Tercera parte: Ética y sociedad

11.- Responsabilidad universal

CREO SINCERAMENTE que todos y cada uno de nuestros actos tienen una dimensión universal. Por ello, la disciplina ética, la conducta íntegra y el discernimiento basado en la atención y el esmero son ingredientes cruciales para llevar una vida feliz y cargada de sentido. Sin embargo, consideremos ahora esta proposición en relación con la comunidad más amplia de los seres humanos.

En el pasado, podían existir las familias y las pequeñas comunidades de modo más o menos independiente, sin excesiva relación las unas con las otras. Si además se tomaba en consideración el bienestar de los vecinos, pues tanto mejor. No obstante, se podía sobrevivir de manera más que pasable sin tener en cuenta ese punto de vista. Hoy en día, las cosas ya no son así. La realidad de hoy es tan compleja y, al menos a un nivel puramente material, tan claramente interrelacionada, que se necesita una actitud muy diferente. La moderna economía es una de las cuestiones que apuntan en este sentido. El hundimiento del mercado de valores en un rincón del planeta puede tener una repercusión directa en la economía de los países situados en el rincón más alejado. Del mismo modo, nuestras conquistas tecnológicas son tales hoy en día que nuestras actividades tienen un efecto inapelable sobre el medio ambiente. El tamaño mismo que ha alcanzado la población mundial presupone que ya no podemos permitirnos el lujo de ignorar los intereses ajenos. De hecho, descubrimos que el grado de interrelación es tal que cuando nos ponemos al servicio de nuestros intereses obramos también en beneficio de los demás, aun cuando no sea ésa nuestra intención explícita. Por ejemplo, cuando dos familias comparten una misma fuente de agua y se aseguran de que no está contaminada, esto beneficia a las dos.

A la vista de estas consideraciones, estoy convencido de que es esencial que cultivemos la noción que yo denomino «responsabilidad universal». Tal vez no sea ésta la traducción exacta del concepto tibetano que tengo en mente, el chi sem, que significa literalmente 'conciencia' (sem) 'universal' (chi). Aunque la idea de responsabilidad sea más implícita que explícita en la formulación tibetana, no cabe duda de que está presente. Cuando digo que sobre la base de la preocupación por el bienestar de los demás podemos y debemos desarrollar la noción de responsabilidad universal, no trato de dar a entender, sin embargo, que cada individuo tenga una responsabilidad directa sobre la existencia, por ejemplo, de las guerras y hambrunas que asolan diversas regiones del mundo. Es verdad que en la práctica budista nos recordamos constantemente nuestro deber de estar al servicio de todos los seres semientes de todos los universos. Del mismo modo, el teísta reconoce que la devoción a Dios entraña idéntica devoción por el bienestar de todas Sus criaturas. No obstante, hay ciertas cosas, como sería la pobreza de una aldea situada a más de diez mil kilómetros de distancia, que se encuentran completamente fuera del espectro de lo individual. Esto implica, por tanto, no una admisión de culpabilidad, sino una reorientación de nuestro corazón y nuestro espíritu que los aleja del yo y los aproxima a los demás. Desarrollar la noción de responsabilidad universal -de la dimensión universal que tiene cada uno de nuestros actos, y del idéntico derecho que tienen todos los demás a la felicidad y a rehuir el sufrimiento- equivale a desarrollar una actitud mental en razón de la cual, cuando vemos una oportunidad de beneficiar a los demás, la emprendemos sin tener en consideración la mera búsqueda de nuestros estrechos intereses particulares. Sin embargo, por descontado que nos importa lo que se encuentra más allá de nuestro espectro, lo aceptamos como parte de la naturaleza, nos preocupamos por hacer lo que podamos hacer.

Uno de los beneficios importantes que tiene el desarrollo de semejante noción de responsabilidad universal es que nos ayuda a ser más sensibles con todos los demás, no sólo con quienes nos resultan más cercanos. Así llegamos a comprender la necesidad de cuidar en especial de aquellos miembros de la familia humana que más padecimientos sufren. Reconocemos la necesidad de evitar la provocación de disensiones entre nuestros congéneres, y tomamos consciencia de la abrumadora importancia que tiene la virtud de la contención.

