2

WAZIRISTÁN, PAKISTÁN

10 meses después

La multitud ruidosa y desordenada se apretujaba a la salida del gran vestíbulo del aeropuerto internacional Qaid-e-Azam de Karachi para recibir a los pasajeros del vuelo 63 de la Pakistán International Airlines procedente de Teherán. Familias, niños, algunos mullah chiítas con turbante negro —signo de que descendían del Profeta—, hombres de negocios occidentales con traje de verano que trataban de encontrar su nombre en las pancartas que mostraban los chóferes que habían ido a recogerlos… La presencia de numerosos militares y policías de civil recordaba que Karachi era una ciudad peligrosa, infestada de espías y extremistas islámicos tanto chiítas como sunitas. Unas semanas antes, por consejo de la guardia, que afirmaba que no podía garantizar su seguridad, el general Pervez Musharraf, presidente del país, tuvo que renunciar a desembarcar en el aeropuerto.

Entre los últimos pasajeros en salir de la terminal había una mujer envuelta en un amplio «chador» negro que llevaba en la mano un maletín de cuero. Un joven con un gorro deliciosamente bordado acudió a su encuentro.

—Los creyentes combaten —susurró.

—Por los caminos de Alá —contestó la desconocida.

Era la frase convenida, pero la voz que había contestado nada tenía de femenina. El recién llegado no era otro que Imad Mugnieh, el jefe terrorista buscado por todas las policías occidentales, el hombre al que Saddam Hussein, un año antes, había entregado los planos que permitían fabricar una bomba atómica.

Ese viaje a Pakistán era para él la confesión de una derrota. Los planos que el dictador iraquí le había confiado nunca habían salido de su maletín. Meses de búsqueda en Rusia y en los estados de la ex Unión Soviética no le habían permitido comprar un solo gramo de uranio enriquecido, a pesar de las enormes sumas propuestas y de los esfuerzos de sus asociados de la rebelión chechena. Mugnieh sabía que, para él, esa visita a Pakistán era su última posibilidad. Dentro de unas horas, de unos días, Inch Allah, se encontraría en su escondite de las montañas pakistaníes al jefe islamista con el que se había visto brevemente en Jartún en abril de 1994.

Como aceptaba ser tratado con la deferencia debida a una mujer, permitió que el joven pakistaní llevara su maletín, y lo siguió hasta el coche. Éste tomó el camino del barrio residencial de Defense Colony, situado en el corazón de Karachi, la mayoría de cuyos habitantes eran oficiales retirados del ejército pakistaní. Osama Bin Laden aprovechó sus estrechas relaciones con el ejército del presidente Musharraf para tener allí una serie de escondites, así como el principal centro de mando de Al Qaeda para el sur de Pakistán. A Mugnieh lo esperaban en uno de esos refugios.

Dos días más tarde, sus anfitriones lo subieron a un Toyota 4x4, escoltado por tres «muyahidines» que escondían sus metralletas AK-47 debajo de los asientos. El libanés había cambiado su disfraz de mujer por un turbante de color crema y un salwar kamiz, el pantalón bombacho y la larga camisa de los comerciantes pakistaníes. Su destino era la legendaria ciudad de Peshawar, al pie del paso de Kyber, que había visto cruzar por él a diversos gigantes de la historia como Alejandro Magno, Marco Polo, los emperadores mogoles Babur y Akbar, antes de convertirse en 1850 en la puerta occidental del Imperio británico de la India. Necesitaron dos duras jornadas de camino para llegar a la ciudad.

Una vez allí, se dirigieron a un nuevo escondite que habían preparado los agentes de Al Qaeda. Mientras su escolta organizaba la continuación del viaje, Mugnieh fue a pasear por los pintorescos barrios de la ciudad, donde se cruzaban guerreros patanes con holgados salwar, nómadas baluches con sus dromedarios cargados de alfombras y jinetes de las altas mesetas de Pamir, que llegaban a aprovisionarse de té y especias.

Después de la invasión soviética de Afganistán en 1979 y del avance del extremismo islámico que le siguió, Peshawar se había convertido en una base privilegiada para los espías de todo tipo, traficantes de armas y drogas, ex talibanes en fuga, «muyahidines» árabes ex combatientes de la guerra contra los rusos, policía secreta pakistaní… En la actualidad, los agentes de la CIA se mantenían al acecho en los bazares que antes invadían los hippies en busca de hachís.

Mugnieh se asombró al descubrir docenas de carteles en las paredes que mostraban la foto del hombre que se preparaba a reencontrar. Ofrecían una recompensa colosal de veinticinco millones de dólares por su captura, vivo o muerto y registró con satisfacción el poco interés que parecía suscitar esa tentadora oferta.

La última parte del viaje llevaría al jefe terrorista libanés al corazón de la provincia fronteriza del noroeste, una región de tribus celosamente independientes que los colonizadores británicos nunca habían intentado someter a su poder. Sesenta años después de que Pakistán accediese a la independencia, la región seguía siendo una no man's land, donde las tropas del presidente Musharraf prácticamente no se aventuraban fuera de los centros urbanos. El ascenso al poder en numerosos distritos de fundamentalistas islámicos puros y duros y la situación geográfica casi inaccesible de una gran parte de la región proporcionaban a Osama Bin Laden y a los jefes de Al Qaeda un refugio irreemplazable.

El viaje empezó por la noche en otro Toyota cuyo chófer, un guerrero patán, iba armado con una AK-47. Apenas el coche salió de la ciudad, el conductor se detuvo para buscar debajo de su asiento y sacar unas gafas de visión nocturna con las que inspeccionó el cielo.

—¡Norteamericanos! ¡Norteamericanos! —repetía, escudriñando la noche.

Una vez tranquilizado por la ausencia de cualquier amenaza aérea, prosiguió la marcha y le contó a su pasajero la última operación aerotransportada estadounidense que se había montado en los alrededores para intentar capturar al jefe de Al Qaeda. Éste había logrado escapar gracias a la niebla, frecuente en invierno. De todas maneras, explicó, Bin Laden nunca se quedaba en el mismo lugar más que algunas noches seguidas. Ni él ni ninguno de sus guerrilleros utilizaban jamás sus teléfonos móviles, lo que impedía a las antenas de espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional interceptar sus conversaciones y localizar sus escondites. En las montañas y en los valles del Hindu Kuch, en esa primavera del año 2004, Osama Bin Laden dirigía su guerra terrorista mundial sin la ayuda de los medios de comunicación modernos, sino con mensajeros a lomos de mulas.

Dos días después de su partida de Peshawar, Mugnieh comprendió que la excursión tocaba a su fin. Un «muyahidín» árabe que se había deslizado durante la noche a través de la frontera afgano pakistaní llevó un paquete para el jefe de Al Qaeda. Contenía varias ampollas de insulina, jeringas y un frasco de un medicamento para la insuficiencia renal.

