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NUEVA YORK, WASHINGTON, WAZIRISTÁN
Día «D» menos uno
«Están viendo CNN. Son las siete de la mañana. Éstos son los titulares de la mañana: El presidente sigue guardando cama en sus estancias privadas de la Casa Blanca como consecuencia de la afección intestinal que le impide, desde el pasado domingo, continuar la campaña para la reelección en varios estados del Medio Oeste. El presidente francés, Jacques Chirac, y el primer ministro británico, Tony Blair, reanudaron a mediodía sus negociaciones en Londres sobre la entrada de Gran Bretaña en la Zona Euro. Acabamos de recibir una información de última hora desde Jerusalén: cerca de mil colonos israelíes, dirigidos por el ministro de Integración de los nuevos inmigrantes, avanzan en estos momentos hacia varios pueblos árabes cercanos a la colonia de Kedumin, a unos veinte kilómetros de la ciudad palestina de Naplouse, para implantar allí una nueva colonia. A las nueve les ofreceremos más información sobre esta incursión de colonos israelíes en tierras palestinas».
En el hotel Madison, calle Treinta y Ocho, habitación 312, dos hombres saltaron de sus camas como resortes.
—Te lo dije, Khalid —exclamó Omar Tahiri—, ese indeseable de Sharon nunca expulsará a los colonos judíos. ¡Nunca! Al contrario, ¡refuerza su presencia! Y la amenaza de reducir a cenizas a un millón de neoyorquinos no lo hará cambiar de parecer. La idea de Mugnieh era completamente utópica.
Khalid escuchaba a su compañero con los dientes apretados. Sus ojos ardían de cólera, de odio, de sed de venganza, de matar aun a costa de perder su propia vida.
—Escucha, hermano —trató de hacerlo razonar Omar—, cientos de miles de muertos inocentes no nos harán recuperar nuestra patria. He tenido que venir hasta aquí para comprenderlo. Has visto a esa gente de la calle, chinos, hispanos, italianos, negros… No son nuestros enemigos. Nuestros enemigos son los israelíes que matan en Palestina a nuestros niños, que destruyen nuestras casas, que roban nuestras tierras, que talan nuestros olivos… Hacer estallar una bomba atómica aquí sólo servirá para que el mundo entero nos odie aún más, y nunca más encontraremos a alguien que nos apoye. Te lo aseguro: sería una locura y un gesto completamente inútil hacer explotar esa bomba.
—¡Omar, quieras o no, esa bomba estallará!
—No, si yo puedo impedirlo.
—¡Eres un traidor! —gritó Khalid, fuera de sí—. ¿Por qué aceptaste esta misión si ibas a rajarte a la primera de cambio?
Su mano salió disparada como un hacha hacia la mejilla de Omar. El golpe lo hizo trastabillar y se desplomó en el suelo, entre las dos camas. Khalid se abalanzó sobre él y lo agarró por la garganta.
Con la boca abierta y los ojos en blanco, Omar trataba de respirar. Consiguió ponerse de costado y alargó el brazo para alcanzar, en el bolsillo de su chaqueta, el pequeño revólver 6.35 que le habían dado a su llegada a Montreal. Sujetó el arma con dedos temblorosos y logró apretar el gatillo. La bala rozó la oreja de su agresor y se incrustó en el techo. Entonces los pulgares del joven palestino apretaron la garganta de su compañero, justo por encima de la nuez. Se oyó un ruido seco. Un espasmo sacudió a Omar y de su boca abierta salió un hilo de baba. Khalid mantuvo la presión durante largos segundos y luego la aflojó. La cabeza de Omar cayó hacia atrás. Estaba muerto.
—Te juro que esa bomba explotará —aseguró con rabia Khalid, dirigiéndose al cuerpo sin vida de Omar—. ¡Te lo juro! Si es necesario, la haré estallar yo mismo. ¡Has perdido, traidor!
Se puso su cazadora de cuero, se arregló un poco el pelo, arrancó el revólver de la mano de su compañero muerto y salió precipitadamente de la habitación.
La idea partió del jefe de policía Ray Kelly. Cada inspector y cada agente del FBI que participaba en la ingente operación policial que se llevaba a cabo en Nueva York recibió en su móvil la orden de presentarse a las ocho en punto en la comisaría más cercana para asistir a una videoconferencia. La iniciativa no tenía precedentes en la historia de la policía neoyorquina, pero su justificación no planteaba ninguna duda al jefe, que veía con angustia que se acercaba la hora del ultimátum fijado por los terroristas.
T. F. O'Neill había hecho instalar la pantalla de televisión en la cantina de su comisaría, la única habitación lo suficientemente grande como para recibir al mismo tiempo a todos sus inspectores y a los agentes del FBI con los que formaban equipo. Con orgullo, le indicó a Olivia que se sentara a su lado. Los rostros de los hombres mostraban la fatiga de la agotadora búsqueda de las últimas horas, pero en cambio la joven federal parecía salida de un anuncio de L'Oréal.
«¡Qué mujer! —pensó O'Neill—. A buen seguro que podría haber encontrado un pretexto para abandonar la ciudad. Pero no, está donde el deber la llama, dispuesta a morir en el campo de batalla del terrorismo».
La aparición del rostro de Ray Kelly en la pantalla interrumpió sus reflexiones.
—Señoras y señores —empezó el jefe de policía—, seré breve porque tenemos las horas contadas. Debo revelarles un hecho que hasta ahora habíamos mantenido en secreto. Los terroristas que han escondido un barril de cloro en Nueva York nos han lanzado un ultimátum: si el gobierno de Estados Unidos no accede a sus exigencias antes de mañana al mediodía, hora de Nueva York, expandirán las sustancias mortales que contiene. Ese acto provocará una tragedia en el barrio donde se encuentre el barril y también en los alrededores. Les hago, pues, un llamamiento apremiante. Todo nuestro tiempo y toda nuestra energía deben concentrarse en un solo objetivo: encontrar ese barril. Cuento con cada uno de ustedes para explorar hasta la más mínima información, para no descuidar ninguna pista, para dar prueba de imaginación. En ello va la vida de miles de neoyorquinos. ¡Buena suerte!
O'Neill se levantó y se volvió hacia los presentes.
—Ya han oído al jefe —dijo—. Todos conocen nuestros objetivos. ¡No hay un segundo que perder!
En ese momento sonó el móvil de Olivia. Al ver la expresión de su compañera, O'Neill comprendió que la llamada era importante.
—Era del cuartel general —susurró después de cerrar su aparato—. La NSA ha localizado a un individuo que llamó a Beirut anteayer desde un móvil no identificado. Se trata de un tal James Burke, que trabaja en la empresa de ordenadores Dell y que vive en el barrio, en la calle Treinta y Ocho, cerca de la Sexta Avenida. Quieren que vayamos en seguida a interrogarlo.
Tres golpes secos, una pausa, otros dos golpes secos, otra pausa y un golpe final era la contraseña que los terroristas habían acordado para identificarse. Nahed entreabrió la puerta y Khalid se deslizó al interior del apartamento. Por su aspecto sobreexcitado, la joven comprendió al instante que había pasado algo grave.
Khalid se sentó en una punta de la caja en que había sido expedida la bomba de Bombay y se llevó las manos a la cabeza.
—He matado a Omar —murmuró—. Quería traicionarnos. Quería impedirme que hiciera estallar la bomba.
Nahed se sobresaltó.
—Enciende la radio —le ordenó Khalid—. La CNN ha anunciado que cientos de colonos judíos se disponen a apoderarse de nuevas tierras cerca de Naplouse. Los «Guerreros de la Yihad» han perdido la primera manga del combate, pero yo los vengaré, pase lo que pase.
Se levantó, apoyó las manos sobre los hombros de la joven y la miró directamente a los ojos.
