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WASHINGTON, DC
Una carta firmada por los «Guerreros de la Yihad»
Los funcionarios de la Casa Blanca que trabajaban en el inmenso centro de comunicaciones situado en el subsuelo del edificio administrativo de la presidencia le habían puesto un sobrenombre gracioso: the cyberspace soup kitchen «el comedor de beneficencia cibernético». En él había una batería de impresoras HPL para la recepción del correo electrónico presidencial que se enviaba a la Casa Blanca a la dirección «president@white-house.gov», así como a su sitio de Internet «white-house.gov.webmail». Aunque, obviamente, el presidente de Estados Unidos disponía de otras direcciones electrónicas reservadas para los asuntos de Estado, que sólo conocían los ministros y los miembros de su gabinete. Su correo llegaba a otro centro de recepción situado en la Casa Blanca.
Habitualmente, las impresoras de la soup kitchen escupían una media diaria de quince mil mensajes. Su procedencia y su objeto desafiaban la imaginación: desde el criador de cerdos de Iowa que anunciaba el envío de un cochinillo para el aniversario del presidente, hasta la madre de familia de Baton Rouge, en Louisiana, que decía que había llamado George a su bebé en homenaje al jefe del Estado. Y también, por supuesto, un montón de diatribas procedentes de los enemigos del presidente, adversarios políticos u otros.
Desde que la campaña para la reelección presidencial había entrado en su fase activa, el número de mensajes se había duplicado. El equipo de la soup kitchen los clasificaba en diferentes categorías, cada una de las cuales expresaba las reacciones populares sobre los mayores problemas de la campaña: la reducción de impuestos, el déficit presupuestario, el aumento del paro, la protección médica, las consecuencias preocupantes del conflicto iraquí, la lucha contra el terrorismo… El origen geográfico de cada mensaje era catalogado, lo que permitía a los consejeros del presidente medir el impacto de sus declaraciones en las diferentes regiones del país.
Ese domingo por la mañana, la encargada de clasificar el correo era Ann McCormick, una encantadora joven morena de veintinueve años, diplomada en Vassar, que tenía fama de trabajar con meticulosidad de archivista. Mientras seleccionaba una pila de reacciones al vigoroso discurso sobre la protección social que el presidente había pronunciado el día anterior, una de sus colegas se acercó a ella.
—¡Ann! Deberías echarle una ojeada a esto. Acaba de salir de la impresora número cuatro.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la joven al leer las primeras líneas. Los mensajes fantasiosos formaban parte de la rutina de la soup kitchen, pero ése parecía serio—. Hay que advertir al oficial de guardia del Servicio Secreto —ordenó—; que venga de inmediato.
El Servicio Secreto es el organismo presidencial encargado de la seguridad del jefe de Estado y del gobierno de Estados Unidos.
A pesar de su corpulencia, el cincuentón Bill Malley sólo necesitó cinco minutos para acudir desde su despacho situado en el ala oeste de la Casa Blanca.
—¿Qué pasa? —preguntó casi sin aliento.
—Lea —contestó Ann tendiéndole la hoja—. Acaba de llegar. Esta vez, a lo mejor va en serio.
Al servidor del «Gran Satán», George W. Bush.
Alá, el Señor del Mundo, proclama que, ya que nuestros enemigos destruyen nuestros pueblos y ciudades, es nuestro deber responderles del mismo modo. Han aniquilado las ciudades y los pueblos de nuestros hermanos de Iraq.
Con sus aliados israelíes destruyen cada día los pueblos y las ciudades robadas a nuestros hermanos de Palestina en 1967. Por tanto, hemos decidido colocar en la gran ciudad de Nueva York la más terrible de las armas, una bomba atómica.
Dentro de cinco días exactamente a mediodía, hora de Nueva York, la haremos explotar si hasta entonces no han obligado a sus vasallos israelíes a comprometerse ante todo el mundo a evacuar cada colonia judía construida en la tierra sustraída a nuestros hermanos y hermanas de Palestina.
Estas colonias constituyen un crimen que deben reparar; si no lo hacen, ustedes y sus conciudadanos corren el riesgo de pagar muy cara su complicidad. En el caso de que intenten salvar a los habitantes de Nueva York mediante su evacuación, haremos explotar la bomba de inmediato.
Sabiendo que, con su inmenso orgullo, se negarán a creer que somos capaces de castigarlos, aportamos una prueba de la realidad de esta amenaza. La encontrarán en una maleta marrón depositada en la consigna de la estación Pennsylvania de Nueva York, con la etiqueta número 102475/04.
El texto estaba firmado con el nombre de los «Guerreros de la Yihad», y había sido enviado desde la dirección «tombald@australialine.com».
El oficial dobló la hoja en cuatro y estudió tranquilamente los rostros inquietos que lo rodeaban.
—Escuchen —dijo—, probablemente sea una nueva tentativa de chantaje como las que recibimos regularmente. ¿Chalados del Islam en Australia? ¡Bah! —Sacudió la cabeza y luego apoyó el índice sobre los labios—: ¡Atención!, ni una palabra a nadie de esto antes de que yo aclare la situación. ¿De acuerdo?
Se tratara o no de una broma, Malley sabía que debía comunicar de inmediato la existencia del mensaje al Centro de Control del Terrorismo, situado en el cuartel general de la CIA en Langley, Virginia. Descartó hacerlo por el teléfono móvil y fue de prisa a su despacho para llamar por su línea protegida. Al entrar en el cuarto echó una ojeada al threat board, el tablón de las amenazas, colgado de la pared. Gracias a Dios, esa mañana, estaba vacío. La vida del presidente y la seguridad de la Casa Blanca no corrían un riesgo especial.
—¡Mierda! —exclamó mientras descolgaba el teléfono—, tal vez esto vaya a cambiar.
Bill Bernhart, el funcionario de servicio en Langley, con seguridad habría preferido pasar su domingo disputando el torneo de tenis organizado por su club del Washington Hilton. Con sólo treinta y dos años, ese alfeñique pelirrojo era ya uno de los veteranos de la CIA, con más de diez años de experiencia, cuatro de ellos en Yakarta, en Indonesia. El texto que le leyó Malley lo dejó helado. Aun antes de recibir el fax del mensaje, tecleó «Guerreros de la Yihad» en el ordenador que almacenaba todas las informaciones relativas al terrorismo. Su búsqueda resultó infructuosa.
Llamó entonces al funcionario de servicio de la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional, y le transmitió el texto para que hiciese identificar de inmediato al propietario australiano de la dirección electrónica. Luego alertó a la delegación de la CIA en Melbourne de que estuviera lista para intervenir en el domicilio del interesado en cuanto fuera localizado.
Luego se ocupó de la maleta depositada en la consigna de la estación de Nueva York. Este tipo de emergencias eran competencia de la seguridad federal, por lo que pidió a su homólogo del FBI en Washington que enviara un equipo a la estación Pennsylvania de Nueva York.
Finalmente, respetando el orden que se seguía en casos semejantes, alertó al centro de urgencias nucleares en el Departamento de Energía. Si la amenaza era de naturaleza nuclear, ese organismo se encargaría, bajo la autoridad del nuevo Departamento de Seguridad Interior, de tomar las medidas necesarias.
Antes de que Bernhart hubiera colgado, dos agentes de la brigada de explosivos del FBI, con casco y trajes ignífugos, salían en tromba del cuartel general del FBI en Manhattan y se lanzaban hacia la estación Pennsylvania. Despachada de urgencia, una escuadra de policías ya se había precipitado en el lugar para alejar a los viajeros de los alrededores de la consigna. Su llegada sorprendió al encargado haitiano de los equipajes. «¡Los de inmigración!», se dijo, aterrado. Cuando supo la verdadera razón de su presencia allí se sintió tan aliviado que casi tomó de la mano a los dos federales con cascos para conducirlos hasta la maleta que estaban buscando. Pero los policías avanzaron prudentemente, escrutando las filas de bultos con contadores Geiger.