A la noche siguiente, por un camino lleno de baches, el pequeño grupo llegó al pueblo de Mirin Shah, colgado en las laderas del Hindu Kuch. Mugnieh y su chófer abandonaron el 4x4 para recorrer a pie los tres kilómetros del abrupto sendero que conducía hasta el refugio de Osama Bin Laden. Ningún ronroneo de motor, ninguna vibración mecánica, ninguna emanación excesiva de transpiración humana debía ser localizable para los aviones espías tele-dirigidos y para los detectores ultrasensibles con los que los estadounidenses habían sembrado la región.

El encuentro entre los dos mayores jefes del terrorismo islámico mundial tuvo lugar justo antes del alba y de la llamada a la oración del «muecín» de Mirin Shah. Al contrario que en sus fotos, Bin Laden no llevaba al hombro su habitual Kaláshnikov, pero varios hombres muy armados velaban en la penumbra. «Árabes», juzgó el libanés por su aspecto. El visitante se sorprendió por la aparente degradación física de su anfitrión. La mirada cansada y el rostro enflaquecido de la figura legendaria traslucían una gran fatiga. Se apoyaba en dos bastones y era evidente que le dolía el brazo izquierdo. Esa herida sufrida en Afganistán y los diez tumultuosos años que habían pasado desde su encuentro en Jartún se habían cobrado un pesado tributo a su salud.

—¡Qué Alá bendiga tu llegada! —lo saludó Osama Bin Laden con voz fuerte, que contrastaba con la fragilidad de su aspecto.

Guió al visitante al interior de su cuartel general provisional, una vasta gruta natural que se hundía profundamente en el interior de la ladera de la montaña. El suelo y las paredes estaban cubiertos de alfombras hasta la mitad de su altura. Sobre una de éstas había una banderola blanca en la que estaban escritas en gruesos caracteres árabes de color verde las palabras «Allah Akbar» «Alá es grande». Libros, papeles, pistolas, metralletas, cargadores y un ordenador colmaban aquí y allá los camastros y las alfombras. Sorprendido por el desorden, Mugnieh se preguntó cómo Bin Laden podía dirigir su organización y animar su combate mundial para un renacimiento islámico con todo aquel caos. ¿Había cometido un error? ¿Acaso se había equivocado de dirección en sus esfuerzos desesperados por llevar a término la misión que le había confiado Saddam Hussein?

En seguida se tranquilizó. Ciertamente, el hombre había envejecido, la enfermedad y las adversidades de una vida errante habían vuelto frágil su cuerpo, pero seguía siendo el jefe carismático de Al Qaeda, el líder más emblemático del Islam. Desde hacía tres años no se había difundido ningún vídeo; muchos lo creían muerto o muy debilitado. Pero se equivocaban. El hombre contra quien Bill Clinton no había dudado en firmar una autorización de asesinato; el hombre contra quien el presidente George W. Bush había lanzado una orden suprema de captura; el hombre por quien las Fuerzas Aéreas estadounidenses habían gastado ochenta millones de dólares al enviar sesenta misiles «Tomahawk» sobre el campo de entrenamiento de Afganistán donde se suponía que estaba escondido; ese hombre no sólo estaba más vivo que nunca, sino más que nunca al frente de su Yihad mundial, destinada a devolverle todo su poderío al Islam.

Ciertamente, en aquella gruta reinaba una atmósfera extraña. ¿Pero acaso Bin Laden y sus lugartenientes no deberían estar preparados para liar el petate y huir en unos minutos a otro escondite? En todo caso, desde ese refugio sumario, custodiado por un grupo de «pastunes» fanáticamente devotos, había inspirado en los últimos meses los atentados de Bali, Kuwait, Riad, Djerba, Casablanca y Yakarta, así como las diferentes masacres en Bagdad, entre éstas, la de los representantes de la ONU. A pesar de su tecnología, a pesar de los millones de dólares de recompensa ofrecidos, los estadounidenses nada habían podido hacer para frenar esos actos de terrorismo. «No me equivoqué —pensó Mugnieh—. Era el jefe que quería encontrar».

Los dos hombres se sentaron frente a frente con las piernas cruzadas mientras un criado servía té, galletas de trigo duro, un cuenco con sal y un bote de labna, el queso blanco de la región.

Mugnieh escuchó con atención las palabras de bienvenida de Bin Laden. Luego depositó ceremoniosamente entre ambos, sobre la alfombra, el maletín de Saddam Hussein y empezó la exposición que había preparado durante su largo viaje. Contó cómo el jefe de Iraq lo había hecho ir a Bagdad para entregarle los planos de la bomba atómica que sus científicos no habían podido fabricar por falta de tiempo. En el momento en que los norteamericanos estaban a punto de atacar su país, el líder iraquí había ofrecido esos planos a la causa de la Yihad con el fin de que sirvieran para abatir al «Gran Satán». Ese regalo era su testamento, su última venganza antes de ser aplastado y luego capturado.

Osama Bin Laden asintió varias veces con la cabeza para demostrar la importancia que daba a las palabras de su visitante. Gracias a su red de agentes islamistas, sabía que desde hacía varios años Iraq había logrado crear un artefacto nuclear. Mugnieh describió luego sus búsquedas en Rusia y en otros países para conseguir el indispensable uranio.

—Pero he fracasado —reconoció.

—Hermano, no me sorprende —lo reconfortó Bin Laden—. Yo también traté de obtener el material necesario para la fabricación de un mecanismo nuclear. Hace unos diez años, nuestro valiente hermano Jamal al-Fadl, al que conociste en Jartún, ofreció un millón y medio de dólares para comprar el uranio, pero los que decían tenerlo eran impostores. Otro de mis emisarios cayó en una trampa que le tendió la policía de Hamburgo, en Alemania, en 1998. En cuanto a los chechenos, les he hecho saber que estaba dispuesto a pagar hasta treinta millones de dólares por el precioso metal. ¿Con qué resultado? —Osama Bin Laden levantó la mano derecha y formó un cero con el pulgar y el índice. Luego, irguiendo el busto, con los rasgos del rostro de pronto endurecidos, continuó—: En este momento estoy convencido de que no es el camino que debemos seguir para obtener lo que buscamos; ese camino sólo conduce a un timo. Hay que seguir otra vía, una vía islámica.

Echó una mirada al contenido de la maleta que Mugnieh había abierto mientras él hablaba, una mirada desprovista de cualquier curiosidad.

—Hermano, sin duda conoces la fatua que he lanzado. Es un deber sagrado para los musulmanes obtener esos artefactos que los infieles llaman armas de destrucción masiva, único medio de hacer fracasar a esos infieles. Debemos reunir todas las fuerzas posibles para aterrorizar a los enemigos de Dios. Matar judíos y estadounidenses en todo el mundo es uno de los objetivos más sagrados de los musulmanes, porque goza del favor de Alá. —Inclinó la cabeza en señal de respeto antes de continuar—. La creación de Israel es un crimen. Todos los responsables de ese crimen deben pagar por ello, y pagar bien pagado; el pueblo estadounidense, el primero. El Señor de los mundos nos autoriza a ejercer esta venganza. Los norteamericanos han sido los primeros en fabricar y utilizar esas armas. ¿Por qué deberíamos ahorrarles el horror?