—Nahed —murmuró con una voz de pronto dulcificada—, tu presencia aquí ya no es necesaria. Omar está muerto, pero yo me quedaré en esta habitación hasta que expire el ultimátum mañana al mediodía. Si ninguna llamada telefónica hace explotar la bomba, lo haré yo mismo, pulsando este botón —le indicó con la cabeza el detonador que habían fijado al artefacto a petición de Mugnieh—. Los enemigos de nuestro pueblo recibirán el castigo que merecen. Ve a buscarme provisiones y agua para que no tenga que salir antes de mañana al mediodía. —Sacó un fajo de billetes de su bolsillo y se lo dio—: ¡Toma! Tienes tu pasaporte canadiense. ¡Vete a Canadá! Palestina todavía te necesita.
Nahed se puso la peluca rubia y el abrigo. Diez minutos más tarde estaba de vuelta con una bolsa repleta de víveres y botellas de agua. Con los ojos llenos de lágrimas, acarició la mejilla de Khalid. Quería decirle algo, pero las palabras no lograban salir de su boca. Al final consiguió murmurar:
—¡Qué Alá te acoja en su paraíso como el héroe y el mártir que eres!
Lo besó, abrió la puerta sin hacer ruido y bajó la escalera de prisa. El conserje pakistaní estaba barriendo el vestíbulo de la planta baja. Pasó delante de él como una exhalación y desapareció entre la multitud de paseantes.
—Fue aquí mismo —declaró Jimmy Burke mostrándoles a T. F. O'Neill y a Olivia Philips el contenedor en la esquina de la calle Treinta y Ocho y la Sexta Avenida donde había encontrado el teléfono móvil.
—Sí —confirmó su novia Ingrid—, estaba encima de un montón de periódicos viejos.
—No tenía batería —explicó el muchacho—, pero pensé que, si le ponía una nueva, nos serviría para llamar a la madre de Ingrid a Alemania. Y funcionó. Es la única vez que lo he utilizado.
—¿Recuerdan a qué hora lo encontraron? —preguntó Olivia.
—Íbamos a un concierto en el Carnegie Hall. Empezaba a las ocho y media. Por tanto, debían de ser un poco más de las ocho.
—¡Eureka, señor inspector! —exclamó Olivia—. La NSA interceptó una llamada a Beirut a las 19:24. O sea, que los individuos que buscamos no debían de estar a más de media hora de aquí andando.
—Es decir, en el sector que estamos registrando a fondo —murmuró O'Neill, haciéndole un guiño de complicidad a su compañera.
—Inspector, creo que podemos dejar en libertad a nuestros amigos los Burke —sugirió Olivia.
O'Neill se apresuró a asentir. Luego abrió su móvil para dar cuenta al cuartel general de Brooklyn.
Luego cogió a Olivia por el brazo y la arrastró hacia la Quinta Avenida.
—Todo este lugar es el que hay que rastrear a fondo —declaró con un amplio gesto circular del brazo—. Pero, antes de continuar, me gustaría que hiciéramos un alto en alguna parte.
El presidente entró en la sala del consejo de la Casa Blanca con la impetuosidad de un toro de lidia que sale al ruedo. Sus ojos despedían relámpagos. Estaba tan encolerizado que olvidó la invocación religiosa con la que tradicionalmente empezaba las reuniones con sus colaboradores.
—Señoras y señores —exclamó, blandiendo la carpeta de cartón azul que contenía el informe diario de la CIA—. Me acabo de enterar por este informe de que trescientos colonos israelíes están a punto de ocupar una treintena de hectáreas de tierras palestinas del sector de Naplouse, con sus caravanas y sus casas rodantes, para implantar allí una nueva colonia. El jefe es el rabino Avigdor Beibelman, un ministro del gobierno israelí. Ha invitado a la prensa nacional e internacional a cubrir el acontecimiento. La CNN ya ha difundido las primeras imágenes de este golpe de fuerza. Se trata de la peor provocación que pueda imaginarse para reducir a la nada todas nuestras posibilidades de llegar a una solución pacífica.
Temblando de rabia, Bush dejó el legajo azul sobre la mesa. Recorrió a los presentes con la mirada, deteniéndose en cada rostro para descubrir sus reacciones.
—¿Sharon no puede impedirles pasar? —se indignó alguien al fondo de la sala.
—Nada hace pensar que tenga intención de hacerlo —replicó el jefe de la CIA, Milt Anderson.
Como sucedía a menudo, fue Condoleezza Rice quien, con voz plácida pero firme, ofreció una sugerencia:
—Señor presidente, debería llamar de inmediato a Jerusalén y decirle al primer ministro que, si no detiene a esos colonos, considerará su actitud como… bueno, como un casus belli.
Los asistentes manifestaron ruidosamente su aprobación.
—«Condi» tiene razón —declaró el presidente después de una breve reflexión, y pidió al oficial de transmisiones que estableciera comunicación con la capital de Israel.
Después de dos minutos de angustiosa espera, la voz del primer ministro israelí se dejó oír por los ocho altavoces empotrados en la mesa del consejo.
—Lo escucho, George —dijo Ariel Sharon, omitiendo los saludos habituales—. Espero que me llame para decirme que su policía ha encontrado la bomba que está escondida en Nueva York.
—No «Arik» —respondió secamente el presidente estadounidense, esforzándose por controlar su cólera—. Lo llamo para decirle que su ministro Beibelman está a punto de firmar la sentencia de muerte de un millón de neoyorquinos. Lo insto a que ordene a su Ejército que detenga de inmediato esta loca empresa que corre el riesgo de precipitar la tragedia hacia un desenlace fatal.
—Señor presidente, lamento decirle que eso está fuera de discusión —replicó Sharon con calma—. Usted nos ha amenazado con hacer desembarcar a sus marines en Gaza para expulsar a nuestros compatriotas de tierras que ocupan legítimamente. Si cumple su amenaza, me veré obligado a ordenar a nuestro Ejército que rechace su invasión. Ahora me pide que emplee la fuerza contra hombres y mujeres cuyo único error es querer recuperar la tierra que Dios les dio hace cuatro mil años. La misión del Ejército de Israel es proteger la vida y los bienes de los judíos y no dispararles cuando ejercen sus derechos históricos. Si doy a nuestro Ejército la orden de detener a los colonos a la vez que rechazan el desembarco de los marines, ¿sabe qué ocurrirá? Pues que estallará una guerra civil que podría desembocar en la destrucción de mi país. Ruegue a Dios, señor presidente, para que su policía neoyorquina encuentre esa bomba antes de que sea demasiado tarde. Pero no me pida que sacrifique a mi país si, por desgracia, no lo logran. ¡Shalom!
Se oyó un clic brusco. Sharon había colgado. Un murmullo de estupor recorrió la sala. A pesar de la afrenta, Bush trataba de poner buena cara.
—Bien, creo que no tenemos más remedio que acelerar nuestros preparativos —declaró, y se volvió hacia el presidente del comité de jefes del Estado Mayor—. General, ¿cuánto tiempo necesita la VI Flota para desembarcar a los marines en el norte de Gaza?
—Ocho horas, señor presidente.
El jefe del Estado cerró los ojos para realizar un breve cálculo mental.
—Si hoy a medianoche no se ha encontrado la bomba, ordenaré a la VI Flota que se ponga en movimiento. Ocho horas más tarde, o sea, mañana a las ocho de la mañana, hora de Washington, los marines empezarán a desembarcar. Quedarán cuatro horas antes de que expire el ultimátum. Apenas comience el desembarco, me dirigiré por radio y televisión al país y al mundo entero para explicar el objeto de nuestra intervención y por qué la hemos considerado necesaria. Le pediré a Michael Bloomberg que esté a mi lado. Cuando termine de hablar, él deberá tomar la palabra para ordenar la evacuación inmediata de Nueva York.
—¿Aun a riesgo de que los terroristas provoquen la explosión prematura de la bomba al oír pronunciar la palabra «evacuación»? —se inquietó Condoleezza Rice.
—Tengo la intención de hacer comprender con toda claridad en mi alocución que nuestra operación de desembarco es sólo el preludio de una evacuación de todas las colonias israelíes implantadas en los Territorios árabes conquistados en 1967. Entonces sólo nos quedará rezar para que nuestro gesto retenga el brazo de los asesinos que amenazan con destruir la ciudad de Nueva York y matar así a cientos de miles de nuestros compatriotas.