Cuando no hacemos caso del bienestar ajeno e ignoramos la dimensión universal de nuestros actos, es inevitable que terminemos por considerar nuestros intereses como algo distinto y separado del interés de los demás. Así pasaremos por alto la unidad fundamental de la familia humana. Es fácil apuntar los numerosos factores que obran en contra de esta noción de unidad; entre ellos se cuentan las diferencias en la fe religiosa, en el lenguaje y las costumbres, la cultura, etc.

Ahora bien, cuando hacemos demasiado hincapié en las diferencias superficiales, y cuando por ellas incurrimos en discriminaciones mínimas, en exceso rigurosas, no podemos evitar el aportar un sufrimiento adicional tanto a los demás como a nosotros. Y esto es algo que carece de sentido. Bastantes problemas tiene ya el género humano. Todos hemos de afrontar la muerte, la vejez y la enfermedad, por no hablar de lo inevitable que resulta el encuentro con las decepciones. Todo esto es algo que no se puede evitar. ¿No es más que suficiente? ¿Qué sentido tiene el crear todavía más problemas innecesarios lisa y llanamente a cuenta de la diferencia en el modo de pensar o de la diferencia en el color de la piel?

Al juzgar estas realidades comprendemos que tanto la ética como la necesidad invocan una misma respuesta. A fin de superar nuestra tendencia a ignorar las necesidades y los derechos de los demás, hemos de tener continuamente en mente algo por lo demás muy obvio: que básicamente todos somos iguales. Yo soy tibetano; la inmensa mayoría de los lectores de este libro no serán tibetanos. Si tuviera que encontrarme uno por uno a todos los lectores, si tuviera que mirarlos cara a cara, me daría cuenta de que la inmensa mayoría tiene características que superficialmente difieren de las mías. Si entonces me concentrase en estas diferencias, sin duda podría amplificarlas y hacer de ellas algo de mayor importancia. El resultado de semejante operación no sería otro que el vernos más distanciados, no más próximos. Si, por el contrario, los mirase uno por uno como si fueran iguales a mí, seres humanos como yo, con su nariz, sus dos ojos y todo lo demás, pasando por alto las diferencias en el color de la piel y en la fisonomía, me daría cuenta de que todos somos de la misma carne y, sobre todo, que todos deseamos ser felices y evitar el sufrimiento, tanto ellos como yo.

Sobre la base de este reconocimiento me he de sentir con toda naturalidad bien dispuesto hacia ellos, y la preocupación por su bienestar es algo que surgirá casi por sí solo.

Con todo, me da la impresión de que así como la mayoría de las personas está dispuesta a aceptar la necesidad de la unidad dentro de su propio grupo y, dentro de él, la necesidad de considerar el bienestar de los demás, la tendencia dominante nos lleva a pasar por alto al resto de la humanidad. Al hacer tal cosa, no sólo ignoramos la naturaleza interdependiente de la realidad, sino también la realidad misma de nuestra situación. Si fuera posible que un grupo, una raza o una nación obtuvieran una satisfacción completa y la plena realización manteniéndose totalmente independientes y siendo autosuficientes dentro de los confines de su propia sociedad, tal vez podría defenderse que la discriminación en contra de las personas ajenas a dicha sociedad es algo justificable. Lo cierto es que no es así. De hecho, el mundo moderno es tal que los intereses de una comunidad en particular ya no pueden tenerse por algo reducido a los confines de sus propias fronteras.

