Capítulo 10
Madrid (II)
Para Manuel Benítez fue un triste y melancólico otoño. Cuando salió del hospital, estaba a punto de terminar la temporada de las capeas. Sin embargo, participó en cuantas pudo, para exorcizar la imagen de Manuel Gómez muriendo junto a él en la cama del hospital, para demostrarse a sí mismo que su valor continuaba intacto. Pero de poco le servía esta demostración, puesto que a los demás parecía no importarles un ardite. Nadie parecía reparar en la triste figura que renqueaba detrás de las últimas vacas de otra mortífera temporada de capeas. El joven médico que le había hecho la primera cura en Loeches le reconoció en una de ellas. Remangó el pantalón de Manolo y señaló la herida todavía sin cicatrizar del todo.
—Estás loco —le dijo.
Manolo se encogió de hombros.
—Mataré toros o los toros me matarán a mí —dijo.
Y se volvió tranquilamente hacia la res que le estaba esperando.
Sin embargo, lo único que aquel otoño amenazó con matarle fue su propia desesperación. La temporada que, según se había jurado Manolo, tenía que abrirle las puertas de la lidia, había llegado y terminado ya. Él se había puesto el traje de luces y había toreado con éxito una corrida. Había visto morir a un hombre de una cornada, y su afán se había impuesto a esta impresión. Su frenética ambición conservaba toda la fuerza del día en que había emprendido la persecución del espejismo de Currito de la Cruz. Pero su esperanza, su instintiva confianza en sí mismo, se había extinguido. Aquel otoño comprendió que el tiempo estaba a punto de dejar atrás todos sus sueños. No sería torero. Tendría que aprender otro oficio.
Pero, fuese cual fuere su nuevo oficio, no sería el de albañil en los tajos de Luis López López. Agobiado por dificultades económicas, el pequeño contratista se creyó obligado a reducir su mano de obra. Entre los trabajadores que resolvió despedir se encontraba el muchacho de largos brazos cuya ambición le había costado sesenta y cinco mil pesetas.
Sólo uno de los hombres que, en el mes de agosto, le habían acompañado a Talavera, se avino a tender una mano a Manolo: don Celes, el ladrillero. Don Celes le proporcionó algunas chapuzas y proveyó a su sustento con las sobras de su bar. El valor del muchacho le había impresionado. Y emprendió una campaña por su cuenta para encontrarle un apoderado. Dondequiera que fuese, con tal de que hallase allí un puñado de aficionados competentes, les preguntaba por un apoderado experto, por un apoderado dispuesto a encargarse de un muchacho temerario.
«Lo presentaba como un ramo de flores a cuantos podía encontrar —recordaba más tarde—. Pero nadie lo quería. No era más que un gitanillo hambriento y sin esperanzas».
Había docenas como él aquel otoño, y todos los otoños, relegados a su anónima miseria, sin más consuelo que su hambre y sus sueños rotos. Cuando la temporada tocaba a su fin, acudían a las últimas corridas, las últimas capeas, buscando desesperadamente un apoderado que les diese al menos una vaga promesa para la temporada siguiente, una esperanza que les ayudase a pasar el invierno. Juan Horillo era uno de ellos. Había vuelto a empezar cuando lo licenciaron del Ejército, y volvía a recorrer los caminos de Andalucía que conocía ahora palmo a palmo.
Aquel otoño, su último viaje le llevó a los pagos de Jerez de la Frontera y a la plaza de toros de amarillos ladrillos de la capital del renombrado vino. Había resuelto jugarse allí el todo por el todo y conseguir un apoderado con un contrato a punto de firmar. Sería un espontáneo de los buenos. Y había elegido para su exhibición, no una novillada de segunda clase, sino una corrida de primera, con toros de una de las más famosas ganaderías de España, la de doña Concepción de la Concha y Sierra.
Aun desde lo alto de las veinte filas de la plaza de Jerez, a Hornillo el primer toro le pareció descomunal. A pleno día, los toros se le antojaban mucho más grandes que a la luz de la luna. De pronto, dando un tirón a los pliegues de la muleta arrollada a la cintura, inició la ardua tarea de abrirse paso entre los espectadores hasta la barrera.
Llegó a la primera fila de asientos sobre el callejón en el momento en que era arrastrado el segundo toro. En cuanto se abrieron las puertas del toril para dar salida al tercer toro de la tarde, saltó raudo al ruedo. Se desabrochó la camisa y sacó la muleta liada a su cuerpo. Citó inmediatamente al toro y éste embistió con clara acometida. Animado, le dio otro pase, y otro más. Al tercer muletazo, un alentador «¡Olé!» brotó de la multitud. Era la recompensa que esperaba. Seguro de que en algún lugar del graderío se hallaba un apoderado que saldría en pos de él con un contrato en la mano, Horillo resolvió hacer una demostración de todo su repertorio. Recogiendo la muleta detrás de su espalda, trató de conseguir que el toro pasara ante su pecho descubierto. No lo logró, para su desgracia. Las astas del bicho golpearon el tórax de Horillo y lo derribaron. La res volvió a embestir antes de que pudiesen intervenir los peones. Una tremenda cornada perforó el brazo izquierdo de Horillo, que lanzó un grito de dolor.
Cuando Horillo se despertó en el hospital, recibió la primera visita. Sin embargo, no era la de un apoderado con un contrato para la firma, sino la de un cabo de la Guardia Civil. Y traía algo para Horillo, algo que le ataría más que un contrato: un par de esposas. Sin pronunciar palabra, sujetó una de sus muñecas a uno de los barrotes de la cabecera de la cama. El salto de Horillo al ruedo de la plaza de Jerez había estado a punto de costarle la vida; esto, empero, no le libraría del rigor de la justicia. Quedó, en calidad de detenido, en su cama del hospital.
Era uno de los pisos de un viejo edificio de ladrillos, sobre el Café Amacon, en la calle de Vallehermoso, de Madrid. Todos los muebles de la sala de estar parecían despedir el frío y rancio olor de cigarros apagados. El suelo, las mesas, incluso la repisa de la chimenea, estaban colmados de revistas y periódicos taurinos, lo que revelaba la única afición del hombre que allí vivía.
Una mañana de invierno, a primeros del año 1960, sonó en el piso el timbre del teléfono. Era más de mediodía cuando la llamada rompió el pesado silencio de la estancia. El teléfono repiqueteó varias veces antes de que un hombre gordo, envuelto en una bata de seda azul, entrase soñoliento en el salón y descolgase, irritado, el auricular.
Al otro extremo de la línea estaba la última persona a quien don Celes había ofrecido el despreciado ramo de flores, los no codiciados servicios de Manuel Benítez. Era un vendedor de jerez llamado José Rodríguez y pariente lejano del hombre de la bata azul. Éste, mientras Rodríguez hablaba, cogió de un cenicero un cigarro a medio fumar y empezó a chuparlo con enojo. Tenía mejores maneras de emplear su tiempo, le respondió a su primo vendedor de jerez, que atender a todos los delincuentes que se creían capaces de lidiar un toro.
Sin embargo, añadió que, en consideración a los olvidados tío o tía determinantes de su parentesco, otorgaría al fenómeno de Rodríguez los minutos precisos para consumir una taza de café en el bar de abajo.
En cuanto hubo colgado el teléfono, Rafael Sánchez El Pipo se arrepintió de lo que consideraba muestra de su generosidad característica. «La gente —pensó el hombre cuyo genio había mantenido abastecido al 1.er Regimiento de Artillería Pesada en Pueblonuevo del Terrible— trata siempre de abusar de mi buen carácter».
RELATO DE RAFAEL SÁNCHEZ EL PIPO
Cuando terminó la guerra yo era millonario. Un millón de pesetas en efectivo. La guerra me había convertido en un hombre rico. Puedo asegurarles que en 1939 no había en España muchas personas que pudieran disponer de un millón de pesetas. Ahora bien, siempre he dicho que con el dinero pueden hacerse dos cosas: quedarse sentado y pillar un resfriado contemplándolo, o gastarlo. Yo prefiero gastarlo.
Mi padre quería que trabajase para él en nuestras marisquerías, pero yo tenía otras ideas. Había trabajado mucho para ganar mi millón de pesetas. Nadie me había regalado nada. Ahora era el momento de divertirme un poco.
Y lo hice, siguiendo a mi amigo Manolete. Aquel año, mi nuevo Studebaker President fue muy visto en las carreteras españolas. Cuando cruzaba los pequeños pueblos andaluces, la gente corría a la puerta para ver pasar mi flamante coche. Todas las plazas de toros importantes de España tuvieron aquel año ocasión de admirar mi automóvil. Dondequiera que fuese mi amigo Manolete, allí iba yo también. Podía meter mi coche en el patio de caballos de todas las plazas de España. Me bastaba tocar el claxon para que se abriesen las puertas.