El presidente guardó silencio y miró a los asistentes con los ojos empañados por la emoción.
—¿Alguien tiene una idea mejor que pueda sacarnos de este horrible atolladero?
Un sordo rumor expresó la impotencia general que sentían todos los presentes.
—Así pues, roguemos a Dios que nuestro desembarco en Israel satisfaga a los monstruos que nos amenazan, salve a Nueva York y acabe con esta crisis —concluyó George W. Bush al tiempo que se ponía en pie.
Olivia Philips contempló con admiración las altas bóvedas de la inmensa nave gótica. El inspector había querido detenerse en la majestuosa catedral de San Patricio, en la Quinta Avenida, frente al Rockefeller Center. «Después de todo, con la poca suerte que hemos tenido hasta el momento, quizá nos venga bien rezar un poco», pensó.
O'Neill metió los dedos en la pila de agua bendita situada a la entrada de la catedral, se santiguó y se dirigió hacia el coro en compañía de la joven federal. Conocía cada rincón del prestigioso santuario. El día de su boda lo había cruzado del brazo de su esposa bajo una lluvia de pétalos y confetis. Allí había seguido la procesión de los féretros de su padre y de su madre. ¿Acaso ese templo no era la parroquia de los irlandeses de Nueva York, y san Patricio el patrón de todos los católicos neoyorquinos?
Cuando llegó al pie del altar mayor, el inspector giró a la derecha hacia la capilla lateral dedicada a san Patricio, donde una multitud de fieles arrodillados rezaban delante de su imagen. Ricos, pobres, negros, blancos, amarillos, estadounidenses, extranjeros, todos estaban reunidos para implorar a su santo patrón que conjurara alguna desgracia personal. Después de una genuflexión, O'Neill fue a colocar una vela en la bandeja ya iluminada por decenas de pequeñas llamas, luego se arrodilló.
—Bienaventurado san Patricio —murmuró con ardor—, protege a mi pequeña Katy y apórtanos tu ayuda y tu luz en estas horas de sufrimiento y desamparo.
Apenas abandonaron la catedral, el inspector oyó la marcha de Aida, que resonaba al fondo de su bolsillo. El sargento de guardia de la sexta comisaría lo llamaba al móvil.
—¡Jefe!, hemos tenido noticias de un homicidio en el hotel Madison —anunció—, en la esquina de la calle Treinta y Ocho con la Sexta Avenida.
—¿Un homicidio? —dijo O'Neill, furioso—. Sargento, ahora tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.
—Sí, jefe, pero parece ser que a la víctima le falta la mano izquierda.
Al cabo de pocos minutos, O'Neill y Olivia llegaron al hotel Madison. Un inspector de civil de la sexta comisaría y dos policías los esperaban en compañía del propietario del establecimiento, un iraquí con bigote.
—Es un hombre. Habitación 312. Parece que ha sido estrangulado —indicó el inspector—. Hay un impacto de bala en el techo, pero nadie oyó el disparo. La empleada de la limpieza encontró el cuerpo cuando fue a arreglar la habitación.
—Llamé de inmediato al 911[4] —aseguró el propietario, preocupado por mostrarse respetuoso con la ley.
—Echemos un vistazo —decidió O'Neill, dirigiéndose al ascensor.
—Nunca he visto un fiambre, ¿sabes? —le murmuró tímidamente Olivia al oído.
—No te inquietes —la tranquilizó—, los delincuentes a menudo dan menos miedo muertos que vivos.
Entraron en la habitación. El cuerpo de Omar Tahiri yacía entre las dos camas, con la boca abierta y los ojos en blanco.
—Saque en seguida una «polaroid» de este tipo —ordenó O'Neill al inspector.
Evaluó el desorden de la habitación. Sobre una de las camas había esparcida ropa interior femenina.
—¿Aquí se alojaba una pareja? —preguntó al propietario.
—La habitación la alquilaron tres, dos hombres y una mujer —respondió el iraquí.
—¿Aquí dormían dos? —preguntó Olivia, señalando una de las camas.
—En realidad, nunca estaban los tres juntos en la habitación —explicó el propietario—. A veces la mujer pasaba la noche aquí con uno de los muchachos. A veces ellos se quedaban solos. No me interesa la vida privada de los clientes, ¿sabe? Los veo pasar, entran, salen, lo que hacen no es cosa mía.
Olivia le mostró al iraquí la foto del permiso de conducir que habían encontrado en Easy Rent.
—Por casualidad, ¿no sería ésta la mujer? —preguntó.
El propietario se puso las gafas y examinó la foto.
—Podría ser, pero nunca la vi con pañuelo.
—¿Qué documentos de identidad le entregaron cuando alquilaron la habitación? —quiso saber O'Neill.
—Pasaportes canadienses. Tengo sus fichas abajo, en el despacho.
O'Neill le hizo un guiño a Olivia.
—Pasaportes sin duda tan falsos como su permiso de conducir —ironizó—. ¿Cómo pagaban? ¿Con tarjeta de crédito?
—No, pagaron por adelantado, en efectivo, una semana.
O'Neill y la federal registraron el armario empotrado, los cajones de la cómoda, los ceniceros y la papelera.
—¡Mira! —exclamó de pronto Olivia, sacando delicadamente una caja de cartón del cesto. «Pizzería Mimosa», 314, Quinta Avenida. Tal vez fue la última cena de nuestro camarada.
—Con toda seguridad —se rió O'Neill—. Conozco el lugar. Está en la esquina de la calle Treinta y Dos, a seis manzanas de aquí. Tal vez también hayan pedido comida desde el lugar donde ocultan el maldito barril. Hay que ir a comprobarlo. —Se volvió hacia el inspector de la sexta comisaría—: Haga que los forenses examinen el cuerpo, tomen las huellas… lo habitual. ¡Y manténgame al corriente!
Cuando abandonaban el hotel, a lo lejos oyeron aullidos de sirenas.
—¿Qué es ese escándalo? —preguntó O'Neill al policía que estaba apostado a la puerta.
—Han llamado a la brigada de explosivos —respondió.
—Corra a decirles que paren la música y aparquen sus vehículos a dos o tres manzanas de aquí. No queremos aglomeraciones, y sobre todo, no queremos periodistas.
O'Neill tomó del brazo a su compañera.
—¡Vamos! A propósito, ¿cómo te gustan las pizzas? ¿Con queso o con salami?
Unos instantes más tarde, casi sin aliento, el inspector y la federal entraron en el establecimiento, que olía al ajo y al pimiento de las pizzas que se cocían en el horno de leña. El patrón italiano los recibió blandiendo la lista de sus especialidades. A la vista de la placa de policía que le presentó O'Neill, duplicó las amabilidades.
—¿Conoce a esta gente? —le preguntó el inspector, mostrándole la foto del permiso de conducir y la del cadáver del hotel Madison.
—María Santissima —exclamó el italiano al ver el rostro tumefacto de Omar—. ¿Qué le ha pasado?
—Un ligero desacuerdo con uno de sus socios, supongo. ¿Reconoce a alguno de estos individuos?
—¡Por supuesto! La señora ha venido varias veces. Siempre ha pedido una pizza de cinco quesos para tres personas.
—¿Nunca le pidieron que la llevara?
—No. Nos dijo que vivía aquí al lado. ¿Pero no irán a marcharse sin probar una de mis pizzas, no?
—Quizá la próxima vez. ¡Mil gracias por la información!
Los dos policías se encontraron en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Treinta y Dos en medio de un atasco de camiones de reparto. O'Neill señaló el edificio en la esquina de las dos arterias. La fachada se ocultaba bajo una profusión de carteles en coreano, japonés, inglés e incluso en árabe. Oficialmente, la dirección del inmueble era Quinta Avenida, número 316, pero la entrada estaba en la calle Treinta y Dos.
