LOS MEJORES AÑOS DE NUESTRA VIDA

LA BOCA DE LA NOCHE: EL SOL

Tengo una relación particular con esta sala. Se abrió justo cuando yo me instalé en Madrid. Su fundador vivía cerca de mi casa y pronto nos conocimos. El Sol se convirtió en una parada fija, cuando cerraban los otros locales que ofrecían conciertos. La lealtad ha sido mutua: cuando me despidieron de Radio 3, allí se celebró la fiesta de despedida de El Ambigú, con músicos y oyentes. Volví a comprobar los peligros de las altas horas: aquella chica granadina que bailaba tan seductora…

Renunciabas a los neones de la Gran Vía madrileña, esquivabas una fauna nocturna mayormente inofensiva y te sentías reconfortado cuando llegabas a la calle de los Jardines. Buena señal cuando había una aglomeración frente al número 3. Los porteros eran serios, nunca vi allí comportamientos abusivos. Descendías la escalera como un príncipe, mientras te contemplabas de reojo en el espejo del hall (eliminado años atrás, ay, por exigencias de «seguridad»). La noche de Madrid te abría su boca pecadora y te lanzabas lo más cool que podías, disimulando la avidez.

En sus primeros años, El Sol era una criatura extraña, mezcla de club moderno y discoteca tipo Boccaccio. Como tal, desempeñó funciones de eficaz punto de encuentro entre la arrogante generación de «la movida» (perdón, entonces preferíamos llamarlo nueva ola) y una escéptica bohemia intelectual, practicantes del cine y la literatura que no quería caer en los tópicos progres. Se miraban; a veces, se mezclaban y llegaban a mayores.

El Sol era un lugar fiable al que solías llevar a tus visitantes de Barcelona, todavía horrorizados por la cutrez de Rock-Ola y la degradación de Malasaña. Podías señalar caras conocidas, la música no impedía charlar, los sofás eran cómodos y se supone que la bebida no tenía efectos insospechados.

El propietario, Antonio Gastón, gastaba un aire vampírico pero no mordía: alardeaba de mezclador del cóctel social que definió al local, que solo tuvo una diminuta zona VIP durante sus inicios. Gastón ejercía como introductor de embajadores entre diferentes tribus y le encantaba dejar boquiabiertos a los recién llegados. Si aparecías a primera hora, el local lucía desnudo pero en el escenario podía estar un anciano esmerándose en tocar una cítara, una obligación de las inescrutables regulaciones que el Ayuntamiento imponía a la vida nocturna. Gastón enseguida encontraba una justificación cosmopolita: «¿Te das cuenta? Igual que en El tercer hombre».

Gastón no te pedía que te quedaras a hacer bulto. Eras igualmente bienvenido si recalabas en El Sol a última hora de la noche e, incluso, algunos podían quedarse cuando el DJ desconectaba los platos. Gustaba entonces Antonio de interpretar «La loba» y otras sentidas coplas para los íntimos, manejando con garbo aquel pesado telón de terciopelo. No te atrevías a soltar ninguna impertinencia: por allí solía andar el actor Félix Rotaeta, de ideas rotundas y lengua cortante.

Aun así, quiero recordar que en El Sol hubo menos locura —ya saben, la bola de «sexo, drogas y rock and roll»— que en otros antros de nuestra década prodigiosa. Aunque contaba con recovecos oscuros, el ambiente imponía cierta moderación en el comportamiento. El lugar se prestaba a las confidencias: aquel rocker militante que, una noche, me confesó su frustración por no poder reconocer su devoción por Deep Purple. Y es que, en los ochenta, las fronteras estaban muy marcadas; una chica tecno no debía bailar si estaba sonando el llamado «pop baboso».

Permítame saltarme los años de indudable decadencia. De alguna manera, El Sol supo reinventarse cuando la aristocracia de «la movida» dejó de salir por las noches. Lo hizo potenciando los directos y atendiendo a las sucesivas pasiones musicales de la capital: el rock de garaje, el indie, el funk. Los grupos se encontraban cómodos con el equipo; colegas de profesión como Nacho Mastretta o Willy Vijande controlaban las peculiaridades del sonido de aquel espacio en L y siempre lamentaban que los novatos prefirieran el volumen a la sutilidad. Las paredes del camerino testimonian la abundancia de bárbaros, foráneos y nacionales, que allí han descargado.

Y se mantiene un gratificante sentido de la historia. Con regularidad, El Sol recupera a grupos de los ochenta, desde los Mamá de José María Granados a los imprescindibles Coyotes. Son ocasiones agridulces, que sirven para reflexionar sobre la injusticia del negocio musical hispano. De paso, también nos permiten comprobar cómo nos quedan las canas, los kilos de más, los estragos de la edad. El resumen siempre es el mismo: ¡Que nos quiten lo bailado!

HOMENAJE A CANITO: UNA FELIZ PROMISCUIDAD

¡Qué rápidas iban las cosas! José Enrique Cano, alías Canito, baterista de Tos (luego, Secretos), falleció en la noche del 31 de diciembre de 1979. Poco acostumbrados a la muerte, los grupos jóvenes madrileños olvidaron diferencias estilísticas y se juntaron el 9 de febrero de 1980 con la intención de recordar al caído. Aquello sonó a rayos, pero, inesperadamente, funcionó como presentación en sociedad de una manera de entender el pop. Nadie lo imaginaba, pero había una voluntad generacional de cambio que arrasaría, en tres o cuatro años.

A principios de 1980, la nueva ola madrileña se desenvolvía en la clandestinidad: apenas había locales para el directo, fuera del circuito universitario; sus canciones se escuchaban muy raramente y todavía en estado de maqueta. Sonaban en los programas de Onda Dos de Radio España, presentadas, entre otros, por Gonzalo Garrido, Juan de Pablos, Rafael Abitbol y Jesús Ordovás.

Una muerte absurda permitió que gran parte de aquellos grupos emergentes se juntaran por una noche, en un escenario grande. El equipo de Popgrama, en la Segunda Cadena de TVE, decidió que sería una buena ocasión para tomar el pulso a lo que parecía aspirar a movimiento. En realidad, solo Carlos Tena y un servidor apostamos por llevar las cámaras a la Escuela de Caminos. Allí vimos momentos mágicos: un encuentro de las nacientes tribus, donde coincidieron proyectos luego irreconciliables, como Mamá y los Pegamoides. También destacó el deleite del público: unos desconocidos Mario Tenia y Los Solitarios trenzaban pasos de baile mientras tocaban y provocaban rugidos de placer; aquellos músicos hacían pop y reivindicaban la profundidad de su historia.

Todo hubiera quedado en un acontecimiento local de no estar presente TVE. La emisión del Concierto para Canito lo convirtió en un revulsivo nacional. Los grupos, en general, estaban muy verdes; tampoco suele ser bueno el sonido en conciertos colectivos y nosotros no teníamos grandes medios.

Así que sobre Popgrama cayeron cartas airadas, deplorando que diéramos cancha a semejantes diletantes, en vez de programar honestos grupos de rock urbano. Hasta nuestros compañeros fueron muy críticos con aquel especial. Sin embargo, supuso la irrupción mediática de una nueva generación, de espíritu lúdico y voluntad rupturista. Lo que luego se bautizaría como la movida.

SECRETOS AUTÉNTICOS

Siempre he recelado del impulso campestre. La ciudad puede resultar abrumadora, pero uno no huye impunemente. Tengo en mente tantos casos de músicos (¡y periodistas!) que abandonaron la urbe y cómo afectó eso a su trabajo. Se renuncia a una energía, traducible en pérdida de contacto con otras realidades sonoras y sociales. No sé si ese detalle tiene alguna relación con la fama de Álvaro como personaje frío y receloso.

Álvaro Urquijo, madrileño, nacido en 1962, reside con su mujer y su hija en una urbanización junto a la capital. El líder actual de Los Secretos se siente orgulloso de su elección: «Escucha: ni un ruido. Con lo que pagué, en Madrid solo conseguiría un pisito». Estamos en un chalé discreto de ascética decoración nórdica: nadie adivinaría que allí reside un músico de rock. Pero bajando unas escaleras aparece una jungla de instrumentos: 15 guitarras, batería, teclados, ordenador. Una mezcla de estudio de grabación y local de ensayo, con vistas a la piscina y un perezoso perrazo como vigilante.

Si se creyera en la idea de justicia cósmica, un hogar tan confortable sería la recompensa a una trayectoria repleta de infortunios. Álvaro alza los ojos al cielo cuando se hace el repaso de caídos. En las primeras horas de 1980 murió José Enrique Cano, alias Canito, baterista de la primera encarnación del grupo. Otro accidente de circulación, en 1984, se llevó a Pedro Díaz, sustituto de Canito. Y la puntilla fue la desaparición del miembro principal, Enrique Urquijo, en circunstancias sórdidas, a finales de 1999.

Pero Álvaro se muestra positivo. Debe serlo, ante tal cadena de desastres. Así, la tragedia de Canito propició la emergencia de lo que entonces se autodenominaba «nueva ola madrileña», y que se universalizaría como «movida». El concierto homenaje a Canito ha sido el centro de una exposición, Caminos de un tiempo (1973-1987), en la Universidad Politécnica de Madrid. A pesar de la insistencia de amigos y organizadores, Álvaro no participó en los actos musicales paralelos que se desarrollaron en la Escuela de Caminos. Sí lo hizo su hermano mayor, Javier, también fundador de Los Secretos, que tenía más motivos de resentimiento: abandonó el grupo cuando Enrique, para abreviar, le hizo la vida imposible.