Osama volvió a guardar silencio y alzó los ojos como para invocar la bendición divina.

—Ese martes bendito del 11 de septiembre de 2001, gracias a nuestra espléndida y valerosa operación, única en la historia de la humanidad, arrastramos a Estados Unidos y a su orgullo por el lodo de la infamia.

Levantó el índice de la mano derecha y apretó la base de la uña con el pulgar y el índice de la izquierda.

—Ese primer ataque era así de grande —dijo, señalando la uña—. El próximo será así —prometió, mostrando toda la longitud de su dedo—. ¡Matará a millones de estadounidenses! Será nuestra venganza por todo el daño que han infligido a nuestros hermanos —profirió esa terrorífica amenaza con voz calma y segura, desprovista de toda emoción—. Las oleadas de sangre que corren en Palestina deben acarrear una venganza de la misma amplitud —declaró.

Un rictus imperceptible curvó la boca del representante de Hezbolá ante la evocación de los sufrimientos de Palestina, esa tierra donde habían nacido sus padres, ese país por el cual luchaba contra Israel desde hacía veintidós años. Imad Mugnieh sabía que los sufrimientos de sus hermanos palestinos nunca habían ocupado el primer plano en las preocupaciones de Bin Laden, al menos hasta su cuarto llamamiento a las armas lanzado el 7 de octubre de 2001, cuando los norteamericanos empezaron su campaña de bombardeos contra los talibanes en Afganistán.

La llegada de un miembro de su guardia interrumpió la reflexión silenciosa de los hombres. Éste se inclinó respetuosamente y luego le susurró unas palabras al oído.

—¡Ah! —exclamó Bin Laden—. Soldados infieles procedentes de Afganistán han franqueado la frontera y se dirigen hacia Mirin Shah, el pueblo donde dejaste el vehículo antes de llegar aquí. ¿Sospechan de nuestra presencia? Lo dudo, pero debemos tomar precauciones.

Acto seguido, se levantó bruscamente, ayudado por los bastones se desplazó con sorprendente agilidad y llevó a su visitante hacia una plataforma que conducía a otra gruta. Detrás de él, sus hombres ya se dedicaban a borrar los signos de cualquier ocupación en la cueva que acababa de abandonar.

La segunda gruta estaba iluminada por una sola vela. Una gran roca disimulaba la entrada. El guardia que había dado la alerta colocó alfombras en el suelo para que los dos hombres pudieran continuar la entrevista. Luego sacó una jeringa de los pliegues de su camisa e inyectó una dosis de insulina en el antebrazo del jefe de Al Qaeda.

—¿Ves en qué condiciones me obligan a vivir esos perros norteamericanos? —Sonrió y sopló la vela—. Qué importa el sufrimiento, continuo en la oscuridad total. Sufrir en el camino de la Yihad es una bendición de Alá. La Yihad es un deber para la nación islámica, que el pecado ha apartado de la enseñanza del Libro y ha arrastrado hacia los goces de la vida. Hemos dejado que los judíos y los cristianos nos corrompieran con sus viles placeres y sus sórdidos valores materialistas.

Su mano derecha barrió la oscuridad en un gesto de cólera.

—Pero volvamos, hermano, al gran sueño que te ha traído aquí. Por supuesto que podríamos haber fabricado lo que los infieles llaman una bomba sucia utilizando cesio 137 o cobalto 60. Hemos experimentado con esos materiales en Afganistán antes de la invasión de los norteamericanos. Tenemos laboratorios en Kabul, Jalalabad y Kandahar, científicos rusos trabajan con nosotros. Pero este tipo de artefactos no es la respuesta a nuestro problema. Dado el dominio aplastante de Estados Unidos en materia de armamento convencional, tenemos que equiparnos con armas de destrucción masiva como la que tú, en vano, has tratado de fabricar. Sólo entonces estaremos en condiciones de triunfar en este combate contra el mal.

Bin Laden se interrumpió como si quisiera que el silencio y la oscuridad impregnaran a su visitante de lo trágico de sus palabras. Luego, con voz sepulcral, resumió su pensamiento:

—Hoy el Islam está en una posición de debilidad porque los musulmanes han dejado de recorrer el camino del Profeta. El amor a la muerte para servir a la causa de Alá ha desertado de nuestros corazones. Como descubrí en Afganistán, no es en el camino de los infieles donde encontraremos las armas que necesitamos. Nuestra vía debe ser la del Islam. Tenemos que apelar a los verdaderos discípulos del Profeta para acompañarnos a la cabeza de la Yihad y obtener esas armas, armas islámicas. Conozco a dos creyentes dispuestos a aportarnos su ayuda. Y te aseguro, hermano, que pueden permitirnos alcanzar nuestro objetivo. Si les envío un mensaje hoy, estarán aquí dentro de cuarenta y ocho horas. Te invito a esperarlos. Juntos, encontraremos el medio de saciar nuestra venganza.

Cuarenta y ocho horas más tarde invitaron a Imad Mugnieh a reunirse de nuevo con Osama Bin Laden en la gruta de su primer encuentro. El jefe de Al Qaeda llevaba un turbante blanco inmaculado y se había hecho recortar cuidadosamente la barba y teñir de negro cada pelo gris. «Incluso el más devoto de los hombres es capaz de sucumbir a la vanidad», pensó. Los dos hombres acecharon la llegada de sus visitantes teniendo cuidado de mantenerse apartados para no correr el riesgo de que los descubrieran las cámaras de un «Predator» espía. Exactamente a la hora prevista, los dos invitados de Bin Laden llegaron a lomos de mulas, escoltados por varios guerreros de una de las tribus patanes pagados con generosidad por su protección. El primer jinete en echar pie a tierra era un pequeño hombre delgado de unos cincuenta años, cuya rígida silueta traslucía la educación militar. Mugnieh no lo conocía. El otro, un poco mayor, tenía bigote gris, los cabellos cuidadosamente peinados hacia atrás y una mirada melancólica. Mugnieh conocía la reputación de Abdul Sharif Ahmad, el brillante físico nuclear que había participado en la creación de la bomba atómica pakistaní junto al doctor Abdul Qadeer Kan, el padre del programa atómico pakistaní, a quien llamaban el«Oppenheimer del Islam». Ahmad y Bin Laden se saludaron efusivamente. Por la calidez de su abrazo, Mugnieh comprendió que los rumores sobre los encuentros secretos y regulares de los dos hombres en Afganistán en la época de los talibanes eran ciertos. Pero no sabía que Ahmad también era miembro del movimiento extremista «Lashkar e-Toíba, los Soldados de la Causa», una organización muy cercana a Al Qaeda. Bin Laden presentó a Mugnieh a los dos visitantes. El hombre pequeño que acompañaba al científico era el general Habib Bol, ex comandante del ISI, el servicio secreto militar pakistaní, una organización de miembros cuidadosamente escogidos que se encargaban, entre otras cosas, de la protección de las instalaciones nucleares pakistaníes. El nombre de este personaje, a falta de su rostro, le resultaba familiar al terrorista libanés.