—Tiempo atrás hubo un altercado en este edificio —explicó O'Neill—. El conserje es un pakistaní que alquila los apartamentos sin papeles ni contratos de alquiler; una ganga para los piratas de discos, vídeos o falsificadores de artículos de lujo, que instalan aquí sus talleres clandestinos. Hace dos años, dos bandas rivales de africanos y afroestadounidenses empezaron a discutir por el negocio y se liaron a tiros. Un tipo salió disparado por la ventana. Otro recibió una bala en el corazón. En el cuarto piso, enfrente del taller de un afgano que vende y restaura alfombras, se encontraron veinte mil dvd piratas.
Los ojos de Olivia estaban desorbitados.
—¿Crees que nuestros terroristas podrían ocultarse en un edificio como éste? —preguntó con ingenuidad.
—Perfectamente, jovencita. Mira al final de la calle: el Empire State Building. Desde la desaparición de las Torres Gemelas, ¿conoces un blanco más tentador que ése?
O'Neill señaló la entrada del 316. «Se alquilan despachos» rezaba un cartel. Justo al lado, un letrero anunciaba, en inglés y en coreano: «Alta peluquería coreana».
—Cógeme del brazo como si fueras mi novia —sugirió—. Mientras tú estás en la peluquería, yo iré a saludar a mi amigo el conserje pakistaní. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, señor inspector —asintió Olivia tomando el brazo de su compañero.
Según lo previsto, O'Neill dejó a su «novia» en manos de una peluquera coreana y se fue a ver al conserje. Este último reconoció de inmediato al policía que lo había puesto firme dos años antes, cuando el asunto de los piratas africanos.
—Inspector, hoy estoy limpio —protestó—. ¡No hay un solo pirata en el inmueble!
—Está bien, pero en este edificio y en algún otro de por aquí no son muy cuidadosos con los inquilinos, ¿no?
—Inspector, le repito que aquí no hay un solo pirata.
—Me importan un bledo los piratas —replicó enérgicamente O'Neill, sacando las fotos de Nahed y de Omar—. Estos tipos son los que me interesan. ¿Te dicen algo estas fotos? ¿Tal vez les alquilaste uno de tus cuartuchos?
El conserje dejó escapar unos ruidos incomprensibles.
—Vamos, amigo, tranquilízate —dijo O'Neill—, no soy inspector de sanidad, ni de hacienda. Lo único que me interesa es saber si has alquilado una de tus habitaciones a estas dos personas.
—Sí —respondió finalmente el conserje sin manifestar la menor incomodidad—. Y tienen un compañero; un tipo un poco más joven, que lleva siempre una cazadora de cuero. Además, creo que en este momento está arriba. Alquilaron el pequeño estudio del cuarto piso, enfrente del comerciante de alfombras afgano. La mujer salió hace unas dos horas.
—¿Qué hacen ahí arriba?
El conserje se encogió de hombros.
—No sé. Entran, salen, no molestan a nadie. No es asunto mío.
—¿Reciben correspondencia?
—¡Nunca! Pero cuando llegaron, hace una semana más o menos, transportaban una caja, una caja grande y muy pesada, la maldita. Tuve que ayudarlos a meterla en el ascensor, porque el tipo de la mejilla aplastada de la foto tenía una sola mano.
—¡Oye, amigo! Dentro de un momento volveré con mis compañeros. ¡Hasta entonces, mantén la boca cerrada! No digas a nadie que he venido a verte. ¡A nadie! ¿Entiendes? Y menos aún al tipo de la cazadora de cuero del cuarto. Subo a saludar a su vecino, el comerciante de alfombras.
El afgano reconoció en seguida a O'Neill, a quien había ayudado dos años antes en el asunto de los dvd piratas.
—Saludos, inspector —exclamó alegremente—. ¿Le apetece tomar un café de mi país?
—Con mucho gusto, amigo —contestó O'Neill, hablando en voz baja para no llamar la atención—. Pero sobre todo me gustaría que me hablases de los tipos que viven ahí enfrente.
—No hay mucho que decir —deploró el afgano con una mueca—. Desde el día que llegaron, están enclaustrados en ese cuarto casi todo el tiempo, día y noche.
—¿Sabes de dónde son?
El afgano se encogió de hombros.
—No. No son conversadores. Ni buenos días ni buenas tardes. Van siempre por la escalera, nunca por el ascensor. Creo que son árabes.
—¿Por qué lo dices?
—Soy musulmán, ¿no? Cada tanto voy a la mezquita, durante el Ramadán, para el Aid el-Kébir. El mullah de Brooklyn predica en árabe. No entiendo qué dice, pero sé que es árabe. Lo mismo pasa con los de enfrente.
O'Neill bebió un sorbo del café amargo del afgano.
—Gracias. No digas a nadie que he venido a verte, ¿de acuerdo?
—Ningún problema, señor inspector.
O'Neill bajó la escalera sin hacer ruido, cruzó el vestíbulo y entró en la peluquería coreana. El peinado de Olivia estaba casi terminado, y el inspector le indicó que se reuniera con él lo antes posible.
—Esta vez creo que tenemos algo importante —le reveló, muy excitado, apenas se encontraron fuera—. ¡Necesito un teléfono seguro, rápido!
—¿Y el de tu coche?
—¿Mi coche? Los periodistas escuchan todas nuestras conversaciones. ¡Mejor vayamos a la comisaría!
Un cuarto de hora más tarde, a petición del inspector O'Neill, el jefe Kelly organizó una videoconferencia protegida con Paul Anscom y David Graham, que se encontraban en el cuartel general de crisis de Brooklyn, y con Lisa Holmgren, la experta de la Agencia de Seguridad Nacional para el terrorismo nuclear, que se hallaba en Washington.
—Creemos que hemos localizado la caja que llegó en el contenedor de arroz basmati enviada al comerciante de Brooklyn —declaró O'Neill—. Se encuentra en un apartamento del cuarto piso del número 316 de la Quinta Avenida, un edificio al que se accede por la calle Treinta y Dos. —El inspector explicó que el escondite lo había alquilado unos días antes el conserje del inmueble y que éste había cobrado en efectivo, sin papeles—. Y lo más importante —continuó—: el tipo con la mano izquierda amputada que mencionamos en nuestro último informe fue descubierto esta mañana en la habitación de un hotel situado a seis manzanas del edificio en cuestión… Estrangulado.
—Perfecto —dijo Kelly—, pero ¿cómo está seguro de que esa caja contiene el barril de cloro que buscamos y no la droga que recibe de manera regular el comerciante de Brooklyn?
Esa nueva alusión al barril de cloro exasperó a O'Neill.
—Señor —replicó con sequedad—, antes de responderle permítame decirle que mis hombres y yo, como todos los que trabajan en este caso, no queremos que nos cuenten más embustes. Sabemos que no se trata de un barril de cloro, sino de una bomba atómica, y nadie ha abandonado su puesto, así que confíe en nosotros, señor. En cuanto a la droga que podría contener la caja, tenemos los testimonios del comerciante y del conserje que ayudaron a transportarla. Afirman que pesaba más de cien kilos. ¡No hay alijo que pese eso!
—O'Neill, puede estar seguro de que confiamos en usted —aseguró calurosamente el jefe, preocupado por aplacar el malhumor del inspector—. ¿Ha dicho que el edificio en cuestión se encuentra en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Treinta y Dos?
—Así es.
—¡Santo Dios! —exclamó Kelly, para quien el subsuelo de Nueva York no tenía secretos—. Está exactamente encima de dos líneas de metro y del ferrocarril de Long Island. Por no hablar de que por esos túneles pasan todos los conductos de gas, electricidad y agua que alimentan el norte de Manhattan. Una explosión en ese lugar provocaría miles de muertos. Aun antes de ser reducidos a polvo por las radiaciones, la gente se ahogaría en los túneles.
—Hay que felicitar al inspector O'Neill y a la agente federal Olivia Philips por su magnífico trabajo —intervino Paul Anscom, deseoso de conjurar las visiones de horror evocadas por el jefe de policía—. Los de operaciones especiales no tienen más que hacer saltar la puerta del apartamento y atrapar a sus ocupantes. Por fin sabremos qué contiene esa famosa caja.
—¡Sobre todo, eso no!
Las cuatro palabras resonaron como un grito salvaje en el altavoz del videófono. Desde su puesto de mando en Washington, Lisa Holmgren, la experta en terrorismo nuclear, había reaccionado con violencia.