Todos me conocían por mi coche y mi sombrero. Éste lo había dibujado yo mismo, con el ala muy ancha para resguardarme los ojos cuando conducía. Rubio, el mejor sombrerero de Madrid, me confeccionó doce de una vez. En aquellos tiempos de después de la guerra, me di muy buena vida.
Manolo y yo teníamos de todo; Manolo, porque se estaba convirtiendo en un torero famoso; yo, porque tenía dinero. Muchas cosas eran difíciles de encontrar, pero nosotros frecuentábamos lo mejor: los mejores hoteles, los mejores restaurantes, los mejores clubs nocturnos. En aquellos tiempos, no había un cabaret flamenco en España donde no conociesen a Rafael Sánchez El Pipo y su sombrero de ala ancha, y no le diesen en seguida la mejor mesa del local. En aquellos tiempos, raro era el día en que no amanecía cuando yo volvía a mi hotel. Pero ninguna tarde dejaba de ocupar mi sitio en la plaza cuando toreaba mi amigo.
Esto duró un año, un año que nunca olvidaré. Fueron días magníficos. Al terminar aquel año, estaba sin un real, arruinado. Pero no me importó. Lo había pasado bien. Créanme, me había divertido.
Como mi millón se había esfumado, tenía que comenzar de nuevo. Volví a Córdoba y observé cómo andaban las cosas por allí. «¿Qué necesita esa gente?», me pregunté. Bueno, la ciudad estaba tan sucia, tan llena de bichos y de ratas, que me respondí: «Lo que Córdoba necesita es un desinfectante». Vendí mi Studebaker y resolví convertirme en el rey de los desinfectantes.
Lo malo fue que había pensado en todo menos en una cosa: todo el mundo necesitaba desinfectantes, pero nadie tenía dinero para comprarlos. Los chinches, arañas y escarabajos que los cordobeses mataron con mis desinfectantes habrían cabido en uno de mis sombreros y aún habría sobrado sitio. Al cabo de un año, seguía tan arruinado como a mi llegada. Vendí mi negocio y resolví probar fortuna con otra cosa en Madrid.
Abrí un restaurante en la calle del Amor de Dios. Resolví llamarlo El Puerto, a semejanza de las tascas andaluzas con las que había hecho mi fortuna durante la guerra. Bueno, aquellos negocios y el actual sólo se parecieron en el nombre. Mi suerte con el restaurante fue la misma suerte que había tenido con los desinfectantes. Tuve que entregarlo a mis acreedores.
Cuando cedí el restaurante, me quedé pobre como las ratas, pueden creerme. Rafael Sánchez El Pipo, el hombre que se había alojado en los mejores hoteles de España, vagaba por las calles de Madrid sin llevar en el bolsillo las perras necesarias para tomar una taza de café.
Tres semanas más tarde murió mi padre, dejándome su negocio de mariscos. Este suceso me salvó. Regresé a Córdoba y resolví ampliar el negocio. En Andalucía conocían a mi padre por el rey de los mariscos. Antes de mucho, llamaban también a Rafael Sánchez el rey de los mariscos, pero no sólo en Andalucía, puesto que mi reino se extendía a toda España. Actué en grande. Abrí marisquerías en toda España: en Huelva, en Cádiz, en Sevilla… Tenía cuatro de ellas en Madrid: El Rocío, Las Cancelas, El Regio y La Posada del Mar.
En los meses que había seguido a Manolete hice numerosas amistades —generales, ministros, políticos, la gente que contaba en España— que me sirvieron de mucho. Gracias a estos amigos bien situados, conseguí una especie de monopolio en la venta de mariscos. Para ello, hice que me concedieran el derecho a salar todos los mariscos frescos que entraban en los puertos de Andalucía. Al poco, la mitad de los vendedores de mariscos de España tuvieron que abastecerse por mi mediación.
Poseía un imperio, un imperio construido sobre mariscos. Gané muchísimo dinero, no sé cuánto. Lo importante era que me bastaba para volver a hacer lo que quería. Después de un par de años dedicado a los mariscos, volví a la carretera con Manolete.
Fueron los años dorados de mi vida. Manolo estaba en la cúspide de su carrera. Todo el mundo bullía a su alrededor: políticos, generales, actrices, artistas, extranjeros; y yo, siempre presente, a su lado, compartiendo su existencia. A dondequiera que fuésemos, organizaba grandes banquetes en su honor, fiestas en las que se bailaba flamenco hasta el amanecer. Fue un estupendo período de mi vida. Pero, como todas las cosas, tenía que acabar.
En cuanto me aparté de mis negocios, todo empezó a marchar mal. Las personas a quienes había dejado al frente de aquéllos, empezaron a robarme. Si hubiese sido poco no me habría importado, pero se habían vuelto codiciosos y trataban de arramblar con todo. Una tarde, al despertarme, me encontré con que mi imperio del marisco se estaba derrumbando.
Ya saben ustedes cómo son estas cosas. Cuando uno está arriba, todo le sale a pedir de boca. Cuando está abajo, nada sale a derechas. A mí, todo me fue mal. Al cabo de poco tiempo estaba cubierto de deudas hasta la coronilla. Tuve que liquidar mi imperio. Volvía a estar arruinado.
Tampoco a mi amigo le iban mejor las cosas. Al volver Manolete de una gira por América del Sur, en 1947, anunció que iba a cortarse la coleta. Primero, nadie le creyó. Después, cuando le creyeron, el público se enfadó y se volvió contra él.
Manuel Rodríguez Manolete cumplió treinta y un años el 4 de julio de 1947. Había estado toreando continuamente, salvo unas cuantas pausas para recuperarse de sus cornadas, desde 1939. Durante estos ocho años había ganado casi doscientos cuarenta millones de pesetas. Era una suma fabulosa, sobre todo teniendo en cuenta la circunstancia de que había sido ganada en su mayor parte durante los años de aislamiento de España, cuando, apartada de la Europa beligerante, vivía de los recursos marginales de su maltrecha economía. Era, según confesaba el diestro, más dinero del que habían ganado entre todos los miembros varones de su pobre familia cordobesa en cinco generaciones. Y pensaba también que había llegado ya el momento de gastarlo en paz. La tensión de ocho años de lucha con los toros habían dejado huella en él. Bebía demasiado y dormía demasiado poco. Al regreso a España de su gira triunfal por Sudamérica anunció su inminente retirada.
Pero su novia le había advertido que España no renunciaría a él. Su «lindo traje de oro», profetizó, significaba «diversión y dinero para demasiada gente para que le permitieran quitárselo. Antes lo matarán»[12].
Y estuvo en lo cierto. Un coro de irritada repulsa siguió al anuncio de retirada. Manolete significaba demasiado para España. Era más que un torero; era, para su nación, un símbolo, un recordatorio de su pasado, una esperanza para el futuro y un solaz necesario para el triste presente. El rencoroso público que le había convertido en un ídolo se volvió contra él con salvaje encono. Le daba «miedo un ratón en un cuarto de baño», decía una canción popular. Sólo lidiaba toros pequeños. Tenía miedo del prometedor talento del joven de veintiún años Luis Miguel Dominguín.
Estas acusaciones hirieron lo más vulnerable del torero español: su orgullo. Manolete se empeñó en hacer que el público vocinglero se tragase sus burlas mediante una temporada triunfal. Toreó más y mejor y con toros más peligrosos que nunca. Y el público que lo había adorado permaneció indiferente. Le exigía más y más.
De la misma manera que habían abucheado a Joselito treinta años antes, le abuchearon a él de plaza en plaza, condenándole, hiciera lo que hiciera, a sufrir la pública vergüenza de su rechifla.
«El público me exige más y más en cada corrida —le dijo a un periodista en San Sebastián—, y esto es imposible. No puedo darle más».
Más tarde, en esta misma plaza y después de agotarse inútilmente ante un público indiferente, le dijo a su gran amigo y rival Carlos Arruza: «Sé lo que quieren, y una de esas tardes se lo voy a dar para que esos bastardos estén contentos».
El 16 de julio, sufrió en Madrid una grave cogida. El 4 de agosto, desoyendo los ruegos de su médico, volvió al ruedo, débil y físicamente agotado. Temblando de fatiga, debilitado por la reciente herida y por la tensión nerviosa producida por los continuos insultos, fue de fracaso en fracaso.
