El venerable antepasado
El venerable antepasado
Stanislavski fue esencialmente un amateur. Era miembro de una familia de comerciantes muy rica y llegó al teatro como un hombre rico. No quiero infravalorar su fervor ni sus logros, sólo informo de sus antecedentes.
El cantante ambulante, el bailarín de music hall, el saltimbanqui hacen teatro para ganarse la vida. Como eso depende directamente del favor del público, estudian para obtener ese favor. Aquellos que, en una frase quizá demasiada usada, han «salido de la calle» tienen poco interés en su interpretación, a menos que tenga relación con su habilidad para complacer al público. Así es, según mi opinión, como tiene que ser.
No creo que el médico, el músico, el bailarín o el pintor luchen primero para conseguir un «estado» y sólo entonces dirijan sus esfuerzos al exterior. Creo que los practicantes de esos trabajos ponen su atención en los requerimientos legítimos de su profesión y de sus clientes; y yo, como cliente, paciente, miembro del público, no espero que esos profesionales me mareen con la historia de su vida.
El actor está en el escenario para comunicar la obra al público. Ése es el principio y el final de su trabajo. Para hacerlo el actor necesita una voz potente, una buena dicción, un cuerpo dúctil y bien proporcionado y una comprensión somera de la obra.
El actor no necesita «convertirse» en el personaje. De hecho, esa frase no significa nada. No hay personaje. Sólo hay unas frases en una hoja. Hay unas líneas de diálogo que deben ser dichas por el actor. Cuando sencillamente las dice, en un intento de conseguir el objetivo más o menos sugerido por el autor, el público se hace la ilusión de estar viendo a un personaje sobre el escenario.
Para crear esa ilusión, el actor no tiene que experimentar nada de nada. No tiene necesidad de «sentir», como el mago no tiene necesidad de armarse de poderes sobrenaturales. El mago crea una ilusión en el público. Eso es lo que hace el actor.
Eisenstein escribió que el auténtico poder de las películas proviene de la síntesis en la mente del espectador del fotograma A y del fotograma B: por ejemplo, en el fotograma A, una tetera silba; en el fotograma B, una joven levanta la cabeza del escritorio. El espectador interpreta la idea de «un descanso para renovar las fuerzas». Si el fotograma A es un juez vestido de negro con un sobre en la mano, y el juez lo abre y se aclara la garganta, y el fotograma B es el mismo de antes (una mujer levanta la cabeza del escritorio), el público creará la idea de que ésta se dispone a «escuchar el veredicto».
La acción de la mujer es la misma en los dos casos, su fragmento en la película es el mismo. Nada ha cambiado excepto la yuxtaposición de imágenes, pero esa yuxtaposición da al público una idea completamente nueva.
Eisenstein teoriza, y yo creo que su teoría se confirma con el ejemplo que he dado, que la idea así creada es mucho más fuerte, más efectiva que un mero «seguir al protagonista». En suma, utilizar la cámara para explicar la historia en lugar de utilizar el montaje es un método de explicar más eficaz porque el espectador, en ese caso, crea la idea y, efectivamente, se explica la historia.
De la misma manera, es la yuxtaposición en el imaginario del público teatral entre la palabra escrita por el autor y la simple acción dirigida pero sin alterar del actor lo que crea la idea inevitable del personaje.
La mayor parte de la formación actoral se centra en diseccionar el texto. A los actores se les pide que aprendan a «estar felices», «estar tristes», «estar preocupados», en aquellos puntos del texto o de la interpretación donde el «personaje» parece estarlo. Ese procedimiento no sólo es innecesario, sino que es perjudicial tanto para el actor como para el público.
Mi inclinación filosófica y mi experiencia de treinta años me han enseñado que no hay nada en el mundo menos interesante que un actor en el escenario inmerso en sus propias emociones. El mismo acto de luchar para crear un estado emocional en él le saca de la obra. La conciencia de sí mismo, a pesar de que pueda ser consciente de sí mismo al servicio de un ideal, es decididamente aburrida.
El actor en el escenario, buscando o luchando para crear un «estado» en él, sólo puede pensar en una de estas dos cosas: a) «Aún no he conseguido el estado requerido, soy deficiente y tengo que esforzarme más», o b) «He conseguido el estado requerido, ¡qué competente soy!»; en ese caso la mente, siempre celosa de sus prerrogativas, reducirá al actor a a.
Las dos cosas, a y b, sacan al actor de la obra. La mente no puede ser forzada. Se le pueden sugerir cosas, pero no puede ser forzada. Un actor en el escenario no interpretará mejor bajo la orden de «Sé feliz» de lo que podría hacerlo bajo la orden de «No pienses en hipopótamos».
Nuestro maquillaje emocional y psicológico es tal que la única respuesta que provocamos a una orden para pensar o sentir cualquier cosa es la rebelión. Pensad en las veces que alguien os ha sugerido que «saquéis» al joven perfecto que los amigos quieren que seáis, en el director que os sugiere «que os relajéis». La respuesta a una petición emocional es la hostilidad y la rebelión. No hay excepciones. Si fuésemos capaces de controlar nuestros pensamientos conscientes, de controlar las emociones a nuestra voluntad, no habría neurosis, ni psicosis, ni psicoanálisis, ni tristeza.
No podemos controlar nuestros pensamientos, ni podemos controlar nuestras emociones. Pero quizá «el control de la emoción» tiene un significado especial en el escenario. Naturalmente que lo tiene. Significa «hacer como que».
No me importa ver a un músico concentrado en lo que siente mientras esté tocando. Lo mismo sucede con un actor. Como dramaturgo y como amante de la buena escritura, sé que una buena obra no necesita el apoyo de un actor subrayando sus matices psicológicos, y una obra mala tampoco.