—¡No! ¡No! —repitió—. Por amor de Dios, por el momento, que nadie intervenga. Si se trata de un artefacto nuclear, los terroristas se apresurarán a hacerla estallar apenas oigan: «¡Policía! ¡Abran!». Hay que proceder con suavidad, de puntillas, con la prudencia de los sioux, para sorprender a los terroristas y neutralizarlos antes de que tengan tiempo de accionar el detonador.
El jefe de policía asintió vivamente con la cabeza.
—La señora Holmgren tiene razón —declaró—. ¡Velocidad, suavidad y silencio! ¡Éstas son las órdenes! Nada de coches de policía ni de sirenas en el lugar. O'Neill, vaya allí y encárguese de la operación. ¡Qué todos sus hombres se vistan de civil! Le mandaré a los muchachos de operaciones especiales. Encuentre un garaje subterráneo donde puedan estacionar su vehículo al amparo de miradas indiscretas.
—Y yo le mandaré en seguida una furgoneta del NEST —agregó Graham—. Si ese artefacto es de tipo nuclear, nuestra gente deberá neutralizarlo.
—Quizás haya una ventana en el edificio de enfrente desde la que podrían hacerse fotos del interior del escondrijo —sugirió Kelly.
—Es posible —confirmó O'Neill—. En el mismo piso trabaja un comerciante de alfombras afgano; nos dejará instalar nuestra base en su taller.
—¡Muy bien, en marcha! —concluyó el jefe de policía—. Y no lo olviden: velocidad, agilidad y silencio.
El rostro del jefe Kelly acababa de desaparecer de la pantalla de videoconferencia cuando sonó el teléfono en un antiguo fuerte militar de Brooklyn. Fort Totten albergaba la unidad puntera de toda la policía neoyorquina, la División de Operaciones Especiales. Entrenada en todas las acciones de comandos, esta unidad estaba equipada con material extremadamente sofisticado que le permitía intervenir en los casos más difíciles. Su jefe, el capitán Jack Walton, un ex marine, reconoció de inmediato la voz del jefe de policía del otro lado del hilo telefónico.
—Envíe de urgencia uno de sus equipos al 316 de la Quinta Avenida —le ordenó Kelly—. Misión: descubrir quién ocupa el apartamento del cuarto piso enfrente del comerciante de alfombras afgano y proporcionar un informe completo del lugar. Pero, atención, nadie en el edificio debe sospechar de su presencia ni del objeto de la operación.
Este imperativo de secreto no era una sorpresa para el capitán Walton. Sus hombres casi siempre intervenían vestidos de civil y sólo se desplazaban con vehículos camuflados.
—¿Cuánto tiempo me da? —preguntó.
—¡Ni el de freír un huevo! —bromeó Kelly—. Pero bajo ningún concepto quiero que intervengan hasta que yo les haya dado la orden expresa.
«¿Un comerciante de alfombras afgano?», pensó Walton después de colgar. Entre sus numerosos contactos se encontraba un sastre que confeccionaba el vestuario para la mayoría de las obras de teatro que se representaban en Broadway. De inmediato le mandó a los miembros del comando que había designado para que los convirtiera en perfectos comerciantes orientales con turbantes y fez, como los de los bazares de Estambul; así, su visita a un edificio en el que había un comerciante de alfombras afgano no despertaría sospechas. En cuanto al material de detección y a los fusiles de cañón recortado con silenciador, no podrían ocultarse mejor en ninguna otra parte que en el interior de alfombras de oración cuidadosamente enrolladas.
Después de estacionar el coche camuflado en un parking cercano al lugar donde se sospechaba que estaba la bomba, el equipo se encontró a pie de obra en menos de una hora. Mientras tanto, O'Neill y Olivia habían ido a observar el interior del apartamento desde una ventana del cuarto piso del edificio de enfrente; los acompañaba un fotógrafo de la policía con un potente teleobjetivo. En el apartamento de los presuntos terroristas vieron a un hombre sentado sobre una caja, con la cabeza inclinada hacia algo que parecía un transistor. Por la puerta abierta que daba a la segunda habitación distinguieron el contorno de una masa voluminosa. Aunque el teleobjetivo estuviera equipado con un sistema infrarrojo, la oscuridad casi total les impidió precisar su naturaleza.
—¡Haz zoom sobre la caja! —pidió O'Neill al fotógrafo—. Trata de encontrar alguna inscripción.
El fotógrafo paseó metódicamente el teleobjetivo.
—La caja se encuentra en un estado lamentable —comprobó—. Tiene planchas arrancadas. —Pero de pronto exclamó—: ¡Miren! Hay varias letras justo debajo de la pantorrilla del muchacho. Tal vez, parte de una palabra.
O'Neill primero y Olivia después miraron por el visor.
—¡Bravo! —exclamó Olivia—. Hay tres letras: O… R… I…
—Orí… Orí… —repitió O'Neill, perplejo.
De pronto Olivia cogió al inspector por el brazo.
—¡Orí… ental Foods!
—¡Sí! ¡Es la caja de Birbaki!
O'Neill palmeó el hombro del fotógrafo.
—No te muevas de aquí —le ordenó—. Mantén el zoom sobre ese individuo. Si se levanta y va hacia la puerta del apartamento, llama a este número de busca.
El busca pertenecía a un policía armado con un fusil de precisión que O'Neill había tenido la precaución de introducir en el taller del comerciante de alfombras afgano antes de la llegada del comando de operaciones especiales.
—Si asoma la nariz, el muchacho tiene orden de matarlo.
El inspector y su compañera bajaron a la calle para buscar entre los atascos la llegada de la furgoneta de las brigadas del NEST. Apenas vio la leyenda «Avis» en un vehículo, O'Neill le indicó por señas al chófer que aparcara en doble fila, casi delante de la entrada del número 316. En el interior de la furgoneta reconoció de inmediato el rostro bronceado de Gladys Simpson.
—Llevamos material de detección ultrasensible ahí atrás —advirtió la joven californiana, indicando la parte trasera del vehículo—. Es necesario que podamos estacionar lo más cerca posible del objetivo.
—¡Aquí están perfectamente bien! —bromeó O'Neill, señalando la calle llena de vehículos aparcados en doble fila—. Y si algún policía les pone una multa, se la llevaré en persona a Bush para que se la quite.
Le indicó a Gladys que lo siguiera y entraron en el vestíbulo del número 316. El conserje no estaba.
—Quítese los zapatos —dijo O'Neill en voz baja—, y suba de puntillas hasta el apartamento.
La puerta del afgano estaba entreabierta y Gladys pudo deslizarse sigilosamente en el taller con su detector de radiaciones en el fondo de su mochila. En seguida dirigió el aparato hacia el apartamento de los terroristas, pero no registró ninguna emisión de rayos gamma.
«Si la bomba está ahí, probablemente la hayan envuelto en una funda de plomo para que sea indetectable», pensó.
En ese momento llegaron los cuatro policías de operaciones especiales con turbante, disfrazados por el sastre de Broadway. O'Neill los hizo subir sin hacer ruido hasta el cuarto piso. Apenas estuvieron en el taller del comerciante afgano, desenrollaron las alfombras de oración ante la mirada atónita de su huésped. Entre las joyas de su material de detección visual y de escucha había una cámara y un micrófono del tamaño de la cabeza de un alfiler que podía introducirse en un apartamento ocultándolo en un simple cable eléctrico. También disponían de un taladro de alta velocidad totalmente silencioso, capaz de practicar agujeros en paredes de cualquier grosor para instalar en ellos cámaras en miniatura cuyos objetivos proporcionaban imágenes panorámicas a ciento ochenta grados.
—¡Los delincuentes no tienen secretos para nosotros! —confesó, riendo, el jefe del comando a O'Neill—. Sus animales, tampoco.
En efecto, una de las hazañas más insólitas de la unidad había sido la captura de un tigre de gran tamaño que gemía al lado del cuerpo sin vida de su dueño, que había muerto mientras dormía. Después de atraer al animal hasta la puerta vaporizando aromas de carne, los hombres de la unidad habían logrado clavarle, a través del ojo de la cerradura, una jeringa hipodérmica que lo durmió en menos de treinta segundos.
