MADONNA, PRINCE, MICHAEL JACKSON: LAS ÚLTIMAS MEGAESTRELLAS
Una coincidencia demasiado buena para desperdiciarla: tres de las mayores figuras del pop cumplían medio siglo en 2008. Podíamos creer que, desde sus imperiales alturas, los tres se ignoraban, pero era lo contrario: se vigilaban con fervor de paranoicos. Cabría afirmar que la desesperada apuesta por superar el récord de Prince en el O2 londinense fue finalmente la causa de la prematura muerte de Michael Jackson.
Quizá habrían preferido que la fecha pasara inadvertida. En el negocio de la música popular, viejo parece ser la palabra más fea: el de la edad es el flanco desprotegido, por el que llegan ataques triviales. Olvidemos esas mentes simplonas: cada uno envejece como mejor puede. Ni Madonna ni Prince parecen haber bajado su ritmo, dentro o fuera del escenario; el caso de Michael Jackson tiene otras peculiaridades, que desdichadamente le alejan de las giras regulares y los discos entregados con puntualidad. Aun así, Michael cuenta con un extraordinario capital: se trata de una de las personas más reconocibles del planeta. Y todos los desastres acumulados en los últimos 20 años, desde su reconstrucción física hasta sus crisis de liquidez, no oscurecen sus logros: seguramente, Jackson tiene más canciones universales que Madonna y Prince juntos.
En realidad, entre ellos hay más contrastes que coincidencias. Sí, se podría hablar de un origen similar: la América proletaria, clase media-baja. Ninguno de ellos nació con una cuchara de plata, aunque tampoco pasaron estrecheces. Todos crecieron en familias frágiles o problemáticas.
Prince Rogers Nelson vino al mundo en Minneapolis el 7 de junio de 1958. Hijo de un pianista de jazz y una cantante, la pareja se separó y Prince no congenió con su padrastro. Algo parecido, con respecto a la mujer que reemplazó a su madre fallecida, le ocurrió a Madonna Louise Veronica Ciccone, nacida el 16 de agosto de 1958 en un suburbio de Detroit. Madonna tuvo la desgracia de ser la mayor de una familia numerosa, una adolescente abrumada por tareas de persona adulta. Mientras que Michael Joseph Jackson fue el juguete de otra tropa de mocosos desde que se materializó en Gary (Indiana) el 29 de agosto de 1958. No le duraron mucho los mimos: Michael tuvo que lidiar con las ansiosas expectativas de su padre, que deseaba que sus hijos se hicieran un hueco en el mundo del espectáculo.
Y lo logró gracias a la potente maquinaria de Motown Records: Michael Jackson ya era toda una estrella cuando Prince y Madonna todavía iban a la escuela. Triunfó primero con sus hermanos, los dinámicos Jackson Five, y con su carrera paralela como solista a partir de 1971. En realidad, la experiencia vital de Michael es única. De crío conoció los locales más sórdidos de los barrios negros, donde los Jackson actuaban como una novedad, entre humoristas resabiados y veteranas damas del strip tease. Dicen que lo que allí vio, incluyendo alguna broma pesada de sus hermanos, le creó una fobia al sexo que puede explicar algunas de sus desdichas.
Estamos hablando de alguien que apenas tuvo niñez, alguien que ingresó a los 11 años en el olimpo de la fama y que nunca lo ha abandonado. Michael ha pasado cuatro quintas partes de su existencia en una burbuja dorada, y su conexión con el mundo real ha sido tirando a tenue. Todos sus actos parecen calculados para seguir escalando por la cucaña, incluyendo la construcción de su personaje de gran excéntrico, una creación tan lograda que estuvo a punto de mandarle a la cárcel.
Algunos ingenuos creen que aquellas acusaciones de pederastia acabaron definitivamente con sus posibilidades de reconquistar algo parecido a la posición que tuvo en los años ochenta, cuando Thriller le convirtió en el vocalista (¡y el bailarín!) más popular de la Tierra. Pero no, siempre hay margen para un retorno triunfal: nos encantan las narrativas del héroe destrozado que, rompiéndose las uñas, vuelve a salir a la superficie tras público arrepentimiento.
De hecho, Michael tiene relativamente fácil volver a triunfar. La industria de la música negra funciona con productores que aportan su conocimiento de las últimas tendencias en dosis matemáticamente calculadas para destacar en el mercado. Michael ya ha contado con este tipo de mercenarios y podría volver a hacerlo. El problema es que Michael no debería conformarse con sonar como alguien del montón: en Thriller y su maravilloso predecesor, Off the wall, funcionó como sintetizador de tendencias, y allí estaba un Quincy Jones para potenciar sus hallazgos. En el siglo XXI, con sus garrafales errores de juicio, cuesta imaginar a un Michael Jackson ejerciendo de alquimista.
Pero siempre se puede regresar. Lo demostró Prince al romper con Warner, la discográfica en la que desarrolló la parte más brillante de su trayectoria, tras una sonrojante batalla pública en la que incluso se escribió la palabra «esclavo» en la cara. Sin embargo, su emancipación se ha demostrado modélica. Desde hace 10 años, Prince no busca contratos de grabación: prefiere los acuerdos de distribución, firmados disco a disco. Se puede permitir irregularidades como regalar su último lanzamiento a los lectores de un periódico británico, o —lo hizo en Estados Unidos— a los compradores de una entrada para verle en directo.
La fiereza con que Prince pelea por sus derechos resulta agobiante. Se halla en litigios con YouTube y eBay para que no comercien con su música. Se ha ganado la antipatía de sus fans más devotos al exigir que eliminen de sus páginas web cualquier foto, portada, música o letra sujeta a copyright. Está tan seguro de sus poderes que puede permitirse irritar al núcleo duro de su público.
La base económica de Prince son sus conciertos. Por lo menos en su país, ha prescindido de los intermediarios: es el promotor de sus propias giras, alquila grandes recintos y deja que Internet difunda la noticia. Saca rendimiento a su afición por tocar: explota sus jam sessions, que tienen lugar después del concierto, en clubes que pagan caro por el privilegio. Ese sistema le permite una insólita flexibilidad.
Incluso está pensando en quedarse en Las Vegas: en vez de viajar buscando a su público, exige que los paganos viajen para verle. Lo hizo el pasado verano: 21 noches en un recinto londinense. Funcionó, ya que sus seguidores saben que suele tener bandas extremadamente eclécticas. Un concierto de Prince puede sorprender incluso al seguidor habitual, algo imposible en otras superestrellas, milimetrados de principio a fin.
Lo que hace grande a Prince es la confluencia de arquetipos. Primero, ejerce de músico itinerante, como los bluesmen y jazzmen de leyenda. Segundo, se parece mucho a ese mito del genio total: domina los secretos del estudio, puede grabar en total soledad, es extraordinariamente prolífico, se expresa en muchos lenguajes musicales. Tercero, se vende como amante perfecto, incluso ahora, que ha renunciado a sus fantasías libertinas.
Con todo, fue eclipsado durante sus triunfales años ochenta por el estrellato de Michael. Prince también generó una niebla mística a su alrededor, pero su misterio empequeñecía al lado de la megalomanía imperial de Jackson: sus fantasías eran más asimilables, con su paraíso privado (Paisley Park, combinación de residencia y centro de trabajo), un supuesto harén, su control de los medios de producción, su club particular. Tiene gracia que semejante hedonista haya terminado convertido en testigo de Jehová, miembro de una Iglesia que contó con la familia Jackson entre sus devotos. Las casualidades no cesan: el mayor de los hijos de Michael es apodado Prince, y el menor se llama —¡de verdad!— Prince Michael Jackson II.
Las relaciones entre Prince y Michael han sido distantes y llenas de suspicacias. Por el contrario, Prince ha entrado cautelosamente en el planeta Madonna, con la que ha colaborado discográficamente. Eso no debe sorprender: Madonna tiene un déficit en lo musical y está abierta a transfusiones de talento, siempre que ella regule el flujo. En realidad, la gran obra de la chica material es su propia carrera, y allí ha realizado jugadas que Prince no ha sabido concluir con éxito. El chico tuvo que aguantar que Warner cerrara el grifo que alimentaba su sello particular, Paisley Park Records, mientras que la misma multinacional terminó comprando la parte de Madonna en su exitosa discográfica, Maverick Records.
Y está el cine. Prince ha abandonado sus pretensiones en este campo tras sus pinchazos como director en Under the cherry moon (1986) y Graffiti bridge (1990), dos endebles películas a su servicio. Por su parte, Madonna no ha logrado establecerse como actriz respetable, pero sigue en la batalla: supervisa sus sucesivos documentales y hasta acaba de estrenarse como realizadora con Filth and wisdom.
Ocurre que la de cantante es una definición escasa para Madonna. Ella es una vedette, una luminaria del show business cuyo principal producto es ella misma y su pasmosa vida. Es lo menos rock & roll del mundo: pertenece a la generación de las discotecas, gente que considera el rock como algo risible por sus ínfulas y por su machismo. Nada tenía que ver Madonna con el resto de los que recibieron ese día el mismo honor: Leonard Cohen, The Ventures, John Mellencamp o los Dave Clark Five.
Madonna no iba a despreciar esa oportunidad de pavonearse. En vez de buscarse un introductor venerable, se llevó a Justin Timberlake, un peso ligero del pop que está a su servicio en su nuevo disco, Hard candy (para más inri, un antiguo novio de una competidora, Britney Spears). Luego, ella soltó un largo discurso en el que tuvo un recuerdo especial para los que dudaban de su arte: «Esos que decían que no tenía talento, que estaba gordita, que no podía cantar, que no iba a conseguir más que un éxito, me empujaron a hacerlo mejor».
El rencor puede ser parte del combustible que alimenta a Madonna; el resto se llama, sin duda, ambición. Esa combinación se hace evidente en sus encuentros con la prensa. A diferencia de Prince o Michael Jackson, cervatillos que evitan las entrevistas, Madonna se deleita en acobardar a los periodistas. Ni siquiera disimula su desprecio por el interrogador: no se rebaja a explicar o discutir, lo suyo es imponer sus argumentos con un gesto de suficiencia. Para intimidar más, está respaldada por su jefa de prensa, Liz Rosenberg, que trabaja silenciosa desde un rincón de la habitación.
Su ego es tan descomunal como su dedicación. Consagra las 24 horas del día a idear planes y a esculpir su principal instrumento, su cuerpo. El secreto de su carrera reside en su constante reinvención, un proceso para el que cuenta con los más habilidosos diseñadores, fotógrafos, estilistas, videoartistas, coreógrafos, etc.
Sus metamorfosis dan quebraderos de cabeza a los analistas que intentan descodificar sus reencarnaciones. Qué asombrosa audacia la de Madonna: la exploradora de los tabúes sexuales se transforma en autora de cuentos infantiles, la vituperadora del catolicismo se convierte en devota de la cábala, la propagandista del carpe diem tiene espasmos de activismo político. Todas las paradojas que quieran: la irreverente yanqui que se recicla en almidonada dama británica, la disco girl que adopta el modo confesional de las cantautoras, la reina del videoclip que prohíbe a sus hijos ver televisión.
Tal capacidad para la regeneración explica que Madonna no haya sufrido graves bajones. Si tropieza en algún proyecto, generalmente cinematográfico, inmediatamente resurge con una poderosa imagen o un disco adhesivo. Si no tiene producto para vender proclama a los cuatro vientos algún contrato deslumbrante con Warner, H&M o Live Nation (su segunda carrera triunfal es la de business woman). Además cuenta con inapreciables ayudas: cuando su discurrir parece rutinario truenan en contra de ella los portavoces del Vaticano, el judaísmo ortodoxo o alguna ONG indignada por su adopción de un huérfano africano (que resultó tener padre). Y vuelta a empezar con el entretenimiento global: quién es, qué pretende esta mujer.
En realidad, la tríada de Madonna, Michael y Prince se mantiene por proceder de una época en la que las figuras tenían carisma. Ahora los artistas están miniaturizados: nos llegan a través de una ventana en nuestro ordenador, su música se pierde en las entrañas de nuestros reproductores de MP3. Las estrellas actuales descubren que es imposible conservar un enigma cuando sus vidas están vigiladas siete días a la semana por necesidades de la industria del voyeurismo, que proporciona materia prima a un millón de blogs y columnistas comodones. Sin ese elemento enigmático resulta duro mantener la fascinación.
Los tres llegan a los 50 años con unas finanzas sólidas. Perdón, aquí también deberíamos aplicar la excepción a Michael, el más inclinado al despilfarro. Pero Jackson tiene el colchón de sus felices inversiones de los años ochenta, cuando se hizo con los derechos editoriales de los Beatles y otros artistas en una jugada. Con semejante máquina de hacer dinero sin sudar, se puede permitir no explotar la principal cantera de sus coetáneos: los directos. Aun así puede verse obligado a volver a la carretera en los próximos tiempos.
Michael haría bien en tomar lecciones de Mick Jagger, un amigo ocasional al que desprecia por sus carencias vocales. Pero aunque sexagenarios, los Rolling Stones lideran las estadísticas de ingresos brutos por actuaciones. Al final va a ser cierto aquello que cantaba la juvenil Aaliyah: «Age ain’t nothing but a number». Ella usaba lo de «la edad no es nada más que un número» para justificar sus amoríos con R. Kelly, un mayor de edad. Ahora se puede aplicar a otros casos: este verano podremos ver a Leonard Cohen, un señor de 73 años, encabezando el cartel de festivales para veinteañeros. En comparación, los nacidos en 1958 lucen como unos pipiolos.
LOU REED: CHICO SALVAJE, POETA AMERICANO
La perspectiva de entrevistar a Lou Reed provoca mareos incluso en los periodistas más encallecidos. La realidad es que la simple crónica del encuentro sirve para resolver el encargo, aparte de proporcionar al plumilla unas anécdotas que podrá contar en los años posteriores. Sin embargo, en la versión que publicó El País Semanal omití que, hacia el final de la entrevista, comenzó a acariciarme la rodilla y hacerme ojitos. Poco habituado a esos gestos, hice como si no me enteraba. Igual lo malinterpreté, igual me perdí algo, pero, ay, ya es bastante agotador Lou con la ropa puesta.
En 1971, Lou Reed emergió de un periodo de oscuridad con el manto de poeta. Había sido expulsado ignominiosamente de su revolucionario grupo, The Velvet Underground, y se refugió en la casa de sus sufridos padres, en Long Island. Retornó a Manhattan para un recital de letras y poemas, al que acudió Allen Ginsberg, todo el periodismo musical de Nueva York y parte del círculo de Andy Warhol. Triunfó ante tan selecto público y proclamó que nunca volvería a cantar, que se alegraba de ser finalmente reconocido como poeta.