El cultivo de la contención es por consiguiente crucial para el mantenimiento de una coexistencia pacífica. Lo contrario de la contención fomenta la codicia, un ansia de adquisiciones que jamás podrá satisfacerse. Es verdad que si aquello que persigue el individuo fuese por su propia naturaleza infinito, como sería la cualidad de la tolerancia, la cuestión de la contención ni siquiera se presentaría como tal. Cuanto más realcemos nuestra capacidad de ser tolerantes, más tolerantes llegaremos a ser. Respecto a las cualidades espirituales, la contención no es necesaria; ni siquiera es deseable. En cambio, si aquello que perseguimos es algo finito, corremos el riesgo de que una vez lo hayamos alcanzado sigamos sin darnos por satisfechos. En el caso del deseo de riqueza, incluso si una persona fuese de alguna manera capaz de apropiarse de la economía de todo un país, es sumamente probable que empezara a pensar en cómo adquirir la de otros países. El deseo de algo finito nunca llega a saciarse en realidad. Por otra parte, cuando hemos desarrollado la contención nunca podremos sentirnos decepcionados o desilusionados.

La ausencia de contención -que, en efecto, equivale a la codicia- siembra la semilla de la envidia y de la competitividad más agresiva, y desemboca en una cultura de un materialismo grosero y excesivo. El ambiente negativo que así se crea pasa a ser el contexto de toda clase de males sociales, que supondrán un sufrimiento considerable para todos los miembros de dicha comunidad. Si fuera cierto que la envidia y la codicia carecen de efectos secundarios, tal situación quizás sólo fuese asunto de dicha comunidad. Sin embargo, las cosas no son así. En concreto, la ausencia de contención es el origen de no pocos daños sufridos por nuestro entorno natural y es por tanto perjudicial para los demás. ¿Para quiénes? Sobre todo, para los más pobres y los más débiles. Dentro de su propia comunidad, así como los ricos pueden desplazarse a otro lugar para evitar por ejemplo los altos niveles de contaminación, los pobres ni siquiera pueden elegir su lugar de residencia.

Del mismo modo, los ciudadanos de los países más pobres, que carecen de los recursos necesarios para salir a flote, también sufren los excesos de los países más ricos y la polución resultante de sus toscos medios tecnológicos. También sufrirán las generaciones venideras. A la sazón, nosotros mismos hemos de sufrir. ¿Cómo? Tenemos que vivir en el mundo que estamos contribuyendo a crear. Si optamos por no modificar nuestro comportamiento por respeto al idéntico derecho que tienen los demás a la felicidad y a no sufrir, no pasará mucho tiempo hasta que empecemos a percibir las consecuencias negativas. Imagínese la contaminación causada por otros doscientos mil millones de automóviles. Es un ejemplo que sin duda nos afectaría. Por eso, la contención no es un asunto meramente ético. Si no deseamos aumentar nuestra propia experiencia del sufrimiento, es un asunto de pura necesidad.

Ésta es una de las razones por las cuales creo que hay que poner en tela de juicio la cultura del perpetuo crecimiento económico. En mi opinión, fomenta el descontento y trae aparejado un sinfín de problemas tanto sociales como medioambientales. Hay que tener también en cuenta el hecho de que al dedicarnos tan de todo corazón al desarrollo material descuidamos por completo las implicaciones que tiene para la comunidad global. Una vez más, no se trata tanto de que sea inmoral y erróneo el abismo que hay entre el primer y el tercer mundo, entre el norte y el sur, entre países desarrollados y subdesarrollados. Ambas cosas son verdad, pero en cierto sentido resulta mucho más significativo el hecho de que semejante desigualdad sea en sí misma una fuente de problemas para todos. Si se diera el caso, por poner un ejemplo, de que Europa constituyera el mundo entero, en vez de suponer la tierra en que se asienta menos del diez por ciento de la población mundial, la ideología prevalente del crecimiento interminable podría tener su justificación. Sin embargo, el mundo es mucho más que Europa. Lo cierto es que en muchos otros lugares hay seres humanos que mueren de hambre. Y si existen desequilibrios tan profundos como éstos, a la fuerza han de entrañar consecuencias negativas para todos, aun cuando no sean directas por igual: los ricos también perciben los síntomas de la pobreza en sus vidas cotidianas. En este contexto, vale la pena considerar que el mero hecho de ver las cámaras de vídeo para vigilancia, los barrotes de hierro que dan más seguridad a nuestras ventanas y escaparates, en realidad merma la sensación de serenidad que podamos tener.

