Capítulo 9

La corrida (V)

En los atestados graderíos de Las Ventas había silencio y expectación. Y esta quietud parecía haberse extendido a toda España, acallando el clamor de su exuberante existencia. Por unos momentos, bajo el sol declinante de la tarde de mayo, el ritmo vital de la nación pareció suspenderse en espera de la hazaña de un solo hombre. El tráfico y el comercio habían quedado casi paralizados; los guardias abandonaban sus puestos; las llamadas telefónicas quedaban sin contestación. El Caudillo y el preso, el ministro y el campesino, el terrateniente y la criada de servicio, el banquero y el obrero fabril, veinte millones de hombres y mujeres, casi los dos tercios de la población de España, esperaban ante la pantalla gris del aparato de televisión, unidos alrededor de los tentáculos de este milagro de las comunicaciones, como jamás lo habían estado los españoles desde 1939.

Era un momento extraordinario el otorgado por el destino al ladrón de naranjas de Palma del Río. Únicamente otro hombre atraería sobre su figura, en el vasto e impersonal anfiteatro de la televisión nacional, la atención de un mayor número proporcional de sus conciudadanos, y lo haría, trágicamente, desde su ataúd de presidente asesinado. El entierro de John F. Kennedy en los Estados Unidos; la coronación de la reina de Inglaterra; la muerte del buen Papa Juan en Italia; el general De Gaulle pidiendo ayuda en Francia, en plena revuelta argelina; sólo las emisiones televisadas de estos acontecimientos podían compararse, en sus respectivas naciones, al impacto producido en España por el espectáculo que se desarrollaba sobre la mojada arena de la plaza de toros de Madrid. Probablemente, jamás un solo actor había sido invitado a desplegar su arte, a vivir, ante un público tan amplio como el representado por los cuarenta millones de ojos que seguían ahora la delgada figura de Manuel Benítez que se deslizaba, solo, por el campo gris de la pantalla.

En el patio florido de una casita de Palma del Río, la aparición de esta figura provocó un coro de voces ansiosas que llamaban a Angelita Benítez. Demasiado nerviosa para observar los preliminares del momento culminante de la carrera de su hermano, había estado paseando por el patio durante los diez últimos minutos, tratando desesperadamente de recordar las palabras de una oración. Santiguándose a toda prisa, se dejó acompañar por dos parientes al oscuro salón y a su butaca de honor ante el nuevo aparato de televisión.

No lejos de allí, en el nuevo barrio de casas de cemento donde se había retirado su padre, otra mujer contemplaba nerviosamente la televisión. Llevaba el traje azul que se había confeccionado para este día y para la Feria de Palma del Río. También Anita Sánchez murmuró una apresurada oración por el joven que pasaba por la pantalla del aparato, el rebelde huérfano en cuya mano había depositado la medalla de su primera comunión con la promesa de ser suya para siempre.

Un respetuoso silencio reinaba en el atestado café de la calle de la Plata, en Córdoba. Con un vaso de cerveza medio vacío ante él, un rollizo televidente seguía con gran atención los deslizantes pasos del torero. Muy bien conocía su modo de andar. Tiempo atrás le había hecho desfilar por las calles de Palma a empellones. Retirado ahora de la Guardia Civil, Rafael Monleón, Cara de Tomate, había trocado la autoridad de sus galones de sargento por el respetable oficio de contable en una empresa de accesorios de automóvil. El hombre que había infligido a Manuel Benítez la más humillante experiencia de su vida, no se habría perdido por nada del mundo la ocasión de presenciar su mayor triunfo.

Manolo llegó a un lugar del ruedo debajo precisamente del palco desde el cual el comisario de Policía, Quirós, contemplaba el ruedo, solemne y grave, con plena conciencia de la autoridad de que se hallaba investido.

Allí, en el ruedo famoso, tenía que celebrarse una breve pero trascendental ceremonia taurina. Esta corrida representaba para Manolo la confirmación de la alternativa, su incorporación oficial a la plantilla de matadores de toros. Los toreros, al tomar la alternativa, adquieren el derecho a matar toros de cinco años en cualquier plaza. Sin embargo, el ascenso a la categoría de matador de toros sigue siendo provisional hasta que es confirmado en el más importante coso taurino del mundo, la plaza madrileña de Las Ventas.

Manolo había tomado la alternativa en la plaza de la capital cuyo apodo había adoptado: Córdoba. Para los entusiastas aficionados, aquella ceremonia era presagio de los mejores augurios. Benítez había recibido la alternativa de manos de Antonio Bienvenida, el espada más veterano de España. Ningún torero podía hallarse a más distancia artística del rebelde y joven revolucionario torero que el elegante y maduro decano de la torería. Bienvenida se inició en el toreo el mismo año en que nació El Cordobés. El día en que cedió su toro a Manuel Benítez y le entregó los trastos de matar, tenía Bienvenida cuarenta y un años. Había sido ya padrino en treinta y seis alternativas, marca que no había logrado ningún otro matador de toros. Por encima de todo, Antonio Bienvenida representaba un concepto del toreo radicalmente opuesto al del turbulento joven a quien había dado la alternativa. Era un torero clásico, un hombre que aspiraba a crear belleza merced a la gracia y la elegancia de su lidia. En cambio, el joven desgreñado que había toreado con él en Córdoba se burlaba de todo esto. No se ceñía a ninguna norma ni había la menor elegancia en su toreo. Vulneraba las reglas y se mofaba del clasicismo. Pero daba a la multitud algo que ésta apreciaba más que la belleza: la emoción. Les asustaba. Y los hombres que marchaban sin prisa para ir a ver a Bienvenida corrían velozmente en pos de El Cordobés.