Afortunadamente, se olvidó pronto de ese propósito. Aunque hoy está en Barcelona en calidad de recitador. Forma parte del proyecto Made in Catalunya, mediante el cual el Institut Ramón Llull quiere difundir la poesía catalana traducida al inglés. Se materializó originalmente como un espectáculo en Nueva York, donde Lou estaba respaldado por su esposa, Laurie Anderson, y por una apasionada Patti Smith. En esta ocasión, Lou lleva el peso del recital, que congrega a una pequeña multitud en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona; Laurie interviene brevemente desde California, vía Internet.
—¿Se siente cómodo en estos eventos? Quiero decir, en comparación con la tensión que supone actuar con una banda.
—Es más tranquilo. Puedes expresar matices que se pierden cuando estás rodeado de instrumentación. Si he tenido tiempo para prepararme la lectura y el sonido está cuidado, no hay miedo escénico. Además, equivale a volver a casa. Siempre dije que intentaba aportar una sensibilidad literaria al rock and roll, pero nadie me entendía. Todavía no estoy seguro de que me entiendan.
—¿Quiénes fueron sus maestros literarios?
—Maestro auténtico fue [el poeta] Delmore Schwartz, que me dio clases en la Universidad de Siracusa. Me enseñó mucho sobre la autoexigencia y las trampas que acechan a un escritor, pero ¡odiaba el rock and roll! En términos de estilo, aprendí más de Raymond Chandler. Sus argumentos no son perfectos, pero escribía novelas como un poeta.
—Seamos fantasiosos. ¿Se imagina como candidato al Premio Nobel de Literatura?
—[Mirada de incredulidad]. ¿La pregunta es si lo veo posible? No, Bob Dylan ya cubre la cuota de candidatos en el apartado de cantantescompositores judíos. ¿Si me lo merezco? Creo que tengo obra suficiente.
Acaricia un libro que está sobre la mesa. Lou ha insistido para que su actuación —que forma parte del festival literario Kosmopolis— coincida con la publicación de Travessa el foc: recull de lletres (Editorial Empùries), primorosa edición bilingüe —inglés y catalán— de su obra que llega hasta sus canciones más recientes. Tiene un interior llamativo: el diseñador ha aprovechado a fondo la oportunidad para jugar con las posibilidades tipográficas. Lou está satisfecho con el resultado:
—Me encanta que esta edición actualizada salga en Cataluña antes que en Estados Unidos. La poesía catalana me deslumbra, la cantidad de grandes autores para un país tan pequeño…
—¿Es usted un lector atento de poesía?
—¡Ahora no soy un lector de nada! He perdido mi reproductor de libros electrónicos. Ya sabes, un aparato de esos en los que puedes meter centenares de libros. Se trata de un invento perfecto para mí, que vuelo mucho. Pero ya es la segunda vez que se me queda en un avión ¡y nunca lo devuelven! Aunque me había tomado el trabajo de poner una etiqueta con mi nombre más un teléfono de contacto.
Parece asombrado de que alguien ignore su voluntad. Y es que Lou Reed exhibe modos imperiales. A lo largo de la conversación surgen nombres de escritores y quiere, necesita, exige, que le consigan sus libros. Por ejemplo, una traducción al inglés de las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique («¿Un poeta del siglo XV que murió en el asalto a un castillo? ¡Me apetece mucho!»). Se conformará al final con un Quijote en inglés. También hay un momento en que, hablando de novela negra, salta el nombre de James Lee Burke, autor que retrata las profundidades sórdidas de la Luisiana.
—¿Se le conoce aquí? Me identifico mucho con su personaje principal, ese expolicía alcohólico que tiene que enfrentarse con el mal. Creo que necesito leer algo suyo esta noche. Si no está el último, me conformo con The neon rain o Cadillac jukebox. Puedo mandar a alguien a buscarlo. ¿Hay algún lugar de Barcelona donde tengan libros de Burke en inglés?
Estoy a punto de mencionarle la existencia de una librería especializada, Negra y Criminal, pero me callo a tiempo. Lou tiene martirizadas a las dos asistentes que le escoltan en este viaje. Otras dos representantes del CCCB y su editorial catalana también están protagonizando prodigios de diplomacia. Hace una hora explosionó una crisis absurda. En el curso de una entrevista con otro medio se ha enfadado por una mención a Andrew Wylie, su (temido) agente literario, y ha cortado definitivamente al pronunciarse el nombre de Victor Bockris, confidente suyo hasta que publicó una biografía, Las transformaciones de Lou Reed (Celeste Ediciones. Madrid, 1997), donde se cuentan embarazosas intimidades.
Durante un buen rato, todo el programa de entrevistas ha quedado detenido. Lou pide hablar con el director del medio en cuestión, para que se comprometa a destruir la frustrada entrevista. Su temor: que alguien filtre la grabación a YouTube —«Ponen muchas cosas de audio con imagen fija»— y el mundo se entere de cómo se las gasta el Lou Reed de 2008. Alguien se compromete a realizar una gestión y se va tranquilizando. Su excusa: «No quiero reforzar ese tópico de que soy un tipo antipático que se pelea con los periodistas».
¿Tópico? Todo plumilla musical que se precie atesora anécdotas que retratan la brusquedad, la susceptibilidad, la paranoia que caracterizan a Lou. Aparte, parece estar obsesionado por el control de su imagen. Se medio disculpa: «Yo también soy fotógrafo». Demanda revisar las fotos que le toman, insiste en que se eliminen las que no le favorecen. Dura labor: los años han sido crueles con Lou: demasiados años abusando del alcohol y de las inyecciones de anfetaminas (no de heroína, como creía el vulgo). Aunque, imagino, todos llegaremos a esas alturas de deterioro.
—Es una lástima que en estas «obras completas» se incluya tan poca prosa. Estoy pensando en aquel perceptivo texto suyo de 1970 donde reflexionaba sobre las muertes de Jimi Hendrix, Brian Epstein, Brian Jones y Janis Joplin.
—¿Le gustó? En aquel tiempo yo necesitaba dinero. Trabajaba con mi padre [un contable] y él no era muy generoso. Durante un momento de debilidad jugueteé con la idea de convertirme en periodista profesional. No hubiera aguantado. Recuerdo que me encargaron que escribiera un encomio de Jim Morrison [cantante de los Doors, fallecido en 1971]. Hasta ahí podíamos llegar, pensé.
—¿No le gustaban los Doors?
—Eran basura de Los Ángeles, basura pretenciosa. Y Morrison, un gilipollas.
—¿No cree que, al igual que usted con The Velvet Underground, Morrison rompió los esquemas de lo que se podía cantar en el rock?
—No hacía más que reciclar letras del blues. Iba de dios sexual y no habría resistido una noche en la Factory.
Se refiere al taller de trabajo de Andy Warhol en el Nueva York de los sesenta, punto de encuentro para muchas almas perdidas, consagradas a experimentar con drogas y a explorar su identidad sexual. Pero Lou no quiere adentrarse en esos años. Se levanta y desaparece rumbo a su habitación. Estamos en el Hotel 1898, un sobrio establecimiento en las Ramblas que ocupa lo que fue la sede de la Compañía de Tabacos de Filipinas.
De repente, un destello: en este mismo edificio debió de trabajar Jaime Gil de Biedma. Pero Gil de Biedma no aparece en la nómina de poetas de esta noche. Imagino que Lou quedaría deslumbrado por sus escritos, pero costaría explicarle el personaje de Jaime: rebelde de la alta burguesía, primero marxista, luego nihilista, siempre homosexual. Me callo cuando reaparece Lou con la chupa —cuero negro, obviamente— más desgastada que se pueda ver en una ciudad tan fashion como Barcelona. Vuelve agresivo. Husmea al periodista y lanza una acusación:
—Alguien ha estado fumando. No me gusta: llevo cinco años sin fumar, pero el olor del tabaco todavía me despierta deseos.
—Lo último que imaginaba es escuchar a Lou Reed protestando por un vicio tan comparativamente inocente.
—¿Inocente? Una cajetilla de cigarrillos equivale a una sesión de rayos X. Piensa en ello.
—Recuerdo una entrevista con usted en 1986 en Atlanta. Se subía por las paredes, estaba intentando dejar el hábito; me contó que había probado todos los métodos, desde el hipnotismo hasta la acupuntura.
—Finalmente, lo conseguí con unas hierbas chinas. Te hacen un brebaje que sabe horroroso, lo llaman el té del equilibrio. Te restituye el equilibrio cuando te viene el deseo de nicotina. Me gustaría decirte el nombre original. Desdichadamente, soy un negado para el chino.
Pero sí un fanático de la cultura de China. Lou practica el taichi chuan y ha llegado a invitar al escenario a un maestro de esa disciplina. Parece inquietarle que eso se confunda con la atracción de otras estrellas del rock por las filosofías orientales:
—Yo empecé en el taichi por sus valores marciales. En Nueva York necesitas estar preparado para pelear por cualquier tontería.
Sigue luego una pregunta con mala intención sobre si aceptaría, igual que ahora está contratado por una institución dependiente de la Generalitat catalana, un encargo del Gobierno chino. Lou pertenece al ruidoso contingente de músicos de rock que defienden la causa del Dalai Lama. Muchos de ellos parecen ignorar las realidades geopolíticas, igual que la tétrica historia del Tíbet como sociedad feudal, marcada por las guerras civiles y el odio larvado a los monjes.
—Qué estupidez. No creo que China quiera nada conmigo.
—No se crea: se apuntan a todo lo que sugiera modernidad. Ahora mismo hay grupos en Pekín que suenan como The Velvet Underground.
—Bueno… espero que mi música les sirva como emblema de disidencia, igual que ocurría en la Europa comunista, según me contaba Václav Havel.
A Lou Reed le encanta alardear de amigos ilustres. Está ufano de que [el pintor] Julian Schnabel dirigiera la versión filmada de la recreación en directo de Berlin, su amargo disco de 1973. Hablando de cine… Lou interrumpe esta conversación cuando recibe una llamada de Wim Wenders. Durante unos minutos, hasta le cambia la voz, que se le hace aflautada y obsequiosa. Algunos de los presentes le miran pasmados: el ogro parece haberse transformado en princesa.
Conviene recordar un pequeño secreto: Lou Reed goza de infinitamente más respeto y reconocimiento en Europa que en Estados Unidos. Se le podría categorizar como un desconocido entre los ciudadanos de a pie de su propio país. Para la citada entrevista de Atlanta, este periodista iba acompañado por un fotógrafo poco rockero que dudaba del esfuerzo que suponía hacer semejante viaje. Como una broma particular, nos dedicamos a preguntar a todo estadounidense que se nos ponía a tiro —azafatas, recepcionistas, camareras— si conocía a Lou Reed. A nadie le sonaba. Si mencionábamos que era cantante, le confundían con Lou Rawls, ilustre vocalista negro que aparecía frecuentemente en televisión. Solo al final un taxista le identificó: «Sí, claro, el de “Walk on the wild side”. Pero ¿sigue vivo?».
Ese es el problema. Lou alcanzó su pico de popularidad con «Paseo por el lado salvaje», extraído de Transformer, su álbum de 1972, amorosamente producido por David Bowie. Aparte de ese momento mágico, sus ceñudos discos nunca han saltado fuera del circuito del rock. En Estados Unidos ni siquiera se reconoce «Perfect day», una canción amable («simplemente, un día perfecto / bebiendo sangría en el parque / y luego, cuando oscurece / nos vamos a casa») que alcanzó el número uno en el Reino Unido en una versión colectiva.
—¿Cree que la industria discográfica estadounidense ha entendido quién era realmente Lou Reed?
—[Sarcástico] No me gusta hablar mal de los muertos. La industria del disco está muerta.
—Pero siempre tuvo quien le apoyara. RCA incluso publicó un trabajo tan indigesto como el doble Metal machine music en 1975.
—No sabían qué hacer con él. Lo editaron para enterrarlo. El año pasado hice un disco instrumental mucho más suave, Hudson river wind meditations, y ninguna compañía fuerte quiso tocarlo. Solo un sello pequeño, sin casi distribución…
—Llegó hasta España. Yo mismo lo pinché en mi programa de radio.
—¿De verdad? Es un buen trabajo, está pensado para acompañar ejercicios de taichi y sesiones de meditación. Creo que pocas veces se ha grabado el viento con el realismo de ese disco. Y lo hice yo solo, en mi casa.
—Pero ¿tiene nuevas canciones?
—La música que más me interesa ahora es instrumental, improvisada, totalmente libre. Hace unas semanas estuve tocando en Los Ángeles con Ulrich Krieger [el instrumentista alemán que transcribió Metal machine music para una orquesta de cámara] y Sarth Calhoum, un ingeniero que manipula nuestros sonidos. Resultó muy estimulante: fuimos echando a buena parte del público [risa seca]. Pero bastantes aguantaron. Y fueron dos horas.
—¿Deriva placer del hecho de torturar a los oyentes?
—No es eso. Me encanta burlar las expectativas de ese público que busca al artista decadente. ¿Sabes lo que decía Frank Sinatra? Que si fuera cierta la décima parte de las cosas que se contaban sobre él, habría terminado en un zoológico. Lo mismo en mi caso. Tengo 65 años y todavía puedo romper barreras sónicas.
—Lo hizo con esa pieza llamada «Fire music» [incluida en The raven, trabajo dedicado a musicar los relatos de Edgar Allan Poe].
—Fue mi reacción ante el horror del 11-S. Algo de tal magnitud no se puede expresar con una melodía convencional, con rimas más o menos ingeniosas.
—¿Podríamos decir que está más interesado últimamente por el sonido puro que por las canciones?
—Las canciones han perdido impacto. Incluso las buenas. Están en todas partes, suenan en todas las situaciones, pero muy bajito, sin fuerza. Quiero reivindicar el poder transformador del sonido a mucho volumen, cuando te pega en el estómago y te quita el aliento. Sonido saliendo de buenos bafles, no a través de esos auriculares ridículos que usa la gente.
Bueno, la gente y el mismo Lou Reed. Muestra orgulloso un diminuto reproductor donde lleva almacenados los programas —incluyendo las portadas de los discos originales— que realiza para Sirius, emisora de radio por satélite. Le ayuda el inquieto productor Hal Willner, y la selección luce asombrosa.
—Se llama New York shuffle y consiste en ofrecer música muy ecléctica. Hay grupos actuales, como Kings of Leon o Queens of the Stone Age, pero también guitarristas de los años treinta y los cuartetos de góspel que escuchaba Elvis Presley. O la música electrónica que hacían en los laboratorios de la BBC para ilustrar historias de ciencia-ficción.