La responsabilidad universal también nos lleva a comprometernos con el principio de honestidad. ¿A qué me refiero?

Podemos pensar en la honestidad y la deshonestidad teniendo en cuenta la relación que existe entre apariencia y realidad. Unas veces están sincronizadas y otras no. Cuando lo están, es que prevalece la honestidad al menos tal como yo la entiendo; así pues, somos honestos cuando nuestros actos son lo que parecen. Cuando fingimos ser una cosa y en realidad somos otra, surge la suspicacia en los demás y causa temor; y el temor es algo que todos deseamos evitar. A la inversa, cuando en nuestra interacción con nuestros vecinos somos abiertos y sinceros en todo lo que decimos y pensamos, nadie tiene por qué temernos. Esto es verdad tanto en los individuos como en las comunidades. Además, cuando entendemos el valor de la honestidad en todo aquello que emprendemos, damos en reconocer que no existe ninguna diferencia capital entre las necesidades del individuo y las necesidades de toda una comunidad. Puede variar el número, pero el deseo de no ser engañado y el derecho a no serlo siguen siendo los mismos. Por eso, cuando nos comprometemos con la honestidad contribuimos a reducir el nivel de malentendidos, dudas y temores que recorren la sociedad. De manera tal vez reducida, pero muy significativa, contribuimos a crear las condiciones de un mundo feliz.

La cuestión de la justicia también guarda una estrecha relación con la responsabilidad universal y la cuestión de la honestidad. La justicia entraña el requerimiento de actuar cuando tenemos constancia de una injusticia. Cierto que el no hacerlo puede ser un error, aunque no sea un error en el sentido de convertirnos en algo intrínsecamente malo. Ahora bien, si dudamos a la hora de manifestar una denuncia debido a cierto egoísmo, entonces sí existe un problema. Si nuestra respuesta ante la injusticia consiste en preguntarnos: «¿Qué me sucederá si hago esa denuncia? Tal vez a los demás no les guste», podemos caer en un comportamiento no ético, ya que así ignoramos las implicaciones más amplias que pueda tener nuestro silencio. También es algo inapropiado, y no sirve de ninguna ayuda cuando se sitúa en el contexto del idéntico derecho que tienen todos los demás a la felicidad y a evitar el sufrimiento. Y esto sigue siendo cierto incluso si -y especialmente si-, por ejemplo, el gobierno o una institución dice: «Esto es asunto nuestro» o «Éste es un asunto interno». En tales circunstancias, nuestra denuncia puede ser no sólo un derecho, sino que, y esto es más importante, puede suponer que prestemos un servicio a los demás.

Tal vez se pueda objetar, cómo no, que semejante honestidad no siempre es posible, y que es preciso que seamos «realistas». Nuestras circunstancias pueden impedirnos alguna vez que actuemos de acuerdo con nuestras responsabilidades. Tal vez nuestros familiares sufran un perjuicio si, por ejemplo, denunciamos las injusticias de que hayamos sido testigos. Pero así como sin duda hemos de afrontar la realidad cotidiana de nuestra vida, es esencial no perder de vista una visión más amplia. Hemos de evaluar nuestras propias necesidades en relación con las necesidades de los demás; hemos de considerar de qué modo nuestras acciones u omisiones pueden afectarles a largo plazo. Es difícil criticar a quienes temen por sus seres amados, aunque ocasionalmente será necesario asumir riesgos a fin de beneficiar a la comunidad global.

