VENIMOS DE ÁFRICA

WILSON PICKETT, INCANDESCENTE CANTANTE DE SOUL

Una de las frustraciones como periodista musical suele ser la escasa demanda de información sobre música negra por parte de los medios nacionales. Santiago Auserón, que ha escrito extensamente sobre la presencia de la negritud en España, piensa que, a finales de los sesenta, hubo un cisma entre los consumidores de música pop: deslumbrados por las promesas del rock progresivo, rechazaron las expresiones más corporales. El peor insulto, recuerda, era entonces «discotequero».

Generalizando, los artistas negros han tenido peores carreras comerciales que los blancos: sufren contratos miserables, circuitos más reducidos, abruptos cambios de tendencia que les dejan a la intemperie. Sus deslices han recibido un tratamiento más cruel que el de sus colegas caucasianos: James Brown o Chuck Berry conocieron la cárcel por incidentes que, de haber sido protagonizados por un Jerry Lee Lewis, hubieran sido silenciados, como sabemos que ocurrió con historias similares. Hasta que un día mueren y, sí, entonces puedes escribir sobre ellos.

Nacido en Prattville (Alabama) el 18 de mayo de 1941, Wilson Pickett falleció el 19 de enero de 2005, en Ashburn (Virginia), víctima de un ataque al corazón. Durante los años sesenta, fue responsable de muchos de los éxitos más robustos de la compañía Atlantic.

Hacía tiempo que no se sabía nada de Wilson Pickett: en los últimos años, aparecía con mayor frecuencia en las páginas de sucesos y tribunales que en las noticias musicales; su último disco conocido, It’s harder now, hecho con Jon Tiven, data de 1999. Su representante, Margo Lewis, al anunciar su muerte, comentaba que siguió actuando hasta que su salud empeoró, a finales de 2004.

Desde Alabama, su familia —eran 11 hermanos— se trasladó a Detroit en 1955. Actuaba por las iglesias con The Violinaires; gracias a una casualidad —alguien le escuchó cantar en la calle— pudo unirse en 1961 a un grupo profano, los pioneros Falcons, donde reemplazaría a Joe Stubbs (aseguran que Wilson siempre vivió con culpabilidad su alejamiento de la música religiosa, algo que no se advertía en el escenario). Con The Falcons tuvo un impacto con «I found a love», llamando la atención del vocalista Lloyd Price, que le fichó para Double L. En 1963, colocó en listas un tema del que era coautor, «If you need me», luego grabado por Solomon Burke y los Rolling Stones.

Siguiendo la práctica habitual, Atlantic Records compró su contrato en 1965. El productor Jerry Wexler lo vio claro: por las resonancias gospel de su garganta, debía grabar en el Sur de Estados Unidos. Lo hizo tanto en Memphis (Tennessee) como en Muscle Shoals (Alabama), y los éxitos llegaron en cascada: «In the midnight hour» (compuesta a medias con el guitarrista Steve Cropper), «Don’t fight it», «634-5789», «Ninety nine and half (won’t do)», «Land of 1000 dances», «Mustang Sally», «Everybody needs somebody to love», «Soul dance number three», «Funky Broadway», «I’m a midnight mover», «She’s looking good», «A man and half». Su especialidad eran los temas libidinosos, escenificados con una pasión que se resolvía en gritos.

Que conste que Pickett también hizo excelentes baladas. Entró luego en la rutina de grabar éxitos pop, a veces con aciertos («Hey Jude», de Paul McCartney) y de otras mejor no hablar («Sugar sugar», de los Archies). Aun así, cuando expiraba su contrato con Atlantic, renovó su sonido al ponerse en manos de Kenny Gamble y Leon Huff, en el disco Wilson Pickett in Philadelphia (1970), donde estaba la implacable «(Get me back in time) engine number nine». Viajó a Miami para el disco final, «Don’t knock my love», grabando con Brad Shapiro y Dave Crawford, que también generó temas populares.

Tras Atlantic, probó infructuosamente con diferentes compañías —RCA, Big Tree, EMI, Motown— y hasta tuvo su sello propio, Wicked. Lo de wicked (malvado, travieso) fue un apodo que, al principio, obedecía a su atracción por las damas, pero que se le adhirió finalmente por su irascibilidad. Chocó con algunos músicos blancos de Muscle Shoals, que él creía miembros del Ku Klux Klan. Tenía mal beber y fue procesado por amenazar con armas de fuego, por conducir bebido, por agredir a su novia, por invadir con su coche el jardín de su vecino. El vecino era el alcalde de Englewood (Nueva Jersey), que le perdonó —a cambio de un concierto gratuito— tras diagnosticar que «el peor enemigo de Wilson Pickett es Jack Daniels».

Su intimidante reputación impidió que se intentara con él la típica «operación rescate» de la que se beneficiaron tantos veteranos. Así, en Los Commitments se hablaba constantemente de él pero no aparecía, aunque sí lo hizo en Blues Brothers 2000. Estaba condenado a quedarse en el circuito de la nostalgia.

VIEJO SOUL CON MÁS AZÚCAR: SAM MOORE

Overnight sensational fue el único álbum que Sam grabó con Rhino; de hecho, se trata del último disco que ha sacado. Moore no se ganaría muchas simpatías al exigir que, durante la primera campaña presidencial de Barack Obama, no se usaran sus grabaciones. Una legítima queja profesional que, sin embargo, nos recordó que Sam sí que se dejó abrazar por Lee Atwater, el Maquiavelo de George Bush, un amante de la música negra, afición que no le impedía utilizar electoralmente el racismo que no se reconocía como tal. Si requieres coherencia ideológica, no entres en el mundo de la música.

El soul, se sabe, es música de grandes directos. Pero incluso en su era dorada, los años sesenta, se consideraba al dúo Sam & Dave como artistas arrolladores, especialmente combustibles. Un ejemplo: en las giras colectivas del sello Stax/Volt, se reservaba automáticamente el puesto de honor a Otis Redding; es leyenda que, cuando Otis tuvo que cerrar el espectáculo tras una incendiaria actuación de Sam & Dave, exigió que nunca más se le colocara en una situación semejante.

Sam Moore (Miami, 1935) se ríe cuando se le pide verificar la anécdota: «Nos sentíamos muy competitivos, no me extraña que asustáramos a cualquiera. Pero Otis era el más grande de todos nosotros. ¿James Brown? Bueno, él jugaba en otra liga; yo estoy hablando del bueno y viejo soul sureño». En esa categoría, la pareja dejó bombazos como «I thank you» o «Hold on, I’m coming», sin olvidar baladas tipo «When something goes wrong with my baby»; se beneficiaban de la asombrosa creatividad como compositores y productores de Isaac Hayes y David Porter. Stax fue buena con ellos, reflexiona, aunque es cierto que no cuidaba mucho sus elepés, «nosotros tampoco pasábamos mucho tiempo en el estudio».

Hoy, Moore se muestra particularmente diplomático: debe promocionar Overnight sensational, su reaparición como solista. Y su discográfica actual [2006] es Rhino, que también explota sus grabaciones clásicas.

Overnight sensational no es un manjar para puristas. Más bien, sigue las pautas del Tiempo de las Celebridades: veinte famosos cantantes o instrumentistas comparten créditos con Sam, desde Bruce Springsteen a Mariah Carey, pasando por Sting o Stevie Winwood. El disco se grabó al estilo moderno, sin que Moore coincidiera con sus invitados, aunque ciertamente el resultado final da el pego: «Suena muy caliente y eso es obra de mi productor, Randy Jackson, que además tiene una gran agenda». Randy, por cierto, no es el miembro de los Jackson 5; se trata de un músico más conocido por su participación en el concurso televisivo American idol.

Puede chocar la presencia de figuras del country: Wynonna, Vince Gill y Travis Tritt hacen duetos con Sam. Es más que una jugada de marketing, asegura: «Country y soul son ramas del mismo árbol, que es la música sureña. El country siempre ha sido rico en historias y eso lo apreciamos tanto blancos como negros. Escuchas en el nuevo disco “We shall be free” y piensas que se trata de una canción góspel de toda la vida. Y resulta que fue compuesta por Garth Brooks».

Tanta armonía es lo que faltó en la historia de Sam & Dave. Hay que presionar a Moore para que evoque a su desdichado compañero, David Prater, que falleció en un accidente en 1988. «Bueno, sí, Dave disparó a su mujer. Le atraparon las drogas, igual que a mí. Pero él no pudo salir: le detuvieron cuando intentaba vender crack a un policía de paisano. Creo que no era malvado, pero cayó en malas compañías».

Tenían diferentes actitudes vitales, reconoce. Prater no se esforzaba, prefería mirar hacia el pasado: en los ochenta, contrató a otro Sam, Sam Daniels, para seguir actuando legalmente como Sam & Dave. Mientras tanto, Moore usaba sus contactos en el mundo del rock para reavivar su carrera. «Los Clash nos llevaron de teloneros y eso fue toda una educación. También conocí a Lou Reed y grabamos juntos una versión de “Soul man” que funcionó en Europa. Springsteen me llamó para que hiciera coros en sus discos. Creo que debes esforzarte en llegar al público joven. Yo comprendí que era posible cuando vi a John Belushi y Dan Aykroyd actuando como los Blues Brothers. ¡Eh!, grité: ‘Sam & Dave no éramos tan pálidos».

MUERE EL APOSTOL DEL FUNK: JAMES BROWN

El Momento James Brown al que aquí me refiero ocurrió en un camerino de La Riviera madrileña, antes de su concierto. Entramos media docena de personas e inmediatamente nos distribuyó: hizo sentarse en el sofá a la representación femenina, los hombres se quedaron de pie. Por su parte, James se acomodaba en un taburete que disimulaba su escasa estatura. Debo reconocer que, a lo largo de la entrevista, no me dejó de temblar la mano que sostenía la grabadora (¡Dios! ¡James Brown en persona!).

James Brown, figura máxima de la música afroamericana, falleció en las primeras horas de ayer [25 de diciembre de 2006], en el Emory Crawford Long Hospital de Atlanta en Georgia. El cantante, de 73 años, había sido ingresado aquejado de una pulmonía.

El siglo XX quedó marcado por la emergencia de la música afroamericana y nadie alcanzó una posición tan hegemónica en ella, al menos durante la segunda mitad, como James Brown. Michael Jackson pudo ser más popular, pero no gozó de su influencia sonora. Miles Davis tuvo más respeto, pero nunca logró su impacto comercial.

En los cincuenta, James Brown llevó sus modos de iglesia al rhythm and blues, que en los sesenta, ya con conciencia racial, se transformó en soul e inundó el planeta. Desarrolló el concentrado de ritmo que se bautizó como funk y que mantendría su gancho hasta el presente. En los setenta, el funk tuvo como hijo bastardo a la disco music y sirvió de base para el hip-hop: literalmente, centenares de temas de rap parten de grabaciones de Brown como «Funky drummer» o «Give it up or turn it loose».

El funk es una creación colectiva: todos los instrumentos se concentran en generar ritmo, a expensas de la melodía. James Brown tuvo la habilidad de implicar a instrumentistas imaginativos, muchos de los cuales siguieron productivas carreras en solitario: Alfred Pee Wee Ellis, Maceo Parker, Fred Wesley, William Bootsy Collins. Pero sin la visión de James Brown, es posible que no hubieran pasado de nombres para coleccionistas. Brown entendía su orquesta, fueran los Famous Flames o los JBs, como su instrumento particular: sus famosas coletillas —«llevadme al puente», «dad espacio al batería»— eran instrucciones de escenario.

Buscaba el momento óptimo para grabar: muchos de sus clásicos se hicieron en la carretera, entre actuación y actuación. No podía ser de otra manera. Brown se había ganado el título de «el trabajador más duro del mundo del espectáculo» por la intensidad de sus actuaciones y el número de conciertos: más de 300 en sus buenos años. Alardeaba de la afilada precisión de sus bandas, sometidas a disciplina militar: multas por retrasos, descuidos indumentarios, fallos musicales; si el culpable se resistía, podía ponerse violento.

Venía de un mundo duro hasta extremos inimaginables. Nació en una choza en los alrededores de Barnwell (Carolina del Sur) el 3 de mayo de 1933, aunque también se han sugerido fechas anteriores. Abandonado por su madre, creció con su padre, un trabajador itinerante, hasta que terminó en Augusta (Georgia), donde una tía regentaba una fonda que también funcionaba como timba y prostíbulo. Sin apenas educación, el niño Brown procuró ganarse la vida limpiando zapatos, recogiendo algodón y robando piezas de coches. En una de esas fechorías, le atraparon y le condenaron a entre 8 y 16 años de cárcel (según él, todavía era un menor pero le encerraron y le juzgaron cuando llegó a la edad penal). Fue un buen preso y, tras tres años y un día, le soltaron.

Soñó con profesionalizarse como boxeador o pitcher de béisbol. Pero entró en la música gracias al pianista Bobby Byrd, cuya familia prometió alejarle de la delincuencia. Hacían góspel, pero un encuentro con el representante de Little Richard les impulsó a cambiar de onda. Como los Famous Flames, incluso asumieron la personalidad de Little Richard & The Upsetters, cumpliendo sus contratos regionales cuando «Tutti frutti» se hizo éxito mundial. Debutó discográficamente —y triunfó— en 1956, con el sello King. Una cruz de la que no se libraría fácilmente: era una compañía corta de mente, que se resistió a muchas de sus ocurrencias (James tuvo que pagarse hasta la grabación del ahora mítico Live at The Apollo).

Durante años, fue comercializado como un artista sureño y, todo lo más, como figura del gueto. Esto explica que nunca llegara al número uno en las listas nacionales —sí en las de rhythm and blues— a pesar de colar allí docenas de éxitos. Y hace aún más impresionante la enormidad de su influencia. Contemporáneos suyos como Ray Charles, Otis Redding o Aretha Franklin llegaron sin problemas al mercado blanco. Sin embargo, se juzgó que Brown resultaba demasiado salvaje para el gran público (ni siquiera entró en el circuito contracultural y en los festivales hippies, tan provechosos para muchos artistas negros). Se hizo más intimidante a partir de 1968, cuando musicalizó la ideología del Black Power con «Say it loud — I’m black and I’m proud».

Pero no era un radical. Creía en la integración y en el capitalismo: intentó establecer una cadena de restaurantes y una red de emisoras de radio. En 1968, intervino para calmar los disturbios que siguieron al asesinato de Martin Luther King; también fue a tocar ante los soldados destacados en Vietnam. Si le llamaban de la Casa Blanca, allí acudía, aunque el inquilino fuera Richard Nixon.