En la negativa de Álvaro subyace algo más que la prudencia propia de muchos veteranos de la movida que huyen del encasillamiento en epopeyas pasadas. Asegura que carece de nostalgia: «Detesto la estética de los ochenta. Me echan atrás las vestimentas y los peinados, de un mal gusto horrible. Además, escuchas aquellas grabaciones, incluyendo algunas nuestras, y se te cae el alma a los pies. Se abusaba de los efectos de estudio, trabajábamos en condiciones muy cutres».

Tampoco encajaban socialmente en Rock-Ola y similares: «Teníamos fama de bichos raros, pero ¡es que éramos muy cortados! Ni siquiera presumíamos de que, entre los grupos que salieron en 1980, fuimos los únicos que no nos estrellamos con el primer lanzamiento. Nuestro elepé vendió 28.000 copias, una cifra más que buena para entonces, pero en Polydor [su discográfica] nos trataban como tontitos. Tardamos en entender que se esperaba que saliéramos de copas con los disqueros y alternáramos con los medios. Hubiéramos hecho relaciones públicas, pero nadie nos lo explicó».

«Siempre pecamos de falta de ambición», suspira. «Ni se nos ocurrió que podíamos funcionar en Latinoamérica. Luego, cuando finalmente aterrizamos en México, nos encontramos con públicos de 2.000 personas que se sabían las canciones… sin que nuestros discos se hubieran publicado».

Aparte de su hermetismo, Los Secretos padecieron varios malentendidos. En los círculos de la movida era artículo de fe que los Urquijo provenían de una familia privilegiada, y no era así: «Urquijo es un apellido muy común en Bilbao. Nuestro padre era ingeniero técnico de minas, solo que destacó en su profesión y viajó mucho. Se nos podía definir como clase media, vivíamos en un piso de renta antigua en Argüelles». El equívoco produjo situaciones chuscas: «Con el primer dinerillo que ahorré como músico, unas 20.000 pesetas, abrí una cuenta en el banco más cercano, que era casualmente una sucursal del Banco Urquijo. Me trataron de maravilla y hasta me mandaron una Visa Oro. Pero debieron consultar con la central: me retiraron la tarjeta y me obligaron a hacer cola como cualquiera».

Más hiriente resultó que, en 1982, Los Secretos fueran clasificados dentro del núcleo de «los babosos», el sector musical a batir para Derribos Arias y otros grupos irreverentes, autotitulados «las hornadas irritantes». Aquellas lejanas guerras estéticas no se olvidan: «Aún me siento ofendido. Creo que fue fruto de la envidia; tocábamos un poco mejor que ellos y habíamos tenido algo de éxito con Déjame. Nunca nos sentimos queridos por la prensa, por la radio; se preferían grupos más pretenciosos o con mejor imagen».

Pero, insisto, la temática de Los Secretos era realmente parodiable: chica-deja-a-chico y este reacciona con más o menos lagrimeo. Álvaro no quiere entrar en análisis textuales: «A mí siempre me costó hacer letras, todavía ahora le pido ayuda a José María Granados [ex Mamá]. Lo que nadie reconoció es que abrimos brechas. Durante 1981 dimos 100 conciertos, y aquella era una España antediluviana, sin infraestructuras. Ni respeto: en Reinosa [Cantabria], el dueño de la sala llamó a su hija para que certificara que sí, que nosotros éramos los de “Ojos de perdida” y otras canciones que a ella le gustaban. ¡Nos hizo pasar un examen!».

Con las giras entraron en aluvión las drogas. Álvaro no rehúye el tema, pero se levanta y cierra la puerta. Resume: «No estábamos preparados para una vorágine semejante; los mánagers abusaron de nuestra inocencia. Cuando sientes tal agobio te ofrecen algo que te hace sentir bien… y caes. Ariel [Rot] me ha confesado que igual sucedió en Tequila. Éramos tan pardillos que no entendimos que aquello nos iba a desequilibrar aún más. Primero la cocaína, luego la heroína. Yo me salí en 1984, sin más tratamiento que la ayuda de un psicólogo. Pero mi hermano Enrique…».

Sobre toda la conversación planea Enrique Urquijo: adiós tristeza (Rama Lama Music), el minucioso libro de Miguel Ángel Bargueño que narra la turbulenta trayectoria del más carismático de Los Secretos. Aunque indispensable, es una biografía lastrada por el barullo de testimonios y algunos errores. Álvaro se revuelve constantemente contra el retrato que se desprende de esas páginas: «Nunca fuimos tan drogotas como se dice ahí. Ni siquiera Enrique. De otro modo, ¿cómo hubiera sido capaz de sacar al grupo del pozo de mediados de los ochenta? Además, lo que te queda tras la lectura es la tragedia, no hay nada de los momentos bonitos».

El tomo se hizo con el apoyo total de familia y amigos. Algunos lo lamentan, caso de Álvaro: «Cuando Miguel Ángel me dio las galeradas, me pasé una noche sin dormir: no me reconocía allí. Muchos habían embellecido sus recuerdos o los habían matizado sabiendo lo que ocurrió después. Me parece simplón el argumento de que Pedrito [Díaz, segundo baterista] nos pervirtió. Y mil cosas más. Yo nunca llegué a soltarle a Enrique lo de “ojalá te mueras”; fue él quien dijo que lo mejor para todos sería que se muriese. Y no estaba muy sereno cuando pronunció esas palabras».

Lo cierto es que aquellos cantantes de amores tiernos pasaron a describir el lado más amargo de la existencia. De «sobre un vidrio mojado / escribí su nombre / sin darme cuenta» al necrológico «te juro que era buena chica / aunque con poco apego a la vida». De las crónicas de sentimientos frágiles a las confesiones de alienación con resonancia generacional. Del pop adolescente al country dolorido y, de vuelta, al pop melancólico.

Sigilosamente, acumularon un público importante: el primer volumen de sus Grandes éxitos lleva despachados medio millón de ejemplares. Tras años de atormentadas reflexiones, Álvaro está convencido de que Enrique «no era el toxicómano típico». «Su enfermedad le llevó a la adicción, no al revés. Y la música no tuvo nada que ver: de cualquier manera, hubiera terminado encerrado o suicidándose. Era un maniacodepresivo que, por rachas, consumía drogas de modo compulsivo. Fuera de esos bajones, tenía ángel. Coincidió con el príncipe Felipe en el Honky Tonk, y, por lo que sé, mantuvieron una conversación agradable, aunque insistiera en llamarle Juan Carlos, por puro despiste. La última vez me decía: “Llevadme a la clínica, que me doy miedo”. Todo un avance, que tomara la iniciativa. Lo que no podíamos imaginar es que se diera de baja, recuperando 200.000 pesetas del anticipo del tratamiento, y se fuera a pillar. Hubo negligencia médica».

Aun antes de llegar el desenlace, el destino de Los Secretos lucía incierto. Enrique tenía a Los Problemas, grupo acústico donde daba salida a su identificación con las rancheras, los boleros, las canciones a corazón abierto. Álvaro ratifica: «Necesitaba cantar y prefería hacerlo en un antro que en un gran escenario. ¿Yo? Musicalmente soy más popero, y mis modelos son los Eagles; Crosby, Stills, Nash & Young; Tom Petty… Desde la modestia, queríamos hacer algo parecido, lo cual exigía equipos caros y profesionalidad».

Hasta entonces se contentaba con ejercer de segundo de a bordo. «Enrique llevaba el timón y yo me ocupaba de dar sentido musical a su obra. Pero siempre un paso por detrás. Tardé en atreverme a cantar y componer». Aun así, Álvaro fue adquiriendo seguridad y puso música a una de las grandes canciones de Joaquín Sabina, «Por el bulevar de los sueños rotos». «Había escrito la letra en el dorso de una factura, muchos versos con una letra diminuta. Se la pasó a Enrique, como con “Ojos de gata”, pero esta vez mi hermano no hizo nada, aunque tratara de Chavela Vargas, a quien adoraba. Hasta que le pedí permiso para intentarlo. Cuando se lo presenté a Joaquín, ya estaba grabada, con una melodía de Pancho Varona. Me quedé chafado. Y ocurrió la cosa más grande, les quería besar los pies: escucharon mi versión y Pancho aseguró que la mía era mejor. Yo no me atrevería a decir tanto: igual necesitaban un buen single para la radio y les venía bien mi música, era más comprimida y directa».

Cuando ocurrió la tragedia —el cuerpo de Enrique fue abandonado en un portal de Malasaña—, el mundo se cayó sobre los Urquijo: «Enrique había dado alegría a mucha gente y ahora era un cadáver para las estadísticas, a tratar en la sección de Sucesos». Álvaro huyó y pasó un año alejado de la música, intentando recuperarse emocionalmente. Pero el hermano desaparecido todavía le pidió un esfuerzo más: «Dejó deudas, un piso a medio pagar, una niña, dos mujeres». Se optó por la vía tradicional de recaudar dinero para un autor fallecido: el disco de homenaje. Y el prurito de Álvaro le empujó a mojarse: «Hay temas buenos, malos o mediocres juntados sin orden ni concierto. Reuní a Los Secretos para que sirvieran de banda oficial, al menos habría coherencia sonora. Estábamos en el estudio y los cantantes iban desfilando. En dos meses teníamos el disco». Titulado A tu lado (DRO, 2000), contenía 17 canciones «secretas» con las voces de Antonio Vega, Luz, Miguel Ríos, Pau Donés, Manolo Tena y otros: «Enrique tenía muchos admiradores. Se sentía reivindicado cuando músicos duros, como Fito y los Fitipaldis, grababan sus canciones».

A tu lado se acercó a las 200.000 copias: el futuro de María, la hija de Enrique, quedó solucionado a medio plazo. El de Álvaro siguió en el aire. «Sinceramente, terminamos la gira de presentación del homenaje, donde canté con varios de los participantes, y dije: ya basta, que ya se había acabado. Y yo no tenía una salida prevista». Ya había grabado en solitario en 1998, un tiro al aire de una multinacional que no tuvo continuación.