—¿Le inspiró «Time theme radio hour», el programa que presenta Bob Dylan?
—¿Estás de broma? Dylan nunca se atrevería a poner a Ornette Coleman [saxofonista de free jazz]. Es uno de mis héroes.
El entrevistador debe convivir con los nervios de Lou. Y no hablo solo del temblor de sus manos: brinca de un asunto a otro como si le aburriera concentrarse. En general, se comportacomo un hombre inquieto y curioso. Desde la terraza de su hotel escudriña el paisaje urbano barcelonés. Interroga sobre edificios que están en proceso de restauración, pregunta por los horarios de museos. Hasta asegura recordar su primera visita a la ciudad.
—Al final de la actuación yo quería dar un bis. Pero se me acercaron dos militares que me lo prohibieron. Como yo insistía, me enseñaron una pistola. Ahí me callé.
Consultado al respecto, el promotor que le trajo a España duda de que ocurriera algo similar: «Puede que se confunda con Italia; en los setenta solía haber allí mucha violencia en los conciertos. De todas formas, la policía prefiere hablar con los organizadores de un concierto, no con el artista».
No resulta fácil apuntalar datos con Lou Reed. Cambia constantemente el curso de la conversación. Dice estar harto de preguntas sobre política y, a continuación, suelta un parlamento sobre las diferencias morales entre la guerra de Afganistán y la invasión de Irak. Se confiesa lector devoto de Seymour Hersh [el reportero de investigación] y se refiere frecuentemente a sus hallazgos.
—Me gusta la información basada en la realidad, sobria y documentada. Tengo conocidos que se refugian en las teorías de la conspiración, yo mismo me he pasado días indagando por Internet, pero terminas en una indeterminación que te conduce a la locura. Finalmente, mi conclusión es que la Administración de Bush no era lo suficientemente inteligente para montar algo como el 11-S, no hablo ya de mantenerlo secreto.
A estas alturas, el periodista advierte que apenas ha tenido oportunidad de airear el cuestionario que había preparado. Un inciso: cuando Lou Reed se quita la máscara de artista cabreado con el mundo, hasta puede resultar cordial. Así, por la tarde se comporta muy educado en la ceremonia de firma de libros. No solo estampa su autógrafo en copias de Travessa el foc, también lo hace en camisetas, hojas sueltas e incluso en una guitarra. Otros millonarios del rock se negarían a tales peticiones, aparentemente molestos ante la posibilidad de que esos objetos terminen subastándose en eBay o similares.
Charlar sin rumbo con Lou también tiene su encanto. Manifiesta hambre de información y apunta, por ejemplo, los datos de Operation lune, aquel falso documental donde el realizador francés William Karel desarrollaba —con la complicidad de famosos invitados— el rumor de que la NASA no llegó a la Luna y que lo que vimos fue rodado por Stanley Kubrick en un estudio británico. «Oh, espera a que se lo cuente a Laurie [Anderson], le encantará».
—Usted ha reconstruido su personaje público. En los setenta y en los ochenta era el rock’n’roll animal [así se titulaba su primer disco en directo, de 1974]. Y ahora le vemos cómodo en eventos de alta cultura.
—Mi personaje se convirtió en algo grotesco. Estoy pensando en algunos cómics que se editaban en España, donde yo era una especie de Conde Drácula del rock. Mi vida no era tan… interesante [risas]. Me resulta divertido burlar los estereotipos, tratar con políticos o con representantes del mundo académico.
Sus acompañantes empiezan a mostrarse inquietas. La ronda promocional empezó con mucho retraso y ya ha pasado la hora razonable para comer. Lou Reed siempre ha sido algo esnob en la alimentación: seguía dietas insólitas, aconsejado por misteriosos nutricionistas. Pero hoy se comporta como cualquier turista estadounidense con necesidad urgente de combustible: pide una hamburguesa.
RULANDO CON LOS CLASH
Conocí a los Clash en la convención mundial de CBS de 1977, que se desarrolló en Londres. Recién fichados por la compañía, los cuatro miraban al entorno —directivos, radiofonistas, un hotel bordeando el Hyde Park— con un desprecio nada disimulado. Me acerqué para charlar: yo también me sentía un bicho raro, convocado allí para un proyecto disparatado (Bob Dylan pretendía hacer un elepé en español, grabando sobre las bases originales). Nada logré: parecían tener un campo de fuerzas que rechazaba a los intrusos. Tal vez ocho años después, le expliqué esa historia a Joe Strummer, por aquel entonces un habitual en algunos bares del Malasaña madrileño. Se rio y me respondió en español: «éramos idiotas. Idiotas completos».
El calendario es implacable. Te frotas los ojos, repites las cuentas y, sí, es verdad, han pasado 30 años de London calling. Resulta que el doble elepé de los Clash se publicó el 22 de diciembre de 1979, pero tardó unas semanas en tener edición estadounidense: eso explica que la revista Rolling Stone lo pudiera proclamar «el gran disco de los ochenta». Paladeen la paradoja: London calling encarna exactamente lo opuesto de las tendencias dominantes en esa década, que hoy recordamos como un atracón de sintetizadores, ritmos programados, hombreras, pelos esculpidos, materialismo desatado.
Nadie que viviera London calling lo ha olvidado. Sus semillas están bien plantadas entre nosotros: Siniestro Total parodió la impactante portada de Ray Lowry, sus canciones han bautizado locales (Jimmy Jazz) o agencias de management (Spanish Bombs). Artistas tan alejados como Amaral confiesan conocer al dedillo sus cuatro caras. Sus temas han sido versionados por Fermín Muguruza, Amparanoia y mil grupos punkis locales.
Londres como nuevo Moscú
Sin embargo, London calling representa la superación del punk rock en su versión más elemental, un feliz ejemplo de maduración de unos creadores. Habían militado en el ejército del imperdible como los insubordinados de otras generaciones lo hicieron en el Partido Comunista. Lo reconoce Joe Strummer: «Cuando me uní a The Clash fue como volver a la casilla de inicio, al año cero. Parte del punk consistía en desprenderte de todo lo que conocías antes. Éramos casi estalinistas: insistíamos en que había que deshacerse de las viejas amistades y de nuestra manera de tocar, en un intento febril por crear algo nuevo».
Los Clash encarnaban la rama politizada del punk rock, frente al nihilismo existencial y el gusto por la provocación —«nos gustan las esvásticas»— de Pistols o Banshees. Reciclaban imágenes y conceptos de la extrema izquierda; respondían a lo que se recuerda como el «Invierno del Descontento», periodo de huelgas y disturbios que culminó, ay, con la elección de mistress Thatcher, disciplina severa. Naturalmente, iban de antinorteamericanos, si hemos de creer aquello de «I’m so bored with the USA».
América la maravillosa
Dicen que los prejuicios se quitan viajando. Al igual que ocurriría con U2, les revolvió los esquemas el contacto con los verdaderos Estados Unidos, esa América que yace olvidada entre los polos mediáticos de Manhattan y Hollywood. Descubrieron que subsistían muchas corrientes musicales, ignoradas por la gran industria del entretenimiento. Y que los nativos, a diferencia de los que encontraron en su visita a Jamaica, podían ser afables. Lo juraba Joe, que cruzó el país en una camioneta Ford, a lo Jack Kerouac.
El año cero de Strummer se traducía por reclamar como propia la herencia del rock de guitarras, tal como lo destilaban en el downtown neoyorquino. Solo había una música ajena a esa línea que pasaba la aduana estética de los punkis londinenses: el gomoso reggae. Inicialmente, la conexión era comercial: algunos jamaicanos vendían «hierba»; se desarrolló cierta empatía entre ambos sectores de marginados.
Irrumpe el gurú
Los Clash habían probado con el reggae, incluso encerrándose con Lee Perry, el Productor Chiflado. Pero ahora pretendían abrir el abanico musical y necesitaban un guía erudito. Apareció un freak que superaba todo lo previsible. Guy Stevens, que había ejercido de DJ en la primera era mod y poseía un conocimiento apasionado de los sonidos estadounidenses. Empleado de Chris Blackwell en el sello Island, editó muchas maravillas y desembocó en la producción: bautizó a Mott The Hoople; trabajó igualmente con Procol Harum, Spooky Tooth y Free. Tenía más cicatrices que todos los Clash juntos: era alcohólico y había visitado las cárceles de su majestad por un asuntillo de drogas.
Guy creía en la teoría de la tensión: provocar a los músicos, agredirlos incluso, para que salieran de su zona de confort y se superaran. Algunas ediciones de London calling incluyen un making of firmado por el colega Don Letts, con imágenes en blanco y negro de Stevens atacando al mobiliario e intimidando a Strummer. Guy, bendito sea, sirvió como catalizador de la grandeza potencial de los Clash. Basta con comparar los temas de London calling, tal como los conocemos, con sus versiones primigenias, recién ensambladas las músicas de Mick Jones con los textos de Strummer. Son las llamadas Vanilla tapes, grabadas en su local de ensayo en Pimlico, situado sobre un taller de reparación de automóviles.
Sobre ruedas
Abusemos de las metáforas: London calling rueda majestuoso, igual que un coche recién salido de un chequeo minucioso. No es el movimiento espasmódico de anteriores elepés de los Clash: como si cambiara de marchas automáticamente, pasa con naturalidad del punk al rockabilly, al jazz, al reggae, al ska, al rhythm and blues y, sí, también al pop (en un sarcasmo mortal, «Spanish bombs» es un éxito en karaokes frecuentados por turistas británicos bien lubricados). El panel de mandos responde al toque: entran teclas y metales justo cuando se necesitan, nada de purismos de fanzine. Funcionan los reflejos: «Wrong “em boyo”» comienza en Nueva Orleans antes de girar hacia Kingston.
Su registro temático deslumbra igualmente. Todavía llevan el impulso de los Clash insurgentes, la identificación con forajidos y rebeldes; pero Strummer y Mick Jones también reflexionan sobre las poses, las opciones vitales, el peso de la historia, el poder redentor del rock. Además, se sitúan como eslabones de la tradición: «Brand new Cadillac» pudo ser, ellos lo recuerdan, «el primer rock & roll británico», pero es obra de Vince Taylor —inspiración para Ziggy Stardust, el personaje de Bowie— y retrata ese deseo primordial de huir, de inventarse una existencia más auténtica.
Ideales y compromisos
Los fans repetían aquello de «The Clash, la única banda que importa». Sus hazañas musicales se retroalimentaban con unas exigencias ideológicas que les empujaron a decisiones económicamente suicidas. El doble London calling se vendió como elepé sencillo; Sandinista! era un triple que costaba menos que un doble. CBS bufaba, pero tragaba, tras recortar las royalties de aquellos puretas: digamos que los Clash nunca se vieron obligados a plantearse el dilema de convertirse en exiliados fiscales. Faltaban muchos años para que llegaran los millones de libras con los éxitos internacionales, los anuncios con su música, las versiones de Annie Lennox, los recopilatorios para compradores tibios.
Hoy, el carisma de London calling se revela como una potente confluencia de vectores: un alborotado movimiento social, unos músicos en expansión, unas canciones urgentes, un productor visionario. Los propios Clash no pudieron repetirlo. Al año siguiente, alentados por el emergente rap neoyorquino, encendidos por una nueva comprensión de la realidad geopolítica, buscaron profundizar en sus hallazgos con Sandinista!
Demasiadas puñaladas
Sin embargo, ya no estaba Guy Stevens, caído en 1981 tras una sobredosis de medicamentos. El papel de timonel había pasado a Mick Jones, entonces desconocedor del concepto de control de calidad: Sandinista! tiene un porcentaje de aciertos superior a la media, pero se degrada por la magnitud de sus errores. ¿Podemos sorprendernos? En el espacio de un año habían editado el equivalente a cinco elepés.
Todo grupo efectivo obedece a un delicado equilibrio de fuerzas y talentos. El baterista, Topper Headon, patinaba por la pendiente de la heroína y fue expulsado, aun después de esbozar lo que sería el mayor éxito de los Clash en vida: «Rock the casbah». La bomba de relojería estaba en el núcleo duro: tras adquirir modos y pintas de rock star, Jones decidió convertirse en el señor del sonido. La continuación de Sandinista! se llamaba Rat patrol from Fort Bragg y tenía dimensiones de disco doble: Mick se deleitaba en la experimentación.
Le cortaron las alas: el productor Glyn Johns adelgazó el proyecto hasta convertirlo en el contundente Combat rock. The Clash se transformó en un ring donde chocaban los egos (el de Bernie Rhodes, manager, también era descomunal). En 1983, Strummer y Rhodes lograban dar la patada a Jones. Se arrepentirían demasiado tarde: el grupo se extinguió ignominiosamente dos años después.
LOS BEATLES TODAVÍA REINAN
En cuestión de los Beatles, demasiadas veces me comporto como un fan. Recientemente, estaba viendo el desastroso Magical Mistery Tour por La Dos y me sorprendí calculando que, vaya, afortunadamente se emitía tarde, «poca gente estará viéndolo». ¡Me preocupaba cuánto público español estaría detectando en ese mismo momento que los Beatles también eran falibles! No importa, también es agradable funcionar sin el casco de Crítico Musical. Por un rato.
El 10 de abril de 1970, se hacía público un comunicado tajante de Paul McCartney: abandonaba los Beatles —«por diferencias personales, musicales y de negocios»— y el grupo dejaba de existir. El anuncio no provocó manifestaciones de histeria ni lamentos: existía el convencimiento de que aquello era un calentón, que podía arreglarse. Imposible imaginar un mundo sin Beatles: ellos habían pilotado la emancipación de los años sesenta y no podían abandonarnos cuando entraba una década incierta. Pero iba en serio: el último día de 1970, Paul presentaba una demanda en los tribunales, exigiendo la disolución de la empresa común.
En palabras de John Lennon, el sueño había acabado. El sueño de una generación inspirada por unos simpáticos gamberros procedentes de una ciudad —y un Imperio— en declive, el ideal de la fraternidad creativa desarrollada por cuatro músicos (y George Martin, el productor que guio su vertiginosa evolución). En términos artísticos, la ruptura supuso un desastre mayúsculo: nunca se repetiría semejante alquimia de talento en un grupo pop, tal sincronía de música y cambio social. Veinte años después, así lo expresó Kurt Cobain, justificando el enfoque de Nirvana: «No podemos tocar pop, los Beatles ya lo hicieron todo».