Lo que Mugnieh ignoraba era que la CIA consideraba al general Bol el hombre más peligroso de Pakistán. Sin embargo, durante diez años había luchado con coraje y determinación al lado de los agentes estadounidenses durante su guerra contra los rusos en Afganistán. Y lo habían bautizado como «BGL, Brave Little General» «pequeño y valiente general», tanto por su altura como por su valor.

A sus ojos, los ex aliados del pequeño general se habían convertido en los peores traidores desde que en octubre de 1990, después de la derrota del Ejército Rojo, el gobierno de Washington impuso sanciones económicas y militares a su país como consecuencia de su programa nuclear, ante el cual los estadounidenses habían cerrado los ojos mientras consideraron esencial la cooperación de Pakistán y Afganistán.

El odio de Bol por los norteamericanos se volvió feroz, y se apresuró a retirar a su hijo de la universidad tejana, donde había ingresado gracias al apoyo de la CIA; ningún miembro de su familia estudiaría en el país del «Gran Satán». Abandonó luego la dirección del ISI para unirse a las filas del movimiento islamista extremista UTN, la Umma Tameer e-Nun (Reconstrucción de la Comunidad Musulmana). Con esa tapadera había creado una serie de células clandestinas compuestas de oficiales del ISI, la tarea de algunos de los cuales era la seguridad de las armas nucleares del país.

El jefe de Al Qaeda condujo a sus invitados al interior de la gruta, donde se había preparado una frugal pero acogedora comida de bienvenida. Mugnieh reprimió una sonrisa al comprobar con qué esmero se había borrado el desorden que había encontrado a su llegada. Los papeles, las pistolas, los cargadores, los disquetes, todo estaba ordenado, y unas lámparas de aceite iluminaban el lugar. Actuando como un anfitrión respetuoso, Bin Laden esperó a que sus invitados terminaran de comer y a que se hubiera servido el té para abordar el objeto del encuentro.

—Hermanos —dijo con su voz monocorde—, os he rogado que vinierais porque creo que ha llegado el momento de que nuestra Yihad se alce por encima de las tácticas de guerrilla a las que hemos recurrido hasta ahora. Enviar a heroicos mártires a hacer explotar sus camiones en los cuarteles y las embajadas de los infieles, o en los mercados de los judíos, colocar bombas en las discotecas de una juventud decadente, lanzar aviones colmados de pasajeros contra los rascacielos del «Gran Satán», todos estos actos de valor y abnegación hoy deben dar lugar a un combate más amplio. En adelante —continuó— la Yihad debe utilizar las mismas armas que idearon los infieles para imponer su dominio sobre nuestro universo. Los estadounidenses, el «Gran Satán», se han lanzado a una guerra de exterminio contra los pueblos de nuestra Umma, nuestra bien amada comunidad islámica. ¿Veis lo que han hecho en Iraq? ¿Veis como han ayudado a los judíos a reducir a la esclavitud a nuestros hermanos de Palestina? ¿Y qué han hecho nuestros dirigentes? ¡Nada! —Suspiró como para subrayar el peso de ese fracaso—. El Corán nos manda dar a los musulmanes todas las fuerzas necesarias para defenderse, por eso digo: ¡qué Bush sufra el horrible castigo de Dios por lo que ha hecho! Somos capaces de infligirle nuestra venganza. —Bin Laden se interrumpió, bebió un sorbo de té y concluyó—: Gracias a los trabajos inspirados por nuestro eminente hermano el muy respetado doctor Abdul Qadeer Kan, el sable de Dios se encuentra en este momento en manos vengadoras. Las bombas almacenadas en los arsenales de este país no son bombas pakistaníes. Son bombas islámicas. Pertenecen a la comunidad de los creyentes, a nuestra Umma. Tienen que permitir vengarnos de los tiranos que quieren destruirnos. ¿No es cierto, querido Abdul Sharif Ahmad?

Éste asintió con solemnidad.

—Osama Bey —intervino entonces el general Bol—, nuestros cohetes perfeccionados con la ayuda de los amigos norcoreanos pueden lanzar una carga nuclear sobre Madrás o sobre Bombay, pero no sobre Washington. No tenemos misiles ni aviones que puedan amenazar a Estados Unidos.

—Pero nuestras armas nucleares pueden destruir a su gran aliado Israel, ¿no? —protestó Bin Laden.

—Así es —asintió Bol—. Nuestros nuevos cohetes podrán atacar muy pronto Israel sin el menor problema.

—Hermanos —intervino Ahmad con autoridad—, estoy de acuerdo con Osama cuando dice que nuestras bombas atómicas son islámicas y no sólo pakistaníes. Cuando en diciembre de 1974 el primer ministro Bhutto me pidió que trabajara con nuestro hermano el gran doctor Abdul Qadeer Kan en la fabricación de una bomba atómica, inmediatamente pensé que debía ser un arma islámica, y no sólo un arma para defender a Pakistán contra una agresión india. Me dije: «Los norteamericanos tienen la bomba. Los israelíes tienen la bomba. Los indios la tendrán pronto. ¿Por qué nosotros, los musulmanes, no íbamos a tenerla?». Hoy, gracias a nuestros esfuerzos, disponemos de cuarenta y siete proyectiles nucleares en nuestros arsenales. Por cierto, seríamos capaces de lanzar seis sobre Israel con la garantía de que por lo menos tres alcanzarían su objetivo. Geográficamente, Israel es un país muy pequeño. Tres bombas bastarían para destruirlo por completo, y conservaríamos todo nuestro potencial nuclear para defendernos de los vecinos indios.

Las palabras de Ahmad hicieron nacer una sonrisa en el rostro ascético del jefe de Al Qaeda.

—Ésa, hermanos, debe ser nuestra respuesta.

—No exactamente, querido Osama —objetó Ahmad, sintiendo mucho contradecir a su anfitrión—. La fuerza nuclear de Israel es más importante que la nuestra, aún más importante que la de grandes países como Gran Bretaña y Francia. La mayoría de las bombas israelíes ya están emplazadas en sus misiles Jericó, enterrados en silos fortificados en las colinas de Judea. Sobrevivirían a nuestro ataque. Nuestras bombas podrían matar a tres millones de israelíes, pero quedarían los suficientes para disparar cohetes y borrar a nuestro país del mapa con el exterminio de cuarenta millones de nuestros compatriotas. He fabricado una bomba para defender a mi país, no para destruirlo.

Un silencio respetuoso acogió esas palabras. Nadie en Pakistán estaba más calificado para discutir el empleo del arma nuclear pakistaní que Abdul Sharif Ahmad.

Nacido en Jullundur, en Punjab, había huido de la India durante el sangriento verano de 1947 que siguió a la partición del subcontinente para ir al nuevo Estado de Pakistán. Traumatizado por esta experiencia, juró consagrar su vida a proveer a su patria de los medios militares más modernos para defenderse de sus enemigos. Al no encontrar en el nuevo Estado islámico la posibilidad de aprovechar sus dotes para las ciencias, viajó a Inglaterra a estudiar metalurgia. Más tarde, en 1972, se trasladó a Holanda para entrar en Urenco, una multinacional especializada en el desarrollo de centrifugadoras de alta velocidad destinadas a enriquecer el uranio.