No podía ser el final: «Carlos Goñi, de Revólver, o Alfonso Pérez, de DRO, insistían para que siguiéramos. En la gira de A tu lado notamos un cariño extraordinario, aunque podía ser una reacción sentimental ante lo de Enrique. Volvimos por la puerta de atrás, actuando en locales pequeños. Fuimos metiendo canciones nuevas, y la acogida era buena. En 2002 hicimos 60 bolos y sacamos un disco, Solo para escuchar. Al año siguiente editamos un desenchufado con sección de cuerdas, Con cierto sentido. Ahora tenemos otro disco, Una y mil veces. Con una historia si quieres truculenta, somos otro grupo más. Y estos nuevos Secretos tienen un público fijo, que no pijo, otro sambenito que nos colgaron. Tocamos en pueblos donde no hay pijerío y llenamos». También son vendedores respetables, alrededor de 50.000 ejemplares por lanzamiento. Con una actitud humilde: «Nos sigue gente maja que ha crecido con nuestras canciones y que no nos trata como rock stars, ¡ni como objetos sexuales!».

Empresarialmente, se reparte el dinero según antigüedad. Álvaro se lleva una porción superior a la del guitarrista Ramón Arroyo y el teclista Jesús Redondo; Juanjo Ramos y Santi Fernández, integrantes de la sección de ritmo, están a sueldo. Y se reserva un pequeño porcentaje para María, la hija de Enrique, «que ya tiene 11 años y es una maravilla [una pausa]; en las actuaciones, cuando me toca cantar “Agárrate a mí, María”, se me pone un nudo en la garganta, soy así de blando».

Los otros Secretos han ido haciendo acto de presencia por este grato local de ensayo, que se llena de bromas y planes. Algunos se prueban los ultimate ears, unos auriculares que se elaboran a medida, a partir de un molde de la oreja de cada comprador. Arroyo muestra su última adquisición (2.000 euros): una guitarra Martin de prodigiosas prestaciones. Álvaro Urquijo se relaja, aliviado de que la entrevista haya concluido. En un día radiante, las nubes negras son historia pasada.

LA HISTORIA MÁS TRISTE DEL MUNDO: ANTONIO VEGA

Nunca escucho a los agoreros. Desconfío de los que regularmente anuncian la próxima muerte de tal persona de vida intensa. Había conocido a Antonio Vega en tal gama de circunstancias —arriba, abajo, cerrado, comunicativo, tramposo, sincero— que realmente creía que tenía mañas únicas, recursos suficientes para finalmente enterrarnos a todos. El mito del Antonio Indestructible terminó el 12 de mayo de 2009.

Entraron en tromba. Corría 1979 y los cuatro miembros de Nacha Pop ejercían de improbables teloneros de Siouxsie & the Banshees en el teatro Barceló, luego Pachá. Asombrosamente, los espectadores se conocían buena parte de las vertiginosas canciones del grupo español, entonces inéditas: sonaban, en estado de maqueta, en Onda 2, la emisora que cubría los albores de lo que se denominaba «nueva ola» (y que se universalizaría como «movida»). Nacha Pop juntaba chicos rebeldes de familias bien: captaron el secreto alboroto del Madrid juvenil, que estaba conquistando el cercano barrio de Malasaña. Una generación que asumía con naturalidad la democracia y ansiaba disfrutar de todas las libertades posibles.

Antonio Vega Tallés (Madrid, 16 de diciembre de 1957) era el cuarto hijo de un médico y se educó en el prestigioso Liceo Francés, del que conservaba recuerdos ambiguos. Probó a estudiar arquitectura y sociología, pero encontró refugio en la música: hacia 1977, sufriendo la mili en Valencia, esbozó «Chica de ayer». Nacha Pop, que se inició al año siguiente, era un cuarteto bicéfalo: Antonio cultivaba un repertorio introspectivo, mientras su primo Nacho García Vega apostaba por las invitaciones hedonistas, aunque los papeles podían intercambiarse. Brotaba una química poderosa, que enriquecía un impulso nervioso tomado de la new wave londinense. Fichados por Hispavox, se estrenaron en 1980 con un elepé arrebatador que produjo Teddy Bautista.

El disco tuvo problemas de masterización, necesitando una segunda tirada. Nacha Pop también chocó con el negocio musical: seguros de sí mismos, no aceptaron las componendas habituales y se crearon fama de arrogantes. A sus idiosincrasias se sumó el hecho de que la mayoría de los grupos de la nueva ola madrileña pincharon con sus estrenos; algunos pretendieron enterrarlos. Su segundo álbum, Buena disposición, salió en 1982, con el entusiasmo de Hispavox bajo mínimos.

Nacha Pop superó esa indiferencia estrechando lazos con su audiencia y sacando discos con la independiente DRO: el incierto Más números, otras letras (1983) fue eclipsado por «Una décima de segundo», hermética filigrana que revelaba la ascensión de Antonio Vega a la categoría de autor adulto. De rebote, fueron fichados por la multinacional Polydor, donde salieron dos discos de producción cuidada, Dibujos animados (1985) y El momento (1987), con abundantes canciones de impacto.

Aunque su reputación actual diga lo contrario, Nacha Pop nunca se convirtió en fenómeno de masas. En verdad, solo alcanzaron el disco de oro con su despedida, aquel doble en directo titulado Nacha Pop 1980-1988. Según reflexión posterior de Antonio, no figuraron en el meollo social de la movida, y eso les quitó protagonismo mediático. Contaban, eso sí, con un público entregado y asombrosamente variado, que abarcaba desde un fervoroso sector pijo a minorías que se habían inclinado por la vida peligrosa.

La carrera en solitario de Antonio Vega se desarrolló bajo la sombra de la heroína. Aunque mantuvo una pudorosa discreción sobre sus problemas, la rumorología contribuyó a rodearle de una enojosa aureola de artista maldito, que podía mostrarse inspirado o limitarse a cubrir el expediente (pero ese era un síndrome que también aquejaba a Nacha Pop). A su manera, la discografía bajo su nombre contaba la historia de su deterioro. Editó cinco colecciones de canciones nuevas en tres compañías: No me iré mañana (1991), Océano de sol (1994), Anatomía de una ola (1998), De un lugar perdido (2001) y 3000 noches con Marga (2005). Trabajos que se hacían desear y que revelaban una creciente dificultad para componer: se rellenaban con versiones, instrumentales y otros trucos para cumplir con el tiempo mínimo.

Para tapar baches, salieron una antología de baladas (El sitio de mi recreo, 1992), un directo (Básico, 2002) o una compilación de colaboraciones y versiones varias (Escapadas, 2004). Es cierto que podía ayudar a novatos desinteresadamente, pero la necesidad de dinero fresco posiblemente explique que Antonio ejerciera de leyenda de guardia, siempre dispuesto a grabar duetos o participar en discos colectivos. Los resultados podían ser triviales o escalofriantes: su «Romance de Curro el Palmo» abría una vía a la actualización del cancionero de Joan Manuel Serrat. Él mismo fue objeto de uno de los primeros homenajes hechos en España, un trabajo sólido a pesar de su tópico título: Ese chico triste y solitario (1993).

Con el tiempo, el antiguo paladín del «pop puro para la gente de ahora» adquirió perfil de cantautor, por sus apariciones en pequeñas salas con acompañamiento mínimo. En realidad, las circunstancias le llevaron a convertirse en un artista proteico, que lo mismo exprimía coplas que se transformaba en juglar; podía dejarse arropar por ritmos de bossa o conformarse con rock de estudio. Su habilidad para compartir (y disimular) vivencias íntimas era el hilo conductor.

En 2007, cediendo a la demanda nostálgica, aceptó resucitar Nacha Pop con su primo. Protagonizaron actuaciones de sonido hiperprofesional —no participaron Ñete o Carlos Brooking— que quedaron plasmadas en Tour 80-08. Hubo nebulosas promesas de retomar el proyecto conjunto con material fresco, pero Antonio volvió a su ritmo habitual, alternando apariciones con grupo y bolos acústicos.

EL ARTE DEL DILETANTE: CARLOS BERLANGA

Retrocedo a una noche de 2002, en la Clamores. El pintor Pablo Sycet me hace señales urgentes, el móvil en la mano. Me acerco. Está consternado, al borde de las lágrimas: «Carlos acaba de morir». Carlos Berlanga, bicho raro de la movida, un artista renuente al directo, y nos pilla en un local de conciertos. «¿Recuerdas? Hubo épocas en que quería quedarse tocando detrás de las cortinas. Prefería evitarse el trago del escenario». Abandonamos la sala y caminamos hacia la Gran Vía, compartiendo anécdotas, tragando el vinagre de la frustración. Carlos era imposible, repetía mi compañero mientras le ardía la indignación: «Tenía tanto talento que no se valoraba a sí mismo. En 10 minutos se le ocurría una canción maravillosa o un dibujo espléndido».

En los próximos días volveremos a suspirar por su arte. Llega a Madrid la exposición Viaje alrededor de Carlos Berlanga. Para 2010, el sello El Volcán prepara un disco homenaje donde participarán desde Los Planetas hasta Fangoria. Así que conviene rememorar sus méritos musicales: fue fundador de Kaka de Luxe, Pegamoides, Dinarama; a partir de 1990 grabó cuatro discos en solitario. De la época grupal han quedado himnos como «Bailando», «Rey del glam», «Un hombre de verdad», «A quién le importa». Del segundo trayecto, ay, no constan éxitos.