—No hay explosivos en mis paquetes —dijo el haitiano—. Cada mañana y cada noche, colegas suyos hacen que un perro los olfatee para ver si hay bombas o coca oculta…
—Uno de los agentes ya había llamado al centro de urgencias nucleares del Departamento de Energía en Washington para informar del descubrimiento de la maleta. El testimonio sobre el perro policía bastó para que Washington ordenara a los artificieros que la revisaran. Con la precaución de los cirujanos que abren un corazón humano, los dos hombres forzaron la pequeña cerradura de la maleta y levantaron la tapa con prudencia. Se quedaron estupefactos al ver su contenido.
—Hay un paquete de planos industriales —explicó el primer federal por teléfono—. Hay disquetes de ordenador. Sí, también una bola dos veces mayor que una pelota de béisbol. Se diría que está envuelta en una funda de plomo. Ni rastro de radiaciones: los contadores Geiger dan negativo. ¡Espere!… hay una etiqueta pegada con una inscripción. Se la leo: «A la atención del presidente de Estados Unidos. Esto es una muestra del U-235 que hemos utilizado para la fabricación de nuestra bomba». ¡Demonios! ¿Qué es eso del U-235?
—Uranio altamente enriquecido —respondió uno de los especialistas de Washington, irritado por la ignorancia de los agentes federales—. Coja la bola y descríbala.
—¡Santo Dios! —exclamó el federal—. Pesa una tonelada. Parece de metal; de metal gris.
En Washington, los dos especialistas se miraron con perplejidad.
—¿Qué opinas? ¿Podría ser uranio altamente enriquecido? —dijo uno de ellos.
—En todo caso, no debemos correr riesgos —declaró su jefe, que había retomado el contacto con los dos federales de la estación—. ¡Muchachos! Llevad volando esa maleta y todo lo que contiene a la Marine Air Terminal del aeropuerto de La Guardia. Nosotros alertaremos a la base de McGuire para que un jet vaya a buscarla y la transporte a nuestro laboratorio de Livermore en California.
—¡Dios mío! —farfulló el especialista de Washington después de haber cortado la comunicación—, puede ser el golpe que todos temíamos uno de estos días.
—Tal vez —asintió su colega—, pero creo que no hay que hacer sonar la sirena de alarma enseguida. Esperemos que Livermore nos envíe sus primeras observaciones sobre los planos y la bola de metal. De aquí a las cinco de la tarde tendrán tiempo de pasarla por rayos gamma, así como el resto del contenido de la maleta. Entonces sabremos si se trata de verdad de uranio altamente enriquecido. Como siempre, hay que esperar lo peor, convoquemos al equipo de las respuestas de urgencia aquí mismo para las cinco de la tarde. Mientras tanto, vamos a tratar de averiguar si en alguna parte del mundo han notado la desaparición de U-235. Informaré de inmediato a Andrew Card, el secretario general de la Casa Blanca, para que esté al corriente.
—¿Y de Nueva York a quién? ¿Al alcalde, al gobernador?
—Es un asunto del presidente. Lo conozco: deseará tomarse su tiempo, esperar que tengamos una evaluación precisa de la situación. Muévete, avisa a todo el mundo. Nos encontramos todos aquí a las cinco.
A las cinco menos cinco, todo estaba listo en el despacho B 26 de la dirección de respuestas de urgencia del Departamento de Energía. Se había establecido contacto de videoconferencia en circuito cerrado con los laboratorios de Livermore, de Los Álamos y de Sandia, en Nuevo México, de Brookhaven a Long Island, así como con las direcciones de la CIA, del FBI y de la NSA, y con Andrew Card, el secretario general de la Casa Blanca. Dos físicos nucleares adjuntos al equipo de respuestas de urgencia habían sido arrancados de su domingo en familia, así como Dick Hawkins, el representante en Washington del NEST,[1] el organismo especializado en la búsqueda de fuentes criminales de radiactividad nuclear en las ciudades norteamericanas.
La reunión se desarrollaría con la dirección de Paul Anscom, el atlético cincuentón responsable de las urgencias nucleares en el nuevo Departamento de Seguridad Interior. Doctorado en física en la Universidad de Carnegie Tech, Anscom podía ganar en el campo privado cuatro o cinco veces su salario de funcionario. Había preferido hacer toda su carrera en los departamentos de Energía y de Defensa, en lugar de los puentes de plata que le ofrecían una vida en el corazón del poder.
—Hola a todo el mundo —saludó con su sonrisa habitual—. Mientras esperamos el informe preliminar de Livermore sobre ese trozo de metal, me gustaría saber si nuestro colega de la CIA encontró algo sobre esos llamados «Guerreros de la Yihad».
—Por desgracia, no —deploró Bill Bernhart—. Buscamos ese nombre en todos nuestros bancos de datos informáticos, pero no obtuvimos resultado. Sin embargo, creo que no hay que sacar conclusiones precipitadas. Esos islamistas suelen inventar nuevos nombres para cubrir sus operaciones. Como ese Segundo Ejército de Mahoma, que ha reivindicado el atentado contra el cuartel general de la ONU en Bagdad. O Hezbolá, cuando atacaba las instituciones judías de Buenos Aires utilizando nombres de los que nadie había oído hablar y de los que nunca volvimos a saber.
—¿Esto apunta a Hezbolá? —preguntó Anscom.
—Es posible. A menos que Al Qaeda se inspire a su vez en esa táctica.
—¡Señores! —El director del laboratorio nacional de Livermore acababa de aparecer en pantalla. Junto a él había un hombre de unos cuarenta años, en mangas de camisa, con los cabellos recogidos en una coleta, al que presentó—: El doctor Bob Mott está preparado para comunicarles sus primeras comprobaciones.
—La bola de metal enviada a nuestro laboratorio para su análisis es, en efecto, uranio altamente enriquecido —declaró el científico—. El examen espectrográfico ha revelado una tasa de enriquecimiento de, por lo menos, el noventa por ciento, pero creo que nuestros próximos análisis nos darán una tasa de pureza del noventa y dos o noventa y tres por ciento.
—En otras palabras, uranio de calidad militar —subrayó Anscom.
—No hay ninguna duda al respecto. Si esos terroristas poseen veintitrés kilos de esta materia fisible, tienen con qué hacer una bomba atómica.
—¿Y qué resultado ha dado el examen de los planos que había junto con la muestra de metal? —preguntó Anscom.
—Al parecer se trata de una copia exacta de los planos iraquíes para la fabricación de un artefacto nuclear que los inspectores de la ONU para el desarme descubrieron en 1995 cerca de Bagdad. Dicho de otra forma, planos muy creíbles.
—¡Un momento, por favor! —interrumpió con autoridad el secretario general Andrew Card, que hablaba desde la Casa Blanca—. Me parece que este asunto está tomando un cariz extremadamente serio. El presidente debe ser informado; estoy seguro de que querrá participar en esta discusión.
—¿Dónde está? —quiso saber Anscom.
—Acaba de volver de Alabama y ahora está descansando en sus habitaciones privadas viendo un partido de béisbol por televisión.
—Perfecto —dijo Anscom—. Suspendamos nuestra reunión durante media hora para permitirle al jefe de Estado reunirse con nosotros.