Herido en carne propia por la humillante derrota que en 1971 había llevado a Pakistán Oriental a convertirse, con la ayuda de la India, en el Bangladesh independiente, el primer ministro Zulfikar Ali Bhutto decidió dotar a su país de armas atómicas para contrarrestar la superioridad de la India en armamentos convencionales. Poco después, en 1974, el jefe de Estado de Pakistán le pidió a Abdul Sharif Ahmad que, junto al doctor Kan, se lanzara a la aventura nuclear: «Pakistán debería verse obligado a comer hierba para pagar su coste». Ahmad aceptó y volvió a Holanda, donde, durante un año, perfeccionó sus conocimientos sobre las centrifugadoras y tradujo al alemán muchos de los dossier clasificados como«secretos». De pronto, en enero de 1976, con sus maletas colmadas de documentos pacientemente acumulados durante su estancia en aquel país, volvió a Karachi. Seis meses más tarde inició un programa de enriquecimiento del uranio en la pequeña ciudad de Kahuta, cerca de Islamabad.

La CIA, que estaba perfectamente al corriente de estos acontecimientos, había advertido a Washington. Pero la administración Reagan decidió cerrar los ojos a cambio de la cooperación del general Zia ul-Haq, el sucesor de Ali Bhutto, en la guerra contra los soviéticos en Afganistán. En 1981, las primeras centrifugadoras de Ahmad empezaron a producir uranio enriquecido. Tres años más tarde funcionaban más de un millar de aparatos bajo su dirección, mientras su equipo realizaba pruebas «en frío» en ordenadores para la puesta a punto de una bomba de implosión.

Cuando el primer presidente Bush decidió imponer sanciones a Pakistán después de la salida de los rusos de Afganistán en 1990, ya era demasiado tarde. Con una docena de bombas de una potencia comparable a la lanzada sobre Hiroshima, el «País de los Puros» ya había hecho su entrada en el club de las naciones que poseían el arma nuclear.

—Nadie aquí odia a los norteamericanos más que yo —declaró el general Bol, ex oficial de los servicios secretos militares pakistaníes—. Pero, en mi calidad de soldado, comprendo y acepto la postura de Abdul Sharif Ahmad. No debemos utilizar de esa manera el arma suprema que él y sus colegas físicos han puesto a nuestra disposición.

—Entonces, ¿cómo? —preguntó Bin Laden con una sombra de impaciencia.

—Sabes, hermano, que he creado una organización clandestina en las filas de los oficiales del ISI —respondió Bol—. Lleva por nombre«Combatientes por el Islam». Sus miembros comparten todos nuestros ideales y comprenden, como tú, la necesidad de iniciar una Yihad.

Bin Laden inclinó la cabeza.

—Cuando los norteamericanos decidieron aniquilar a los talibanes —continuó Bol—, el traidor de Musharraf les vendió nuestro país para ayudarlos en su guerra. Aceptó el desmantelamiento parcial de nuestra fuerza nuclear y vació el arsenal de Kahuta para dispersarlo en media docena de refugios diferentes. Uno de ellos está situado en Tikrim Mir, no lejos de aquí. Su responsable, un oficial del ISI, es un combatiente por el Islam. Como también lo es el oficial responsable del centro de Chasma, donde están almacenados los detonadores. —Bol hizo una pausa para reflexionar sobre las precisiones importantes que quería hacer—. Tal vez podría convencer al oficial encargado de Tikrim Mir de que nos dejara sustraer, por la noche, alguno de los artefactos depositados en su silo. Gracias a la neutralización previa de los sistemas de seguridad y del banco de datos de stocks de los que tengo los códigos, los burócratas de Islamabad no serán alertados. Llevaremos la bomba a Chasma, donde, con la complicidad de otro combatiente por el Islam, y según los mismos procedimientos de neutralización de los sistemas de seguridad, la equiparemos en secreto con el sistema de encendido.

Bin Laden había escuchado al pequeño general con los ojos cerrados. Una expresión de beatitud absoluta iluminaba su rostro.

—Gracias a tus redes, sin duda encontrarás el medio de introducir esta bomba en el territorio del «Gran Satán», y la haremos explotar en el corazón de lo que les es más querido —continuó el general Bol—. Los norteamericanos ignorarán su procedencia y, por tanto, no podrán tomar represalias, ya que no sabrán dónde ni a quién atacar.

Un relámpago de complicidad cruzó el rostro de Bin Laden mientras se volvía hacia Abdul Sharif Ahmad. El científico no mostraba emoción alguna. Bin Laden conocía su amor por la naturaleza y la poesía, pero también su odio por los norteamericanos, demasiado vivo para que la perspectiva de ver a varios millones desaparecer en un holocausto nuclear no pudiera suscitar en él el menor remordimiento. Luego se volvió hacia Mugnieh.

—Hermano, estoy seguro de que, entre tus militantes, hay jóvenes valientes dispuestos a morir como mártires para ganarse la vida eterna —dijo—. Hombres que, con la ayuda de los especialistas de mi organización, podrían introducir esa bomba en el país del «Gran Satán».

Estas palabras despertaron en la memoria del jefe terrorista penosas imágenes de jóvenes amontonados en el campo de refugiados palestinos de Ain el-Hilweh, al sur de Beirut. Un campo de los más siniestros del Oriente Próximo, un muladar de odio y desamparo, donde la esperanza siempre había sido nada más que una promesa ilusoria.

—Sí, hermano, conozco a hombres y mujeres que hablan bastante bien inglés como para infiltrarse sin problemas en Estados Unidos, creyentes que han consagrado su existencia a estudiar y prepararse para la ocasión que Dios les ofrece hoy. ¿Puedo saber cuál será el tamaño de la bomba?

—Digamos que será fácil de transportar —respondió Abdul Sharif Ahmad después de pensarlo un momento—. Tras equiparla con su sistema de encendido, colocaremos en éste un teléfono móvil cuyo número únicamente conocerás tú, hermano Osama. Regularé el detonador de manera que active la bomba sólo después de recibir tu llamada. Así, pase lo que pase en su transporte, sólo explotará si recibe tu llamada codificada, Osama. Con sus accesorios, la bomba pesará un centenar de kilos —concluyó—. Viajará dentro de una caja del tamaño de esas de cartón que se utilizan para transportar televisores. Se la podrá cargar sin dificultad sobre el lomo de un camello.

