7

WASHINGTON, NUEVA YORK, JERUSALÉN

Día «D» menos dos

El presidente de Estados Unidos empezó esa cuarta jornada de crisis con la inevitable lectura del informe que la CIA había preparado durante la noche. Pero esa mañana nada podía retener su atención en el legajo azul que le había dejado en su mesa el fiel secretario general de la Casa Blanca, Andrew Card. Con los cabellos todavía húmedos por la ducha helada que acababa de tomar para despejarse, George W. Bush parecía dispuesto. Sin embargo, no era ése el caso de su vicepresidente Dick Cheney, del secretario de Estado Colin Powell, de su colega de Defensa Donald Rumsfeld, ni del jefe de la CIA Milt Anderson, que entraron en el Despacho Oval con el rostro deshecho a causa de la inquietud y la falta de sueño.

Condoleezza Rice llegó muy predispuesta. La media vuelta al mundo a doce mil metros de altura y las veinte horas de diferencia horaria en menos de tres días no habían alterado lo más mínimo su habitual frescura. Con una blusa de seda negra adornada con un hilo de perlas y un elegante traje pantalón de color beige que solía llevar en ocasiones, parecía más una redactora de Vogue que la funcionaría más influyente del gobierno de Estados Unidos.

—Como saben, Condoleezza no dudó en ir a Pakistán a discutir con el diablo para buscar un medio de salir de esta crisis —declaró enseguida George W. Bush—. Como también saben, consiguió que el científico nuclear le revelara el número del teléfono que él mismo había conectado a la bomba que los «Guerreros de la Yihad» habían escondido en Nueva York. Por desgracia, a pesar de los miles de millones de dólares que hemos invertido en estos últimos años en las actividades de la Agencia de Seguridad Nacional, ésta es técnicamente incapaz de impedir que una llamada llegue a ese aparato. Esta lamentable realidad en nada disminuye la hazaña que ha realizado «Condi», ni el hecho de que su viaje pueda generar otros resultados positivos. «Condi», le cedo la palabra.

Con su voz más bien suave y reservada, la mujer relató detalladamente a sus colegas su sorprendente encuentro con el científico que había puesto una bomba atómica en manos de los «Guerreros de la Yihad». Por supuesto, no dudaba de que la presión del presidente Musharraf había contribuido a suavizar la posición de su interlocutor, como también la amenaza velada de las terribles represalias que corría el riesgo de sufrir Pakistán si la bomba estallaba en Nueva York.

—Para mí, lo más importante es mi convicción de que el doctor Ahmad tiene la posibilidad de ponerse en contacto con Osama Bin Laden —declaró—. Lo hice prometer que utilizaría esa posibilidad para permitir que nos comuniquemos con él. Creo que sería un paso decisivo hacia una solución pacífica de la crisis.

—Bravo «Condi» —aprobó calurosamente el presidente—. La idea de negociar con Bin Laden tal vez sólo sea una ínfima luz de esperanza, pero, al menos, existe. Y es la única luz de esperanza que entreveo esta mañana.

—En efecto, es la única, señor presidente —reconoció la consejera de Seguridad Nacional—. En el momento en que el doctor Ahmad nos haga saber que Osama Bin Laden se muestra dispuesto a entrevistarse con nosotros, sepa que estoy preparada, si usted así lo decide, a tomar inmediatamente el avión para…

Mientras ella hablaba, Milt Anderson percibió las vibraciones de su móvil en el bolsillo de la chaqueta y lo abrió; era su adjunto, que lo llamaba desde Langley, el cuartel general de la CIA. LO que le anunció era tan grave que Anderson no dudó en alzar la mano para pedir la palabra.

—Señor presidente, nuestra estación de Islamabad acaba de informarnos de que el físico nuclear Abdul Sharif Ahmad ha muerto esta noche en un accidente de tráfico cerca de Waziristán, en la provincia fronteriza del noroeste —dijo—. Según nuestros agentes, las circunstancias del accidente son altamente sospechosas. Están inspeccionando el lugar.

—¡Es un asesinato! —afirmó en seguida Condoleezza, trastornada.

—¡Adiós a nuestra luz de esperanza! —exclamó Bush, agobiado.

Un pesado silencio cayó sobre los presentes. Cada uno medía la tragedia que representaba la muerte del único mediador que, tal vez, podría haber impedido lo inevitable.

—Llamen a Paul Anscom a Nueva York —ordenó al fin el presidente, ansioso por saber si la búsqueda para descubrir la bomba había progresado desde la noche anterior.

Unos segundos más tarde, el rostro cansado del responsable de la Seguridad Interior apareció en la pantalla de videoconferencia del Despacho Oval.

Anscom explicó las diferentes operaciones en curso, pero todos percibieron que el tono de su exposición no denotaba un optimismo excesivo. Hasta esa mañana, los miles de fotos y de datos de los presuntos terroristas distribuidos por la ciudad sólo habían conducido a los investigadores a una docena de pistas falsas.

—Tenga confianza, señor presidente —pidió, sin embargo, Anscom—. Todas nuestras fuerzas participan en la batalla. ¡Encontraremos esa bomba!

—¡Encontrar la bomba! —Bush consultó su reloj—. Apenas quedan cuarenta y ocho horas para que expire el ultimátum —se impacientó—, y seguimos en el punto de partida. Nadie con quien negociar; ninguna pista verdadera de la bomba… ¡Hay que hacer algo! ¡Dios mío, hay que hacer algo! Pero ¿qué?

Nahed Jihari se volvió discretamente para asegurarse de que nadie la observaba mientras descolgaba uno de los teléfonos públicos instalados en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Treinta y Dos. La joven palestina ignoraba que miles de copias de su fotografía circulaban en ese momento por la ciudad. Puso una moneda de veinticinco centavos en la ranura y marcó el número que le había dado Imad Mugnieh antes de su partida de Beirut. No tenía la menor idea de la identidad de la persona a la que llamaba, ni tampoco sabía por qué la llamaba. Todo lo que tenía, aparte de ese número, era una contraseña que también le había proporcionado Mugnieh, la misma que había utilizado para hacerse reconocer, disfrazado de mujer, a su llegada a Karachi.

El teléfono sonó mucho tiempo antes de que respondiera una voz de hombre.

Seif («sable») —dijo Nahed.

Al Islam («del Islam») —respondió el hombre.

—Puede empezar su operación —agregó ella antes de colgar.

El palestino con el rostro picado de viruela que había contestado era un miembro de la red de apoyo que Al Qaeda había creado en Nueva York después de los atentados del 11 de septiembre. Después de recibir la llamada se dirigió inmediatamente a un colmado libanés de Atlantic Avenida en Brooklyn y entró en la trastienda. Otros dos palestinos lo esperaban. Ninguno sabía quién había telefoneado ni de dónde procedía la llamada. Sólo les habían dicho que esperaran junto al teléfono todos los días a mediodía la orden que acababan de recibir.

El hombre con el rostro picado de viruela abrió el horno de una vieja cocina, sacó un recipiente de plomo del tamaño de un maletín, cortó metódicamente las cuerdas que lo cerraban y lo abrió. El interior estaba dividido en dos partes. En una de ellas había una colección de anillos de plástico del tamaño de una alianza. El otro contenía varias hileras de cápsulas oscuras del tamaño de un comprimido de aspirina. Los tres hombres empezaron a colocar con cuidado una cápsula en cada anillo. Luego abrieron el primero de los tres cestos apilados en un rincón de la habitación y sacaron una paloma; no una paloma mensajera, sino un ave gris muy común como las muchas que se pueden ver en Nueva York, París o Viena. Le fijaron un anillo en la pata, volvieron a meter al animal en su jaula y repitieron la operación con cada una de las sesenta palomas que estaban encerradas en los tres cestos.

Apenas todas tuvieron su anillo, el palestino del rostro marcado de viruela estrechó a sus dos compañeros entre los brazos, y emocionado y orgulloso, ordenó:

—Id a pasear por toda la ciudad y soltad una paloma cada cinco minutos. ¡Los policías se volverán locos! ¡Ma Salameh! ¡Muy pronto en Jerusalén! ¡Inch Allah!

El registro del centro de Manhattan, donde durante el día trabajaban más de un millón de personas, empezó con un montón de incidentes. En la esquina de la Décima Avenida y la calle Treinta y Cuatro, un sector conocido por la policía porque ocultaba numerosos talleres clandestinos, el jefe de inspectores O'Neill y su compañera Olivia irrumpieron en una reunión de drogadictos. Una decena de ellos, tumbados en colchones, planeaban ya en su nirvana, mientras que los otros, armados con jeringuillas, se disponían a unírseles. El inspector y la joven federal atravesaron rápidamente la habitación, aplastaron las jeringuillas con los pies, confiscaron las papelinas de heroína y las piedras de crack y desaparecieron dando un portazo ante la atónita mirada de los «yonquis». En otros lugares los policías se encontraron con multitudinarias orgías sado-masoquistas. Los protagonistas, casi todos ejecutivos y empleados que trabajaban en los despachos de los alrededores, enloquecidos ante la idea del escándalo, huyeron semidesnudos por las ventanas y las escaleras de incendio.

Otros equipos interrumpieron encuentros más románticos, escenas conyugales, peleas o atracadores en plena faena que quedaron asombrados al oír que sólo les pedían que desaparecieran a todo correr.

