Epílogo
Centro del Grupo Evento
Base Nellis de las Fuerzas Aéreas, Nevada
Niles Compton caminaba despacio junto al presidente de los Estados Unidos. El comandante en jefe parecía mucho mayor de sus cincuenta y dos años. Caminaba con las manos a la espalda. Su destacamento del Servicio Secreto no se veía por ninguna parte, lo habían dejado en el despacho exterior de Niles. El presidente había decidido que si allí no estaba a salvo, no lo estaría en ninguna parte.
—Siempre tendré dudas sobre los movimientos que hice. ¿Cuántas vidas costó que yo no actuara con decisión?
Niles no respondió en un principio, se limitó a mirar al frente, al largo y curvado pasillo del nivel diecisiete. Alice Hamilton y Virginia Pollock iban diez pasos por detrás y no fueron partícipes de la preocupación del presidente.
—Creo que debes juzgar por ti mismo a cuántas personas has salvado. Mirar este tipo de cosas de otro modo es poco constructivo.
—No puede decirse que sea un respaldo abrumador.
Niles se encogió de hombros y después miró a su viejo amigo.
—El mundo ha cambiado, pero nosotros no nos hacemos más sabios. Siempre esperamos que nuestros enemigos sean fácilmente identificables y nunca, jamás, uno de los nuestros. El enemigo más peligroso es el que piensa como nosotros, tiene los mismos sueños de controlar a esas personas que pensamos que son inferiores a nosotros, cuando, de hecho… —Niles hizo una pausa—. Lo hiciste lo mejor que se podía hacer, y creo que el mundo es hoy un lugar más fiable porque tú te molestaste en demostrar una inocencia cuando otros no quisieron escuchar. Te has metido en la zona de la credibilidad y en este mundo, Jim, eso cuenta mucho.
Niles llegó a una puerta con un cabo de marines haciendo guardia fuera. Las letras de detrás, en la puerta, decían «Retención».
—Y ahora, dame tu opinión sobre esos dos —solicitó el presidente.
Niles le hizo un gesto al guardia para que abriera la puerta.
—Mi opinión es que podemos aprender mucho de ellos. Pero también creo que son traidores a su país, traidores a la paz que afirmaban abrazar. Ellos y los suyos supieron todo lo que había que saber sobre la Coalición Julia durante más de dos mil años, y sin embargo, permanecieron en silencio por pura arrogancia. Tú y yo hemos perdido a muchas buenas personas porque a ese grupo se le permitió prosperar, y ellos formaban parte de eso. Por muy nobles que fueran sus intenciones.
Se abrió la puerta, Niles cruzó el umbral y se quedó paralizado. El presidente vio que los hombros del director se hundían y miró el sencillo apartamento de dos habitaciones que servía para alojar a las personas que necesitaban retener.
—Pero qué…
Las palabras se helaron en la boca del presidente cuando vio lo que estaba mirando Niles. Carmichael Rothman y Martha Laughlin estaban sentados con expresión serena en el pequeño sofá. La cabeza de la mujer descansaba en el hombro izquierdo del hombre y los dos parecían dormidos. En la pequeña mesa que tenían delante estaba la medicación para el cáncer de Carmichael. El bote estaba volcado y la morfina había desaparecido.
Niles entró en la habitación y buscó el pulso en las muñecas de los dos antiguos, no lo encontró en ninguno. Recogió la nota que había junto al bote vacío, la leyó y después se la pasó al presidente.
«Culpables», decía.
Niles se acercó a una silla pequeña, se sentó y se pasó las manos por la cara.
El presidente miró a la anciana pareja con una expresión curiosa en la cara. Después volvió a poner la nota junto al bote y sacudió la cabeza.
—Todos sus conocimientos y su sabiduría… ¿no podrían haber encontrado un modo mejor de expiar su silencio?
Niles alzó la mirada.
—Las personas de su inteligencia tienen una enfermedad terminal. Se llama falta de imaginación. No —dijo mientras se levantaba y se acercaba a la puerta—. Para ellos, en su opinión, no había otro camino, y por eso su raza está ahora extinta.
El presidente vio a Niles girarse en la puerta.
—Como siempre hubo de ser.
Océano Pacífico
Trescientos kilómetros al este de Japón
El general de división Ton Shi Quang, antiguo comandante del Ejército Popular, estaba vestido acorde a la ocasión con una camisa blanca de seda y pantalones blancos de muselina mientras bebía un té helado en la cubierta exterior de popa de un yate de sesenta metros, propiedad de una de las corporaciones de William Tomlinson. Los miembros de la tripulación tenían órdenes de tomárselo con tranquilidad durante el viaje a Taiwán, donde Shi Quang recibiría su recompensa por sus leales servicios a la Coalición Julia.
Su huida de Corea se había planeado mucho antes de su traición; había dejado las aguas costeras en un barco de pesca rumbo al punto de encuentro en el mar de Japón. Sabía que en esos precisos momentos era uno de los hombres más buscados del mundo; pero con lo que había ganado, no le costaría mucho desvanecerse en un mundo destrozado que todavía intentaba recuperarse del golpe de la Coalición. La recompensa ofrecida por América por su captura era un insulto para un hombre de su categoría, además de un gesto bastante inútil.
