Algunos pensamientos
Algunos pensamientos
Como actores, la mayor parte del tiempo nos sentimos mareados, desorientados, culpables. Estamos perdidos y nos da vergüenza; estamos desorientados porque no sabemos qué hacer y tenemos demasiada información, y nada de eso sirve para actuar; y nos sentimos culpables porque sabemos que no estamos haciendo nuestro trabajo. Nos parece que no hemos aprendido nuestro oficio lo suficientemente bien; nos parece que los otros conocen su oficio pero que nosotros hemos fracasado. Las cosas que nos salen bien parecen fruto de la casualidad: «Si aquel agente se hubiera fijado en mí», «Si aquel productor hubiera venido la noche del martes, que estuve bien, en lugar de venir la noche del miércoles, que estuve fatal», «Si el texto me permitiera hacer más de eso y menos de aquello», «Si el público hubiera estado mejor», «Si no hubiéramos empezado cinco minutos tarde y no hubiera perdido la concentración».
Sentimos envidia de aquellos que tienen «suerte», de aquellos que, aparentemente, tienen «técnica», como si nosotros no tuviéramos; pensamos que lo que han conseguido está basado en la «suerte». Así que invertimos más en una «técnica basada en la suerte», y eso se transforma, de hecho, en una superstición, una inversión en timidez, en introversión. Centramos nuestra atención hacia adentro porque la introversión nos libera de la necesidad horrible de vivir en un mundo teatral para el que no estamos preparados en absoluto. Y así dedicamos nuestra «técnica» cada vez más al desarrollo de un tipo de catatonia: la memoria sensorial. La sustitución. La memoria emocional. La «cuarta pared». La creación de «historias» auxiliares que son tan difíciles de «interpretar» como el texto pero sin otro mérito que el de ser exclusivamente sobre nosotros mismos.
El «Método» de Stanislavski y la técnica de las escuelas derivadas de él son absurdos. No es una técnica con la que practicando se pueda desarrollar un oficio, es un culto. Los requerimientos orgánicos hechos al actor son mucho más convincentes y los desempeños potenciales del actor, mucho más importantes; la vida y el trabajo, si se me permite decirlo, son mucho más heroicos que cualquier cosa prescrita o prevista por ese o cualquier otro «método» de interpretación.
Actuar no es una profesión honorable. Los actores acostumbran a estar enterrados en un cruce de caminos con una estaca clavada en el corazón. La gente de teatro incomoda a los espectadores que tienen miedo de sus fantasmas. Es una profesión que inspira respeto.
Los actores no emocionan al público porque hayan sido admitidos en una universidad, o hayan recibido una crítica halagadora, sino porque el público, ante su interpretación, teme por su alma. Y a eso es a lo que me parece que tendríamos que aspirar.
Aquí tenéis algunos pensamientos al respecto.