Así habían coincidido, en la arena de la plaza de la ciudad de los califas, el virtuoso del piano y el arrebatado devoto del jazz, el ortodoxo y el agnóstico, el puritano y el pragmático. Pero, más que nada, el sosegado cuarentón y el impetuoso muchacho de veinte y pico de años eran los genuinos representantes de dos generaciones. El abrazo de Bienvenida a El Cordobés, el poner en sus manos la muleta, era como proclamar que las credenciales de la fiesta habían pasado de una generación a otra. Y a muchos de los que estaban aquel día en la plaza les había parecido que aquella ceremonia presagiaba otros cambios, la transferencia de credenciales de una generación a otra, pero en materias que nada tenían que ver con la fiesta brava, aunque tendría profundas repercusiones en la vida de la nación española.

La ceremonia de Madrid fue más breve y menos ritual. Corrió a cargo del diestro más antiguo del cartel, Pedro Martínez Pedrés, sólo cuatro años mayor que Manolo. Por tradición, el toro Impulsivo, primera res que había de lidiarse, correspondía al torero más veterano del cartel. Sin embargo, éste, con arreglo a las normas estatuidas, cedió el bicho a El Cordobés. Después de la entrega de los trastos de matar, los dos hombres se abrazaron y El Cordobés correspondió sonriendo a los aplausos de la multitud.

Seguidamente brindó, como es de precepto, al presidente. Tras ello, se volvió y, extendiendo el brazo, alzó la montera en dirección a los rebosantes graderíos de Las Ventas. Después, giró sobre sí mismo, describiendo con la montera un círculo más grande, y, con este ademán, brindó la muerte de Impulsivo a los millares de espectadores apretujados en las gradas y, por extensión, a los millones de impacientes españoles que estaban ante los aparatos de televisión.

Una salva de aplausos rubricó el brindis del torero. El Cordobés dejó caer con naturalidad la montera sobre la mojada arena. Desplegó cuidadosamente la muleta y empezó a cruzar el ruedo. Mientras le observaba desde el palco presidencial, el comisario de Policía Quirós, sopesaba, en el silencio de su conciencia, su decisión de autorizar que se celebrase la corrida. Pero la expectación reinante en los graderíos le tranquilizó. Pensaba: lo mismo que había pensado cuarenta minutos antes. No había podido elegir. Fue preso de la fama del joven que avanzaba ahora por el ruedo. La fama, pensó, «es una cosa deliciosa». El hombre que cosechaba sus frutos tenía, a fin de cuentas, que aceptar todas sus consecuencias. Tranquilizado de esta suerte, se retrepó en su silla, dispuesto a gozar del espectáculo como uno más entre los veintiséis mil espectadores que le rodeaban.

En el callejón, don Livino Stuyck, en el lugar que le está reservado a la empresa, sacó un enorme cigarro habano del bolsillo y lo encendió. Era, para el empresario de Las Ventas, un momento de profunda satisfacción, san Isidro no le había abandonado. Nada podía ya ocurrir que estropease el debut del muchacho a quien un día había echado de la puerta de su plaza de toros.

No lejos de las rojas paredes de Las Ventas, en una umbría calleja, los corredores de un pequeño edificio de verdes persianas estaban silenciosos y vacíos, como los de tantos otros edificios. Todas las enfermeras y auxiliares, todos los pacientes del Sanatorio de Toreros, de Madrid, estaban reunidos ante un enorme aparato de televisión instalado en el salón de descanso de la clínica. Mejor dicho, todos los pacientes menos uno. Solo en su habitación, Robustiano Fernández, el chatarrero corneado en una corrida de pueblo extremeña, luchaba por recobrar el conocimiento bajo los turbadores efectos de la anestesia. Se había pasado tres horas sobre la mesa de operaciones del doctor Máximo de la Torre. Ahora, completamente aturdido, estuvo unos momentos sin saber dónde se hallaba ni la hora que era. La ventana estaba abierta, y su primer recuerdo fue el alborotado murmullo de muchas gargantas que se filtraba a través de aquella ventana. Después, oyó a lo lejos otro ruido: la ronca voz de un locutor que anunciaba que «la faena iba a empezar».