El 28 de agosto, toreó en la ciudad minera de Linares, en la provincia de Jaén, distante una hora y media de Córdoba. Sus compañeros de terna eran Luis Miguel Dominguín y Gitanillo de Triana, y las reses procedían de la ganadería de don Eduardo Miura, de esa casta llamada «toros de la muerte» porque había causado más muertes de toreros que cualquier otra ganadería española.
El segundo toro de Manolete, quinto de la tarde, era negro y terciado. Llevaba marcado el número 21 en el costillar y era el que hacía el número 1.004 en la carrera del famoso diestro. Se llamaba Islero. Tenía un defecto muy acusado: derrotaba por la derecha.
A pesar de este defecto, Manolete consiguió ligar una serie de bellos y emocionantes pases que le valieron una ovación entusiasta del público. Pero su apoderado le pidió que matase pronto y aliviándose, porque el defecto del toro lo hacía aún más peligroso en la suerte suprema.
Con ademán desdeñoso, Manolete rechazó el consejo de su apoderado. Y jactanciosamente, asignando a cada uno de sus movimientos un estoicismo supremo, desplegó ante el público de Linares toda la gama de su genio y de su valor, como si quisiera vengarse de todos los insultos que había oído aquel verano.
Por último, se dobló sobre el pitón derecho y, consciente, muy lentamente, empujó el estoque, hundiéndolo hasta los gavilanes; tan despacio lo hizo que su mozo de estoques tuvo la impresión de que lo introducía centímetro a centímetro.
Pero fue una lentitud excesivamente confiada. El animal lanzó un seco derrote y hundió el pitón derecho en el muslo del torero. Mientras sus banderilleros lo llevaban a la enfermería, el público, aturdido, se puso en pie para aplaudir.
RELATO DE RAFAEL SÁNCHEZ EL PIPO
Mi único remordimiento en la vida es no haber estado con mi amigo en aquella su última corrida. En cuanto supe la noticia, pedí prestado un Hispano-Suiza y fui en busca del doctor Jiménez Guinea, a la sazón gran especialista en heridas por asta de toro. Partimos de noche en dirección a Linares. A mitad del trayecto, nos detuvimos en una posada, donde pedimos un poco de hielo para la penicilina que llevábamos.
La penicilina era entonces un artículo precioso en España. Allí estaba Gitanillo de Triana, que había venido a nuestro encuentro desde Linares, en el Buick descapotable de Manolo. Un rico aficionado se lo había dado en México a cambio de dos barreras de sombra para una de sus corridas.
Pasamos al Buick y nos dirigimos a Linares a una velocidad infernal. Mi amigo estaba en una habitación del pequeño hospital. Circunstancia curiosa, puesto que, el año anterior, Manolo había llevado a aquel mismo hospital a un muchacho al cual había atropellado con el Buick.
Estaba medio inconsciente. Todos se agrupaban a su alrededor.
—Gracias a Dios que está usted aquí, don Luis —dijo al cirujano.
El doctor le dijo que se tranquilizase. Minutos más tarde, Manolo le dijo que no sentía nada en la pierna izquierda. El doctor Jiménez Guinea empezó a darle masaje.
—Calma, Manolo —le dijo—, y cierra los ojos.
—Los tengo cerrados —murmuró Manolo.
Pero los tenía abiertos de par en par. Entonces comprendí. Minutos después, agarró la sábana con los dedos y gritó:
—¡Ay, madre!
Se quedó rígido y todo terminó. Mi amigo había muerto.
Manuel Rodríguez Manolete le había dado al fin a la multitud lo que pensaba que ésta quería. Agradecidos, fueron centenares y millares los que acudieron a su entierro en Córdoba. Como habían hecho con Joselito, las turbas que le habían denostado durante las últimas semanas de su vida, tranquilizaban su conciencia haciendo un mártir de aquel hombre, y una leyenda de su muerte.
Rafael Sánchez El Pipo, arruinado una vez más, escogió el malhadado momento para hacer su propia entrada en el mundo de la fiesta brava como apoderado de toreros. Su primer pupilo fue un primo de Manolete llamado Rafael Molina. Éste tenía muy poco de la habilidad de su primo y nada de su valor. El Pipo lo dejó por un mexicano apodado Capetillo. Capetillo no resultó mejor que Molina, y El Pipo lo abandonó también por un paisano suyo llamado José Ramón Tirado.
Con Tirado, la fluctuante fortuna de El Pipo volvió a ascender una vez más, no tanto por las dotes del torero como por su mejor conocimiento de su nueva profesión.
RELATO DE RAFAEL SÁNCHEZ EL PIPO
Lo que se necesita para este negocio es corazón resuelto e inteligencia pronta. Lo demás no cuenta. Me costó un poco comprender esto; pero, una vez lo hube comprendido, nunca volví la vista atrás.
Mi primera idea en lo tocante a Tirado fue hacerle famoso en España. Tenía que dar un buen golpe, y sin tardar. Un día me enteré de que Franco llegaría al aeropuerto de Barajas. Llamé a México y le dije a José Ramón que tomase un avión que llegaría al aeropuerto a la misma hora. Sabía que la prensa, la televisión y los fotógrafos estarían allá, esperando la llegada de Franco. Pensé que de este modo, gracias al Caudillo, haría una publicidad gratuita a José Ramón.
Después tuve una idea mejor. Cablegrafié a Ramón diciéndole que tomara su billete y todo lo demás, pero que «no» subiese al avión. Por mi parte, para asegurarme el éxito de mi truco, soborné a un par de fotógrafos y me dirigí al aeropuerto. Tal como esperaba, el nombre de Ramón figuraba en la lista de pasajeros. El avión llegaba un poco antes que el de Franco. Dispuse a mis fotógrafos para que impresionasen la llegada triunfal de Ramón.
Naturalmente, Ramón brilló por su ausencia. Entonces, por medio de uno de mis fotógrafos, hice circular el rumor de que el torero se había lanzado del avión desde siete mil metros de altura. El bulo corrió por el aeropuerto con la velocidad del rayo. Al cabo de tres minutos, todos los periodistas que esperaban a Franco estaban a mi alrededor. Fotógrafos, locutores de la televisión, todo el mundo rodeaba a Rafael Sánchez El Pipo. Adopté un aire compungido por la pérdida del torero. Conté la historia de su carrera, inventándola a medida que hablaba. Puedo asegurarles que esta historia apareció en todos los periódicos de España. Al día siguiente, treinta millones de españoles sabían quién era Ramón Tirado.
Tres semanas más tarde, hice que lo salvara un buque mercante en mitad del océano. Era un milagro, la mano de Dios. Los periódicos se habían aferrado de tal modo a la historia, que cuando vieron a Tirado vivito y coleando no se atrevieron a desmentirla. Aquel año, todos los españoles quisieron verlo torear. Ganamos el dinero a espuertas. Lo malo fue que Tirado era mucho peor como torero que yo como publicitario. Y la gente se dio cuenta. Al terminar la temporada, era un hombre acabado y tuve que dejarlo.
Entonces resolví marchar a México y montar allí un negocio de mariscos. Pero aquello era la jungla. Una cueva de ladrones. Un lugar imposible para un honrado comerciante. Traté de organizar un par de corridas para hacerme con unos cuantos pesos. Pero tampoco en esto me acompañó la suerte, y regresé a España más pobre que Job.
El año 1959 fue muy malo para mí. Apoderé un par de toreros, pero no eran buenos y los dejé. El único dinero que gané aquel año fue en una corrida que organicé en Albacete y que estuvo a punto de costarme un ataque cardíaco.
Mi primer espada, Pedrés, era oriundo de Albacete; por consiguiente, pensaba llenar la plaza. Anuncié que le compraría los mejores toros de España, un lote de reses de la ganadería de Antonio Urquijo.
Esto, naturalmente, era una broma. No tenía dinero para adquirir un solo toro. Por último, logré que un amigo se asociara conmigo. Él me ayudaría a pagar los toros a cambio de una participación en los beneficios. El problema radicaba en que teníamos que pagar los toros en dinero efectivo el jueves por la mañana, antes de enviarlos a la plaza, y Pedrés tenía que torear aquella tarde. Si resultaba cogido durante la lidia, nuestra corrida sería un fiasco. No estaba dispuesto a pagar el importe de los toros si no contaba con Pedrés; por consiguiente, hice un trato especial con don Antonio Urquijo para pagar los toros el jueves por la tarde. Aposté a mi amigo, con el dinero, junto a un teléfono próximo al cortijo. Después me fui a la plaza a contemplar la lidia de Pedrés.
