Audiciones

Audiciones

El proceso de audiciones selecciona al más llamativo (y ni siquiera al más atractivo) de los aspirantes. Como una agencia de colocación, está concebido para aceptar únicamente lo banal, lo vulgar, lo previsible; en resumen, lo falso.

El agente de casting y, por extensión, el cazador de talentos son adjuntos ocultos de las productoras y de las escuelas. Razonan, y en su lugar vosotros y yo razonaríamos igual, que los actores van y vienen pero que los productores están siempre ahí.

Los productores no están interesados en descubrir talentos. ¿Quién en sus cabales se jugaría veinte millones de dólares en un actor desconocido? Quieren actores conocidos, y si no los pueden obtener, quieren un facsímil.

Esos porteros entienden que su trabajo tiene que ser éste: proporcionar el actor apropiado y previsible para el papel. Basan su elección en la apariencia del actor, su reputación y cotización, como si estuvieran contratando a un lampista.

Si eso os suena aburrido, refleja lo que el mismo actor sufre y soporta en el proceso desde su primera experiencia. Y su primera experiencia es la escuela.

La escuela de interpretación y las lecciones son duras muchas veces, pero su rigor y alcance es confortable y previsible. Las lecciones en el escenario, por otro lado, a menudo son devastadoras y casi más duras de lo que se puede soportar.

Las escuelas, como el proceso de audiciones, tienen una estructura clara y simple de órdenes y premios. Si el estudiante se hace amigo del profesor, tanto como sea posible, se puede sentir decepcionado pero raramente humillado. Por extensión, si interioriza su abono al sistema («Es duro, pero sé que es justo, o, al menos, inevitable»), puede gozar de verse libre de la anomia. Si nunca se aventura fuera de los confines del sistema, puede vivir, tanto si trabaja como si no, libre del terror.

Los profesores de «técnica para audiciones» aconsejan a los actores que consideren la audición como si fuese una representación, y que engranen todas sus esperanzas y aspiraciones no hacia la práctica real de su oficio (que tiene lugar delante de un público o una cámara), sino en la posibilidad de seducir a algún funcionario. ¿Qué puede haber más horroroso?

La mayor parte de la belleza y de la felicidad del teatro es la comunión con el público. El público acude a ver el espectáculo dispuesto a responder como una unidad comunal. Vienen dispuestos (y expectantes) a ser sorprendidos y encantados. No sólo son complacientes, sino que vienen dispuestos a aprobar lo inusual, la honestidad, lo picante, todo lo que el proceso de las audiciones rechaza.

Sentada en la sala, la gente del público aprende no sólo —y quizá ni incluso principalmente— del escenario, sino de ella misma. Todos tenemos la experiencia de ensayar una comedia, de ver cómo un chiste no funciona, y comprobar después que echa abajo todo el teatro. Los miembros del público se comunican y ganan entusiasmo entre ellos; vienen a ser complacidos, y comparten ese placer entre sí.

El cazador de talentos, el agente de casting, el productor se sientan en una habitación para ser jueces, no para ser entretenidos. Ellos o ellas ven al actor aspirante no como un amigo que lleva un placer potencial, sino como un ladrón que con su falta de destreza, apariencia y reputación vacía los preciosos cofres de tiempo de los que escuchan. Es un proceso terrible, y lo aprendemos a aceptar en la escuela.

Lo peor de esa opresión, de esa visión falsa de nuestro papel como actores, es que la interiorizamos. Muy a menudo hemos oído, y muy a menudo hemos dicho, saliendo de una representación, de un ensayo, o de una audición: «Lo he hecho fatal… Oh, Dios mío, lo he hecho fatal».

¿Qué hay de malo en eso? Se podría pensar que es una expresión legítima de nuestro deseo de mejorar, pero no lo es. Es una expresión de nuestro deseo de complacer a la autoridad. Y en los casos en que la autoridad está ausente (o, de hecho, es halagadora), escogemos ser el amo severo y castigarnos.

¿Por qué? Porque nos han enseñado las escuelas fraudulentas, los «agentes» explotadores y los directores, que sólo podemos aspirar a vernos subordinados a su autoridad. «Hay diez mil más de donde has salido tú, y si no te portas bien, no sólo no conseguirás el papel [un lugar en la clase], sino que ni siquiera tendrás el derecho a una audición para conseguirlo».

¿No os suena esa actitud?

Si creemos en esas escuelas, agentes y directores, con el tiempo lo interiorizaremos, nos convertiremos en el «padre malo» y nos castigaremos.

Como miembro del público os diré que es un insulto ir a ver a un actor al camerino y decirle: «Has estado fantástico esta noche», y que éste te responda: «No, he estado fatal. Me tendrías que haber visto la semana pasada…». Todos los que hemos recibido esa respuesta sabemos que sienta como un tiro. La reflexión tendría que informar al actor que la respuesta correcta es: «Muchísimas gracias». El público no va a ver una lección, va a ver un espectáculo. Si le ha gustado, vosotros, los actores, habéis hecho vuestro trabajo.

Pero supongo que se aprenden cosas en el escenario y que algo te empuja a hacer cosas diferentes en tu próxima interpretación. Bueno, se tiene la esperanza de aprender cosas en el escenario. Si sois actores con dedicación, interesados en vuestro perfeccionamiento, aprenderéis algunas cosas. A veces la lección será simple y fácil («Debes comer poco antes de una función»), a veces será trascendental («Mi voz es un desastre y me tendría que retirar de los escenarios hasta que lo solucione»), a veces será una cosa que os cambiará la vida («Estoy en una compañía equivocada, quizá en una profesión equivocada»). Cualquiera de esas cosas (y todas sus variantes) puede ser solucionada. No hay nada que se pueda solucionar autocastigándose u odiándose.