Dada su buena disposición ante las autoridades, no entendió que se le echara encima todo el peso de la ley. En 1988, culminando una serie de incidentes por violencia doméstica, fue arrestado tras una persecución policial que dejó su coche acribillado. Ya se sabía que su agresividad y su paranoia se debían al PCP, droga conocida como «polvo de ángel». Le cayeron seis años de cárcel. Cumplió la mitad. Le amargó comparar su sentencia con el trato aplicado a, por ejemplo, Jerry Lee Lewis, de historial aún más turbulento, aunque debe recordarse que James salió mejor librado de posteriores detenciones por drogas y conflictos matrimoniales.

No era una florecilla del campo: abofeteaba en público a empleados por transgresiones menores. En una de sus últimas visitas a España, recibió a este periodista en un modesto camerino de La Riviera madrileña, mientras un empleado le planchaba la ropa. Estaba encaramado a un taburete, impecable desde el tupé a las botas; aunque ofreció asiento a una invitada, el entrevistador debió hacer su trabajo de pie. Exigía pleitesía: el Padrino del funk no quería que nadie olvidara que había cambiado la música para siempre.

Cimas creativas

«Please, please, please» (1956): modos de doo wop incendiados por el aliento dramático de James Brown.

«Night train» (1962): un instrumental ajeno al que dinamizó con la mención de algunas de las ciudades que visitaba con su banda.

Live at The Apollo (1963): exuberante disco en directo que fue el primer gran éxito nacional de Brown.

The TAMI Show (1964): especial de televisión que recuerda que, como bailarín y showman, era imbatible; eclipsó a los Stones y demás artistas invitados.

«Papa’s got a brand new bag» (1965): grabado tras un larguísimo viaje en autobús, Brown no quiso desaprovechar una ocurrencia que funcionaba en directo.

«(I got you) I feel good» (1965): inmortalizada por Robin Williams en Good morning, Vietnam, todavía funciona como llenapistas.

«It’s a man’s man’s man’s world» (1966): ingenuamente machista, este himno a la mujer es la más apoteósica de sus baladas.

«Cold sweat» (1967): intrincada depuración del concepto del funk, que enfatiza el ritmo y la integración grupal.

«Get up (I feel like being a) sex machine» (1969): el sermón de la montaña del funk, grabado en Nashville, con los músicos hipermotivados tras una actuación.

«Hot pants (she got to use what she got to get what she wants)» (1971): James convertía esta lúbrica oda a los shorts en la crónica de una mujer que usaba su sex appeal para sobrevivir.

«King Heroin» (1972): a pesar de su reputación de hedonista, Brown lanzó abundantes mensajes sociales, como esta denuncia de la heroína.

«Living in America» (1986): aunque fuera una composición de Dan Hartman concebida para Rocky IV, James siempre reivindicó esta pieza, que plasmaba su sentido del patriotismo.

EL AMO DE LA PLANTACIÓN

En España y durante los años sesenta, era relativamente indoloro el hacerse con los vinilos de James Brown. El coleccionismo discográfico de entonces solía despreciar los singles y, aparte, no se interesaba por los elepés de los artistas negros (excepto si hacían jazz o blues). Estudiantes con pocos recursos, todos esperábamos a las rebajas de enero, cuando los grandes almacenes se llenaban de chollos, especialmente de Polygram, la distribuidora de James. Cierto que las fundas de los álbumes españoles se simplificaban y carecían de créditos que explicaran cómo se cosechaba aquella energía telúrica. Para enterarnos, hubo que esperar a los libros y a reediciones tan eruditas como las que aquí comento.

Vivimos en el Planeta James Brown. Su gran aportación estilística —el funk— sigue más vigente que nunca; se trata de un virus mutante que transformó para siempre nuestros conceptos rítmicos. Años después de su muerte, imposible pasar un día sin sentir sus ecos en películas, anuncios, discos contemporáneos.

Sin embargo, constantemente se requiere reivindicar al creador James Brown. Sus tres últimas décadas fueron desastrosas. Quedó espiritualmente tocado y su imagen de triunfador hecho a sí mismo se derrumbó: quebraban sus empresas, Hacienda le acorraló, se envició con drogas destructivas, sufrió prisión ante la indiferencia general. No era querido por sus colegas. Repasando las crónicas de sus últimos actos públicos, de córpore insepulto, asombra comprobar la enormidad de las ausencias: allí no estuvieron ni Prince ni los demás alumnos. Final patético: sus restos viajaban de un lado para otro, a la espera de su enterramiento definitivo, mientras su ávida familia peleaba por el control de la herencia. Todavía siguen.

Por el contrario, ha sido bien servido por la industria discográfica. Universal, que controla el grueso de su obra, lleva 25 años publicando reediciones modélicas. Aparte de las indispensables colecciones de grandes éxitos, han concebido deslumbrantes antologías que explicitan su deuda con el blues, que recuerdan su gusto por los instrumentales, que reúnen las abundantes producciones para sus protegidos.

También han recuperado infinidad de directos y caprichos menores como sus grabaciones con big band o los discos navideños. Realmente es tal la inmensidad de suculentas reediciones que me temo pase desapercibida la última iniciativa: The singles es una colección de dobles CD que ordena cronológicamente las barbaridades que publicaba en vinilos de 45 r.p.m.

Solo para adictos: The singles nos hace partícipes de las tácticas del Padrino del Funk. Movido por el doble imperativo de mantener contento a su público original y de conquistar nuevos territorios, James editaba singles cada pocas semanas, bajo diferentes nombres. Necesitaba que su música estuviera presente en radios, máquinas de discos y locales nocturnos, para que no decayera el interés por sus directos. Se trataba de una carrera suicida, que terminaría por saturar el mercado y depreciar el valor de sus lanzamientos. Piensen en el equivalente funky de El maquinista de La General, alguien que acelera mientras consume toda la energía disponible. No hubo nada parecido en la segunda mitad del siglo XX, al menos en Estados Unidos.

James Brown podía grabar con músicos de estudio o con la orquesta de Louis Bellson, pero esencialmente mantuvo a lo largo de su vida una banda propia a la que consideraba como su instrumento particular. Atención: un Duke Ellington combinaba las personalidades y habilidades de sus músicos con finura de alquimista, mientras que James ejercía de amo de la plantación, siempre inflexible con sus subordinados. Instrumentistas excelsos pero intimidados por su disciplina, sometidos a las famosas multas por fallos sobre el escenario e infracciones menores.

Bajo aquella dictadura, los músicos echaban pestes, pero soportaban todo. Miraban con envidia a los que supieron emanciparse: Bootsy Collins, Maceo Parker, Fred Wesley, Pee Wee Ellis. Pero también recordaban la perra suerte de Clyde Stubblefield: el baterista más sampleado del mundo, por el break de «Funky drummer», nunca vio más dinero que los pocos dólares que James le pagó por aquella sesión.

El ritmo laboral de James Brown y su banda empequeñece las hazañas de cualquier estajanovista musical. Está documentado un periodo de 11 días en diciembre de 1964, cuando visitaron cinco ciudades, algunas separadas por 800 kilómetros de autobús. Como los demás artistas negros, ellos hacían matinales, sesiones de tarde y varios pases nocturnos. Resumiendo: tocaron 37 conciertos en 11 días, aparte de pasar una noche grabando en un estudio de Washington. Y todo bajo la enorme presión de un jefe exigente, que expresaba sus ordenes mediante gestos y un vocabulario críptico.

Lo que muestra The singles es una mente en efervescencia. Si un tema pinchaba, James sacaba inmediatamente otro irresistible. Si aparecía por el estudio para chequear lo que hacían unos conocidos (por ejemplo, los blancos de The Dapps), aprovechaba para confeccionar un llenapistas. Si necesitaba letras, sabía invocar cualquier moda o asunto de actualidad. Si incluso así flaqueaba la inspiración, siempre se podía reciclar algún riff efectista o recrear algún éxito ajeno. Difícilmente volveremos a experimentar máquinas tan prodigiosas.

LA CUNA DEL SOUL SUREÑO: MEMPHIS

La ciudad te asombra. Si es verano, por el calor abrumador. Y siempre por la combinación de pobreza con buenos modales sureños. Más la abundancia de música: te asombra encontrarte con artistas a los que admiras tocando en bares y restaurantes para turistas, en Beale Street. La inmensa sombra de Elvis Presley sigue eclipsando su carácter de prodigioso invernadero para otras músicas.

Otis Redding, Sam & Dave y otros monstruos sagrados se curtieron en Stax Records, el estudio discográfico de Memphis que vio nacer la leyenda del soul más incendiario. Tras décadas de ausencia, la mecha vuelve a prender de la mano del compositor y cantante Isaac Hayes.

La visita de los artistas de Stax Records a Europa ha pasado a la leyenda. Corría 1967 y era la primera vez que los europeos veían en un mismo cartel a Otis Redding, Sam & Dave, Carla Thomas y Eddie Floyd. Muchos asombros: los apasionados cantantes sureños eran aún más intensos en directo. Para los que creían que el soul era creación exclusiva de negros, el pasmo de comprobar que la banda de acompañamiento —los Mar-Keys y los MG’s de Booker T.— incluía instrumentistas blancos.

Cuando la expedición, bautizada la Stax-Volt Revue, llegó a Londres recibió tratamiento VIP. Los Beatles enviaron sus limusinas a recoger a los colegas estadounidenses. Los músicos de Liverpool interrumpieron sus labores —estaban grabando Sgt. Pepper— y fueron en bloque a escucharles y conocerles. Se supone que, cuando se encontraron con Steve Cropper, los cuatro le hicieron una reverencia.

Para Cropper, aquello fue demasiado. Un gigantón que vestía de modo convencional se enfrentaba con la gente más cool del planeta. Aún hoy se sonroja cuando se le rinde homenaje. En 1996, la revista Mojo montó una encuesta para establecer los guitarristas clave de la historia del rock. En el número 1 figuraba, resulta inevitable, Jimi Hendrix, pero el segundo puesto era para Cropper, lo que le colocaba como el mejor guitarrista vivo: «Una exageración, yo conozco mis virtudes y debilidades. Me siento más cómodo con otra lista que sacó Rolling Stone: yo estaba en el treinta y tantos, pero al lado de Bo Diddley, lo que tiene más sentido. Somos obreros, no virtuosos».

Steve Cropper (Dora, Misuri, 1941) entraría en las listas de éxito como miembro de Booker T. & The MG’s, responsables de maravillas instrumentales como «Green onions» o «Time is tight»; pero también fue uno de los catalizadores del soul de Memphis, tal como se practicaba en el estudio de Stax Records: una zona libre de prejuicios donde convivían blancos y negros. Son centenares las sesiones memorables que llevan sus limpias frases tajantes, y conviene saber que en Stax se difuminaban las funciones: Cropper solía funcionar como arreglista y productor. Además firmó como coautor de piezas imperecederas de Eddie Floyd («Knock on wood»), Sam & Dave («Soul man»), Don Covay («Sookie sookie»), Wilson Pickett («In the midnight hour») y numerosos cañonazos de Otis Redding, incluyendo su éxito póstumo, «Sittin’ on the dock of the bay».

El estudio de Stax fue bautizado como Soulsville USA, en respuesta a Hitsville USA, el cuartel general de su competencia en Detroit, Motown Records. Y ocupaba un antiguo cine en un barrio negro. Sus dimensiones y el suelo inclinado contribuyeron al retardo que distinguía al sonido Stax. Eso y el hecho de que, hasta 1967, los discos se grabaran en directo, con músicos y cantante sudando juntos. Técnicamente, el estudio era más que primitivo, pero allí se hacía magia. Durante su visita de 1966 a EE. UU., los Beatles se plantearon trabajar allí, pero razones de seguridad —el edificio fue rodeado por masas de teenagers histéricos— les obligaron a desistir. Una pena, recuerda Deanie Parker, entonces responsable de publicidad en Stax: «Iba a cortar la alfombra en pedacitos y venderlos a los fans. Hice cálculos, y después de comprar una nueva me quedaba un buen beneficio».

También Janis Joplin se sintió atraída por Stax. Tras romper con su grupo original, Big Brother & The Holding Company, formó la Kozmic Blues Band, una agrupación al estilo Memphis. Para reconocer su inspiración, la tejana quiso debutar en el concierto de Navidad de Stax. Calibró mal y se estrelló ante un público que prefería su soul sin los excesos histriónicos de una hippy. Janis salió llorando. Sí grabó en Stax el más famoso vecino de Memphis, Elvis Presley. Desdichadamente, El Rey prefirió no empaparse del estilo Stax y registrar canciones convencionales. Fueron sesiones alejadas del espíritu del estudio: no se permitían visitas, se instalaron televisores para ver transmisiones de deporte, se trajeron toneladas de hamburguesas. Demasiados lujos para un taller de artesanía musical.

La productividad de Stax nos deja hoy con la boca abierta. Cuando llegaba Otis Redding, la energía se palpaba. Para Isaac Hayes, «entraba al estudio como un toro en una plaza». Otis dinamizaba todo el proceso de creación. Cropper recuerda que Otis blue, uno de sus clásicos, se hizo en 24 horas, con una parada para que los músicos cumplieran sus obligaciones profesionales: «Se tocaba en locales nocturnos; ser instrumentista de estudio no daba para vivir». Según Cropper, les faltaba una canción, y se le ocurrió que «Satisfaction» podía encajar en el modo abrasivo de Otis: «Él no la conocía, así que fui a por el disco, saqué la letra, los músicos ensayamos un poco y Otis lo cantó leyendo del papel». Los Rolling Stones, que entonces no se sentían particularmente orgullosos de «Satisfaction», crecieron en estatura al oír la apabullante versión de Redding.

Hoy, Cropper se asombra de que no recurrieran a estimulantes para mantener semejante ritmo de trabajo: «¡Éramos más puritanos que ahora! Una cerveza, algo de licor si no estaba el jefe. El estudio era incómodo, sobre todo en verano, con un equipo de grabación que se recalentaba y fallaba. No había aire acondicionado, algo que sería insoportable en el Memphis actual. El punto era entrar con las ideas claras, grabar rápido y salir corriendo. Solíamos escaparnos al Lorraine Motel, donde te dabas un chapuzón y comías algo».

