Prólogo

La ciudad de Ronda se asienta, en precario equilibrio, sobre los rocosos hombros de una profunda barranca, a doscientos kilómetros del mar Mediterráneo, cerca de la punta meridional de España, en el borde de la orgullosa región llamada Andalucía. Ronda es llamada «nido de águilas», tanto por la rapacidad de sus moradores como por su encumbrado asiento. Allí, durante el ocaso de la Era de Oro española, era en que sus galeones habían llevado la guerra de conquista y la Cruz a un mundo abierto a sus audaces proas, los nobles de Ronda, durante los largos años de paz, se mantenían en forma para la guerra mediante un peligroso y sanguinario pasatiempo: montados a caballo, mataban toros bravos.

El lugar del ejercicio era el campo de equitación de la Real Maestranza de Caballería. Su objetivo, en Ronda como en el resto de España, era fomentar el valor de los hombres de pro y proporcionar de paso un espectáculo a los pobres que acudían a mirar y a llevarse a rastras los toros muertos en la plaza.

Durante uno de estos espectáculos, a comienzos del siglo XVIII, un noble y su caballo fueron derribados por la embestida del toro. El noble quedó apresado bajo su montura, indefenso ante los cuernos del toro al que había querido matar. Al disponerse éste a hundir las astas en su cuerpo, uno de los pobres lugareños alquilados para el servicio de la plaza de la Real Maestranza, saltó al ruedo. Empleando como engaño su sombrero andaluz de ala ancha, se atrajo al toro, alejándolo del indefenso jinete. Después, para admiración y espanto de sus nobles patronos, siguió agitando el sombrero ante los ojos del toro y, atrayendo la mirada del animal con sus movimientos, hizo que el astado pasara una y otra vez junto a su cuerpo.

Aquel pobre hombre se llamaba Francisco Romero. Era peón carpintero, pero, con los espontáneos movimientos de su sombrero andaluz, había fundado el rito de la moderna corrida de toros, lucha entre un toro y un hombre a pie, con el oscilante señuelo de un trozo de paño.

Durante treinta años, a partir de aquel día, Francisco Romero lidió toros a pie. Inventó la muleta, el paño rojo de los toreros, que remplazó al sombrero como engaño. Cuando murió, era el primer matador de toros de España, y su improvisada acción en la plaza de la Real Maestranza de Ronda había cambiado para siempre la naturaleza de las corridas. Había transformado un arte ecuestre en una hazaña de un hombre a pie. El pasatiempo de los nobles españoles, realizado ahora por sus campesinos, se convirtió en espectáculo para la gente acomodada, representado para ella por los pobres y hambrientos hijos del país. Pero el peón carpintero de Ronda murió rico, y la cosecha de su vida abrió nuevos horizontes a sus pobres paisanos.

A partir de aquella tarde en Ronda, los jóvenes pobres de Andalucía tuvieron un camino para huir del hambre, un camino que pasaba frente a los cuernos de un toro bravo en los atardeceres de verano de los días españoles. Son a millares los que siguieron este camino durante los dos siglos y medio transcurridos desde que Francisco Romero lo abrió con el revoloteo de su sombrero andaluz. A unos pocos los condujo a una riqueza y a una fama como no pudieron imaginar en sus sueños de mozos pobres. A la mayoría, los llevó a la desesperación y al dolor. Y a más de cuatrocientos hijos de España los llevó a la tumba.

Ésta es la historia del largo y penoso viaje de un hombre que siguió aquel camino.