Si sus 10 años de existencia fueron extraordinarios, no lo han sido menos las décadas posteriores. Las impresionantes ventas de los sesenta han quedado empequeñecidas por el inmenso negocio generado a posteriori. Los Beatles sostienen una industria poderosa, reanimada periódicamente por reediciones, remasterizaciones, tiendas digitales y prensajes en vinilo. Su Liverpool natal se ha transformado en un parque temático a mayor gloria de aquellos descastados que huyeron a Londres.
El final del grupo despertó los peores instintos: aceleró fobias y filias, permitió arremeter contra las mujeres —Yoko Ono, Linda Eastman…— que entraron en aquel club masculino, justificó un maniqueísmo que enfrentaba a los artistas con los hombres del dinero. Todavía alimenta abundantes especulaciones: todo sería diferente de haber retornado al directo, en condiciones más civilizadas que las que obligaron a suspender las giras; tal vez se hubieran apaciguado los enfrentamientos de contar con un arbitro, como era Brian Epstein hasta su muerte en 1967.
Su desaparición empujó a Paul McCartney al timón. Residía en el centro de Londres, mientras los otros andaban dispersos por mansiones en la periferia, sin sentirse particularmente felices. Él era el más social de los Beatles, alguien muy implicado en la contracultura del momento: fue el primero en reconocer que tomaba LSD y marihuana.
En julio de 1967, Paul y John, con sus respectivas parejas, viajaron al Egeo, en pos de un plan eminentemente juvenil: comprar una isla en la que los cuatro pudieran vivir y trabajar. Ni siquiera eran conscientes de que Grecía padecía entonces una cruel dictadura militar que difícilmente hubiera tolerado sus peculiaridades. Hablamos del mismo grupo que, a principios de 1968, inició Apple Corps como un experimento de capitalismo hippy, con varios negocios que, aparte de Apple Records, rápidamente se demostraron ruinosos.
También fue Paul, respaldado por John, quién decidió invitar en 1969 a un equipo de filmación durante la grabación del elepé finalmente conocido como Let it be. Ahora sabemos que el experimento fue desastroso, pero el plan combinaba sustancia y audacia: aparte de conseguir una película rentable, esperaban una catarsis regeneradora al obligarse a crear música ante las cámaras. Años después, los miembros de Metallica se someterían a una terapia similar, de la que salieron fortalecidos y con un documental memorable, Some kind of monster.
Fue en esas desdichadas sesiones cuando George Harrison estalló. Menor de edad que los otros, se sentía menospreciado a la hora de repartir juego. Había embarcado al resto en una búsqueda espiritual, de la mano del Maharishi Manesh Yoghi, pero solo él persistió tras la estancia en la India (un retiro paradójicamente productivo en términos musicales). George abandonó la grabación, gesto que luego repetiría Ringo Starr.
En su papel de catalizador del cuarteto, Paul McCartney también daba pisotones a su socio principal. Y Lennon estaba extremadamente sensible: tras separarse de su esposa Cynthia, deseaba reinventarse como creador vanguardista y políticamente activo, al lado de Yoko. El nuevo John no tenía paciencia para los compromisos necesarios en un grupo; consideraba los Beatles como una aventura superada, un tiempo de pactos y mentiras. Poco preparado para enfrentarse con la realidad, se dejó embaucar por un tipo duro, Allen Klein. Su insistencia en instalarle como mánager le llevaría a una colisión fatal con Paul McCartney.
UNA EPOPEYA DEL ROCK: EXILE ON MAIN STREET
Keith Richards, hombre de ideas fijas, todavía se deleita señalando con el dedo: «los críticos no se enteran, pusieron Exile a parir y ahora dicen que es nuestro álbum clásico». La reedición de 2010 me hizo repasar bastantes de los comentarios publicados en 1972 y comprobar que la mayoría fueron positivos (Lester Bangs dio la nota discordante, pero, y eso le honra, luego rectificó). En general, si de algo pecamos los periodistas musicales con los Stones, es precisamente de lo contrario: demasiadas alabanzas a discos fofos, a conciertos en piloto automático, al arquetipo simplón de Keef-como-alma-del-rock.
En 1971, los Rolling Stones huían de Londres. Les mordían el culo los recaudadores de impuestos. Y un mánager que, tras quedarse con todas sus canciones de los sesenta, quería zamparse los derechos de temas todavía inéditos. Se refugiaron en la Costa Azul, donde realizaron lo esencial de Exile on Main Street, la grabación más mitificada del rock. Un disco hecho a pesar de la gendarmería francesa, los mafiosos marselleses y, sobre todo, sus propios vicios.
Mañana [18 de mayo de 2010], Universal reedita Exile on Main Street en versión adecentada, con la opción de conseguir una decena de cortes inéditos y material audiovisual. Es la venganza de Mick Jagger, cuya sensibilidad profesional le indispuso contra el Exile original, de sonido pantanoso y elaboración tortuosa. En 1972, el doble elepé alcanzó el número uno, pero Jagger no ocultó sus reservas: «Es muy disperso… Conviene escucharlo en pequeñas dosis. No se puede tocar en directo».
En la otra esquina se sitúa Keith Richards, que considera Exile un triunfo personal: «Hasta arriba de caballo, y fui capaz de sacar adelante un doble disco». Habla en primera persona: aunque llevaban canciones registradas en Inglaterra (y el disco se remataría en Los Ángeles), el tono general se definió en Nellcôte, la mansión que Keith alquiló. Dado que el resto del grupo vivía desperdigado, aquello se convirtió en un inmenso piso franco para todos, obligados a esperar a que el señor de la casa saliera de su paraíso narcótico y se dignara bajar al sótano que servía de estudio de grabación.
El sótano era infernal: solo Charlie Watts, detrás de su batería, tenía derecho a ventilador. El palacio no estaba preparado: vampirizaban la energía eléctrica de los cercanos ferrocarriles franceses. Aún así, el presupuesto de Nellcôte se acercaba a los 7.000 dólares semanales, con cantidades industriales de drogas y alimentos para docenas de personas.
En su papel de jefe de la caravana de gitanos, Richards abrió las puertas a amigos y desconocidos. Temeroso de los delincuentes locales, Richards decidió contratarlos. Los íntimos y los parásitos asistieron en primera fila a dramas conyugales: Anita Pallenberg se paseaba semidesnuda, quejándose del desinterés sexual de Keith.
Tampoco andaba muy fino Keith. Quería comprar el yate de Errol Flynn y se acercaba a los barcos anclados, militares o civiles, para preguntar a los marineros si tenían hachís u opio. Sus salidas en coche solían terminar en grescas que se arreglaban soltando dinero. La policía local, acostumbrada a excentricidades de millonarios, fue altamente tolerante. Solo se presentó cuando, tras un intento de chantaje, Keith y Anita fueron denunciados. Nellcôte suponía un irresistible imán para traficantes y ladrones. Sufrieron varios robos, incluyendo la dolorosa desaparición de una docena de guitarras.
Y aún así, brotó la música. Eran canciones sucias, espesas, intensas: «Happy», «Rocks off», «Rip this joint», «Casino boogie», «Ventilator blues»… Hasta que la llegada de los uniformados provocó la desbandada. Todos pusieron cara de inocentes: la responsabilidad de los escándalos recayó en Anita y Keith, que terminaron procesados en Francia. Jagger volvió a coger el timón y trasladó el circo a California, donde intentó iluminar las cintas del sótano y se grabaron temas más melódicos.
Aún así, Jagger lleva Exile on Main Street clavado en la memoria. Tiene motivos. Fue cuando los Stones perdieron la eficiencia como grupo de estudio. Mandaban los biorritmos de un Keith dependiente de las drogas, esclavo de su perturbadora leyenda (hasta entonces, estaba eclipsado por Mick y Brian Jones). La baja productividad de unos Stones endiosados hubiera escandalizado a Muddy Waters y demás maestros de la banda. Eso explica su eterna reticencia a publicar descartes, tomas alternativas, experimentos: prefieren que sus métodos de trabajo queden en la sombra. Vergüenza torera, quizás.
LOS ROLLING STONES ANTE EL ABISMO
Muchas personas darían lo que fuera por vivir las emociones de las giras salvajes con los Stones. Pero su baterista, Charlie Watts, soportó aquellos excesos babilónicos como un mero espectador, aburrido y quizás asqueado. El tipo al que vemos abrumado por las preguntas en el documental Charlie is my darling. Ireland 1965 no ha cambiado demasiado. Sigue celebrando la decisión que tomó al abandonar su trabajo de diseñador para convertirse en músico; sencillamente, no le pidas entusiasmo. Ni te le creas sentándose a escuchar un disco de los Sex Pistols.
El pasado verano, los Rolling Stones se reunieron en sus oficinas de Londres. Corrió la voz y acudieron periodistas y paparazzi. Se olía la posibilidad de que el grupo acordara volver a la carretera durante 2012, para conmemorar sus cincuenta años de existencia. A estas alturas del partido, esta sí que podría ser la última gira. Aquel día, no hubo ningún anuncio en ese sentido. Posiblemente, fue otra convocatoria más para la junta directiva de una empresa multinacional, siempre enfrentada a papeleos y cuestiones rutinarias. Y quizá se decidió quién tenía que empezar a ocuparse de la promoción de la edición ampliada de Some girls.
Históricamente, los Rolling Stones no se preocupaban mucho por su catálogo. Son propietarios de todos sus álbumes desde Sticky fingers (1971) y ese material se reedita regularmente, en bloque, cuando el grupo cambia de distribuidora. Pero, a diferencia del resto de la Premier League del rock, los Stones no enriquecían ese canon a base de rescatar piezas inéditas, maquetas o entretenimientos de estudio. Cuestión de pudor, según los fieles, o de falta de aprecio por lo que hacen, según sus enemigos.
Esa regla se aplicaba hasta 2010. Publicaron un Exile on Main Street ampliado con diez canciones y contemplaron encantados cómo ese pedazo de historia —los Stones en la Costa Azul— se colocaba en el número uno de las listas británicas (en las estadounidenses alcanzaron el dos). Para unos señores que derivan sus ingresos y su autoestima de las megagiras, esas fueron muy buenas noticias. Y pretenden repetir la jugada con Some girls, supuestamente el disco más vendido de su turbulenta historia.
El papel de defenderlo recae en Charlie Watts. Mick Jagger tenía la excusa perfecta: está vendiendo SuperHeavy, ese proyecto tipo jet set formado con Damian Marley, Joss Stone, Dave Stewart y A. R. Rahman. Por otro lado, Keith Richards ha concedido demasiadas entrevistas el pasado año, con su delirante autobiografía, Vida. Y Ron Wood sale en los medios por sus cuadros o sus tropiezos (se arruina, se escapa con una jovencita, broncas en la calle). Así que todas las miradas apuntaron a Charlie Watts.
En cualquier otro grupo, recurrir al baterista podría considerarse como una solución de emergencia. En los Stones, sin embargo, Charlie Watts ocupa un puesto privilegiado. ¡Más que el corazón rítmico de la banda! Lo recoge el biógrafo Stephen Davis, en su tomo Rolling Stones: Los viejos dioses nunca mueren: «Hay una vieja frase entre los que han conocido a los Stones bastante tiempo. Es la de que Mick quiere ser Keith, y todos quieren ser Charlie. ¿Por qué Charlie? Porque es genuinamente enrollado, tiene un buen gusto innato y comprende la moderación. Charlie mantiene su familia unida, y nunca ha ido de estrella como el resto».
A diferencia de sus compinches, Charlie Watts todavía recuerda fichar en una oficina: «Era una agencia de publicidad pero nada tan glamouroso como Mad men». Así que ahora no se queja y cumple resignadamente con las obligaciones mediáticas: «Sé que no ha sido justo dejar que Mick o Keith se ocupen solos de la prensa, pero yo no tengo grandes historias que contar». Uno sospecha que le emociona más hablar de sus bandas de jazz, con las que graba discos y actúa: «Hace unos meses estuvimos tres noches en Barcelona, en Luz de Gas. Gran público».
Pero hoy toca Some girls. Un elepé grabado por una banda asediada, de futuro incierto. En febrero de 1977, la Policía Montada del Canadá detuvo a Keith Richards en Toronto y le cayó encima el peso de la ley. Se le acusó de traficar con drogas, aunque las cantidades en su poder no le retrataban como un narco (eran 22 gramos de heroína y 5 de cocaína). En esa coyuntura, parecía que finalmente los poderes establecidos habían pillado a Richards y que nada le libraría de ir a prisión. Hasta sus compañeros estaban hartos de su deterioro, de sus constantes malas noticias. Con la honrosa excepción del bajista Bill Wyman, se largaron a toda prisa y le abandonaron mientras se formaba el pelotón de fusilamiento.
Hoy, Charlie Watts jura y perjura que nunca pensaron en seguir sin Richards: «Hubiera sido imposible, los Rolling Stones son un todo». Cierto, pero hay casos de sólidos miembros de los Stones que se marcharon o fueron despedidos: Wyman, Brian Jones y Mick Taylor. Pero Watts se escurre: «Aunque Taylor era el mejor guitarrista para el repertorio que tocábamos en los primeros años setenta, un verdadero virtuoso, no hubiera servido para reemplazar a Keith en Some girls».
En libertad bajo fianza, Richards se juntó con el resto del grupo en París, donde se desarrollaron intensas sesiones de grabaciones: casi todo el otoño de 1977 y, tras la pausa navideña, los dos primeros meses de 1978. El razonamiento parecía ser: si los canadienses encierran a Keith, por lo menos que tengamos mucho material enlatado.
Charlie Watts no recuerda una tensión especial: «Descubrimos una sala grande en los estudios Pathé Marconi, que estaban en una zona apartada, cerca del Bois de Boulogne. Nuestro ingeniero, Chris Kinsey, sacaba allí un buen sonido y el alquiler era barato. Encontramos el equilibrio que habíamos perdido». Reconoce que quizá fue el último gran festín creativo de los Rolling Stones, antes de que grabar se convirtiera en una agonía, choque de cornamentas entre Mick y Keith.
Ayudó añadir elementos frescos a la mezcla, como Sugar Blue, un armonicista de Harlem al que, según la leyenda, los Stones descubrieron tocando en el metro. Pero ¿alguien de los Stones usaba el metro? «Yo no, desde luego», reconoce Charlie. «Las sesiones duraban dos días, así que cuando terminabas solo querías que alguien te recogiera y te metiera en la cama».
Típicamente, Keith Richards se quedaba dormido en cualquier rincón de Pathé Marconi. Ha contado la impresión de despertarse y comprobar que en el estudio, aprovechando un descanso de los Stones, estaba grabando la Banda de la Policía Municipal de París, con sus uniformes de gala. Tuvo suficiente presencia de ánimo para levantarse, murmurar un saludo y esfumarse. En contra de lo que afirmaba para tranquilizar a sus abogados de Toronto, Keith seguía consumiendo drogas duras.