Hasta ese momento, Bin Laden y Mugnieh no habían dejado de mostrar su aprobación a las explicaciones del científico. La idea de que la bomba sería llevada «a lomos de camello» los intrigaba. Adelantándose a la pregunta, intervino el general Bol:

—Hermanos, llevar esa bomba directamente a Karachi para embarcarla luego en un barco con destino a Estados Unidos representaría un doble riesgo. En primer lugar, que agentes de la CIA o policías pakistaníes la interceptaran entre Chasma y Karachi. Después, en caso de que surgieran problemas, los norteamericanos podrían identificar el origen pakistaní del artefacto, lo cual sería catastrófico. Por eso, la bomba debe transitar por la India antes de su embarque final hacia Estados Unidos. Los puntos de paso entre nuestros dos países están oficialmente cerrados, habrá que transportarla en una de esas caravanas de contrabandistas que cruzan con regularidad la frontera india en el desierto de Rajasthán. Este viaje es más largo y más lento, pero tiene la ventaja de no presentar peligro alguno. Los traficantes están de acuerdo con los policías de ambas partes. Bastará con que un equipo de Al Qaeda espere a la caravana en Jaisalmer para que le entreguen el «paquete».

—¿Y después de Jaisalmer? —quiso saber Mugnieh, que no estaba familiarizado con la geografía de la India.

—A partir de Jaisalmer, a nuestros hombres les resultará fácil transportarla por la ruta de Bombay —explicó Bin Laden—. Después habrá que encontrar un barco para enviarla a Estados Unidos. Si los norteamericanos llegaran a descubrirla, incriminarían a los indios, no a nosotros.

La observación provocó una sonrisa sardónica en los labios de los cuatro. Luego Ahmad preguntó:

—Hermano Osama, ¿tienes intención de hacer explotar esa bomba?

—Eso es algo que debo estudiar con cuidado con nuestra gente instalada en Estados Unidos —respondió Bin Laden—. ¿En Washington? ¿En Chicago? ¿En Nueva York? Personalmente me inclinaría por Nueva York, porque, después de todo, hay tantos judíos en esa ciudad como en todo el Estado de Israel.

A nadie se le escapó la importancia de la observación.

—Con la destrucción de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 destruimos también un símbolo —continuó Bin Laden—. Ahora nuestros héroes deben envolver en llamas, en nombre de Dios, la capital del mal y del pecado. —Un intenso resplandor de alegría inundó de pronto el rostro del jefe de Al Qaeda, como si Nueva York ardiera en esos momentos frente a sus ojos.

—Hermanos… —con timidez, Mugnieh pidió la palabra. De pronto se sentía investido de un papel mucho más importante que el que había supuesto en un principio—. ¿Puedo hacer una pregunta? —dijo con respeto.

—Por supuesto —se apresuró a decir Bin Laden.

—Según vosotros, ¿qué ganará nuestra causa con la explosión de esa bomba en una gran ciudad de Norteamérica?

Bin Laden tenía la respuesta preparada.

—Hará que comprendan que lo que los ha afectado hasta el momento es sólo un preludio, que ahora empieza la verdadera guerra.

Una sombra de duda apareció en el rostro de Mugnieh.

—Hermanos, temo que esa acción incite a los estadounidenses a ejercer una venganza brutal y ciega contra los musulmanes. En comparación, el odio que despertaron los atentados del 11 de septiembre no será nada. Porque hay algo que aprendí en el transcurso de las operaciones que he realizado a lo largo de mi vida, empezando por la destrucción del cuartel de los marines en el Líbano. Y es que, para ser eficaz, una operación debe tener un objetivo preciso. En Beirut, yo ambicionaba expulsar a los norteamericanos del Líbano. Y funcionó. Cuando Reagan vio cuántos de sus queridos marines habían muerto, puso pies en polvorosa.

—Entonces, ¿qué propones? —preguntó Bin Laden—. ¿Qué les pidamos que fuercen a sus aliados de Israel a dejar nuestro Dar el-Islam, nuestra tierra del Islam?

—No, hermano. Eso sería inútil. Israel no lo dejará voluntariamente para contentar a George Bush. Hay que elegir un objetivo que podamos alcanzar. Supongamos, por ejemplo, que les decimos: «Nuestra bomba atómica explotará en Nueva York, o en Washington, o en Chicago, dentro de cinco días, a menos que en ese plazo hayan podido obligar a sus aliados israelíes a comprometerse delante de todo el mundo a retirarse de los asentamientos ilegales que han instalado en la tierra arrancada a nuestros hermanos palestinos en 1967.» —Mugnieh se irguió para intentar descifrar una primera reacción en las miradas y luego continuó—: Éste es un objetivo que podemos alcanzar. El mundo entero, incluido el pueblo estadounidense, es consciente de la terrible injusticia que esas colonias representan. El mundo entero, salvo un puñado de fanáticos en Israel, apoyará nuestra reivindicación. Y si cinco o seis millones de estadounidenses mueren, será culpa de los israelíes, no nuestra.

—En efecto, es una buena idea —convino Abdul Sharif Ahmad, feliz de entrever para su bomba otra perspectiva que la muerte de varios millones de inocentes.

Como cada vez que estaba a punto de lanzar una acción terrorista, Osama Bin Laden necesitaba que lo tranquilizaran. Se volvió hacia el general Bol.

—Hermano, ¿de verdad crees que vamos a poder conseguir una de esas bombas? —preguntó, subrayando cada palabra.

Bol cerró los ojos durante unos segundos. Luego respondió:

—Lo creo, hermano. Necesitaremos tiempo porque la operación tendrá que desarrollarse en el mayor secreto. Pero conozco a mis Combatientes por el Islam; sé que puedo contar con ellos.

Ante tal consenso, Osama Bin Laden sólo tenía que concluir.

—¡Magnífico! —declaró—. Nuestra bomba islámica por fin va a hacer justicia a nuestros hermanos de Palestina. De una manera que el mundo entero podrá aceptar y comprender. ¡Hasta el pueblo de Estados Unidos!

Seis semanas más tarde, un Toyota 4x4 negro con las insignias del ISI dejó la ruta que unía Islamabad con Hyderabad a la altura de la pequeña ciudad de Rahimyar Kan, para tomar a la izquierda la pista de arena que se hundía en el desierto del Rajasthán. Su destino eran unas chozas de barro seco del pueblo de Quadr, a doce kilómetros del territorio indio.

El chófer era un teniente coronel con uniforme del ISI, vestimenta que imponía respeto en esa zona fronteriza. A su lado, de civil, se encontraba el general retirado Habib Bol. En el asiento de atrás viajaban Osama Bin Laden e Imad Mugnieh. Como impresionados por el alcance de su proyecto, los cuatro hombres guardaban silencio.