Expresiones como «Soy un fraude», «No soy bueno», «He estado fatal esta noche» son lo contrario de un perfeccionamiento efectivo. Son homenajes a una autoridad exterior o interiorizada; son un ruego a esa autoridad para que tenga piedad de vuestra indefensión.

Pero no estáis indefensos. Tenéis el derecho de aprender, de mejorar y de cambiar. (¿Es racional que cada una de las, digamos, cien representaciones de una obra tenga que ser, con todos los respetos, igual?).

No os podéis complacer ni a vosotros ni a los otros en todos los aspectos de cada representación. A lo largo de los años he visto largas temporadas, y he oído a los actores decir «Esta noche he estado bien» o «Esta noche he estado horroroso» en representaciones en las que no he notado ninguna diferencia. Y hablo de obras que he escrito y que he dirigido, y en las que tenía un gran interés, obras y representaciones que habría mejorado de haber podido. Por regla general las representaciones del «Soy una mierda» y del «Soy fantástico» son iguales.

¿Significa eso que el actor es psicótico porque nota diferencias? No. Algunas noches nos sentimos mejor que otras. Pero el actor se equivoca revistiendo esos sentimientos con significaciones mágicas.

El propósito de la interpretación es comunicar la obra al público. Si lo recordamos, nos gustará menos ir por el mundo riñéndonos. No es un hábito causado por condiciones estéticas, sino económicas.

Hay mucha gente que quiere entrar en el mundo del teatro. El escenario y la pantalla no pueden dar trabajo a todo el mundo, o sea que muchos se hacen maestros, agentes, directores de casting, y la mayoría de ellos (al igual que los actores) buscan la seguridad real o imaginaria de un sistema jerárquico: «Sólo intento hacer mi trabajo y complacer a mi patrón».

Pero el actor no tiene patrón. El agente y el director de casting no son patronos; son, francamente, impedimentos que se encuentran entre el actor y el público. ¿Eso significa que tienen que ser ignorados? Bueno, normalmente eso es imposible. Están ahí. Pero ellos y su trabajo tendrían que ser mirados con perspectiva.

No tienen por qué gustarnos, y ninguna cantidad de adulación les inducirá a que les gustemos. De nuevo, los estoicos dirían: «¿Quieres el respeto de esa gente? ¿No son los mismos que ayer decías que eran idiotas y locos? ¿Quieres una buena opinión de los idiotas y de los locos?».

Recordadlo.

No «confeséis» cuando salgáis del escenario. Si tenéis intuición, usadla. Dicen que el silencio construye una defensa para el saber. Reservarse la opinión es difícil. «Oh, he estado horroroso…». Es difícil mantener esas palabras dentro, cuando reconfortan tanto. Diciéndolas creamos un grupo imaginario interesado en nuestro progreso. Pero olvidaos del consuelo de un grupo imaginario. Ese «grupo» que os juzga no es real; os lo inventáis para sentiros menos solos.

Sé de un actor que se fue a Hollywood y estuvo muchos años sin trabajar, un actor con talento. Y no encontraba trabajo. Cuando al cabo de los años volvió, se lamentaba: «Me habría ido muy bien si el primer día me hubieran sentado y me hubieran explicado las reglas». Bueno, a todos nos gustaría que nos las explicasen. Pero ¿quién es esa gente que os tiene que sentar? ¿Y cuáles son las reglas? No existe esa «gente», y no hay ninguna regla. Daba por supuesto la existencia de un grupo jerárquico racional actuando de una manera lógica.

Pero el mundo del espectáculo es y será siempre un carnaval depravado. Al igual que atrae a los entregados a él, atrae a los codiciosos y a los explotadores, y esos parásitos son insacibales, sólo quieren rendición. Pero ¿por qué razón tendrías que rendirte a ellos?

El público, por otro lado, puede ser complacido. Va a ver el espectáculo para ser complacido, y tiene que ser complacido por la honestidad, la sinceridad, la novedad, la intuición; todas esas cosas, en resumen, que rechazan tanto el profesor como el director de casting.

Conservad vuestro ingenio. No es necesario desperdiciar vuestro talento, autoestima y juventud por la oportunidad de complacer a vuestros inferiores. Da más miedo pero es mucho más productivo ir por vuestro camino, montar vuestra propia compañía de teatro, escribir y montar vuestras obras, hacer vuestras películas. Tenéis muchas más oportunidades, con el tiempo, de presentaros y gustar al público, independizándoos, haciendo vuestras obras y películas, que si os sometéis al modelo industrial de las escuelas y los estudios.

Pero ¿cómo actuar cuando, tanto ocasional como frecuentemente, os tropezáis con los porteros?

¿Por qué no lo hacéis lo mejor que podáis, viéndolos, si es posible, como un mal inevitable y preexistente, como las hormigas en un picnic, y encogiéndoos de hombros procuráis pasarlo bien a pesar de ellos?

No interioricéis el modelo industrial. Vosotros no sois una de las miríadas de piezas intercambiables, sino seres humanos únicos, y si tenéis algo que decir, decidlo, y pensad bien de vosotros mismos mientras aprendéis a decirlo mejor.