O'Neill había ordenado a varios policías de su brigada que se dirigieran hacia los numerosos y sórdidos hoteles del barrio que frecuentaban una fauna de inmigrantes sin papeles que quizá podrían ayudar a los terroristas. Uno de esos hoteles, el Culver, en la calle Cuarenta y Tres, era propiedad de unos pakistaníes. La irrupción de O'Neill y de Olivia en el establecimiento hizo que cundiera el pánico entre los clientes. Como por arte de magia, el suelo se cubrió de los objetos más variados: revólveres, navajas, móviles, hachís, tarjetas de crédito… O'Neill y Olivia confiscaron las armas y los móviles, tiraron la droga a los retretes y se dirigieron a registrar las distintas plantas del edificio.

Como muchos apartamentos del barrio estaban vacíos porque sus ocupantes estaban trabajando, llamaron a los «arietes» de la policía municipal, grandes tubos de acero llenos de hormigón capaces de derribar las puertas más resistentes.

A pesar de la psicosis que existía en la ciudad por el miedo a sufrir nuevos atentados, algunos inquilinos apelaban a sus derechos civiles para negarse a cualquier inspección, aunque los agentes tuvieran una orden de registro. Telefoneaban a sus abogados, amotinaban a los vecinos y provocaban aglomeraciones.

—En esta ciudad siempre hay que hacerlo todo con guantes —explicó O'Neill a la joven federal, asombrada de que algunos neoyorquinos pudieran temer más las incursiones de la policía que las amenazas terroristas.

Era el dilema más patético al que Michael Bloomberg, el alcalde de Nueva York, había tenido que enfrentarse en toda su vida. Tenía que abandonar momentáneamente el cuartel general de crisis de Brooklyn para efectuar un reconocimiento aéreo de las vías de evacuación de Nueva York en compañía del jefe Kelly y de Charles Morningside, el experto de Protección Civil. Pero antes de sobrevolar su ciudad debía encontrarse en su despacho con una de las dos personas que más le importaban en el mundo.

Emma Bloomberg, de veinticinco años, era su hija mayor. Tenía los mismos ojos azules ligeramente almendrados que él, el cuello largo y unos miembros tan finos como las mujeres de los retratos de Modigliani. Diplomada como él en la Business School de Harvard, había desestimado tentadoras proposiciones en el mundo de las finanzas para trabajar junto a su padre en el City Hall. Si la policía no encontraba la bomba antes de que expirara el ultimátum de los terroristas, estaba destinada a morir con él y con otros cientos de miles de neoyorquinos.

Michael Bloomberg había elegido libremente quedarse en la ciudad y seguir la suerte de sus conciudadanos. Sin embargo, ¿acaso su decisión no le daba el privilegio de salvaguardar a su hija? Pero ¿cómo? ¿Tenía derecho a compartir con ella el terrible secreto del que era depositario debido a su cargo? Durante toda la noche, había estado dando vueltas en la cama, torturado por esta insoportable pregunta. Debía encontrar un pretexto para que ella abandonara la ciudad sin verse obligado a revelarle la aplastante responsabilidad que pesaba sobre sus hombros.

—Emma —le dijo después de besarla tiernamente—, tienes ojeras y aspecto de agotada. ¿No estarás jugando con tu salud al salir todas las noches hasta horas imposibles?

La joven miró a su padre, asombrada. ¿A qué venían esos reproches cuando precisamente se sentía en forma y más bien guapa esa mañana? En los últimos tiempos se había acostado mucho antes de medianoche. Y nunca antes en su vida su padre le había hecho esa clase de observaciones.

—Querida, necesitas cambiar de aires, hacer deporte, tomar el sol. ¿Por qué no vas a relajarte a Florida, a casa de tu madre, hasta que vuelvas a tener buena cara?

—¿A casa de mamá? —se asombró Emma, que sabía hasta qué punto su padre reprobaba la vida desordenada que llevaba su ex esposa.

Se levantó y rodeó el escritorio para ir junto a él.

—Papá, ¿qué pasa? —murmuró, acariciando tiernamente sus cabellos ondulados—. ¿Por qué quieres que deje Nueva York?

Sacó un pañuelo de papel y le secó las gotas de sudor que le perlaban las sienes. Luego le preguntó:

—Papá, dime, ¿vuelve a empezar? ¿Un nuevo 11 de septiembre?

Un largo silencio siguió a la pregunta.

—Emma, querida, hay cosas que no se pueden revelar sin faltar al código de honor —terminó por reconocer Bloomberg—. Pero lo que puedo decirte es que me sentiría muy aliviado si aceptaras marcharte unos días de la ciudad.

Sus cabezas se volvieron al mismo tiempo hacia una foto que había en un marco de plata en una punta del escritorio. En ella se veía a Georgina, la hermana menor de Emma, montada en su caballo Romeo, con el que debía participar durante toda la semana en un concurso hípico en Bridgehampton, en Long Island, a ochenta kilómetros de Nueva York.

—Y tú, papá, ¿qué vas a hacer?

—No tengo elección. Debo quedarme aquí, con los neoyorquinos.

—En ese caso, yo también. He aceptado esta misión en el City Hall para servir a Nueva York a tu lado. Papá, me quedo contigo —declaró Emma.

Más de un centenar de furgonetas del NEST con las insignias de las sociedades Hertz y Avis patrullaban en ese momento Manhattan y los barrios de Brooklyn y Queens. Aunque nada pudiera distinguirlos de los auténticos vehículos de reparto, esas furgonetas en realidad eran verdaderos laboratorios científicos con los más modernos aparatos de detección que había logrado la ciencia nuclear. Cuatro minúsculos discos metálicos y una antena fijados en el techo permitían detectar la más mínima emisión de rayos gamma producida por plutonio o uranio altamente enriquecido. Pero, sobre todo, en cada vehículo había un ordenador capaz de determinar el tipo de isótopos detectados y eliminar las decenas de radiaciones inocuas que suele haber en una vasta aglomeración.

Helicópteros pertenecientes a la organización y con el logo de sociedades imaginarias daban vueltas por encima de la ciudad en busca de radiaciones que emanaran del techo de los edificios.

David Graham, el director del NEST, dirigía la operación desde su puesto de mando, instalado en una de las dependencias del cuartel general de crisis de Brooklyn. Fumando un cigarrillo tras otro, el científico sabía que se encontraba en la situación de quien busca una aguja en un pajar. Con el material de tecnología punta del que disponía estaba seguro de que sus equipos terminarían por descubrir la bomba de los «Guerreros de la Yihad». Para él, como para miles de policías y agentes del FBI dedicados a esta búsqueda monumental, todo era una cuestión de tiempo.

De pronto, una voz crepitó en el altavoz por encima de su cabeza:

—Señor Graham, uno de sus helicópteros está captando radiaciones.

Graham agarró rápidamente el micrófono que lo conectaba con ese helicóptero.

—¿Qué registran? —preguntó al técnico a bordo del aparato.

—¡Noventa mil millones!

El físico soltó un silbido de admiración. Se trataba de una emisión considerable, tanto más cuanto había atravesado varios pisos antes de llegar al techo del edificio y que el helicóptero la captara.

—¿Dónde está?

—Por encima de un grupo de viviendas de protección oficial en la esquina de la Avenida Once y la calle Veintiocho, a una manzana del Hudson.

Graham encontró en seguida el lugar en el mapa.

—Márchese cuanto antes de ahí para que no lo descubran —ordenó al piloto—. Mandaré de inmediato a varias de nuestras furgonetas al lugar.

Después de haber dado sus instrucciones, se precipitó hacia el coche camuflado que lo esperaba en el patio. El policía neoyorquino que le servía de chófer arrancó a toda prisa en dirección a Manhattan.

—Ese edificio lo construyó el ayuntamiento, ¿no? —le preguntó.

Antes de que el policía tuviera tiempo de responder, Graham agarró el micro y llamó a su puesto de mando.

—Vayan en seguida al ayuntamiento a buscar los planos de los edificios construidos en la esquina de la Avenida Once y la calle Veintiocho —ordenó—. Llévenmelos allí.

Graham reconoció sin dificultad a la muchacha bronceada que salía de la primera furgoneta que había llegado al lugar.

Gladys Simpson, especialista en rayos gamma, doctora en física nuclear, trabajaba en el laboratorio californiano de Livermore. Estaba casada, tenía dos hijos pequeños y su piel brillante —Graham lo sabía— se debía a la práctica intensiva de la escalada en las pendientes de sierra Morena.

—Debe de venir de arriba —declaró, levantando los ojos hacia la masa compacta que se recortaba contra el cielo—. De los últimos cinco o seis pisos.

—Es posible —asintió Graham.

Por lo que había podido deducir de los planos del ayuntamiento, en el grupo de edificios había ochocientos apartamentos, en los que vivían más de cinco mil personas.

—¡Registrar este grupo sin provocar una revolución va a ser complicado! —protestó la joven californiana.

—Sólo registraremos los últimos seis pisos de cada edificio —indicó Graham—. No hay posibilidad de que las radiaciones captadas por el helicóptero hayan podido llegar de más abajo.

Gladys se ajustó la mochila que contenía el detector de radiaciones. Bajo el bronceado, parecía haber palidecido.

—¿Nerviosa? —se inquietó su jefe.