El quinto toro era el segundo que le correspondía; en cuanto lo hubo despachado, corrí al teléfono. Hablé con mi amigo y le dije que podía seguir adelante y comprar los toros. Acababa de regresar a la plaza, muy satisfecho, cuando oí gritar a la multitud. Pedrés había resultado cogido al hacer un quite al último toro. Creí que iba a desmayarme. Corrí al callejón y vi cómo se lo llevaban a la enfermería, blanco como la cera. La Policía no me dejó entrar a ver cómo estaba. Me temblaban las piernas de angustia. Todas mis esperanzas se habían ido al traste. Había comprado y pagado los toros y ahora me faltaba el torero. La corrida del domingo me costaría hasta la última peseta que tenía y unas cuantas más que no tenía.
Entonces se abrió la puerta de la enfermería. Me froté los ojos. Era Pedrés, y me pareció Lázaro saliendo de su tumba.
—Sólo un rasguño, don Rafael —me dijo.
Casi me desmayé de la emoción. Aquel domingo ganamos trescientas cincuenta mil pesetas.
Esto es cuanto hice aquel año; por tanto, no estaba precisamente en la gloria cuando llegó el invierno.
Lo malo de este país es que cualquier patán con dinero para comprar una barrera de sombra se imagina ser un técnico de la lidia. Por esto, cuando uno está un poco metido en la fiesta le están incordiando continuamente por una u otra cosa. Siempre le quieren endilgar algún muchacho que habrá de ser un nuevo Manolete. Cualquiera diría que los Manolete se fabrican en las tertulias de café. Ese primo mío del jerez es un ejemplo de ello. Yo entiendo más de jerez que él de toros. Además, cuando me pidió que viese a aquel chico conocido suyo, yo tenía ya un nuevo torero para 1960.
Sólo para hacerle callar y para que no me molestase más accedí a tomar una taza de café con el muchacho.
En cuanto entré en el establecimiento, sentí sus ojos clavados en los míos. Vino a mi encuentro y dijo:
—Sea usted mi apoderado y le compraré un Mercedes.
—¡Calma! —le dije—. ¿Sabes lo que cuesta un Mercedes?
—Claro que sí —dijo con su voz ronca—. Un millón de pesetas.
Su aspecto era lamentable. Iba vestido con harapos y calzaba alpargatas. Llevaba el pelo demasiado largo. Le dije que se volviese, y así lo hizo. Siempre les pido a los chicos que hagan esto. Y lo primero que miro son los brazos. Éste los tenía largos. Es una buena cualidad. Teniendo los brazos largos, se maneja más fácilmente la muleta. Le pregunté por qué quería ser torero.
—Para comer —me dijo—, para salir de mi miseria.
—¿Te gusta el dinero? —le pregunté.
—Más que a usted —me respondió—, más que a nadie.
Le pregunté qué edad tenía y me contestó que veinticuatro años. Le dije que era demasiado mayor, que tenía el caparazón demasiado duro.
—La edad no importa —me dijo—. Lo que cuenta es el valor.
Entonces le pregunté si había toreado alguna vez.
—Naturalmente —me dijo—. Muchísimas veces. En los campos, de noche. ¿En qué otro sitio puede torear un chico como yo?
—Escucha, muchacho —le dije—, ¿sabes de qué color tienes la sangre?
Se remangó el pantalón. Tenía en la pantorrilla una larga herida, todavía no cicatrizada del todo.
—De este color —me dijo. Y añadió—: Deme una oportunidad, don Rafael. Le prometo que no se arrepentirá.
Bueno, esos chicos son todos iguales la primera vez que uno los ve. Las mismas respuestas. Las mismas promesas. Tenía buena apariencia, pero era demasiado viejo. Conviene descubrirlos cuando tienen dieciséis o diecisiete años. Le dije que lo sentía mucho, que tenía ya demasiadas cosas en que ocuparme. En realidad, lo sentía porque veía algo en él. Aquel chico tenía algo.
El muchacho se inclinó encima de mí y me lanzó a la cara su agrio aliento.
—Escuche, don Rafael —me dijo—, no entiende usted de nada. Ni de toros ni de hombres.
Dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Entonces oí una voz interior que me decía: «Rafael Sánchez, has cometido una lamentable equivocación». Él empujaba ya la puerta cuando le grité:
—¡Eh, muchacho! ¡Vuelve acá!
Lo primero que hizo El Pipo fue invitar a Manolo a un bocadillo y una taza de café, su primera comida en veinticuatro horas. Lo segundo fue decirle que le llamara por teléfono todos los días, a las doce de la mañana, para saber si él había podido enterarse de alguna tienta a celebrar en Salamanca.
Pasaron semanas sin que nada ocurriese. Desengañado, Manolo le dijo a El Pipo que estaba dispuesto a pasearse por la Puerta del Sol con un rótulo a la espalda ofreciendo un Mercedes al primero que le diese una oportunidad. Pero, al fin, sus incrédulos oídos recibieron el anuncio de El Pipo de que iban a marchar a Salamanca.
Manolo acudió a la cita con media hora de anticipación. Iba tan sucio y olía tan mal que El Pipo hizo que viajara solo en el asiento de atrás del Seat que había pedido prestado, lo más lejos posible de su acicalada y perfumada persona.
Su punto de destino era la finca de don Antonio Pérez Tabernero, uno de los más famosos ganaderos salmantinos. Éste había querido que la tienta fuese un verdadero festival, presidido por dos de los primeros diestros de España: Antonio Ordóñez y Curro Romero. El Pipo presentó inmediatamente a su piojoso protegido a los dos diestros, muy elegantes con su chaquetilla de franela gris, su camisa bordada y los zahones de cuero de ritual.
—Este muchacho —les dijo con su modestia habitual— va a enterraros a los dos el día menos pensado.
El objeto de su baladronada estuvo lamentablemente mal en su primera intervención. La segunda vez que le ofrecieron una oportunidad, Curro Romero le echó una zancadilla al salir al ruedo, haciéndole rodar por el suelo con gran regocijo de los invitados de Pérez Tabernero. A causa de su nerviosismo todavía estuvo peor en la segunda res.
—¿Por qué has traído a ese idiota? —preguntó Pérez Tabernero a El Pipo.
Éste, muy mortificado, pidió al ganadero que le excusara y sacó a Manolo del redondel. Extendiendo majestuosamente el brazo, le señaló la distante carretera.
—¿Ves esa carretera? —le dijo—. Es la que va a Madrid. Puedes echar a andar. Y, si quieres seguir mi consejo, cuando llegues a Madrid sigue caminando. Sigue caminando hasta Andalucía. Nadie hará nunca un torero de ti.
Pronunciada su sentencia de destierro, El Pipo volvió a la placita a ver el resto de la tienta. Era ya bien entrada la noche cuando, después de una prolongada y alegre recepción en la hacienda del ganadero, volvió El Pipo a su automóvil. Para su sorpresa, encontró al desterrado torero acurrucado en el asiento de atrás, llorando quedamente. Manolo suplicó a El Pipo que no le abandonase, que le diese una nueva oportunidad. El Pipo suspiró. En todo caso, era demasiado tarde para dejarlo abandonado aquella noche. Le dejó dormir en el automóvil, mientras él pasaba la noche con unos amigos. Al día siguiente, le dejó participar en otra tienta. Al probarse la primera vaquilla, Manolo, sin que nadie se lo indicase, saltó al ruedo. El mayoral se disponía ya a intervenir cuando El Pipo le detuvo.
—Tiene afición —le dijo.
Más tranquilo y seguro de sí mismo que el día anterior, Manolo toreó lo bastante bien para ganarse una segunda oportunidad, y después una tercera. El Pipo le observaba con creciente interés desde el burladero. No se había equivocado. Sus brazos le permitían dar largos y templados pases. Ahora no había en sus ademanes el menor asomo de miedo ni de nerviosismo. Toda la tarde estuvo observándole, apoyado el mentón en las manos cruzadas sobre el borde del burladero, echado el sombrero sobre la frente para resguardarse del sol, y chupando un cigarro apagado.
Cuando terminó la prueba de la última vaquilla y la res volvió al pastizal, El Pipo llamó a Manolo. El ex rey de los mariscos se metió una mano en el bolsillo y sacó una de sus tarjetas de visita. Garrapateó unas palabras en su dorso y la tendió a Manolo.
Era el pasaporte que Manolo estaba esperando desde hacía casi diez años, la llave que le abriría al fin los recintos que durante tanto tiempo habían permanecido cerrados para él: las tientas de los ganaderos. El Pipo le dijo que debía quedarse unas semanas en Salamanca y practicar en cuantas tientas se celebrasen. En cuanto a él, regresó a Madrid para hacer planes con vistas a la siguiente temporada.