La «memoria emocional», la «memoria sensorial» y los principios del Método, incluyendo la trilogía de Stanislavski, tienen mucho de presunción. Ese «método» no funciona; no puede ser practicado; es, en teoría, diseño, y un empeño innecesario, supongo; es tan inútil como enseñar a los pilotos a mover los brazos en la cabina para aumentar la elevación del avión.
El avión está diseñado para volar; el piloto se entrena para conducirlo. De la misma forma, la obra está diseñada, si ese diseño es correcto, con una serie de incidentes a través de los cuales el protagonista persigue su objetivo. El trabajo del actor es mostrarlo y utilizar las frases, su voluntad y sentido común para conseguir un objetivo similar al del protagonista. Y aquí se acaba el trabajo del actor.
En la «vida real» la madre ruega por la vida de su hijo, el criminal ruega por su perdón, el amante ruega para tener otra oportunidad. Esa gente no se preocupa de su estado y toda su atención recae en la persona a la que ruegan. Esa apertura hacia afuera lleva al actor en la «vida real» a un estado de enorme sensibilidad y hace que observar su progreso resulte emocionante.
De la misma forma, en el escenario es el progreso del actor, que se comporta sin tener en cuenta su estado personal pero con toda la atención puesta en las respuestas de sus antagonistas, lo que emociona a los espectadores. El gran drama, en el escenario o en la calle, no es la interpretación de los hechos cargada de emoción, sino la interpretación de los grandes hechos sin ningún tipo de emoción.
Ahora bien, ¿no tendría que estar el actor, de vez en cuando, «emocionado»? Ciertamente; como lo estaría cualquiera en cualquier circunstancia, tiene que poner toda su atención en una tarea, pero su emoción es un subproducto, y un subproducto insignificante, de la interpretación de la acción. No es la clave del ejercicio. El político fraudulento tiene que luchar para conseguir verosimilitud. Roosevelt, el 7 de diciembre de 1941, tenía cosas más importantes que hacer.
A la simple interpretación del gran acontecimiento, en el escenario y en la calle, se le llama «heroísmo». La persona que no tiembla, que persevera sin importar lo que pase, ese héroe tiene la capacidad de inspirarnos, nos sugiere reexaminar las limitaciones que nos hemos impuesto y que lo volvamos a intentar.
En la política, los deportes, el trabajo o la literatura, ese héroe nos sugiere a través de su altruismo que podemos ser mejores de lo que somos. El mentiroso, el impostor, el que se vende a sí mismo, el actor falso bañado en lágrimas de cocodrilo, el patriota barato, ese tipo de personas puede suscitarnos admiración por un rato, pero posteriormente nos dejará desconfiados, irritados y humillados.
De la misma forma, en el escenario el Gran Actor capaz de ponerse a llorar puede despertar nuestra admiración por su «empeño», pero nunca nos hará más fuertes; nos hace pagar un precio y nos hace creer que nos gusta, pero salimos del teatro emocionados únicamente por nuestra capacidad de emocionarnos.
Bueno, entonces, ¿cómo ha ayudado el Método a los «grandes» a conseguir la excelencia si no es a través de sus enseñanzas?
Gracias a los regalos que Dios les haya dado, a través de la experiencia, y a pesar de las escuelas. Para citar a Fielding: «Está comprobado que la educación es inútil excepto en aquellos casos en que prácticamente es superflua».
Todos los actores prácticamente sin excepción han seguido cursos en alguna escuela. Todos han pasado por algún tipo de «aprendizaje», y, como un pequeño pero previsible porcentaje de ellos han sido agraciados con una predisposición para el escenario, un pequeño porcentaje refleja su gloria en alguna institución. Creo que, a pesar de eso, no existe una relación de causa y efecto; sería lo mismo que si Córcega, gracias a Napoleón, se anunciara como una tierra perfecta para formar emperadores.
Y, claro, el Actors Studio, en los años cincuenta, se atribuyó algunos grandes talentos. El Actors Studio, en todo caso, los escogió; no los hizo. Los mejores actores tenían que pasar por un proceso de audiciones largo y riguroso para ser admitidos en el Actors Studio; ser admitido era considerado un gran honor. ¿Por qué tendría el Actors Studio, y por qué tendría el actor, que rebajarse a lo que representa la instrucción? El amor propio administrativo y la devoción filial tendrían que asegurar que no lo hicieran; pero pienso que ellos, los actores consumados, jóvenes, vitales, con talento y descarados, hubieran tenido éxito, en el Actors Studio y en cualquier otro lugar, a pesar de su aprendizaje.
Stanislavski fue ciertamente un maestro administrador, podría haber sido un brillante director y/o actor, y fue ampliamente proclamado como teórico, pero soy de la opinión de que su contribución como teórico fue la de un diletante y ha sido, desde entonces, una piedra angular para los teóricos y, yo diría, muy poco útil. Es para amateurs, porque sus teorías no pueden ser llevadas a la práctica.
Como su coetáneo compañero de armas, el psicoanálisis, pide lealtad y una devoción a largo plazo, pero raramente, si es que alguna vez lo hace, muestra resultados palpables. Como el psicoanálisis, exige el tiempo y la atención de mucha gente que de otro modo tendría dificultad en llenar sus horas libres; y, para completar el cuadro, sus demandas tienden a cerrarse en sí mismas, hay que asistir a un curso y estudiar, y esa exigencia priva al devoto de emprender una ocupación agradable.
El profesional trabaja por un sueldo. Su trabajo es interpretar la obra de forma que el público la pueda entender; la persona que se respeta a sí misma guarda sus pensamientos y emociones para ella.
La disección de la obra en oasis emocionales es el juego favorito de aquellos a quienes la fortuna o el infortunio han eximido de la necesidad de ganarse la vida en el escenario.