Carlos falleció en 2002, a los 42 años. Pedro Almodóvar escribió una crónica melancólica del entierro, donde recordaba que Carlos —como muchos de los kamikazes de la movida— era terriblemente tímido. Es una de las descripciones que le han adherido, igual que «dandi», «esteta» o «vago», simplezas en las que no se reconocía. Hemos hablado con compañeros de viaje o admiradores para acercarnos a su realidad.

Cuando Berlanga salió a la superficie, compartió escenarios con Bernardo Bonezzi, líder de Zombies. Pero, antes incluso que Carlos, dejó los conciertos para consagrarse a las bandas sonoras, aunque ahora anuncia nuevo disco de canciones, El viento sopla donde quiera. Bonezzi asegura que esa deserción no fue síntoma de señoritismo: «Era divertido tocar en Madrid, pero fuera todo resultaba precario. Y te miraban como a un marciano. Nada de glamour: cargabas con el ampli y terminabas en unos hoteles horrorosos».

Apunta que Carlos no estaba hecho para las intrigas propias de un grupo: «Mira lo que pasó en Pegamoides, donde Eduardo Benavente, que llegó el último, se convirtió en el centro. Eduardo era un punk, mientras que Carlos solo tenía un interés estético por el punk rock, le emocionaban más otras músicas». Le perdía su falta de sentido práctico: «Era inconstante, nada eficiente. Juntos hicimos la sintonía de La edad de oro, y costaba colaborar con él, te soltaba mil ideas, demasiado abstractas».

Pudo ser diferente, lamenta. «No hizo mucho por evitar la mili, que encima le tocó en Canarias. Fui a verle y me asustó, se había habituado a beber y a… otras cosas». Tomó la deriva peligrosa, sin arrepentirse: «Le plantearon un trasplante de hígado, pero, por lo que sé, se negó a mantenerse limpio, como exigían los médicos. Todos intentaban protegerle, pero de alguna manera se había resignado. ¿Feliz? Podía estar contento si había recibido un buen cheque de la SGAE, pero nunca le sentí verdaderamente feliz».

Le dañó el pinchazo de su primer disco, en 1990. Eso cree Adrián Vogel, que le fichó para su sello Compadres. «Venía de vender millones con Dinarama y su autoestima se hundió: El ángel exterminador se quedó en 3.000 copias. Le había puesto mucho trabajo, firmaba todas las letras, en vez de colaborar con Nacho Canut. Le dije que olvidara fórmulas obvias y se permitiera un capricho. Eso es Indicios (1994), con aquella portada que remitía al sello CTI».

Berlanga era la pesadilla de cualquier compañía: tenía pánico a actuar. Apunta Vogel: «Lo compensaba siendo perfecto para la promoción. Educado, culto, ingenioso, disciplinado. Y eso que le hicimos madrugar: cuando murió Antonio Carlos Jobim, le metimos en los programas de la mañana, para que hablara de Jobim y la bossa. Había grabado su “Aguas de março” con Ana Belén, y aquello sonó mucho: Indicios vendió casi 40.000 discos».

Desdichadamente, Compadres fue comprada por la alemana Edel: la continuación, Vía satélite alrededor de Carlos Berlanga (1997), se traspapeló en el traslado de poderes, a pesar de que se beneficiaba del input creativo de Canut y Big Toxic. Reaparecería en Elefant con Impermeable (2001), hecho a la medida con Ibon Errazkin. En el estudio Rock & soul coincidió con Guille Milkyway, de La Casa Azul. Para el próximo homenaje, Guille quiere recrear «Vacaciones», el tema más explícito del disco final, una fantasía gay, con sexo duro y poppers.

Guille respeta las percepciones de Berlanga: «Adoro la cultura del dance, pero echo de menos las canciones. Entiendo que le gustara el house, que conserva las melodías». Aplaude aquella visión de Carlos, que soñaba con un grupo que tocara su música sin necesidad de que él saliera al escenario: «¡Es genial! Y se puede hacer: lo vi una vez, con St. Germain; Ludovic se mezcló con el público y estuvo disfrutando de sus músicos». Igual que Carlos, Guille reivindica el disco como expresión autónoma: «Como ahora nadie quiere pagar por la música, te imponen actuar. Pero hay artistas que no casan con el directo. Carlos era como Brian Wilson: nadie debería pedirle que llevara Pet sounds de gira».

ENRIQUE SIERRA, EL SEÑOR DEL SONIDO

Hace unos meses, coincidí con Pilar Román, la viuda de Enrique. Sigue manteniendo Diana, el estudio de grabación que fue la dedicación de la pareja en los últimos años, pero no sabe por cuánto tiempo. Mientras, muchos nihilistas digitales celebran el desmantelamiento de «la infame industria musical», sin asumir que eso comporta la desaparición de la infraestructura necesaria para grabar discos con un mínimo de garantías. Hay momentos en que sí, me creo totalmente que vamos retrocediendo hacia el Tercer Mundo.

La trayectoria de Enrique Sierra, fallecido el viernes [17 de febrero de 2012], se me antoja paradigmática de la evolución de toda una generación de rockeros españoles. Fue uno de tantos músicos imantados por el modelo del punk. Enrique participó en la madre de todas las movidas: Kaka de Luxe. En los ochenta, siguió un proceso de profesionalización e individualización que le reportó gloria y un gran territorio para explorar: urgía reinventar el rock español, tan escaso de autoestima.

En Radio Futura encontró utilidad a su fascinación por los pedales y los efectos, las texturas y los ambientes, todo dentro del formato de canción. Así se lo explicaba a Jesús Ordovás: «Los arreglos de guitarra están pensados principalmente en la voz, intentando buscar armonías que normalmente serían colchones de teclados u otros instrumentos. En ese sentido, la guitarra en Radio Futura no ha sido un instrumento solista, ni siquiera cuando hacemos instrumentales».

Lamentablemente, el fin de siglo trajo un encogimiento del campo de juego. El mercado se hizo más inhóspito para los instrumentistas imaginativos: aquí, el destino de cualquier guitar hero consiste en tocar al servicio de vocalistas de música ligera —o cantautores evolucionados— y autofinanciarse algún disco de capricho. Enrique, sin embargo, no encajaba en el (respetable) modelo de mercenario. Ni siquiera daba el tipo, con su aspecto intimidante. Hombre bondadoso y reflexivo, prefirió incidir en la base, poniendo sus conocimientos y su estudio al servicio de novísimos.

No había abandonado la música creativa; más bien, el negocio le había expulsado. Hace unos meses, durante una sesión fotográfica para un proyecto de retratos de, ay, supervivientes de «la movida», compartimos nuestras cuitas. Sin contemplaciones, yo había sido despedido de mi hogar radiofónico de toda la vida. Lo suyo era aún más injusto. Como artesano, no entendía la degradación —en compensaciones, valoración social, estimación profesional— que se derivaba del universal gratis total.

La paradoja era su entusiasta aceptación de las nuevas tecnologías. Tanto para la elaboración —fue el primer músico español que me habló del drum and bass— como para la difusión; incluso puso en marcha un portal para creadores de todo tipo, que apenas duró dos años. Las reglas del juego habían cambiado… hacia peor, creía. Apreciaba, en abundantes nuevas bandas, un descuido del sonido, un desprecio por lo que podía aportar oídos experimentados, una incomprensión de la labor del productor.

En contra del estereotipo, se podían contar con los dedos de las manos los músicos «movidos» que venían de la clase alta madrileña. Enrique se definía como «chico de barrio». Miembro de una familia numerosa, creció en las calles de Moratalaz y rompió las expectativas paternas al dejar los estudios por la guitarra. Estaba orgulloso de traer dinero a la hucha familiar desde los 14 años.

Sabía de las incertidumbres del oficio de músico. Durante largo tiempo debió abandonar Radio Futura, aquejado de la dolencia que finalmente resultó fatal. Los hermanos Auserón buscaron llenar su hueco con diferentes guitarristas pero era difícil calzarse las botas de Enrique. En cuanto se lo permitieron los médicos, retomó las giras y las minuciosas investigaciones que distinguían al grupo.

Los enemigos, generalmente sobrevenidos, de la movida, tienden a enfatizar la ansiedad por «pillar» de sus protagonistas. Es cierto que muchos se desgastaron con tanta publicidad, tantos contratos institucionales, tanta lealtad a las radiofórmulas. Pero Radio Futura mantuvo un ejemplar planteamiento ético. Se querellaron por una utilización torticera de un título suyo, rechazaron la identificación de música pop con bebidas burbujeantes, se separaron en lo alto de su popularidad.

Si se me permite, hasta fueron demasiado honrados al proclamar su ruptura. No obedeció a una situación de imposible convivencia interna, como suponemos que ocurrió con Nacha Pop o Mecano. Llevaban además una extraordinaria racha de aceptación pública que justificaba cierto optimismo ante sus proyectos personales. Y latía la necesidad de bajarse de un caballo que galopaba sin atender a las riendas: prefirieron rebajar la presión, disminuir la presencia, ralentizar el ritmo.

Algunos pensábamos que se arriesgaban mucho al anunciar una decisión tan tajante. Hubiera sido más precavido desarrollar su actividad en solitario y mantener abierta la posibilidad de un retorno. Pero su compromiso de pasar página era tan absoluto que no concebían esa contingencia. Hasta que la marca «Radio Futura» cayó en manos de uno de los fundadores del grupo, ajeno a la evolución del proyecto tras el elepé de estreno, Música moderna (1980).

Aquel pionero barajó incluso activar una versión de Radio Futura con músicos desconocidos. Sierra, los Auserón y la discográfica BMG entraron en acción y tuve la oportunidad de asistir a un juicio esperpéntico, no exento de melancólicas ironías. Aunque parezca improbable, ellos manifestaban cariño por su excompañero y estaban dispuestos a hablar sobre las viejas cintas de ensayos y directos que atesoraba, tan alejadas de la música que ellos forjaron en los ochenta. Ganaron, pero no lo celebraron.