Armado con la tarjeta de El Pipo, Manolo reanudó su asedio a los cortijos salmantinos. Esta vez, empero, las puertas que hasta entonces le habían sido inexorablemente cerradas empezaron a abrirse para él. Casi todos los días encontraba alguna tienta donde practicar su arte. Con este entrenamiento que durante tanto tiempo le había sido negado, empezó a progresar. Al poco, se había ya convertido en una figura muy conocida en las tientas, en un muchacho del que los entendidos ganaderos empezaban a decir que tenía algo.
Por las noches, durmiendo en cobertizos de las fincas o arrebujado en su muleta en la Plaza Mayor, Manolo empezó a soñar en la vida que le esperaba. Sólo una cosa turbaba sus sueños. Estaba seguro de que su apoderado haría llover los contratos sobre su cabeza. Y la llegada de éstos significaría un momento muy dificultoso para Manolo. Hacía ya tiempo que las rudimentarias enseñanzas aprendidas en el orfanato de don Carlos se había borrado de su mente. No sólo sería incapaz de leer los contratos, sino también de firmarlos. No sabía escribir su propio nombre.
Con conmovedor empeño se aplicó a remediar este defecto. Un ganadero cuya finca había visitado le dio el nombre de un profesor del colegio salesiano de Salamanca. El maduro y digno profesor, don Antonio Cortés, se sorprendió un día al ver en la puerta del colegio la astrosa figura de Manolo, que le suplicó que le enseñara a firmar. El profesor, conmovido por la vehemencia de la súplica, accedió. Durante seis semanas, Manolo se presentó ante la puerta del profesor a las once en punto de la noche.
El benemérito profesor, que jamás había visto una corrida de toros, recordaría mientras viviese la imagen de «aquel muchacho atormentado, exhausto, sucio, cubierto de sangre y de cardenales después de cada tienta, derrumbándose en mi sillón, patéticamente ansioso de recoger unas migajas de conocimientos de mi mesa de maestro». Su mayor hazaña de la temporada la realizó, no en las fincas vecinas, sino allí, en el estudio del profesor. Aprendió ante todo a escribir la eme mayúscula y trazar una larga línea, partiendo de la base de aquélla, que sirviese de pauta a las otras letras; después, le costó muy poco escribir Manuel Benítez El Renco, las cuatro palabras que soñaba ver muy pronto en los carteles de toros de todas las ciudades de España[13]. Era insaciable en su afán de mostrar su nueva habilidad. Siempre que podía echar mano a un lápiz y un papel, escribía su nombre y lo mostraba al primero que se presentaba. El descubrimiento de su propia firma fue para el torero de veinticinco años el mayor motivo de orgullo que tuvo aquel invierno.
Aquel invierno estuvo para El Pipo tan vacío de acontecimientos como pródigo fue para Manolo. Y no faltaban razones para ello. Las trescientas cincuenta mil pesetas que aquél había ganado en la corrida de Albacete se habían agotado hacía tiempo, y el destronado rey de los mariscos se vio obligado a vivir aquellos meses en el límite extremo de la indulgencia de sus acreedores. El Pipo sopesaba la venidera temporada en función de su teoría de que, repartiendo sus esfuerzos, multiplicaría las probabilidades de éxito. Su idea era muy sencilla: introduciría a varios jóvenes toreros en la lidia, como se enseña a unos gozquecillos a nadar. Se arrojan los perritos al agua y se ve cuál de ellos llega el primero. Manolo era uno de los cuatro jóvenes en los que tenía puesta su mirada de experto.
El Pipo ignoraba si Manolo sabría o no nadar; mientras tanto, Manolo fue el primero de su troupe en plantearle un problema. Un día, a finales de marzo, llegó a su casa una tarjeta postal. Venía de Salamanca, y alguien había escrito en ella, por encargo de Manolo, una petición de quinientas pesetas para pagar deudas. Las necesitaba con urgencia, y si no las recibía se vería obligado a huir de la región.
Una cosa era meterse la mano en el bolsillo y sacar una tarjeta, y otra muy distinta extraer de él quinientas pesetas. Ante todo, era muy improbable que las encontrase allí; aquel invierno, quinientas pesetas representaban casi tanto para el apoderado como para el joven y mugriento torero. Para El Pipo era una inversión, algo como cruzar un Rubicón financiero, y vaciló largo rato antes de hacerlo. Por fin, una tarde, cediendo a un súbito impulso, fue a empeñar una moneda de oro que había traído de México y giró a Manolo las quinientas pesetas que le dieron por ella.
Unos días más tarde, Manolo llamó a su puerta. El Pipo le introdujo en el cuarto de estar y le ofreció una pluma y una hoja de papel en blanco.
—Firma —le dijo.
Con inmensa satisfacción, Manolo estampó en el papel las cuatro palabras que eran el fruto principal de sus estudios de aquel invierno en Salamanca: Manuel Benítez El Renco.
El Pipo cogió el papel y lo miró. Precedida de un texto que se proponía escribir personalmente, aquella firma sería el precio que iba a pagarle Manolo por la respuesta a su postal. Sería su contrato con El Pipo. Éste, después de reflexionar unos momentos, anunció su primera decisión en beneficio de su protegido. El Renco era un apodo que no daba la impresión de virilidad que el público esperaba de un torero, le dijo. En adelante, Manolo sería conocido por el nombre de El Cordobés.
Manolo le miró asombrado y alicaído. Estas dos palabras anulaban sus grandes esfuerzos de Salamanca. Contempló tristemente el pedazo de papel que El Pipo tenía en la mano y comprendió que tendría que aprender de nuevo a firmar con su nombre.
Manolo alquiló una habitación junto con un compañero albañil, y El Pipo le encontró un empleo de mozo de recados en una marisquería, a fin de que pudiese seguir viviendo mientras él le buscaba una corrida.
Movilizando todos los recursos de su astucia, el hombre que había visto morir a Manolete emprendió la tarea de instalar al mísero y desconocido huérfano andaluz en el trono vacante del maestro. Como un viajante de comercio, empezó a recorrer las calles de Madrid y todos los bares frecuentados por aficionados a los toros, en busca de un comprador para la única mercancía que tenía por vender: el valor de un pobre torero. Con su sempiterno sombrero, con un cigarro —generalmente apagado en consideración a sus desdichas económicas— entre los dientes, con un desmesurado pañuelo asomando del bolsillo de su chaqueta, y envuelto todo él en una capa de agua de colonia barata, El Pipo hacía su ronda diaria con la majestad de un monarca desterrado en busca de una nueva Corte. Con el jactancioso aplomo de que sólo él era capaz, proclamaba ante todos los que querían escucharle las virtudes del joven que, bajo su tutela, revolucionaría la fiesta brava. Sereno, confiado, sin dar el menor indicio de su precaria situación económica, El Pipo plantó sus cañas bien cebadas y esperó a que picase algún pez.
Desgraciadamente, empero, se demostró que, aquella temporada, era mucho más difícil vender un torero que una caja de mariscos. Sus colegas conocían sobradamente a El Pipo para tomarse en serio sus pomposas declaraciones. Su último genio no era más que el sucesor de toda una estirpe de fenómenos que, según aquel hombre jovial y jactancioso, tenían que armar una revolución en el toreo…, y que no le habían durado más que un par de toros.
Fracasado en sus esfuerzos para lanzar a Manolo en Madrid, El Pipo emprendió una nueva acción que le pareció completamente lógica: buscar una corrida para Manolo en la tierra que lo había visto nacer: Andalucía. Lió, pues, sus bártulos y salió para Sevilla, donde acababa de empezar la Feria anual que atraía a sus adornadas calles a la flor y nata de la fiesta brava.
Incapaz de perder su tiempo con los santos si podía apelar al propio Dios, El Pipo acudió directamente al carirredondo empresario conocido por El rey de Andalucía, Antonio Canorea. Canorea había estado tan alejado de la fiesta brava como su colega y competidor en Madrid, don Livinio Stuyck. Canorea era banquero de profesión y aficionado a la pelota vasca. Se había hecho empresario taurino a requerimiento de su suegra, que era coja. El marido de ésta había sido empresario de la plaza de toros de Sevilla y, al morir, su viuda había llamado a su yerno, que ocupaba un cargo en el Banco Central de Madrid, y le había informado de que debía convertirse en empresario taurino. Canorea obedeció, sumiso, compensando su ignorancia de los toros con su sentido común de banquero, y se erigió un pequeño imperio propio. Seguía llamando respetuosamente madre a su suegra, mientras ésta le llamaba por el apellido. Ahora controlaba, amén de la plaza de Sevilla, otros doce cosos taurinos, todas las plazas importantes de Andalucía, con más de ciento cincuenta corridas al año, y formaba, con Stuyck y otros dos empresarios, el cuarteto que controlaba el negocio de la fiesta brava.
