor enemigo de Andrés Calamaro es él mismo.

Pasó algo mágico con Andrés Calamaro (Buenos Aires, 1961). Estuvo desaparecido, por graves problemas personales, durante los primeros años del siglo. Sin embargo, cuando volvió al directo en 2005, había ascendido a ídolo de masas: tanto en España como en Argentina, llena estadios y polideportivos. Una consecuencia de esa marea alta es la abundancia de lanzamientos con su nombre. En estos días [verano de 2006], coincidiendo con sus actuaciones —en tándem con Ariel Rot, su compañero de Los Rodríguez— en Salamanca y Murcia, se publica el DVD Made in Argentina 2005 y un doble disco de homenaje, Calamaro querido-Cantando al salmón. Los que deseen material fresco deben esperar a noviembre, cuando se edite El palacio de las flores, trabajo hecho junto al pionero del rock argentino, el prolífico Litto Nebbia.

Nebbia, en estos días de visita por España, no tiene dudas respecto a la fiebre Calamaro: «Aparte de las razones elementales del éxito —carisma personal, buenas letras, melodías pegadizas—, Andrés es un tipo que cae bien, primero que nada por su humildad. No se ha convertido en nada fashion y tampoco se ha transformado en un tarado». El propio Andrés solo puede especular: «Muchos muchachos crecieron escuchando mis discos y encontraron frases con sentido y cantes honestos».

El fervor popular se hace evidente en Made in Argentina 2005 (DRO), que ofrece dos horas de emocionante concierto en Buenos Aires con el respaldo de Bersuit Vergarabat, la polifacética banda que empujó a Andrés hasta que perdió el miedo escénico. Al DVD se suma un CD conteniendo media docena de canciones grabadas poco después en España, con el refuerzo de Niño Josele o Ariel Rot. El ardor argentino es especialmente llamativo: allí, Andrés juega fuerte. Invoca al general Perón y apela al sentimiento generacional, el clima de «paranoia y dolor» que acompañó al triunfo en el Mundial del 78. Eso sí, también tiene que explicar a los porteños lo que es una media verónica taurina.

Como invitados en el DVD, aparecen Litto Nebbia y Vicentico, solista de Fabulosos Cadillacs. Ambos están también presentes en Calamaro querido. Un doble disco de homenaje confeccionado por Sony BMG. Es un trabajo altamente comercial, que evita El salmón y otras zonas oscuras del cancionero calamariano, pero que contiene algunas interpretaciones de gran belleza. Andrés, siempre consciente de las jerarquías, agradece profundamente que estén presentes «maestros como Sabina, Nebbia, León Gieco, Pedro Aznar o Fito Páez, gente de la que realmente aprendí».

Tras dos discos de estudio (El cantante, Tinta roja) y un directo (El regreso), Calamaro lanza en noviembre El palacio de las flores, una producción de Litto Nebbia, rockero con un mundo melódico propio. Son canciones clásicas de Nebbia, temas compuestos a medias y hasta un bolero de Armando Manzanero. Según Andrés, «es un disco sobre la argentinidad, la distancia y la cercanía». Calamaro se ha radicado en Buenos Aires, donde ha formado pareja con la actriz Julieta Cardinali y están esperando un bebé. Mientras tanto, Andrés avanza en otro proyecto monumental, Ineditóxicos, una selección de las grabaciones más o menos caseras hechas entre 2000 y 2003.

Cabe pensar que la hiperactividad de Andrés es cuestión genética. Su padre, el abogado Eduardo S. Calamaro, acaba de publicar Historia de una traición argentina, una airada filípica contra Alfredo Martínez de la Hoz, ministro de Economía con la dictadura militar. En la solapa, el señor Calamaro informa de que está aguardando la publicación de un libro de memorias y otros dos de ensayo. Y tiene 89 años.