—¿Sabe cuántos tipos hay ahí dentro? —preguntó el jefe, señalando discretamente la puerta del apartamento.
—Por lo que hemos podido ver desde la casa de enfrente, en el apartamento hay un solo muchacho —respondió O'Neill—. Pero tal vez haya otra persona, una mujer, en la segunda habitación.
Un miembro del comando se deslizó hasta la puerta de enfrente para aplicar sobre ella una ventosa térmica, un artefacto que registraba las emanaciones de calor provenientes de un ser vivo. Sus observaciones, transmitidas a distancia en una pantalla de ordenador, permitieron saber de inmediato que el escondite estaba ocupado por una sola persona y que ésta siempre se encontraba sentada sobre la caja, en el centro de la primera habitación.
Otro miembro del comando avanzó a su vez para introducir un micrófono cabeza de alfiler en el ojo de la cerradura, que captó una emisión de radio en lengua árabe. Por todo ello, O'Neill llegó a la conclusión de que el ocupante era el terrorista árabe que buscaban.
El jefe del comando decidió entonces que había llegado el momento de usar el artefacto más espectacular de los que disponían. Designó a uno de sus hombres para que deslizara por debajo de la puerta una cámara de fibra óptica y zoom casi tan plana como una hoja de papel de fumar. Esa joya suprema del espionaje electrónico permitió a Gladys, a O'Neill y a Olivia, y gracias a una conexión de vídeo, a Kelly, a Anscom y a Graham, en su cuartel general de Brooklyn, ver con sorprendente claridad al hombre y hasta los más mínimos detalles de su refugio. De pronto fue como si todos se encontraran en el interior del apartamento de los terroristas.
El policía que dirigía los movimientos de la cámara desde el taller del comerciante afgano exploró metódicamente la primera habitación, donde se encontraba Khalid. Luego sus imágenes mostraron el interior de la segunda.
—¡Alto! —exclamó de pronto Gladys, a la vista de lo que revelaba la cámara.
Se trataba de un grueso tubo de color gris que tenía la forma de una ojiva, como las que, en su calidad de especialista en armamentos nucleares, había estudiado en los talleres atómicos de Livermore y Los Álamos. Sobre el artefacto, y conectada a él por cables, había una caja negra que se parecía mucho a los detonadores que conocía. Justo al lado de ella se encontraba un pequeño aparato que tenía el aspecto de un teléfono móvil.
La joven californiana sintió de pronto que un sudor helado le cubría la espalda. Ahogó un grito que el sistema de comunicación hizo repercutir hasta el cuartel general de Brooklyn.
—¡Ahí está! Es la bomba que buscamos. ¡Es una bomba atómica!
El grito de Gladys Simpson hizo que un clamor de alegría recorriera el cuartel general de Brooklyn de un extremo a otro. Para esos hombres y mujeres sometidos desde hacía cuatro días a una situación límite, la pesadilla había terminado: habían encontrado la bomba. Paul Anscom no pudo contener su entusiasmo.
—Hay que comunicar la noticia de inmediato al presidente —anunció, al tiempo que descolgaba el teléfono directo con la Casa Blanca. David Graham se precipitó a sujetarle la mano.
—No, Paul. ¡No tan de prisa! Mientras no hayamos desactivado el artefacto seguimos corriendo peligro. Dondequiera que estén, Imad Mugnieh y Osama Bin Laden pueden marcar el número del teléfono conectado a la bomba y hacerla estallar. Si se siente amenazado, el muchacho que se encuentra en ese apartamento puede decidir apretar el detonador, o un cómplice que pase por la calle puede activar un busca y desencadenar el encendido, como los kamikazes con sus coches bomba.
Anscom pareció decepcionado. Se volvió hacia el jefe de policía.
—¿Cómo se neutraliza la bomba, ahora que ya sabemos dónde está? —preguntó con impaciencia.
—Tranquilícese, Paul. Los mejores hombres en este tipo de actuaciones son los de la División de Operaciones Especiales de la policía. Ya están en el lugar con una especie de cañón de aire comprimido capaz de pulverizar la puerta del escondite en una centésima de segundo.
Dichos especialistas ya estaban en acción. Liberados de sus disfraces orientales, se habían puesto cazadoras con la palabra «POLICÍA» escrita en gruesas letras blancas. Dos de ellos hicieron deslizar silenciosamente el cañón de aire hasta la puerta del apartamento de Khalid.
—Esperamos sus órdenes, señor —anunció por radio el jefe del comando.
Kelly se volvió hacia Anscom en busca de su aprobación.
—¡Adelante! —ordenó el jefe de policía.
A partir de ahí, todo se sucedió a gran velocidad. El jefe del comando pulsó un botón y desencadenó una potente descarga neumática que arrancó la puerta de sus goznes antes de reducirla a añicos. Cuatro policías con fusiles de doble cañón recortado irrumpieron en el apartamento, gritando:
—¡Arriba las manos, policía!
En lugar de obedecer, Khalid adelantó el brazo hacia el detonador. Sin embargo, no tuvo tiempo de terminar su gesto. Cuatro ráfagas de disparos lo habían derribado y embadurnaron las paredes de sangre y sesos.
Gladys Simpson se precipitó de inmediato a la habitación.
—No toquen nada —les ordenó a los policías. Y, señalando el botón de encendido que Khalid no había tenido tiempo de activar, dijo—: Que nadie se acerque a ese botón. Una vibración, o incluso un soplo de aire podría activarlo.
La representante del NEST había tomado el mando. Era normal; quedaba por hacer lo más difícil y peligroso: desactivar la bomba.
Su formación en los laboratorios nucleares había entrenado a la joven californiana para hacer frente a ese tipo de situaciones, pero permanecer tranquila delante de una bomba atómica de doce kilotones lista para desencadenar un holocausto exigía un valor y un auto-control fuera de lo común. De pronto Gladys vio que el rostro de sus tres hijos se superponían a la horrible visión de la bomba. Oyó la voz de su marido suplicándole que renunciara a arriesgar su vida en las filas de los policías de la división nuclear. «Es probable que sea una bomba trampa —se dijo—. ¿Cuánto tiempo tenemos?». Esos pensamientos se agolpaban en su cabeza mientras que, sudando y con las piernas temblorosas, examinaba minuciosamente la ojiva.
De inmediato vio el teléfono móvil, y llamó a Graham.
—¡David, envíeme rápidamente una jaula de Faraday!
—Está en camino. La tendrás ahí dentro de dos minutos. ¿Ves sobre qué está instalado ese teléfono?
—Sobre una especie de bola envuelta en plástico negro, un poco más grande que una pelota de béisbol, directamente colocada sobre el cuerpo de la ojiva.
—Con toda probabilidad, se trata del «fulminante» —la interrumpió Graham, haciendo alusión al dispositivo que, en una bomba atómica, provee la descarga eléctrica masiva necesaria para desencadenar la reacción en cadena del combustible nuclear.
En ese momento llegaron los dos agentes del NEST con una especie de estuche de cobre; se trataba de la jaula de Faraday que el laboratorio de Livermore había enviado para aislar el teléfono móvil. También traían varias planchas de cobre, que colocaron alrededor del artefacto a modo de escudos. Luego, con meticulosidad de orfebres, para el caso de que se tratara de una bomba trampa, empezaron a meter el móvil en el estuche de cobre.
Todos los que contenían el aliento en el taller del afgano y en el cuartel general de Brooklyn oyeron el suspiro de alivio de Gladys Simpson. El receptor telefónico y la bomba estaban aislados. Ninguna llamada ni tampoco ningún impulso eléctrico del exterior podrían desencadenar ya la explosión.
Mientras una salva de ¡Hurras! saludaba esta hazaña, la voz grave de Graham resonó en el auricular de la joven.
—Te queda hacer que ese artefacto sea inofensivo —declaró—, porque todavía puede explotar. Tal vez sea una trampa. Tal vez lleve un temporizador oculto en alguna parte, o cualquier otra cosa… Déjame pensar unos minutos sobre ello y volveré a llamarte enseguida.
