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Centro del Grupo Evento
Base Nellis de las Fuerzas Aéreas, Nevada
El complejo oculto que albergaba el Grupo Evento se encontraba a casi un kilómetro de profundidad bajo los matorrales del desierto de la base Nellis de las Fuerzas Aéreas. Su ubicación bajo el campo de tiro septentrional no era ninguna casualidad. El simple hecho de poder terminar haciendo explotar uno de los misiles experimentales desplegados por las Fuerzas Aéreas era razón suficiente para no andar fisgoneando por la zona. El complejo lo había terminado a finales de 1944 el mismo equipo de diseño que había construido el complejo del Pentágono. Habían aprovechado el extenso sistema de cuevas naturales que empequeñecía a su primo más famoso de Carlsbad, Nuevo México.
Albergados junto con los equipos militares y científicos que componían el hermético Grupo Evento había secretos que el mundo había olvidado casi por completo, o que vivían solo en el folclore y la leyenda. Detrás de miles de puertas de cámaras acorazadas como las de los bancos y centímetros y centímetros de acero reforzado, los secretos de la historia mundial, otrora enterrados en el tiempo, eran estudiados y catalogados. Los estatutos del Departamento 5656: asegurarse de que los errores y los momentos que habían alterado civilizaciones enteras en el pasado jamás volverían a repetirse. El grupo llevaba existiendo oficialmente desde la época de Teddy Roosevelt, pero sus raíces se hundían mucho más allá, se remontaban hasta el propio presidente Abraham Lincoln.
El presidente de los Estados Unidos se ocupaba del Grupo en persona. Al hombre que ocupaba el Despacho Oval, y solo a ese hombre, se le confiaban los secretos estudiados en el antiguo sistema de cuevas bajo las arenas de la base aérea, en pleno desierto.
Con cada presidente en funciones, desde la época de Woodrow Wilson, la primera visita a las maravillas mágicas del Grupo, uno de los departamentos del Archivo Nacional, siempre asombraba y, por lo general, lograba ganarse al nuevo presidente.
El director actual del Grupo Evento era el profesor Niles Compton, reclutado en el MIT. Compton había sido elegido por su predecesor, el senador Garrison Lee, y había recibido una preparación especial para convertirse en el jefe de la agencia más secreta del mundo fuera de la Agencia de Seguridad Nacional americana.
El director escoltaba al recién elegido presidente por el nivel de la tercera cámara acorazada del complejo subterráneo.
—Aparte del hecho de que cuentan con artefactos como el platillo volante de Roswell, algo que puede ser o no el Arca de Noé y varios objetos entre los que se cuentan los cuerpos momificados de figuras históricas, ¿dónde dice que han logrado su misión estudiando acontecimientos pasados, y que han sido un elemento disuasivo para aquellos que querrían hacer daño a nuestra nación?
Niles Compton estudió al recién elegido presidente. El comandante en jefe era, como mínimo, un erudito. Era un hecho de sobra conocido que provenía de una familia de intelectuales y su programa de restricciones presupuestarias y equilibrio entre los poderes era lo que le había dado la victoria en las elecciones. Niles iba a tener que trabajárselo mucho.
—Tomemos el Arca como ejemplo. ¿Nos contó esta algo sobre religión, aparte de que encaja con las dimensiones y el diseño que se mencionan en la Biblia? —Niles negó con la cabeza—. En absoluto. Lo que sí nos proporcionó fue al dato científico, aceptado ahora por todos, de que Oriente Medio, sin lugar a dudas, se inundó hace entre trece mil y quince mil años, lo que ha llevado a la comunidad científica a la conclusión de que eso lo provocó un acontecimiento sísmico o un suceso no terrestre, como la caída de un meteorito. Así pues, monitorizamos el movimiento de la Tierra en busca de patrones como ese al que quizá se hayan enfrentado hace miles de años. Nuestra política de rastrear grandes cuerpos en el espacio es otro ejemplo de lo que hemos aprendido ya solo de este Evento.
Niles sabía que el presidente necesitaba esa información para tomar una decisión bien fundada cuando llegara el momento de asignar dinero oculto a su departamento. Así pues, él siempre sacaba la artillería pesada durante la primera visita.
El último soldado en ser nominado para una quinta estrella en la historia de la nación, el nuevo presidente, no parecía demasiado convencido cuando subió a una pequeña cámara acorazada y esperó allí al director.
—Y eso es solo un artefacto del pasado del mundo —dijo Niles mientras esperaba a su ayudante, Alice Hamilton, de ochenta y dos años, que debía meter su acreditación de seguridad en el teclado que había junto a la cámara. Después, el presidente y él observaron a la mujer, que colocó el pulgar en una placa de cristal transparente que leyó los diminutos remolinos y valles de su huella. La cámara acorazada se abrió con un siseo.
—Muy bien, doctor Compton, por favor, explique lo que se guarda en esta cámara y su relación directa con la seguridad de nuestra nación, si tiene la bondad.
Niles asintió y Alice abrió la puerta de veinte centímetros de grosor de la pequeña cámara acorazada; una bruma fresca salió rodando y se arremolinó a los pies del presidente.
—Qué misterioso —fue el único comentario que hizo.
—Por aquí, señor —dijo Compton al tiempo que le señalaba la puerta abierta.
Cuando entraron, las luces interiores cobraron vida. Los dos hombres se quedaron mirando un pequeño recinto de cristal en el que penetraban varios cables que proporcionaban nitrógeno en su estado más frío. Niles colocó el pulgar en una pequeña placa que había junto a la puerta y permitió que el sistema informático Cray del centro explicara el hallazgo.
«El objeto que ven ante ustedes, artefacto del Grupo Evento y expediente n.º 4578-2019, lo descubrió en la cámara acorazada de un banco suizo un operativo secreto del Departamento 5656 en 1991».
El presidente miró con más atención el recinto acrílico y vio lo que parecía un pequeño disco y un lector de discos. Ambos objetos estaban gastados y tenían un aspecto muy antiguo. El disco en sí estaba agrietado y arañado, y le faltaba una tercera parte.
«El objeto ha sido identificado como un mecanismo portátil de grabación de vídeo fabricado por Sony Corporation. La fecha de salida al mercado de este objeto se descubrió que era el 2019 AD. Esta información se obtuvo por medio del número de serie ubicado en el lector/cámara de vídeo y, según fuentes de la compañía, el número de serie coincide con una fecha futura de fabricación, tal y como indican los últimos cuatro dígitos del mismo».
El presidente miró el recinto y luego a Niles Compton a la cara. La expresión le dijo al director de aquellas instalaciones que el hombre que tenía al lado era, como mínimo, escéptico.