En la discografía de los Stones, Some girls es considerada una obra de Mick, con escasas (pero impactantes) aportaciones de Richards. Hay ecos de dos tendencias contrapuestas que prosperaban por entonces: el punk rock y la disco music. Dado el conservadurismo estético de Keith, cabe imaginar que esas corrientes desembocaron allí por la curiosidad de Jagger, un connoisseur de las últimas tendencias.
Watts puntualiza: «Mick iba mucho por [la discoteca neoyorquina] Studio 54 pero también los demás escuchábamos la música del momento. A mí me gustaban los Sex Pistols y The Clash». Sí reconoce que la provocación venía de Jagger. «Se le ocurrió poner en la portada imágenes de Lucille Ball, Judy Garland, Raquel Welch y alguna más. Pero enseguida nos amenazaron los herederos de Marilyn Monroe y no sé quién más. Hubo que cambiarlo todo». También se indignaron activistas negros como Jesse Jackson, ante un verso que hablaba de la mítica voracidad sexual de las chicas de color.
Hoy, Charlie se ríe de esas tormentas: «En Estados Unidos siempre hay alguien que se siente ofendido y que quiere sacarte un dinero». Prefiere recordar lo mucho que disfrutó: «Yo soy un baterista limitado; mi máximo placer es ponerme a prueba. “Miss you” tiene una base disco pero no cualquier músico puede mantener ese pulso». También gozó con «Just my imagination», una joya de los Temptations rollingstonizada: «Todos estábamos enamorados de las producciones de Motown, aunque también sabíamos que no se podían imitar. Hasta la propia Motown perdió el know how, cuando abandonó su estudio de Detroit para instalarse en Los Ángeles».
Aquella estancia en París fue altamente productiva: cosecharon entre cuarenta y cincuenta temas. Diez de ellos aparecieron en el Some girls original y otros fueron repescados para discos posteriores. La reedición actual resucita doce canciones que evidencian que aquellos Rolling Stones no rompieron amarras con sus palos básicos: hay baladas country, números de blues y un éxito de 1959 («Tallahassee lassie», de Freddy Cannon). Más «Claudine», una pieza muy pirateada que revive un escándalo de la jet set estadounidense: Claudine Longet, cantante francesa e íntima de los Kennedy, mató a su amante, el esquiador olímpico Vladimir Spider Sabich. En 1978, los Stones no se arriesgaron a una demanda y «Claudine» fue al armario. Watts piensa que tiene al menos un interés histórico: «Fue el principio de esos casos tan publicitados en que unos buenos abogados sacan libre a su cliente, con todas las evidencias en su contra. Ella fue condenada a una multa y unos días de cárcel. Lo que me gustaría saber es cómo la chica dulce de aquella película de Peter Sellers [El guateque, 1968] terminó ciega de cocaína, disparando contra su novio». A mí también, a mí también.
Una impertinencia final. Con 70 años cumplidos ¿realmente se imagina embarcándose en otra gira mundial de los Rolling Stones? «Mucha gente dice que deberíamos acabar batiendo récords, llenando estadios en los cinco continentes. No estoy seguro de eso. La vida se extingue sin fuegos artificiales». Una larga pausa. «Pero estaré allí si me llaman mis compañeros. Se lo debo».
DEEP PURPLE TOMA EL CALIFATO
Hace muchos años, tras sentirme como Lawrence de Arabia en una mala jornada por el desierto de Arabia, juré que nunca me volverían a pillar en verano por Córdoba. En 2010, rompí la promesa al enterarme de que, durante su celebrado Festival de la Guitarra, tocaría esa bestia peluda llamada Deep Purple. En realidad, no sufrí demasiado. Aprendí además que, lejos de las grandes capitales, los artistas suelen ser más ariscos. Y los periodistas, más amables.
Ver para creer. El Festival de la Guitarra de Córdoba llega a la 30ª edición y ha contado con la presencia de unos bárbaros: Deep Purple. Hay actuaciones que convocarán a masas mayores —está previsto que Mark Knopfler llene la plaza de toros el próximo domingo—, pero lo del quinteto de hard rock imprime carácter.
Hablamos de un evento que comenzó en 1981, con un contenido exclusivamente flamenco: fue idea del guitarrista Paco Peña. Con el tiempo, se abrió hacia la guitarra clásica, el folclor hispanoamericano, el jazz, el blues, el rock. Ahora ocupa muchos recintos de la ciudad durante tres semanas de julio y, bajo la dirección de Ramón López, goza de un respetable presupuesto: dos millones de euros. Tiene actividades educativas —para más de 300 alumnos venidos de medio mundo— y acentúa su internacionalidad: las Jornadas de Estudio sobre la Historia de la Guitarra, en otras ocasiones consagradas a Andrés Segovia o Paco de Lucía, se dedican en 2010 al británico John McLaughlin, el mago de Shakti y la Mahavishnu Orchestra.
Pero lo de Deep Purple aporta un punto decididamente provocador, como esos musulmanes que se empeñan en rezar en la antigua mezquita de la ciudad. Se trata de un grupo que quizás solo cuente con una canción universal —«Smoke on the water»— pero cuyo nombre sugiere excesos instrumentales, desfases entre los oyentes y, sobre todo, la capacidad de los egos para enmarranar un proyecto creativo. Las revistas de heavy se dedicaron durante años a detallar los ásperos enfrentamientos del primer guitarrista, Ritchie Blackmore, con el resto de sus compinches.
Todavía se lanzan pellizcos desde las entrevistas pero ya no coinciden en el circuito: Blackmore aborrece el rock, ahora cultiva una música pretendidamente medieval. Desde 2002, Deep Purple se mantiene estable: el guitarrista Steve Morse, el teclista Don Airey, el cantante Ian Gillan, el baterista Ian Paice y el bajista Roger Glover. Los tres últimos grabaron discos clásicos como In rock o Made in Japan, por lo que no se les discute la legitimidad.
Otros dirían que es un castigo: están condenados a tocar la música que hacían 40 años atrás. Arrugados, con achaques, disminuidos en sus facultades, pero obligados a las posturitas, los breves solos heroicos, la complicidad con el respetable. De ninguna manera crean que es una vida de fatiguitas. Deep Purple y su equipo, un total de 19 personas, viajan en un avión privado, mientras instrumentos y equipo se desplazan en un monstruoso camión morado. Y cobran por concierto unos 100.000 euros (más IVA).
El último álbum de Deep Purple salió en 2005: Rapture in the Deep. Cabe imaginar que han decidido que ya no compensan esos esfuerzos y se concentran en lo que nunca dejó de funcionar: el directo. Ya no están en el negocio discográfico y van por libre: nada de compromisos con la prensa, confraternización con los fans o saludos a las autoridades. Y eso que en el Ayuntamiento estaban intrigados por unas fotos de Deep Purple en 1968, donde el organista histórico, Jon Lord, llevaba un inequívoco sombrero cordobés.
Los músicos desaparecen en un hotel de cinco estrellas y retrasan todo lo posible su presencia en La Axarquía, un grato teatro al aire libre. Julio en Córdoba, hay que protegerse: uno de los técnicos foráneos sufre un golpe de calor y queda fuera de combate. Desconozco si es su práctica habitual, pero ni se presentan a probar sonido, con la excepción del teclista: Don Airey parece disfrutar tocando en soledad y se queda solo en el escenario, sin molestar a nadie, escuchándose por auriculares.
Mientras anochece, se alzan gritos en el backstage. Son escenas de la consabida batalla entre las exigencias del rider de los artistas y la realidad de las tiendas locales. Qué escándalo: faltan los pomelos y un tipo de leche habitual en el Reino Unido pero no en Andalucía. Pequeños detalles que los visitantes usan para apretar las tuercas a los organizadores. Estos se vengan recordando los caprichos de las estrellas: «A veces, los peores son los artistas más rojos. Un Charlie Haden o un Silvio Rodríguez te exigen limusinas y las mejores suites de hotel». Se palpa la tensión entre las agencias internacionales y los promotores hispanos: «Han oído algo de que España tiene problemas económicos y exigen cobrar por anticipado, aunque lleves años pagando religiosamente».
El público nada sabe de esas guerras. Cuatro mil personas han soltado 45 euros (38 en venta anticipada) por el lujo de experimentar algo parecido a un concierto de Deep Purple en 1972. No, seamos sinceros: ahora suenan más limpios que entonces. Cierto que Ian Gillan cumple malamente con los agudos; su lenguaje corporal evoca a un turista en noche de karaoke. Sin embargo, los instrumentistas han perfeccionado su labor. En el corazón de la banda habitan eclécticos músicos pop de los sesenta que contribuyeron a codificar el vocabulario del rock duro. Su carrera inicial tuvo cierto paralelismo con la de Led Zeppelin pero el mercado ha impedido evolucionar a Deep Purple. Conscientes de lo que se espera de ellos, apenas se despistan; se desahogan interpolando citas de clásicos ajenos, de «Work song» a «Goin’ down».
Los «nuevos» son instrumentistas todoterreno que alardean de sus habilidades digitales, sin atreverse a revisar radicalmente el repertorio sagrado: esto no es el No quarter, de Jimmy Page y Robert Plant. Y los asistentes tampoco se quejan. Olviden los tópicos sobre el público heavy: la de Deep Purple es una tropa multigeneracional, donde escasean los uniformes de tribu urbana. No hay rastros de la beligerante testosterona que marcaba en otro tiempo los conciertos duros: de hecho, la presencia femenina se acerca al 40%. Una multitud agradecida y educada: ni siquiera un corte de sonido, hacia el final, logra interrumpir la comunión. Hasta los múltiples dioses de Córdoba parecen complacidos: sopla una mínima brisa por la colina de La Axarquía.
JOHN LENNON EN EL ARMARIO
El duradero cariño general por Lennon puede parecer inexplicable para alguien que esté fuera del mundo del rock. Pocos músicos acumulan tantos deslices políticos, errores en negocios, discos endebles, canciones babosas. Puede que ahí localicemos el secreto: nos muestra lo peor, los caminos más erróneos que puede tomar una estrella del rock.
Aquel universitario estaba haciendo su tesina sobre la crítica musical en España. Desgranaba su cuestionario, grababa y escuchaba circunspecto. Hasta que llegó la pregunta tópica: «¿A quién le gustaría haber entrevistado?». Ante mi respuesta, manifestó cierto fastidio: «John Lennon… todos dicen lo mismo».
Un momento, un momento. Olvidemos «Imagine». En 10 años, John recorrió el abanico de posibilidades generacionales. El renegar de los Beatles, la radicalización política, las drogas, los desmadres y vuelta a la monogamia. ¡De líder contracultural a Howard Hughes del rock! Sospecho que aceptó íntimamente que nada de lo que hiciera en solitario alcanzaría el impacto de los Beatles, así que lo compensaba con el plus de sinceridad. Quizá tenía pocos recursos musicales, pero poseía la capacidad de comunicación, que finalmente es la clave del rock. Todo esto ocurrió durante los setenta. ¿Quién da más?
Y murió mártir, no víctima de una sobredosis o un suicidio. Además, a pesar de docenas de libros y documentales, todavía es un personaje en construcción, incomprendido o caricaturizado. Quedó dañado por el malévolo torpedo de Albert Goldman, Las vidas de John Lennon. Al otro extremo, la albacea de su herencia se empeña en edulcorar la imagen pública del difunto: asombra que Yoko retirara su aprobación a la valiosa biografía de Philip Norman por unos cotilleos sexuales —en realidad, especulaciones— de mínima importancia.
La viuda mantiene la versión canónica de la última década de John. Estos días, aprovechando un par de aniversarios redondos, vuelve a empaquetar la música del ex Beatle: un CD de éxitos (Power to the people: the hits), una caja de cuatro discos ordenados temáticamente (Gimme some truth) y una «integral» con 11 CD (John Lennon signature box).
Ninguna objeción: es legítimo e incluso necesario. Cierto que incluso esa última caja deja mucho material fuera. Se evitan los discos experimentales (Two virgins, Life with the lions, Wedding album) o el salvaje directo de la Plastic Ono Band (Live peace in Toronto 1969). Yoko parece relegar la actividad vanguardista a la categoría de «locuras de juventud». Que conste que ha tenido alguna iniciativa ingeniosa, como el recopilatorio Acoustic (2004), que facilitaba la interpretación desenchufada del repertorio lennoniano al incluir letras y acordes para guitarra. Sin embargo, sigue hurtándonos una visión completa del John de carne y hueso.
Parecería que Ono intenta borrar el dato de que Lennon fue miembro activo de la comunidad del rock a principios de los sesenta. Aparte de patrocinar a freaks neoyorquinos tipo David Peel o Elephant’s Memory, gustaba de colaborar con famosos amigos. Compuso, tocó, cantó o produjo para Nilsson, Ringo, Elton John y David Bowie. Puede que queden otros cabos sueltos: Mick Jagger recuperó en su The very best una respetable colaboración con John de 1973, «Too many cooks (spoil the soup)».
Solo el empeño en reducirle a un alma perdida en busca de redención puede explicar que no haya una antología discográfica de esas aventuras, que le muestran abierto, divertido y productivo. De las tres ocasiones en que John llegó al número uno en su país adoptivo, durante los setenta, solo una corresponde a un disco propio: «Whatever gets you thru the night» (1974). Las otras fueron reuniones con Elton (la versión de «Lucy in the sky with diamonds», 1974) y Bowie («Fame», 1974).
También nos falta la faceta más lúdica de las cintas caseras de John. La crónica oficial le sitúa, tras 1976, retirado del rock y reconvertido en «amo de casa». Pura propaganda feminista: los Lennon contaban con abundante ayuda doméstica y John nunca dejó de grabar.
Las home recordings publicadas son generalmente maquetas de las canciones que saldrían a partir de Double fantasy, pero resulta que también usaba el magnetófono para fijar sus orígenes: registró gamberradas y temas de Chuck Berry, Everly Brothers o Lonnie Donegan, a veces con caja de ritmos. Mantenía afiladas las garras: impresiona «Serve yourself», su reacción ante el Dylan fundamentalista. Hasta en su supuesta época de recluso, entre las paredes del edificio Dakota, John seguía haciendo música por placer. Era un rockero en el armario.
EL HIPPY IRREDUCTIBLE: NEIL YOUNG
Algunos dicen que Neil Young es el mejor anuncio contra los peligros de fumar demasiada marihuana y demasiadas décadas seguidas. Hay una feroz cabezonería en sus actitudes, un riesgo constante en sus decisiones estéticas. Puede sacar discos valientes y discos onanistas. ¿Nadie de su entorno le dice nada? Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.