KIKO VENENO, GUERRILLERO

Conocí a Kiko Veneno allá por 1978. No se cortó: sin preliminares, me dio un sablazo, «tengo que comprar cuerdas nuevas para la guitarra». Sentí algo parecido al pánico: había bajado a Sevilla al frente de un equipo numeroso de TVE, pretendiendo grabar al grupo Veneno para Popgrama, y el cabecilla ni siquiera tenía su instrumento en estado de revista. Pero yo mismo no estaba muy legal: esa misma noche, entretenido en dulces afanes en la cama, dejé que se inundara mi habitación de hotel. Quiero creer que ambos, Kiko y un servidor, nos hemos hecho personas más responsables.

Estamos en 2010 y la noticia escueta dice así: Kiko Veneno tiene nuevo disco, distribuido por Warner. Pero aquí hay elementos novedosos. Diez años atrás, Kiko se rebeló contra la gran industria musical y creó su propio sello, Ele Música: «Soy dueño de mis discos y pacto su distribución con quien se interesa». El anterior, El hombre invisible, salió en 2005 y el periodo de elaboración de Dice la gente, «lento, incluso para mí», obedece a asuntos enojosos.

Primero, Kiko sufre la enfermedad de Raynaud, que convierte tocar la guitarra en un sufrimiento: «No me quejo, aunque el homeópata me haya quitado todo lo que me gusta». Hubo además un falso comienzo, con su viejo compadre Raimundo Amador. «No hubo entendimiento y no diré más. Pase lo que pase, él me hizo artista. Yo compuse un par de cosillas y Raimundo metió su guitarra. Fue un deslumbramiento total: aquello podía ser arte, si le echaba trabajo. Su ejemplo mismo me transformó: alguien que dominaba los códigos flamencos pero, tras escuchar a Hendrix, buscaba una expresión personal».

Con Raimundo y Rafael Amador, Kiko debutó en 1977 con Veneno. Treinta años después, se congratula al comprobar que prospera un rock genuinamente venenoso, de espíritu trasgresor y lenguaje directo: «Cuando escuché a Los Delinqüentes, se me erizaron los pelos del alma. Llegó luego Jairo Muchachito y mi alegría fue completa. Cuando nos juntamos, siento que todo ha valido la pena».

Conviene recordar que, durante los ochenta, Kiko malvivió de la música y sacó adelante a su familia trabajando de funcionario. «Mi máximo vendedor fue Échate un cantecito, en 1992. Actuamos mucho y esperaba un buen pellizco de la SGAE. Me dieron 40 millones de pesetas. Luego hablé con Pascual González, de Cantores de Híspalis. Él se llevó 100 millones y ahí entendí que, incluso con mis canciones más accesibles, yo nunca iba a ser lo que se dice popular».

No hay acierto sin castigo. Kiko invirtió parte de lo ganado en comprarse una parcela en Valencina (Sevilla), y construirse una casa. «Aquello se convirtió en una urbanización y nos encontramos conviviendo con gente maja, pero, también, con insignes representantes de la era del pelotazo. Un día te despiertas y descubres que el enemigo te ha rodeado. Nada bueno si tu alimento es la cultura callejera. ¿Ahora? Si pudiera, me iría a la costa, adonde pudiera comer lo que pesco y lo que cultivo».

Sí, también cultivaría marihuana. El nuevo disco incluye «La rama de Barcelona», una rumba dedicada al movimiento del autoabastecimiento. «Creo en el consumo responsable; el cultivo propio echa fuera a las mafias. Detesto la cocaína, que tanto ha dañado a la música. No solo te fastidia las cuerdas vocales, te convence de que lo trivial es genial. Hasta le tengo más consideración a la heroína: hay docenas de jazzmen —y algunos flamencos— que han demostrado que se puede crear con los opiáceos. Yo soy de la generación del LSD, que usas en una época y te proporciona grandes enseñanzas, es una iniciación a los misterios de la vida».

Dice la gente es una autoproducción de Kiko: «La primera vez que dirijo un disco mío. Tampoco hay tanto misterio: desde que grabamos Veneno sé cómo debo tratar mi voz. Luego, debes tener un equipo humano pequeño y un estudio que suene bien». No se lo pierdan: junto a la joya que le da título, aparece una insólita adaptación de Leonard Cohen y una de sus celebradas «canciones cívicas», «Andalucía». «Además, hay bastante aire africano. Mi mayor frustración ha sido no poder pasar una temporada en Bamako: con los secuestros, te disuaden de ir a Malí».

FITO CABRALES, EL ROCKERO CORRIENTE

Es… otro rollo. La primera vez que entrevisté a Fito, acudió a buscarme al aeropuerto de Bilbao (cuando anochecía, me devolvió al mismo lugar). Eran fiestas en la capital vizcaína y buscamos una terraza; el único restaurante que tenía mesas libres era un establecimiento taurino, repleto de aficionados. Parecería un lugar remoto, un refugio para un «rockero de base» pero demasiada gente le identificó: Fito no dejó de firmar autógrafos y hacerse fotos; apenas pudo comer. Un acoso implacable y, sin embargo, no vi un mal gesto ni la mínima protesta.

Ahí le tienen, más chulo que un ocho. Fito Cabrales (Bilbao, 1966) no da el tipo de superstar, pero en España no hay ahora mismo un solista de rock capaz de llenar polideportivos en un abrir y cerrar de ojos. Ha emprendido una gira de cien conciertos y, de momento, todas las actuaciones han colgado el «no hay entradas». El público sabe lo que le espera: un bilbaíno modesto que parece asombrado de convocar multitudes, un chaval de la calle que hace chistes simples cuando para de tocar, un rockero peleón que no intimida a nadie.

«¡Son las canciones, estúpido!». Exacto: las de Cabrales son canciones menos sencillas de lo que parecen, pero que van directas a las partes sensibles. Poesía sin pretensiones que no desentona en la barra de un bar. Estribillos pop que se mueven por la mítica Ruta 66. ¿Algo que alegar, Fito? «No, siempre me ha gustado más el rock americano que el inglés. Es como más natural, menos pijo». Aclara que, de aquel inmenso país, le interesa exclusivamente la música: «No he pasado de Nueva York. Y cuando voy allí no hago turismo: visito las tiendas de guitarras, que tienen maravillas… a unos precios que acojonan. Podría permitírmelo, pero me da pudor gastarme cinco millones de pesetas en una Fender clásica».

Un chico de la clase trabajadora tiene esas rémoras, explica. «Mis padres estaban en la hostelería, tuvieron cafeterías, bares y puticlubs. En Laredo, en Benalmádena, pero sobre todo en Bilbao. Unas veces las cosas iban bien, y otras solo daban para ir tirando. Yo también he estado en el negocio y sé lo que cuesta ganarse un duro. Así que no me doy muchos caprichos. Fíjate lo tarado que soy: me compro revistas de coches y babeo viendo algunos modelos. Pero el único capricho fue comprarme una Harley; cuando me subo, parezco la Hormiga Atómica». Sabe burlarse de sí mismo: «Soy como una Fender, un instrumento feo que parece una chapuza, pero que puede tener magia».

Adolfo Cabrales entró en la música un poco por casualidad. Había estudiado formación profesional, sufrió una mili dura y a la salida se encontró perdido, otro veinteañero en busca de guion. Ingresó a finales de los ochenta en Platero y Tú, un grupo bilbaíno de rock urbano, más cercano a Leño que a Kortatu. De forma natural, Fito se encontró al frente, tocando la guitarra, cantando y componiendo la mayoría del repertorio, generalmente en compañía del otro guitarrista, Iñaki Antón.

Los títulos de los primeros discos, Burrock’n roll o Voy a acabar borracho, son reveladores. «La verdad es que en Platero aprendimos el oficio ante el público. Esos discos que mencionas ahora me suenan horrorosos. Para el tercero, Muy deficiente, ya pudimos incluso grabar con Rosendo y fue una revelación: quedamos con él en una cafetería y nos hizo esperar mientras fumaba un cigarrillo tras otro, “todavía no tengo voz”. Nos costó aprender a hacer discos. ¡Ni siquiera nos salían portadas decentes! Bueno, en 1993, para Vamos tirando, entró [el fotógrafo] Javier Salas, que sigue conmigo, sacándome más persona de lo que soy en realidad».

El grupo fue adquiriendo fama y consistencia fuera del radar de los medios. «Nunca estuvimos de moda. Hacíamos lo que nos salía y ya está. Recuerdo que fuimos a Cuba y allí nos decían que éramos una banda de blues, primera noticia para nosotros. De Cuba tengo recuerdos bonitos y feos. Estábamos paseando con unas chavalitas y cayó uno de esos chaparrones de allí, que te dejan calado hasta los calzoncillos. Fui al hotel con una de ellas para prestarle una camiseta, era tan pequeña como yo. No se trataba de follar, lo juro, pero no la dejaron subir, aunque estaba tan empapada como yo. Encima era mulata y la miraban mal. Ahora lo pienso y me indigno: a mí, si en mi propio país no me dejan subir a un hotel, vamos, es que vuelvo esa noche y lo prendo fuego».

Platero y Tú alcanzó la apoteosis de popularidad al hermanarse con Extremoduro, cuando el áspero grupo de Robe Iniesta fue descubierto por el gran público con Agila. «Para muchos fans, eso fue nuestra perdición: en algunos conciertos ya no se sabía dónde terminaba Platero y dónde empezaba Extremoduro. Pero yo no tengo más que admiración por Robe, estar al lado de un genio te hace crecer. Sus letras son hasta hirientes, pero los sentimientos los puede entender cualquiera. Parece un bárbaro e igual es más romántico que yo».