«Tras el estudio realizado por el departamento de Mecánica Forense, se averiguó que el disco dañado, aunque incompleto, contenía una resonancia magnética visual de la batalla de Gettysburg, grabada la noche del 3 de julio de 1863. Esto se ha podido verificar gracias al alineamiento de las estrellas grabado en el punto de referencia 1678 de la grabación del disco. Los historiadores del departamento que han autentificado las imágenes recogidas en la batalla no indicaron que hubiera evidencia alguna de escenificación. El material aquí conservado lo halló el 26 de agosto de 1961 el guarda de Parques Nacionales August Schiliemann a ciento diez metros de la zona conocida con el nombre de “Little Round Top”. Este material fue sustraído al Servicio de Parques Nacionales y guardado en el Banco de Suiza, en una caja de seguridad cuyo número era 120 989-61. El objeto ha sido declarado auténtico por los historiadores del Grupo».
—Lo que tenemos aquí es un mecanismo que se utilizó para grabar la batalla de Little Round Top en 1863. Si bien especulamos que la porción dañada del disco muestra la batalla en sí, tal y como se grabó en su momento, en el Grupo hemos llegado a la conclusión de que, unido al momento de fabricación del mecanismo de grabación, esa batalla no solo fue observada por alguien llegado del futuro, sino que fue grabada por razones sobre las que solo podemos especular.
El presidente se había quedado sin habla. Miró al director y después al recinto acrílico. Se volvió y estaba a punto de hacer una pregunta cuando Alice, de pie junto a la puerta de la cámara acorazada, carraspeó.
—Director, el presidente tiene una llamada urgente de la Casa Blanca.
—Gracias, Alice —dijo y le hizo un gesto al presidente para que cogiera el teléfono, que estaba fuera de la cámara acorazada, junto a la puerta. Cuando el dirigente salió a atender la llamada, Alice entró y le sonrió al director.
—¿Cómo va? —susurró.
—Odio este tipo de situación —le contestó el otro en voz muy baja—. Puede pasar cualquier cosa.
La mujer dio unos golpecitos en el hombro de Niles.
—Bueno, puede que nos cueste algo de dinero del presupuesto, pero no puede cerrárnoslo todo. Solo tienes que tener eso presente. —Sonrió y se volvió hacia el presidente, que hablaba con tono quedo por teléfono. Después miró a Niles—. Pareces estar tomándote esto con mucha tranquilidad, Niles. ¿Se te está olvidando comentarme algo sobre ti y nuestro nuevo comandante en jefe?
Niles volvió a subirse las gafas hasta el lugar que les correspondía sobre la nariz y después miró a Alice con curiosidad.
—¿Se me olvida algo? No, creo que no.
El presidente colgó el teléfono y empezó a volverse hacia ellos. Alice estaba mirando a Niles con más curiosidad todavía. Lo conocía lo bastante bien como para pensar que no estaba siendo del todo honesto con ella.
—Señor director, me temo que tengo que interrumpir esta reunión. —Miró el recinto y esbozó una pequeña sonrisa—. Aunque debo decir que ha despertado mi imaginación, el mundo real ha decidido molestarnos. Los norcoreanos siguen haciendo sonar los sables y ahora tenemos un incidente grave en la frontera entre Irán e Iraq. Parece que un terremoto ha causado muchas muertes.
—Siento oírlo, señor. Podemos continuar cuando tenga más tiempo.
Una expresión ceñuda cruzó el rostro del presidente.
—Se nota que no está usted acostumbrado a que le nieguen nada en cuestiones de presupuesto, doctor. Le aseguro que no tengo por costumbre empezar a recortar programas y presupuestos sin la debida consideración.
—Sí, señor.
—Señora Hamilton, ha sido un placer que pocas veces se da conocer a una dama de su… su…
—¿Edad, señor presidente? —terminó la dama por él al tiempo que agitaba las pestañas de sus preciosos ojos.
—Bueno, iba a decir de su calidad. Pero si el doctor Compton es lo bastante inteligente como para conservar a alguien como usted mucho tiempo después del momento de la jubilación obligatoria sin que nadie lo advierta, bueno, quizá es que merecen ustedes el beneficio de la duda. —El presidente se volvió hacia Niles y le tendió la mano—. Hasta que tengamos más tiempo, señor director.
Alice observó los ojos de los dos hombres al encontrarse y fue consciente de una momentánea suavidad que no había sido evidente antes.
Niles observó a Alice mientras se llevaba al presidente hasta el ascensor de seguridad, donde se encontraría con su escolta del Servicio Secreto, y frunció el ceño. Hubiera querido contarles a Alice y a unos cuantos más la relación que lo unía al presidente, pero no sabía con seguridad qué quería aquel hombre que supiera en ese instante todo el mundo. Decidió que puesto que el presidente no había dicho nada, él también se guardaría sus cartas para sí de momento.
El helicóptero presidencial esperaba justo a la entrada de un hangar de aspecto antiguo. La escenografía ruinosa evitaba que los ojos curiosos prestaran demasiada atención a la puerta número uno del complejo del Grupo Evento. Cuando el rotor de cinco palas empezó a girar, el presidente miró con el ceño fruncido la carpeta que le acababa de dar su jefe del Estado Mayor, Daniel Harding.
—¿Sabemos cuántas divisiones acorazadas hemos perdido?
—No, señor. Con el daño del terremoto, aquello sigue siendo un desastre. Los iraquíes afirman que han perdido en la catástrofe un cuarenta por ciento de las divisiones disponibles. Los informes de la CIA ofrecen una cifra similar para Irán. El terremoto golpeó en la zona justa y el ayatolá dice que es una señal divina de que el fin está cerca y que el desarme es la única opción, empezando por Iraq, por supuesto.
—Bueno, no sería yo el que llorase si se hiciera, pero qué le parece empezar de forma unilateral —dijo el presidente; el enorme helicóptero de los marines salió con suavidad del misterioso hangar del Grupo Evento—. Quizá hiciera al mundo bastante más feliz.
—Desde luego —dijo el jefe del Estado Mayor—. Bueno, ese maldito Kim Jong II es otra historia. Afirma que tiene pruebas de que hubo alguna manipulación junto a la costa por parte de Corea del Sur, y que eso provocó el terremoto y el tsunami que golpeó al Ejército del Pueblo. Dice que fue una perforación submarina lo que disparó el episodio.
—¿Ha perdido la razón por completo? ¿Los surcoreanos manipularon un suceso sísmico perforando en busca de petróleo?
—Afirma tener pruebas que muestran elementos navales y aéreos en aguas internacionales jugando sucio. Hasta los chinos lo miran como si se acabara de caer del guindo y se hubiera golpeado con cada rama por el camino.
—Bueno, pon al embajador Williams de la ONU a trabajar en ello, y dile que averigüe qué se puede hacer a través de canales extraoficiales. No quiero que el Departamento de Estado le dé ninguna credibilidad oficial a esta historia, ¿comprendido?