La joven asintió con la cabeza. Graham le dio una palmadita en el hombro.

—No te preocupes, encontraremos esa maldita bomba. ¡Nuestra primera bomba!

—¿La bomba? ¡No tengo miedo de la bomba! Mi miedo es que ahí arriba un tipo saque un cuchillo y me salte encima.

Los policías de la división nuclear no iban armados. Graham llamó a un agente del FBI de civil.

—Él te acompañará —la tranquilizó.

El jefe de las brigadas del NEST designó equipos para los seis últimos pisos de los otros tres edificios y la joven californiana se puso en camino.

Fue la primera en terminar la inspección de su inmueble. Su detector no había captado la menor radiación, ni siquiera la emanación común de las agujas fosforescentes de un despertador. Los otros equipos no tardaron en volver, también con las manos vacías.

—¡No lo entiendo! —tronó Graham—. Hace un momento había aquí un festival de fuegos artificiales, y ahora no encontramos ni una chispa… ¡Qué vuelva el helicóptero! —ordenó.

Unos minutos más tarde percibió el zumbido del aparato que se acercaba.

—Póngase exactamente encima del lugar donde captó las radiaciones —le indicó al piloto—. ¡Dígame qué registra!

—David, las radiaciones han desaparecido —exclamó el técnico a bordo del aparato—. ¡Es increíble! No registro nada. Ni una milésima.

—¿Está seguro de que su detector funciona bien?

—¡Afirmativo! Lo hice revisar antes de partir de Los Álamos.

Graham estaba completamente desconcertado. Se volvió hacia Gladys.

La joven hizo una mueca.

—¡Los ascensores no funcionan!

—¿Y? Puedes subir a pie. Eres la reina de la escalada, ¿no?

Instantes más tarde, la joven aparecía en el tejado. Delante de ella tenía la extensión verdosa de las aguas del Hudson y, a sus pies, una capa de excrementos de pájaros sobre el alquitrán del tejado. Su detector seguía mudo. Encendió su walkie-talkie.

—David —anunció—, aquí arriba no hay absolutamente nada. Nada, salvo una bonita vista del Hudson y de cacas de paloma.

Enclaustrados en la siniestra habitación de un hotel en la calle Treinta y Ocho, Omar Tahiri, el mayor de los seis terroristas, y Khalid Bin Amr, el benjamín, mantenían los ojos clavados en la pantalla del televisor. Dentro de una hora, Khalid iría a relevar a su camarada Nahed Jihari, de guardia junto a la bomba escondida unas calles más allá, en el destartalado apartamento situado enfrente del comerciante de alfombras afgano. Los tres se turnaban.

Habían recibido de Mugnieh la orden de no dejar jamás la bomba sin vigilancia para poder hacerla estallar en caso de necesidad.

Su impaciencia iba en aumento.

—Nada, siempre nada, ni el menor signo de evacuación de las colonias judías —protestó Khalid, que no se había afeitado desde el día anterior. Con los dedos de su única mano crispados sobre el mando, hacía zapping de una cadena a otra. La única novedad significativa que esa mañana difundía la televisión estadounidense era el problema intestinal de George W. Bush, que lo obligaría a permanecer en cama todo el día.

—¡Un problema intestinal! —rió Khalid—. Buena coartada para disimular el pánico que debe de reinar en Washington. Bush tiene cuarenta y ocho horas para forzar al demonio de Sharon a marcharse.

—Nunca podrá forzar a Sharon a evacuar las colonias —suspiró Omar, que sentía que la duda lo había invadido hacía tiempo—. ¿Realmente crees que el chantaje que ideó nuestro hermano Mugnieh podrá hacer que ese bruto se mueva de allí? Mucho me temo que ha tomado sus deseos por realidades.

Se levantó y se acercó a la ventana. De pronto, volvió a su memoria la mujer y el niño que había visto el día anterior detrás de la ventana, justo enfrente del edificio donde habían ocultado la bomba. En la calle, la gente entraba y salía de las tiendas, esperaba para cruzar, se apresuraba hacia su trabajo.

Los campos de entrenamiento del Líbano habían canalizado hacia una acción violenta la rebelión de Omar contra Israel. Pero ¿qué hombre, aun el más endurecido, no corre el riesgo de que su caparazón se agriete al contacto con realidades que no imaginaba? Varios días compartiendo la vida cotidiana de una población evidentemente ajena a la tragedia palestina habían modificado paulatinamente su visión de la situación. «¿Es absolutamente necesario matar a cientos de miles de hombres, mujeres y niños para que volvamos a encontrar nuestra patria?». Esta pregunta no dejaba de atormentarlo.

Su joven compañero se unió a él junto a la ventana. A su vez, contempló la multitud en la calle.

—Sin duda, tienes razón, Omar —dijo—. Sharon no dejará las colonias. ¡Estos transeúntes, como todos los habitantes de la ciudad, tendrán que pagar por la intransigencia de ese monstruo! Te aseguro una cosa: esa bomba explotará, se vayan o no los colonos judíos; yo me encargaré de ello. Si Bin Laden no logra hacer su llamada al detonador, yo estaré allí para apretar el botón de encendido.

Omar miró largamente a su joven compañero. Aunque le tenía afecto, sabía que el entrenamiento físico y psicológico de los campamentos palestinos lo había deshumanizado hasta el punto de poder cumplir esa promesa. «Ya no había nada en su corazón excepto odio», pensó con tristeza. Observó fijamente la oleada de transeúntes. ¿Debía dejar que Khalid exterminara a esos inocentes?

El rabino con barba de profeta que había propuesto al gobierno de Israel deportar a todos los árabes de Palestina a Jordania acababa de dejar Jerusalén para una misión secreta. Ministro de Integración de los nuevos inmigrantes en el gabinete de Ariel Sharon, Avigdor Beibelman era un defensor encarnizado de Eretz Israel, el gran Israel, un territorio que englobaría también el Líbano, Siria y Jordania, que en otra época conquistaron Josué y David. Por eso era uno de los partidarios más fanáticos de la colonización judía de las tierras árabes de Judea y de Samaría. Beibelman, antes de instalarse con su mujer, de origen norteamericano, y sus ocho hijos en Kedumin, una colonia implantada a unos kilómetros de la ciudad árabe de Naplouse, cuna de las aspiraciones nacionalistas palestinas, había lanzado espectaculares operaciones de implantación judía en los territorios árabes ocupados.

En la actualidad vivían en Kedumin setecientas familias judías, la mayoría en coquetas casas individuales construidas en tres círculos concéntricos alrededor de una colina en la cima de la cual habían plantado hacía diez años la bandera de Israel. El lugar se encontraba en el corazón de un paisaje rocoso con olivares centenarios que pertenecían a los habitantes de los cuatro pueblos árabes vecinos. Las familias palestinas de esos pueblos los explotaban desde hacía generaciones, aunque el impetuoso rabino no dejaba de proclamar que la tierra donde crecían la había dado Dios al pueblo judío dos mil años antes.

Alrededor de la colonia vivían también un centenar de familias judías en caravanas y casas rodantes, a la espera de que una nueva anexión de tierras árabes les permitiera una instalación definitiva. Precisamente para anunciar esta anexión el rabino Beibelman había contestado a la llamada de Yaacov Weiss, el alcalde de Kedumin. Este último había reunido a los habitantes de las caravanas en el refectorio de la colonia. Hizo subir al ministro a una mesa para que todos pudieran verlo y escucharlo con claridad.

—¡Amigos! —empezó el rabino—. Por desgracia, tengo que anunciarles malas noticias. No puedo decirles por qué, pero grandes peligros amenazan hoy en día nuestro derecho a instalarnos en la tierra sagrada de Yeshua —utilizó a propósito la palabra hebrea que designaba a Judea y Samaría.

La consternación se reflejó en los rostros de todos los presentes.

—Pero resistiremos a esa amenaza, venga de nuestros enemigos árabes, de la comunidad internacional, de nuestros propios gobernantes, o incluso de nuestros amigos más cercanos. Porque esta tierra es nuestra. Los derechos que tenemos sobre ella no pueden depender de un llamado plan de paz, de cualquier hoja de ruta, ni de un pretendido consenso internacional. Nos la ha dado Dios, y aquí nos quedaremos por las generaciones futuras, aquí seremos los testigos de la alianza eterna entre Dios y su pueblo elegido.

Los asistentes, de pronto tranquilizados, se pusieron en pie para ovacionar al orador. El rostro de Beibelman irradiaba felicidad.

—Ustedes, que son la esperanza y el futuro de Israel, tienen derecho a poseer por ustedes y sus familias una parcela de nuestra patria histórica —continuó—. He venido a anunciarles que ha llegado el momento de tomar posesión de su tierra. No dentro de una semana, ni de un mes, ni de un año, sino hoy mismo.

Levantó el brazo en dirección a la inmensa fotografía aérea de la colonia y los pueblos árabes vecinos que cubrían el fondo del refectorio. Con la ayuda de un puntero, trazó una nueva serie de círculos que englobaban los olivares que se extendían alrededor de la colina.

—Ésta es su tierra —exclamó—. Mañana llevarán ahí sus tractores y sus caravanas para apropiarse de ella en nombre de Sión y de sus derechos a colonizar Yeshua.