Siempre que se despotrica contra los históricos del rock de los sesenta, debe hacerse una salvedad. Neil Young ha esquivado muchas de las trampas que ensuciaron a sus compañeros de generación. Supo interactuar con Devo, Johnny Rotten, Kurt Cobain, Pearl Jam. Nunca pulsó la tecla de la nostalgia y, si la sentía cerca, subía la apuesta: la última gira con Crosby Stills & Nash rebosaba mensajes contra Bush y la invasión de Irak, que reventaron la supuesta armonía de la tribu de Acuario; hubo abucheos del público más patriotero, que abandonaba los auditorios.
Ninguna novedad: ya había indignado a otro sector de su audiencia en los ochenta, al defender los afanes anticomunistas de Reagan. Ni siquiera se libran sus colegas. Ridiculizó a los artistas encamados con las grandes corporaciones: el vídeo de «This note’s for you» escenificaba el brutal accidente de Michael Jackson, cuando ardió su cabellera mientras rodaba un anuncio para Pepsi.
Musicalmente, Neil ha sido un saltamontes, probando desde el tecno al rockabilly, ajeno al desconcierto de seguidores y discográficas. Entre sus méritos, yo destacaría el desenmascarar al magnate David Geffen, un lobo con modales de cordero que llegó a demandarle por grabar «discos de naturaleza no comercial, alejados de lo que previamente caracterizaba a Neil Young».
Sus criterios estéticos son misteriosos. Frecuentemente, no le funciona el control de calidad. En 1977, retiró un disco brillantísimo, Chrome dreams, y lo despiezó, repartiendo sus temas entre posteriores lanzamientos. Ha repetido esa jugada en otras ocasiones, con bovina testarudez.
El resultado final es una obra poliédrica e inmensa, situada por debajo del radar del gran público. La transmisión del primer Rock In Rio madrileño lo demostró: el locutor destacado por TVE parecía no conocer más allá de «Heart of gold»; enfrentado con aquel rockero greñudo y feroz, reaccionó con chistes. Además, TVE destrozó el concierto, intercalando bloques publicitarios de entre 5 y 9 minutos.
Meses después, entrevisté a Neil y el asunto le divertía: «A pesar de todo, ¡lo han pirateado!». Tenía la teoría de que YouTube era la nueva radio libre: «Cualquier cosa que toques, termina allí, aunque suene horrible». Su respuesta era mimar el sonido, la envoltura de sus propios discos.
Con Le noise (Reprise), vuelve a romper la baraja. El título es una certera broma respecto al apellido de su cómplice, el productor Daniel Lanois. Venía de una gira en la que nuevamente saboteó las expectativas de seguidores y promotores; incluso vendía una camiseta provocadora: «Yo dije que iba a actuar solo… ellos dijeron que era en acústico».
En Le noise, Neil está solo, pero alejado del modelo cantautoril. Se grabó en la mansión californiana de Lanois, preferentemente con guitarra eléctrica. De hecho, el único antecedente es la abrupta banda sonora que Neil confeccionó para Dead man, aquel western alucinado de Jim Jarmusch. Contaba que le llamaron cuando el presupuesto se había agotado y solo tuvo un día: improvisó y salió triunfal del brete.
También Le noise se hizo a pelo. Neil cantaba y tocaba mientras Lanois añadía sus ruidos: ecos y manipulaciones varias. La guitarra gruñe como un animal prehistórico, la voz se desdobla en bucles hipnóticos. Son canciones escritas al borde del abismo: la guerra, el impacto del hombre sobre la naturaleza, la necesidad de liderazgo ante el calentamiento global, la urgencia del amor ante la amenaza del Apocalipsis. Más una añeja crónica autobiográfica, «Hitchiker», donde explica los efectos de cada droga que tomó; sobrevivió gracias «a mis niños y mi fiel esposa».
Asegura Lanois que las canciones resultaron fáciles, que a veces bastaba con dos tomas. Pero Neil especifica que se necesitaron varias tandas de tres o cuatro días. No salen las cuentas. Hasta que confiesan que las sesiones siguieron el calendario lunar: para el compositor de Harvest moon, la mejor música brota con la Luna llena. Neil Young puede ser un experto en coches eléctricos, pero, oye, no le importa nada que le llames hippy.
LA QUÍMICA DE LOS GRATEFUL DEAD
Visité Haight-Ashbury, la zona de San Francisco donde germinó el primer hippismo, donde los Grateful Dead tenían su famosa casa comunal, donde se fotografiaron con sus colegas (y Pigpen llevaba un rifle Winchester, extraño accesorio para 1967). De aquel pasado solo detecto una abundancia de mendigos con melenas sucias, algunos camellos poco fiables. Y algunos negocios hip: la tienda de discos de Amoeba me hace olvidar lo crepuscular del paseo.
Siguen dándonos la tabarra con eso de que Internet funciona como la Biblioteca Universal, que aparentemente nos hace mejores con su mera existencia. Cuesta comulgar con ese dogma: la multiplicación de recursos documentales parece ser anulada por el imperio de la trivialidad, el abuso del corto y pego, la disminución de la retentiva.
Por lo que respecta al rock, siento visceralmente que —cada pocos años— es necesario volver a contar las grandes historias. Las historias ejemplares de artistas, movimientos, productores, sellos. Lo hacen muy bien algunas revistas españolas, a diferencia de nuestras emisoras musicales, tan alérgicas al trabajo en profundidad.
Un ejemplo sería la saga de los Grateful Dead. Grupo modélico para los tiempos que corren: grababan discos de estudio pero vivían para sus conciertos. No disfrutaron de un éxito («Touch of grey», 1987) hasta veintitantos años después de su fundación. Mantenían una relación directa con sus seguidores, los deadheads, a los que permitían registrar sus directos e intercambiar los resultados. Los Dead figuran incluso en textos como Marketing radical (Barcelona, Gestión 2000), donde Sam Hill y Glenn Rifkin estudian la explotación de marcas atípicas como Harley-Davidson o la NBA.
Sin olvidar su irisada música, sustentada sobre tres patas. Primero, los Grateful Dead se construyeron un repertorio propio, con resonancia generacional, potenciado por letristas externos como Robert Hunter o John Barlow. Segundo, eran una banda de jukebox, capaz de recrear centenares de clásicos estadounidenses. Tercero, dominaban la alquimia de la exploración, en la cantera de lo genuinamente psicodélico.
Existe una abundantísima bibliografía sobre los Dead. Estos días he leído Searching for the sound: my life with The Grateful Dead, libro que Phil Lesh publicó en 2005. Se supone que Lesh, bajista, era el miembro más educado del grupo: estudios con Luciano Berio, clases al lado de Steve Reich, pasión por Wagner. No son necesariamente medallas cuando se trata de un músico de rock, pero sí sugieren una mente inquieta: quizás Lesh posea una visión afinada de lo que fue el torbellino de los Grateful Dead.
Phil Lesh no se dedica a la desmitificación. Pero sí advierte contra algunas de las leyendas adheridas al grupo. No, no hubo un «plan maestro» capaz de explicar la supervivencia de los Dead, frente al eclipse o la caída de tantos compañeros del fértil rock de San Francisco. Todo lo más, Lesh menciona un «inconsciente de grupo» que les permitió superar las tormentas.
Tal como lo cuenta, fue una carrera contra las exigencias económicas. De ellos dependía una extensa infraestructura técnica y humana: pagaban bien a su equipo, hippies de manual que se metieron en unos compromisos —familias, hipotecas, seguros médicos— que requerían que el grupo saliera regularmente a la carretera.
La serpiente que se muerde la cola: convertidos en fenómeno de masas, llenaban estadios y se rompían la cabeza contra el problema del sonido. Según recuerda Lesh, la solución para cualquier problema pasaba por invertir más dinero. Así consiguieron los equipos de amplificación más complejos y delicados del mundo, sin llegar nunca a sentirse plenamente satisfechos.
Al final, se convirtieron en lo que odiaban: un puñado de músicos aislados, atrincherados en la zona de camerinos contra el resto del grupo y las exigencias de la tribu. Para su frustración, los deadheads terminaron cobijando una minoría levantisca, desinteresada por la música: seguían a los Grateful Dead pero no entraban en los conciertos, simplemente alimentaban un mercadillo de materiales ilegales que, inevitablemente, generaba conflictos de orden público.
Todavía pasma la lucidez de su cabecilla, el cantante y guitarrista Jerry García. El hijo-de-gallego entendía perfectamente que habían confundido un medio —la necesidad legal de funcionar como un ente corporativo— con un fin: «No debemos dejar que nos defina lo que es una ficción de conveniencia, dictada desde fuera».
Sin embargo, fueron derrotados. Aquella risueña banda de psiconautas, siempre prestos para la expansión mental, se atascó en los pozos del alcohol, la cocaína, la heroína. Para cuando todo acabó, cuando falleció García, durante el verano de 1995, ya habían muerto prematuramente tres de sus teclistas: Pigpen, Keith Godchaux, Brent Mydland. No les venció el potro desbocado del negocio, sino el hedonista estilo de vida del rock. Una conclusión más desmoralizante que moralista.
EL HÉROE TRÁGICO DEL PRIMER ROCK & ROLL: BUDDY HOLLY
La beatificación de Buddy Holly es cosa reciente. A mediados de los setenta, un amigo francés viajo a Lubbock, la ciudad tejana donde nació, y me contó el pasmo general ante el hecho de tener un visitante foráneo preguntando por Buddy. Pudo hablar con familiares y amigos, encantados de que alguien se acordara de aquel guitarrista pulcro con gafas de pasta.
Recientemente, Keith Richards hablaba sobre los discos que cambiaron su vida. Y destacaba The chirping Crickets, el primer elepé de Buddy Holly con su grupo. Fue lo que le empujó a componer, explicaba: «recuerdo hablar con Lennon y McCartney sobre Buddy. El hecho de que compusiera sus propias canciones supuso un impulso para nosotros. En aquellos días eras músico y convertirte también en compositor suponía una diferencia tan grande como la que hay entre ser un tendero o ser un herrero».
Mientras Richards y Mick Jagger se afanaban en crear temas propios, recurrieron a Buddy Holly: en 1964, «Not fade away» fue uno de los primeros éxitos de los Rolling Stones. Los Beatles también usaron su cancionero; hasta su nombre era un juego de palabras con beetles (escarabajos), un guiño a la banda de Buddy, The Crickets (literalmente, Los Saltamontes). Y no fueron los únicos: jugando con su apellido, surgieron The Hollies, el grupo de Manchester donde destacó Graham Nash.
Entonces, Holly tenía mucho de héroe trágico: murió en una avioneta el 3 de febrero de 1959, dos días después de haber actuado ante un joven Bob Dylan. El año anterior había girado por Gran Bretaña, dejando públicos apabullados por su volumen y brillantez guitarrera. Buddy estaba en una encrucijada: dudaba entre seguir una línea orquestal o desarrollar su cortante sonido eléctrico. Aunque también podía haberse convertido en un cantautor folky y bohemio: se instaló en el Greenwich Village neoyorquino, tras casarse con la puertorriqueña María Elena Santiago.
La viuda se conserva espléndidamente y mantiene un espíritu peleón. Defiende el recuerdo de Buddy y es capaz de pleitear —sin resultados— contra la publicación de una autobiografía firmada por Peggy Sue Gerron, la tejana que inspiró dos de los mayores éxitos del difunto, «Peggy Sue» y «Peggy Sue got married». La Peggy Sue musical ascendió a arquetipo de la teenager con una película de Coppola, Peggy Sue se casó. El cine ha sido decisivo para construir la leyenda de Buddy, con un excelente biopic y aquella frase tajante de American graffiti: «el rock & roll está de capa caída desde que murió Buddy Holly».
Por su parte, Paul McCartney nunca le olvidó. A principios de los setenta, por consejo del padre de su esposa Linda, el antiguo beatle comenzó a comprar editoriales musicales, empezando por la que controlaba el catálogo de Buddy como autor. Una inversión astuta, que además le permitía divertirse: una vez al año, en Londres montaba la Semana de Buddy Holly. Paul y sus amigos se vestían de teddy boys y bailaban con ese repertorio inmortal, que todavía deslumbra por su concisión narrativa y dinamismo rítmico.
En septiembre [de 2011], Buddy Holly hubiera cumplido 75 años. Una cifra así invita a organizar homenajes y hay varios en marcha. Peter Asher, el productor británico afincado en California, ultima Listen to me: Buddy Holly, con versiones de admiradores como Brian Wilson, Chris Isaak o Jackson Browne. Pero el primer disco en llegar es Rave on Buddy Holly. Se trata de una iniciativa de MPL, el sello de Paul McCartney, y pretende presentarle ante un público digamos indie.
De ahí la participación de My Morning Jacket, She & Him, Julian Casablancas (Strokes), Jack White o los Black Keys. Aunque son creadores maduritos los responsables de algunas de las mayores audacias: Patti Smith convierte «Words of love» en una plegaria, Lou Reed parece querer pervertir a «Peggy Sue» y hasta el afable McCartney se transforma en un psicópata con «It’s so easy». Todos suben el listón cuando hay que medirse con Buddy.
CUANDO LOS BEACH BOYS DESAFIABAN A LOS BEATLES
Pocas entrevistas me han provocado tanta pena penita pena como la que realicé a Brian Wilson. No solo por la evidente sordera. También exhibía un despiste tan inmenso que parecía una broma: «¿De verdad te gustan los Beatles? Se lo tengo que contar a mis amigos, no sabía que eran conocidos en España».
En 1966, cuando se publicó Pet sounds, no fue un éxito enorme. Al menos en Estados Unidos: apenas llegó al número 10 de las listas de ventas; solo en 2000 superó el millón de copias. En el Reino Unido tuvo mejor acogida y alcanzó el número 2, un cierto consuelo para su creador: Brian Wilson, alma de los Beach Boys, estaba compitiendo con los británicos Beatles, que —desde Rubber soul, 1965— concebían cada elepé como una obra de arte (y un manifiesto del momento personal y generacional). Los de Liverpool recogieron el reto. Según George Martin, «sin Pet sounds, nuestro Sgt. Pepper’s no hubiera ocurrido: fue el intento de igualar el disco de los Beach Boys».
Lo reconoce el productor de los Beatles en el DVD que acompaña a la edición conmemorativa del 40 aniversario de Pet sounds. Al making of se unen rarezas audiovisuales, como el rescate de tres primitivos videoclips, y un aleccionador encuentro de Martin y Brian donde desmenuzan «God only knows». En lo sonoro, se presenta Pet sounds en su versión monoaural, la única creada por Brian; se suman la (autorizada) reconstrucción estereofónica de 1997 y dos mezclas para audiófilos, 5.1 Surround y Hi Res PCM Stereo. Textos minuciosos explican la proeza técnica que suponía entonces grabar canciones tan catedralicias con máquinas de 4 y 8 pistas.