—Sí, señor.
—Escucha, lleva también a Nathan Samuels a la Casa Blanca. Quiero saber de boca de mi asesor científico hasta qué punto es natural que dos terremotos de este tamaño y a casi medio mundo de distancia puedan ser sucesos naturales independientes. Quiero una respuesta que pueda darle a la prensa cuando las declaraciones de ese idiota de Kim Jong II lleguen a los teletipos.
Alice subió con Niles Compton en el ascensor hasta el nivel siete. Al principio, el director se conformó con quedarse mirando los números mientras subían. Después, sin volverse, dijo:
—Quiero un informe detallado sobre todos los equipos de campo que puedan haberse visto afectados o no por estos terremotos. Cualquier equipo, da igual a quién estén asignados, será evacuado si existe el menor peligro. No es necesario que nadie resulte herido mientras el presidente medita sobre nuestro valor.
Alice permaneció en silencio mientras escribía las instrucciones en su pequeño bloc de notas. Cuando terminó, vio que Niles se quitaba las gafas y se frotaba el puente de la nariz con gesto preocupado.
—Todo el mundo está fuera y a salvo.
Niles se volvió a medias y se puso de nuevo las gafas.
—¿Disculpa?
—El equipo de campo de Etiopía está a salvo y debería de llegar a casa en unas doce horas. Nuestros turistas errantes están con ellos.
Alice vio que el director se relajaba y asentía como si la verdadera razón para su pesquisa sobre los equipos de campo ya hubiera obtenido respuesta.
—¿Estás enfadado con Jack? —le preguntó Alice con los ojos puestos en el bloc.
El ascensor se detuvo y Niles esperó a que Alice saliera antes de seguirla. Se dirigió directamente a su gran despacho, que tenía el lema del Grupo sobre la puerta en letras doradas: aquellos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo. Le hizo un gesto a Alice para que cerrara las grandes puertas dobles a su espalda.
El despacho era espacioso y estaba dominado por treinta pequeños monitores que podían conectarse con cualquiera de los departamentos científicos o las cámaras de cualquiera de los setenta y cinco subniveles del complejo. En el centro de los monitores que estaban situados en la pared del despacho circular había uno más grande que en ese momento estaba conectado con el hangar en ruinas que llamaban «puerta uno». Estaba vacío, lo que significaba que el presidente había despegado sin percance alguno. El director fue al aparador y se sirvió un vaso de agua, después se sentó detrás de su gran escritorio.
—Me preguntaste si estaba enfadado con Jack.
—Sí —dijo la mujer, y se sentó en una silla junto al escritorio.
—Estoy más preocupado que enfadado. —El director tomó un sorbo de agua y rebuscó entre unos papeles que tenía en el escritorio. Encontró lo que quería y le tendió un papel a Alice—. Solicité que Jack estuviera aquí durante la reunión informativa del nuevo presidente; en su lugar, él pidió un permiso para él, Everett y Ryan.
—Tú concediste el permiso.
—¿Cómo podía decir que no después de lo que Jack ha hecho por este Grupo en los últimos dos años?
—¿Entonces por qué te preocupas? —preguntó Alice al tiempo que dejaba la nota informativa en la mesa.
—A veces corre demasiados riesgos.
Alice sonrió y miró a su jefe. Sabía que Niles de vez en cuando pensaba las cosas demasiado y ella se sentía obligada a tranquilizarlo. Jack Collins era el mejor de los mejores. Su historial militar era incomparable en lo que a logros se refería. La única nota que había contra él era su batalla con el Pentágono por ciertas políticas, lo que al final había llevado a que lo destinaran al Grupo.
Carl Everett era igual que Jack en muchos sentidos, con la excepción del corazón. Everett era la persona a la que Jack recurría para los aspectos más duros de su nuevo cargo. Por ejemplo, tratar con la gente.
—Jack no está deseando suicidarse, Niles, si eso es lo que piensas. Lo que sí tiene es un compromiso incontenible que lo obliga a hacer lo más correcto. Durante muchos años tuvo que reprimirse por sus obligaciones con el Ejército. La incapacidad de hacer lo que debía en lugar de lo que la política le dictaba. Cuando lo trajiste aquí, le diste la libertad que necesitaba para actuar. Los malos nos estaban haciendo daño sobre el terreno y Jack puso fin a eso cuando le diste rienda suelta, y debo decir que fue la orden más inteligente que podrías haberle dado jamás a un hombre como el coronel Collins.
Niles dejó el vaso en la mesa, miró a Alice y asintió.
—¿Siempre paso por alto lo obvio?
—No es que Jack empiece a estar aburrido. Quería estar allí para darle a Will Mendenhall su nuevo galón de teniente segundo. Está orgulloso de Will, ya lo sabes. Las vacaciones para ir a pescar solo eran la excusa.
—Se va de pesca y frustra un ataque contra estudiantes inocentes. Correr riesgos en una mala costumbre de la que quiero que se deshaga.
—Si se deshace de esa costumbre, nosotros volvemos a perder personal de campo. Sigue siendo un mundo muy feo el que hay ahí fuera, Niles, y resulta que Jack sabe cómo enfrentarse a él.
Dieciocho horas después, Collins se encontraba casi en posición de firmes delante del escritorio de su director. No había aceptado la silla que le había ofrecido Niles, había preferido esperar hasta que el director se desahogara y dijera lo que había que decir.
—¿Se ha traído algún pez, coronel? —preguntó Niles mientras miraba la carpeta con los partes que habían rellenado Jack y los demás.
—Lo único que nos hemos traído es una buena resaca y un equipo de campo etíope.
Niles pasó una página de los informes y miró a Collins. Tiró la carpeta sobre el escritorio y le hizo un gesto al coronel para que se sentara.
—Siéntate, Jack… por favor.
Collins por fin se aplacó y se sentó. El pájaro plateado que llevaba en el cuello destelló bajo la luz suave de la oficina.
—Corres demasiados riesgos, Jack —dijo Niles con tono rotundo mientras miraba a Collins a la cara.
Collins estuvo a punto de decir algo cuando Niles levantó la mano.
—Ahórratelo. Para la gente como yo, que solo vemos ciencia y números, ni siquiera podemos ni imaginar lo que se siente al tener la habilidad que tú tienes. Nos cuesta mucho concebir la idea de arriesgar la vida para salvar a un desconocido. No nos lo explicamos. Solo quiero que pienses antes de saltar. Eres demasiado valioso, coño, para este Grupo. Para mí. —Las últimas palabras solo las murmuró.
Collins observó al director. Si bien él y Niles jamás se habían hecho íntimos, sentían un respeto mutuo que iba mucho más allá de la relación laboral habitual. Quizá no había sabido explicarse ante el director como hubiera debido, pero Jack sabía que el sesudo Compton era el hombre más inteligente que él había tenido el placer de conocer. Además, los dos trabajaban bien en equipo, siempre pensando en la seguridad de su gente.