No podía hablarle a un auditorio más sensible. La mayoría de esos hombres y mujeres reclamaban desde hacía meses el derecho a realizar ese gesto que, por fin, se lo otorgaba de manera solemne un ministro del gobierno de Israel.

—Mañana por la tarde, a la puesta del sol —concluyó Beibelman, embriagado por el entusiasmo y los vivas de los colonos—, habrán instalado decenas, cientos de caravanas en estas tierras para hacer saber al mundo que ustedes, los hijos y las hijas de Sión, han ejercido sus derechos históricos en su patria.

Ante estas palabras, una joven madre colocó simbólicamente a su bebé en los brazos del rabino antes de volverse a los presentes para entonar: «Kol od bálevav anima nefesh yehudi hosnia» («Durante tanto tiempo, en lo más profundo de nuestros corazones palpite el alma judía»). Coreado a plena voz por todos los colonos sobreexcitados, la Hatikvah, el eterno canto de esperanza de los judíos, se elevó entonces como un himno triunfal.

Mientras las voces hacían vibrar los cristales, el rabino reflexionaba sobre su plan de acción. Al día siguiente por la mañana convocaría a los medios de comunicación de Kadumin para que testimoniaran la inquebrantable voluntad de esos nuevos colonizadores de la tierra de Israel y dijeran al mundo que ningún chantaje obligaría jamás a los hijos de Sión a abandonar un centímetro cuadrado de su patria.

«Pocos padres han tenido la felicidad de recibir semejante prueba de amor», pensó Michael Bloomberg al ir a subir al helicóptero de la policía en el que sobrevolaría Nueva York. La determinación de su hija Emma de quedarse a su lado había afirmado aún más su voluntad. Debía intentar evacuar la ciudad a cualquier precio. Pero ¿cómo? Ese reconocimiento aéreo en compañía del jefe Kelly y del responsable de Protección Civil, Charles Morningside, se lo diría.

Mientras los rotores catapultaban la burbuja de plexiglás hacia el cielo azul, Bloomberg sintió que su corazón se aceleraba. Al cabo de unos segundos, Nueva York estaba a sus pies, Babel centelleante bajo el sol de otoño, vibrante, tan viva que casi podía oírse subir del suelo el rumor de su prodigiosa vitalidad. ¿Era concebible que tanta energía pudiera barrerse en unos segundos de la faz de la tierra? Durante los últimos días había descubierto varios álbumes consagrados a las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, las visiones del «Apocalipsis» que en ese momento amenazaban su ciudad.

—¿Sería posible iniciar la evacuación sin decirles a la gente por qué deben marcharse? —preguntó ingenuamente al jefe de policía.

—¡Ni lo sueñe! —se ahogó Kelly—. Sabe muy bien que en esta ciudad no se puede hacer nada sin decirles a los habitantes por qué se hace. El 11 de septiembre no ha cambiado nada, querido Michael. Nueva York sigue siendo Nueva York, y los neoyorquinos serán siempre neoyorquinos.

Unos instantes más tarde sobrevolaban la punta sur de Manhattan, en donde vieron a los niños que jugaban al fútbol en Battery Park.

—El metro debería permitirnos evacuar bastante gente —declaró con satisfacción Morningside—. Pero no diría lo mismo con respecto al tránsito rodado. Los túneles y los puentes sólo tienen dos carriles. Incluso poniendo sentido único y amontonando cinco personas por coche, serán… —El experto sacó su calculadora—: siete mil quinientas personas por hora.

—¿Y cómo piensa obtener un flujo regular de la oleada de coches que se precipitarán a esos puentes y túneles? —se inquietó Bloomberg, que percibía con espanto los gigantescos atascos de un día común que envolvían el Bajo Manhattan.

No había pregunta que pudiera desarmar al burócrata. Su voz potente cubría el estruendo de los rotores.

—Hay varias maneras de lograrlo —contestó—. Ya sea escalonando las salidas por orden alfabético con la difusión por radio y televisión de las instrucciones correspondientes. Por ejemplo, los vehículos pertenecientes a los habitantes cuyos apellidos empiecen por la letra A serán los primeros en ponerse en camino, o a partir de los números pares e impares de las matrículas.

—Señor experto —interrumpió con viveza el jefe de policía—, no estoy seguro de que usted sepa muy bien cómo se hacen las cosas en Nueva York. ¿Habla de evacuar por orden alfabético? ¿Decirle al señor Abalone que suba a su coche y se vaya el primero? ¿Y piensa que el señor Zarkin de Brooklyn va a quedarse sentado viendo que el señor Abalone se va? ¡Ni lo sueñe, señor Morningside! Voy a decirle lo que hará el señor Zarkin: se apostará en el primer cruce con su revólver y le dirá al señor Abalone que salga de su coche y que continúe a pie. Y él escapará en su lugar.

Morningside protestó, indignado:

—Pero la policía estará allí para impedir ese tipo de incidentes. Los policías deben estar listos para disparar sus armas sobre la gente que trate de colarse.

—En ese caso —ironizó el jefe de policía—, deberán prepararse para matar a nueve de cada diez habitantes.

El helicóptero había virado hacia el norte y sobrevolaba el Hudson a lo largo del lado oeste de Manhattan.

—Aquí será más fácil —gritó Morningside por encima del ruido del motor—, podrá ponerse sentido único a los seis carriles del Lincoln Tunnel.

Aturdido, Bloomberg había dejado de escuchar la letanía de cifras y estadísticas almacenada durante toda una vida por un burócrata empeñado en descubrir en gráficos y ordenadores las soluciones a un problema sin solución. Se volvió hacia el jefe de policía.

—Ray, es imposible evacuar está ciudad de prisa, ¿es eso, no? —preguntó.

—Es eso, Michael.

—¿Y los refugios antiaéreos? —preguntó entonces el alcalde, que quería encontrar a cualquier precio algo en lo que confiar—. ¿Se podría salvar por lo menos a algunos miles de habitantes?

—Temo, querido Michael, que están abandonados desde el final de la guerra fría, temo que sólo sean vestigios de una época desaparecida. Justo debajo de nosotros se encuentra el edificio administrativo del estado de Nueva York. En otra época, la Rolls-Royce tenía refugios antiaéreos. Podríamos bajar a ver si éste todavía existe.

El piloto inclinó el aparato en dirección al suelo y lo posó en el pequeño helipuerto situado detrás del edificio. Los tres pasajeros se sumergieron en seguida en el inmenso vestíbulo, al fondo del cual vieron con satisfacción el tradicional cartel amarillo y negro que señalaba la existencia de un refugio atómico.

—Al menos aquí la gente sabrá adonde ir en caso de alerta —observó el experto de Washington.

Los visitantes se dirigieron hacia la cabina de vidrio del conserje, que ocupaba un negro vestido de uniforme. Kelly le mostró su placa de policía.

—Venimos a verificar el estado del refugio antiaéreo —anunció.

—¿Refugio antiaéreo? —balbuceó el empleado, estupefacto—, pero si hace años que nadie ha bajado ahí. Tendría que buscar la llave.

Kelly insistió y el conserje terminó por mostrar al pequeño grupo un tablero cubierto de llaves.

—Debe de ser una de éstas —declaró.

Examinó una llave tras otra durante unos largos cinco minutos sin resultado.

—¡Esperen! Llamaré a un colega que trabaja aquí desde hace más tiempo que yo.

Poco después vieron aparecer a una especie de gnomo, con una gorra del equipo de béisbol de los Mets puesta al revés. Llevaba una cazadora cubierta de insignias y chapas que proclamaban «Llega el Redentor». «Jesús es nuestro salvador». «El camino de Cristo es el mejor». Pasó un rato revolviendo entre las llaves colgadas antes de sacar cuatro. Una de ellas era la que servía. Abrió una pesada puerta y el grupo entró agachando la cabeza por una escalera débilmente iluminada con la bóveda cubierta de mangas de calefacción envueltas en telas de araña. Los tres hombres y su guía desembocaron por fin en una gran sala húmeda en la que flotaba un sofocante olor a moho. Su intrusión provocó un concierto de crujidos y chirridos agudos.

—¿Qué es esto? —se alarmó Bloomberg.

—¡Ratas! —indicó el guarda.

Luego dirigió su linterna a un antiguo cartel de la Defensa Civil que databa de la década de los sesenta: «Consejos que se deben respetar en caso de ataque termonuclear». Luego había una media docena de recomendaciones como «Abran la ventana, aflójense la corbata, desátense los zapatos»… El último «consejo» prescribía sentarse en posición fetal, con la cabeza entre las piernas, en cuanto apareciera el destello de la explosión nuclear. Un bromista había agregado una última recomendación: «¡Y no olviden darle un beso de despedida a su culo!».

El suelo del refugio estaba cubierto de desechos acumulados a lo largo de los años. En un rincón se amontonaban bidones que habían contenido agua. Los restos de un centenar de equipos de socorro estaban desperdigados un poco más lejos.

—Ha sido saqueado por los «yonquis» del barrio —comentó con tristeza Kelly—. Han descubierto que había morfina en estos equipos. —Después de una pausa, el jefe de policía terminó por preguntar—: Dígame, señor alcalde, ¿no cree que ya ha visto suficiente?

—Lo suficiente para saber que estos refugios son inutilizables —suspiró Bloomberg, visiblemente descorazonado.