Lo que hoy cuesta imaginar es el salto estético que supuso Pet sounds. Hasta 1966, los Beach Boys eran un grupo fabuloso pero endiabladamente convencional, aparentemente consagrado a celebrar el estilo de vida de la juventud dorada californiana: surf, coches deportivos y, como decía una letra emblemática, «dos chicas por cada chico». Incluso actuaban uniformados, con camisas de rayas. Esencialmente, se trataba de una agrupación vocal y un proyecto familiar —hermanos, primos, amigos— con el patriarca Murry Wilson ejerciendo de ogro.
Con Pet sounds, Brian Wilson decidió emanciparse artísticamente. Estaba solo: había estudiado las producciones de Phil Spector y tenía en mente su delicada versión particular, lo que él llamaba sinfonías de bolsillo.
Desde 1965, cuando renunció a las giras, comenzó a exprimir a los mejores músicos de estudio de Los Ángeles, gente mayor y desconfiada. Junto a los metales y las cuerdas, sonaban mandolinas, acordeones, armónicas, ukeleles, clavicordios y hasta un theremin. Así se dio textura a unas lustrosas melodías nacidas en el piano, a las que —semanas o meses después, a veces en otro estudio— los Beach Boys añadían sus prodigiosas voces.
Sustentado por esas capas de inventiva sonora, Brian cantó en la mayoría del disco, generando un introspectivo clima otoñal. Las letras, redondeadas por Tony Asher, retrataban el momento en que los comportamientos adolescentes cedían el paso a decisiones de adulto. Sin saberlo, Brian despedía la era inocente de la cultura pop y lo hacía anticipando los nuevos tiempos: «Quería lograr unos sonidos que hicieran que el oyente se sintiera amado». A la vuelta de la esquina estaba la contracultura, que se les indigestó a los chicos de la playa: todos los grupos pasaron sus sarampiones de hippismo, pero ellos fueron los únicos que trataron con Charles Manson y se fueron de gira con el dudoso Maharishi Manesh Yogi.
Lo que vino a continuación es trágico, pero también una de las grandes historias ejemplares del rock. Y se ha contado mil veces, de forma especialmente equilibrada en Catch a wave: the rise, fall & redemption of the Beach Boys’ Brian Wilson, el reciente libro de Peter Ames Carlin. Ahora no lo reconocen, pero hubo fuerte oposición interna a las audacias musicales de Brian Wilson, aunque el relativo fracaso de Pet sounds fue seguido por su grabación más imperecedera: «Good vibrations». El trauma de no terminar Smile en su tiempo acentuó la fragilidad emocional de Brian, cuyos apetitos le convertirían en un zombi, a las órdenes de un psiquiatra venal, antes de recuperarse. Como todas las buenas historias estadounidenses, esta terminó entre abogados y ante los tribunales. Las demandas aún siguen coleando.
CUANDO EL GRUNGE ROMPIÓ AGUAS
Casi prefiero la leyenda del Cobain yonqui, empujado al suicidio por sus dolencias. La otra opción es aún peor: el Kurt frustrado por su incapacidad para conciliar su estatus de rock star con el purismo de la «escena alternativa». Morir por ser más o menos cool no parece digno de nuestros héroes.
Para la historia musical, 1991 ha quedado como «el año que el punk-rock rompió». Así se llamó el documental que recogió una gira veraniega de Sonic Youth por Europa en la que Nirvana iba de grupo telonero. El título era una broma a cuenta de Mötley Crüe, consentidos rockeros californianos que habían comenzado a tocar «Anarchy in the UK», el estridente himno de los Sex Pistols. Pero el chiste resultó premonitorio. En septiembre, se publicaba en Estados Unidos el segundo álbum de Nirvana, Nevermind; el impacto del rotundo «Smells like Teen Spirit» barrió del mapa a Mötley Crüe y demás bandas de peluquería. Más simbólico resultó que Nevermind arrebatara el número uno a Dangerous, de Michael Jackson. De golpe, la ética y la estética del punk se implantaban en una amplia franja de jóvenes. Hasta hoy se han despachado en todo el mundo 25 millones de copias de Nevermind.
Cierto que los medios hablaban de grunge. Es decir, «suciedad, basura, chatarra». Un nombre mordaz para bautizar al punk-metal que venía del Estado de Washington, especialmente el procedente de Seattle, donde tenía su sede el modesto sello Sub Pop. Allí editó Nirvana su primer álbum, Bleach (1989). Esos detalles discográficos no son triviales. En 1991, recién fichados por la poderosa Geffen, Cobain se presentaba así en directo: «Hola, somos unos vendidos al rock corporativo de compañías grandes». Había ironía, pero también defensa preventiva ante unas acusaciones que sabía inminentes.
Aquí está uno de los nudos del drama íntimo de Cobain. Ansiaba ser una rock star y, de hecho, se habituó a los privilegios inherentes a esa posición. Perfectamente comprensible para alguien que procedía de la clase media-baja y que conoció la experiencia del homeless, durmió en coches o en la sala de espera de un hospital. Al mismo tiempo, se formó con la ley del punk rock. Específicamente, el punk de Olympia, ciudad universitaria del noroeste donde prendió el movimiento de las riot grrrls, feministas con guitarras eléctricas.
En Olympia imperaba Calvin Johnson, músico, empresario e ideólogo que impartía un punkismo radical: sus seguidores eran denominados «calvinistas». Cobain fue uno de ellos: hasta se tatuó el logo de K Records, la discográfica de Calvin. Todo muy freudiano: Cobain salía con Tobi Vail, anteriormente novia de Calvin. Otra riot grrrl se burlaba de la pareja, escribiendo en una pared que «Kurt huele a Teen Spirit», en referencia al desodorante que usaba Tobi. Ignorante de que Espíritu Juvenil era una marca comercial, Cobain lo apuntó en una de sus libretas, donde vertía sus intimidades y sus planes musicales.
Asombra lo ingenuos que eran Cobain y sus compañeros. Recorrían un circuito orgullosamente pobre, donde los grupos giraban en furgonetas descacharradas y dormían en casas particulares. Ya enlatado Nevermind, cuando despertaron el interés de las compañías fuertes, les invitaban a Los Ángeles. El cazatalentos de MCA acudió a recogerlos a su habitación del Sheraton y les descubrió desconcertados. Habían sacado las botellitas del minibar pero no sabían si podían bebérselas: nunca se habían alojado en un hotel que ofreciera ese servicio.
Sus conflictos con la gran industria derivan de un sentimiento de culpa, por traicionar las reglas del punk tal como se entendía en los islotes alternativos. De ahí las broncas rituales con MTV, a pesar de que Cobain asumía que la cadena musical era esencial para difundir su música.
El dilema creativo de Nirvana: compatibilizar sus modos punkis con un corazón melódico. De joven, Cobain había asimilado la discografía de los Beatles y eso resultaba… frustrante: «Ellos hicieron todo lo que se puede hacer con el pop». Junto a las «canciones bonitas» —«Come as you are», «Pennyroyal Tea», «About a girl»— surgían explosiones como «Moist vagina», una oda a la marihuana publicada en disco bajo sus iniciales, «M. V.». Kurt aceptaba la miserable censura de las cadenas de grandes almacenes.
Encontrar un hueco musical propio era tan importante como construir un hogar a su medida: sus padres se separaron cuando él tenía nueve años. Desde entonces, Kurt había vivido en docenas de casas, rebotando como una bola en la máquina del millón. Fue brevemente cristiano renacido, pensó unirse al US Army, tuvo empleos humillantes, solicitó los cupones de comida estatales.
En su privilegiada cabeza, todo pasaba por el filtro de la autenticidad. Siempre admiró al legendario Leadbelly, del que interpretó varios temas. En 1993, supo que se vendía una de sus guitarras. El precio estaba a su alcance: 50.000 dólares (unos 35.000 euros). Pero fue incapaz de decidir si comprarla era un acto punk (bien) o un capricho de millonario (mal).
La obsesión por analizar sus motivaciones tenía límites. Odiaba ejercer de cabecilla (aunque exigió que se reconociera su preeminencia a la hora de repartir los derechos de autor) y permitía que se pudrieran las relaciones internas. Con la irrupción de Courtney Love en su vida, que potenció su autoestima, se distanció de sus cómplices de Nevermind. El bajista, Krist Novoselic, era un animal político: de origen croata, estaba horrorizado por las guerras tribales que brotaban en Yugoslavia. El baterista, Dave Grohl, era un animal social, como demostraría en su carrera posterior, sobre todo al frente de Foo Fighters.
Novoselic fue de los pocos que intentaron frenar a Kurt en su descenso al abismo. Conocía su monumental consumo de drogas, sus dolores estomacales, su intento de suicidio en Roma y los abundantes antecedentes de autodestrucción entre los Cobain. Un día de marzo de 1994, le agarró del pescuezo y le llevó al aeropuerto de Seattle: en Los Ángeles le esperaba un centro de rehabilitación. Pero Kurt se rebeló en la terminal: el renacuajo rubio atizó un puñetazo al altísimo bajista y desapareció entre insultos. Diez días después encontraron su cadáver. Se había inyectado una megadosis de heroína, pero, para asegurarse, también se reventó la cabeza con un rifle.
De alguna manera, Kurt ha quedado reducido a un ejemplo moral. Fue el rompehielos que permitió un cambio de paradigma en la cultura, con la ascensión de lo alternativo a mainstream. Pero también nos habla de la ansiedad, la alienación, la infelicidad que laten bajo nuestro estilo de vida. Paradójicamente, su música parece intocable: generalmente, solo gente de jazz y estilistas tipo Caetano Veloso se atreven con ella. Resulta significativo que el homenaje a los 20 años de Nevermind haya sido promovido por una revista, Spin, que literalmente ha empujado a grupos y solistas a recrear sus canciones. Es un disco de descarga gratuita: no quieren hacer negocio con Cobain. Todavía duele demasiado.
COLDPLAY: LO CONSIGUES SI LO INTENTAS
Las exigencias de «la actualidad» —tal como se entiende en un diario— llevan regularmente al periodista hacia entrevistas con artistas por los que no siente una pasión desmedida. Es un proceso indoloro; de hecho, resulta menos tenso que lidiar con alguien a quien admiras. Excepto raras canciones, nunca me toca la música de Coldplay. Pero hablar con ellos suele ser entretenido. Ansiosos por gustar, Chris Martin y su socio se explican, se disculpan, se confiesan. La hora acordada pasa en un suspiro y terminas deseándoles suerte. De corazón. Debe ser el Síndrome de Estocolmo del entrevistador.
Ya habrán oído que Chris Martin es alto, muy alto. Tal vez impresionaría si no fuera porque el cantante de Coldplay hoy parece haberse vestido a ciegas, con una combinación imposible de practicante de jogging y rapero de etiqueta. En realidad, cabe atribuirlo al cansancio por el lanzamiento de su nuevo disco, Mylo Xyloto. Eso sí, se ha decorado el estudio de grabación para que luzca bonito en las entrevistas de televisión, desplegando bellos instrumentos vintage, incluyendo un marxophone, una cítara patentada hace cien años. «El único invento musical de Karl Marx», bromea el cantante.
Como siempre, Chris hace tándem para la entrevista con Jonny Buckland, su socio guitarrista, que ha perfeccionado la pose de músico bonachón, abstraído pero agudo en sus intervenciones. Estos días se cumplen los 15 años de su primer encuentro, en una residencia de la Universidad de Londres.
¡Máquina del tiempo! Chris recuerda a un grupo muy verde: «Me asombra el descaro de salir a tocar cuando sabíamos que éramos flojos. La trampa de hacer creer que teníamos mucho público, cuando eran los mismos amigos, a los que obligábamos a seguirnos de sala en sala. Y el engañar a nuestros padres, que pensaban que estábamos estudiando. Bueno, finalmente aprobamos, así que engañamos incluso a los profesores».
—¿Y qué han aprendido en estos años? Me refiero a la convivencia en el seno de un grupo de éxito.
—(Chris) «Si conoces la historia del rock, ya sabes lo que te espera. Problemas de comunicación, cuestiones de dinero, el ego del cantante, el guitarrista que quiere sacar un disco en solitario».
—(Jonny) «Hemos aprendido a ser más tolerantes. Teníamos una regla que decía que tomar cocaína era causa de expulsión de Coldplay. Así de ingenuos éramos».
—(Chris) «Lo esencial es no pelearse por el dinero o por el reconocimiento. Por eso, nuestros temas vienen firmados por los cuatro. Lo dice Bono: “Un grupo se puede romper por discusiones sobre el orden de los temas, pero nunca por el reparto del dinero”».
Ah, la famosa charla de Bono. El irlandés procura encontrarse con músicos en ascenso, a los que ofrece una serie de consejos de sentido común (pero no hay mucho de eso cuando el mundo se te abre de piernas). Chris Martin todavía lo agradece: «Ahora todos atacan a Bono, pero no hay músico más generoso. Me agarró y me contó cosas que deberíamos saber para sobrevivir. Y eso que nosotros aspirábamos a su puesto de banda para grandes recintos. Que U2 saque un disco flojo no me preocupa, si lo comparas con la hazaña de que los cuatro lleven 35 años juntos, con tanta música extraordinaria y tantas rupturas. Usar su fama para apoyar causas irreprochables… Nosotros lo imitamos».
Nos hallamos en The Bakery, una modesta panadería reciclada en estudio de grabación. El local está escondido en un oscuro callejón del norte de Londres, sin ninguna señal exterior que revele su uso actual. Los saqueos que siguieron a los disturbios de agosto han hecho muy precavidos a los propietarios de negocios con equipos apetitosos.
Los miembros de Coldplay todavía se sienten conmocionados. Chris: «Estábamos en Estados Unidos cuando ocurrió la muerte que desencadenó todo aquello. Parecía una película de ciencia-ficción, como si una locura se contagiara por la ciudad. Cada vez que llamábamos o que nos conectábamos, veíamos que se acercaban más al estudio, a nuestras casas o a las de nuestros amigos».
Jonny confiesa que se les quedó un sabor raro: «Como si la realidad nos hubiera golpeado». Chris habla de tristeza, de impotencia: «En el rock hay bastantes canciones que hablan frívolamente de tomar las calles, de pelear con la policía. Pero aquí no había ninguna base política o propósito social… Bueno, pudo haberlo al principio, pero inmediatamente se convirtió en algo más visceral…».