El Lorraine Motel entraría en la historia de la infamia el 4 de abril de 1968: allí fue asesinado Martin Luther King. Inmediatamente, los guetos entraron en ebullición. Muchos negocios de blancos fueron incendiados en Memphis, pero Stax quedó indemne. Considérenlo un testimonio del respeto que se tenía al jefe, un antiguo violinista country llamado Jim Stewart, que peleaba para que no se diluyera el elemento negro-sureño en los discos de Stax. La copropietaria era su hermana, Estelle Axton, también una pieza fundamental: estaba encargada de la tienda de la compañía, Satellite Records, donde se tomaba el pulso a los gustos del público y se entablaba contacto con futuros compositores o artistas.

El Sur era entonces una tierra salvaje, donde muchas disputas se resolvían a tiros. El mismo Otis Redding encabezó una expedición de castigo contra unos hermanos que se habían peleado —cuestión de faldas— con un amigo suyo. Se desencadenó un tiroteo en el que hubo varios heridos; el mismo cantante recibió unos perdigones y tuvo que soltar dinero para acallar a los atacados. Estaba muy lejos el Otis que cantaría para los hippies californianos en el Monterey International Pop Festival, en 1967, prototipo de todos los festivales de rock que han llegado luego.

Memphis alardea hoy de ser la capital cultural del Misisipi, pero en los sesenta no asumía su relevancia musical. En otros tiempos había sido la Babilonia donde se gastaba el dinero generado por el algodón y contaba con una famosa calle del pecado, Beale Street, donde se dieron a conocer B. B. King y mil bluesmen. En los cincuenta había allí prendido la mecha del rock and roll: el estudio de Sun Records había visto la metamorfosis de Elvis Presley, que pasó de cantante melódico a tigre del rockabilly. Pero un chico blanco que asimilaba modos de los negros, aunque hubiera cambiado el mundo, era considerado una aberración. Con su arraigado conservadurismo, Memphis parecía ignorar el fenómeno de Stax, aunque, en realidad, lo miraba con desconfianza. Stax sonaba por todo el planeta, pero era finalmente una empresa regional, de escasos recursos y contactos. Necesitó recurrir a los sofisticados disqueros neoyorquinos de Atlantic Records para su distribución. El contrato que firmaron tenía una cláusula explosiva que pasó inadvertida a los pardillos de Memphis: Atlantic se hacía con la propiedad de los masters que distribuía, un abuso incluso considerando las trapacerías habituales del mundo discográfico.

Cropper aún se indigna al recordar aquel truco de fuleros: «Nos desplumaron, todavía se atribuyen docenas de discos nuestros, que ellos simplemente ponían en las tiendas. Nos robaron, pero al estilo americano, con abogados, firmado y rubricado. Claro que Jim [Stewart] se equivocó demasiadas veces. Había regalado nuestro catálogo, pero estaba obsesionado por conservar la exclusividad de nuestro talento. Como Booker T. & The MG’s estábamos bajo contrato, nos prohibió grabar “Bridge over troubled water”, con Simon & Garfunkel. Podríamos haber participado en uno de los discos más vendidos del siglo XX, ¡hubiera sido una publicidad increíble para Stax!». Una carcajada: «Debo reconocer que a veces nos saltábamos las prohibiciones y tocábamos clandestinamente en sesiones ajenas».

Tras la muerte de Otis en accidente de avión (y la ruptura con Atlantic), Stax pasó un bache. Se recuperó: entró como socio un disquero negro, Al Bell. Bajo su dirección, la compañía llegó a contar con un centenar de artistas y se implicó profundamente con las reivindicaciones de la comunidad afroamericana, aliándose con líderes como el reverendo Jesse Jackson. Pero la salvación llegaría de la mano de uno de los chicos de la trastienda: Isaac Hayes (Covington, Tennessee, 1942). Un huérfano que había conocido la pobreza más asfixiante, Isaac halló un hogar en Stax, donde tocaba el piano y componía, especialmente para el incandescente dúo formado por Sam Moore y Dave Prater.

Hayes ya había grabado en solitario sin eco, pero en 1969 se reinventó. Con la cabeza rapada y ropas de boutique, se lanzó a desarrollar sedosas versiones de éxitos de Dionne Warwick o Glenn Campbell que duraban entre 12 y 18 minutos. El disco se llamó Hot buttered soul y reemplazaba los metales por cuerdas: perfecto para ambientar seducciones. Vendió millones. Repitió la hazaña dos años después, cuando compuso la banda sonora de Shaft y estableció un excitante nuevo modelo de música para las películas de acción.

Hayes fue la indiscutible figura del festival Wattstax, que representó el momento de mayor visibilidad pública de la compañía. Se pretendía la versión black power de Woodstock, aunque en realidad se celebró en un solo día (20 de agosto de 1972) en un estadio de Los Ángeles: 112.000 espectadores se aprovecharon del precio simbólico de las entradas (un dólar) para disfrutar de las apariciones de buena parte de las figuras de Stax. Fue un concierto rebosante de orgullo negro, con muchos puños al aire. Y quedó inmortalizado en una película y en un disco doble, donde aparecen desde el festivo Rufus Thomas hasta los concienciados Staple Singers.

Los primeros setenta fueron años de expansión, pero también brotaron las semillas de la destrucción. Una víctima fue el espíritu igualitario. Isaac Hayes exigió un contrato de superestrella y tradujo su éxito en exhibiciones de riqueza: su Cadillac chapado en oro chirriaba en unas calles donde la gente malvivía. Hayes lo niega hoy: «El coche era un símbolo de que un miembro de la comunidad había triunfado. No recibí más que parabienes». Más peligrosa fue su asociación con Johnny Baylor, un promotor negro que conseguía fantásticos resultados, pero que era muy dado a las pistolas y las amenazas.

En la era de Baylor, el ambiente de Stax se hizo antipático: Cropper y otros músicos blancos encontraron hostilidad, se tuvo que prohibir entrar con armas o drogas. Sam Moore (Miami, 1935) confiesa hoy que la cocaína y la heroína amargarían la relación con su compañero Dave Prater: «Sam & Dave triunfábamos, pero no nos hablábamos. Me enfadé cuando disparó a su mujer y la policía comenzó a interesarse por nosotros. Yo tenía demasiadas cosas que esconder, y aquello me indignó». En sus buenos tiempos, ni siquiera Otis se atrevía a salir al escenario tras Sam & Dave; a partir de 1969 se inició una caída a los abismos que desembocó en la muerte de Prater, en 1988.

Volvamos a 1972: el FBI pilló a Johnny Baylor en un aeropuerto con 150.000 dólares y un cheque de Stax por otros 500.000, cantidades enormes aquellos días. El dinero fue incautado y comenzó una investigación para determinar si escondía alguno de tres posibles delitos: evasión de impuestos, sobornos para disc-jockeys y emisoras, aparte de —¡horror!— un negocio de drogas. Los implicados mantuvieron que eran pagos por los servicios de Baylor. El estar bajo la lupa de las autoridades federales no le sentó muy bien a Stax. Empezaban los años tormentosos. Su nueva distribuidora era Columbia, una compañía colosal con déficit de presencia en el mercado negro. No hubo entendimiento: Stax despachaba a Columbia toneladas de cada lanzamiento… que no se vendían y se acumulaban como devoluciones. Su principal enemigo, sin embargo, estaba en Memphis.

La discográfica se hallaba endeudada con el Union Planters National Bank. La principal institución financiera de la ciudad se había expandido descontroladamente, y alguien descubrió desfalcos en un mar de préstamos difíciles de recuperar. El banco focalizó sus problemas en Stax y se inició una lucha a muerte. Jim Stewart y Al Bell se resistieron: viajaron a Suiza buscando inversores y lograron una promesa de ayuda de Arabia Saudí, pero el asesinato del rey Faisal cegó aquella vía.

El 19 de diciembre de 1975, Stax fue declarada en bancarrota. Para Deanie Parker, en el fondo latía el racismo: «El establishment de Memphis carecía de simpatía por una empresa negra que hacía gala de su militancia; nos querían como camareros, no triunfando en los negocios». Finalmente, puede que todo fuera un asunto de dinero: entre salvaguardar a Union Planters y mantener a flote Stax, la decisión de las fuerzas vivas no tenía dudas. El estudio terminó en manos de una Iglesia fundamentalista, que lo pulverizó en 1988 bajo el argumento de que allí se había elaborado «demasiada música del diablo». Y tanto: entre 1961 y 1974, Stax colocó 243 discos en las listas de música negra, 167 de los cuales también en las de pop en general.

Fue un final en falso. Stax tuvo la fortuna de contar con un gran historiador: Rob Bowman, un musicólogo canadiense, se pasó años indagando entre los escombros. El libro resultante, Soulsville USA: the story of Stax Records (1997), es posiblemente la mejor monografía escrita sobre una compañía independiente. Se quedaría en arqueología de no haber disfrutado el sonido Stax de una segunda vida a través de sus admiradores blancos.

Su economía, su ardor, su impulso siguieron iluminando a generaciones posteriores. En 1979, The Clash se fue de gira por Estados Unidos y exigió a Sam & Dave como teloneros. Elvis Costello se inspiró en Stax para su elepé de 1980, Get happy!, que incluía su versión de un tema de Sam & Dave. Neil Young llegaría a contratar a Booker T. & The MG’s en 1993. El soul sureño fue recuperado también en películas como Los Commitments o Granujas a todo ritmo; de hecho, la perenne popularidad de la segunda daría de comer a muchos veteranos de Memphis, enrolados en las diversas encarnaciones de los Blues Brothers.

Y los discos clásicos. Las compañías Fantasy, en EE. UU., y Ace, en el Reino Unido, explotaron aquel fabuloso catálogo hasta tiempos recientes. Actualmente, las reediciones corren a cargo de Universal, que a finales de 2006 anunciaba la reactivación de Stax, fichando de nuevo a Isaac Hayes y recuperando a la soulwoman Angie Stone. Ya hubo un intento de resurrección en 1977 que generó algunos éxitos menores; tiene mucho de quimérico el pretender recrear el espíritu de una época.

Pero se intenta. En Memphis se ha reconstruido el viejo estudio, transformado ahora en el Stax Museum of American Soul Music. Más allá de reforzar el papel de la ciudad como cuna de grandes músicos, se trata de devolver esperanza a la comunidad negra. Deanie Parker, antigua jefa de publicidad en Stax, preside ahora Soulsville, una asociación que pretende reanimar los barrios más deprimidos: «No nos parece mal que se intente convertir a Memphis en un parque temático musical, eso traerá dinero, pero es más importante que Stax sirva de ejemplo para los jóvenes negros. Muchos ni siquiera saben que algunos grandes éxitos de hip-hop se basan en temas que grabamos aquí al lado, en McLemore Avenue. Deben interiorizar que sus abuelos, sus padres, superaron todas las adversidades y crearon una música que aún suena por el mundo entero».

LA VIDA PERRA DE BILLIE HOLIDAY

Pudo ser una alucinación mía, pero hubo unos años en que las obras de jóvenes novelistas españoles solían contener referencias a Billie. Te ponías en guardia: con más o menos simpleza, estaban comunicándote que el protagonista era Culto y Sensible. Ya entonces sospechaba que se trataba de una simplificación, que no hacía honor a la realidad de la Holiday.

Su nombre es sinónimo de cantante de jazz, si hablamos del estereotipo: artistas de existencia turbulenta, criaturas desdichadas pero con una rara capacidad para conmover al oyente sensible. Como modelo expresivo, Billie Holiday es seguida por Madeleine Peyroux y demás aspirantes a divas que nos visitan regularmente. Hay mucho material para estudiar a Billie: aparte de sus numerosos discos, abundan los libros que analizan su arte y, sobre todo, su vida.

Billie incluso dictó en 1956 una autobiografía, Lady sings the blues, encuadrable en ese subgénero tan estadounidense de los relatos confesionales, donde el pecador exhibe sus vicios y pide perdón. El libro se transformaría en una película tramposa (El ocaso de una estrella, 1972), a mayor gloria de Diana Ross. El material de base no era fiable: Billie mentía sin complejos y tenía mucha imaginación. Además, el periodista que recogió sus vivencias buscaba un perfil tópico y la editorial eliminó determinados pasajes, para evitarse querellas.

Mientras, en el núcleo duro de aficionados a Billie se anhelaba un libro que no llegó a publicarse. En los setenta, una fan se empeñó en escribir la biografía más completa sobre la cantante. Linda Kuehl realizó unas 150 entrevistas y acumuló documentación. Sin embargo, no pudo dar forma coherente a su manuscrito, que fue rechazado por Harper & Row. Tal vez esa negativa editorial explique la tragedia: en 1979, Linda se suicidó después de acudir a un concierto de Count Basie, antiguo jefe de Billie.

Su archivo fue vendido a un coleccionista. Y estaba cubriéndose de polvo cuando lo revisó una escritora británica, Julia Blackburn, que quedó maravillada por aquel tesoro. Descubrió que la Kuehl era una gran entrevistadora, capaz de flirtear para lograr que hombres encallecidos se mostraran locuaces. Blackburn decidió que, en vez de pretender ordenar aquella masa de información, lo instructivo sería seleccionar las entrevistas más sabrosas, aunque se contradijeran.

El resultado es Con Billie (Global Rhythm Press, Barcelona, 2007). Una biografía coral, un desfile de personalidades rotundas, que evocan la tortuosa vida en los guetos, en el submundo del jazz o en la bohemia, entre la Depresión y finales de los cincuenta. Hablan novios, amigas, músicos, agentes de narcóticos, chulos, admiradores: Billie era una luz poderosa que atraía a todo tipo de moscones, inofensivos y venenosos.

Todo lo que sabíamos —o imaginábamos— sobre Billie Holiday parece un pálido reflejo de la realidad. Criada en la calle, se dedicó a la prostitución y quedó marcada por las leyes de aquel negocio: solía casarse o emparejarse con proxenetas violentos y ladrones. La grabación clandestina de una conversación telefónica con su último marido, Louis McKay, revela que era considerada como una caja registradora: «Todas las mujeres que he tenido eran grandes personas, buena gente. Y ella va por ahí regalándole el coño a cualquiera… yo no trabajo así. ¡Yo me dedico a vender!». Pasma pensar que McKay quedara como héroe en El ocaso de una estrella.