Mientras regresaban, el guía sacó de su cartera un paquete de octavillas que repartió entre los visitantes. Bloomberg valoró en especial la suya, que proclamaba «Jesús es nuestro salvador, confíele sus problemas».

Acababan de ocupar sus lugares en el helicóptero cuando empezó a sonar el móvil del alcalde. Era una llamada de la Casa Blanca. El presidente estaba al otro lado de la línea.

—Michael, no estamos en una línea protegida y seré breve. Lo necesitamos con urgencia. Vayan de inmediato a la base de McGuire; un jet de las Fuerzas Aéreas lo está esperando. Estará aquí dentro de menos de una hora.

La operación «Sable del Islam», ordenada por la terrorista Nahed Jihari, empezaba a mostrar su eficacia. Las palomas con anillas de partículas radiactivas estaban volviendo locos a los aparatos de detección del NEST. David Graham, el flemático jefe de la organización de búsqueda de explosivos nucleares, se preguntó si no estaría volviéndose loco. Seis veces en menos de una hora los helicópteros que sobrevolaban Nueva York habían señalado la presencia de importantes emanaciones radiactivas. Y, cada vez, esas emanaciones habían desaparecido misteriosamente cuando llegaban las furgonetas enviadas para registrar los lugares donde se habían detectado.

—¿Qué pasa? ¡Por Dios! —exclamaba Graham mientras recorría nerviosamente el cuartel general de crisis de Brooklyn, donde había instalado su puesto de mando. De pronto, la llamada del piloto de otro helicóptero interrumpió su impaciente deambular.

—¡Aquí «Plume 3»! Estoy sobrevolando la calle Veintitrés, casi esquina con la Avenida Madison, y capto algo.

Graham estaba a punto de decirle al piloto que confirmara su posición cuando oyó gritar:

—¡Mierda! Las radiaciones han desaparecido.

El jefe del NEST soltó una andanada de juramentos.

—¡Eh, espere un minuto! —llamó el piloto—. He vuelto a encontrarlas. No habían desaparecido. Sólo se han desplazado. Suben por la Sexta Avenida.

«¡Panda de cabrones! —se dijo Graham—. Apuesto a que han metido la bomba en un camión y la transportan de un lado a otro».

Alertó de su contacto al FBI e hizo enviar unas diez furgonetas al sector con la esperanza de que por lo menos una de ellas lograra encontrar el camión y darle alcance. El helicóptero continuaba siguiendo la emisión de las radiaciones que subieron por la Sexta Avenida hasta entrar en Central Park y doblar de pronto hacia el oeste.

—No registro nada —anunció de repente el piloto.

—¿Dónde se encuentra?

—En el cruce de Broadway y la avenida Columbus.

Graham envió en seguida a sus vehículos al sector. De pronto, entre sus escuchas reconoció la voz de Gladys Simpson.

—David, registro muchas radiaciones —anunció triunfalmente la joven californiana.

—¿Dónde estás?

—Justo frente al Lincoln Center.

Gladys bajó de su furgoneta Avis roja provista de su detector de rayos gamma. Observó la vasta explanada del Lincoln Center, alrededor de la cual se desplegaban las imponentes fachadas del teatro, la ópera y la sala de conciertos. Su detector registraba una emisión constante de treinta y cuatro mil millones, pero en las proximidades no había estacionado ningún vehículo. Delante de ella sólo estaba la monumental fuente de mármol negro en el centro de la plaza y la multitud habitual del mediodía, estudiantes que comían perritos calientes en los escalones de la fuente, vendedores de las tiendas cercanas que fumaban un cigarrillo, turistas y algún habitante del barrio que paseaba a su perro. «¿De dónde pueden venir esas malditas radiaciones?», se lamentó.

David Graham llegó al lugar en su furgoneta Hertz amarilla. Su detector registraba el mismo número de radiaciones. Encendió un cigarrillo y examinó el panorama. ¿Podría ser que un camión hubiera entrado en la explanada y hubiera ocultado el artefacto en uno de los edificios situados alrededor de la plaza antes de la llegada de Gladys? Era poco probable. ¿Acaso las radiaciones captadas provenían de un paciente al que se le acababa de administrar radioterapia para tratar un cáncer y que había bajado en la parada de autobús frente al Lincoln Center? Imposible. Sin embargo, Graham no quería descartar ninguna eventualidad. Ordenó a todos los equipos que convergieran en la explanada para registrar uno a uno todos los edificios de los alrededores.

—Creo que las radiaciones proceden de los bordes de la fuente —aventuró finalmente la joven californiana.

Se dirigieron lentamente hacia la gente que comía en los escalones y de pronto percibieron que el flujo de las radiaciones se desplazaba hacia la izquierda. Una anciana con un abrigo negro raído acababa de levantarse y se alejaba despacio del lugar. Graham la siguió. Dos manchas rojas coloreaban sus mejillas, maquillaje inhábil de alguna belleza pasada. Apretaba en la mano las asas de una bolsa de plástico de los grandes almacenes Macy's. Apenas Graham le presentó su placa del NEST, ella balbuceó, espantada:

—Le pido perdón, señor oficial, no sabía que estaba prohibido.

«¿Prohibido? ¿De qué habla?», se preguntó Graham. Su detector acababa de dar un salto de varios miles de millones.

—Es una época dura —gimió la desdichada—. Cobro una pensión muy baja, y apenas me alcanza para comer. No pensé que estuviera haciendo nada malo. Sólo quería llevarla a casa y cocinarla para la cena.

—Discúlpeme, señora, pero ¿qué quiere cocinar para cenar? —preguntó Graham, desconcertado.

Ella abrió tímidamente la bolsa. Graham vio un bulto gris. Hundió la mano y sacó el cuerpo todavía caliente de una paloma. Bruscamente, su detector de radiaciones saltó a cuatrocientos mil millones. En la pata del pájaro muerto vio un anillo alrededor de una cápsula que sin ninguna duda era la fuente de las radiaciones. De pronto todo estaba muy claro: las radiaciones que aparecían y se evaporaban, que cambiaban de dirección… Eran las palomas, palomas bomba con el único fin de volverlo loco a él y a sus hombres.

Los terroristas a los que buscaban no sólo eran fanáticos peligrosos. También eran diabólicos bromistas.

Cuando Michael Bloomberg entró en el Despacho Oval percibió de inmediato el abatimiento que pesaba en el ambiente. El presidente sólo había reunido a sus colaboradores más próximos: Condoleezza Rice, Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Colin Powell y Milt Anderson, de la CIA, así como al secretario general de la Casa Blanca, Andrew Card. Sus rostros afectados expresaban el profundo desamparo en el que se encontraba el gobierno de Estados Unidos.

El presidente le indicó a Bloomberg que se sentara al lado de su consejera de Seguridad Nacional. Luego, con un tono de oración fúnebre, explicó:

—Estamos contra las cuerdas, Michael. El ultimátum expirará dentro de menos de cuarenta y ocho horas y seguimos en el punto cero de nuestros esfuerzos para solucionar esta crisis. Por un momento, esperábamos poder ponernos en contacto con Osama Bin Laden y los instigadores de este chantaje, pero hemos fracasado. Usted sabe tan bien como yo el enorme esfuerzo que están realizando la policía, el FBI y el NEST para encontrar la bomba y apresar a los que la ocultan en Nueva York. Hasta ahora todo ha sido en vano; no tenemos ninguna pista.

El presidente subrayó esta amarga comprobación encogiéndose de hombros. Luego fijó en el alcalde esa mirada severa que ponía a veces cuando deseaba dramatizar una situación.

—Sin embargo, pensamos que nos queda por jugar una última carta, Michael. Usted conoce a Ariel Sharon por su apoyo a numerosas causas israelíes, culturales y de otro tipo. Como alcalde de Nueva York, representa a aquellos cuya vida está amenazada por la crisis. De hecho, usted es el único que puede influir en ese hombre, convencerlo de que se una a nosotros para permitirnos anunciar solemnemente al mundo nuestro acuerdo para una evacuación inmediata de las colonias. ¿Aceptaría hablar con él por teléfono para intentar doblegar su intransigencia?

Bloomberg miró a su interlocutor con una mezcla de respeto y espanto.

—Por supuesto, señor presidente, pero no soy demasiado optimista al respecto. Los hombres que están detrás de este chantaje son terroristas puros y duros. Su mentalidad es la de los fanáticos que provocaron la tragedia del 11 de septiembre, kamikazes que hicieron saltar la discoteca de Bali, el cuartel general de la ONU en Bagdad, las sinagogas, el consulado británico y el banco de Estambul. Están más allá de cualquier llamamiento a la razón. Y conozco bastante a Sharon para saber hasta qué punto es inflexible cuando piensa que la seguridad de Israel está en juego. De cualquier manera, estoy dispuesto a intentar convencerlo, señor presidente.

Unos instantes más tarde, el alcalde de Nueva York tenía al primer ministro de Israel al otro lado de la línea. Al igual que había hecho dos días antes, cuando el presidente lo había llamado, Sharon atendió la llamada en el comedor de su residencia de la calle Balfour, en Jerusalén, donde acababa de cenar. Ningún cuadro de valor, ninguna obra de arte decoraba esa habitación amueblada con sencillez, con excepción de un fragmento de los manuscritos del mar Muerto colocado en un marco de vidrio encima de la chimenea, regalo de Yigal Yadin, el arqueólogo que los había descubierto, a uno de los predecesores de Sharon. En esos momentos de crisis aguda, la llamada del alcalde de Nueva York no sorprendió al jefe del gobierno israelí, y aceptó de buena gana que el presidente de Estados Unidos y sus colaboradores escucharan su conversación por los altavoces del Despacho Oval. Después de los acostumbrados saludos, Bloomberg tomó la palabra.