—Propongo que nos encontremos en la sala de conferencias del Consejo Nacional de Seguridad, en el subsuelo del ala oeste de la Casa Blanca —precisó Andrew Card, preocupado por limitar los desplazamientos del presidente.
En su mano izquierda, George W. Bush tenía el teléfono móvil que lo comunicaba con su padre, que descansaba en su propiedad de Kennebunk Port, en Maine, y en la derecha, el mando a distancia del televisor. Con el rostro risueño, saludando cada proeza del equipo de béisbol de los Astros con un grito de alegría, miraba uno de esos partidos memorables que adoraba.
Fue entonces cuando la alta silueta distinguida de Andrew Card apareció en la puerta.
—Perdone que lo interrumpa, señor presidente, pero hay algo importante —declaró el secretario general de la Casa Blanca.
—¿Importante? —se rió el presidente—. ¿Qué puede haber más importante que un buen tanto de los Astros?
—Esto —respondió Card al tiempo que le tendía el mensaje de los terroristas, así como el informe preliminar del laboratorio de Livermore sobre la naturaleza del metal encontrado en la maleta.
—¡Santo Dios! —se sobresaltó Bush en cuanto empezó a leer. Acto seguido pulsó una tecla de su teléfono—: ¿Hola, papá? Esto es una pesadilla o una broma pesada. ¡Escucha! —y le leyó el texto lentamente.
Siguió un largo silencio. El padre del presidente trataba de evaluar la gravedad de la situación.
—Tal vez sea sólo una vulgar tentativa de chantaje —terminó por decir para tranquilizar a su hijo—. Lleva las cosas con calma mientras no sepas con absoluta certeza que realmente hay un artefacto nuclear escondido en Nueva York. Si me necesitas, iré.
Él era la única persona capaz de reconfortar al presidente de Estados Unidos. Sus frecuentes discusiones desembocaban siempre en consejos prudentes y análisis políticos sensatos. Aunque sus compatriotas ignoraran estos intercambios, para George W. Bush constituían un pilar fundamental del ejercicio del poder.
—Señor presidente —interrumpió el secretario general—, tengo prevista una reunión de un comité de crisis con sus principales colaboradores en la sala del Consejo de Seguridad. Las mismas personas que reunió cuando los conflictos con Afganistán e Iraq, más nuestros expertos nucleares de los departamentos de Energía y Seguridad Interior. El comienzo de la conferencia está previsto —miró su reloj— para dentro de veinte minutos.
—Muy bien —asintió el jefe del Estado mientras apagaba el teléfono y el televisor—. Esto me deja algunos instantes para reflexionar.
Tenía una confianza total en su secretario general. Lo sabía siempre listo para tomar una buena decisión, para tomarla de prisa, con un mínimo de vacilaciones. Apenas la puerta del salón se cerró tras él, George W. Bush se hundió en su sillón y cerró los ojos. «Señor —murmuró para sus adentros—, protégenos. ¡Te lo suplico, haz que todo sea una broma!».
Esta manera instintiva de volverse a la plegaria reflejaba un aspecto profundo y significativo de la personalidad del presidente de Estados Unidos. Desde el día en que, cediendo a las súplicas de su esposa Laura, había renunciado al alcohol, su mayor debilidad desde sus años de universidad en Yale, no había dejado de buscar en la religión una fuente de fuerza y apaciguamiento. Por más que sus detractores bautizaran su conversión como «Adiós, whisky, salud, Jesús», ésta era real.
«Hoy no sería presidente de Estados Unidos si no hubiera dejado de beber —confiaba a menudo George W. Bush a sus amigos íntimos—; sólo pude lograrlo con la ayuda de Dios».
Si el mensaje de los «Guerreros de la Yihad» a la Casa Blanca no era una broma pesada, estaba seguro de que necesitaría una buena dosis de apoyo espiritual. Los nueve primeros meses de su presidencia habían estado marcados por una extrema trivialidad. El fallo de las máquinas electorales había privado a muchos estadounidenses de sus votos, y éstos empezaban a reprochar a los jueces de la Corte Suprema que lo hubieran conducido al poder. Toda su política exterior durante esos primeros meses se había reducido a una breve visita a México y a una indiferencia obstinada por los problemas de Oriente Medio. Sólo había sabido ofrecer a una economía nacional con algunas deficiencias una reducción de impuestos que favorecía a las mayores fortunas.
Luego, al igual que Pearl Harbor había marcado con un sello indeleble el tercer mandato de Franklin Roosevelt, los ataques terroristas del 11 de setiembre de 2001 lo habían alzado, a su pesar, al rango de jefe de un Estado en guerra, al mando de una cruzada contra las fuerzas del mal. Si bien su carrera militar se había distinguido por su insignificancia, no había dudado en comprometer a su país en dos guerras extranjeras, una contra los talibanes en Afganistán y otra contra Saddam Hussein en Iraq. En ambas había obtenido una victoria militar, aunque, en realidad, ninguno de los dos conflictos había terminado. Por el contrario, estaba lejos de haber ganado la guerra contra el terrorismo.
George W. Bush se levantó, se ajustó la corbata, se puso la chaqueta y dio algunos pasos hacia la ventana. La abrió y respiró profundamente el olor de las hojas muertas que colmaba el aire húmedo de esa tarde de otoño. Más allá del césped y de las verjas vio los faros de los pocos coches que subían por la avenida Pennsylvania. Y en ese momento lo invadió una certeza: si esa amenaza era real, ésa iba a ser la crisis más grave que tendría que afrontar su presidencia. No obstante, él no era el primer presidente de Estados Unidos que debía hacer frente a semejante crisis. Gerald Ford había tenido ese triste privilegio en 1974, y también a propósito de un conflicto en Oriente Próximo. Unos palestinos lo amenazaron con hacer explotar una bomba atómica en pleno corazón de la ciudad de Boston si no liberaban a once de sus camaradas de las prisiones israelíes. Al igual que la mayoría de los casos similares que siguieron, ese chantaje había resultado un engaño. Pero durante varias horas un presidente de Estados Unidos debió considerar un holocausto nuclear en una ciudad estadounidense. Los habitantes de Boston nunca lo supieron.
—Señor presidente…
George W. Bush se volvió y vio el rostro tranquilizador de Andrew Card.
—Todo el mundo lo está esperando en la sala del Consejo de Seguridad.
Hasta ese momento, aun en las horas más cruciales en Afganistán y en Iraq, George W. Bush siempre había empezado sus reuniones con una sonrisa y unas palabras de aliento o una broma irónica inspirada en los títulos de los periódicos del día. Pero ese día nada de eso sucedió. Con el rostro tenso, la espalda ligeramente arqueada, se dirigió con paso rápido hacia su sillón en el centro de la mesa de conferencias sin echar siquiera una mirada hacia los que habían compartido con él las horas intensas de los últimos meses.
Aunque impregnada de historia, la sala de conferencias del Consejo Nacional de Seguridad seguía teniendo un aspecto trivial. Muchos de los que la frecuentaban la comparaban con una sala de conferencias de un banco de provincias. Sin embargo, entre esos muros pintados de verde claro, Kennedy había considerado desencadenar la tercera guerra mundial durante la crisis de los misiles de Cuba; Johnson había ordenado el envío de medio millón de estadounidenses a Vietnam; Nixon había proyectado la caída de Salvador Allende y el reconocimiento de China; Cárter se había enterado del fracaso de la operación de salvamento de los rehenes estadounidenses en manos del ayatolá Jomeini; el primer presidente Bush había lanzado la operación «Tormenta del Desierto» en el golfo Pérsico, y el actual jefe del Estado había decidido lanzar sus fuerzas contra Saddam Hussein.