—Tú y muchos otros de por aquí os vendéis muy baratos, Niles. Mis habilidades no son mayores que las de cualquiera de las quinientas personas destinadas al Grupo. En el tiempo que llevo aquí, has tomado decisiones que yo jamás podría haber tomado, decisiones de vida o muerte para los operativos de campo, y debo decir que jamás has decepcionado. Lo único que los soldados le piden a un superior es que los respalde y apoye. Todos saben que eso es lo que tú haces.
Niles Compton asintió y señaló con ese gesto que el debate había terminado. Carraspeó, se desabrochó el botón del cuello y después se aflojó la corbata. Recogió la carpeta con los informes de campo.
—Este equipo arqueológico de Addis Abeba, ¿su excavación era parecida a la nuestra?
—Que nosotros sepamos, solo era una excavación informativa y de recogida de artefactos. Nadie sabía lo que se iba a encontrar.
Niles giró en la silla y tecleó una orden en su ordenador. El monitor principal, de tres metros por cuatro veinte, cobró vida y Jack y él contemplaron la sala esterilizada del nivel cuarenta y tres dedicada a la clasificación de artefactos.
Un remilgado científico que no superaba la treintena se acercó al monitor. El profesor Alan Franklin sonrió y saludó a Niles con un gesto de la cabeza.
—Señor director, buenos días.
—¿Qué tiene hasta ahora? —preguntó Niles.
—Bueno, el equipo ha regresado con hallazgos muy poco comunes. Artefactos, si me permite añadir, que no tenían por qué estar en la zona en la que fueron desenterrados. Por ejemplo —se volvió y levantó un trozo de cerámica, que sostuvo con gran delicadeza con los dedos envueltos en guantes—, este pequeño objeto: puedo decirle, incluso antes de que mi ayudante me pase los resultados de la prueba de carbono 14, que su datación es anterior a cualquier cosa que nosotros o cualquier otra persona en el mundo entero tenga en sus archivos. La cerámica parece casi porcelana y la elaboraron con un material que las civilizaciones que conocemos jamás han utilizado para hacer cerámica. Los primeros análisis dicen que está hecho de vidrio volcánico prensado.
—Es interesante, pero…
—Ahora bien, aquí está lo más raro, señor director. El trozo en sí no tenía nada que hacer en Etiopía. Sospechamos que un incidente, como una gran y poderosa riada, podría haberlo transportado contracorriente por el Nilo desde el Mediterráneo. El diseño se suele asociar con una garrafa y es un cruce entre el linaje griego y el egipcio.
—¿Y su argumento es…?
—¿No lo ve? No debería existir. Un intercambio cultural entre Egipto y Grecia no podría haber ocurrido antes del 3700 a. C. —el profesor aceptó un impreso que le tendieron—. Justo como sospechaba, el carbono 14 ubica el material agregado al fragmento en una franja situada entre el 11 000 y el 14 000, unos cientos o miles de años arriba o abajo. ¡Esto es totalmente asombroso!
—Que su equipo repita las pruebas del carbono 14. Haga la prueba a todo lo que se ha traído nuestro equipo.
—Sí, señor, estamos en ello.
Niles apagó el monitor y miró a Collins.
—Tú estás empapado de historia, Jack; dime, ¿has oído hablar jamás de algo tan antiguo?
—No.
—¿Sabes por qué?
Collins sabía que no le iba a gustar la respuesta.
—Las civilizaciones egipcia y griega ni siquiera existían en aquella época.
—¿Entonces quién hizo ese pequeño objeto que fue desenterrado a tres mil kilómetros del lugar en el que se fabricó? ¿Y qué acontecimiento pudo haber sido lo bastante potente como para hacer que el río Nilo invirtiera su corriente?
—Eso es lo que tenemos que averiguar. Además, ¿qué artefacto estarían buscando esos mercenarios que fuera lo bastante importante como para matar por él?
—Creo que voy a traer a los operativos nuevos del FBI que reclutamos el año pasado; es hora de que se ganen el sueldo, de todos modos. También pueden averiguar quién estaba al otro lado de esa conversación por un móvil de África.
El director Compton asintió, estaba de acuerdo con que Jack contactara con el agente especial William Monroe de Nueva York para ponerlo al tanto de lo ocurrido en Etiopía.
—Este podría ser un hallazgo capaz de cambiar la faz de la historia. Sería anterior en por lo menos cuatro mil años a cualquier civilización conocida.
El Grupo Evento tenía una misión.
Edificio Gossmann Metal Werk
Oslo, Noruega
La gran sala de reuniones estaba situada cuarenta y ocho metros por debajo del nivel de la calle, bajo una de las compañías industriales más antiguas de Europa. Agrupados alrededor de la mesa había hombres y mujeres de la mayor parte de las naciones occidentales, además de Japón, India y Hong Kong.
Las banderas dispuestas junto a las paredes de la sala de reuniones eran de color rojo brillante y cada una mostraba un símbolo legado desde la época de los césares, cada una de ellas se diferenciaba de las otras en detalles nimios. Una gran águila dorada destacaba en todas ellas. Algunas tenían unas líneas sesgadas que se parecían a una esvástica doblada sujeta en las poderosas garras del águila, mientras que otras mostraban símbolos más extraños de la antigüedad. El tema predominante en todas las banderas era el águila dorada sobre campo escarlata.
La bandera de diseño más reciente, el símbolo del Tercer Reich, no estaba presente. El episodio de los años treinta y cuarenta del siglo XX había estado a punto de acabar con la Coalición y esa bandera se había convertido en una vergüenza, sobre todo para los elementos más jóvenes y mucho más radicales que estaban sentados entre la vieja guardia.
—Caballeros…, caballeros y damas, se abre la sesión —dijo el hombrecito conocido con el nombre de Vigilante. Golpeó con un martillo el pequeño escritorio que tenía en la parte posterior de aquella sala amueblada con gran lujo—. Tenemos muchos puntos que debatir esta tarde.
Los veintiséis hombres y cinco mujeres que componían la Coalición Julia, llamada así por la prestigiosa familia romana origen de los primeros césares, se calmaron y tomaron asiento. Aunque muchos estaban allí por razones que no guardaban conexión con su legado, tenían muchas cosas en común. Una de ellas era el hecho de ser los particulares más acaudalados del planeta. Ni uno solo de esos nombres aparecería nunca en una lista de las personas más ricas del mundo, y jamás encontrarías la imagen o el nombre de ningún miembro de la Coalición en una columna de cotilleos o en un periódico sensacionalista. No discutían con ningún gobierno en los tribunales de justicia sobre monopolios de mercados o la disolución de conglomerados tan grandes que su valor no podía calcularse. La Coalición Julia no respondía ante ningún poder mundial.
