18

Operación Puerta de Atrás

Creta

Había llevado mucho más tiempo meter a los soldados y al equipo por el pequeño túnel de acceso, o Ratalandia, como lo llamaban los hombres, de lo que habían pensado en un principio. Habían desperdiciado cincuenta minutos enteros gateando por el mugriento túnel. Cuando por fin lograron salir, la unidad delantera de los Seal informó de que el pozo de alcantarillado estaba despejado a lo largo de al menos tres kilómetros.

—¡Ryan! —llamó Jack por encima del hombro.

—¿Sí, señor?

—¿Los marines han tenido suerte con las radios ya?

—Negativo. Ni siquiera captamos la emisora local de la Atlántida —bromeó, pero dejó de sonreír cuando los marines que lo rodeaban lo miraron con expresión amarga—. No, nada, coronel.

Jack miró su reloj. Casi una hora y media entera desde que se había lanzado Trueno de la Mañana.

—Jack, ¿lo sientes? —preguntó Sarah—. La Coalición ha conectado la onda.

Collins no dijo nada, sabía que la joven tenía razón. Lo sentía en el oído interno, como Sarah había dicho.

—Mira, cuando empiece el follón, ten cuidado. No quiero que muera mi n… —Jack se contuvo entonces—. Ten mucho cuidado, teniente —dijo muy deprisa, y se alejó.

—¿Qué te decía el coronel? —preguntó Mendenhall al acercarse a Sarah.

—Nada importante, supongo.

Atlántida

Tomlinson estaba sentado en la ya bien iluminada Cámara del Empirium. Los ingenieros habían apuntalado lo que habían podido y habían aislado con cuerdas las peores zonas. Había observado trabajar a los hombres sin hacer ningún comentario hasta que sus ojos se habían posado en algo que sobresalía de una gran losa de mármol. Llevaba mirándolo bastante más de treinta minutos, hipnotizado por la visión del esqueleto de aquella mano y aquel brazo. Había un cuchillo de bronce recubierto de moho aferrado entre los dedos ennegrecidos, los huesos todavía envolviendo la empuñadura. Tomlinson se conformaba con mirar y preguntarse quién había sido aquella persona.

—Señor, estamos listos. La potencia está al cien por cien y tenemos continuidad absoluta en las líneas eléctricas que van al mar Negro y al lago Shiolin.

Tomlinson, sin levantar la vista de la mano y el cuchillo, sonrió.

—Se le ha olvidado el estrecho de Long Island, profesor; ¿esa línea también está activa?

—Sí, señor. Los módulos de amplificación están colocados a kilómetro y medio de la falla Davidson y a cincuenta kilómetros de la placa continental.

—Muy bien. Eso debería provocar un buen dolor de cabeza en el distrito financiero, ¿no le parece?

—Así es, sí —respondió Engvall al tiempo que se daba la vuelta y se iba sin prisas.

Tomlinson alzó la vista, pero lo único que vio fue la espalda del profesor cuando se adentró en las sombras de la Cámara de Empirium. Después bajó la cabeza y se quedó mirando el brazo y la mano otra vez. Ladeó la cabeza y pareció estar en otro sitio.

El equipo de la onda atlante con los cinco inmensos generadores de cincuenta mil vatios había sido colocado dentro de una cuenca natural rodeada de roca sólida. El agujero, según se supuso, debía de ser un lago artificial quince mil años antes. En otro tiempo había habido una estatua de Poseidón de sesenta metros de altura en el centro del lago, alzándose cuarenta metros en el aire. Poseidón, el dios griego de los mares, yacía en ese momento en un montón derrumbado en los costados del lago seco, solo la isla de su pedestal permanecía en el centro.

Los técnicos estaban trabajando en un centenar de puestos de observación dentro de la cuenca, y había otros veinte en puestos situados en la torre de cuarenta metros. Todos sabían que el poder que estaban a punto de desatar no se podía calcular en términos normales gracias a la potencia añadida de la llave; con sus intrincados surcos tonales y sus extrañas propiedades, la potencia utilizable era desconocida.