La aparente trivialidad del cuarto era engañosa. Detrás de los revestimientos de madera, un sistema de comunicaciones ultra sofisticado permitía al jefe del Estado y a sus colaboradores entrar de inmediato en contacto con todos los engranajes de la potencia norteamericana en el mundo.
Apenas se sentó, el primer gesto de George W. Bush fue inclinar la cabeza en una plegaria silenciosa, actitud que todos juzgaron especialmente apropiada para ese domingo de otoño y, habituados al ritual, bajaron asimismo la cabeza. Acto seguido, el presidente tomó la palabra:
—En estos momentos, tal vez nos estemos enfrentando de nuevo a esa pesadilla que me atormenta desde el comienzo de mi presidencia, un arma de destrucción masiva en manos de terroristas. —Sus pequeños ojos debajo de las espesas cejas se volvieron hacia el representante del Departamento de Seguridad Interior—: ¡Anscom! —dijo, blandiendo el informe que le había entregado su secretario general—, ¿hay algo nuevo que deberíamos conocer antes de empezar?
—En absoluto, señor presidente. Los científicos del laboratorio de Livermore confirman que los planos encontrados en la maleta son la réplica exacta de los planos para la confección de una bomba de uranio enriquecido que los inspectores de la ONU descubrieron en 1995 en Iraq.
—¿Y cómo llegaron a esa conclusión?
—Gracias a dos observaciones. Los investigadores iraquíes sabían que no podían realizar un ensayo nuclear para verificar sus cálculos. Por tanto, decidieron aumentar el volumen de material fisible para su bomba hasta los veintitrés kilos en lugar de los veinte habituales; era una manera de asegurarse de que su artefacto explotara con seguridad. Luego, la gente de Livermore comprobó que los códigos informáticos destinados a sincronizar los encendidos de la bomba iraquí eran los mismos en los planos encontrados en Iraq que en los recuperados en la maleta dejada en la estación Pennsylvania de Nueva York.
—Es probable que esos «Guerreros de la Yihad» sean, pues, iraquíes.
—Señor presidente —intervino una voz. La luz de neón acentuaba la melancolía habitual del rostro de Milt Anderson, el especialista en asuntos árabes recientemente nombrado por el presidente al frente de la CIA—. Yo no me precipitaría en esa conclusión —declaró Anderson—. El mundo islámico está repleto de extremistas que lo odian a usted, que odian nuestro país y todos los valores que representa.
De sus veinticinco años de carrera en Oriente Próximo y en Oriente Medio, Anderson se llevó una úlcera de estómago y una desconfianza tenaz respecto de los árabes. Nadie en esa sala conocía el mundo islámico como él. Nacido en el Líbano, donde su padre enseñaba en la universidad estadounidense de Beirut, había aprendido árabe en las rodillas de su nodriza. Apenas salió de la universidad, fue reclutado por la CIA, al servicio de la cual estuvo en Sudán, en Iraq y en Bahrein y, más recientemente, en Afganistán, en calidad de director de operaciones de la Agencia durante la guerra contra los soviéticos.
George W. Bush cruzó las manos sobre la mesa como solía hacerlo en los momentos solemnes.
—El 4 de julio del año pasado, en ocasión de la fiesta nacional, juré que combatiría a cualquier grupo terrorista que amenazara a Estados Unidos —declaró—. ¿Pero cómo puedo mantener ese juramento si no sé quién nos amenaza? ¿Bin Laden podría estar detrás de este chantaje?
—Es una posibilidad —asintió Anderson, echando hacia atrás sus anchos hombros, que en otra época habían dado días de gloria a su equipo de fútbol en la Universidad de Oklahoma—. Encuentro en el texto del mensaje un tono muy similar a algunos de sus escritos. La posesión de bombas atómicas islámicas representaría a sus ojos el medio de trastocar el equilibrio de las fuerzas entre el Islam y Occidente. En septiembre de 1998, en Munich, los alemanes detuvieron a uno de sus principales lugartenientes con una maleta llena de dólares que le hubieran permitido comprar uranio altamente enriquecido en Ucrania. Por otra parte, tenemos buenas razones para creer que Bin Laden estaba dispuesto a pagar treinta millones de dólares a los chechenos para conseguir los materiales necesarios para fabricar dos o tres bombas sucias. —Anderson consultó furtivamente sus anotaciones—. Pero hay algo más preocupante —continuó—. Sabemos que Bin Laden está muy relacionado con Abdul Sharif Ahmad, uno de los responsables de la construcción de la bomba atómica pakistaní. Se han encontrado en secreto por lo menos dos veces en Kandahar, justo antes del comienzo de la guerra de Afganistán. Por desgracia, nada ha trascendido de lo que se dijeron en esos encuentros, pero puede estar seguro de que no hablaron de la serie «Sexo en Nueva York».
La observación distendió brevemente la tensión que se respiraba en la estancia. El presidente se volvió entonces hacia el joven funcionario que representaba a la Agencia de Seguridad Nacional, el organismo encargado de interceptar y decodificar los millones de mensajes y comunicaciones que transitaban todos los días a través del ciberespacio.
—Señor Putnam, ¿su gente ha podido saber quién está detrás de la dirección electrónica australiana que figura en el mensaje que hemos recibido? —preguntó.
—Sí —respondió el joven funcionario—. Hemos enviado a uno de nuestros agentes a la casa del propietario de esa dirección… Es un chico de trece años que vive en Adelaida.
—¡Un chico de trece años! —exclamó el presidente, en cuyo rostro apareció de pronto una amplia sonrisa—. ¡Así pues, se trata de una broma!
—Mucho me temo que no es así —repuso tímidamente Putnam.
Su traje, demasiado grande para sus frágiles hombros, y su poca altura no correspondían a la idea que uno tenía habitualmente de un agente federal. A la salida de la Universidad de Cal Tech, donde sus camaradas lo llamaban «la alondra», el joven Putnam se había convertido en un pirata informático, lo que no tardó en ocasionarle algunos disgustos con la justicia. Finalmente salió de ese mal paso al aceptar poner su talento al servicio del país.
—Ese joven australiano fue víctima de un robo informático —explicó. El verdadero autor del mensaje ha utilizado toda una cadena de relevos para disimular su procedencia. Es una técnica que conocen muy bien los piratas informáticos, así como los terroristas hábiles y los criminales que saben manipular Internet. Entraron en el ordenador del muchacho para mandar desde él su mensaje a la Casa Blanca. Luego destruyeron su disco duro para que no quedara rastro del mensaje ni de su procedencia. Por suerte, el servidor «Australia on Line» pudo encontrar el mensaje introducido en el ordenador justo antes de que lo borraran. Logramos seguirle la pista hasta una maestra que vive en Dorset, Inglaterra, que había sido víctima de la misma manipulación. Gracias a la ayuda de los servidores «AOL» en Estados Unidos y «Wanadoo» en Francia, llegamos hasta ordenadores de Polonia, Alemania, Francia e incluso un cibercafé de Sanaa, la capital de Yemen. Allí se perdía la pista. Uno de nuestros agentes fue a ese cibercafé. Teniendo en cuenta la diferencia horaria, allí es más de medianoche. El propietario le dijo que ignoraba la identidad de quienes habían utilizado sus ordenadores a la hora en que pensamos que el mensaje había sido enviado.
El presidente había palidecido. Como no era un experto en informática, se inquietó:
—¿Me está diciendo que nunca se podrá identificar al cabrón que mandó el mensaje?
—Me temo que sí —respondió el ex pirata informático.
—Algo está claro —observó entonces el director de la CIA—: la complejidad de los medios que esos terroristas han desplegado para disimular la procedencia del mensaje. Son verdaderos profesionales.