Iñaki Antón se convirtió en la mano derecha de Iniesta y Platero perdió fuelle. Cabrales montó un grupo paralelo, Fito & Fitipaldis, «exclusivamente para tocar en los bares. El título del primer trabajo, A puerta cerrada (1998), hace referencia a eso: era una cosa para amiguetes, sin guitarras eléctricas. El disco se hizo de un tirón, dejando las imperfecciones». Digamos que Platero y Tú facturaba canciones de marcha, cohetes para el sábado por la noche; Fitipaldis ofrecía cura para después de la resaca, confesiones de vulnerabilidad y momentos de arrepentimiento. ¿Modelos? «Yo escuchaba a Enrique Urquijo y me pegaba muy adentro».

Sin trauma aparente, Platero se extinguió y Fitipaldis despegaron. «No hubo una gran bronca, fue más el desaparecer de la ilusión. Platero funcionaba un poco por inercia, arrastrado por el negocio. Yo fui quien insistió para que grabáramos el último disco, quería demostrar que todavía había algo que contar cuando todos nos daban por muertos».

Canciones fitipaldescas como «Rojitas las orejas», «A la luna se le ve el ombligo» o «Soldadito marinero» hicieron el milagro: por fin, Fito vio entre su público a un creciente contingente femenino. «Y eso es bueno, hasta musicalmente. Si lo que tienes delante es una tropa mayoritariamente masculina, se tiende a hacer el borrico. Cuando hay mujeres, cuidas más las maneras. Te puedes mostrar más sensible, más parecido a la persona de fuera del escenario».

Viniendo del territorio del rock duro, la propuesta de Fito chocó: «Hay músicos que tienen que mantener a todas horas esa pose de machos cabríos, no pueden reconocer que les conmueve una ranchera o un pasodoble. Fitipaldis nació en los bares, y eso nos dio mucho margen. Podía hacer un tema de Los Rebeldes y nadie se molestaba. Aunque seas un militante del rock radikal vasco, tu cuerpo se va a alegrar con un rockabilly bien tocado. Lo mismo con las baladas de Los Secretos. Pero mi misión no era abrir mentes, se trataba de explicar: “Así soy yo, esto es lo que me gusta, lo que escucho en mi casa”».

Con Fitipaldis, Fito se graduó: pasó de los antros de rock a los teatros. «Tocar allí son palabras mayores. Al principio me intimidaban. La gente viene a escucharte y no hay distracciones, ni alcohol, ni charlas ni ligoteo. Entonces es cuando admiras a tipos como Joaquín Sabina, que no solo cantan temas con letras larguísimas, sino que además entretienen al personal. En comparación, yo soy un soso».

Coincidiendo con la ascensión al estrellato, la existencia de Fito empezó a descarrilar. Pudo comprarse la casa de sus sueños en Gorliz, mirando al mar. Arriba vivía con su mujer y sus dos hijos; en el garaje tenía el local de ensayo con estudio de grabación. «Fue como instalar la guarida del lobo sobre el gallinero. Yo entraba allí con mis músicos, se despedían y, cuando volvían al día siguiente, todavía seguía tocando. ¿Qué me pasaba? Una combinación de mi obsesión por la música y, claro, las torrijas que pillaba. Y si salíamos a un bolo era peor. La fiesta empezaba cuando íbamos a recoger el equipo e igual seguíamos de mambo hasta la noche del día siguiente. Voy a decir la verdad: podía tirarme hasta tres días sin comer ni dormir».

El combustible era el speed, bien regado con alcohol. La vida familiar se fue al carajo y los compromisos profesionales comenzaron a resentirse. «Me interné o me internaron, que cuando vas de anfetaminas las cosas no están claras. ¿Que si era consciente de la gente que se había quedado por el camino? Sí que me impresionó tratar un día a Enrique Urquijo y ver lo tocado que estaba, que había alguien siempre a su lado para controlarle. Pero es ahora cuando lo pienso y digo: “Yo no quiero terminar así”».

Sumergido en la desoladora realidad de un centro de rehabilitación, Fito relativizó sus desdichas: «Yo no era un enfermo de verdad, comparado con las anoréxicas o los que venían del caballo. La verdad es que tampoco fui tan destroyer como tantos tipos que he conocido, músicos o no. Me di cuenta de que podía, que debía volver a mi profesión. Al principio salía con mucho miedo y con ayuda química: me tomaba unas pastillas que, si bebes alcohol, te pones a morir. Hasta que un día fui a un restaurante italiano y me pedí un postre estupendo que, luego descubrí, llevaba bastante licor. Me entró tal angustia que allí mismo decidí dejar de tomar la píldora. No quiero renunciar a mi libre voluntad».

Habla con cariño del equipo médico que le trató, aunque no coincida con sus análisis: «Conocí a varios psicólogos y terminé con uno que no me lanzaba sermones. Estaba empeñado en que andaba traumatizado por el divorcio de mis padres, algo que no comparto. Sí me enseñó que debo separar las sustancias del trabajo: “Si quieres meterte algo, hazlo después de currar”. Antes no podía actuar o grabar sin ponerme una raya y un copazo. Según él, había dos Fitos: el buen padre de familia y el que se atreve con todo después de colocarse. Ahora hay un solo Fito… ¡creo!».

Recuperado, Fito se lanzó a la vorágine unos días después de salir de la clínica: una gira que le ocupó de noviembre de 2003 a febrero de 2005, donde pudo comprobar que «podía funcionar sin la muleta de las drogas». Vivir para contarlo fue el disco que reflejó aquella época, grabado en las fiestas de Bilbao ante una alborotada masa cercana a las 100.000 personas. Ya era un fenómeno comercial —200.000 copias de Lo más lejos, a tu lado— y por la cabeza le rondaba el deseo de subir peldaños creativos.

Cambió de productor: de Iñaki Antón, inseparable desde los tiempos de Platero, a Joe Blaney, estadounidense con un gran currículo y conocido en España por sus labores al lado de Andrés Calamaro. También modificó casi todo Fitipaldis, llamando a músicos que sudaron al lado de Quique González o, de nuevo, Calamaro. Quiere puntualizar esos relevos: «No se trata de que unos sean mejores que otros. Lo que ocurre es que no quiero un grupo donde todos tengan algo que decir sobre la música o las decisiones del bisnes. Que aporten lo que puedan, sí, pero no que todos opinen sobre todo: ya tuve demasiada democracia asamblearia con Platero. Además, deben ser personas muy templadas, que aguanten el tirón de estar en la carretera muchos meses».

Aquí no vale el tópico del triunfador ingrato. Mucha de la gente que acompaña a Fito en la actual etapa dorada, del representante al chofer de la furgoneta, son antiguos compañeros de andanzas. Una curiosidad: ¿se han implantado reglas para evitar que el jefe recaiga? En grupos hoy sobrios, como Aerosmith, es motivo de despido el que un empleado use drogas o alcohol. Fito se indigna: «Eso es muy facha. Aquí, cuando termina el show, que cada uno se ponga lo que quiera. Lo que sí noto es que los visitantes al camerino se esconden si quieren hacerse una raya, ¡y yo me parto el culo! En realidad, los míos son músicos curtidos, que tienen mi edad y están de vuelta. Ni yo mismo me aplico lo de la tolerancia cero. Me tomo algún chupito y he descubierto el café irlandés; si necesito relajarme, me fumo uno de esos porros homeopáticos, que solo llevan un lunar de hachís».

Una pausa para reflexionar: «Por mí mismo, seguiría sin moderarme. De no haber tenido hijos y unas familias que dependen de mis actuaciones, es posible que no hubiera dejado mi vida anterior. Marisa, mi novia actual, me conoció cuando ya estaba limpio y enseguida se dio cuenta de que yo no estaba totalmente convencido de que este fuera el mejor camino. Bueno, ¡todavía tengo dudas!».

PALABRAS MAYORES: SABINA Y SERRAT

Preparar una colección de disco-libros de Serrat y Sabina resultó una experiencia aleccionadora. Joaquín, tras conceder una entrevista tan generosa como es habitual, se desentendió del proyecto: se le enviaban previamente los textos, pero, dado que nunca comentó nada, imagino que no se tomaba el trabajo de leerlos. Todo lo contrario de Joan Manuel: regularmente, llamaba para puntualizar afirmaciones, corregir expresiones e incluso discutir informaciones («pero ¡si lo pone en tu página oficial!»). Aunque ocasionalmente llegáramos a conversaciones encrespadas, prefiero el modelo serratiano: el creador preocupado por la presentación de su obra.

El yin y el yang. El agua y el aceite. El santo y el diablo. El apolíneo y el dionisiaco. Muchos connoisseurs dirían que Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina son, olvidando su reconocida afinidad personal, musicalmente incompatibles. Sin embargo, también tienen en común un enojoso problema de percepción: nos hemos acostumbrado tanto a ellos que tendemos a olvidar lo esencial, lo que les hizo grandes en nuestro corazón colectivo. Forman parte del paisaje sentimental del país, y quizá no valoramos que son artistas en activo, que requieren ser escuchados con oídos limpios.

Serrat lleva tiempo lamentando —a su manera, con socarronería— la relativa invisibilidad de sus últimos lanzamientos discográficos. El Nano tuvo una racha tan fértil entre 1965 y 1975 que su obra posterior ha quedado ensombrecida. No vale aquello tan chistoso de «contra Franco creábamos mejor»: Joan Manuel ha mantenido una producción regular, un disco cada año y medio. Aún más onerosa es su imagen pública, tan extraordinariamente positiva. La paradoja consiste en que Serrat tiene dimensiones de paradigma moral. La voz sensata, la picardía suave, la coherencia ideológica: es el demócrata ejemplar que cae simpático a todo bien nacido. ¿Y dónde queda el músico? Llegado a un punto de popularidad, en España te llaman de las televisiones, pero para que participes en un debate o en un programa deportivo, por la penosa razón de que no hay espacios musicales donde se pueda cantar en directo.