Después de estudiar los surcos de la llave, Engvall sabía que el nivel de decibelios que habían utilizado ellos palidecía en comparación con lo que habían logrado los antiguos. Ellos habían aumentado solo un tres por ciento de lo que la llave atlante tenía en su superficie grabada. El poder de aquel diamante era asombroso. Habían colocado el diamante azul en su soporte durante solo un momento en la prueba inicial; todos habían sentido la fuerza del mecanismo cuando había empezado a emitir un tono que no podían oír. Hasta el momento, treinta hombres y mujeres habían acudido al hospital de campaña improvisado donde se estaba tratando a algunas de las tropas de la superficie, cosa que no hizo ninguna gracia a Tomlinson, que quería que los cobardes, como él los llamaba, se mantuvieran separados de los científicos, no fueran a provocarles dudas sobre su seguridad.

El modo en que los tonos se extraerían del diamante mágico era muy diferente al método utilizado en los tiempos antiguos. A Engvall se le había ocurrido un ingenioso diseño que inundaría de plasma el diamante mientras rotaba dentro de su cámara, lo que garantizaría que no habría impurezas en la superficie de los surcos. Después, la cámara se llenaría de ozono y se electrificaría. Los tonos comenzarían entonces, transmitidos por corriente eléctrica desde la cámara del diamante a través de los cables conectores hasta completar sus largos viajes rumbo a las ciudades que eran los objetivos.

Cada sección del diamante había sido descompuesta en otras más pequeñas por los antiguos. Cada una estaba diseñada para un estrato concreto de las diferentes placas tectónicas; en otras palabras, había una sección de surcos tonales para la base de granito y arenisca del estrecho de Long Island y lo mismo para la placa paneuroasiática, que consistía en granito compacto, pizarra, mármol y arenisca. Dependiendo de la densidad de los materiales, los antiguos habían calculado el nivel concreto de surco-tono-decibelio para esa zona. Un cable electrónico, como los que se encuentran en cualquier PC del mundo, solo que un cien por cien más grande, conectaba el soporte del diamante con su cable continental coordinado.

Engvall sabía al fin que el diamante azul era la única sustancia en la Tierra capaz de soportar los tonos en sí sin agrietarse. Asombroso, pensó mientras observaba la cámara desde lejos. Por eso el grandioso experimento de Krakatoa había fracasado de forma tan espectacular, se había utilizado un cristal grande en lugar del diamante azul.

Engvall observaba desde su posición, muy por encima del lago vacío, donde él y sus ayudantes especiales vigilarían la onda cuando comenzara a irradiar; se sintió como Tomlinson había dicho que se sentiría, como uno de los dioses de la antigüedad, con el poder de la Tierra en las yemas de los dedos.

Sin embargo, mientras contemplaba su creación, pensó en la destrucción de la Atlántida, la de Krakatoa, y en las muertes de inocentes en China, Rusia e Iraq, y se le ocurrió que no era ningún dios, solo un hombre que seguía a otro hombre. Cuando vio a Tomlinson, que salía sin prisas de la Cámara del Empirium, allí abajo, no pudo evitar pensar que el hombre al que seguía se iba desequilibrando poco a poco, como les había ocurrido a los muchos hombres que habían vivido antes que él y que habían soñado con someter al mundo.

La Casa Blanca

Washington D. C.

El presidente estaba tomando muchas rutas diferentes para intentar explicarles a los rusos y a los chinos cuál era el plan para arrancar de raíz a los miembros de la Coalición que se habían enterrado en lo más hondo de la Tierra. Tras escuchar el sólido argumento de Niles, el presidente no había incluido la información sobre el descubrimiento de la Atlántida. Hasta el momento, lo que habían asimilado era que los seiscientos cincuenta mil habitantes de Creta tendrían que ser evacuados de forma inmediata. Con ese fin se estaban utilizando barcos de guerra rusos y de la OTAN, así como cada trasatlántico y ferry que había en el Mediterráneo.