La palabra «faena», llena de significación para Fernández, hizo volver a la realidad al herido banderillero y, sobre todo, a la realidad de su propia vida. Gimiendo débilmente, trató de levantar la cabeza y los hombros de su lecho. Sin embargo, le fallaron los músculos anestesiados y su cabeza volvió a caer sobre la almohada. Llamó, pero no había nadie en los silenciosos pasillos de la clínica que pudiera acudir a su lado. Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, echó los codos atrás para apoyarse en ellos y levantó la cabeza hasta descansar la barbilla sobre el pecho.

Su mirada recorrió la sábana más abajo de su cintura. Al final de la blanca superficie, sus ojos se detuvieron en un punto de la sábana que quedaba levantada por los dedos del pie derecho. Al lado de este montículo, donde hubiera debido estar su pierna izquierda, no había nada, sólo la lisa blancura de la sábana. Medio histérico, Fernández alargó un brazo y quiso tocar con los dedos el espacio vacío, como si con estos dedos hubiese podido resucitar su inexistente miembro entre los pliegues de la sábana. Después, al comprender plenamente lo que le había ocurrido, se derrumbó sobre la almohada.

Fuera, el rumor de la distante multitud, que incluso llegaba a su habitación, se hizo más intenso. Media España vociferaba a causa de aquello que Robustiano Fernández había querido ser. Ocultó la cara en la almohada y lloró amargamente.

01

El Cordobés avanzó cautelosamente, fijos los ojos en la inmóvil y negra mole de Impulsivo, que le esperaba al otro extremo del ruedo. Ya no oía el expectante murmullo de la multitud que acompañaba cada uno de sus pasos. Del atestado coso donde se hallaba, no veía más que la arena, la arena y el bicho plantado en ella, que le miraba con ojos turbios. En aquellos momentos, todo el pensamiento de El Cordobés se hallaba concentrado en la selecta res que tenía que despachar, producto, como él, del solar andaluz.

La faena iba a desarrollarse tal como él había deseado. El toro había demostrado bravura ante la pica de José Sigüenza y había salido intacto de la prueba. Las banderillas no habían hecho más que aumentar su ímpetu. El Cordobés pensó, por un instante, que era el toro ideal.

Desde luego, se equivocaba. Los puyazos de José y la sangre brotada del cuerpo de Impulsivo no habían mejorado su defectuosa visión, como ocurría algunas veces, ni alterado su tendencia a derrotar con el pitón izquierdo. Esto representaba un evidente peligro para un hombre resuelto a salir de Las Ventas a hombros de la multitud o en una ambulancia. Y también era real el peligro que podía percibir a través de las delgadas suelas de sus zapatillas, la arena húmeda y pegajosa. Había cesado de llover, pero, más allá del recinto de la plaza, podía ver una masa amenazadora de negras nubes acumulándose sobre el horizonte. Iba a torear a Impulsivo en circunstancias difíciles; pero comprendía que éstas podían hacerse insuperables cuando llegase la hora de lidiar a su segundo toro. Si tenía que impresionar al exigente público madrileño, tenía que lograrlo ahora, con su primer toro.

Había llegado a la última fase de la lidia, al momento precedente de entrar a matar. Era el momento que todos esperaban, el enfrentamiento del hombre con el bruto, los minutos durante los cuales el diestro debía tratar de exhibir lo mejor de su arte, de su valentía y de su capacidad de dominio, todo ello apoyado en el denuedo y la confianza.

Normalmente, El Cordobés se habría visto inclinado a empezar su faena con uno de los peculiares muletazos que eran como el marchamo de su estilo. En ellos citaba al toro desde lejos, giraba sobre sus pies en el momento de la embestida para quedar de espaldas a los cuernos al pasar el bicho, o recibiéndole de rodillas. Sin embargo, había jurado hacer ante el público madrileño una demostración auténtica y sin tremendismos de su inteligencia y de su valor. No permitiría que sus detractores le acusaran de emplear artimañas para engañarles.

Lo mismo que había hecho con la capa, lo haría ahora con la muleta. Torearía a Impulsivo en los medios, el terreno más peligroso de la plaza. Allí permanecería a treinta metros de distancia de quienes podían socorrerle, treinta metros de arena mojada que habrían de recorrer sus peones cargados con el peso del capote; carrera en la que acaso emplearían diez segundos, durante los cuales él se encontraría a merced de los ávidos cuernos de Impulsivo.

El Cordobés llevó al toro a los medios mediante dos rápidos y eficaces muletazos. Después, sacudió los hombros con orgullo, se irguió y afirmó los pies en el suelo. Indicaba claramente con esta actitud su decisión de ligar allí toda su faena. Un largo rumor de entusiasta aprobación surgió del público.

Extendió al máximo la muleta. Lenta y casi imperceptiblemente, la meció con un movimiento de muñeca para que Impulsivo fijara los ojos en la franela. La adelantó unos centímetros; después se paró y empezó a retirarla lentamente hacia atrás. En el silencio de aquel instante, veintiséis mil personas oyeron la voz que había vibrado antaño en los pastizales de don Félix iluminados por la luna: «¡Eh, toro!»

La maciza cabeza de Impulsivo pareció estremecerse. Después, con clara embestida, obedeció al mandato de la roja franela que tenía ante los ojos.