Para los hombres de Billie, el problema era su dificultad para generar dinero. Al ser encarcelada por drogas, perdió la tarjeta necesaria para actuar en los lucrativos locales nocturnos neoyorquinos, lo que la empujó a viajar a ciudades donde tocaba con inexperimentados músicos locales y a realizar giras tan desastrosas como la que la llevó al Sur de los Estados Unidos, cantando ante paletos que no apreciaban su arte. Cuando había dólares, reinaba el derroche. Aparentemente, McKay compraba hasta un kilo de heroína y allí chupaban todos. Billie era una yonqui atípica: tras grandes festines, podía pasar temporadas sin consumir. Desdichadamente, se había convertido en la adicta más famosa del país y eso la hacía objetivo fácil para los policías, a veces conchabados con los traficantes o con sus propios amantes. Las humillaciones fueron constantes: las autoridades exigían que se declarara como «delincuente» cada vez que entraba o salía del país.

Con Billie ofrece mil detalles sórdidos. Ella podía seducir a ambos sexos pero llegó un momento en que su agujereada figura —solía andar desnuda por los camerinos— espantaba incluso a quien acudía con ansias carnales. El milagro se repetía cuando salía al escenario: con su voz espesa y lánguida, hasta la canción más tonta rebosaba sensualidad, sabiduría, emoción. Era, una vez más, Lady Day.

EL FUEGO ETERNO DE OTIS REDDING

Una vez que has asimilado su voz de lanzallamas, empiezas a fijarte en otras características de Otis. Era una montaña de hombre, de una envergadura que ocultaba su asombrosa juventud. Sus poderes se hacen aún más impresionantes cuando te enteras de la velocidad con que grababa. No, no hay justicia en la lotería de la vida.

El de 1967 fue el año de los prodigios para Otis Redding. Recorrió Europa al frente de la gira del sello Stax. Arrasó en Monterrey, en lo que serviría como prototipo de los festivales hippies. Se había comprado una avioneta, un rancho en su Georgia natal. Y se preparaba para emanciparse: quería producir a otros artistas, soñaba con un gran lanzamiento.

Ahora, reconocido como uno de los máximos frutos de los años sesenta, conviene recordar que, en 1967, el soul profundo era, en términos industriales, una música regional. Otis grababa para una compañía de Memphis, Stax Records. Una discográfica tan ingenua que había sido desplumada por la poderosa Atlantic mediante un truco legal: una cláusula del contrato de distribución convertía a los neoyorquinos en propietarios de los masters salidos de Tennessee que colocaban en las tiendas.

Encerrados en su mundo de sesiones a destajo, los artesanos blancos y negros de Stax ignoraban que su música estaba invadiendo el planeta. Comenzaron a entenderlo cuando viajaron a Europa en marzo, con Otis como capitán de la expedición. Recibidos como realeza incluso por los Beatles, algunos eran sureños tan cerrados que no pudieron disfrutar del viaje: despreciaban la comida local y añoraban los McDonald’s.

A Otis todavía le faltaba otro choque cultural. En junio, se le ofreció cerrar una de las noches del Monterrey International Pop Festival. Lo hizo a regañadientes: imbuido del espíritu del movimiento hippy, el festival se pretendía un evento benéfico, donde todos actuaban gratis. Otis llegó a California y descubrió a los niños de las flores. Janis Joplin seguía boquiabierta a aquel gigantón, recitando su mantra: «Otis es Dios».

Lo inmortalizaron las cámaras que rodaron el acontecimiento: en 20 minutos, Otis engatusó a lo que llamó «la multitud del amor». Una masa risueña que ignoraba que era un tipo bronco del Sur, habituado a resolver conflictos a tiros. Pero Otis intuyó que triunfar allí equivalía a entrar en el circuito del rock, donde el dinero y el trato eran infinitamente superiores.

Mientras esperaba su turno para cantar, Otis se alojó en un barco-vivienda, en la bahía de San Francisco. Se dedicó a analizar Sgt. Pepper’s, precisamente el elepé que los Beatles elaboraban cuando dejaron Abbey Road para rendir pleitesía a los visitantes sureños. Para un soulman, aquello era música de otro planeta. Sin embargo, Otis conectó. Inspirado, esbozó una melancólica pieza sobre alguien que, sentado en un muelle, reflexiona sobre su vida.

«(Sittin’ on) the dock of the bay» no se parecía a nada de lo que había hecho antes. Cuando Otis atacaba una balada, entraba con intensidad y subía el ritmo hasta exprimir la última gota de emoción. En tres minutos, incendiaba la canción y dejaba al oyente conmocionado. Por el contrario «(Sentado en) el muelle de la bahía» retrataba la amargura resignada de alguien que ha vivido mucho más que los 26 años que Otis tenía cuando comenzó a componerla.

Grabada con mimo, enmarcada por ruidos de olas y gaviotas, quedó empaquetada como la canción que permitiría a Otis llegar al gran público. Mientras tanto, debía cumplir con bolos previamente firmados. El 10 de diciembre de 1967, dejaba Cleveland rumbo a Madison. Volaba con la banda, en su avioneta Beechcraft. A pocas millas de su destino, el aparato se precipitó al lago Monona. Solo se salvó el trompetista.

El soul sureño quedaba descabezado y se puede argumentar que no se recuperaría del golpe. Pero «(Sentado en) el muelle de la bahía» cumplió todas las expectativas: editado el 8 de enero de 1968, fue el primer número uno de Otis Redding en Estados Unidos. Y también el último.

LOS DISCRETOS OCHENTA AÑOS DE FATS DOMINO

Los rompehielos del rock & roll no estaban seguros de que aquello fuera algo más que una moda de temporada. Casi todos tenían un plan B: Elvis se soñaba un nuevo Dean Martin, Chuck Berry admiraba a Nat King Cole, Jerry Lee se imaginaba haciendo country, Buddy Holly funcionaba como baladista. Fats Domino ya triunfaba antes de que llegara el abrazo de los teenagers y no se sintió protagonista de ninguna revolución: hacía simplemente la música de su ciudad y, cuando la demanda bajó, volvió a su ámbito natural.

Hoy [26 de febrero de 2008], Antoine Fats Domino cumple 80 años. No es una onomástica habitual entre los pioneros del rock and roll, que han ido sucumbiendo por el camino. Además, existen motivos especiales para celebrar su longevidad: en el verano de 2005, cuando las inundaciones desatadas por el Katrina arrasaron Nueva Orleans, se le dio por muerto durante varios días, hasta que un helicóptero le rescató de las ruinas de su casa. Se había negado a moverse, intuyendo lo que iba a ocurrir a continuación de la riada: lo poco que se salvó, fue saqueado.

Su drama no pasó inadvertido: el mundo de la música se ha volcado con él. Se ha lanzado un Greatest hits (EMI) que junta sus números más conocidos en un solo CD. Una plétora de estrellas aparece en Goin’ home: a tribute to Fats Domino, un doble disco con 30 versiones de sus éxitos. Se abre con John Lennon y su interpretación de «Ain’t that a shame» e incluye también a Paul McCartney, que hace «I want to walk you home»: los Beatles bebían en su música, como demostraron con «Lady Madonna». La nómina de admiradores resulta apabullante: Robert Plant, Tom Petty, Neil Young, Elton John, Norah Jones, Ben Harper, Dr. John, Herbie Hancock, Willie Nelson…

Que conste que Fats Domino no necesita dinero desesperadamente: le siguen llegando los derechos de autor y se ha instalado en una nueva casa, en los alrededores de su castigada ciudad. Los beneficios de Goin’ home van a la Tipitina Foundation, una organización que dona instrumentos a las escuelas y ayuda a músicos anónimos de Nueva Orleans.

Domino no encaja en los estereotipos de estrella del rock. Su vida carece de escándalos: sigue casado con su primera esposa y ha criado a ocho hijos. Nunca le ha gustado viajar fuera de Nueva Orleans: no quiso tocar cuando le hicieron miembro del rock & roll Hall of Fame y rechazó presentarse en la Casa Blanca. En general, desconfía de los extraños y solo le gusta la comida que él mismo cocina.

Desde luego, tampoco se considera un rockero. Él ya grababa discos cuando Elvis Presley todavía iba al instituto y forma parte de la rica tradición del rhythm and blues de Nueva Orleans. Sí es cierto que fue descubierto por el público juvenil en 1955, pero su música, relajada y amigable, se distanciaba del frenético rock & roll de Little Richard, aunque compartieran músicos a la hora de grabar.

Carecía de la fiera ambición de sus colegas: a mediados de los sesenta, cuando cambiaron las modas y dejó de cosechar éxitos, renunció a las largas giras. Se fue distanciando del negocio discográfico y, esencialmente, se contentó con lanzar grabaciones live. Su último intento de reconectar con la actualidad fue Fats is back, bonito elepé de 1968, donde recreaba algunos temas de los Beatles: «Ellos siempre hablan de mí y yo debía agradecerles esos cumplidos». Así es Fats Domino: un caballero sureño, convencido de que vivir es más importante que triunfar.

UN MILES DAVIS ENIGMÁTICO Y SENSUAL

En los ochenta, Miles visitaba los escenarios españoles con cierta frecuencia. Estaba encantado con la disponibilidad de drogas de farmacia (y de las otras), que consumía a manos llenas. Tras un día de excesos, se sintió mal, rematadamente mal, y pidió ayuda al promotor que le había traído. Además, se quejó, quedaría mal en los libros de Historia: «no puedo morirme en España, no tendría lógica». Lo superó, claro.

Ocurrió en 1987. El presidente Reagan entregaba un reconocimiento oficial por toda su carrera a Ray Charles y convocó a ilustres afroamericanos. En la Casa Blanca se presentó Miles Davis, ajeno a toda etiqueta: pantalones negros de cuero, un chaleco encima de otro, chaqueta de esmoquin con una serpiente roja en la espalda. Cualquier otro sexagenario habría sido arrestado por hortera; él estaba por encima de semejantes consideraciones.

No todos los invitados eran conscientes de sus prerrogativas. Una incordiante dama de la buena sociedad de Washington se encaró con el trompetista y le preguntó malévolamente qué méritos tenía para estar allí. Miles fue a la yugular: «Bueno, he cambiado el rumbo de la música cinco o seis veces. Ahora, dígame: ¿qué ha hecho usted de importancia, aparte de ser blanca?».

Miles no exageraba, aunque un purista le podría reprochar que alguno de esos «cambios» no necesariamente fue positivo. Pero nadie le discutiría la belleza discreta de Kind of blue, el elepé que editó en 1959. Un disco que inauguraba el jazz modal, improvisaciones sobre escalas en vez de acordes. Una reunión de gigantes —contaba con el pianista Bill Evans y los saxofonistas John Coltrane y Cannonball Adderley— subordinados a la nunca explicitada visión de Miles.

Desde entonces, Kind of blue no ha dejado de venderse, alcanzando cifras millonarias. Varias generaciones de músicos, desde Quincy Jones a Pink Floyd, lo han incorporado a su lenguaje. Más que un gran disco de jazz, Kind of blue es EL disco de jazz: la esencia de una música evasiva y cambiante. Funciona como contraseña para entrar en la secta de paladeadores de lo cool. Hollywood ha abusado de su carácter icónico: en Novia a la fuga, Julia Roberts le regala una copia —en vinilo— a Richard Gere, como si ella quisiera devolverle el favor por la educación mundana de Pretty woman. Mantiene propiedades curativas: lo escucha en casa Clint Eastwood, en su papel de atormentado agente del Servicio Secreto de En la línea de fuego.

Semejante fenómeno merecía todo un libro. Lo publicó Ashley Kahn en 2000 y hay traducción (Miles Davis y ‘Kind of blue’. La creación de una obra maestra). Una indagación casi detectivesca sobre lo que ocurrió durante los dos días de 1959 en que se materializó. Problema: solo vive uno de los músicos participantes, el baterista Jimmy Cobb. Un eficaz currante, pero sin perspectiva histórica: para él, inicialmente, se trató de otra grabación más. Entre los misterios a resolver: ¿deriva de sesiones improvisadas? De rebote: ¿está justificado que Miles firme como autor único?

A lo primero, cabe responder que sí, que fue una creación del momento. Davis podía llevar meses masticando la jugada, pero prefería que los músicos arribaran al estudio sin rutinas aprendidas: buscaba la respuesta fresca, la intuición inmediata. Además, tres de ellos tenían madera de líderes y convenía embridarlos. Eso exigía pasmosa seguridad por parte de Miles: en 1959 se entraba a grabar como si se acudiera a una iglesia y se asumía que todos iban convenientemente ensayados.

Como revelan los diálogos entre tomas, parte de los cuales se han recuperado para la edición del 50º aniversario, los instrumentistas pisaron cautelosa y relajadamente un terreno desconocido. Davis mostraba los rudimentos de cada pieza y se lanzaban a volar. Como cómplice, el pianista Bill Evans, por naturaleza y circunstancias, un hombre reservado. Evans argumentó convincentemente que él llegó con partes de «Blue in green» y «Flamenco sketches». Pero en 1959 se aceptaba que la estrella de una sesión se atribuyera la autoría exclusiva de temas que se elaboraban bajo sus órdenes.

Y la estrella era Miles. Un superviviente: alardeaba de haber dejado a pelo la heroína, que destrozaría a Charlie Parker y tantos kamikazes del be-bop. Intimidante, a pesar de su hilo de voz: la leyenda aseguraba que se dañó las cuerdas vocales en una bronca con el propietario de un club. Miles no respetaba a esa especie e ignoraba sus exigencias: podía actuar de espaldas al público, oficialmente, para escuchar mejor a sus músicos (pero quería demostrar que no necesitaba hacer concesiones). Solía abandonar el escenario sin despedirse mientras su banda seguía tocando.

Los dueños de los locales tragaban. Miles atraía a una clientela apetecible: racialmente mixta y con alto porcentaje de mujeres. Era un jazzman con gancho sexual, tan seguro de su masculinidad como para expresarse, si le apetecía, con lo que muchos consideraban delicadeza femenina. Nada que ver con el genio atormentado de Parker o la exuberancia bonachona de Dizzy Gillespie: Davis racionaba su trompeta, valoraba el silencio. Vestía impecables trajes de corte europeo. Conducía un Ferrari blanco. Se susurraba que mantenía una relación intermitente con Juliette Greco, ángel oscuro del existencialismo parisiense.