La situación en Corea se había estabilizado hasta el punto de que la Segunda División de Infantería, junto con las divisiones acorazadas de la Cuarta División, había vuelto a ocupar la frontera. El Ejército norcoreano había retirado a los elementos supervivientes del ataque al sur, si bien la mayor parte nunca regresaría a casa.

La potencia americana, sin tener que lidiar con los elementos chinos añadidos, había maltratado y vapuleado a las unidades aéreas y de artillería norcoreanas de tal modo que sus generales habían convencido a Kim de que en ese punto ya no les quedaban amigos y que lo único que se podía hacer era poner fin al asunto. Los chinos todavía no habían enviado ningún mensaje oficial a través de los canales diplomáticos para decir que creían todas las explicaciones americanas, pero iban a ayudar a estabilizar la región hasta que las cosas se pudieran aclarar.

Se oyó un tono y se encendió una pequeña luz en la esquina del portátil que Niles había colocado en la mesa delante de él. La imagen de Virginia, desde Nellis, destelló en la pantalla.

—Niles, tengo a Pete Golding al teléfono. Voy a poner este monitor en conferencia con el tuyo.

La pantalla se dividió para que Niles pudiera ver a Virginia y a Pete, ambos en el Centro del Grupo Evento, en la Base Nellis de las Fuerzas Aéreas.

—Niles, tenemos una situación muy grave —afirmó Pete con voz inexpresiva. Estaba desaliñado, con parte del cuello de la camisa blanca apuntando hacia arriba.

Niles cerró los ojos.

—¿Qué tienes, Pete?

—Hemos descifrado algunos de los pergaminos que Jack recuperó. Niles, no es la potencia del diamante azul lo que tiene fallos, es el gráfico grande, el mapa que crearon los antiguos y que describe las fallas y las placas tectónicas. Hemos avanzado bastante en la mayor parte de las áreas desde la época de los atlantes. Eran asombrosos, sin duda, pero un área en la que fallaron fue que esas placas están unidas, están conectadas, algunas justo por debajo de la corteza, otras a gran profundidad, una profundidad que puede llegar incluso al manto. Nos llevó un tiempo averiguarlo porque el idioma atlante es en parte jeroglífico y lo que llamamos Lineal B y…

—Pete, por el amor de Dios, ¿qué coño estás diciendo? ¡No me vengas con una puñetera lección de lingüística! —dijo Niles con tono irritado.

—Niles, si utilizan la onda con el poder añadido de ese diamante y su diseño tonal, disparará una reacción en cadena que podría llevar al planeta al borde del desastre. Podríamos perder continentes en su totalidad, abrirlos como una nuez, volcar plataformas continentales enteras, agrietar el mundo hasta el núcleo. ¡Sea lo que sea el infierno para ti, ese mecanismo podría provocarlo!

—Jesús —dijo Niles.

—Ahora sabemos que los atlantes, por las razones que fueran, lo probaron una vez, hace quince mil años, y mira lo que pasó: el mundo entero cambió.

—Envíame el modelo de Europa y vuestras cifras.

—¿En qué estás pensando, Niles? —preguntó Virginia.

—¿En qué estoy pensando? Estoy pensando que el presidente quizá no tenga más alternativa que inclinarse ante la presión mundial y aplastar Creta y todo lo que tiene debajo, incluyendo a Jack, Carl y esos jóvenes marines.

El túnel atlante

El calor dentro del sistema de alcantarillado se estaba haciendo insoportable, pero Jack no podía permitirse pedir un alto en la marcha. Los cien marines se las habían arreglado para avanzar al mejor ritmo posible dadas las circunstancias. Gigantescos muros de magma antigua se habían agrietado y vertido en el interior en un millar de zonas diferentes. En muchas de ellas parecía como si el túnel en sí se hubiera alzado y dejado caer otra vez, hasta convertirse en un desastre revuelto y retorcido. Y en ningún momento dejaron de sentir la onda aumentando en algún lugar del otro lado de los densos estratos de roca del laberinto subterráneo.