Canorea conocía bien al genial charlatán del cigarro apagado en la boca que, una mañana de abril, entró sin ser invitado a su despacho, junto con la diaria multitud de pedigüeños y haraganes. Canorea tenía menos tiempo que de ordinario para despachar a esta muchedumbre; la Feria era su temporada de más trajín. En cuanto a El Pipo, no podía dedicarle un solo minuto. Ni en sus pequeñas plazas provincianas había sitio para su fenómeno, le dijo. Y con un ademán le señaló el patio lleno de maletillas. Había docenas de muchachos parecidos, le dijo, ante las puertas de cada una de sus plazas. Además, el propio Canorea había ingresado recientemente en el campo de actividades de El Pipo. Había elegido entre las hordas de muchachos que asediaban sus plazas de toros, a los seis que le habían parecido más prometedores, de los cuales se hizo apoderado. Las vacantes en los carteles de sus plazas serían ocupadas por sus protegidos, no por los de El Pipo.
Fracasado una vez más, El Pipo se retiró al vestíbulo del Hotel Colón, amplísima estancia parecida a un granero y que, durante la Feria de Sevilla se convertía en capital provisional de la fiesta de los toros. Allí, sorbiendo interminables tazas de café y copas de jerez, trató de encontrar algún empresario de tercera clase que estuviera dispuesto a dar una oportunidad a Manolo.
El Pipo conocía muy bien las dificultades de la delicada tarea de lanzar a un torero desconocido. Aquel año, los diez primeros espadas se repartirían una tercera parte de todas las corridas que se celebrarían en España. Los doscientos restantes se disputarían las sobras, contentándose algunos de ellos con un par o tres de corridas en toda la temporada. Menos de una docena de nombres se añadirían a la lista antes del otoño. La mayoría de éstos serían protegidos de los cuatro empresarios más importantes, o jóvenes en los cuales, por alguna amistad o parentesco, tenían especial interés. En general, los empresarios provincianos pedían una compensación para incluir en sus carteles a un torero desconocido, y, a veces, una cantidad de dinero efectivo. En circunstancias normales, El Pipo habría estado dispuesto a realizar una de estas inversiones; pero, desgraciadamente, en aquel momento el dinero brillaba por su ausencia en el bolsillo de El Pipo. La astucia era lo único de que andaba sobrado aquella primavera.
Una tarde, irritado por su imposibilidad de encontrar un contrato para Manolo, El Pipo yacía en la cama de su habitación, en una pensión de segunda clase, prolongando la siesta mientras pasaba revista a sus apuros. Lo que necesitaba, se dijo, no era una plaza de toros, sino una corrida. Si no una plaza, encontraría un pueblo ansioso de organizar una corrida y convencería a su alcalde de que alquilase uno de esos ruedos portátiles que pueden levantarse como un circo en un espacio despejado. Ahora bien, ¿qué pueblo se dejaría persuadir mejor que aquel donde había nacido el aspirante a torero? Temblando de entusiasmo por la brillantez de su idea, El Pipo se vistió y corrió al teléfono.
La llamada de éste resonó en un cavernoso edificio que había sido antaño caballeriza árabe y que se hallaba adosado a la muralla morisca de Palma del Río. Era la fábrica de hielo de la localidad, y fue su dueño, Antonio Caro, quien se puso al aparato. Caro era secretario del Ayuntamiento y, como tal, se encargaba de la organización de los pocos festejos públicos que el pueblo podía permitirse. Su última intervención en la fiesta brava había sido como presidente de la corrida improvisada por don Carlos Sánchez. El desordenado espectáculo le había dejado pocas ganas de presenciar nuevas corridas en Palma. Por esto le dijo a El Pipo que, sintiéndolo mucho, tenía que declinar su ofrecimiento.
Con toda la elocuencia de que era capaz, El Pipo se refirió al fenómeno cuya carrera empezaría en Palma del Río, el muchacho que había maravillado a Salamanca y que heredaría las muletas de Joselito, Belmonte y Manolete. Después, poniendo en sus palabras el énfasis final de un vendedor ambulante, declaró que aquel prodigio había nacido en Palma del Río.
Cuando Caro oyó pronunciar el nombre del fenómeno, se le cortó la respiración. La única vez que el vecindario de Palma se había sentido agradecido a El Renco, le dijo a El Pipo, había sido el día en que se había marchado para siempre del pueblo. Ningún vecino de Palma, añadió, se gastaría una peseta para ver torear al incorregible ladrón de naranjas, y él, como secretario del Ayuntamiento, no iba ciertamente a gastar cuarenta mil pesetas en el alquiler de una plaza.
El Pipo insistió, empleando todos sus recursos de charlatán. Caro se avino, mal de su agrado, a someter la idea a la Corporación municipal y llamar después por teléfono a El Pipo. Cuando lo hizo, su respuesta fue negativa. El día en que las autoridades municipales resolvieran gastarse algún dinero para Manuel Benítez, dijo, sería «para comprarle una cárcel, no para alquilarle una plaza».
Esta respuesta llenó a El Pipo de desesperación. Vio desvanecerse su última oportunidad de lanzar a Manolo. Frenéticamente, repitió todos sus argumentos a Caro. Después, instintivamente y sin pensarlo, dijo que él pagaría el alquiler de la plaza. Caro vaciló. Viendo ganada la partida, El Pipo gritó:
—¡Y los toros también!
Esto era demasiado para Caro. El Ayuntamiento de Palma del Río, dijo, patrocinaría oficialmente el debut del fenómeno de El Pipo, como primera atracción de la Fiesta de Mayo, que había de celebrarse dentro de dos semanas.
El Pipo, aliviado y agradecido, colgó el aparato y se dejó caer en una silla. De pronto, palideció. Empezaba a darse cuenta del lío en que se había metido, arrastrado por su entusiasmo.
—¡Dios mío! —jadeó—. ¿De dónde voy a sacar el dinero?
A pesar de que era mediodía, la ostentosa lámpara de cristal tallado suspendida del techo desparramaba su luz por toda la estancia. Las cortinas habían sido corridas, y cerrados los postigos, no para dar a la reunión un aire misterioso, sino para preservar la fresca habitación del agobiante calor que reinaba en las calles de Córdoba. Los ocupantes de la estancia se hallaban sentados alrededor de la enorme mesa ovalada cuyas tablas de caoba habrían sido testigos de todos los triunfos y todas las tragedias de la familia Sánchez. Los banquetes de boda de los jóvenes se habían servido sobre estas mismas tablas, así como los dulces y el café ofrecidos a los amigos en los velatorios. Todas las decisiones importantes de la familia Sánchez habían sido debatidas, sopesadas y tomadas en esta habitación, y ahora, concienzudamente situados alrededor de la mesa, los parientes de Rafael Sánchez El Pipo discutían solemnemente un nuevo problema.
Todos estaban presentes. Allí se encontraba el hermano de El Pipo, director de la marisquería familiar de la calle de la Plata; el tío José, primer varón de la familia que trabajó en la cadena de tiendas de mariscos montada en Andalucía antes de la guerra; las tres hijas casadas de El Pipo, con sus respectivos maridos. Tías, tíos, primos, toda la copiosa progenie del clan Sánchez había acudido a la llamada del jefe de la tribu, quien sentado ahora a la cabecera de la mesa se enjugaba el sudor de la frente con su pañuelo multicolor.
El Pipo habló durante casi diez minutos. Su monólogo fue un resumen de los altibajos de su errante carrera. Como es fácil comprender, hizo hincapié en sus momentos de auge, en detrimento de los menos gloriosos, como el que ahora estaba atravesando. Recordó que había sido generoso con su dinero en los períodos afortunados de su carrera, y que los beneficios de su generosidad habían favorecido principalmente a las personas que hoy se sentaban a su alrededor.