—Verdaderos profesionales como tienen que serlo todos los que están en esta sala —comentó vivamente el jefe del Estado—. ¡Quiero saber quiénes son los autores de este chantaje! Empiezo todas mis jornadas, al amanecer, con la lectura de los informes y las evaluaciones de las amenazas terroristas que han redactado nuestras diferentes agencias de información. ¿Acaso en los informes de la última semana había el menor indicio de esta amenaza? La respuesta es no.
Que el presidente de Estados Unidos pudiera sentir tal cólera se debía a la naturaleza especial del chantaje. George W. Bush presidía los destinos de la nación más poderosa del mundo, el último súperestado del globo, un país cuyo poder superaba ampliamente el de los imperios de Roma y Babilonia, de la Francia de Luis XIV y de Napoleón, del Oriente de los califas, de la China de los Ming, de la Rusia de los zares. Disponía de un poderío militar que no se podía comparar con el de todos los césares de la historia, los Gengis Kan, los grandes mogoles, los reyes y los káiseres. Pero, no obstante, estaba desarmado ante ese adversario fantasma. Sabía que el terrorismo era el instrumento privilegiado de todos los que querían atacar su país. «Ocultándose en el anonimato, hacen de nosotros un gigante impotente privado de capacidad para devolver los golpes», deploraba.
Desde su «conversión», George W. Bush observaba una notable disciplina de vida: nada de alcohol, una hora al día de ejercicio físico intensivo, acostarse a las diez. Y, al contrario de su predecesor, ningún navajazo al contrato conyugal. Como muchos de sus colaboradores habían podido percibir, ese comportamiento sensato no dejaba de ocultar a un ser hiperactivo, gobernado por el instinto más que por la razón. Esa tarde, el instinto de George W. Bush le decía que el asunto de los «Guerreros de la Yihad» tal vez no fuera una broma.
Inclinó la cabeza con una sonrisa amistosa hacia Condoleezza Rice, su consejera de Seguridad Nacional; luego se volvió hacia el conjunto de los asistentes.
—Señora, señores, tengo que plantearles cuatro preguntas. Primera, ¿cuáles son las posibilidades de que esos terroristas hayan logrado obtener el uranio altamente enriquecido que necesitan para fabricar su bomba? Segunda, suponiendo que lo hayan conseguido, ¿podrían haber introducido esa bomba en suelo norteamericano sin ser detectada? Tercera, ¿qué actitud debemos adoptar respecto a la ciudad de Nueva York? ¿A quién debemos advertir? ¿Al alcalde Bloomberg? ¿Al gobernador Pataki? ¿A la policía? ¿Al senador Schumer? ¿A Hillary Clinton? ¡Dios no lo quiera! Y, cuarta, si esa bomba existe realmente y ha sido colocada en Nueva York, ¿qué tipo de destrucción podría provocar si estallara? Como saben, creo en la realidad de los hechos. Consideremos estas preguntas una después de otra. Anscom, la primera es para usted.
El representante del Departamento de Seguridad Interior se enderezó en su asiento. Su tono era grave, casi solemne.
—Señor presidente, durante los últimos cuatro años nuestros esfuerzos han tendido a contener la proliferación nuclear para impedir que diversos países del eje del mal como Irán, Libia y Corea del Norte se conviertan en potencias nucleares. Para que una nación sea considerada una potencia nuclear no basta con poseer una bomba; hay que tener por lo menos una docena y, sobre todo, lo más importante, hay que disponer de una fuente de materias fisibles. Por el contrario, para ser terroristas nucleares como reivindican esos «Guerreros de la Yihad», basta con procurarse el material necesario para la confección de una sola bomba.
—¿Dónde han podido conseguir ese material?
—En Rusia y en Ucrania. A pesar de la diferencia horaria, hemos podido hablar con nuestros contactos en esos dos países. Parece que algunos cientos de gramos de material de calidad militar han desaparecido en el transcurso de los últimos años. Sabemos que hubo siete tentativas de hacer salir clandestinamente de esos países uranio enriquecido, pero cada vez en cantidades inferiores a las necesarias para la fabricación de una bomba. Nuestros contactos nos han asegurado que, hasta anoche, ningún informe había señalado una desaparición significativa de material de calidad militar.
—¿Podemos confiar en esas informaciones?
—En realidad, no, señor presidente. Sin embargo, mantenemos las mejores relaciones posibles con los servicios del presidente Putin. Justo antes de que tomaran el teatro de Moscú en octubre de 2002, los chechenos intentaron entrar en una antigua instalación nuclear soviética. No lo lograron. Así pues, podemos pensar que a los terroristas les ha resultado difícil encontrar en Rusia el uranio que necesitan. —Anscom hizo una pausa. Sabía que al presidente no le gustaría lo que iba a agregar—. Por desgracia, aquí, en Estados Unidos, existen instalaciones nucleares insuficientemente protegidas y, en consecuencia, vulnerables a las tentativas de robo. Por ejemplo, varias toneladas de uranio altamente enriquecido están depositadas en un viejo almacén casi abandonado de Oakridge, en Tennessee. No se necesitaría mucho para…
—¡Cómo! —saltó el jefe del Estado—. ¿Y por qué no están debidamente protegidas esas instalaciones?
Anscom levantó los brazos en un gesto de impotencia.
—Siempre la misma historia. Hermosas promesas por parte de nuestros amigos del Congreso, pero pocos medios para cumplirlas.
—¿Y China? —presionó el presidente.
—Nuestras informaciones sobre su programa nuclear son muy limitadas. Los chinos protegen con tanto celo todo lo que concierne a sus actividades nucleares que parece poco probable que los terroristas hayan podido violar una de sus instalaciones. Además, no olvidemos que los chinos tienen problemas con sus propios separatistas islámicos.
—¿Corea del Norte?
—Su programa utiliza plutonio, no uranio.
—¿India?
—Lo mismo, señor presidente.
—¿Pakistán?
Anscom sacudió varias veces la cabeza.
—A pesar de las buenas relaciones que usted mantiene con el general Musharraf desde el 11 de septiembre, Pakistán es nuestra principal preocupación. Ha escuchado lo que nos dijo Milt Anderson a propósito de los científicos que han construido la bomba atómica pakistaní. El jefe del Estado Mayor del Ejército, el general Mohammed Aziz Kan, ha declarado recientemente en público que «Estados Unidos es el enemigo número uno del mundo musulmán». Muchos militares y responsables de la comunidad científica pakistaní consideran que su bomba es un arma islámica, lo que sugiere que podría utilizarse en otros conflictos además de los que enfrentan a Pakistán y a la India.
El presidente Bush se secó con un pañuelo las gotas de sudor que perlaban sus sienes.
—Si he comprendido bien, no tenemos el menor indicio sobre la procedencia de esa bomba satánica, suponiendo que exista.
—No todavía, señor presidente, pero, con un poco de suerte, tendremos información dentro de poco.
—¿Cómo?
—Nuestros científicos de Livermore están tratando de analizar la bola de uranio altamente enriquecido que se encontró en la maleta. En el mundo existen pocas instalaciones capaces de enriquecer el uranio. Si se estudian las firmas radiactivas contenidas en ese trozo de metal y se descuenta el número de isótopos que hay en ellas, nuestros especialistas deberían poder hacerse una idea de la técnica y del lugar donde se trató ese uranio.
—¿Cuánto tiempo llevará?
—No mucho.
—¡Bien! —contestó el jefe del Estado, esbozando una breve sonrisa—. Segunda pregunta: si esa bomba existe realmente, ¿puede pensarse que esos «Guerreros de la Yihad» han logrado introducirla en Nueva York?