Kind of blue encajaba en su perfil de sibarita sensual. El mismo título exhibía una naturalidad coloquial: sugería que le preguntaron de qué iba el disco y él respondió que, bueno, que sonaba «como… triste». Después, Davis alegaría motivos más espirituales: que «pretendía evocar la presencia fantasmal de un coro gospel» que escuchó una noche en pleno campo. Alternativamente, que era su respuesta al pellizco ancestral de una kalimba, el piano de mano que le fascinó en un espectáculo de danzas africanas.

En Kind of Blue no se encuentran las melodías de Broadway que se tornaban filigranas en manos de Miles: domina el clima blues, aunque realmente solo dos temas cumplen sus esquemas. En busca de resonancias extra, se ha sugerido que blue (azul) también insinúa aquí connotaciones eróticas: es el equivalente en inglés de «verde». Nadie se escandalizará si recordamos que Kind of blue fue accesorio indispensable para el estilo de vida que entonces preconizaba Playboy. Pero eso supone reducirle a artefacto de una época y una cultura, cuando se ha demostrado intemporal: el ambiente que crea este trabajo, a la vez robusto y sedoso, propicia la seducción. Seamos más específicos: sirve para los preliminares y para el acto, especialmente si se trata de «hacer el amor» más que de «follar».

Kind of blue pertenece a la era del elepé: hasta poco antes, los jazzmen estaban constreñidos por la duración de las placas de 78 revoluciones por minuto, lo que suponía destilar temas de alrededor de tres minutos. Esas convenciones todavía se respetaban cuando pudieron usar el soporte elepé. Pero no Miles: aquí hay piezas que se acercan a los 6, 10 o 12 minutos; nacen, crecen y terminan sin prisas. La tensión se resuelve con solos que reflejan el equilibrio de fuerzas de aquella cumbre de titanes. Bill Evans es un pianista ascético, casi impresionista, mientras Cannonball Adderley rebosa la fibra soul que en los sesenta le haría popular; Coltrane, que poco después realizaría Giant steps, parece un velocista apenas reprimido.

Miles administra su trompeta con economía. Como líder, no se deja intimidar por gente con más recursos técnicos o mayor gama expresiva; sabe lo que quiere sacar de sus asalariados, a quienes paga generosamente. Aunque artista muy competitivo, desprecia las olimpiadas del virtuosismo. Posee un lirismo tan efectivo como su sentido del drama. Finalmente, confía a muerte en su visión.

En 1959, Kind of blue sería batido —en ventas, en eco fuera del circuito del jazz, en reconocimiento mediático— por otro elepé lanzado por su misma compañía, el efectista Time out, de Dave Brubeck, que contenía el éxito «Take five». Con su soberbia, cabe imaginar que a Miles se le revolvieron las tripas.

Además, un incidente le reveló dolorosamente el escaso respeto del que gozaba un negro, incluso educado y triunfador, en una urbe supuestamente liberal como Nueva York. Una semana después de publicar Kind of blue, actuaba en Birdland, el club de Broadway. Salió escoltando a una joven blanca que se subió a un taxi. Se quedó solo en la acera y un policía le ordenó que circulara. Se negó: «Estoy trabajando en el Birdland y quiero tomar un descanso».

En segundos, la conversación derivó en discusión tipo quién-es-aquí-el-más-chulo. Un segundo policía lo resolvió atizándole con una porra. Sangrando, Miles fue arrastrado a una comisaría, donde pasó la noche antes de que pagaran su fianza: se le acusó de conducta escandalosa e intento de agresión. Le dieron cinco puntos de sutura y le quitaron la tarjeta necesaria para trabajar en locales nocturnos neoyorquinos. Era una sanción administrativa aplicada a drogadictos; complicaba la vida de un profesional del jazz, obligándole a tocar en ciudades remotas.

De no haber contado con testigos y con el respaldo del Sindicato de Músicos, ese podría haber sido el castigo de Miles. Sin embargo, su abogado amagó con una demanda de un millón de dólares y todo se diluyó: le devolvieron la licencia y retiraron los cargos. Algunos colegas urgieron a Miles para que llevara a juicio a semejantes matones con uniforme. En contra de sus impulsos, decidió darlo por zanjado: si quería seguir en Manhattan, mejor no enfrentarse al rencoroso Departamento de Policía. Con típico humor, luego comentaría un descubrimiento: una porra reglamentaria golpeando un cráneo no hacía be-bop, como se solía comentar; aquello sonaba más como un tam-tam.

MICHAEL JACKSON: LA VIDA EN UN ELEPÉ

Muchos, muchos años. Pasará largo tiempo hasta que podamos evaluar serenamente la obra de Michael Jackson. El Personaje sencillamente se comió al Artista. Fue una decisión consciente. Michael no solía dar entrevistas y, en las raras ocasiones que se ponía frente a un periodista, ignoraba la música. Así era de necio: prefirió caer en las garras de Martin Bashir, un tiburón televisivo, que conversar con alguien que recordara la efervescencia de los discos de los Jackson 5, las dificultades para emanciparse en aquella plantación llamada Motown, el calculado eclecticismo de Off the wall y Thriller. Ahora solo se habla de las tanganas en su familia por hacerse con unas migajas de su herencia.

Cara A

1. Del sur al norte

La de Michael Jackson es una historia extraordinaria. Pero no única: él y su familia están condicionados por su tiempo, por su lugar de origen. Gary, en Indiana, forma parte del cinturón industrial de Chicago. Una ciudad próspera, de relajadas costumbres: fácil divertirse si hay ganas y dinero.

Para Joseph Jackson, esa vida nocturna es un recordatorio de sus fracasos. Joe ha sido boxeador y miembro de un grupo local, los Falcons (funcionarán al menos otros dos Falcons, con Eddie Floyd o Wilson Pickett como solistas). Padre de familia numerosa, Joe debe renunciar a la música para manejar la grúa en una industria metalúrgica. En contra del mito, los Jackson no viven en el gueto, sino en una zona residencial, en una casa modesta. Están amontonados, pero no pasan hambre. La madre, Katherine, se ocupa de ello, aportando un segundo sueldo de unos grandes almacenes.

Tanto Joe como Katherine pertenecen a la gran migración de afroamericanos que, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, abandonan el Sur —respectivamente, Arkansas y Alabama— para prosperar en el Norte, en un clima social más tolerante, pero no exento de humillaciones. Ese periplo marca sus actitudes. Katherine disimula sentimientos antisemitas: en muchos barrios negros, los judíos controlan las tiendas y otros servicios. Joe disimula los rencores mientras busca asociarse con managers blancos que faciliten el ascenso de sus chicos.

En 1963, con ocho hijos (Janet llegaría tres años después), Joe Jackson tiene material humano para montar un grupo vocal-instrumental. Es un profesor implacable que usa la violencia física. Las familias negras están sometidas a muchas fuerzas centrífugas —el alcohol, las drogas, la delincuencia, los embarazos no deseados—, y el matrimonio Jackson no pasa ninguna transgresión. Una religión estricta —son testigos de Jehová— ayuda al control paterno.

2. El niño dorado

Los primeros retoños de los Jackson son bautizados con nombres extravagantes: Jackie se llama Sigmund Esco, Tito es inscrito como Toriano Adaryll. A partir de 1957, cuando llegan dos gemelos de los que solo uno sobrevive, optan por lo convencional.

Michael Joseph Jackson nace el 29 de agosto de 1958. Le llaman Mike y se asombran de su avidez de escenarios. En 1963, su madre le descubre imitando a Jermaine, el considerado mejor cantante de la familia. Ese mismo año actúa en su colegio, interpretando un tema del musical Sonrisas y lágrimas. Se incorpora al proyecto musical.

En 1964 los Jackson salen del cascarón. Pasan por varios nombres —The Jackson Family, The Jackson Brothers— hasta que se quedan en The Jackson 5 (cuando se suma un primo son The Jackson 5 and Johnny). Rápidamente, Mike adquiere protagonismo: dirige las coreografías, se convierte en el cantante principal.

Hay algo irresistible en ese angelote que baila como James Brown, que escenifica los éxitos de los Temptations. Incluso en locales duros, donde Mike comparte escenario con strippers, conquista el aplauso, las monedas del público. Los hermanos ganan concursos de aficionados en Gary y en el teatro Apollo de Harlem.

Entre 1965 y 1968, los Jackson 5 forjan su directo. Los fines de semana se suben a una furgoneta para tocar en Filadelfia, Chicago, Kansas City, Nueva York, Washington. Seis, siete pases cada noche. Todo sin olvidar los deberes. A la vuelta les esperan el colegio y los ensayos.

Un régimen cruel, pero ninguno rechista. Durante el esplendor comercial del soul, son miles los grupos familiares que intentan hacerse un hueco. Graban para Steeltown, pequeña discográfica de Gary, sin lograr llegar más allá. Necesitan una compañía fuerte que apueste por ellos.

3. Un hogar en Motown

Motown es el principal sello estadounidense dirigido por un negro: Berry Gordy Jr. Según él, es Diana Ross (entonces, su pareja) quien llama su atención sobre los Jackson 5. Mentes más imparciales recuerdan que son recomendados por Gladys Knight, vocalista de The Pips, y por Bobby Taylor, cabecilla de los Vancouvers, que además trabaja en la sede de la compañía: Hitsville USA.

Es Bobby quien lleva a los boquiabiertos Jackson a Detroit, quien coordina las pruebas: una en la piscina cubierta de Gordy, otra ante la cámara de vídeo recién adquirida por la compañía. Son fichados sin grandes compensaciones: hay que cerrar su contrato con Steeltown. Solo reciben un mínimo porcentaje del precio de venta de cada disco.

En contra de la amable imagen corporativa de Motown, se trata de una empresa autoritaria donde los cantantes únicamente cantan; no se admiten sugerencias. Además, se les ordena que se trasladen a Los Ángeles con la cúpula de la compañía. Durante meses se reparten felices entre la mansión de Gordy y la casa de Diana Ross.

Meses de trabajo duro, tanto en la presentación escénica como en las suavidades de las relaciones públicas. Deben presentar una cara radiante ante la prensa, ni rastro de los conflictos familiares. Para los discos está The Corporation, equipo de compositores y productores encabezado por el propio Berry Gordy, que supuestamente aplica las técnicas de I+D que aprendió en la industria automovilística.

Un ejemplo: «I want you back» (1969) es probado por Gladys Knight y Diana Ross antes de ser encomendado a los chicos de Gary. Cuando creen que ya lo tienen clavado, Gordy lo echa atrás: exige cambios en arreglos, letras e interpretación.

Agotador, pero resulta: es su primer número uno. Entrado 1970, los Cinco Jackson son un fenómeno. Protagonizan una serie de dibujos animados, ocupan mil portadas. Hacen realidad un añejo lema de Motown: «El sonido de la joven América».

4. Emancipación

Con toda la familia residiendo en Hollywood, crece la rebeldía de los muchachos. Personal y artística. Está la atracción por el sexo, pero también deslices menores: Tito Jackson es arrestado por comprar objetos robados; los abogados de Motown tapan el escándalo.

Aumenta la preocupación por el distanciamiento de los éxitos. Tienen presencia en las listas, pero en 1972 y 1973 no llegan a la zona alta; solo en 1974 triunfan a lo grande con «Dancing machine». Sienten que ya no son objetivo prioritario de la compañía, que además empuja a Michael y a Jermaine a grabar en solitario, anticipando un posible eclipse del grupo.

Jermaine se casó en 1973 con Hazel Gordy, hija de Berry. Una cuña que rompe la unidad fraternal. Los demás votan por cambiar de discográfica. Y descubren que el contrato con Motown está repleto de trampas: deben pagar los gastos de producción de sus grabaciones. Han registrado 469 canciones, han editado 175… y se les factura por todo. Si abandonan la compañía no pueden grabar durante cinco años.

Con cara de perro, pagan a Motown 600.000 dólares y varían el nombre a The Jacksons (Randy reemplaza a Jermaine). Ya son artistas de Epic, sucursal de la omnipotente CBS, con royalties generosas. A partir de 1977 vuelven a las listas; primero bajo la producción del dúo Gamble-Huff, que tiene la patente del Sonido de Filadelfia, y ya con Destiny (1979), autoproduciéndose.

Antes de paladear los placeres de la libertad creativa deben llenar la caja. El padre lanza una versión ampliada de los Jacksons, incorporando a las chicas: Rebbie, LaToya y —hacia el final— Janet. Se les puede ver en Las Vegas y, brevemente, en la cadena CBS. Urge hacer de tripas corazón: un espectáculo de variedades no es lo que Michael tiene en mente.

5. La visión integradora

La educación musical de Michael es autodidacta. Cuando graba para Motown obedece las órdenes («los cantantes, ni rechistar»), pero se empapa de lo que hacen los técnicos, los músicos, los productores. Intuye que la cadena de montaje de Gordy ya no sirve, en los años setenta, para creadores ambiciosos. Sigue la estela de Stevie Wonder y Marvin Gaye, que han reventado las convenciones de Motown.

Sin embargo, no es tan rebelde como ellos. Para relanzarse como solista se pone bajo la protección de Quincy Jones, que tiene pátina de jazzman, pero siempre ha sabido moverse en el mercado pop. Quincy aplica su visión: selección cuidadosa de canciones, para enriquecer su paleta emocional; ampliación de su registro vocal, para alejarle de los modos aniñados de Motown; repertorio ecléctico, para llegar al máximo de público potencial.

En 1979, cuando sale Off the wall, Quincy y Michael apuntan a un mercado saturado de disco music. Ahora se requiere un cantante que, olvidando la arrogancia de los Casanovas de discoteca, también muestre vulnerabilidad. Michael, con 21 años recién cumplidos, suena como alguien que se está abriendo al mundo. Aunque Off the wall sea un producto cerebral de la maquinaria californiana de hacer éxitos, transmite juventud, exuberancia, deleite en hacer música imparable.

6. Consagración

Con Thriller (1982) se refina la fórmula. La credibilidad pop se garantiza con la presencia de Paul McCartney en «The girl is mine», la guitarra rock de Eddie Van Halen incendia «Beat it». Y se aprovecha al máximo un costoso medio de promoción: el videoclip, perfecto para los asombrosos bailes de Michael.

Según la leyenda, la MTV —inaugurada en 1981— no programa vídeos de artistas negros. CBS se pone dura y amenaza con cerrar el grifo de sus videoclips si no se emite «Billie Jean», de Michael Jackson; la cadena claudica.