—Renunciaremos a la lectura de las actas de la última reunión para concentrarnos por completo en este primer día de las pruebas operativas iniciales.
Hubo asentimientos y sonrisas por toda la mesa de conferencias. Después, una figura solitaria sentada en el centro se levantó e hizo repiquetear un cuchillo contra un vaso de agua.
—El caballero de Austria, el señor Zoenfeller, tiene la palabra —anunció Vigilante.
—Antes de que nos lean el informe de las operaciones, me gustaría hacer notar a este Consejo que tenemos misiones en curso para buscar la llave atlante. Sin ella, me atrevería a decir que tendremos más episodios como el de esta tarde.
Hubo unos cuantos asentimientos y frases de conformidad con aquel hombre grande de cabello gris, pero en un número muy inferior al de las miradas duras que le dedicó la mayoría más joven.
—¿Qué problema hay con las pruebas iniciales de hoy? —preguntó un hombre alto con una mata de juvenil cabello rubio—. Por eso hemos empezado con naciones que tienen vecinos de los que habría que ocuparse antes o después. Todos acordamos que no eran necesarios ataques precisos, así que ha sido efectivo comenzar con esas ubicaciones. —Se había quedado mirando al austriaco con una discreta expresión de desdén.
—El joven caballero de América ha expresado la opinión estándar que sostiene la juventud de esta habitación: «más les vale acatar las normas». Una opinión, si me permiten añadir, que suena a dictadura y no a consejo.
Solo unos cuantos de los miembros más maduros dieron unos golpecitos en la mesa pulida con los nudillos para expresar su acuerdo. Con una expresión confusa, el coalicionista americano tomó nota de los que apoyaban al austriaco.
Perplejo por el escaso apoyo, el anciano continuó sin desanimarse.
—Debo decir que las pruebas de hoy fueron temerarias y que la destrucción aleatoria atraerá la atención hacia nuestros esfuerzos. Sin la llave atlante, carecemos de capacidad para realizar ataques precisos. Podemos y conseguiremos dañar la economía de naciones amigas, y eso, damas y caballeros, afectará de forma directa a la mayor parte de los presentes en esta sala.
El anciano de Austria se sentó. El americano alto lo observó, pero permaneció de pie, decidido a terminar su declaración. Era el momento de remachar sus argumentos contra la vieja guardia de la Coalición. Mientras esperaba a que se apagaran los murmullos, se decidió por un enfoque más discreto. Después de todo, en realidad él tampoco esperaba que el círculo de destrucción se extendiera tanto por la frontera iraní tras el ataque de aquella tarde del Martillo de Tor.
—Amigos míos, sé que muchos de ustedes han expresado su temor a comenzar antes de que se recuperara la llave. Debo recordarles una vez más que muchas de las economías de nuestras propias naciones no pueden permitirse el lujo de esta espera. La eliminación de las antiguas espinas debe comenzar ahora para que pueda darse el nuevo crecimiento. Esas naciones atrasadas y forajidas que hemos fijado como objetivo agotan los recursos de todos, y de todos los gobiernos representados en esta sala. Los ataques limitados llevados a cabo con el Martillo carente de la llave pueden reducir parte de la presión que supone defendernos de semejantes idiotas. De momento necesitamos estos ataques limitados. Cuando sea nuestra gente la que dirija esos gobiernos y se hayan negociado nuestros préstamos para estimular sus economías, verán el beneficio que supone actuar ahora.
El austriaco se levantó de repente y dio un puñetazo en la mesa.
—Debemos limitar el Martillo de Tor solo a los ataques de hoy, y restringir las operaciones hasta que se recupere la llave. Estoy seguro de que todos los aquí presentes están encantados con el poder que se ha logrado en esta primera prueba. Pero, como la mayoría de ustedes, yo vi hoy lo que podría pasar sin actuamos sin conocer todo el potencial del arma, sin algún tipo de control.
—¿Nos permite inquirir por el progreso de la empresa etíope, señor Cromwell? —preguntó Vigilante desde su asiento ante el pequeño escritorio.
—El informe presentado esta tarde describe un final decepcionante para uno de nuestros equipos de búsqueda en Etiopía, que al parecer entró en conflicto con un grupo de americanos que estaban llevando a cabo otra excavación sin relación alguna con la nuestra, pero en un lugar cercano; nuestro equipo fue eliminado. Los detalles son bastante incompletos en estos momentos, pero, no obstante, es imposible evitar que tengan el efecto adverso de retrasarnos en nuestra búsqueda de la llave atlante, al menos hasta que se pueda despachar a otro equipo del Sudán. —El inglés se sentó después de dar su breve informe.
—¿He de suponer que esos americanos no tienen ni idea de que esos mercenarios estaban trabajando para nosotros? —preguntó el austriaco señalando con la cabeza al americano—. ¿Señor Tomlinson?
—Ni yo ni los otros dos americanos presentes en esta sala podemos controlar las acciones de cada agencia de nuestro país. La identidad de esa agencia sigue siendo desconocida. ¿Cómo podrían los americanos haber recibido una información valiosa si los hombres que enviamos a Etiopía no tenían ninguna que ofrecer? Sin embargo, prometo utilizar toda nuestra influencia y recursos para descubrir quién interfirió, y nos ocuparemos de esas personas en consecuencia.
—¿Más crueldad todavía? —preguntó Zoenfeller en voz alta.
—Nos estamos apartando mucho del tema. Los dos golpes fueron un éxito. Corea del Norte está dañada, muy dañada, y es probable que golpee en cualquier momento. Irán no se recuperará pronto, por lo menos en un futuro cercano.
—Lo que hemos hecho, y lo hemos hecho todos, en la península de Corea es encolerizar a un tigre viejo y cansado que ahora está herido y teme por su vida. El arma fue débil en Corea y demasiado potente en Irán, ¡y terminamos dañando Iraq! —dijo Zoenfeller, que intentaba que los presentes vieran su razonamiento—. Y ahora el aliado de Oriente Medio que muchos de nosotros, incluyendo su propio país, hemos ido creando en los últimos diez años, también ha sufrido perjuicios sin medida y requiere más financiación todavía que tendremos que proporcionarle en el futuro cercano, y todo porque el arma carecía de un enemigo concreto en el que centrarse. —A Zoenfeller le disgustó ver que solo un porcentaje muy pequeño de los miembros asentía a sus palabras.
Se tomó nota de los coalicionistas que parecían estar perdiendo el valor.
—No obstante, la próxima serie de ataques continuará adelante. La llave atlante será recuperada antes de que empecemos a golpear los activos gubernamentales de nuestras propias naciones y los de nuestros aliados. En cuanto a viejos enemigos, debemos continuar realizando el trabajo preparatorio. Los últimos años de sequía han lisiado a los rusos, y las inundaciones en China han debilitado su base de apoyo para un liderazgo que ya flaquea. El momento de golpearlos es ahora, no más tarde —dijo Tomlinson con tanta calma que heló la sangre de los elementos ancianos del Consejo.