Sarah alcanzó a Jack y empezó a dar largas zancadas para mantener su ritmo.

—Me parece que estamos a demasiada profundidad —dijo sin aliento.

—¿Qué? ¿A qué te refieres?

—He estado siguiendo nuestro progreso. Estamos a demasiada profundidad, quizá hasta kilómetro y medio. ¿Has notado que los síntomas de los tonos auditivos se han reducido? Mira a tu alrededor, los hombres van más deprisa porque no sienten los efectos en el oído interno. No hay náuseas.

Jack se detuvo y levantó la radio.

—Puerta de Atrás Uno a Dos Real —llamó por la radio.

—Aquí Dos, adelante —respondió Everett desde algún lugar de la avanzadilla.

—Dos, aquí nuestra teniente dice que cree que nos hemos ido a demasiada profundidad.

—Puede que tenga razón. Estamos empezando a ver respiraderos de magma por aquí y la temperatura ha subido quince grados en el último medio kilómetro.

Collins bajó la radio y observó a varios de los marines que pasaron caminando con gesto tenaz a su lado.

—Espera un segundo, Uno. Los seal dicen que tenemos una cueva grande ahí delante… ¡Jesús, Jack, tienes que ver esto!

Collins se enganchó la radio al cinturón y se alejó trotando después de ordenarles a los marines que se tomaran cinco minutos de descanso. Sarah, Ryan y Mendenhall siguieron a Jack.

Treparon el montículo escarpado de lava sólida y por fin vieron a Everett, que estaba hablando con el teniente de los Seal. Estaban en un hueco natural que se asomaba a su nuevo descubrimiento. Veinte bengalas fosforescentes resplandecían con fuerza abajo y les mostraban una visión tenebrosa del infierno, subrayada por los terribles naranjas y negros de las aguas de Satán.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Sarah cuando se inclinó con las manos en las rodillas y se asomó a la inmensa cámara que había abajo.

El río de lava era justo eso, una gran cinta de sesenta metros de anchura que se extendía a lo largo de la antigua excavación. Las estructuras artificiales del interior estaban desgarradas y rotas; columnas de un tamaño inmenso se habían derrumbado en el suelo de piedra. Entre las ruinas, salpicaban el suelo cientos y cientos de esqueletos que se habían fundido con la piedra para convertirse, ellos y el suelo sobre el que yacían, en uno solo.

Collins miró a su alrededor, a las alturas de la cámara, y vio vigas gigantes de andamios. Había un sistema de raíles capaz de soportar miles de toneladas. Además, volcada de lado en el fondo, estaba lo que había sostenido el sistema en otro tiempo: una rueda gigante. Las estacas dispuestas alrededor de ese objeto eran un misterio tan grande como la rueda en sí. Yacía enterrada entre los escombros que se habían soltado del techo de la cueva.

—¿Qué coño pasó aquí? —preguntó Everett cuando distinguió los brazos y otras partes de esqueleto que sobresalían de la lava que había fluido sobre ellos.

Sarah estaba mirando la disposición de la cima de la cueva gigantesca. Los antiguos cables de cobre colgaban flácidos y cubiertos de polvo, y la capa de cobre acoplada a ellos estaba verde.

—Esta es la cámara de la onda, un sistema gigantesco para generar electricidad. Jesús, Jack, este lugar es el responsable de la muerte de la Atlántida —dijo Sarah al erguirse—. Este diagrama estaba en uno de los pergaminos de ingeniería que recuperaste y en el holograma del mapa de la placa, solo que no sabíamos lo que era. La Atlántida entera debe de haberse derrumbado sobre este lugar, y el peso de la isla debe de haber empujado este sitio varios kilómetros bajo el mar.

Jack estaba observando a los seals que habían llegado al fondo de la cueva, después se volvió hacia Sarah.

—¿Los diagramas mostraban alguna forma de salir de aquí?