Bob Pittman, uno de los fundadores de MTV, puntualiza esa versión. Aun reconociendo que se prefería a los rockeros fotogénicos, explica hoy que el veto se aplicaba a figuras como Rick James que ofrecían erotismo grueso: «Éramos conscientes de que Michael se había convertido en una superestrella con Off the wall; íbamos a apoyar todo lo que saliera de Thriller». A saber…

Tras los vídeos de «Billie Jean» y «Beat it», llega el monstruo: «Thriller», con sus 14 minutos de metraje y el equipo del realizador John Landis.

Michael Jackson se transforma en la primera estrella global, reconocible e imitada en los cinco continentes. Tal vez Bob Marley haya logrado mayor impacto musical, pero el reconocimiento visual de Michael no tiene equivalente.

Cara B

1. El endiosamiento

Cuando Thriller lleva más de 40 millones de discos (legales) vendidos, empieza a planificar el siguiente aldabonazo. Escribe la cifra mágica: «100 millones». Cree que, simplemente, con la fuerza de su voluntad (y sin escamotear trabajo) puede duplicar su público. Nadie se atreve a contradecirle.

Las discográficas han entrado en el ciclo de vacas gordas y funcionan como si la demanda fuera inagotable, una cuestión de mayor inversión.

Sale Bad (1987), y efectivamente, todo es más grande. Hasta el clip del tema principal dura más que el de «Thriller» (y viene firmado por Martin Scorsese). Pero ya estamos en la tercera entrega del equipo Michael-Quincy, y la fórmula mágica se agota: aunque aumenta la hechura perfeccionista, baja el nivel compositivo y se evapora la frescura.

Jackson vende muchos millones de Bad, pero, con los objetivos que él mismo se ha fijado, se trata finalmente de un pinchazo.

Huye hacia delante. Con una multitudinaria gira mundial. A sus portavoces les toca la tarea de pregonar cifras, títulos, premios. No pueden acallar la sensación de que Michael ha perdido el pulso de la actualidad.

2. Megalomanía

Lo cuenta Walter Yetnikov, el bárbaro jefe de Sony, en su biografía: Michael le implora que mueva sus influencias para que Quincy Jones no reciba premios por Thriller: «Quincy ya tiene muchos Grammy; y después de todo, es más una producción mía que suya».

Altamente competitivo, Michael no admite que nadie le quite brillo. Si MTV otorga a Madonna («¡esa buscona!») el título de «artista de la década», se lleva un berrinche. Y consigue que le concedan un premio a su medida: «Artista de la década en la vanguardia del vídeo». Obligan a Peter Gabriel a entregarle la estatuilla.

También quiere un mote propio. No va a ser menos que Elvis (El Rey) o Frank Sinatra (La Voz). Pretende que se le describa como «el rey del pop, el rock y el soul»; demasiado largo. Al final, coincidiendo con el lanzamiento de «Black or white», Sony insiste en que toda mención a Michael Jackson sea seguida por la descripción de «El Rey del Pop». Y resulta.

Exige también rituales de jefe de Estado a su paso. Se materializa permanentemente rodeado de dignatarios, policías, militares con metralletas. Para el lanzamiento de HIStory se fabrican estatuas colosales. En vídeos y actuaciones se postula como el apóstol de los niños, el vencedor del comunismo, el salvador del planeta. Ya no oye las risas que despierta.

3. Excéntrico recluso

En algún momento de los ochenta, Michael decide que el artista número uno debe estar presente en los medios de forma continua. Su organización siembra historias: que duerme en una cámara hiperbárica, que quiere comprar el esqueleto del «hombre elefante», que comparte su vida con un chimpancé… No es buena idea. Los tabloides encuentran un filón. Da lo mismo que sea verdad, promoción o una mentira ingeniosa. Le rebautizan Wacko Jacko (Excéntrico Jacko). Este apodo despectivo también se le adhiere.

4. Ni blanco ni negro

Tenazmente, Michael y su familia insisten en que su cambio de aspecto obedece a la dieta vegetariana, a una enfermedad cutánea, a las hormonas del crecimiento. Lo que pudo ser una opción personal se transforma en debate sobre la negritud, más vivo entre el público blanco que en los barrios negros, donde abundan productos para aclarar la piel y suavizar los cabellos.

A principios del presente siglo, cuando Michael rompe con Sony, se descubre víctima del supuesto racismo de su jefe, Tony Mottola. Se alía entonces con los más histriónicos activistas negros, como el reverendo Al Sharpton. Su seguridad corre a cargo de la Nación del Islam, secta separatista cuyo líder, Louis Farrakhan, solía vituperarle: «la juventud negra necesita hombres de verdad como modelos».

5. Sexualidad confusa

Hablan de trauma infantil, de la repugnancia ante el ambiente sexualmente cargado de los antros que pisa en los años sesenta. Incluso de la maldad de un hermano que le encierra a los 15 años con dos prostitutas, pagadas para arrebatarle la virginidad.

Sea como fuere, sus relaciones con el otro sexo tienden a lo desastroso. Acepta citas con mujeres audaces que le asustan. Visita la mansión Playboy, pero no se desnuda al entrar en el jacuzzi. Se casa con la hija de Elvis Presley en lo que parece un delirio promocional, tiene una boda blanca con alguien que le sirve de madre de alquiler. Y siempre manifiesta una atracción, no sabemos de qué naturaleza, con los niños. Un flanco abierto a los chantajistas.

6. Un legado turbio

Los años que preceden a su brusca desaparición el 25 de junio son una sucesión de disparates. El implacable negociador, capaz de birlar a su amigo McCartney los derechos de las canciones de los Beatles, no sabe hacer las matemáticas elementales para equilibrar gastos e ingresos. Conviene reconocer igualmente a la estrella audaz, capaz de jugárselo a todo o nada: una tanda de cincuenta conciertos en Londres.

Su muerte luce misteriosa, incongruente, estúpida. Pero ha propiciado la gran reconciliación: antes de que se active la máquina de monetizar cadáveres, hemos visto un reencuentro con los que le amaron. La multitud asume la fragilidad de la existencia y finalmente perdona: «Pudo ser un monstruo, cierto, pero era nuestro monstruo».

EN LA MUERTE DE MICHAEL JACKSON

Michael Jackson: dólares y centavos.

Bebé probeta del show business, Michael confiaba en la rentabilidad de difundir excentricidades. Para sus entendederas, aumentaba el carisma si dejaba correr la bola de que pretendía comprar el esqueleto del «hombre elefante». Carecía del olfato necesario para apreciar que a los modernos artistas se les exige cierta correspondencia entre sus actos y su discurso creativo. La idea de la autenticidad le resultaba ajena y tampoco supo aprender de los que adquirieron estatura de símbolo. Sus lagunas culturales eran pasmosas: «¿James Dean? No le conozco. ¿Qué películas ha hecho últimamente?». Fue astuto para hacer negocios pero nunca supo gestionar su vida.

Es apenas una nota a pie de página en la crónica del rhythm and blues de Los Ángeles: en los años cuarenta, apareció allí un grupo musical procedente de Gary, Estado de Indiana. Se hacían llamar los Jackson Brothers y, efectivamente, eran hermanos y se apellidaban Jackson. Tenían energía y fueron fichados por una sucursal de RCA. Se esperaban grandes cosas de los Jackson Brothers, pero un arresto por posesión de marihuana descarriló su carrera. Entonces, como ahora, las leyes contra las drogas servían como instrumento de control social sobre las minorías incordiantes.

Dudo que Michael Jackson y su familia conocieran ese desdichado precedente. Pero eran muy conscientes de que la escalera hacia el éxito se presta a los resbalones. Habían sobrevivido al rudo circuito para proletarios negros, en cuyos escenarios alternaban con strippers: Gary funcionaba como suburbio de Chicago y la mafia tenía esos caprichos. Tras pasar infructuosamente por un sello diminuto, llegaron a Motown, primera división del pop negro.

Los Jackson fueron fichados justo cuando la compañía planeaba levantar el campamento: Berry Gordy abandonaba Detroit por Los Ángeles, un trauma que dejó colgados a muchos históricos de la discográfica y acabó con su cacareado espíritu familiar. Sin lealtades previas, los Jackson aceptaron trasladarse a California. Al año siguiente, tomaban por asalto las listas: ¡cuatro números uno en 1970! Revivían así un olvidado lema de Motown: «el sonido de la joven América». De hecho, rejuvenecieron el perfil de los compradores: solían ser niños, menores de edad en todo caso. El exuberante interludio de «ABC» explica su magnetismo, con un imperioso Michael gritando: «¡Siéntate, chica! / Creo que te amo / ¡No, levántate, chica! / ¡Enséñame lo que puedes hacer!». Se refería a bailar pero la imaginación juvenil es calenturienta.

De rebote, habían establecido el prototipo de grupo para adolescentes: hasta los Osmonds —quinteto de pálidos mormones cantarines— les imitarían en su «One bad apple». Curioso que alguien tan astuto como Berry Gordy no apreciara aquel filón. Implicado emocionalmente con Diana Ross, consagraba sus energías a transformarla en superestrella para adultos, con películas tramposas como El ocaso de una estrella. Los Jackson 5 daban más beneficios pero quedaban relegados en términos de dedicación creativa e inversión comercial.

Como casi todas las figuras de Motown, sufrían un contrato miserable: un porcentaje del 6 por ciento cada miembro recibía medio centavo por single vendido o dos centavos por elepé. De las royalties se descontaban los gastos de producción, con lo que andaban siempre en números rojos: registraron 469 canciones, de las que se editaron 175, pero pagaron por todas. Romper con Motown era necesidad económica y urgencia personal. Michael editaba discos bajo su nombre desde 1971, sin input en el producto final. Aunque nunca protestó por su grabación más embarazosa, «Ben» (1972), canción de amor de un niño a su mascota: una rata. El propio Michael criaba ratas.

Motown les exprimió: se cobró 354.000 euros en deudas y el derecho al nombre The Jackson 5. Hasta rompió la formación: Jermaine Jackson, casado con una hija de Gordy, se quedó en Motown y fue reemplazado por Randy. Pero valió la pena: en 1976, CBS les dio 531.000 euros como fichaje, aparte de 354.000 para grabar cada álbum y un porcentaje de entre el 27 y el 30%, según ventas. CBS era la principal compañía en rock y, en 1972, había encargado un estudio a la Harvard Business School, sobre las perspectivas comerciales del soul. Harvard recomendó que se asociaran con sellos negros y así se hizo.

Rebautizados como The Jacksons, terminaron con Kenny Gamble y Leon Huff, luminarias del suntuoso sonido de Filadelfia. Dos discos con ese equipo les devolvieron a las listas y les permitieron, ya en 1978, el lujo máximo: la autoproducción. Con Destiny, los hermanos demostraron su dominio de las baladas y los llenapistas (del calibre de «Blame it on the boogie» o «Shake your body»). Simultáneamente, Michael maquinaba resucitar su carrera en solitario. Fue lo bastante prudente para ponerse a las órdenes de Quincy Jones: el mundo adulto no se fiaba de aquel veinteañero socialmente virgen. Tim White, uno de los raros periodistas musicales que pudieron entrevistarle, le pilló durante el rodaje de El mago. Quedaron en un restaurante francés de Nueva York, donde el chico se mostró tan desconcertado por el menú como por la cubertería; terminó comiendo con las manos.

A partir de Off the wall (1979), la historia de Michael es patrimonio de la humanidad. Se suele acentuar la aportación de Quincy Jones, pero conviene afinar. Las maquetas demuestran que Michael ya manejaba el concepto global: ecos de la disco music, soul vibrante, funk impecable, pop empalagoso, gotitas de rock, hasta algún exotismo («Wanna be startin’ something» plagiaba «Soul makossa», del camerunés Manu Dibango). Para todos los públicos y empaquetado con el perfeccionismo de los estudios californianos, sin reparar en gastos: si BAD requería unos compases de Hammond B3, se convocaba al organista supremo, Jimmy Smith.

En la jerga musical, la jugada de Michael se llama crossover: el salto del mercado especializado al gran público. No fue tan suave como parece: CBS necesitó presionar seriamente a la cadena MTV, que vetaba los vídeos de artistas negros. El proceso pasó por momentos delicados, cuando el público comprobó que Michael diluía sus rasgos raciales. Había mucho de hipocresía: en los barrios negros son populares los ungüentos para decolorarse la piel o cambiar la textura del cabello. Michael dio un paso más allá, al someterse a la cirugía facial. Fue su gran gesto de libertad: rompía el mandamiento que te obliga a quedarte en el grupo racial o sexual que te tocó en la lotería genética.

B. B. KING NO SE JUBILA

La primera vez que di la mano a B. B. King fue en el aeropuerto de Barajas, ambos esperando un vuelo. La noche anterior había ofrecido un concierto contundente en la capital y quise agradecérselo. De repente, se me acercó con un tono confidencial: «¿Puedes hacerme un favor?». Cómo no, Mr. King. Resulta que había escrito unas postales para amigos y familia y no sabía dónde localizar un buzón de Correos.

De golpe, me encontré con un taco de, digamos, cincuenta postales con imágenes turísticas, todas franqueadas y cubiertas de una letra menuda. Mientras buscaba el buzón, se me ocurrió que nadie imaginaría cómo pasó las horas muertas en Madrid el más celebrado de los bluesmen. Ni mujeres ni whisky: escribiendo, dando señales de vida a sus seres queridos.

Parafraseando a Mark Twain, B. B. King podría decir que «las informaciones sobre mi jubilación eran exageraciones». Recuerden que, en el verano de 2006, el bluesman de Misisipí (Itta Bena, 1925) se despedía oficialmente de sus seguidores europeos, incluyendo a la parroquia española: actuó en Collado Villalba, Córdoba y Barcelona. Era una retirada con la boca chica: poco después, en gira por Brasil, hacía un guiño a la galería al mencionar una película de Sean Connery, Nunca digas nunca jamás.

Efectivamente, el octogenario puede haber bajado el ritmo, pero nunca ha aparcado a Lucille, la guitarra Gibson que en sus manos adquiere extraordinaria locuacidad. En este mes de julio [de 2009] ha tocado por la Europa continental. Su explicación es un puro desafío a la razón: «Le pregunté al médico si podía volver a la carretera. Me dijo que no. ¡Y aquí estoy!».