—General Sharon —declaró con una voz firme que trataba de disimular su emoción—, me dirijo a usted en mi calidad de alcalde de la ciudad judía más grande del mundo. Pero no lo llamo sólo en nombre de mis tres millones de correligionarios; lo hago también en nombre de todos los ciudadanos de Nueva York, ya sean judíos, cristianos, musulmanes, hindúes, budistas, ateos; ya sean blancos, negros o amarillos. ¿Por qué la vida de toda esa gente está hoy en peligro? Porque esta ciudad simboliza el poderío de nuestro país, así como los valores de libertad y democracia que encarnamos a los ojos del mundo. Sí, es debido a esos valores que tantos inocentes están amenazados hoy en día de exterminio. Porque no hay duda alguna de que, si esa bomba estalla, provocará un millón de muertos. He pasado la mañana sobrevolando la ciudad en helicóptero para tratar de encontrar una manera de arrancar a los terroristas una parte de sus rehenes, pero he vuelto con las manos vacías. La ciudad ha caído en una trampa. Por supuesto, mi deber es quedarme aquí, con mis conciudadanos. Esta mañana, uno de los seres que más quiero en el mundo, mi hija Emma, ha venido a verme a mi despacho. ¿Cómo podría haber violado el secreto del que soy depositario para advertirle del peligro y obligarla a abandonar la ciudad, cuando no tengo derecho a hacerles la misma advertencia a la población? Si la bomba explota, es probable que mi hija muera a mi lado. Usted tiene hijos, general Sharon, comprenderá entonces que se trata del drama más terrible que pueda vivir un padre. —Conmovido por la situación trágica que acababa de evocar, el alcalde sintió que las lágrimas le afloraban a los ojos—. Tiene la suerte, general Sharon, de estar en una situación excepcional —continuó—. Tiene el poder de terminar con esta crisis y salvar la vida de cientos de miles de personas. Le basta con anunciar públicamente que está dispuesto a evacuar a esas decenas de miles de israelíes que colonizan tierras que ya no pertenecen al pueblo judío desde hace dos mil años…

—¡Estimado señor Bloomberg! —interrumpió con firmeza el líder israelí—, como le dije anteayer a su presidente, el problema no son las colonias. Lo que me pide, a mí y a mis compatriotas, es capitular ante el chantaje de un grupo de fanáticos. Después del 11 de septiembre, su presidente no ha cesado de pregonar su determinación de no ceder jamás a la amenaza del terrorismo. Entonces, ¿qué nos está pidiendo ahora? ¿Qué hagamos lo que ha jurado que nunca hará él, ceder al terrorismo?

—¡General, por favor! —lo interrumpió Bloomberg—. Israel no tiene ningún derecho legítimo a ocupar esos territorios. Nunca lo ha tenido…

—¿Cómo puede decir eso, señor alcalde? Usted, como todo judío, ha sido educado según los preceptos de la Tora. Por tanto, sabe tan bien como yo que Dios legó esos territorios a Moisés y al pueblo judío por la eternidad de los tiempos.

—¡General Sharon! —protestó Bloomberg—. No podemos gobernar el mundo del siglo XXI, el mundo de la era termonuclear, basándonos en un mito religioso de hace cuatro mil años. Si desea invocar los principios de nuestra fe, piense entonces en ese mandamiento de la Tora que dice que, cuando la vida de un solo hombre está en peligro, toda la comunidad debe correr en su auxilio. La vida de un millón de individuos está amenazada, general Sharon. No en Israel, sino aquí, en Nueva York. ¡Y sólo usted puede contribuir a salvarla!

El primer ministro israelí se pellizcó la papada con nerviosismo y respiró hondo.

—Señor alcalde, voy a decirle cuál es la única manera de resolver esta crisis —declaró—. Que su presidente aparezca de inmediato en todas las cadenas de televisión del mundo para revelar los detalles de este chantaje terrorista contra Nueva York y anunciar que, si la bomba estalla, las provincias islámicas extremistas de Pakistán, de donde son originarios la mayoría de los asesinos, serán borradas del mapa. ¡Es así de simple!

—Lo que agregará la muerte de cuarenta millones de inocentes a la del millón de neoyorquinos —replicó en seguida Bloomberg—. ¿Ésa es la solución que propone?

—Es la única que los locos instigadores de este chantaje comprenderán. Por dolorosas que puedan ser las consecuencias, sepa, señor alcalde, que no evacuaremos nuestras colonias bajo la presión de un chantaje criminal. Lo siento. Rezaré por usted y por su hija. ¡Shalom!

Se oyó un clic. Sharon había colgado.

Michael Bloomberg le dirigió una mirada desamparada al presidente Bush. La conversación con el general israelí había ido peor de lo esperado. Conmovida, Condoleezza Rice se secó discretamente los ojos, mientras sus colegas y el presidente permanecían mudos. Milt Anderson, el jefe de la CIA, rompió el pesado silencio que envolvía el despacho.

—Señor presidente, no puede dejar que masacren a un millón de estadounidenses porque el primer ministro de Israel se empeña en llevar adelante una política que no tiene fundamento legítimo ni histórico. Si Sharon y los israelíes se niegan a desalojar a sus colonos de los Territorios Ocupados, usted deberá encargarse de hacerlo.

—¿De qué manera? —preguntó Bush, sorprendido por lo brutal de la sugerencia.

—No sé, señor presidente. Podría convocar a los jefes del Estado Mayor para preguntárselo.

El presidente sacudió varias veces la cabeza antes de volverse hacia el secretario de Defensa.

—Donald, Milt tiene razón. Haga venir de inmediato a los jefes del Estado Mayor.

—¡Ah! —ironizó Olivia Philips—, otro de esos «mejores cappuccino» de Nueva York.

T. F. O'Neill acababa de colocar una taza con mucha crema sobre el escritorio de su compañera del FBI.

—Querida, espérame aquí en la comisaría, tengo que hacer una escapada a Queens. Volveré dentro de una hora. Aprovecha para echar una ojeada a estos informes; tal vez encuentres alguna idea sobre los lugares que deberíamos inspeccionar juntos.

Veinte minutos más tarde, O'Neill detenía su Chevrolet delante del portal de la institución Notre-Dame-de-la-Passion para niños disminuidos de Glendale, un coqueto suburbio neoyorquino. La hermana Mary Francis Auchelle lo recibió en la puerta.

—Espero que no sea nada grave, señor inspector —se inquietó.

—No, no, hermana, en absoluto. Sólo que me gustaría llevarme a mi hija dos o tres días a casa de mis padres en Connecticut.

—¡Oh! —suspiró la religiosa—, temo que eso va en contra de las normas. Tendré que hablar con la madre superiora…

—Mire —insistió O'Neill turbado—, la hermana de mi mujer ha venido de California para una corta visita. Nunca ha visto a Katy y queremos que la conozca. —Consultó su reloj—. Tengo mucha prisa, hermana. ¿Sería tan amable de ir a buscar a la pequeña?

—¿No podría volver por la tarde y así yo tendría tiempo de hablar con la madre superiora?

—Temo que no, hermana. Como le he dicho, estoy apremiado por asuntos urgentes.

—Bueno —aceptó finalmente la religiosa—. Espere aquí mientras voy a buscar a Katy y a preparar su bolsa…

Condujo al policía hacia un ventanal que daba a la sala de juegos de la institución. Era semejante a la de todas las escuelas, con un tiovivo, un guiñol, un tobogán, cubos, muñecas… Como cada vez que iba a allí, O'Neill sintió que la emoción le anudaba la garganta. Buscó a su hija en el grupo de niñas y vio a la religiosa que la agarraba delicadamente de la mano para apartarla de sus compañeras. Se le encogió el corazón al contemplar a todas aquellas pequeñas inocentes de ojos oblicuos y gestos inhábiles con las miradas desbordantes de amor y confianza.

«¿Y ellas? —se preguntó—. Quiero salvar a mi hija, pero ¿y todas las demás?».

Cinco minutos más tarde la religiosa volvió con la niña y su bolsa, pero el papá de Katy ya no estaba. La monja salió a la calle: su coche había desaparecido.

Eran las 14:30, hora de Washington, cuando el general Malcolm MacIntyre, comandante en jefe del cuerpo de marines, hizo su entrada en la sala del Consejo de Seguridad de la Casa Blanca. Menos de una hora le había bastado al Pentágono para prepararle al presidente de Estados Unidos un plan de acción para una eventual operación militar contra el Estado de Israel. El general, con la cabeza rapada y la parte delantera de su guerrera constelada con cinco hileras de condecoraciones, se sentó detrás del pupitre en el pequeño estrado del fondo de la habitación.

—Señor presidente, señoras, señores, antes de nada debo subrayar que las proposiciones militares que voy a desarrollar ante ustedes han recibido la aprobación de nuestros colegas del Departamento de Estado —empezó—. Se trata de una estrategia que elaboraron conjuntamente el Departamento de Defensa y el Departamento de Estado, que tienden a responder de manera global a la petición que les presentó el presidente hace una hora.