Para preparar la reedición de parte de su obra discográfica a través de El País fue necesario repasar su amplia bibliografía y centenares de entrevistas, reportajes, perfiles, críticas, etcétera. Se constata que casi todos los textos rebosan cariño y admiración. Nos enteramos de que fue un evidente opositor a la dictadura, que atraía a las damas, que ejerce de hincha del Barça, que dirige una bodega, que es venerado en América. Pero quedan enormes huecos en su retrato musical.

Un ejemplo fácil: apenas se ha entrevistado al pianista Ricardo Miralles, su mano derecha. Lo mismo con su etapa italiana. En Milán se grabaron muchos de sus primeros discos, pero apenas nadie se había preocupado por investigar en aquellas sesiones decisivas. El raro placer de pisar territorio virgen: se habló con el músico Gian Piero Reverberi, responsable de dar forma a canciones memorables de Mediterráneo, y también con los demás colaboradores, de Juan Carlos Calderón a Miralles.

La selección de las fotografías también aportó revelaciones: el primer Serrat era estéticamente toda una pop star, un muchacho guapetón que seguía la moda en melenas y ropas. Lo cual no minimiza su obra, sino todo lo contrario: podía haber seguido la vía convencional, explotando sus encantos; sin embargo, retó tanto al régimen franquista como a la industria, apostando por desarrollar una carrera bilingüe y musicando los versos de poetas incómodos.

No es pequeña hazaña que los poemas de Antonio Machado, Miguel Hernández o Mario Benedetti se hayan universalizado con su voz. A modo de bumerán, los hallazgos poéticos de Serrat reverberan en textos de escritores de todo pelaje. Hasta Benedetti citó a Sabina en el inicio de un poemario: «Más vale que no tengas que elegir / entre el olvido y la memoria».

Con Sabina también se alteran las prioridades: la sombra del personaje escandaloso oculta al artesano de canciones. En realidad, aquí los árboles tapan el bosque. Joaquín es un alud verbal: se explaya regularmente en entrevistas, libros, sonetos; en otros tiempos, hasta ejerció de tertuliano. Creemos saberlo todo respecto a sus amores, sus vicios, sus opiniones, sus orígenes, sus aventuras. Es tan impúdico que su quehacer creativo se hace transparente, como si su arte brotara mágicamente.

Su gusto por la frase lapidaria y el gesto tronante ha terminado por laminar lo esencial: su devoción por la canción. Aunque también esculpe músicas con la guitarra, Joaquín dedica la mayor porción de sus energías a las letras. Cada texto suyo es pulido cien veces, ante la desesperación de sus asociados. En sus palabras, «yo no termino los discos, me los quitan de las manos». Para la música, ha sabido convocar a un batallón de talentos: desde los leales escuderos Pancho Varona y Antonio García de Diego hasta cantautores como Pablo Milanés, Hilario Camacho, Pedro Guerra, Aute, Carlos Varela, Caco Senante o Javier Batanero, sin olvidar rockeros tan heterogéneos como Ariel Rot, Manu Chao, Álvaro Urquijo o Fito Páez.

Frente a su imagen de supremo vividor, la constatación de que Sabina ha mantenido con mínimas interrupciones el más asombroso taller de canciones de la música popular en español de las últimas décadas. Una fábrica donde se experimenta constantemente: hay letras que se han engarzado sobre dos o más músicas; la misma música puede acoger letras muy diferentes. Llegado el momento de elegir la que se va a editar, no se aceptan las motivaciones espurias: se sabe que muchos artistas nacionales matan por firmar como autores, con el ojo puesto en las liquidaciones de la SGAE, aunque su aportación haya consistido en cambiar un adjetivo. Sabina es generoso a la hora de repartir esa tarta. Pero le honra aún más su perfeccionismo y la pasión por materializar la mejor canción posible. Una obsesión que enriquece nuestras vidas.

LA BEBE RESABIADA

Abundan los colegas que echan pestes cuando se encuentran con alguien que ignora las convenciones de las entrevistas promocionales. No es mi caso: enfrentado con una figura que se muestra hostil, me esfuerzo en mantener el cuestionario, buscar el resquicio, conservar la cabeza fría. Estoy agradecido: el antagonismo genera una tensión que se cuela en la trascripción. Son finalmente entrevistas que el lector agradece.

La organización de esta entrevista no ha sido sencilla. Bebe requería un lugar donde pudiera fumar, el periodista necesitaba, además, un espacio tranquilo para que el tête à tête se desarrollara con cierta intimidad. Convenía también contar con un equipo para mostrar su nueva música. Así que hemos terminado en el hotel Emperador, pura Gran Vía madrileña, cuyo personal es cordial y habituado a la farándula. Estamos, nos informan, en la misma habitación que sirvió de suite nupcial para Alaska y Mario Vaquerizo, un detalle que divierte a Bebe: «Bueno, qué barbaridad de glamour».

Lo de la intimidad no va a poder ser. El representante de su discográfica se aleja discreto, pero La Puri se sienta a la vera de Bebe, la mirada recelosa clavada en el periodista. Purificación Mora es una amiga íntima de Bebe, reconvertida en secretaria personal de la cantante durante sus siete años de vida pública. Y ahora ejerce de mánager. Una novedad significativa: ya no está Ignacio Cubillas, alias Pito, uno de los más carismáticos e inteligentes representantes de artistas del showbiz español, motor en las carreras de Héroes del Silencio o la saga Pegamoides-Dinarama-Fangoria.

Como un nuevo Ícaro, Pito se quemó espectacularmente en los noventa y cayó al pozo. Se rehabilitó a tiempo de tomar el timón de la nave Bebe en 2004, evitando que la artista encallara en los tiempos enloquecidos, cuando una fama enorme y equívoca cayó sobre ella, escasamente preparada para un abrazo tan abrasivo. Hoy, Bebe prefiere no comentar su ausencia. «Lo que menos me gusta de las entrevistas es dar explicaciones sobre cosas que solo me conciernen a mí. A Pito le di mis razones y las aceptó como un campeón».

Sospecho que muchas de las historias más reveladoras sobre un artista están en su política laboral, en sus pactos con el negocio de la música. Pero esa vía está hoy cegada. Bebe es de esas raras figuras que saben mantenerse en silencio, sin ponerse a parlotear para tapar un bache en la conversación, capaz de responder a una cadena de preguntas con otros tantos gestos intraducibles. Además, ha venido con todas las prevenciones posibles: «No me gustó la anterior entrevista que me hiciste. Entraste y no me miraste a los ojos». Caramba: ¿tanto cuesta concebir que alguien se sintiera intimidado por la belleza de una Bebe veinteañera? «¡Yo no me sentía bella!». Le hago ver que se sometía a gusto a largas sesiones de fotos, enseñaba los pechos, parecía latir un narcisismo exhibicionista. «Pues yo era un saco de huesos».

Mentira. Bebe es inmensamente fotogénica, aunque lo intente esconder. La portada del nuevo disco, Un pokito de rocanrol, el tercero, contiene un retrato perteneciente a una sesión particularmente favorecedora, pero ella ha tapado su cara con la calavera de un bóvido. ¿Doctor Freud? Sale rápidamente por la tangente: «Es una foto que tomé yo en Nueva Zelanda». ¿Qué hacía en las antípodas? Mueca enigmática. En otros tiempos, reconoce, le gustaba escaparse sola, a veces con su furgoneta, bautizada la Quinquillera. No cuenta detalles, aunque intento azuzarla con la distinción entre «viajeros» y «turistas» de la que alardeaba Enrique Bunbury, antiguo compañero de discográfica. Tajante: «Se puede tener espíritu viajero y llevar una Visa Oro».

Retrocedamos a la vorágine del fenómeno Bebe. Ella aceptaba encantada las sesiones de moda. El rumor decía que Bebe —o su gente— insistía en llevarse para casa algunas de las prendas con las que la vestían. Algo fácil de entender: eso de que te traigan toneladas de ropa prestada debe de despertarte el deseo de rescribir el cuento de la Cenicienta. Bebe se ríe, Puri abre mucho los ojos. Tema cerrado.

Frente a esa imagen de cantante kamikaze que algunos han intentado transmitir, Bebe parece tener una mente precavida para el negocio. Admira a hormiguitas como Acetre, grupo de folclor extremeño, cuyos miembros se dedican a oficios más o menos convencionales y aprovechan los fines de semana y las vacaciones para cultivar la música. Son, además, los propietarios de sus masters, lo que explica que saquen ediciones tan cuidadas de sus discos. «Lo peor del mundo de la música es que muchos entran esperando que alguien les toque con la varita mágica y les haga famosos. Son seguramente los mismos que firman un contrato de grabación sin que un buen abogado revise las cláusulas. Yo he sido muy cauta, lo he mirado todo por arriba y por abajo. Mi padre me decía: “Está bien que te preocupes, hija, pero disfruta también de cada cosita que vas haciendo”. Nunca he creído en los cuentos de hadas, siempre los he leído como metáforas».

Se beneficia Bebe (Valencia, 1978) de una familia extensa: los padres y algunos de sus cuatro hermanos tienen experiencia musical. «Siempre han estado apoyando, junto con los primos y los amigos. No se cortan en decirme lo que piensan, incluso en reñirme si creen que me he pasado». Particularmente, cree en la prueba de la lavadora. Otra metáfora, advierte: «Te compras un vestido y puede parecer maravilloso, pero tienes que lavarlo, ponerlo a secar, dejar que se airee y luego plancharlo. Entonces ves si te vale de verdad o si tiraste el dinero».