En realidad, la retirada sería antinatural. Aunque ha conseguido éxitos puntuales, como «Rock me baby» o «The thrill is gone», el Blues Boy no ha sido gran vendedor de discos, lo que le ha obligado a tocar ininterrumpidamente. Entiéndase en sentido literal: contabiliza más de 15.000 conciertos en su trayectoria profesional. Las famosas «giras interminables» de Bob Dylan o Willie Nelson empequeñecen frente al calendario de este laborioso músico de blues: en 1956, ansioso de establecerse en el mercado negro, tocó 346 noches, tanto en su sur natal como en el norte de Estados Unidos; en años posteriores no bajaba de los 250 bolos. Seguía el modelo de Ray Charles y ansiaba triunfar en términos convencionales: la contraportada de His best, un elepé de 1969, se preguntaba si B. B. llegaría a hacerse rico con su música.

Su descubrimiento por el público blanco, a finales de los sesenta, no supuso un alivio de la carga de trabajo. Todo lo contrario: B. B. King estaba encantado de ser reclamado por el circuito del rock, con sus lucrativos contratos, pero sin olvidar a sus oyentes primigenios, que han ido envejeciendo con él y entienden todos los matices de sus historias del corazón. Y que intuyen, han oído rumores, saben de la turbulenta biografía sentimental de B. B. King. Casado en dos ocasiones, ningún matrimonio soportó su oficio de músico itinerante. B. B. tampoco resistía las tentaciones de la carne: se le atribuyen un total de quince hijos, que le han dado unos cincuenta nietos. Reconoce que no ha sido un buen padre: varios de sus descendientes han terminado en la cárcel; alguno ha tenido el ambiguo placer de escucharle tocando en la cárcel donde cumplía condena.

En otros tiempos, susurra gente próxima a su organización, las giras de B. B. King no obedecían primariamente a la necesidad de proveer a su extensa familia; necesitaba pagar una deuda con la Hacienda federal y alimentar su ludopatía. B. B. King reside en la capital mundial del juego, Las Vegas; asegura, y hemos de creerle, que vivir rodeado de casinos le ha ayudado a moderar su afición. Además, explica que no suele pasar más de dos semanas seguidas en su casa.

Lo que le motiva especialmente es su papel de embajador del blues clásico. Aunque su formación musical es sofisticada —ha estudiado desde Andrés Segovia a Django Reinhardt—, se siente responsable de mantener la visibilidad del blues, con los locales que llevan su nombre y varias iniciativas institucionales. Está abierto a patrocinios y campañas publicitarias, que le proporcionan suculentos ingresos y más compromisos públicos.

B. B. lleva con filosofía el hecho de que el blues no sea muy popular entre las nuevas generaciones de afroamericanos —«les trae recuerdos de malas épocas»— y acepta feliz que su música tenga alcance internacional. En muchos países tiene discípulos preferidos con los que graba y actúa: en Argentina era Norberto Napolitano, más conocido como Pappo; en España cultivó una relación con Raimundo Amador.

Así que B. B. King no se ha retirado nunca. Debe, eso sí, acomodarse a su deterioro físico, que le obliga a tocar sentado: aparte de problemas con la vista, está aquejado de diabetes. No importa: en esta visita a Europa ha cobrado 200.000 euros por actuación. Aunque parezca improbable, sigue haciendo planes a medio plazo: en 2010, con 84 años, espera volver a España.

EL DIABLO Y ROBERT JOHNSON

Todo es mentira. Bueno, casi todo. Lo único que Robert Johnson tenía de excepcional era la longitud de los dedos de sus manos. Y también, su capacidad para sintetizar ideas ajenas: muchos de los hallazgos que se le atribuyen, en letras y músicas, ya existían anteriormente. Lejos de la imagen de artista atormentado, seguramente se consideraba un entertainer. Asumía la injusticia habitual en el negocio de la música. Y se habría reído al saber que él, que nunca tuvo un representante y que jamás vio un cartel impreso anunciado una actuación suya, llegaría a vender un millón de copias de su integral discográfica. Sí, necesitamos autenticidad. Consumimos leyendas. Y la suya es perfecta.

Pasan los Grammy. La cobertura televisiva lo reduce a una pasarela de divas, pero también tienen contenido musical: la Academia aprovecha para reconocer artistas que quedan por debajo del radar mediático. Así, se entregó un premio especial a David Honeyboy Edwards, una forma simbólica de saldar la inmensa deuda de la industria con Robert Johnson y demás gigantes del delta del Misisipi. Con 94 años, Honeyboy es uno de los últimos supervivientes de la consolidación del blues rural, cuyo ADN refuerza buena parte del rock y el rap.

Simultáneamente, salta a la Red una noticia también conectada con Robert Johnson: ¡el cruce de caminos está en venta! Exacto, la encrucijada donde se supone que el bluesman prometió su alma a Satanás, a cambio de poderes musicales. Se trata de un terreno en la intersección de las autopistas 61 y 49 en Clarksdale, pueblo de Misisipi que vio crecer a John Lee Hooker o Muddy Waters. Pero es Robert quien hoy encarna esa música profunda.

El personaje es tan irresistible como misterioso. Se conserva el certificado de defunción de 1938, donde no se especifica —hay versiones para elegir— si le envenenó una mujer celosa, un marido cornudo o simplemente bebió un licor casero particularmente tóxico. No conoció la fama, nunca vio su nombre en un cartel, no tuvo manager. Pero los grupos británicos (Cream, Rolling Stones) se decidieron a recrear sus temas en los sesenta. La bola comenzó a rodar hasta que en 1990 se publicó una caja, Complete recordings, que ha despachado casi un millón de copias.

El Ayuntamiento de Clarksdale, necesitado de turismo, bendice la idea de desarrollar un modesto parque temático, con su hotel y su tienda. Pero carece de capacidad económica para semejante inversión ni tiene, desde luego, la voluntad de gestionar la atracción. El propietario se ha cansado y pide 350.000 dólares; el comprador podría construir el Robert Johnson Park, pero también una iglesia, un supermercado o residencias unifamiliares.

Entre los amantes del blues han surgido vigorosas protestas. Discúlpenme, pero Misisipi está lleno de lugares donde los vecinos aseguran que allí, precisamente allí, ocurrió aquella transacción. Por el contrario, no hay referencias al diablo en «Crossroads», la más difundida de las canciones de Robert (sí en otros temas de su exigua discografía). Pero la historia ha inspirado películas como Cruce de caminos, de Walter Hill (1987); también se la menciona en la memorable O brother! (2000), de los Coen.

Alguien oyó campanas: otro bluesman, Tommy Johnson, sí presumía de haber negociado con Lucifer. Todo proviene del rumor de que, inicialmente, Robert era un músico mediocre. Hacía 1930 se retiró y, un año después, reapareció tocando como un maestro. Testigos supersticiosos (¡o bromistas!) lo atribuyeron al famoso pacto, pero probablemente se dedicó a practicar. Un candidato a mentor es Ike Zimmerman; según sus descendientes, Ike y Robert iban por la noche a cementerios para ensayar.

Perdonen mi incredulidad: cuesta imaginar a dos músicos negros tocando en un cementerio, en el Sur de los años treinta. Pero resulta una imagen tentadora, como la del bluesman citando al diablo en una confluencia de carreteras. Lo cierto es que alardeamos de racionalidad a la vez que, condescendientes, aplaudimos los mitos de otras culturas.

Johnson estaba dotado para su instrumento: en las fotos se le ven dedos largos y finos. Confesaba Keith Richards que, en primeras escuchas, pensaba que participaban dos guitarristas. Sin embargo, no era depositario de dones divinos o diabólicos: bastantes de las 29 canciones que registró circulaban por el delta e incluso ya se habían grabado.

Ni Robert Johnson era un artista único ni se alió con ningún demonio. Pero, como recordaba El hombre que mató a Liberty Valance, cuando la leyenda supera a la realidad, hay que publicar la leyenda.

LA VOZ SUPREMA DEL SIGLO XX

Detesto esa manía de pretender añadir brillo extra a artistas que no lo necesitan. De Sam Cooke se suele contar que fue asesinado por ser un negro arrogante que adquirió demasiada relevancia en la industria musical. Pura estupidez. Hace poco, Bobby Womack me comentaba que Sam «murió en calzoncillos, no en una manifestación proderechos civiles en Alabama». Alumno suyo, Womack lo decía con cariño, sin maldad. La realidad, según el libro de Peter Guralnick, es que —en Los Ángeles y en 1964— funcionaba un latrocinio bastante cruel. Chicas seductoras que atraían a hombres a hoteles. Una vez allí, tras los preliminares, les sugerían que entraran al baño a lavarse. En ese momento, ellas se iban con la ropa del tipo —incluyendo la cartera— y les dejaban en paños menores. Eso ocurrió posiblemente con Sam. Solo que se enfadó tanto que salió y se plantó en las oficinas del motel, donde peleó con la encargada; esta se asustó y le disparó. Mortalmente.

Sí, hablemos de Sam Cooke. Oigo la respuesta: ¿Sam qué? Simplificando, la voz más cálida, más dúctil, más emocionante del siglo pasado. Escucharle es como paladear chocolate caliente derramado sobre un helado: un torrente de dopamina.

Pero entiendo que las circunstancias conspiran contra su recuerdo. Tuvo una muerte sórdida, con 33 años. Grabó muchísimo, pero desapareció justo cuando cuajaba la música que él estaba anticipando, el soul. Apenas llegó a hacer los discos personales que prometía. Se ha quedado reducido a una presencia fantasmal: la voz radiofónica que entona «Wonderful world» y provoca la escena del granero en Único testigo, Harrison Ford bailando con la chica amish.

Algunos pesos pesados todavía le reivindican. Lo hizo Barack Obama en Chicago, cuando se proclamó vencedor de sus primeras presidenciales: citó su «A change is gonna come», fondo de tantas batallas por el fin de la discriminación. Simbólicamente, llegaba el gran cambio que soñó Sam.

La génesis de ese himno revela los recovecos del tráfico entre creadores blancos y negros. En actos a favor de los derechos civiles, Cooke escuchó impresionado una plegaria dylaniana: aunque ahora suene desgastada por el uso, «Blowin’ in the wind» podía entonces unir multitudes. Sam decidió que aquel movimiento necesitaba algo similar, pero empapado de la sensibilidad afroamericana. Compuso «A change is gonna come» con el sonido y el lenguaje de las iglesias negras.

No pretendía reemplazar «Blowin’ in the wind», que Sam incluso incorporó a su repertorio: eran declaraciones complementarias, la requisitoria y la profecía. Así lo entendió el propio Dylan: en 2004, invitado a participar en un concierto conmemorativo de los 70 años del Apollo neoyorquino, en un raro gesto de complicidad política, Bob interpretó «A change is gonna come».

Cooke protagonizó desafíos tan audaces como la decisión de electrificarse de Dylan. Niño prodigio del góspel, solista de los sublimes soul Stirrers, conmocionó al mundo religioso al pasarse a la música profana en 1956 (primero, con seudónimo). Ya decidido a volcarse en el pop, alternó el repertorio más juvenil con el material para adultos. Cooke aspiraba a hacerse un hueco en el circuito de los nightclubs, tipo Copacabana. Hoy nos sugiere conservadurismo estético y vital, pero, profesionalmente, tenía sentido cuando los artistas negros solían actuar en antros terroríficos, por cantidades ínfimas.

Disfruto ahora mismo de You send me, triple CD de Not Now que retrata ese momento: 15 temas de ferviente gospel, 39 muestras de sus primeros acercamientos al pop. Aclaro que apreciar hoy a Sam requiere cierto esfuerzo: debió lidiar con arreglos blandos, empalagosos coros femeninos, material inadecuado. Y, con todo, esa voz se imponía.

El asunto se complica, ya que grabó para cinco compañías y eso dificulta la confección de antologías panorámicas. Además, sus últimos masters —incluyendo sus producciones para el sello SAR— cayeron en manos del voraz Allen Klein, que luego también arrebataría la obra de los Rolling Stones en los sesenta. Por pura codicia, Klein impidió la edición de un retrato completo del mejor Sam Cooke. Estúpida jugada: dentro de pocos años, todas sus grabaciones estarán en el dominio público y cualquiera podrá prepararlo, con más o menos acierto.

En descargo de Klein, se redimió con su generosa participación en la mejor biografía de Sam, Boogie dream, de Peter Guralnick. Un tomo demasiado grueso —749 páginas— para que alguien lo traduzca pero que cuenta minuciosamente su prodigiosa vida y miserable muerte. Y el estrambote escandaloso, cuando la viuda se casaba, pocas semanas después, con uno de los protegidos del cantante.

Esa tragicomedia se desarrollaba en el invierno de 1963-64. Unos meses antes de que triunfara la música que Sam Cooke estaba definiendo vocalmente. El soul de Otis, Smokey, Solomon, Marvin, Bobby Womack, Al Green. Hay que fijarse, pero, flotando sobre todos ellos, allí está Sam, pulcro y risueño.

ETTA JAMES, LA FIERA NUNCA DOMADA

Pudo equivocarse a la hora de escoger amantes, pero Etta James nunca desperdició sus poderes: durante su época dura, el redactor de estas líneas acudió a verla una noche a un pequeño restaurante del downtown de Los Ángeles. En un escenario mínimo, con una banda elemental, dio cumplida cuenta de sus clásicos ante dos docenas de comensales… y desapareció nada más cobrar, a pesar de que había accedido a darme una entrevista. Lo urgente es lo urgente.

Etta James, que falleció ayer [20 de enero de 2012] en un hospital de Los Ángeles víctima de leucemia, era la proverbial dama de armas tomar. En 2009, arremetía contra Barack Obama, que prefirió llamar a Beyoncé Knowles para las celebraciones de su toma de posesión en Washington. El presidente y su esposa bailaron acaramelados con «At last», uno de los grandes éxitos de Etta, pero cantado por Beyoncé.

Otra suplantación más, que dolía por venir de quien se suponía lo bastante sensible para evitar esos deslices. Llovía sobre mojado, dado que Etta James había sido encarnada por Beyoncé en la película Cadillac Records, un retrato de la discográfica Chess que se tomaba muchas libertades con la historia real de Etta. Su indignación resultaba comprensible: Beyoncé, el modelo fashion de feminidad negra, se llevaba toda la atención mientras ella, la original, solo podía actuar en locales modestos.