—¿Está sugiriendo que adelantemos cuatro años el programa que hemos planeado con tanto cuidado para la eliminación de esos dos poderes? ¿Estoy en lo cierto?
—Sí. La mayor parte de los aquí presentes estamos cansados de la timidez de la Coalición Julia cuando se trata de ocuparnos de esos dos poderes atrasados. El temor a esos tigres sin dientes del este se ha exagerado de tal modo que nos pone enfermos a esos de nosotros que tenemos que plantarnos aquí, en esta sala, y escuchar historias de miedo sobre lo peligrosas que son esas naciones, cuando, de hecho, no haría falta más que un empujoncito para derribar a las dos. Ya no estamos en los cincuenta, esto es el presente.
—¿Y ninguna de las dos naciones reaccionará como lo ha hecho Kim Jong II? Le garantizo que en lugar de plegarse como un castillo chapucero de naipes, lucharán para apuntalar el poder que tienen sobre los suyos. ¿Y si las naciones empiezan a creer las afirmaciones de Corea del Norte sobre que el desastre no fue un hecho natural? Por absurdo que le parezca a la mayoría, ¿y si las locas acusaciones de Kim hacen que otras personas, personas más sensatas, empiecen a investigar su colocación, no muy bien disimulada, por cierto, de los amplificadores de sonido en aguas norcoreanas? Rusia y China son capaces, mi joven amigo, de hacer lo inesperado.
—Esa es la opinión que tiene usted de ellos. Son débiles y caerán. Sus economías no pueden soportar un desastre natural de la magnitud que planeamos. Y la información que tiene Kim solo muestra una exploración en busca de petróleo que fue aprobada con mucha antelación por el tratado internacional —dijo Tomlinson.
El coalicionista miró a su alrededor y sonrió. Un gesto suave, calculado con toda frialdad para tranquilizar a los ancianos.
—Gracias a nuestros esfuerzos en América, el grano y otros alimentos que necesitan estas naciones no estarán disponibles. Ya miran a Occidente, y a los Estados Unidos en concreto, con una gran desconfianza. Al nuevo presidente le está costando mucho convencerlos de que no está utilizando los alimentos como arma para alterar sus políticas nacionales contra los elementos que se apartan de lo establecido, como Georgia y Taiwán. Un enfrentamiento limitado entre Oriente y Occidente es un aliado de nuestra causa.
—Estoy de acuerdo. El programa debe ajustarse para aprovechar la ventaja que nos proporcionan esos elementos, lo que solo puede tener un efecto positivo sobre nuestros planes —dijo el hombre de Francia—. Debemos acelerar.
Más del ochenta por ciento de los presentes en la sala sentían lo mismo, como demostró el ruido de los nudillos al golpear la mesa que tenían delante. Sin embargo, Tomlinson, eterno político, sintió que necesitaba el apoyo, al menos de momento, de los miembros más ancianos.
—Tengo activos en Etiopía que están preparados para encontrar la llave enterrada. En Estados Unidos, mi mejor operativa de inteligencia está muy cerca de rastrear su ubicación y desvelar el escondite de la placa con el mapa que robó Peter Rothman en 1875. Ya se ha enterado de que fue enviado a nuestros hermanos y hermanas de los antiguos. Ahora no es el momento de perder los nervios, damas y caballeros, no cuando son ustedes los que controlan sus propios gobiernos como premio por elevarse por encima de cualquier timidez y temor.
—La timidez que mostramos, señor Tomlinson, es debida a que solo acordamos las pruebas en Irán y Corea. Y lo hicimos porque nos garantizó que podíamos probar el arma sin la llave.
—Esta discusión está empezando a resultar muy pesada. Ahora, si nos disculpan…
El hombre de Austria sacudió la cabeza. Los acontecimientos se estaban precipitando y los ancianos estadistas de los Julia estaban preocupados. Quizá fuera porque el recuerdo de otro renegado, más entusiasta todavía, seguía más fresco en sus mentes que en las de los hombres y mujeres más jóvenes. Adolph Hitler había desafiado en su momento a la Coalición y casi los había destruido. Estaba volviendo a ocurrir, y ellos se veían impotentes para impedirlo. Tomlinson estaba dando vida al Cuarto Reich a su manera.
Los jóvenes leones habían tomado el control de la entidad más influyente de la historia del mundo. Ya había ocurrido antes una vez, en la época de Julio César, y había terminado con la división de la primera familia del hombre.
Los miembros jóvenes de la Coalición se hallaban en un estado de casi rebelión y los ancianos temían que el resultado bien pudiera significar la devastación del propio planeta.
Centro del Grupo Evento
Base Nellis de las Fuerzas Aéreas, Nevada
La teniente segunda Sarah McIntire estaba sentada con Collins y Everett en la cafetería. Actuaba como si estuviera en otro sitio mientras los dos hombres hablaban y comían. Entonces Collins miró a la menuda profesora de geología y le dio un pequeño codazo para sacarla de su trance.
—Está bien, ¿qué pasa? —preguntó.
Sarah miró a Jack y después a Carl y dejó el tenedor en el plato.
—Se ha corrido el rumor de que habéis tenido una excursión de pesca de mil demonios, chicos.
—Na, nada especial, no cogimos nada —dijo Carl, muy serio.
—Will tuvo una bonita fiesta de nombramiento, no pasó nada más. Bueno, ¿y en qué andas tú? —preguntó Jack.
—En mi departamento no hay mucho movimiento últimamente. Hay mucha gente de permiso, como en la mayor parte del complejo. Tengo lo que queda del departamento de Geología combinado con Ciencias de la Tierra y estamos repasando esos terremotos como ejercicio de formación. Todo el mundo parece perplejo.
—¿Perplejo por qué? ¿Que a Corea la ha golpeado un megaterremoto? Está en la costa del Pacífico, ya sabes. Es eso del Anillo de Fuego. Además, Iraq e Irán tampoco se puede decir que estén en un territorio muy estable, que digamos. Estas mierdas pasan —dijo Carl antes de tragar un sorbo de agua.
—Sí, todos son inestables. Pero no ha habido ni una sola réplica en ninguna de las localizaciones desde que dejó de temblar el terreno principal.
—¿Eso es normal? —preguntó Jack mientras tiraba la servilleta en el plato.
—Jack… —Sarah se detuvo en seco y esperó que nadie la hubiera oído dirigirse a él con tanta familiaridad—. Coronel, siempre hay réplicas. Es como un corredor de larga distancia enfriándose después de la conmoción principal de la carrera. Siempre hay pequeños temblores, y esto es tan antinatural que está alzando cejas en todos los círculos académicos. Y no solo por esas descabelladas declaraciones de Corea del Norte.