Bebe también tiene una familia nuclear. Forma pareja con Álvaro, que trabaja en la música en directo, y en 2010 llegó una niña, Candela. De su compañero no habla, pero sí de su criatura. Mejor dicho, del impacto que supone ser madre: «Todo se relativiza, pierde importancia. No voy a perder ni un minuto con Facebook o Twitter mientras Candela me necesite. Además, se habla de criar a los niños, pero ellos también nos educan. ¡Hasta en lo musical! Empiezas a indagar en discos infantiles y encuentras maravillas como Cantajuegos y programas didácticos que hasta encantan a los mayores».

Ella manifiesta pasión por Pesadilla en la cocina, el falso reality show de Antena 3 donde el chef Gordon Ramsay acudía al rescate de restaurantes con problemas. «Aparte de que yo sea muy cocinillas, ofrece soluciones para negocios asfixiados, de cualquier tipo. Si los jefes de la industria musical lo hubieran podido estudiar, seguro que no estaban en el desastre de ahora mismo».

Ay, la crisis del modelo discográfico. ¿Puede Bebe entender las reacciones de otros artistas? Mientras algunos regalan todo lo que graban, se supone que Manu Chao acumula media docena de discos que se niega a editar, ante la evidencia de que serán pirateados y apenas generarán plusvalías. Ella evita especular sobre las motivaciones de Manu: «El negocio ha cambiado y habrá que amoldarse, crear nuevos modelos. Siempre hubo y siempre habrá música, gente que necesita expresarse y comunicarse. El inconveniente es que ya no se puede mercantilizar como antes. No se ganan tantas perras, pero seguimos siendo unos afortunados. Claro que si te acostumbraste a volar en business, ahora te sentirás incómodo en turista».

Ella pilló la cola de la etapa de vacas gordas, al vender casi un millón de copias de su estreno, Pafuera telarañas (2004). Aquí divergen las opiniones: unos creen que ese éxito fue el fruto de un trabajo lento, muchos años forjándose como cantautora en locales pequeños, y otros argumentan que la muchacha nació con una flor en el culo. Bebe cree que sí: «Me acompaña una estrella, soy una persona muy afortunada en todos los sentidos. ¿Quieres ejemplos? Julio Medem y José Luis Cuerda me llamaron para hacer cine, y me agarraron en el momento perfecto, eran papeles pequeñitos y yo estaba un tanto saturada de música. El verano pasado me llamaron para una película muy apetecible, pero no pudo ser, yo estaba totalmente centrada en el disco, que es mi prioridad».

Como casi todos, tengo una teoría sobre el fenómeno Bebe, su inmensa aceptación inicial y los ataques que ahora sufre. Cuando apareció «Malo», era una canción impactante y políticamente correcta que coincidía con la preocupación social por el maltrato y la violencia en el seno de las parejas. Bebe se ganó el aplauso enfervorizado del matriarcado mediático, ese conglomerado de presentadoras de radio y televisión, columnistas y tertulianas, periodistas y estrellas del photocall. Con el tiempo, estas damas descubrieron que Bebe no encajaba en su fantasía de la cantautora moderna y concienciada. Si llegaron al final de su segundo disco, Y. (2009), seguramente enrojecieron con «Uh, uh, uh, uh, uh», donde ella relataba una relación sexual con dos hermanos.

Bebe tendía a destaparse sin que lo exigiera el guion, y eso no lo hace una señorita. Y supuestamente soltaba barbaridades que sonaban aberrantes a los oídos de ese clan de opinadoras profesionales. Como aquello de que iba a seguir fumando, aunque estuviera embarazada. Hoy, Bebe rechaza la mayor, y hasta La Puri sale de su mutismo: «Fue en Las Vegas, en la entrega de los Premios Grammy de 2009. Fundieron dos declaraciones suyas diferentes, la noticia de que estaba encinta y otra pregunta sobre la ley antitabaco».

Eso confirma mi sospecha. Que después del entusiasmo generado por «Malo», esas señoras comprendieron que no era la artista neofeminista que ellas esperaban y afilaron la guillotina. Lo ocurrido a partir del 29 de noviembre de 2011 merece analizarse. Esa noche, Bebe presentaba un adelanto de su próximo disco en una sala madrileña. Un showcase, como se dice en la jerga del negocio. Cuatro canciones en directo y una rueda de prensa. Quizá su discográfica no le había explicado bien el ritual de esa segunda parte y Bebe reapareció incómoda en el escenario. Soltó algunas expresiones que, para alguien no habituado al lenguaje callejero, podían sonar groseras.

Al día siguiente, un montaje intencionado de fragmentos del acto convertía una anécdota en un escándalo nacional. Bebe fue vapuleada en los grandes medios, sin piedad y sin atender al contexto. Simultáneamente, se formó una de esas turbas ansiosas de linchamiento que caracterizan la actual Internet. Leer los comentarios generados en los foros permite descubrir no solo el oportunismo de esos rectos ciudadanos que solo esperan una orden para lapidar a quien corresponda, sino también la profundidad del rechazo que despierta una mujer que va por libre. Me temo que ni Bebe ni su entorno profesional tienen suficiente cintura para plantearse un ejercicio de limitación de daños. Ella solo ha extraído una enseñanza del episodio: «¡Cuánto odio hay en el mundo!».

Lo más odioso, añade, fueron las comparaciones con Amy Winehouse, en la que tantos necios creían ver una fantoche que vendía una imagen pública de drogada. «Yo admiraba a Amy. Fíjate, estaba haciendo la compra cuando oí a unas clientas hablando de ella y me enteré de que había muerto. Se me partió el corazón». Por lo visto, nadie ha aprendido: se decidió que Amy era una víctima de las drogas ilegales, y luego resultó que fue fulminada por una bebida que puedes adquirir en cualquier supermercado. Bebe se pregunta cuánta responsabilidad de los medios británicos hay en esa tragedia, si sus teléfonos y los de sus asociados estaban pinchados, como era práctica común entre los tabloides londinenses.

«Esos periódicos son lo peor, igual que aquí algunas televisiones». Bebe pasó unos días en Londres, explorando la posibilidad de contar con el guitarrista de Roxy Music como productor: «Phil Manzanera me ayudó a ponerme en la onda de hacer canciones nuevas, pero musicalmente no me estimulaba. Podía haberme hecho un disco muy bonito, pero yo no quería eso. Llevaba cinco años trabajando con Carlos Jean y necesitaba renovación». Encontró la solución en los Studios Ferber, al norte de París. Para cinéfilos y mitómanos, el estudio de grabación que aparece en la película Gainsbourg, vida de un héroe.

Habla encantada de su trabajo con el productor Renaud Letang, que ha dado forma a Un pokito de rocanrol: «Les llevé lo mínimo, esbozos de canciones que consistían en una voz y un ritmillo que yo hacía con las manos. Ni siquiera había guitarra. Todo grabado muy bajito, cuando hay un bebé durmiendo tienes que moderarte. Pero Renaud lo pillaba al instante. Toca varios instrumentos, pero es que encima tiene unos músicos inmensos, Vicent (Targer, baterista) y Ludovic (Bruni, guitarrista). No, nada que ver con Carla Bruni: Ludovic es un gitano francés que puede tocar lo que quiera, incluyendo flamenco».

Por lo que pude paladear, el sonido final es nervioso y menos maquinero de lo que parece, con sus buenas dosis de insolencia y grandes cuotas de sensualidad. Algunos listos han determinado que Bebe se acerca al territorio de M.I.A., la artista anglo-tamil, pero un servidor no ve nada parecido. Y Bebe tampoco: «M.I.A. me gusta, pero es muy densa, hace discos hiperproducidos, mientras que esto tiene mucho de espontáneo. Los músicos repasaban mis pobrecitas maquetas y querían saber de qué iban las letras. Gracias a que Renaud veranea en España y me sirvió de traductor».

Me impresiona saber que Bebe viajó sola al estudio de París: artistas españoles mucho más experimentados no se hubieran movido sin un cortejo de técnicos, instrumentistas y ayudantes. «No sé si ahora se podrían permitir esos lujos. De todos modos, yo lo prefiero así. Sola en una ciudad extraña, sin darme un respiro, ni una sola salida. Te la juegas, pero hay algo mágico en ver cómo unos garabatillos se transforman en música endemoniada». Puri confirma ese entusiasmo: «Nos llamaba de París y nos contagiaba una alegría inmensa».

Puri, La Puri, es más importante en esta historia de lo que parece. En 2001 presentó la maqueta de Bebe a un concurso de cantautores en Badajoz. «Y ella lo ganó. Eso fue más decisivo que todos los premios de Pafuera telarañas». Recuérdese que Bebe vino a Madrid para estudiar arte dramático, pero terminó gravitando hacia al circuito de la canción de autor. De hecho, en su currículo hay colaboraciones con Luis Pastor, Tontxu o Paco Bello. «No les miro en el DNI para ver si pone rockero o cantautor. Yo trabajo con personas, y si conectamos, me da lo mismo si tocan punk rock o hacen hip-hop».

Se entiende. Ella misma ha dedicado mucho tiempo de entrevistas a aclarar que no fue ni hippy ni perroflauta; tampoco punkarra, y muchos menos pija. «Veo en Internet que me inventan todo tipo de pasados. La verdad, me gustaría haber conocido tantas formas de vida… He tenido mis temporadas aceleradas, pero ni comparación con, no sé, Keith Richards. Estoy leyendo su autobiografía y me harto de reír con sus pasotes. De verdad, yo soy una ovejita».