Y es que Etta James siguió trabajando hasta que su cuerpo dijo basta, debilitado por la leucemia y el alzhéimer. En noviembre, Verve / Universal publicó The dreamer, un disco de soul sorprendentemente robusto, y no digamos para tratarse de una cantante de 73 años. La jubilación nunca fue una opción para artistas como Etta James, que no componían y que no recibieron suficiente compensación de muchas de las discográficas que contaron con sus servicios.

Paradigma de las glorias y miserias de la música negra, Jamesetta Hawkins nació en Los Ángeles en 1938. Nunca conoció a su padre, posiblemente blanco (ella sospechaba que pudo ser Minnesota Fats, un maestro del billar inmortalizado en la película El buscavidas). Educada musicalmente en la Iglesia baptista, era menor de edad cuando llamó la atención de Johnny Otis, otro extraordinario vividor, que la lanzó con una canción lujuriosa, «Roll with me Henry», púdicamente rebautizada en la galleta del disco como «The wallflower».

Tuvo más éxitos considerables durante la segunda mitad de los años cincuenta, pero su visibilidad aumentó en 1960, cuando fichó para el sello Chess, en Chicago. Leonard Chess la vio como vocalista de amplio espectro y la hizo grabar desde baladas empapadas de violines («Trust in me» o la citada «At last») hasta sesiones de jazz, aparte de un incendiario directo, Etta James rocks the house. Con la eclosión del soul a mediados de los sesenta, Etta pudo sacar al aire todos sus recursos de mujer brava y lenguaraz. Fascinó al gran público con «Tell mama» y la dolorida «I’d rather go blind», ambas grabadas en 1967 con los músicos blancos de Muscle Shoals, en Alabama.

Aquello se torció poco después. La muerte de Leonard Chess provocó la decadencia de su compañía, incapaz de proporcionar el impulso que necesitaba Etta. Aún peor: ella, que había flirteado con muchas drogas, se convirtió en heroinómana. Los años, las décadas, se fundieron en un vertiginoso carrusel de malas compañías, detenciones, condenas, intentos de desintoxicación. Aunque también hubo discos con admiradores como el productor Jerry Wexler, responsable del potente Deep in the night.

Con la ayuda del experto David Ritz, explicó sus altibajos vitales en una descarnada autobiografía, Rage to survive: the Etta James story (1995). Se podía permitir la sinceridad, ya que su carrera se volvió a enderezar a finales de los ochenta. No pudo tomar el puesto de Janis Joplin, como fantaseaban algunos productores, pero facturó discos espléndidos en Island y Private Music. Solucionó elegantemente caprichos —o encargos— como Mistery lady, colección de piezas identificadas con Billie Holiday, y Christmas, canciones navideñas.

La reedición de su material clásico, en antologías del calibre de R & B dynamite o The Chess box, ayudó a situarla históricamente. Había en ella un descaro natural, que explica tanto sus andanadas contra Obama y Beyoncé, como las audacias en su repertorio. Para consternación de sus doctores, su reciente disco contenía odas al alcohol y al tabaco, aparte de una insospechada versión de «Welcome to the jungle», de Guns N’ Roses.

LA HIPERSEXUALIDAD DE R. KELLY

Sexo, chantajes, un artista de creatividad torrencial, la aparente impunidad de los poderosos, corrupción en Chicago… la historia lo tenía todo. De hecho, solo faltaba Barack Obama, estrella ascendente en la comunidad afroamericana de la ciudad. No me podía resistir y no lo hice (un colega, Jim DeRogatis, me soplaba detalles no publicados). El proceso se arrastró durante 2007 y 2008; R. Kelly fue declarado inocente por un jurado. El cantante ha seguido en activo pero su carrera posterior ha perdido brillo. Todavía le escucho con placer aunque me inquiete su facilidad, su simpleza, su falta de verdadera ambición.

Que truenen los metales, que se alcen los coros uniformados, que salga el batallón de bailarinas sin túnicas: vamos a hablar de R. Kelly, un gigante de la música afroamericana. Aun a riesgo de sonar como una biografía promocional, debemos recurrir a las cifras: desde que comenzó a grabar bajo su nombre, en 1993, ha despachado unos 38 millones de discos. Ha colocado más de cincuenta temas en las listas de éxitos de lo que allí llaman rhythm and blues (R&B), 13 de los cuales llegaron al número uno.

Pero su impacto está circunscrito esencialmente a EE. UU. (más específicamente, a la comunidad negra). Así que, en Europa, mejor recurrir a las comparaciones, aunque parezcan simplonas. Podríamos afirmar que Kelly es tan prolífico como Prince. Ha publicado una docena de álbumes, varios de los cuales son dobles. Al igual que el músico de Minneapolis, es un artista superdotado, capaz de desarrollar música suntuosa sin ayuda externa. Desde luego, no posee la paleta desbordante de Prince: su especialidad son las baladas, aunque también facture algo de hip-hop o remezclas bailables. Dentro de esos parámetros, su creatividad luce incontenible: aparte de su discografía propia, ha confeccionado éxitos para Michael Jackson, Luther Vandross, Britney Spears, los Isley Brothers y numerosas luminarias del R&B.

En España, el aranbi no es una música mayoritaria, pero atrae a un público fiel, con poder adquisitivo: se distribuyen los discos de R. Kelly, aunque difícilmente se escucharán fuera de programas especializados. Los puristas gritarán ¡herejía!, pero podríamos sugerir que estamos ante la reencarnación del sublime Marvin Gaye, un vocalista de alta expresividad y poderosa sensualidad.

Maticemos. El disco más célebre de Marvin es What’s going on (1971), dolorida panorámica de unos Estados Unidos traumatizados por la guerra de Vietnam y los conflictos raciales. Por el contrario, R. Kelly nunca ha sentido la tentación del comentario social. Sus preocupaciones se limitan al sexo y al amor. Suele ir más allá de las metáforas tipo Marvin, lo de «Sexual healing» (Curación sexual) o «Let’s get it on» (Vamos a montárnoslo). R. Kelly prefiere mostrarse explícito cuando canta, cuando se dirige a su pareja y cuando está pagando a strippers o seduciendo a groupies.

Aun con semejante reputación, millones de sus fans se quedaron noqueados al ver a Robert Sylvester Kelly (Chicago, 1967) convertido en el más famoso delincuente sexual del país. Su expediente se abrió en 2002. El Sun-Times, un periódico de su ciudad natal, recibió una cinta de vídeo donde se le veía en pleno zafarrancho carnal: baile erótico, felaciones, masturbación, lluvia dorada, etcétera. Podía interpretarse como sexo mercenario: Kelly entrega dinero a su partenaire, que se comporta con las maneras distantes de una profesional mientras él ordena. El problema: ella, reconocida como la sobrina de una colaboradora del cantante; no ejerce la prostitución. Y en el momento de la grabación —que por la música y los spots publicitarios que se oyen de fondo, se supone que data de 2000— tenía 14 añitos.

Pocas semanas después, la cinta se vendía en las calles de los barrios negros de Estados Unidos: cinco dólares por copia, o menos si el cliente estaba dispuesto a regatear. Había sido bautizada Rated R. Kelly triple XXX, Vol. 1. Y lo de la numeración no era gratuito: al poco circulaban otras dos cintas similares. Se paró una cuarta grabación donde la compañera de juegos era adulta: la esposa (¡y cantante de góspel!) de un popular jugador de béisbol; estaba en poder de un chantajista, que fue atrapado.

Para entonces, R. Kelly ya había sido fotografiado con el uniforme color naranja que las autoridades estadounidenses reservan a los presos. Abierta la veda contra el cantante, la policía de Davenport (Florida) irrumpió en su segunda residencia y halló fotos comprometedoras con la adolescente del primer vídeo. Pero, en el calor de la cacería, los sabuesos de Florida olvidaron pedir la orden de registro, y la causa fue archivada. El sumario contra R. Kelly se dirime exclusivamente en Chicago, donde el 5 de junio de 2002 fue encartado por generar pornografía infantil.

Lo pasmoso es que, cinco años después, todavía se ignora cuándo se pondrá en marcha el juicio. Incluso en la nación de los abogados expertos en triquiñuelas, tal retraso no tiene precedentes: en un periodo similar, Michael Jackson fue denunciado, enjuiciado y declarado inocente. Obviando la posibilidad de que —saben, no sería la primera vez— se haya sobornado a funcionarios del Estado de Illinois, la táctica de la defensa resulta transparente: cuando llegue la hora de testificar, la víctima será irreconocible. De hecho, ella ha negado ser la actriz del vídeo.

Frente a su actitud, la identificación positiva de su tía, la cantante Sparkle. Más la mala baba del hermano de R. Kelly, Carey, quien insiste en que quisieron convencerle para que se comiera el marrón, reconociéndose como el hombre de la cinta; a cambio, recibiría una casa, un contrato de grabación y 50.000 dólares. Y los antecedentes extraoficiales de R. Kelly, que le muestran como un depredador de menores.

Llegamos al meollo: el mundo de la música negra es orgullosamente machista. Aunque no superen los excesos de algunos raperos, que reducen a las mujeres a objetos sexuales de sus vídeos y sus letras, los vocalistas de R&B disfrutan de una enorme tolerancia. De R. Kelly se rumoreaba que rondaba por los alrededores de su antiguo instituto, acercándose a las alumnas más bellas y soltando una aceitada versión del «yo puedo hacerte una estrella».

Y no siempre mentía. En 1991, Kelly comenzó a trabajar con la cantante Aaliyah: ella tenía 12 años; él, 23. Su primer disco incidía en esa diferencia: se llamaba La edad no es más que un número. En 1994, Kelly y Aaliyah se casaron en secreto; en el certificado correspondiente, ella mentía al proclamar que era mayor de edad. Cuando despegó la carrera de Aaliyah, su familia se anticipó al previsible escándalo y logró la anulación del matrimonio. Se supone que no se volvieron a ver y nunca comentaron públicamente su relación. Aaliyah falleció en 2001, al estrellarse su avioneta en las islas Bahamas, donde estaba rodando un vídeo.

R. Kelly se volvió a casar en 1996, también con una chica del medio: Andrea Lee, bailarina y coreógrafa, de 22 años. Con dos hijas, están divorciándose, y ella ha conseguido una orden de alejamiento alegando que el cantante se pone agresivo. Paradójicamente, la violencia también puede acompañar a algunos divos del R&B romántico. Un tal Henry Love Vaughn, que se describe como tutor musical de R. Kelly, confesó que su «discípulo» le vapuleó cuando exigió una compensación económica como coautor de algunos temas; la denuncia no prosperó. Poco después, R. Kelly fue atacado con un spray de gas irritante por un miembro del equipo de Jay-Z, gran factótum del rap: estaban promocionando su disco conjunto, The best of both worlds, y R. Kelly fue despedido de la gira; ambos se lanzaron demandas millonarias, todavía pendientes de resolución.

Estamos, no lo olviden, en Estados Unidos, donde el deporte nacional es pleitear y exprimir al contrario. También es el país de los veredictos increíbles. Dicen que R. Kelly puede evitar la cárcel. Se supone que sus leguleyos refutarán que el cantante sea la persona que dirige la acción sexual tras soltar unos billetes verdes. Una vez sembrada la duda, desarrollarán la teoría de la conspiración: como todo triunfador, Kelly se ha hecho enemigos poderosos, gente que le quiere hundir. Finalmente jugarán la carta racial, al modo de O. J. Simpson.

La teoría, aceptada por parte de la comunidad afroamericana, es que The Man (El Hombre, el poder blanco) siempre intenta destruir a las figuras negras que ganan millones y rehúsan seguir la moral dominante. Y R. Kelly no es un Michael Jordan (aunque el cantante y el deportista sean amiguetes). Su carisma le hace peligroso: su apodo artístico —desafortunado, considerando la naturaleza de las acusaciones— es «el flautista de Hamelin del R&B».

En sus primeras comparecencias ante el juzgado, encorbatado y circundado por guardaespaldas, le jaleaban entregadas admiradoras femeninas. Hasta apareció misteriosamente un coro de niños que entonó algunos de sus éxitos para-todos-los-públicos. Pero el tedio del procedimiento judicial ha ido alejando a fieles y curiosos. Y han hecho acto de presencia airados detractores: R. Kelly no goza de apoyo unánime entre la gente de su raza. Los locutores de radio políticamente correctos se niegan a programar sus discos. Las asociaciones de víctimas de delitos sexuales lamentan la impunidad con que actúan Kelly y otros menoreros.

Como recordarán los lectores de La hoguera de las vanidades, la novela de Tom Wolfe, estos juicios de «perfil alto» atraen a oportunistas de todo pelaje, buscando réditos políticos o económicos. Dos de los «líderes comunitarios» que encabezaban el movimiento contra Kelly resultaron ser personalidades poco recomendables. Uno pretendió extorsionar al cantante con la citada cinta donde retoza con la esposa del deportista. Otro, un reverendo contratado para una oficina estatal de defensa de la infancia, metió la zarpa en los fondos que tenía a su disposición.

Cinco años después de que se destapara el asunto aumenta la frustración de los luchadores contra la paidofilia. Se han enterado de que, en varias ocasiones, R. Kelly pactó generosos arreglos extrajudiciales con chicas que cedieron a las exigencias sexuales del cantante, experto en utilizar su edad y su posición; una se vio forzada a abortar, otra se enteró de que los colegas de Kelly disfrutaban de vídeos con sus encuentros íntimos. Una antigua novia, Kim L. Dulaney, ha escrito Star struck: an american epidemic, ficción que retrata a un vocalista obsesionado por las jovencitas.

Por si no hubiera suficiente carnaza, R. Kelly dirige y protagoniza Trapped in the closet, un culebrón que define como su versión de Mujeres desesperadas. Se trata de una historia enrevesada de infidelidades, tiros e imposibles giros argumentales en breves capítulos, que se pueden descargar o comprar en DVD. Lo describen como una hip-hopera: contiene música narrativa donde Kelly canta, incluso adoptando una voz femenina. Eso y el guiño del título (Atrapado en el armario) parecen calculados para sustanciar otra revelación de su hermano Carey: que el secreto de R. Kelly es su bisexualidad.

Mientras laten todas estas polémicas, el cantante guarda silencio. Su ego se mantiene en las alturas. En el penúltimo número de la revista Hip Hop Soul se proponía como heredero de su héroe: «Soy el Muhammad Ali actual, el Marvin Gaye actual, el Bob Marley actual, el Martin Luther King…, todos los grandes que llegaron antes que nosotros. Y mucha gente está comenzando a darse cuenta de ello». No hay palabras para responderle.