Ahora, explicó, se disponía a realizar la última y más dramática apuesta de su vida. Iba a apostar por un inexperto albañil que quería ser torero. Repitiendo la solemne promesa que había hecho a la mitad de los empresarios de España, aseguró a la noble asamblea que su desconocido albañil revolucionaría un día el arte del toreo. Él, Rafael Sánchez El Pipo, estaba resuelto a lanzarlo, y para ello necesitaba doscientas mil pesetas. Esta suma representaba el precio del alquiler de una plaza portátil, por un día, y de los seis toros más baratos que podían suministrar las ganaderías andaluzas. En cuanto a si el joven a favor del cual se disponía a apostar aquella suma era buen torero o no, lo ignoraba y le tenía sin cuidado, dijo. Sólo estaba seguro de una cosa: llegaría un día en que sus ganancias llenarían las arcas de todos los bancos de Córdoba.
Terminado su breve discurso, El Pipo paseó dramáticamente su mirada por la estancia, fijándola sucesivamente en cada uno de los reunidos. Ante él, en medio de la mesa y sobre el mantel de encaje allí dispuesto para la ocasión, había una caja de zapatos vacía. Clavó en ella los ojos, y todos siguieron la dirección de su mirada. Después, El Pipo se volvió a su hija mayor, Elena, y señaló su mano izquierda. Una sortija con una esmeralda brillaba en uno de sus dedos. El Pipo le había traído aquel anillo al regresar de un viaje a América del Sur con Manolete. Con voz seria y grave, le pidió ahora que se lo devolviese.
El Pipo, con la instintiva psicología de un subastador, había escogido a su hija mayor para su primera petición. Sabía que ella no podía negarle nada.
—Estás loco, papá —dijo Elena en un murmullo.
Pero se quitó la sortija del dedo y se la entregó.
El hombre la hizo rodar un momento entre los dedos, haciéndola brillar a la luz de la lámpara, a fin de que todos los presentes, comprendiesen el valor de lo que acababa de hacer su hija. Después, separando ceremoniosamente los dedos, la dejó caer en la caja de zapatos. Levantó los ojos y contempló los rostros asombrados a su alrededor. Esta vez, su ávida mirada se posó en los puños de la camisa de su hermano. Los llevaba sujetos con un par de gemelos de oro y perlas. También era producto de la generosidad de El Pipo en tiempos mejores. Los señaló con su rollizo índice.
—Los gemelos, Pepe —dijo—. Necesito tus gemelos. No temas, los recuperarás.
Su hermano movió tristemente la cabeza. Luego, se desabrochó los gemelos sin decir palabra y los arrojó a la caja de zapatos.
Y de esta manera los codiciosos dedos de El Pipo fueron recogiendo, alrededor de la mesa, el broche de una tía anciana, el collar de perlas de una hija, el alfiler de corbata de un yerno. Cuando alguna figura espartana no lucía alguna muestra de la largueza de El Pipo, éste se detenía a pensar. Y siempre recordaba alguna chuchería, algún recuerdo ofrecido antaño y cuya devolución reclamaba ahora. El propietario era cortésmente enviado a su casa a buscar el objeto, y volvía al cabo de un rato para depositar su contribución sobre el montón de joyas que iba creciendo en el interior de la caja de zapatos.
Por fin, ésta quedó casi llena de un surtido de monedas, medallas, sortijas, brazaletes, collares y relojes de pulsera. Entonces, El Pipo lanzó un profundo suspiro, se quitó su propio reloj de pulsera y, con majestuoso ademán, lo depositó en la caja. A continuación, arrancó laboriosamente de su mano derecha una enorme sortija de oro en la que había grabado dos «S» flanqueando un par de perros que atacaban un oso salvaje. Aquel anillo había pertenecido a su padre y a su abuelo. Era, en cierto sentido, su anillo episcopal, el sello de su categoría como cabeza de la familia Sánchez. Con postrero y ceremonioso ademán, alargó el brazo y dejó caer el anillo en la caja de zapatos, junto al resto de las joyas familiares. El Pipo se levantó. Hizo una breve reverencia y, en pocas palabras, agradeció a sus parientes los votos de confianza depositados, aunque a regañadientes, en la caja que tenía ante él.
Recogió el arca del tesoro y se la puso bajo un brazo. Después, envuelto en una nube de humo de cigarro, el hombre que había visto morir a Manolete se dirigió a la casa de empeños, definitivamente resuelto a alquilar una plaza de toros para el fenómeno cuya admisión no había podido lograr en ningún coso respetable de España.
Las calles de Palma del Río no habían visto nunca una cosa semejante. Se trataba de una vieja camioneta Citroën con un par de enormes altavoces fijados en el techo. Mientras avanzaba por las calles de Palma a la velocidad de una mula cansada, un estruendo surgido de los altavoces parecía sacudir las cortinas de cuentas del trayecto. Era la voz de El Pipo, anunciando con su inagotable caudal de superlativos el sensacional espectáculo que podrían presenciar los vecinos de Palma del Río el día 15 de mayo, en el acto culminante de su Feria: el debut mundial de un joven matador de toros destinado a ser el ídolo de la fiesta brava. Y además, declaró, era un hijo predilecto de esta famosa cuna del toreo que era Palma del Río. «Palmeños —proclamaba con una voz capaz de hacer caer las naranjas de los árboles en la otra orilla del Guadalquivir—, tenéis que venir todos a aplaudirle. Será la mejor corrida de vuestra vida».
Las reacciones producidas por la subsiguiente revelación del nombre del fenómeno oscilaron entre la indiferencia y la hilaridad. En la calle de Pacheco, donde se había recabado la autorización del sargento Monleón para el regreso del desterrado, la reacción dominante fue de desprecio. Don Carlos Sánchez se sintió complacido, y tomó nota mentalmente de indicar al hombre que le había remplazado en su papel de empresario lo muy adecuado y bien visto que sería que destinase una parte de los beneficios a las obras de caridad de la parroquia. El mayoral de don Félix, José Sánchez, recibió la noticia con cierta alarma. Su hija mayor no había encontrado aún un aspirante digno de su mano, y él temía que flaquease en su resolución de olvidar al joven a quien José seguía considerando un delincuente incorregible. Charneca, el dueño del bar, se mostró sorprendido. Jamás había pensado que el chico que contemplaba sus fotos de Manolete llegase a presentarse en una plaza. Sólo podía maravillarse de la tremenda fuerza de voluntad que lo había llevado hasta ella.
Para Antonio Caro, el propietario de la fábrica de hielo, el proyecto se había convertido en su pesadilla. La mitad de los concejales seguían mostrándose irritados por el hecho de que la digna corporación que representaban patrocinase el debut en la plaza de un ladronzuelo de gallinas y naranjas que había estado cuatro veces en la cárcel. El crédito de El Pipo menguaba tanto como arreciaban sus voces.
Cuando los dueños de la plaza portátil alquilada por Caro se enteraron de que era El Pipo y no el Ayuntamiento quien organizaba la corrida, amenazaron con desmontar el tinglado si no recibían el dinero por anticipado. Conocían por experiencia la diligencia de El Pipo en recoger la recaudación y largarse del pueblo si los resultados no correspondían a sus esperanzas.
Angelita Benítez se enteró del regreso de su hermano por una carta escrita por un amigo de éste. Cuando Ana Horillo se la leyó, se echó a llorar. Jamás había creído que su hermano llegara a ser torero. Para ella, su afición a los toros no era más que una manera de librarse de trabajar. Había deseado su retorno al pueblo que lo había expulsado ignominiosamente, casi más que nada en el mundo; más que nada, salvo su regreso en las actuales circunstancias.
Manolo se trasladó a Palma en un viejo Seat propiedad de uno de los fenómenos que El Pipo había resuelto lanzar aquel año. Este joven era el menos dotado de los pupilos de El Pipo, pero tenía coche y le había adelantado veinte mil pesetas a su apoderado para atender a los primeros gastos de la temporada. En la actual situación económica de El Pipo, el dinero tangible contaba mucho más que el valor en el ruedo.
Don Celes fue a despedir a Manolo. Le regaló un suéter y unos pantalones de vaquero de su hijo como obsequio de despedida. Manolo le abrazó antes de subir al coche.
—Le juro, don Celes —le dijo—, que nunca más volveré a coger un pico y una pala.
Para Manolo, el regreso al pueblo que lo había expulsado de su comunidad fue un momento de intensa satisfacción. Volvía en coche, tal como había prometido. Volvía para realizar lo que sus burlones conciudadanos le habían creído incapaz de hacer: lidiar un toro en una corrida formal y con traje de luces, para que sirviera de lección a los que le habían considerado indigno de vivir entre ellos. Lo primero que vio al pasar frente al yugo y las flechas que señalaban la entrada en Palma del Río fue su propio retrato, su retrato en traje de luces sobre la muralla de su pueblo natal. En el cartel se leía una de las frases predilectas de El Pipo: «Solo ante el peligro».