Los planes del general Bol se habían desarrollado exactamente según lo previsto. El chófer era miembro de la organización de Combatientes por el Islam implantada en el seno del ISI, y responsable de la instalación nuclear secreta de Tikrim Mir, una pequeña ciudad del Punjab pakistaní donde había almacenadas ocho bombas. A favor de la noche y gracias a la complicidad de uno de sus camaradas, se había apoderado de uno de los proyectiles confiados a su cuidado. La operación había sido delicada. Los ingenieros encargados de la protección de los armamentos nucleares habían instalado un sistema informático de seguridad en cada uno de los ocho artefactos almacenados en el arsenal. Ante el menor desplazamiento de cualquiera de éstos, el cuartel general del mando nuclear en Islamabad recibía automáticamente una señal. Pero el general Bol había elegido cuidadosamente a sus cómplices. El teniente coronel era uno de los dos oficiales depositarios del código que permitía manipular el sistema de seguridad, lo había puesto en posición de espera, el tiempo necesario para extraer la ojiva nuclear de donde estaba alojada y salir del silo. Bastarían unos minutos. Luego había modificado los parámetros del sistema de seguridad para que retomara sus funciones como si la bomba siguiera en su lugar, sólo una inspección material del arsenal podía señalar la desaparición del artefacto. Por suerte, los militares del ISI que custodiaban los arsenales nucleares del país confiaban ciegamente en sus sistemas informáticos de seguridad. No formaba parte de sus prioridades verificar con regularidad los stocks. El cómplice del general Bol se enteró de que no había prevista una inspección de Tikrim Mir hasta comienzos del Ramadán del año 2004. Los hombres de Bin Laden tendrían tiempo de hacerse a la mar con su preciosa ojiva.

El general Bol y el teniente coronel llevaron de inmediato la bomba a Chasma, donde Abdul Sharif Ahmad instaló un sistema de encendido unido a un teléfono móvil. El aparato estaba equipado con un escáner en miniatura de fabricación estadounidense que interfería la recepción eventual de falsos números que pudieran desencadenar la explosión por error. Tal como Ahmad lo había prometido, Osama Bin Laden era el único dueño de la operación En caso de incapacidad, Mugnieh tomaría el relevo.

Después de unos kilómetros de pista por el desierto de Rajasthán, Bol percibió detrás de un matorral espinoso algunos camellos que bebían agua de un pozo.

—¡Es aquí! —le indicó al chófer, que detuvo el vehículo.

Tres hombres con turbantes escarlata salieron entonces de la protección de una tela tendida entre cuatro palos, detrás de los camellos.

—Son mis hombres, Imad —explicó Bol, al tiempo que se volvía hacia Mugnieh—. Conocen perfectamente este desierto. No tengas ningún temor, ellos te ayudarán a pasar a la India con total seguridad.

Bol, Mugnieh y el chófer bajaron del Toyota. Bin Laden se quedó en el interior del vehículo, protegido de las miradas por las cortinillas echadas. Era mejor evitar que ese rostro célebre fuera reconocido, aun por inofensivos camelleros. El chófer abrió el maletero e hizo señas a los dos caravaneros de que retiraran la caja y la colocaran sobre la albarda de uno de los animales. Una vez fuertemente atada con cuerdas, la cubrieron con una doble alfombra de oración afgana, como el resto de las mercaderías que transportaba la caravana. Era evidente que ni los camelleros ni los oficiales del ISI encargados de escoltarlos tenían la menor idea de qué contenía la caja.

Mugnieh volvió a subir al coche para despedirse de Osama. Los dos hombres se abrazaron; luego, el jefe de Al Qaeda deslizó un sobre en la mano del viajero.

—Hermano, mis hombres te esperarán en Jaisalmer, del otro lado de la frontera —susurró—. Te conducirán a tu destino. En este sobre encontrarás todo lo que necesitas saber para continuar tu viaje.

La noche caía sobre el desierto. En cuanto la oscuridad fue completa, el general Bol se dirigió discretamente a buscar a Bin Laden para que pudiera, a favor de las tinieblas, bendecir la bomba sobre el animal que la llevaba.

—Por la gloria de Alá pueda este instrumento de nuestra venganza aterrorizar a los enemigos de Dios —murmuró el jefe de Al Qaeda con una voz tan baja que nadie pudo entender lo que decía.

Uno de los camelleros ayudó a Mugnieh a subir a su montura. Luego, el jefe de la caravana dio un golpe con una varilla en el cuello del animal. En seguida, rodando y balanceándose en su contoneo inmemorial, los camellos se pusieron en camino, cargados con el arma diabólica que había concebido la imaginación destructora de los hombres.

Bol, Bin Laden y el teniente coronel siguieron con la mirada la partida de la caravana, los tres amurallados en un silencia cómplice. Cuando el último camello desapareció de su vista tras una duna, Osama Bin Laden exclamó triunfalmente:

—¡A nosotros, por fin la venganza de los justos!

El transporte de la bomba y su recepción en Bombay por parte de los hombres de Al Qaeda se desarrollaron exactamente según las previsiones de Bin Laden. A su llegada a Bombay, Imad Mugnieh volvió a usar su disfraz favorito —el amplio «chador» con el que había desembarcado en Karachi siete semanas antes—, para subir al avión de Air India con destino a Teherán. Allí, sus contactos organizaron con mucha discreción su regreso a Beirut.

Lo esperaba una misión de extrema importancia: reclutar, como le había prometido a Bin Laden, a los voluntarios que partirían al país del «Gran Satán» para recibir el arma de la venganza, organizar su colocación y supervisar el desencadenamiento del «Apocalipsis» que había programado Abdul Sharif Ahmad. El estado mayor del jefe terrorista reunió una lista de voluntarios palestinos que hablaban lo bastante bien inglés como para cumplir esta misión. El Líbano estaba plagado de campos de refugiados donde millares de palestinos esperaban febrilmente integrarse en las filas de la Yihad.

Mugnieh conocía en especial la situación desesperada de uno de esos campos situados en los suburbios del puerto de Sidón, el campo de Ain el-Hilweh. Verdadero pudridero, detentaba el triste récord de la mayor concentración humana de todos los campos de refugiados de Oriente Próximo. En él se amontonaban cuarenta mil quinientas personas. Los niños nunca habían visto un jardín, un bosque, un estanque; ni siquiera el mar, que bordeaba todo el lado oeste del campo, pero que se había vuelto negro a causa del vertido de excrementos y de las cloacas. El aire estaba tan contaminado que para muchos se había vuelto mortal. Durante los tres meses de verano, la canícula petrificaba a hombres y animales; las lluvias transformaban las callejuelas en arroyos pestilentes; la tuberculosis, el paludismo, las disenterías y muchas otras enfermedades reducían la esperanza de vida a uno de los niveles más bajos del mundo.

A pesar de las ayudas alimentarias que Naciones Unidas distribuía, en Ain el-Hilweh se vivía una pobreza extrema. La tasa de desempleo era altísima. Como temían que los palestinos se infiltraran en los engranajes de su economía, los libaneses habían sometido el ejercicio de más de setenta profesiones a la posesión de un permiso de trabajo. En cincuenta y cinco años habían concedido menos de dos mil quinientos. En Ain el-Hilweh, nueve de cada diez refugiados contaban con menos de un dólar al día para sobrevivir.