—No lo sé. Estábamos tan apurados, Jack, lo siento. Pero escucha, si esta es de verdad la cámara de la onda, la Atlántida tiene que estar encima. Hay que buscar una forma de subir, tiene que haber una conexión.

—Bueno, no vamos a encontrarla aquí plantados. Will, trae a las tropas.

Cuando Collins empezó a bajar por la empinada pista hasta el fondo, Sarah y los otros empezaron a ser conscientes de la muerte que los rodeaba en ese espeluznante lugar. Miles de personas habían muerto en ese túnel mientras intentaban huir de las últimas decisiones de sus dioses. Los marines procuraban pisar con cuidado, pero muchos huesos petrificados se partían bajo sus botas.

Cuando Jack llegó al suelo de la cámara, vio un conjunto concreto de huesos que lo hizo detenerse para examinarlos. La armadura de bronce era como las que había visto arriba, en su mayor parte fundida en la piedra. El esqueleto era más grande que la mayoría que había visto, y se podían apreciar restos de la tela azul que envolvía los hombros. La cabeza, protegida por el casco, seguía intacta y yacía mirándolo. El penacho azul seguía tan sedoso como el día que había caído ese hombre. Estaba cubierto de polvo, pero era suficiente para indicarle a Jack que era un soldado como él, de una época previa, diez mil años enteros antes de Moisés.

Jack ordenó sus pensamientos y pasó por encima de los restos, momento en el que su bota cayó sobre un esqueleto más pequeño. No tenía forma de saber que acababa de ofrecer el insulto definitivo al mismo nigromante que había inventado la onda, el gran lord Pythos, cuyo brazo roto y retorcido continuaba retenido por el último de los titanes.

Mientras seguían a Collins en línea recta, Sarah se dobló de dolor en el mismo instante en que la mitad de la fuerza de marines hacía lo mismo, algunos vomitando, otros dejando caer el equipo y llevándose las manos a las sienes de pura agonía. Hasta Collins tuvo que apoyarse en un muro de piedra con la fuerza suficiente como para que el casco se le cayera de la cabeza.

—Jack, la onda está creciendo. ¡Van a atacar! —chilló Sarah, que al fin se rindió y vomitó.

Tomlinson observó a los técnicos que vigilaban sus pantallas. En lo alto, en la plataforma de control, él, Vigilante y varios miembros más de la Coalición, incluyendo a dame Lilith, se asombraron ante la potencia que creaban los generadores, cuya fuerza parecía haberse duplicado en cuanto habían conectado el diamante azul. El tiempo que había llevado volver a cortar los extremos lisos del diamante endurecido para que encajara en el nuevo soporte diseñado por el profesor Engvall había retrasado el ataque en más de una hora.

Los ojos de Tomlinson iban de la ubicación de los generadores a la de la defensa de la Atlántida. Quinientos efectivos de primera se habían repartido en posiciones de las que cualquier fuerza de ataque tardaría una semana en sacarlos, y a un coste que sería devastador. Estaban repartidos por la cúpula de lava que había bajo la estructura de cristal que había protegido la capital. Las ruinas de la gran ciudad estaban atestadas de emplazamientos de metralletas y fosos de morteros.

—Estamos listos —dijo Engvall cuando se quitó los auriculares.

Tomlinson vio el espacio de titanio donde el diamante giraba al doble de la velocidad del sonido; el aire que pasaba por encima sería el único medio necesario para crear los antiguos tonos. Los cables de amplificación salían de la Atlántida y llevaban a las cúpulas de amplificación situadas junto a las costas de los objetivos. Tomlinson sonrió, sabía que Nueva York sería la primera ciudad en sentir la onda cuando la Coalición se pusiera a terminar deprisa con el antiguo mundo.

—Dame Lilith, puesto que tú eres la que lamenta los drásticos cambios que se han producido en tu vida, por favor, haznos el honor de comenzar la nueva vida que hemos elegido. Conecta la onda.