Un camarero le llevó otro vaso de té helado y después regresó a la puerta de la cocina del lujoso yate. Después de colocar la bandeja junto a la puerta, se volvió de repente y se dirigió a toda prisa a la proa aerodinámica del barco, donde se reunió con miembros de la tripulación.
El camarero colocó una baliza portátil pequeña en la proa del barco y después les hizo un gesto a los hombres para que treparan por el costado del yate.
El capitán salió del bien equipado puente de mando y les preguntó a gritos qué diablos pensaban que estaban haciendo. Ya era demasiado tarde; los quince miembros de la tripulación habían arrancado el pequeño fueraborda y ya estaban a veinte metros de distancia. Fue entonces cuando el capitán oyó el rugido de un avión en el cielo.
El general miró con los ojos entrecerrados el cielo despejado. No vio la muerte que lo golpeó segundos más tarde. Dos misiles AMRAAM de fabricación americana cayeron sobre el yate de veintidós millones de dólares y lo volaron en mil pedazos.
Tras tomar altura y abandonar el ataque, dos Super Hornets del portaaviones de la Marina de Estados Unidos USS Roosevelt regresaron como rayos a los cielos.
El juez y jurado, consistentes en quinientos marines americanos muertos, habían dado su veredicto contra el general de división Ton Shi Quang.
Edificio del FBI
Washington D. C.
William Tomlinson y la mujer cuyo nombre en código era Dalia esperaban sentados en una sala pequeña. Tomlinson tenía los ojos muy abiertos y no había dicho una sola palabra desde que lo habían puesto en la habitación junto a su antigua asesina.
Carl Everett entró en la sala, seguido por Mendenhall y Ryan. Permanecieron allí, con la puerta abierta, pero no se movieron, con la excepción de Everett, que sacó algo del bolsillo y lo colocó en la mesa, delante de los dos prisioneros esposados. Después se quedó inmóvil y esperó.
Treinta segundos más tarde el presidente de los Estados Unidos entró en la habitación y se sentó enfrente de los dos coalicionistas. Se los quedó mirando con fijeza durante quince segundos enteros.
—Creo que usted firmó un documento que me absolvía de cualquier delito que haya podido cometer a cambio de la cooperación que le ofrecí a su personal —dijo Dalia cuando se dio cuenta de que Tomlinson se iba a conformar con quedarse allí sentado y mirar.
El presidente no respondió ni una sola palabra. Se limitó a sacar un conjunto de notas que había escrito. Después colocó bien el móvil que Everett había puesto sobre la mesa para asegurarse de que se oía cada palabra.
—William Tomlinson y Lorraine Matheson, alias Dalia, se les acusa de traición y crímenes contra la humanidad. Como presidente de los Estados Unidos, y actuando en tiempo de guerra, por la presente se les condena a muerte. Dicha sentencia se cumplirá dentro de dos días en la penitenciaría federal de Leavenworth.
El presidente empezó a levantarse, pero se detuvo cuando Dalia negó con la cabeza.
—No puede hacer esto. Exigim… ¡Exijo un juicio según las leyes de la Constitución!
El presidente miró con atención a la mujer, después sus ojos se dirigieron hacia Tomlinson, que al fin era consciente de dónde estaba y miraba a Dalia. El antiguo sacudió la cabeza.
—El poder es la capacidad de ser despiadado —murmuró.
—Exacto, señor Tomlinson. Y si el mundo averigua que violé la ley al colgarlos, así sea, puedo vivir con eso.
El presidente se levantó y salió de la habitación.
—El hombre que salvó tu indigna vida murió. No habría aprobado las acciones del presidente, porque era el hombre más justo que he conocido jamás. Lo sé porque en muy poco tiempo se convirtió en mi mejor amigo —dijo Everett cuando se inclinó sobre la mesa—. Pero una cosa que mi amigo nunca entendió es que a veces los malos tienen que terminar mal. Así terminaréis vosotros, al final de una soga.
Everett se irguió, recuperó el móvil y se dirigió a la puerta de la sala, donde se detuvo y miró a los dos coalicionistas una última vez.
—Yo no soy como mi mejor amigo, por mucho que quisiera serlo. Por mucho que me esfuerce en ser como él. Sé que dormiré bien sabiendo que vosotros dos os quemaréis en el infierno por los millones de personas que habéis matado.
Everett se detuvo en el pasillo con Will y Ryan observándolo. Se llevó el móvil al oído y habló.
—Ahora descansa un poco. Ya se ha acabado todo. Volveremos pronto a casa.
Carl cerró el móvil y se lo tiró a Ryan, que lo cogió al vuelo y después siguió a Everett y Mendenhall por el pasillo.
A cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, Niles le quitó con facilidad el móvil a una débil Sarah, después lo cerró poco a poco y lo puso en la mesilla de noche.
Sarah se giró hacia la derecha y lloró por primera vez por la pérdida de Jack Collins.
Fuera de la puerta cerrada de la habitación de Sarah, el Grupo Evento continuó trabajando.