La primera instrucción que le dio El Pipo fue que se dejase ver. El Pipo había contratado a Juan Horillo, curado ya de su cornada de Jerez, para completar la terna. Los dos amigos pasearon juntos por las calles de su pueblo; Manolo, por primera vez en cuatro años. Unas pocas —muy pocas— personas se alegraron de verles. En general, la reacción provocada por su presencia en los cafés y las esquinas de Palma era de indiferencia y desdén. Manolo tardó poco en comprender que su retrato en las paredes de Palma no iba, de la noche a la mañana, a convertirle en un héroe para aquellos lugareños que seguían teniéndole por un joven delincuente.
Tampoco contribuyó su reputación a aumentar el crédito de su apoderado. El Pipo, que llevaba siempre encima el producto de las joyas de su familia, se desprendía de sus preciosas pesetas con ira casi visible. Parecía envolverle una aureola de desconfianza tan perceptible como el olor de su sempiterna agua de colonia. Tenía que pagarlo todo al contado, desmochando continuamente los fajos de billetes que le dieron en la casa de empeños.
El Pipo tenía sobrada experiencia para caer en el error cometido por Luis López de Talavera. Instaló en las taquillas a dos de sus parientes que tenían joyas valiosas en la casa de empeños de Córdoba; como banderillero exigido por la ley para la lidia, contrató a un ganapán del bar de su hermano, un hombre de cincuenta años, veterano de los toros, que había empezado su carrera cinco años antes de nacer Manolo. En cuanto a los emolumentos por su participación en la corrida, El Pipo los redujo a una sólida comida al terminar la fiesta.
Después de larga y paciente búsqueda, encontró las reses para la corrida en el cortijo de don Francisco Amián. En primer lugar, cinco toros que Amián no había podido colocar en parte alguna. Después, para adaptarse al rígido programa económico de El Pipo, una enorme vaca de siete años destinada al matadero. La costumbre determinaba que el pago de las reses debía efectuarse al ser enviadas éstas a la plaza. Sin embargo, El Pipo había confiado en demorar el pago hasta el momento en que vendiese la carne de los toros. Envió al viejo banderillero a buscarlos con el camión, con el encargo de decirle al ganadero que él había tenido que quedarse en Córdoba y pasaría más tarde a pagar.
Pero el ganadero no se dejó sorprender. Apostó a uno de sus vaqueros, armado de una escopeta, en la puerta del cortijo, con órdenes severas de no dejar marchar al camión sin previo pago de los toros.
Antonio Caro se llevó a Manolo a Córdoba para alquilar el traje de luces. Escogió uno de color azul pálido y oro. En el trayecto de regreso, al propietario de la fábrica de hielo le chocó el absoluto y casi enfurruñado silencio de Manolo. Tratando de entablar conversación, Caro le preguntó por qué deseaba tanto ser torero.
—Porque estoy harto de pasar hambre —le respondió Manuel Benítez.
Y volvió a sumirse en su mundo de silencio.
Durante la ausencia de Manolo, Angelita se había casado, no había sitio para él en el cuchitril de dos habitaciones al que se había trasladado ella con su marido. Manolo pasó la noche en una habitación que le encontró El Pipo detrás de la fábrica de hielo de Caro. Su traje azul y oro fue depositado sobre una caja junto a su camastro. Incapaz de dormir, pasó toda la noche contemplando aquel traje a la luz de la luna que se filtraba por la única ventana de su tabuco. Una y otra vez, alargaba la mano para tocar la sedosa superficie, como si acariciase la pelambre de un gatito. Se levantó en más de seis ocasiones y se puso la chaquetilla, como para asegurarse de que estaba realmente allí, de que no era otro de aquellos sueños que tan a menudo se habían desvanecido al abrir los ojos.
Cerrando los párpados para saborear más intensamente el gozo que sentía embutido en aquel traje, se imaginaba la escena de mañana, el glorioso momento de su reivindicación, cuando aquel inútil al que siempre estaban pegando, saldría al ruedo ante sus paisanos, tembloroso de orgullo en su traje de luces azul y oro, para demostrarles de una vez para siempre que tenía razón y que eran ellos los equivocados; que, detrás de sus naranjas y gallinas robadas, había algo más que el instinto de un ladronzuelo vulgar.
Tan intensa era su emoción aquella noche, que no advirtió un significativo detalle en el traje de torero con el que se disfrazaba en la oscuridad. En una de las perneras se veía aún una mancha oscura, de sangre, dejada allí por su último y desgraciado usuario, un torero mexicano corneado la semana anterior en Córdoba.
En la húmeda quietud de la mañana, una joven caminaba en dirección a Palma del Río. De vez en cuando, se detenía para arrancar un puñado de flores silvestres de los campos que se extendían a ambos lados de la carretera. Cuando llegó al santuario de la Virgen, llevaba entre los brazos un espléndido ramo primaveral. Con amoroso cuidado, Anita Sánchez dispuso las flores en el altar de la Virgen. Era el único miembro de su familia que no asistiría a la corrida. Ahora musitaba a la Virgen que protegiese al joven que había vuelto para cumplir la promesa que le hizo un día, molida la espalda por el garrote de su padre: «Voy a ser torero».
El traje de luces azul y oro yacía sobre la misma cama de la que Manolo había robado la manta de su hermana para hacerse la primera y tosca muleta. Sobre la mesa, había una imagen recién comprada de la Santísima Virgen, flanqueada por un par de mariposas, estriados platitos de hojalata en los que habían sido plantadas dos velas. Angelita había llevado estas velas a la iglesia por la mañana, para que don Carlos Sánchez las bendijera. Después había prestado a su hermano, para que se vistiera de luces, la habitación en que dormían ella y su marido. Y, llorando silenciosamente, se había retirado al otro cuarto, en compañía de tía Carmen, la hermana de su padre.
Un enjambre de ruidosos chiquillos se había reunido en la calleja para escoltar al torero hasta la plaza portátil de Palma. El Pipo, sudoroso y nervioso, se abrió paso hasta la cortina que separaba la casa de la calle, saludó a Angelita con un brusco movimiento de cabeza y penetró en la habitación donde Manolo se estaba vistiendo.
El semblante de El Pipo no traslucía la menor jovialidad. Había arriesgado mucho en aquella corrida para que le quedaran ganas de sonreír. Si hoy fracasaba, no habría segunda oportunidad para el torero ni para su apoderado. Lúgubremente, aconsejó a Manolo que «se acercara a los toros de manera que el público se imaginase que se los ponía por montera». Si le cogían, añadió, tenía que «levantarse y proseguir hasta la muerte».
Antonio Columpio, el viejo banderillero contratado por El Pipo, estaba sujetando la taleguilla del diestro cuando oyó su respuesta:
—Mire usted, don Rafael, mataré mis toros aunque tenga que pasar sobre mis propias tripas.
Después se echó a reír y siguió vistiéndose.
Angelita oyó su risa desde la habitación contigua. Estaba arrodillada en una silla, rezando desesperadamente el Rosario. Aquel ruido la llenó de aprensión. Siempre había oído decir que los toreros estaban serios y graves antes de la corrida. Si él no podía mostrarse así, pensó, «lo menos que podía hacer era guardar silencio y rezar», como hacía ella. Unos minutos más tarde, entre el repique de las cuentas de la cortina, Manolo salió de su habitación.
RELATO DE ANGELITA BENÍTEZ
Me estremecí al verle. Tenía en el semblante la sonrisa tan amplia como la habitación en que nos hallábamos. Me empezaron a temblar las rodillas. Él se acercó a mí, me abrazó y me dio un beso.
Nunca pensé que saliera nada de todo aquello. Jamás había creído nada de lo que él decía. Y ahora lo veía allí, convertido en lo que había afirmado que sería. Era ya un torero, era ya ese alguien que había querido ser. Me eché a llorar. No hacía más que imaginarme a mi hermano pequeño plantado ante las astas del toro. Las lágrimas que vertí aquella tarde fueron más amargas que todas las que había derramado cuando él era pequeño.
Me rodeó con sus brazos y juntos nos dirigimos a la puerta. Todo el pueblo estaba allí esperando que saliera, gritando y zaradeándose. Pensé que iba a desmayarme.
—Por favor, por favor, Manolo —supliqué—, ¡no vayas!
Él se inclinó y me besó de nuevo, esta vez en los ojos.
—No llores, Angelita —me dijo.
Después se acarició el traje con la mano y añadió:
—Esta noche te compraré una casa…, o llevarás luto por mí.
Después, mi hermano pequeño, vestido con el traje de luces, se encaminó, escoltado por todo el pueblo, a su cita con los toros.