A Lilith en realidad no le apetecía mucho tocar nada que estuviera en la plataforma. En el último momento sus nervios se habían convertido en gelatina y se le había helado la sangre en las venas. Con todo, cuando miró a Tomlinson a los ojos, supo que haría lo que le había pedido. Hasta Vigilante estaba allí, dispuesto, como si fuera una de las muchas estatuas de piedra que yacían en las ruinas de la ciudad, bajo ellos.

—Bueno… sí, por supuesto —respondió la dama.

Engvall se levantó de su silla y le hizo un gesto a Lilith para que se sentase, aliviado de momento al ver que la responsabilidad de destruir buena parte del planeta no sería suya. Se volvió a poner los auriculares y se llevó el micro a la boca.

—Puestos uno y dos, cien por cien de potencia a los generadores. El primer tono será una pulsación para aclimatar los amplificadores de tono a sus nuevos ajustes informáticos.

Engvall se volvió hacia Tomlinson y asintió poco a poco.

—Dame Lilith, si tiene la bondad de levantar la cubierta protectora y apretar el botón de encendido, por favor.

—¿Este? —preguntó la dama cuando vio una luz roja que parpadeaba bajo una tapa de cristal transparente.

—Sí.

Lilith levantó la tapa y cerró los ojos; después, con dos dedos, apretó el botón que parpadeaba.

De inmediato, todos los que estaban dentro de la ciudad cerraron los ojos y los tonos silenciosos comenzaron su largo recorrido hacia el estrecho de Long Island.

Las primeras ondulaciones de la onda dispararon el Martillo de Tor.

A siete mil kilómetros de distancia, el Martillo cayó y Manhattan empezó a desmoronarse.

Estrecho de Long Island

A kilómetro y medio de la estación de Port Jefferson, Long Island, Nueva York

Las cúpulas de amplificación las había colocado el año anterior una gabarra que alquilaron en la zona y cuyo capitán creyó que estaba instalando puestos de vigilancia de langostas. Ese mismo año había habido una mortandad masiva en las nasas de langostas, se culpó de ella a la toxicidad del estrecho; mal sabían en la zona que eran los diapasones instalados en las cúpulas, que a veces armonizaban su vibración letal y silenciosa, lo que había matado a las langostas del fondo.

Cuando los tonos se transmitieron por los cables eléctricos hasta los amplificadores, todas las criaturas acuáticas vivas en nueve kilómetros a la redonda temblaron y se quedaron muy quietas, después murieron. La onda invisible del Martillo de Tor se precipitó hacia el fondo cenagoso y buscó la falla Davidson y la lejana placa continental.

Ciudad de Nueva York

A las cuatro de la tarde de ese sábado, muchos de los trabajadores que normalmente desfilaban por los inmensos cañones del centro de Manhattan estaban en casa. Sin embargo, los que habían salido para disfrutar de la calidez del sol vieron la escena más extraña que habían presenciado jamás. Todos los pájaros de la ciudad se lanzaron a la vez al aire, como si alguien hubiera apretado un interruptor mágico. La gente se cubrió la cabeza y se apartó de los miles de millones de aleteos. En Central Park, numerosos neoyorquinos resultaron heridos cuando las aterradas palomas echaron a volar de repente. Los perros de toda la ciudad empezaron a ladrar e intentaron soltarse de sus dueños. Varios atravesaron ventanales de cristal en un esfuerzo instintivo por escapar.

La primera reacción al Martillo de Tor empezó en el East River, cuando una onda apenas perceptible golpeó el puente de Brooklyn. Los coches continuaron cruzándolo sin darse cuenta de que el puente se había hundido más de un centímetro en el barro. Esa primera ondulación se trasladó a los límites inferiores del túnel de acceso subterráneo, muy por debajo de la línea de transporte público. Mientras un conmocionado electricista miraba, una fractura superficial del antiguo cemento se ensanchó al principio y después se agrietó hasta llegar al propio río. En unos minutos empezaron a hacerse llamadas aterradas a la superficie para pedir ayuda.

En Central Park, las parejas que estaban echadas en la hierba lo sintieron en la espalda. El suelo se onduló como si una ola lo cruzara, no tanto como para levantar a una persona del suelo, sino más bien como un cosquilleo que en California hubieran identificado al instante.