Más desgarrador todavía era el sentimiento de desesperación que aplastaba a la gente y que duraba desde el éxodo de 1948, durante el cual seiscientos mil árabes palestinos habían huido de su país apenas se creó el Estado de Israel, para ir a amontonarse en campos que nunca más abandonaron. Hasta ese momento, tres generaciones habían vivido en esos guetos convertidos en la vergüenza del mundo civilizado. En esos trozos de infierno modelados en miseria, odio y violencia habían nacido las «intifadas» palestinas y la vocación por el martirio de los que llamábamos fedayín antes de darles el nombre de kamikazes. Aunque situado en territorio libanés, a varias decenas de kilómetros de la frontera israelí, Ain el-Hilweh era una mina de voluntarios para las acciones armadas contra el Estado hebreo. En cada interior, o en casi todos, se encontraba la foto de un hombre con keffieh que había dado su vida por la liberación de Palestina. Desde hacía algún tiempo se veían retratos de adolescentes con la frente ceñida por una venda negra. Los jóvenes de Ain el-Hilweh, como en otros campos palestinos del Líbano, en la actualidad se integraban en las células terroristas de Hamás y de los Mártires de Al-Aqsa implantadas en los Territorios. Ofrecían sus vidas en Israel haciendo estallar sus cinturones cargados de explosivos.

Ain el-Hilweh no sólo era un lugar de desesperación donde la violencia era la única salida, sino también una escuela de valor y de voluntad por la reconquista de una dignidad perdida. La tradicional sed de educación y saber de los palestinos había empujado a numerosos refugiados a intentar estudiar, pero los diplomas obtenidos no les sirvieron de nada. La frustración y el rencor de esos hombres y esas mujeres, eternamente condenados a ejercer únicamente empleos subalternos, había aportado a los responsables de las organizaciones terroristas un vivero de ensueño donde conseguir los combatientes que necesitaban.

Imad Mugnieh estaba seguro de poder encontrar allí a los voluntarios que había prometido a Osama Bin Laden. Sus emisarios organizaron una reunión con tres de ellos en una casucha de piedra sin revocar que era la vivienda de una mujer cuyo esposo había sido asesinado por la aviación israelí durante una acción en el sur del Líbano. Nahed Jihari, de treinta y dos años, tenía unos grandes ojos negros pintados con «kohl», cuya intensidad contrastaba con su fragilidad. En la pared, al lado de una gran fotografía de su marido vestido de fedai, había colgado dos pequeños cuadros. Uno contenía el certificado de propiedad de tres dunums de tierra en la costa sur de Jaffa, otorgados al abuelo de su marido por la administración del Mandato británico. El otro era su diploma en lengua inglesa obtenido en la universidad estadounidense de Beirut.

La joven estaba encantada con la visita del legendario responsable de Hezbolá. Había preparado té y una bandeja de dulces. No se habían visto desde que él había ido a su casa después de los tumultuosos funerales de su marido, cuando le prometió que su memoria sería vengada.

Al lado de Nahed se encontraban los otros dos voluntarios que los contactos de Mugnieh deseaban proponerle. Omar Tahiri era un hombre de treinta y seis años, con barba, de rostro dulce y melancólico. Había llegado a Ain el-Hilweh en brazos de su madre después de la guerra de junio de 1967, y había vivido toda su infancia y su adolescencia acunado por las promesas de su padre, que le repetía que iría «muy pronto a Jaffa a comer las mejores naranjas del mundo». Por supuesto, nunca había vuelto a Palestina. La primera naranja de Jaffa que probó la compró en Fortnum Masón, en Londres, de paso hacia Montreal, donde la Universidad de MacGill le había concedido una beca de estudios. Ambicioso y trabajador, Omar había logrado escapar durante unos años a su siniestro destino de refugiado, primero gracias a una beca de la universidad estadounidense de Beirut y luego a otra en Canadá, donde obtuvo el diploma de arquitecto. Pero, a su regreso, a falta de obtener el sacrosanto permiso de trabajo libanés, sólo había podido utilizar sus conocimientos en la construcción de letrinas en Ain el-Hilweh.

Como consecuencia de ello, había ofrecido sus servicios a los combatientes de Hezbolá, comprometidos contra las fuerzas israelíes que ocupaban el sur del Líbano. Su valor y su sangre fría bajo el fuego de las metralletas del «Tsahal» habían atraído la atención de los jefes de la organización. Después de un breve entrenamiento como artificiero, Omar Tahiri había sido nombrado responsable de la preparación de las cargas explosivas que utilizaban los combatientes de Hezbolá. En 1996, una explosión prematura le había despedazado la mano izquierda. Ocho años después, se regocijaba con la visita del líder que tanto admiraba. «Qué importa que yo sea manco, me llama a seguir combatiendo», pensó.

El tercer invitado a la reunión, Khalid Ben Amr, era el más joven. A los veintiséis años, el muchacho gozaba de una enorme popularidad entre las jóvenes del campo. No había adquirido sus conocimientos de inglés en ninguna universidad; el norteamericano que hablaba a la perfección lo había aprendido de las series de televisión que había visto durante su adolescencia. A los dieciocho años, Khalid se había unido a los combatientes de Hezbolá que actuaban en el sur del Líbano. Tres peligrosas misiones de sabotaje en Israel y la destrucción de un helicóptero con un cohete «Stinger» lo habían aureolado de una reputación de valor y audacia que en ese momento Mugnieh necesitaba especialmente.

Los tres palestinos besaron al visitante con efusión; luego los cuatro se instalaron alrededor de la bandeja de té. Mugnieh no tardó en tomar la palabra. Sabía que su tarea sería fácil, que no tendría problemas en movilizar a su auditorio, pero le parecía importante dramatizar la situación.

—Amigos —empezó con fervor—, vivimos acontecimientos de extrema gravedad. Por impulso del «Gran Satán», una vasta parte del mundo se ha solidarizado contra la nación musulmana para eliminar a los combatientes de nuestra Yihad. Ha llegado la hora de vengarnos utilizando las armas más terribles que poseemos. Sin duda seremos calificados de «enemigos de la humanidad» y de «terroristas sanguinarios», pero debemos despreciar esos insultos. Nuestro profeta Mahoma fue ridiculizado con calificativos aún peores, pero eso no le impidió continuar su combate. Para llevar a cabo nuestra venganza necesitamos tres combatientes dispuestos al martirio. Hoy no puedo revelaros la misión; sólo puedo deciros que se llevará a cabo lejos de aquí. Además de valor se necesitará habilidad y determinación, cualidades que los tres poseéis, lo sé. Llegado el momento, recibiréis los papeles y el dinero, así como las instrucciones necesarias para el éxito de vuestra misión. —Mugnieh miró uno a uno a sus interlocutores—. ¿Queréis saber si esta misión es peligrosa? —preguntó—. Sí, lo será; es posible que los tres perdáis la vida. Pero, si lo lográis, vuestros nombres se inscribirán para siempre en el palmarés de los mayores héroes del Islam.

Siguió un largo silencio que Mugnieh interpretó como la voluntad de cada uno de impregnarse de su mensaje. Luego los tres palestinos se levantaron con un mismo impulso. Omar, el de más edad, hizo de intérprete de todos ellos.

—Hermano, agradecemos a Dios que nos haya elegido para esta misión suprema.