En el taller del afgano y en el cuartel general de Brooklyn, la inquietud sucedió a la euforia. Gladys sabía que desactivar el artefacto era la parte más peligrosa e imprevisible de las operaciones de neutralización de una bomba atómica. En Livermore y en Los Álamos había repetido cien veces los procedimientos más eficaces y más rápidos; pero las situaciones nunca eran las mismas. Esperó anhelante las instrucciones de su jefe.
—Gladys, escucha —dijo por fin este último—. No nos vamos a complicar la vida, porque además hay que actuar rápidamente. Te mando a los bomberos con una manguera de ruptura de fuego.
—¿Un qué?
—Es una manguera a presión capaz de destruir cualquier fuente de energía. Neutralizará la carga eléctrica contenida en el interior del fulminante y ahogará todos los mecanismos susceptibles de producir una chispa de encendido. Entonces, ningún impulso podrá llegar ya al detonador para hacer estallar la bomba.
Gladys imaginó el apartamento convertido en un acuario.
Diez minutos más tarde llegaron los bomberos. Su manguera de agua se parecía a un lanza-misiles.
—Dígales que apunten directamente a la bola negra —recomendó Graham.
Gladys transmitió las órdenes y retrocedió al pasillo con sus dos colegas del NEST. La fuerza del chorro de agua fue tal que el fulminante, el teléfono móvil y la jaula de Faraday volaron en pedazos en un relámpago azulado y se estrellaron contra el techo, el suelo y las paredes.
La joven no pudo reprimir una exclamación de alegría.
—¡Gladys! ¡No cantes victoria tan de prisa! —aconsejó Graham—. La operación no ha terminado aún. Examina el detonador al que está conectada la bola negra. Tienes que ver tres cables, uno rojo, uno verde y uno azul, que salen del cuerpo de la bomba. ¿Los ves?
—Sí.
—Bien. Coge unos alicates y corta primero el cable rojo.
—¡David, sabes perfectamente que no distingo los colores! —exclamó Gladys, fuera de sí.
—¡Mierda! —soltó Graham, que de pronto recordó que su colaboradora era daltónica—. ¡Esos hilos deben cortarse necesariamente en orden!
La federal Olivia Philips decidió saltar entonces desde el taller del afgano con unos alicates en la mano y unirse a Gladys.
—¡Toma! —le dijo pasándole la herramienta—. Yo te indicaré los hilos que debes cortar.
—Estoy lista —anunció Gladys.
—Bien. Corta primero el hilo rojo.
Gladys lo hizo con mano temblorosa.
—¡Cable rojo, cortado! —anunció.
—Bien. Ahora, el cable verde.
Cuando el dedo de Olivia identificó el otro cable, Gladys lo cortó con un golpe seco.
—¡Cable verde, cortado!
—Corta el azul.
—¡Cable azul, cortado!
Las dos jóvenes soltaron un grito de alegría y se abrazaron la una a la otra.
—¡Enhorabuena! —exclamó Graham, que había advertido la ayuda de la federal—. Acabáis de desactivar esa bomba atómica. ¡Ya no puede explotar!
La felicitación de Graham había resonado por todo el cuartel general de Brooklyn. Curiosamente no hubo ninguna manifestación de alegría, ni ninguna ovación, sino sólo una expresión ferviente de reconocimiento y respeto por la hazaña que acababa de realizarse.
—¡Una vez más, bravo! —repitió Graham, erigiéndose en portavoz de todos. Sabía que lo lograríais. Toda la gran familia del NEST está orgullosa de vosotros.
Se dirigió a Paul Anscom, que estaba sentado a su mesa.
—Ahora, Paul, puede llamar al presidente y darle la buena noticia.
El secretario general de la Casa Blanca interceptó al jefe de Estado cuando salía de sus estancias privadas para acudir a la sala donde se reunía el gabinete de crisis.
—Señor presidente, la pesadilla ha terminado —anunció Andrew Card—. Han encontrado y desactivado la bomba.
George W. Bush sintió que de pronto su corazón enloquecía. Se apoyó en la baranda de la escalera para coger aire. «¡Gracias, Dios mío!», repitió varias veces, visiblemente conmovido.
Los miembros del comité de crisis, que también acababan de conocer la noticia, procuraron no hacer ninguna manifestación de alegría. Se contentaron con aplaudir con discreción cuando el jefe del Estado hizo su entrada en la sala. El presidente agradeció el gesto saludando con la cabeza y acto seguido fue a sentarse en su sitio. Con las manos entrelazadas, las gafas sobre la punta de la nariz, observó a los presentes durante unos segundos.
—Creo que sería oportuno que guardásemos un momento de silencio —dijo finalmente— para expresar, cada uno a su manera, nuestro reconocimiento al Señor por el extraordinario milagro que acaba de realizar en nuestro favor.
Inclinó la cabeza y permaneció rezando unos instantes.
Apenas se irguió de nuevo, se volvió hacia el presidente del comité de jefes del Estado Mayor.
—General, adopte de inmediato las disposiciones necesarias para hacer que la VI Flota dé media vuelta —declaró—. La operación de desembarco de los marines en Gaza queda suspendida.
—A sus órdenes, señor presidente.
El general se levantó, se cuadró, saludó y salió.
El jefe del Estado se volvió entonces hacia Andrew Card.
—Le ruego que haga llegar mis más calurosas felicitaciones a todos los que, en Nueva York, me han ayudado a resolver esta espantosa crisis. —Se interrumpió un momento, y luego continuó—: Le pido también que cree una comisión de reflexión que se dedique a estudiar todos los aspectos de la operación que no han funcionado. Debemos recoger todas las enseñanzas posibles con el fin de sacar provecho de ellas en el futuro y, sobre todo, para impedir que esta crisis se repita. Hablaré de esto con Michael Bloomberg, pero, por el momento, con quien deseo hablar es con el primer ministro israelí.
Se volvió hacia el oficial encargado de las transmisiones.
—Mayor, llame al general Sharon a Jerusalén.
—¡«Arik»! —exclamó familiarmente el presidente apenas oyó la voz de Sharon—. Esta vez tengo una buena noticia que comunicarle. Nuestras fuerzas policiales han encontrado la bomba de los terroristas y han podido desactivarla. Dos de los tres miembros del comando terrorista han muerto. La tercera, una mujer con pasaporte canadiense falso, fue detenida por la Policía Montada en el aeropuerto de Montreal.
—¡Enhorabuena, George! ¡Qué alegría que esta pesadilla haya quedado atrás! —se apresuró a decir Ariel Sharon, que parecía sinceramente aliviado.
—¡Desde luego «Arik»! Pero esto debe incitarnos a ambos a sacar conclusiones de estos terribles acontecimientos para que jamás vuelvan a repetirse.
—Estoy de acuerdo con usted, George, pero ¿en qué está pensando concretamente? —inquirió Sharon, de pronto a la defensiva.
—«Arik», debemos reactivar con todas nuestras fuerzas los procesos de paz y encontrar una solución justa y equitativa para el problema palestino.
—Sabe bien que tratamos de hacerlo, George.
—¡Eso no es cierto! —se irritó de pronto Bush—. Ni yo, con mi frágil hoja de ruta, ni tampoco usted, con la construcción ilegal de su muro a través de Cisjordania y su incapacidad para llevar a cabo una política de desmantelamiento de las colonias, no buscamos realmente establecer las condiciones de una paz verdadera. Este suceso ha estado a punto de costarle la vida a un millón de neoyorquinos. Evidentemente, no soy tan ingenuo como para creer que, si encontramos una solución justa al problema árabe-israelí, pondremos fin a la amenaza del terrorismo islámico, pero será un paso de gigante hacia ese objetivo. «Arik», se lo pido con toda mi alma: usted y yo en adelante tenemos que consagrar todas nuestras energías a la conquista de este objetivo. No mañana, ni dentro de un mes, sino en seguida «Arik», desde este mismo instante. No es necesario ser Nostradamus para encontrar las grandes líneas de una solución, las que figuran en las proposiciones de Bill Clinton de diciembre de 2000, en las negociaciones palestino israelíes de Taba y en el plan de paz árabe-israelí presentado en Ginebra. —El presidente se interrumpió momentáneamente para tomar aliento. Luego, con voz solemne, declaró—: A pesar de toda la simpatía que le tengo a usted y al Estado de Israel, me veo obligado a decirle que nunca más aceptaré que una ciudad estadounidense sea tomada como rehén porque nosotros no somos capaces de resolver este problema.