—Bueno, estoy seguro de que los lumbreras…
«Coronel Collins y capitán Everett, por favor, preséntense en el centro informático. Coronel Collins y capitán Everett al centro informático, por favor».
La voz femenina informatizada interrumpió la cuestión académica del argumento de Sarah y la geóloga observó a los dos oficiales coger sus bandejas y levantarse. Jack miró a Sarah y esta sonrió. Mientras veía irse a los dos oficiales, Sarah recordó la primera vez que Jack le había sonreído y las mariposas que había notado en el estómago; se había sentido como una colegiala. Sonrió para sí con ese cálido pensamiento. Sabía que el amor que compartía con Jack era ya del dominio público entre los compañeros más próximos de los dos, como Carl, Mendenhall e incluso el director Compton, pero el secreto tenía que permanecer intacto porque Jack insistía en respetar el protocolo militar. Pronto habría que tomar una decisión, y Sarah sabía que tendría que tomarla ella.
El centro informático principal tenía la disposición de un teatro. Había escritorios colocados en el nivel superior, cada uno con un monitor, y se asomaban al piso principal, donde los técnicos trabajaban en otros puestos que tenían acceso directo al sistema Cray conocido como Europa. Era el mecanismo informático más potente que se conocía en el mundo y solo existían cuatro. Sin embargo, el sistema del Grupo Evento era especial. Tenía la habilidad de entrar «hablando» en cualquier ordenador del mundo, saltándose las estructuras de seguridad principales de la mayor parte de los gobiernos, universidades y compañías.
Jack y Carl bajaron hasta el piso principal y vieron al hombre que había solicitado su presencia. El profesor Pete Holding, director de operaciones del centro, saludó a los dos hombres.
—Coronel, capitán, gracias por venir. —Se volvió hacia un pequeño monitor sujeto a la pared de plástico del centro y agitó una mano delante de su cara. Eso activó la pantalla y, mientras miraban, apareció la cara de Niles Compton.
—Bien, ya están aquí, Niles. ¿Empezamos?
Compton asintió y observó desde el monitor de su oficina.
—De acuerdo, el móvil con el que volvisteis de África no se pudo reparar. Pero el idiota al que se le ocurrió inutilizarlo nunca se enteró de un detalle: un móvil no es más que un pequeño ordenador. Tiene una memoria permanente y eso es lo que se usa para almacenar información. Saben, es asombroso cuando se piensa…
—Pete, escucharte a ti es como que te agujereen un diente. ¿Te importaría ir al grano, por favor? —dijo Niles, que había empezado a frotarse las sienes.
Pete pareció ofenderse. Se puso rojo y se subió las gafas por la nariz de un empujón.
—¿Qué has averiguado, Pete? —preguntó Jack para volver a encarrilar las cosas.
—Bien, el móvil se usó para llamar solo a un número. Europa rastreó al propietario de ese número y la información se entregó al contacto que tiene el Grupo en el FBI para que la investigara.
Vieron a Pete encender otro monitor y se encontraron contemplando el rostro joven del agente especial William Monroe. Estaba en su casa, en Long Island, Nueva York.
—Bill, ¿cómo estás? —preguntó Jack.
—Buenas noches, coronel y capitán. Pete me ha pasado vuestra información, que nos ha llevado a un individuo bastante turbio de aquí, de los Estados Unidos. De hecho, se encuentra en mi propio estado natal.
—Qué casualidad —dijo Niles.
—Como decía, nuestro amigo es un banquero de inversiones y corredor de materias primas que tiene una finca en el condado de Westchester. Un pequeño burgo llamado Katonah. El tipo hizo más de veintisiete llamadas al móvil de ese mercenario y, después de comprobar sus registros telefónicos, hemos visto que realizó muchas llamadas más a África, no solo a ese teléfono sino a muchos otros; treinta y cinco, para ser exactos.
—Para que hablen de llegar al prójimo —dijo Everett.
—Nuestro amigo también tiene una zona oscura que encaja con todo este lío. Es coleccionista, de todo y de nada, desde Grecia hasta China. Tratos poco limpios en su mayoría, muy pocos declarados, así que podría ser una anotación interesante en los libros del FBI y también en los de Hacienda.
—¿Qué te parece, Bill?, ¿podemos entrar en la humilde morada de este hombre sin que se den cuenta tus jefes de D. C.? —preguntó Jack.
—Sí; tengo suficiente para conseguir una orden de registro. La clave tendrá que ser cómo os cubrís vosotros. En mi bando nadie puede olerse siquiera que dejo que otros hagan una incursión en mi patio trasero.
—Creo que podemos organizar algo. ¿Puedes hacer que algunos de tus chicos estén preparados entre bastidores para recobrar lo que haya?
—No hay problema, Jack. Solo debes avisarme y tendré la orden lista —dijo Monroe, después desconectó.
—Bueno, señor director, ¿tenemos luz verde para acercarnos a Nueva York? —preguntó Collins.
Niles miró el monitor y asintió.
—Tenéis luz verde, pero recuerda que la razón principal para apresar a este tipo es el hecho de que, como mínimo, ordenó el asesinato de unos universitarios inocentes y sus profesores, ¿y para qué, acaso por unos fragmentos de cerámica? Sí, coronel, tienes luz verde.
Jack asintió.
—Pero estaría bien saber qué era lo que estaban buscando. Es decir, si no les interesaban unos artefactos de entre diez y quince mil años de antigüedad, ¿qué es entonces? Esa es la razón principal de que nos ocupemos nosotros de esto en lugar de las autoridades habituales —dijo Niles antes de desconectar él también.
Jack miró el monitor oscurecido y después la cara del sonriente Everett.
—¿Ya has hecho las maletas? —preguntó.
—Están listas. Vamos.
Cuando se volvieron para dejar el centro informático, oyeron a Pete Holding tras ellos mientras subían las escaleras.
—¿Mi voz irrita a la gente como un dentista al agujerear un diente?
—No te preocupes, Pete, solo cuando hablas —dijo Everett cuando llegaron a la puerta y salieron.
Katonah
Condado de Westchester, Nueva York
La mansión estaba rodeada de inmensos y cuidados céspedes y jardines que ocultaban el hecho de que entre los arbustos y árboles importados estaba el sistema de seguridad más sofisticado jamás instalado en los confines de una finca privada. Al agente especial Monroe solo le había llevado unas horas, con la ayuda de su enlace con Europa, rastrear los gastos empresariales del propietario, y el descubrimiento del avanzado sistema de seguridad le indicó al agente que aquel hombre tenía algo que esconder entre los muros de la finca. Aquel sistema de ocho millones de dólares había atraído el escrutinio y sus datos se habían cruzado con la identidad del propietario. A partir de ahí, solo había sido cuestión de investigar un poco más para averiguar la verdad que ocultaba el acaudalado viajero.