El sentido de la responsabilidad hacia los demás también significa que, como individuos y como sociedad compuesta por individuos, tenemos el deber de cuidar de cada uno de los miembros de nuestra sociedad, y esto es verdad al margen de la capacidad física y de la capacidad de reflexión intelectual que pueda tener cada uno de ellos. Igual que nosotros, todos los demás tienen derecho a la felicidad y a evitar el sufrimiento. Por consiguiente, hemos de evitar a toda costa la urgencia de apartar de nosotros, como si tan sólo fuesen una pesada carga, a quienes sufran una penosa afección. Lo mismo cabe decir de los enfermos o los marginados: apartarlos de nosotros sólo servirá para amontonar sufrimiento sobre el sufrimiento. Si nosotros estuviésemos en esa misma situación, buscaríamos ayuda en los demás. Por lo tanto, necesitamos cerciorarnos de que los enfermos y los afligidos nunca se sientan desamparados, rechazados o desprotegidos. No cabe duda de que el afecto que mostremos a tales personas es, a mi juicio, la medida misma de nuestra salud espiritual tanto en el plano individual como social.

Quizás suenen mis palabras sobre la responsabilidad universal a lo que diría un idealista sin remedio. No obstante, se trata de una idea que he venido expresando en público desde mi primera visita a Occidente, que tuvo lugar en 1973.

En aquellos tiempos eran muchos los escépticos acerca de tales ideas. Del mismo modo, no siempre resultaba fácil interesar a las personas por el concepto de la paz mundial. Hoy en cambio he percibido un aumento en el número de personas que comienzan a responder favorablemente ante estas ideas.

A resultas de los múltiples y extraordinarios acontecimientos que ha experimentado la humanidad en el transcurso del siglo XX, creo que hoy en día somos más maduros. En los años cincuenta y sesenta, y más recientemente en algunos lugares, eran muchas las personas convencidas de que cualquier conflicto debía ser resuelto en definitiva por medio de la guerra. Hoy en día, ese planteamiento sólo tiene validez en la mentalidad de una reducida minoría. Y así como a comienzos de este siglo muchas personas creían que el progreso y el desarrollo de la sociedad eran algo que debía llevarse a cabo por medio" de una estricta reglamentación, el hundimiento del fascismo, seguido después por el desmoronamiento del llamado «telón de acero», ha demostrado que ésa era una empresa condenada al fracaso. Vale la pena notar esa lección de la historia, que nos demuestra que el orden impuesto por la fuerza sólo puede ser efímero.

Además, el consenso (alcanzado incluso entre algunos budistas) de que ciencia y espiritualidad son incompatibles ya no se sostiene con la firmeza de antaño. Hoy en día, esa manera de ver las cosas se va transformando a medida que se ahonda en el conocimiento científico de la naturaleza de la realidad. Debido a ello, muchas personas empiezan a manifestar un mayor interés por lo que he denominado «nuestro mundo interior». Con esta idea hago referencia a la dinámica y a las funciones de la conciencia o el espíritu, a nuestro corazón. También se ha producido un incremento mundial de la conciencia medioambiental, y un reconocimiento cada vez mayor de que ni los individuos ni los países pueden resolver todos sus problemas por sí solos, es decir, de que nos necesitamos los unos a los otros. Todos estos nuevos desarrollos me llenan de ánimo; sin duda tendrán notabilísimas consecuencias. También me llena de ánimo el hecho de que, al margen de cómo se ponga en práctica, existe un reconocimiento cada vez más evidente de la necesidad de buscar soluciones no violentas a los conflictos, y de obrar con espíritu de reconciliación. Tal como hemos señalado, también existe una aceptación cada vez más amplia de la universalidad de los derechos humanos y, asimismo, de la necesidad de asumir la diversidad en terrenos de gran importancia para todos, como es el de los asuntos religiosos. Creo que todo esto refleja un reconocimiento de la necesidad de tener una mayor amplitud de miras en respuesta a la diversidad de la propia familia humana. A resultas de ello, y a pesar de que sea tanto el sufrimiento que aún se inflige a los individuos y a los pueblos en nombre de la ideología, la religión, el progreso o el desarrollo económico, empieza a surgir una nueva esperanza para los más desfavorecidos. Aunque no cabe ninguna duda de que será difícil instaurar la genuina paz y la armonía, no es menos evidente que se puede conseguir. Ahí está el potencial. Y sus cimientos están en el sentido de la responsabilidad que cada individuo desarrolle hacia todos los demás.