El director adjunto de la Administración de Aduanas hizo un gesto que indicaba que estaba listo para contestar. Larry Schorr hacía olvidar lo banal de su apariencia con un floreciente bigote en medio de su cara redonda. Ni un par de gafas italianas, un automóvil japonés, un camembert de Normandía o una Biblia impresa en Bangladesh entraban en el territorio de Estados Unidos sin satisfacer las formalidades de su administración. Desde el 11 de septiembre y la creación de un Departamento de Seguridad Interior, las aduanas formaban parte integrante de la planificación anti-terrorista.
—Señor presidente, como sabe, en la actualidad, la mayor prioridad de las aduanas estadounidenses es impedir la introducción de artefactos nucleares o sustancias radiactivas en el país —declaró. Exigimos recibir la declaración de carga de todos los navíos que hacen escala en nuestros puertos cuatro días antes de su llegada. Además, hemos colocado agentes en una treintena de puertos extranjeros con la misión de vigilar todas las mercancías que embarcan hacia Estados Unidos.
—¡Todo eso son nimiedades!
La exclamación de Andy Mears, un hombre corpulento con el rostro marcado, sorprendió a los presentes. Era el director de la oficina de contra-terrorismo en la Casa Blanca. Después de treinta años de buenos y leales servicios en el Consejo Nacional de Seguridad con cinco presidentes, Mears seguía siendo miembro del Partido Demócrata y le gustaba decir bromeando que era «el liberal de turno» en el seno de la Administración republicana de George W. Bush.
—La cantidad de mercancías en contenedores que entran en nuestro país sin ningún control es enorme —se apresuró a explicar—. Registramos los equipajes de cualquier paleto que llega por avión, pero dejamos entrar miles de contenedores en nuestros puertos sin siquiera echarles una ojeada. Las aduanas pretenden que inspeccionan el dos por ciento de esos contenedores, pero el verdadero porcentaje, señor presidente, está más cerca del cero cincuenta por ciento.
—¿Qué responde a eso, señor Schorr? —preguntó en seguida George W. Bush.
—Señor presidente —comenzó con embarazo el funcionario—, los industriales y los comerciantes de este país, desde General Motors hasta el más pequeño fabricante de artículos deportivos, dependen para su actividad de mercancías importadas. Si empezáramos a registrar a fondo cada uno de los veintiún mil contenedores que desembarcan a diario en nuestros puertos, provocaríamos un caos económico. General Motors pararía sus cadenas de producción. En cuanto a la gran distribución y a los pequeños comercios, despedirían a millones de asalariados.
—Pero yo creía que habíamos instalado nuevas tecnologías capaces de detectar cualquier intrusión de artefactos nucleares —se asombró el jefe del Estado.
Andy Mears no iba a perder la ocasión de atrapar la pregunta al vuelo. Se dedicaba al tema desde hacía semanas, con pobres resultados.
—Señor presidente, no se engañe. Un artefacto nuclear envuelto en una protección adecuada tiene todas las posibilidades de pasar desapercibido sin que los detectores más sofisticados que podamos instalar actualmente lo descubran.
—Mi pregunta concernía a los nuevos sistemas sobre los que se supone que hemos empezado a trabajar —replicó el jefe del Estado.
Andy Mears sabía que naufragaba, pero la situación le parecía lo suficientemente seria como para no callarse.
—No abriguemos ilusiones, señor presidente. Este país derrocha ocho mil millones de dólares al año en un sistema de defensa contra los misiles rusos, que tal vez ni existen, y apenas seiscientos millones en la seguridad de los puertos. En esta guerra que tenemos que librar contra el terrorismo, a nuestras promesas nunca siguieron actos concretos. Engañamos de manera regular a nuestros compatriotas cuando les aseguramos que hacemos todo lo necesario para protegerlos del terrorismo.
Un silencio incómodo cayó sobre los asistentes.
A continuación el oficial de los marines encargado de las transmisiones levantó la mano desde el fondo de la sala.
—Señores, el laboratorio de Livermore reclama una conexión de vídeo inmediata —anunció.
En seguida bajó una pantalla del techo, y unos segundos más tarde aparecieron los rostros del director y de su ayudante con los cabellos recogidos en la nuca.
—El doctor Mott ha terminado el análisis de la bola de uranio altamente enriquecido encontrada en la maleta de Nueva York —anunció el director—. Bob, le toca a usted.
—Nuestro análisis isotópico ha revelado que la muestra de U-235 en cuestión ha sido enriquecida gracias a una técnica que el laboratorio de enriquecimiento de uranio de Urenco, en Anselm, Holanda, perfeccionó a mediados de los setenta —explicó el doctor Mott.
—¡En Holanda! —se asombró George W. Bush.
—Sí, señor presidente —confirmó el científico—. No olvide que Abdul Sharif Ahmad, uno de los principales responsables de la bomba atómica pakistaní, trabajó durante varios años en Europa. En 1976 volvió a Pakistán con una colección de planos destinados a la construcción de una fábrica de enriquecimiento de uranio en sus maletas. Los análisis preliminares demuestran que las técnicas de enriquecimiento practicadas en Holanda y la utilizada para la muestra examinada son idénticas. Nuestra conclusión es que ese trozo de uranio enriquecido procede del arsenal nuclear pakistaní.
Paul Anscom se apresuró a intervenir:
—Señor presidente, por preocupante que sea, esta comprobación no debe arrastrarnos a conclusiones precipitadas. El hecho de que esos terroristas hayan podido conseguir los planos de una bomba y algunos kilos de uranio no es suficiente para hacernos creer que han fabricado un artefacto capaz de producir una explosión nuclear. El ensamblaje de ese artefacto exige conocimientos científicos y una sofisticación que parece fuera del alcance de la gente con la que tratamos.
—No comparto su opinión —objetó vivamente Milt Anderson, el jefe de la CIA—. Para mí, este informe de Livermore abre todo un campo de nuevas inquietudes. Supongamos que esos terroristas cuentan con complicidades entre los militares pakistaníes, que los han ayudado a sustraer una o dos bombas del arsenal nuclear nacional…
—¿Es una hipótesis plausible? —interrumpió el presidente.
—Lo suficiente para provocar sudores fríos —aseguró Anderson—. ¿Acaso no ha sido con la complicidad de los compatriotas militares que el padre de la bomba atómica pakistaní, el doctor Abdul Qadeer Khan, ha podido vender secretos nucleares a Irán, Libia y Corea del Norte durante diez años? ¡Recuerden el sobresalto internacional que provocó a inicios de año la revelación de esta proliferación nuclear! Consideramos que, hoy, los pakistaníes poseen entre treinta y cinco y cincuenta bombas. Por razones de seguridad, almacenan las materias fisibles de sus artefactos y los sistemas de encendido en lugares diferentes: las bombas cerca de la pequeña ciudad de Kahuta, al sur de Rawalpindi, y los detonadores en Chasma, cerca de Islamabad. Sabemos muy poco acerca de estos sitios y de la seguridad que hay en ellos. Cuando se trata de dejar que los extranjeros se acerquen a sus instalaciones, los pakistaníes son tan paranoicos como los chinos. En todo caso, sabemos que sus bombas no están equipadas con códigos secretos de encendido.
El presidente consultó su reloj.
—Deben de ser casi las siete de la mañana en Islamabad. Como todos los viejos soldados, el general Musharraf es madrugador. Voy a llamarlo de inmediato para pedirle su opinión y, si es necesario, su asistencia. Les recomiendo que vayan a cenar ahora. Nos encontraremos de nuevo aquí exactamente dentro de una hora.