Las algaradas de agosto también evidenciaron cuánta ingenuidad hay en los esfuerzos contra la piratería que se realizan desde el mundo musical, incluyendo a Coldplay. Inútil hacer didáctica sobre los derechos de autor a esa parte de la sociedad que asalta tiendas metódicamente, aunque no tenga necesidad de robar lo que allí venden. Chris Martin suspira: «Está ahí, no hay sanción, lo cojo. Nosotros lo hemos vivido en primera persona, el primer álbum salió en 2000 y las ventas se han ido empequeñeciendo aunque ahora seamos más populares. Da lo mismo que te esfuerces por hacer un envoltorio atractivo».
Cuesta aceptarlo. Ellos mismos están enamorados del vinilo y de la idea de grabar para una discográfica histórica, EMI. Jonny reconoce que «no podemos quejarnos, hemos vendido 40 millones de álbumes o los que sean. Pero vemos lo que les espera a los grupos jóvenes y solo nos queda compadecerlos».
Chris tiene un mensaje para los novísimos: «Deben saber que tocar música es el mejor oficio posible, pero que se olviden del glamour, de la fantasía de hacerte millonario y comprarte una isla en el Caribe».
Ellos están en lo alto de la pirámide. The Bakery es un lujo que pocos pueden permitirse, aunque se trate esencialmente de una toma a tierra, asegura Chris: «Desde el principio, fuimos nómadas. Grabábamos en Londres, en Liverpool, en Gales, en el extranjero. Hay ventajas en cambiar de aires, pero también puede descentrarte. Ahora, The Bakery es nuestra oficina, nuestra fábrica. Vienes aquí, trabajas equis horas y vuelves a casa sabiendo que has cumplido».
Tenemos una imagen de Coldplay como grupo inseguro. Para Mylo Xyloto, se supone que partieron de 70 temas. Carcajada de Chris: «¡Fueron más! Pero es un buen sistema, te da opción a llegar a algo extraordinario. Este disco comenzó como algo acústico, sin mucha electrónica. Nos salió material para un doble, con canciones que pedían más arreglos». Luego, la rebaja. Según Buckland, «vas hasta el final, exploras todo lo que se te ocurre y luego recortas. Sin piedad. Quitas lo innecesario, eliminas la grasa».
Y el misterio: junto a los productores que hacen el trabajo duro, conviviendo con Coldplay, también cuentan con Brian Eno, de profesión sus misteriosas labores. ¿En qué consiste ese proceso que denominan en el disco enoxificación?
—(Chris) «Brian funciona como un chamán. Llega, te somete a ese proceso y se marcha. Nos invita a olvidarnos de los planteamientos más cómodos, a valorar nuestros recursos y posibilidades. Es lo contrario de un productor eficiente: te sugiere 15 formas de mejorar cada canción. Si por él fuera, los discos no se acabarían nunca».
Jonny insiste en que todo busca reforzar su autoconfianza: «Necesitamos productores muy seguros de sus opiniones. Para discutir con ellos debes tener buenos argumentos y, desde luego, música que soporte cualquier escrutinio».
Incluso el escrutinio de los seguidores, que toleran mal las contaminaciones del espacio exterior. Chris se disculpa: «Somos demasiado impresionables. Todo lo que escuchamos termina en nuestra música. Siempre tememos que se nos haya colado un plagio inconsciente». No se trata de buscar excusas, añade Jonny: «Da lo mismo que lo hagas conscientemente o no. Si lo reconoces, no hay nada vergonzoso en tomar algo de Kraftwerk o de Leonard Cohen. O de una melodía de lo más comercial».
Se refiere a «Ritmo de la noche», que se le quedó grabada a Chris mientras veía Biutiful, la película de Alejandro González Iñárritu, y que reapareció en «Every teardrop is a waterfall», canción que editaron en junio. Esa pieza se conserva en Mylo Xyloto, mientras que han caído otras composiciones inicialmente previstas, como «Don Quixote», que empieza así: «Así que dejamos La Mancha / nos dirigimos hacía más altas llanuras / Sancho Panza y yo / buscando aventuras / Rocinante en las riendas». Los listillos atribuyen esa canción a la influencia de Gwyneth Paltrow, la esposa de Martin, que vivió un año en Talavera de la Reina como estudiante de intercambio.
Si pensaban que esto ofrecía una brecha para hablar de Paltrow, olvídenlo. Chris no se da por enterado: «Comenzamos a tocar “Don Quixote” en Sudamérica, como agradecimiento a ese público tan fervoroso. Pero cualquier cosa que hagas en el escenario termina en Internet y todos discuten sobre tus intenciones». Jonny es más explícito: «Decían que “Don Quixote” se parecía a un éxito de Springsteen. No lo veíamos, pero nos quitó las ganas de trabajarlo más».
Son los inconvenientes de los tiempos modernos, reconoce Chris: «Antes, un grupo trabajaba en silencio; editaba un single y seis semanas después llegaba el álbum. Ahora ya no hay estrategia de mercadotecnia válida. Lo preparas con el máximo cuidado y, zas, alguien filtra el álbum a Internet y tienes que publicarlo a toda prisa».
Coldplay quiere jugar al fútbol y al béisbol, hacer discos audaces, pero también divertirse con superestrellas tipo Rihanna o Jay Z. Jonny Buckland intenta minimizarlo: «No somos un grupo de singles, capaz de lanzar regularmente pelotazos para el gran público. Venimos de la generación que creció escuchando religiosamente discos de larga duración. Así que decidimos desarrollar una narrativa, que te obliga a ir desde el primer corte hasta el último». Lanzan esos argumentos con gran seriedad. Su turno, mister Martin: «Vamos contra la tendencia dominante del consumo rápido de una canción. Necesitas escuchar el disco completo. Nosotros hemos sufrido mucho, descartamos canciones, probamos diferentes secuencias. Créenos, este es el orden que permite entender la historia de Mylo Xyloto».
¡Ese título! Suena a divinidad maya, aventuro. Chris se ensancha: «Buscábamos dos palabras que no existieran, para intrigar a la gente, igual que los primeros grafiteros de Nueva York». Me callo que el verbo to mylo corresponde a una práctica sexual un tanto pringosa. Chris ya se ha disparado a explicar la trama: «Es la historia de dos enamorados en una sociedad totalitaria. Intenta imaginar qué hubiera sido de la Rosa Blanca [estudiantes de Munich que difundieron panfletos contra el Tercer Reich en 1942] en un contexto de vigilancia total, como el que ahora soportamos. Te espía el Estado, pero también los tabloides de Murdoch».
En blanco y negro, esas frases parecen propias de pedantes. Sin embargo, todavía hay cierta inocencia en Coldplay, como lo refleja esta anécdota de un concierto en España:
—(Jonny) «Durante años, terminábamos un concierto e íbamos a los foros de fans, a ver lo que decían. Mala idea».
—(Chris) «Ocurrió en Barcelona, en el Estadio Olímpico, hace dos años. Setenta mil personas, un concierto triunfal…».
—(Jonny) «… Pero sonó horrible. Creíamos que habíamos dado el mejor concierto de nuestra vida y no, para nada».
—(Chris) «Escuchaba “no se oye, no se oye” y creía que coreaban “you are great, you are great” [sois estupendos, sois estupendos]. Nos quedamos tan mortificados que sentimos que todavía tenemos una deuda con los fans españoles».
EL GOLPE MAESTRO DE DAVID BOWIE
Pocas tareas periodísticas tan emocionantes como entrevistar a Bowie. Seductor nato, te convencía de que no había nada más importante en el mundo que hablar contigo. Cuando aparecía la asistenta para avisarle de que se había acabado el tiempo pactado, David se alzaba y pedía: «¡Cinco minutos más! ¡Me lo estoy pasando muy bien!». El entrevistador se derretía y se sentía bendecido. Todo iba bien hasta una ocasión en que el plumilla, cotilla como todos, echó una ojeada al planning del artista. Allí estaban especificados los cinco minutos extra, que Bowie concedía rutinariamente —«¡me lo estoy pasando tan bien!»— a todos los periodistas con los que se citaba.
Se suele encuadrar The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars —tal es su título completo— en la categoría de discos conceptuales. Pero cuesta considerarlo un triunfo de la narrativa musical: se necesitaron las acotaciones de David Bowie para entender lo que pretendía contar en aquel elepé, publicado el 6 de junio de 1972.
Resumiendo: a la Tierra le quedan cinco años de vida. Aparece un redentor, tal vez la encarnación de un alienígena. Ziggy Stardust canta y practica un evangelio de omnisexualidad e intoxicación. Malentendido por sus seguidores, estos matan al supuesto salvador (se habla de suicidio de rock and roll). Ya, ya: improbables los grandes conciertos en ese mundo apocalíptico que carece de electricidad. Al año siguiente, en conversación con William Burroughs, Bowie había espesado el argumento: Ziggy es despedazado por los infinitos seres que se mueven a través de los agujeros negros y que resultan ser los hombres de las estrellas. «Difícil de escenificar», respondería un Burroughs poco impresionado.
En Ziggy Stardust coinciden varias vectores, tanto marginales como altamente visibles, característicos del momento. La idea de un planeta agonizante, popularizada por Rachel Carson en Primavera silenciosa. La fascinación por el espacio exterior, alentada por la NASA y manifestada en el único éxito hasta entonces de Bowie, «Space oddity» (1969). Las propuestas embriagadoras de una ciencia ficción expansiva. El papel de portavoces del zeitgeist que asumían algunas estrellas del rock. La fantasía de una rebelión juvenil, ya explicitada en películas (La naranja mecánica, 1971) o novelas como Only lovers left alive, de Dave Wallis (que pudo convertirse en largometraje protagonizado por los Rolling Stones); David se colocaría al frente de esa teórica insurgencia, con un himno en toda regla, «All the young dudes», que cedió al grupo Mott The Hoople en ese mismo 1972.
Bowie sitúa la inspiración para su personaje Ziggy Stardust en Vince Taylor. Rockero británico de primera generación, se instaló en Francia, donde era venerado como un nuevo Gene Vincent (ambos vestían de cuero negro). Tras tomar LSD, pasmaba a sus fans al presentarse como Jesucristo o uno de sus apóstoles. Terminó trabajando en Suiza como mecánico de aviación.
El nombre en sí de Ziggy Stardust derivaba de Iggy Pop y de la modelo Twiggy, con la que David se fotografió en la portada del disco Pin ups. El apellido lo tomó prestado de un freak estadounidense, el Legendary Stardust Cowboy, cantante de un solo éxito («Paralized», 1968).
El propio Bowie era el mejor anuncio de su producto: elegante, locuaz, cordial. Y guapo: piel nacarada, esculpidos cabellos rojizos, el detalle marciano de sus ojos bicolor. Beneficiario de la creciente liberación sexual, se había declarado gay a principios de año en una entrevista para Melody Maker, ignorando el tabú respecto a la homosexualidad que regía en el negocio del pop. En directo, arrodillado ante Mick Ronson, parecía realizarle una felación a través de su guitarra Gibson.
Pero sin renunciar a su masculinidad: el vestido que modelaba en The man who sold the world (1971) era, insistía, «un vestido de hombre». Años después, para consternación de muchos discípulos, renegaría de aquella actividad gay. En los testimonios de sus fans británicos, se repite la epifanía: aparece Bowie en televisión, los padres se escandalizan y (parte de) una generación se enamora. En contraste con la ropa dominante entre los practicantes y devotos del rock progresivo, David lucía como un pavo real. Presumía de diseñar sus modelos, pero se beneficiaba de tanta mano de obra desocupada —boutiques, peluquerías y zapaterías del swinging London— y desplazada por el imperio del vaquero. Legitimaba un estilo indumentario, el glam, que permitiría que cazurros como Slade o The Sweet se transformaran en una colisión de rasos, maquillaje y botas imposibles.
David era el perfecto Espartaco de la ambigüedad sexual. Como su competitivo amigo Marc Bolan, había usado todos los uniformes: mod, Carnaby Street, hippy. En el mundillo musical, se le trataba con condescendencia e irritación: era un maestro de la autopublicidad. En 1970, durante su boda con Angie, lleva el típico abrigo afgano del hippismo británico. Pero el detalle relevante es que están presentes reporteros y fotógrafos de Fleet Street.
El tópico adherido a Bowie es el camaleonismo, esa capacidad para reinventarse estéticamente. Una mirada más detallada revela, sin embargo, su habilidad para mantener existencias paralelas. Seducía a hombres con capacidad para firmarle contratos o financiar su carrera, sin ocultar su devoción por mujeres como la refinada Hermione Farthingale (destinataria de «Letter to Hermione») o la propia Angie; el suyo era un «matrimonio abierto».
Según Tony Visconti, productor que vivía con ellos en Haddon Hall, marido y mujer compartían a las piezas que cazaban por discotecas; intimidado, Visconti se encerraba en su habitación («según avanzaba la noche, querían carne fresca»). David brillaba en el círculo gay de Lindsay Kemp pero reclutaba a músicos ceñudamente heterosexuales, a los que convencía para que se prestaran al espectáculo: «No soy marica», repetía un consternado Ronson en sus entrevistas.
Oportunista nato, Bowie tenía un pie en el underground y otro en el show business convencional. Se ponía un traje y acudía al Festival de la Canción de Malta, tan cutre como cualquiera de los certámenes que se celebraban en España en 1969. Conservaba buenos contactos en el negocio de la edición musical: como solía cantar temas de Jacques Brel, le encargaron traducir «Comme d’habitude», éxito de Claude François en 1967; para su eterna frustración («¡imagina cuantos millones de libras ha generado!»), se prefirió la hinchada adaptación de Paul Anka, que logró que Sinatra lo grabara como My way.
Lo justificaba todo por su dedicación a la contracultura: invertía dinero y energía en el Beckenham Art Labs. Los «laboratorios de arte» eran modestos espacios para la exhibición de artistas underground, desde cineastas a músicos. Y David era tan underground como el que más: actuó en la primera Glastonbury Fayre (1971), entonces un evento gratuito, nada que ver con el monstruo actual.
Consumidor ávido y selectivo de la cultura pop, Bowie se iba desligando de la pauta de Dylan para asimilar el arriscado rock duro de Iggy Pop y Lou Reed, a los que produciría —de aquella manera— en los años siguientes. Quedan testimonios de su querencia por Aleister Crowley o la secta Golden Dawn, de su precoz interés por el Tíbet. Pero en 1972 decidió que su proyecto artístico pasaba por transformarse en una estrella trágica: Ziggy Stardust. Sumando sus discos de 1973, Aladdin Sane y Pin ups, David consiguió inyectar una megadosis de adrenalina en el cuerpo fofo del rock de los primeros setenta.