El primero de los tonos de alto impacto salió de las cúpulas de amplificación y se estrelló con fuerza contra el fondo del mar. La onda invisible se estrelló esa segunda vez contra la falla Davidson y envió una tremenda sacudida a través de la corteza de la Tierra hasta que se topó con la placa sobre la que reposaba el este de Estados Unidos.

Luego, el Martillo se puso a trabajar de verdad. La onda rebotó como el pitido de un sonar y golpeó una vez más la falla ya dañada. Las paredes de la falla empezaron a derrumbarse a solo unos kilómetros del puente Verrazano-Narrows. Siendo como es uno de los puentes colgantes más largo del mundo, sus pilotes estaban hundidos a gran profundidad en el lecho de roca del puerto. En el momento de su construcción, nadie podía haber visto o sabido de la existencia de las grietas diminutas que habían atravesado el estrato rocoso. Esas pequeñas fisuras y grietas fueron lo primero que cedió y la corriente de agua hizo el resto. Los pasajeros de los niveles superiores e inferiores del centro mismo del largo puente lo sintieron los primeros, la ilusión de deslizarse, aunque sabían que no era así. Después, la primera sacudida real golpeó el puente y el movimiento fue perceptible para todos. Los coches cambiaron de carril sin querer, lo que provocó numerosos accidentes y choques en cadena por toda la extensión del puente.

De repente, doscientos cuarenta metros bajo los pilotes inferiores, el lecho de roca empezó a ceder. Cuando el lado oriental del puente empezó a derrumbarse en el barro y se hundió doce metros, los coches se estrellaron contra la calzada rota de la rampa de acceso y otros chocaron con ellos. Los cables gigantes aguantaron, evitando que el lado oriental se cayera. Más tarde, los ingenieros dirían que el lecho de roca que se desmoronó impidió de hecho que el puente se derrumbara entero, porque el extremo oriental suelto le dio al puente suficiente elasticidad para aguantar el ataque del terremoto.

No se pudo decir lo mismo cuando el suelo tembló en Brooklyn, Queens, el Bronx y Manhattan. Primero los edificios más antiguos empezaron a perder las fachadas y después comenzaron a romperse cristales por toda la ciudad. Cuando las oleadas de desplazamiento alcanzaron el aire, la gente se desorientó en la calle y la mayor parte fue incapaz de mantenerse en pie. El Empire State recibió la primera sacudida real de un terremoto en su larga historia, pero nuestro viejo amigo aguantó.

Después impactó el tercer golpe del Martillo de Tor, solo que esa vez se fue hacia el este, hacia las afueras de los condados de Nassau y Suffolk. Estaban atacando Long Island.

A lo largo de setenta y cinco kilómetros de la costa de Long Island, las casas más antiguas comenzaron a derrumbarse. Los mares penetraron en las calles, el oleaje subió un cincuenta por ciento más de lo normal. Las calles de los enclaves costeros se inundaron, lo que entorpeció la respuesta de los departamentos de policía y bomberos.

Los cinco distritos de Nueva York, junto con Long Island, empezaron a desmoronarse y arder.

La Casa Blanca

Washington D. C.

Niles escuchó los informes que llegaban de Nueva York. Después oyeron que la onda también había empezado en China y Rusia. Los dos países estaban diciendo que había que destruir Creta fuera cual fuera el coste.

Con la evacuación de la población civil todavía lejos de completarse, estaban todos en una situación apurada. ¿Había poblaciones que valían más que otras?, se preguntaban.

—¡Dale tiempo al coronel Collins, presidente; es incapaz de rendirse! —dijo Niles apretando los dientes.

El presidente se limitó a mirar a su amigo sin decir nada. Después asintió solo una vez, le daría a Collins una única oportunidad.

Sin embargo, cuando a Niles lo invadió una sensación de alivio, se percibió el primer temblor a través del suelo del Despacho Oval.