George W. Bush arrastró a algunos de sus consejeros más próximos hacia el comedor de sus habitaciones privadas antes de ir a encerrarse en el Despacho Oval para llamar al presidente de Pakistán. Los otros aprovecharon este respiro para bajar a la cafetería de la Casa Blanca. Paul Anscom se instaló solo en una mesa. Después de mordisquear algunas hojas de lechuga y un poco de queso, abrió su portafolios y sacó una foto que contempló con ternura antes de darle un beso. Era el retrato de Jane, su hija mayor, de diecinueve años, estudiante de tercer año en el Hunter College de Nueva York.
Según el deseo del jefe del Estado, los miembros del comité de crisis se encontraron a las nueve en punto en la sala de conferencias.
—El presidente Musharraf está consternado —anunció Bush—. Me ha asegurado su total cooperación. Ha ordenado proceder a una inspección inmediata de los diferentes arsenales del país para contar una a una sus bombas. Deberíamos tener noticias suyas muy pronto. Mientras esperamos, me gustaría que examináramos la situación en Nueva York.
—Señor presidente —dijo Anscom—, he hecho poner en alerta a todos nuestros equipos de búsqueda de explosivos nucleares y he ordenado que un primer destacamento se ponga de inmediato a disposición del cuartel general del FBI de Nueva York. Debido a la amenaza contenida en el mensaje de los terroristas, dije que se trataba de un simple ejercicio de seguridad.
Anscom estaba a punto de dar otras explicaciones cuando el oficial de los marines responsable de las transmisiones se deslizó detrás del jefe del Estado.
—Señor, el presidente Musharraf lo llama por su línea de seguridad del Despacho Oval.
George W. Bush se excusó y salió de prisa de la estancia.
Tres minutos más tarde estaba de regreso con el rostro lívido.
—El presidente Musharraf acaba de informarme de que ha desaparecido una bomba atómica del arsenal nuclear pakistaní.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Condoleezza Rice, la consejera de Seguridad Nacional del presidente. O sea, que esta amenaza no es una broma…
Un silencio horrorizado petrificó a los asistentes. Por primera vez, cada uno de ellos imaginaba la realidad de la espantosa pesadilla. El presidente retomó la palabra:
—Es la crisis más grave que haya conocido nuestro país —declaró—. Sugiero que guardemos algunos minutos de silencio para pedirle al Señor que inspire nuestra respuesta a este acto de barbarie.
Las cabezas se inclinaron todas a la vez. Luego, George W. Bush volvió a hablar para dirigirse a Anscom:
—Paul, si esos llamados «Guerreros de la Yihad» han logrado introducir su asquerosa bomba en Nueva York y la hacen explotar, ¿cuáles serían las consecuencias?
—Una hecatombe inimaginable —respondió Anscom—. Nuestros cálculos, basados en los planos hallados en la maleta recuperada en la estación, nos permiten prever una explosión de una potencia de entre diez y doce kilotones, o sea, más o menos la potencia de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. —Anscom hizo una señal con la cabeza y dos hombres que estaban sentados al fondo de la sala se acercaron a la mesa de conferencias—. Como estaba seguro de que me haría esa pregunta, señor presidente, pedí a dos de nuestros expertos que estuvieran aquí para responderle.
Mientras que el de más edad se sentaba al lado de Anscom y colocaba delante de él un ordenador portátil, su colega más joven desplegaba un inmenso mapa de Nueva York en un extremo de la mesa. Con las mejillas rosadas, unas pequeñas gafas con montura metálica y unas pajaritas del mismo color, Jerry McPherson y Tom Fraser parecían gemelos. Ambos habían consagrado la mayor parte de su vida profesional al estudio de los efectos apocalípticos que tendría la explosión de bombas nucleares y termonucleares en las ciudades estadounidenses. Esas terribles estadísticas les resultaban tan familiares como a un experto contable las columnas de un balance. Era su primera intervención ante el presidente de su país, un honor que consagraba el trabajo de toda su existencia.
McPherson encendió su ordenador. El aparato contenía las respuestas a todas las preguntas que le podían plantear: presión por centímetro cuadrado necesaria para romper un cristal, para hacer estallar una arteria pulmonar, para doblar una barra de hierro; grado de las quemaduras de la piel causadas por una bomba de diez kilotones que explotara a dos, cuatro u ocho kilómetros de distancia; naturaleza e intensidad de las radiaciones registradas a cincuenta kilómetros del lugar de la explosión, etc.
—Se nos ha pedido que describamos los efectos de la explosión de un artefacto nuclear de entre diez y doce kilotones en la península de Manhattan —empezó McPherson con el tono sentencioso de un arqueólogo que se aprestara a describir los vestigios de una civilización desaparecida—. No cabe duda: serian devastadores. Hemos supuesto que el artefacto esté colocado en alguna parte en el centro de Manhattan. —Hizo un gesto a su ayudante para que dirigiera el puntero luminoso al mapa—. Podemos afirmar que los primeros efectos de la explosión serán catastróficos en un primer círculo de alrededor de dos mil metros de radio.
El ayudante señaló el primero de los cuatro círculos que tenían como centro Times Square. Se trataba de una zona que, trasladada a la ciudad parisiense, representaría el espacio comprendido entre el arco de Triunfo, la torre Eiffel, la plaza de la Concorde y el Sacre Coeur de Montmartre.
—Virtualmente, en el interior de este primer círculo nada subsistirá, salvo que sea en forma de vestigio calcinado —explicó McPherson—. El calor de la explosión inflamará el menor elemento combustible, lo que es muy probable que desencadene un huracán de fuego análogo a los que envolvieron Hamburgo, Dresde y Tokio al final de la segunda guerra mundial.
—¡Dios santo! —murmuró el secretario de Estado Colin Powell, sentado a la derecha del presidente.
El jefe de la diplomacia estadounidense sobrevolaba periódicamente la ciudad a bordo del helicóptero que lo llevaba a sus reuniones en la sede de Naciones Unidas. ¿Cómo imaginar que las brillantes paredes de vidrio y acero que se extendían desde Wall Street hasta el Empire State Building pudieran desaparecer en un abrir y cerrar de ojos? Pero él sabía que esa pesadilla no era una elucubración surgida del cerebro de un burócrata al que sus cálculos habían vuelto loco. Powell había pasado gran parte de su carrera militar estudiando esos escenarios.
—¿Y las víctimas? —preguntó Bush.
McPherson tenía respuesta para todo:
—La población residencial de Manhattan es de unos cincuenta mil habitantes por kilómetro cuadrado, pero, durante el día, debido a la afluencia de trabajadores que llegan del exterior y a los turistas, esta cifra puede multiplicarse por diez. Por tanto, hay que esperar un millón de víctimas inmediatas —explicó.
—¡Un millón! —se atragantó Condoleezza Rice.
El tío y la tía que habían criado a la consejera del presidente después de la muerte de sus padres acababan de llegar a Nueva York para participar en un congreso de los Misioneros Baptistas Unificados que se celebraría durante toda la semana en el Greenwich Village, dentro de la línea roja del primer círculo.
—Estimamos que la explosión provocará entre doscientas y doscientas cincuenta mil víctimas más allá del primer círculo —continuó el experto con su disertación—. No habrá una sola cama de hospital disponible en un radio de ciento cincuenta kilómetros. El centro financiero del país habrá dejado de existir. Los daños se contarán en trillones de dólares.
—¿Y las radiaciones? —se inquietó Rice.
—¡Qué Dios nos proteja, señora! Pero si, por desgracia, el viento soplara procedente del mar en el momento de la explosión, la nube radiactiva podría cubrir toda la ciudad de Nueva York antes de ser empujada hacia el interior del país. Entonces, millones de personas correrían el riesgo de verse afectadas, y decenas de miles de kilómetros cuadrados podrían quedar contaminados. Nadie podría vivir allí durante años, tal vez durante generaciones.