Sus palabras causaron cierta sorpresa entre los asistentes, ya que, en el seno del gobierno estadounidense, la unanimidad de acción entre la defensa y la diplomacia no era habitual.

—Le proponemos, señor presidente, iniciar una acción militar y política a la vez, con la esperanza de que el éxito de la primera permita la realización de la segunda.

El general se volvió entonces hacia el mapa a gran escala de Israel y de su región que había sido colocado a su derecha. Con un puntero, continuó, señalando en el mapa.

—Nuestra VI Flota está desplegada aquí, en el Mediterráneo oriental, a cinco horas de las costas israelíes. Esencialmente está compuesta por dos de los grupos de los portaaviones Abraham Lincoln y George Washington, dos potentes y modernas unidades de nuestra Marina. Cualesquiera que sean las capacidades de las Fuerzas Aéreas israelíes, estamos convencidos de que esos dos portaaviones ofrecerán una cobertura aérea adecuada a nuestras fuerzas terrestres de desembarco. Sin embargo, si resultara necesario, podemos apelar a los escuadrones de las Fuerzas Aéreas estadounidenses estacionados en la base aérea de Incirlik, en Turquía. Teniendo en cuenta las tensiones que reinan en la zona, son dos batallones reforzados de marines, y no uno solo, los que se encuentran a bordo de nuestras unidades; o sea, unos ocho mil hombres. Proponemos hacer desembarcar a estos dos batallones aquí, en el norte de la franja de Gaza. Avanzarán de inmediato en dirección a las colonias de Alai Sinaí, luego ocuparán el cruce estratégico de Erez que domina el acceso al resto de Cisjordania. En ese lugar, la costa es poco profunda, lo que proporcionará excelentes condiciones de acercamiento a nuestros equipos de desembarco. Los batallones de marines disponen de transportes de tropa blindados, jeeps Humvees y carros Abrams que entrarán de inmediato en el perímetro de Netzarim. Los hombres reunirán entonces a los colonos para trasladarlos hacia el norte, a la zona de Ashkelon, situada en el interior de las fronteras de Israel antes de 1967.

—¿Y los quince mil soldados israelíes que están desplegados alrededor de la colonia para protegerla de los ataques de los palestinos? —preguntó Condoleezza Rice—. ¿Cree que se quedarán de brazos cruzados mirando cómo nuestras fuerzas embarcan a los colonos?

El general MacIntyre se volvió hacia el funcionario de civil que estaba sentado a su izquierda.

—Como he dicho, esta operación es una acción que concibieron conjuntamente el Departamento de Defensa y el Departamento de Estado. Señora, voy a dejar, pues, al subsecretario de Estado para los Asuntos de Oriente Próximo la tarea de responder a esa pregunta.

El hombre de gafas se puso en pie.

—Nuestro plan prevé que unos instantes antes de que los batallones de marines embarquen en sus botes el jefe del Estado se dirija por radio a la nación, alocución que de inmediato será transmitida a todo el mundo —declaró—. El presidente revelará los detalles del chantaje de los terroristas contra la ciudad de Nueva York y cómo la intransigencia del primer ministro israelí nos ha obligado a recurrir a esta acción militar con el fin de salvar la vida de cientos de miles de neoyorquinos. Fijamos la hora «H» de esta alocución y del comienzo de las operaciones militares tres horas antes de que expire el ultimátum de los terroristas el viernes; o sea, dentro de poco menos de treinta y seis horas. El presidente deberá indicar que, si es necesario, extenderemos la operación de Gaza al conjunto de Cisjordania. Sin embargo, tenemos muchas esperanzas de que esta alocución y el primer desembarco inciten a los terroristas a renunciar a su amenaza contra Nueva York y a revelarnos el lugar donde está escondida la bomba. No obstante, señora Rice, usted sabe mejor que nadie que no hemos podido establecer contacto con los instigadores de esta amenaza contra Nueva York y que, en consecuencia, no tenemos garantía alguna de que respondan a la iniciativa del presidente.

—¿Y los colonos? —presionó Condoleezza Rice—. Están todos armados. ¿Piensa que van a subir a nuestros camiones como si fueran autocares escolares? ¿Qué pasará si abren fuego?

—Nuestros hombres son marines, señora Rice. Replicarán a cualquier ataque como han aprendido a hacerlo.

—¿Y usted cree realmente que la artillería israelí dejará que sus botes lleguen hasta la orilla sin lanzarles un solo obús?

—Si los cañones israelíes abren fuego, la artillería de nuestros barcos los reducirá en seguida al silencio.

—En otros términos, para llamar a las cosas por su nombre, nos proponemos iniciar una guerra contra Israel.

El diplomático hizo una mueca.

—Esperamos no tener que llegar a eso, señora Rice, y que en el último momento se imponga la razón.

La voz de Condoleezza Rice de pronto se volvió chirriante.

—No creo que pueda contemplar sus deseos como realidades —dijo.

El presidente había seguido la conversación sin intervenir, pero su rostro crispado expresaba que compartía los temores de su consejera.

—General MacIntyre —dijo—, ¿cuál es la segunda parte de su plan?

El militar volvió a ocupar su lugar detrás del pupitre, tranquilo y seguro de sí mismo como sólo puede estarlo un oficial del Estado Mayor al margen de la realidad.

—Si nuestro desembarco no pone fin a la crisis, mandaremos desde Iraq a la 101 División Aerotransportada, así como a la división blindada, para proceder a una evacuación completa de los asentamientos, con excepción de la importante colonia de Ariel, al norte de Ramallah, que todo el mundo parece estar dispuesto a conceder a Israel a cambio de la compensación para los palestinos de un territorio israelí equivalente —explicó.

—Señores, les doy las gracias —declaró con calma el presidente—. Mis colaboradores y yo vamos a estudiar en detalle sus proposiciones. Serán informados de mi decisión en las próximas horas. Entretanto, les ruego que preparen esta operación como si fuera a llevarse a cabo.

Mientras el general y el diplomático se retiraban, Bush sintió la necesidad de dar rienda suelta a su cólera delante de sus colaboradores.

—El mundo se ha vuelto loco, completamente loco —vociferó—. Este asunto es monstruoso. Aquí estamos, a punto de iniciar una guerra contra nuestro único aliado en Oriente Próximo y aún estamos muy lejos de saber dónde se encuentra esa bomba. ¿Qué debemos hacer? ¿Invadir Israel? ¿Correr el riesgo de ordenar mañana por la mañana una desbandada general de los neoyorquinos?

Se volvió hacia los presentes.

—«Condi», Dick, Donald, Colin, reúnanse conmigo en el Despacho Oval. Necesito que me reconforten con sus consejos.

No habían pasado ni cinco minutos desde el final de la reunión cuando una llamada telefónica resonó en el despacho de la delegación del Mossad, el servicio secreto israelí, instalado en pleno centro de Washington. Daniel Olmert, el jefe, reconoció la voz de quien hablaba aun antes de que éste le revelara su código. Se trataba de un alto cargo del Departamento de Defensa.

—¡Pon en marcha la grabadora! —le ordenó.

Estados Unidos prácticamente no tenía secretos para el gobierno israelí. Con algunas frases cortas y precisas, el norteamericano transmitió al espía israelí un resumen de la reunión que acababa de celebrarse en la Casa Blanca.

Codificado de inmediato, el informe voló por radio hacia Jerusalén.

Sin duda era la instalación más secreta de que disponía el gobierno de Estados Unidos. A doscientos ochenta kilómetros de Londres, en las verdes colinas de Yorkshire, el centro de Menwith Hill dependía teóricamente del mando de informaciones de la Seguridad Militar. En realidad, la instalación era una avanzada civil de la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional, cuya misión consistía en registrar en los bancos de datos de sus ordenadores todas las formas de comunicación procedentes del espacio, ya se tratara de transmisiones por satélite de comunicaciones telefónicas y de faxes, de llamadas desde teléfonos móviles, de giros codificados de miles de millones de dólares procedentes del tráfico internacional de armas, de droga, de prostitución, del negocio de la pornografía, etc.

Menwith Hill era una base tan secreta que jamás se había autorizado a visitarla a ningún parlamentario de su graciosa majestad. Era un trozo de Estados Unidos en territorio británico, heredado de un acuerdo de extra-territorialidad que Harry Truman negoció con Winston Churchill en 1951. Su actividad más secreta era la que tenía como escenario el SBI, el centro de almacenamiento de informaciones sensibles. Entre otras, este centro conservaba todas las informaciones interceptadas en el espacio por otra instalación altamente confidencial de la NSA, the Big Ear («la Gran Oreja)», instalada en Bad Ebling, en Alemania. Ésta estaba especializada en la intercepción tanto de las comunicaciones electrónicas con destino a las zonas sensibles de Oriente Próximo y Oriente Medio como de las que procedían de allí.

Al llamar a Beirut desde su móvil para informar a Imad Mugnieh del logro de la misión, los tres terroristas de Nueva York se percataron de que corrían ese riesgo, por lo que enseguida arrojaron su pequeño Nokia nuevo a un contenedor de basura.