—Lo he comprendido perfectamente, George —respondió Sharon, al cabo de unos instantes—. Vamos a hacerlo lo mejor que podamos. Pero será difícil. Shalom, George.
—¡Difícil, sin duda «Arik»! Sí ¡Shalom! Pero es necesario que la paz se instale al fin y para siempre en esa tierra tres veces santa. Ella la merece y el mundo la necesita. Shalom, Salam y paz.
Una actividad inusual agitaba desde hacía varios días la gruta donde se ocultaba el hombre más buscado del planeta. A través de las pistas abiertas a través de las montañas de Waziristán, los jefes de la tribu pashtu que lo habían tomado bajo su protección acudían a hablar con Osama Bin Laden para suplicarle que cambiara de escondite. Las noticias que le traían eran alarmantes: el presidente Musharraf había terminado por ceder a las presiones estadounidenses, y el ejército pakistaní había invadido las zonas tribales de la provincia fronteriza del noroeste para capturar a las bandas de talibanes y militantes de Al Qaeda refugiados allí. Se hablaba de centenares de arrestos. Bin Laden corría el riesgo de caer en una trampa. Unos minutos les bastarían a los helicópteros de las fuerzas especiales estadounidenses apostados del otro lado de la frontera para lanzarse sobre su escondite nada más conocer su paradero. La promesa de George W. Bush de capturar al enemigo número uno de Estados Unidos tenía todas las posibilidades de cumplirse desde que Pakistán colaboraba en el acoso.
Sin embargo, antes de aceptar una fuga desesperada hacia otra montaña, Osama Bin Laden había decidido respetar su última cita con el noticiario televisivo que había seguido todas las tardes, a las ocho en punto, durante toda la semana anterior. Las imágenes del noticiero que aparecieron en la pantalla no eran las de las cadenas árabes Al Yazira o Al Arabia, sino las de «Your World Today»[5] de la CNN. A unas horas de que expirase su ultimátum nuclear contra Estados Unidos, estaba impaciente por ver esa noche la emisión estrella de la cadena de noticias. Bin Laden alzó la mano para pedir silencio, y en seguida sus fieles interrumpieron sus discusiones. El líder de Al Qaeda conectó la batería de coche que alimentaba su aparato de televisión. Para ocultarlo de las localizaciones electrónicas estadounidenses, la antena estaba colocada en la cima de un árbol que crecía en la ladera de una montaña, a varios centenares de metros de allí. Pero ninguno de los corresponsales de la CNN en Washington ni en Jerusalén había anunciado todavía lo único que podía impedir la explosión de la bomba escondida en Nueva York: la evacuación de las colonias judías de Cisjordania.
Ese 30 de septiembre, la CNN abrió su noticiario de la noche con las últimas informaciones concernientes a «la indisposición gástrica» que sufría el presidente de Estados Unidos, lo que hizo bromear a Ayman al Zawahiri, el fiel médico egipcio del jefe de Al Qaeda:
—¡Intentar negociar con Sharon enfermaría a cualquiera, hasta al mismísimo Bush! —rió este último.
«Segundo gran titular de actualidad esta noche —anunció el presentador—: Una seria prueba de fuerza en los Territorios árabes ocupados. Éstas son las primeras imágenes que recibimos de nuestro corresponsal en Israel, Ben Weideman».
De inmediato la pantalla se llenó de una multitud que enarbolaba la bandera israelí, que portaban pancartas en hebreo y gritaban eslóganes. Luego la cámara mostró un impresionante conjunto de caravanas y casas rodantes que un grupo de colonos se dedicaban a proteger con un grueso cerco de rollos de alambre de espino y bloques de cemento.
«Nos encontramos aquí, en las laderas del asentamiento judío de Kedumin, a unos veinte kilómetros de la ciudad palestina de Naplouse —explicaba el periodista—. Conducidos por el ministro del gobierno de Sharon, Avigdor Beibelman, unos trescientos colonos acaban de tomar posesión de unas treinta hectáreas que pertenecen a cuatro pueblos árabes próximos a la colonia de Kedumin. Procediendo según un plan meticulosamente preparado, ya han comenzado a delimitar las parcelas atribuidas a cada familia para que puedan instalarse en ellas de inmediato con sus caravanas».
La cámara mostró luego a un hombre provisto de un megáfono que había trepado al capó de un jeep. Una joven se hallaba a su lado.
«¡Hermanas y hermanos de Israel! —exclamó mientras por la parte inferior de la pantalla se leía una traducción de su discurso—. Soy Jacob Levine, el jefe de Elon Sichem, nuestra nueva colonia en la tierra de Judea y Samaría. Esta ocupación nos permite cumplir una de las obligaciones más sagradas de nuestra fe. Después de mil años de ausencia, por fin hemos vuelto a la tierra santa que Dios entregó a nuestros antepasados».
Mientras la muchedumbre aclamaba al orador, la cámara se desplazó hacia una mujer con «chador» negro que lanzaba gritos desesperados en medio de una multitud de campesinos palestinos: «¡Nuestros olivos, nuestros olivos! —exclamaba—. Están talando nuestros olivos. ¿Cómo vamos a alimentar a nuestros hijos?».
—¡Hijos de perra! —chilló Osama Bin Laden—. Ese Satán de Bush prefiere sacrificar a cientos de miles de sus compatriotas antes que oponerse a Sharon. La idea de Mugnieh de someterlo a chantaje para conseguir justicia para nuestros hermanos de Palestina era un sueño completamente utópico. Lo único que comprenden los infieles es el terror. Y puesto que lo único que entienden en eso, les daremos terror.
Bin Laden se levantó y, ayudándose con un bastón, dio algunos pasos hacia una pequeña caja metálica colocada en el extremo de la alfombra que le servía de cama. De su interior sacó un teléfono móvil que deslizó en el bolsillo de su chilaba y se dirigió muy de prisa hacia la salida de la cueva.
Allí siempre había una mula atada para el caso de que el jefe de Al Qaeda tuviera que huir sin correr el riesgo de que el ruido de un motor alertara a los sensores de los aviones estadounidenses. Por un sendero de montaña, el animal lo llevó hasta el fondo del valle, donde lo esperaba un jeep y una escolta de guerreros patanes. Una vez allí, Bin Laden ordenó al chófer que lo condujera al pequeño pueblo de Udja, a unos quince kilómetros.
Apenas vio el alminar de la mezquita, le indicó al chófer que detuviera el vehículo en el arcén y apagara el motor. Lo que estaba a punto de hacer era extremadamente peligroso, tanto para él como para sus compañeros, en caso de que los satélites de escucha estadounidenses lograran localizar el lugar desde donde iba a realizar la llamada telefónica. No obstante, con visible regocijo, se sacó el teléfono móvil del bolsillo y acarició cada una de las teclas como si fueran las cuentas de un rosario. Luego, con sus largos dedos, marcó con fervor los números que había repetido mentalmente cientos de veces desde que el físico nuclear Abdul Sharif Ahmad se los había comunicado.
Cuando terminó de marcar, se llevó el aparato a la oreja y de inmediato oyó un timbre de llamada. Ninguna música celestial podría haberle proporcionado mayor felicidad que el sonido de ese timbre que, en unas fracciones de segundo, desencadenaría el «Apocalipsis» en el país del «Gran Satán».
El tono de marcado se prolongó durante unos instantes, pero en lugar del clic que indicaría que la comunicación se había establecido, finalmente Osama Bin Laden oyó con estupefacción una voz que anunciaba en inglés: «El número marcado se encuentra provisionalmente fuera de servicio. Si lo desea, puede dejar un mensaje después de oír la señal».
FIN