Al decir esto, McPherson sacó de su cartera un voluminoso dossier con tapas de cartón duro negro en las que se leía «Top Secret». El informe contenía un documento informático. Se trataba de una especie de guía de lo inconcebible, una proyección, barrio por barrio, de la muerte y la destrucción, hasta el número exacto de enfermeras, pediatras, osteópatas, fontaneros, bocas de incendio, pistas de aeropuertos y, naturalmente, archivos oficiales que subsistirían en cada una de las zonas afectadas.
El gobierno estadounidense había invertido millones de dólares en reunir toda esa información y procesarla en los ordenadores de Olney, en Maryland. Y había llegado el momento de resumir todo el horror que había implicado en esas columnas de cifras, estadísticas y porcentajes.
—Estados Unidos habrá dejado de ser el que conocemos —concluyó McPherson, cerrando su cartera.
Un silencio pesado cayó sobre los asistentes a la reunión, inmovilizados por esa trágica perspectiva. El presidente estaba hundido en su sillón. Algunos se tapaban la cara con las manos. Otros sacudían la cabeza con incredulidad o parecían aniquilados por el estupor.
El primero en reaccionar fue Andrew Card, el secretario general de la Casa Blanca.
—Señor presidente, para permitirle permanecer al frente de esta crisis durante los días venideros tenemos que redistribuir su empleo del tiempo sin despertar la menor sospecha. Sin duda hay que hacer como Kennedy en el momento de la crisis de los misiles de Cuba. Se encontraba de campaña electoral en Chicago y pretextó unas anginas para volver a Washington. Debemos pedir al doctor Marcuso que le diagnostique una severa infección intestinal que justifique la anulación de sus compromisos fuera de Washington. Así, nadie se extrañará que no abandone la Casa Blanca.
—Excelente idea —aprobó George W. Bush—. Hable con Marcuso. Además, no hay necesidad de mentirle —agregó tras recuperar un poco de humor—, porque este asunto ya me ha provocado un maldito cólico…
—Otra cosa —continuó Card—. ¿Qué actitud adoptamos con el alcalde de Nueva York y el gobernador?
—Llámelos ahora mismo y dígales que deseo recibirlos mañana por la mañana, que la razón de esta convocatoria es «Alto secreto, seguridad nacional». Otra pregunta importante —añadió el presidente—. ¿Qué hacemos para impedir que la prensa meta la nariz en este asunto?
Era una preocupación vital. En ese país, que había erigido en principio sagrado el derecho a la información, nada podía escapar a la curiosidad de la prensa más poderosa y mejor organizada del mundo. Había dos mil periodistas acreditados en la Casa Blanca. Entre cuarenta y cincuenta corresponsales montaban guardia allí prácticamente día y noche. Todas las mañanas, la mayoría de ellos se levantaban convencidos de que el gobierno iba a mentirles al menos una vez antes de que terminase el día. La recolección de fugas era uno de los deportes favoritos en Washington, donde los «secretos» gubernamentales aportaban los principales temas de conversación en los cócteles, las cenas diplomáticas o los reservados de los restaurantes, empezando por el establecimiento francés La Maison Blanche que, a pesar de la frialdad en las relaciones entre Estados Unidos y Francia después de la invasión de Iraq, seguía siendo el más de moda en Washington.
—Hay que alertar en seguida a Gerry —sugirió Card.
Gerry Thomas ocupaba uno de los puestos más delicados del entorno presidencial: era el portavoz oficial de la Casa Blanca. Dos veces al día, a las once y las dieciséis horas, bajaba a la sala de prensa para informar a los corresponsales, contestar a sus preguntas y recibir sus banderillazos.
—Tendrá que construir una muralla de mentiras susceptibles de resistir todos los asaltos —recomendó la débil voz de Condoleezza Rice.
—Señor presidente, ¿cómo piensa abordar la situación con Ariel Sharon y los israelíes? —se inquietó a su vez Colin Powell—. ¿Cuándo piensa que conviene ponerlos al corriente?
George W. Bush tosió con el fin de darse tiempo para reflexionar y acto seguido se volvió hacia Condoleezza Rice.
—Esperemos un poco —sugirió ella—. De todas formas, allí es medianoche.
—¿Cree que se puede confiar en ellos, que guardarán el secreto? —se inquietó el presidente.
—A mi parecer, se puede tener confianza en Sharon —contestó—. Por el contrario, no diría lo mismo de la banda de extremistas del Likud que lo rodean. Esos asentamientos en Cisjordania son la justificación de su existencia. Para ellos, su desmantelamiento representaría una especie de suicidio.
—Tal vez —cortó vivamente Milt Anderson, el jefe de la CIA—, ¿pero se imagina el huracán de odio y cólera que envolvería a nuestro país si un millón de norteamericanos perecieran a causa de esas colonias? ¿Colonias a las que todos los presidentes estadounidenses, desde Lyndon Johnson —se volvió hacia Bush—, y muy especialmente su padre, se opusieron?
El jefe del Estado sacudió la cabeza con aire resignado. Luego volvió a tomar la palabra:
—¿Cómo podemos localizar a esos «Guerreros de la Yihad»? ¿Cómo podemos establecer contacto con ellos para tratar de hacerlos entrar en razón?
—Lo malo es que esos tipos son impermeables a cualquier razón o lógica —observó Anderson—. El hombre clave en este asunto es Musharraf. La investigación que ha iniciado para saber cómo ha desaparecido esa bomba de sus arsenales quizá nos dé los indicios que necesitamos.
—¿Y nuestros aliados? —preguntó Colin Powell—. ¿Qué les decimos a ellos?
—Por el momento, nada —contestó con firmeza el presidente.
—¿Ni a Tony Blair?
Bush se frotó el mentón.
—Nada de nada. En mi opinión, esta crisis no debe salir de esta estancia.
—Sin duda —aceptó el vicepresidente Dick Cheney con su voz siempre baja—, pero si nuestros compatriotas se enteran de que los habitantes de Nueva York están amenazados de muerte por algunos miles de colonos israelíes, podría desencadenarse la violencia en seguida. Y entonces no tendríamos otra salida que obligar a Israel a aceptar las exigencias de estos terroristas.
—Tiene razón, Dick —aprobó el jefe del Estado—, y por eso debemos tomar en serio a esos «Guerreros» de no sé qué cuando amenazan con hacer estallar su bomba si prevenimos a la población. Es probable que con esto nos hagan un favor.
Su expresión se endureció. Paseó su mirada solemne alrededor de la mesa y luego por quienes se encontraban en el exterior del primer círculo.
—Así pues, creo esencial recordarles a todos las obligaciones morales inquebrantables que esta situación ha creado. Algunos de ustedes sin duda tienen seres queridos a quienes este drama puede llegar a concernir de manera directa. Sin embargo, todos debemos recordar que, por el momento, la vida de cientos de miles de compatriotas depende de nuestra capacidad de mantener esta amenaza absolutamente en secreto. Por mi parte, tengo la intención de hablar de esta tragedia con mi padre, es evidente, y también con Laura, porque ya saben cuánto valoro su opinión. Les doy permiso para hacer lo mismo a aquellos de ustedes que compartan un sentimiento semejante hacia su esposa. Pero recuerden que ella también debe respetar el imperativo del secreto. Tenemos cuatro días para resolver la crisis más terrible de toda la historia de Estados Unidos. Volveremos a encontrarnos aquí mañana por la mañana a las nueve. Si pueden, traten de descansar un poco. Necesito que rindan al máximo de su capacidad.