Por su destino «sensible», su breve comunicación fue automáticamente detectada por «la Gran Oreja» de Bad Ebling, que la registró y almacenó en el ordenador. La identidad del destinatario de la llamada no pudo ser verificada porque el número de Beirut correspondía a una cabina telefónica. Pero el número de matrícula del Nokia utilizado sí se registró, en previsión de nuevas llamadas realizadas desde ese mismo aparato.

Unos minutos después de las 20:00, hora de Londres, ese miércoles, una señal de alerta roja empezó a parpadear en la consola del oficial de guardia en Menwith Hill. Una rápida verificación reveló que se estaba utilizando de nuevo el teléfono con el que se había llamado a Beirut dos días antes, esta vez para llamar a Bremen, en Alemania. Contactada enseguida, la Deutsche Telecom indicó que había recibido la llamada una tal señora Hildegard Helbling, que vivía en el número 23 de la Wilhemstrasse en Bremen.

El oficial advirtió de inmediato a la delegación de la CIA en Berlín y le pidió que enviara de urgencia alguien a esa dirección de Bremen para saber quién había llamado desde Nueva York a través de ese móvil.

Media hora más tarde, Frau Helbling vio llegar a su casa a dos señores que se presentaron en nombre de la central de informaciones estadounidense. Se apresuró a ofrecer su cooperación. Por supuesto que sabía quién la había llamado desde Nueva York. Era su hija Ingrid, que vivía con su novio, un muchacho llamado Jimmy Burke, en la calle Treinta y Siete, cerca de la Sexta Avenida.

Con el rostro abotargado por la fatiga y el estrés, tamborileando nerviosamente con los dedos en el borde de la mesa, Ariel Sharon se disponía a dirigirse a sus ministros. Había convocado ese consejo extraordinario minutos después de recibir el mensaje del Mossad que revelaba que el gobierno estadounidense había decidido desembarcar a los marines en territorio israelí para evacuar por la fuerza nuestras colonias de Judea y Samaría.

—Siento mucho haber tenido que interrumpir de pronto la velada —se excusó—, pero creo que nos enfrentamos a la peor crisis que probablemente haya vivido nuestro país. Una crisis tan grave como a la que ya me había enfrentado a comienzos de febrero de 2004.

Se volvió de pronto hacia el jefe del Servicio de Informaciones Militares.

Nahum Milcham leyó a los ministros el texto del informe secreto recibido de Washington.

—No podemos alimentar duda alguna sobre las intenciones de los norteamericanos —declaró el coronel, que había cruzado el canal de Suez con los blindados de Sharon durante la guerra de 1973—. Los radares que vigilan la VI Flota estadounidense comprobaron hace media hora que sus navíos habían cambiado de rumbo y que se dirigen hacia nuestras costas.

Esta revelación provocó una reacción de estupor y cólera entre los asistentes al consejo.

—¡Hay que alertar de inmediato a la prensa internacional! —exclamó Jacob Levine, el ministro de la Construcción—. Eso detendrá a los norteamericanos. Bush se verá obligado a dirigirse contra Pakistán.

—¡Has perdido la razón, Jacob! —explotó el viceprimer ministro Schlomo Avriel—. Si los estadounidenses informan de que una bomba atómica está a punto de destruir Nueva York por culpa de nuestras colonias, no habrá nadie que se oponga a una intervención militar contra nosotros.

La voz de Ehud Levy, el ministro del pequeño partido Shinui, conocido por sus opiniones moderadas, intentó calmar los ánimos.

—¿No podríamos reconocer nuestros errores por una vez? —dijo—. ¿Por qué no evacuamos nosotros mismos esas colonias? Inmovilizan nuestro ejército, cuestan millones de dólares a nuestros conciudadanos, y nos granjean la antipatía del mundo entero. —Se volvió hacia el jefe del Estado Mayor de las fuerzas de la defensa, un coloso con la cabeza rapada que llevaba el birrete doblado debajo de la charretera—. ¿El Ejército aceptaría desalojar a los colonos? —le preguntó.

No era el tipo de pregunta que al general Benny Dan le gustaba responder.

—Nuestros hombres están en los Territorios para proteger a los colonos, no para echarlos por la fuerza —declaró—. Abrir fuego sobre ellos indudablemente abocaría a nuestro país a una guerra civil. De todas formas, ya han escuchado lo que dice el informe del Mossad. El desalojo de las colonias de Gaza es sólo la primera parte del plan estadounidense.

Sentado como siempre en su lugar favorito debajo del retrato de Theodor Herzl, el fundador del sionismo, el ex primer ministro Benjamín Netanyahu intervino a su vez:

—No he dejado de repetir, desde el comienzo de esta crisis, que cualquier capitulación ante el chantaje de esos islamistas fanáticos marcaría el final de Israel como nación.

—¡«Benji» tiene razón! —aprobó vivamente Sharon—. Cuando me vi forzado a evacuar nuestras colonias del Sinaí debido al acuerdo de paz con Egipto, me juré que nunca más obligaría a nuestro Ejército a utilizar la fuerza para echar a judíos de la tierra de Eretz Israel. Y tengo la intención de mantener ese juramento.

Entonces estalló la voz hasta entonces silenciosa del rabino extremista Avigdor Beibelman. Ninguno de los presentes sabía que el fanático ministro había montado una operación destinada a desafiar abiertamente las exigencias de los terroristas.

—«Arik», que los marines desembarquen en nuestras playas es un acto de guerra, ¿no? —preguntó al primer ministro—. Entonces, considerarías ordenar a nuestras tropas que abrieran fuego contra los estadounidenses, ¿no es así?

Durante varios segundos sólo se oyó en la sala el aliento sordo de las respiraciones.

—Tu pregunta es una de las más difíciles a las que un gobernante puede enfrentarse —contestó finalmente Sharon—. Ordenar a tus soldados que disparen contra los soldados de un país amigo es un acto desgarrador. Conozco un solo precedente en la historia, cuando al comienzo de la segunda guerra mundial Winston Churchill ordenó a la Royal Navy que abriera fuego contra la flota francesa de Mers el-Kébir, después de la capitulación de Francia para impedir que sus barcos cayeran en manos de los alemanes. Esa decisión lo persiguió durante el resto de su vida. Por eso deseo que la respuesta a tu pregunta sea objeto de una votación colectiva del gobierno. Que levanten la mano los que sean partidarios de rechazar por la fuerza a los estadounidenses si intentan desembarcar en suelo nacional.

Sharon dedicó a los asistentes una mirada solemne y empezó a contar las manos que se levantaban una tras otra y, después, levantó la suya. Luego pidió que alzaran la mano los que deseaban oponerse a la moción o abstenerse. Terminado el recuento, se volvió hacia el secretario del gobierno, que estaba sentado detrás de él.

—Llama de inmediato al presidente Bush —ordenó.

Se necesitó menos de un minuto para encontrar al presidente en el Despacho Oval, donde seguía reunido con Condoleezza Rice, Dick Cheney, Donald Rumsfeld y Colin Powell.

—Señor presidente —empezó Sharon con el tono de un médico que anuncia a su paciente que sufre un cáncer terminal—, me encuentro en la obligación de informarle de que el gobierno de Israel, después de una larga y dolorosa deliberación, ha decidido, por veintinueve votos contra siete y tres abstenciones, ordenar al «Tsahal» que se rechace por la fuerza cualquier tentativa de los marines de desembarcar en suelo israelí. Es una decisión cruel y terrible, tal vez la más desgarradora que el gobierno de este país se haya visto obligado a tomar jamás. Señor presidente, tengo la esperanza de que usted y sus consejeros midan como nosotros su extrema gravedad y, en consecuencia, decida anular su proyecto de invadir Gaza. Cualesquiera que sean los peligros que ese odioso chantaje terrorista hace pesar sobre tan gran número de sus compatriotas, espero que comprenda que la historia nunca nos perdonaría que hiciéramos correr al mismo tiempo la sangre de soldados norteamericanos e israelíes en la tierra sagrada de Moisés y Jesús. Rezo, señor Bush, para que Dios le confiera sabiduría en esta hora trágica.

El presidente de Estados Unidos respiró hondo antes de responder. Su voz no mostraba titubeo alguno, sino una implacable resolución.

—Querido «Arik» —dijo, utilizando esta vez el sobrenombre familiar de Ariel Sharon—, como prueba el debate apasionado que en este momento está teniendo lugar en mi despacho, también nosotros estamos tan consternados como ustedes ante la perspectiva de un conflicto armado entre Estados Unidos e Israel. Pero cualesquiera que sean las terribles consecuencias, no podemos aceptar que cientos de miles de norteamericanos mueran porque su gobierno se niega a evacuar territorios sobre los que ni la historia, ni ningún tratado internacional, ni tampoco ninguna consideración geopolítica moderna les confiere el menor derecho. Mi gobierno y yo hemos decidido que, si esta situación no se soluciona antes de las nueve de la mañana del viernes, hora de Washington, no tendré otra elección que dirigirme a la nación y al mundo entero para revelar los detalles de esta espantosa crisis y mi decisión de hacer desembarcar a los marines en Israel con la esperanza de terminar con el chantaje de los terroristas. Ruego a Dios que no deba verme obligado a llegar a eso.

Se produjo un pesado silencio del otro lado de la línea.

—Yo también —murmuró finalmente el primer ministro israelí—. Shalom, George.

—Amén «Arik».