En lugar de utilizar un helicóptero, el equipo había decidido recorrer más de kilómetro y medio por tierra para llegar a la verja exterior de la parte trasera de la propiedad. Nada habría sido más llamativo que los golpetazos reveladores de las hojas del rotor oyéndose tras la caída de la noche en el tranquilo condado de Westchester, Nueva York.
La dotación de asalto, compuesta por diez hombres, observó cómo una de las tres furgonetas de seguridad transitaba por el largo camino de acceso a la parte delantera de la mansión. El equipo era casi invisible en la oscuridad, se fundían bien con la noche nublada con su ropa Nomex y las capuchas. El equipo iba armado con MP-5, armas automáticas ligeras de cañón corto.
La figura oscura que se había agachado junto a un árbol levantó una mano cuando la pequeña camioneta pasó sin prisas; los faros giraron hacia ellos, pero no llegaron a enfocar a los diez hombres. El hombre levantó entonces dos dedos e hizo un movimiento de corte.
Un hombre grande situado en medio de la fila se adelantó cuando la camioneta desapareció tras una curva. Sacó una cajita negra y la sostuvo tan cerca de la verja de acero como pudo sin llegar a tocarla, después conectó la electricidad a la caja. El fulgor suave del indicador quedaba cubierto por la mano del hombretón mientras estudiaba la lectura. Asintió y levantó la mano izquierda. Extendió los dedos para indicar cinco, después cerró la mano otra vez y abrió los dedos de nuevo: diez. La figura que iba en cabeza asintió, había visto sin problemas la señal con las gafas de luz ambiental que mostraban al equipo en una imagen de perfiles fantasmales verdes, negros y grises. El hombretón bajó la mano y desconectó los dos cables eléctricos. Oyó el zumbido suave de diez mil voltios de electricidad al pasar por la valla de tela metálica.
Otro miembro del equipo se acercó agachado y sacó las cizallas recubiertas de aislante, después esperó mientras el grandullón pasaba unos cables recubiertos de goma de un eslabón de la valla a otro. Lo hizo hasta que tuvo un círculo de un metro veinte entretejido y conectando los eslabones. Después estiró la mano y cogió la cizalla que le facilitaba el segundo hombre. Tras lo cual empezó a cortar el grueso alambre de la valla.
El cableado que había tejido en la valla era un corral sin electrificar, diseñado para aislar una corriente eléctrica, mantener la conexión de la valla y engañar a cualquier alarma que pudiera saltar cuando se cortaran los eslabones. Con el último de los eslabones cortado, el hombre soltó el círculo de alambre y el equipo entró.
Dos grupos de tres hombres fueron a izquierda y derecha, agachados casi hasta el suelo. El líder cogió a los últimos tres y fue en línea recta.
El equipo de la izquierda haría el primer contacto, así que se agacharon en el suelo y esperaron. Se vieron recompensados un momento después cuando unos faros giraron en la esquina de la parte posterior de la casa. Era la segunda camioneta de seguridad. Cuando se acercó, uno de los tres hombres sacó un pequeño cojinete del chaleco blindado y esperó hasta que la camioneta estuvo a diez metros de distancia, al otro lado de la cuesta.
El primer hombre de la fila reptó el último metro hasta la cima de la elevación y sacó una pistola de aspecto peculiar de la funda que llevaba en el costado; después apuntó. El otro echó hacia atrás el brazo y lanzó el ligero cojinete en un arco elegante. Chocó contra el lado de la camioneta y provocó un crujido más estridente de lo esperado; el vehículo se detuvo de inmediato cuando el conductor quiso saber la causa del impacto. Salió de la pequeña furgoneta, dio tres pasos hacia el capó y miró lo que había golpeado el vehículo, fue entonces cuando el dardo de aire comprimido lo alcanzó en el lado izquierdo del cuello. El guardia de seguridad lanzó un gañido e intentó llegar a la puerta del conductor, pero solo pudo dar dos pasos antes de que sus piernas se negaran a cooperar y cedieran por completo. Cayó con un golpe ahogado. Se quedaría así varias horas y despertaría con el peor dolor de cabeza de su vida.
A los otros tres vehículos y a los tres guardias de a pie se los despachó con la misma facilidad. Solo uno le había dado un susto al equipo porque, de hecho, había tenido la fuerza física para llevar la mano a la radio con la que cargaba, sujeta al hombro, antes de quedarse roque.
El equipo se dispersó por los puntos de acceso que tenía indicados y esperó la señal. El grandullón que había cortado la valla encontró el cable del teléfono y las cajas de los plomos fuera de la casa, cerca de la puerta del sótano, y pegó un objeto pequeño y circular a las líneas eléctricas y telefónicas que entraban en la vivienda, procedentes de la red del condado. Programó el temporizador para diez segundos más tarde y se apartó. Una pequeña descarga eléctrica mandó una veloz corriente eléctrica por ambas líneas, haciendo que saltaran los plomos del interior del edificio. La línea telefónica quedaría inutilizada hasta que la compañía proveedora del servicio descubriera que la descarga eléctrica había fundido y enturbiado la línea de fibra óptica.
Las luces del complejo se apagaron: esa era la señal para el paso tres del estructurado asalto. En el mismo instante exactamente, las puertas delantera y trasera, junto con el panel central de las puertas francesas que había junto a la piscina, explotaron hacia el interior con una lluvia de astillas de madera y vidrio. El equipo de operaciones clandestinas entró con las armas en alto.
En la planta baja, los metódicos intrusos tiraron al suelo de malos modos a varios sirvientes, que chillaron. Los ataron con bridas de plástico con mano experta; después, los hombres se alejaron con rapidez. La incursión se llevó a cabo en tres minutos y veintidós segundos exactos desde el momento en que se había derribado al primer guardia.
El líder del equipo se adelantó después de contar al personal y examinar cada cara. Se acercó a un hombre que miraba con arrogancia la cara encapuchada que tenía encima.
—¿Se llama usted Talbot? —preguntó el hombre de las gafas peculiares.
El otro se limitó a mirar la oscuridad que tenía encima, un poco menos arrogante que antes de que el tipo lo llamara por su nombre.
—¿Es usted Talbot, el mayordomo, el hombre a cargo de esto? —volvió a preguntar el hombre en voz baja; esa vez se arrodilló, lo que aproximó aquel traje que parecía de ciencia ficción para que el otro lo pudiera ver. Para dejar las cosas más claras todavía, colocó bien la correa del MP-5 con aire amenazador.
—Sí, sí —se apresuró a decir el hombre.
—¿Dónde está William Krueger?
—Él… estaba… estaba arriba cuando nos retiramos esta noche… Lo juro.
La amenazadora figura levantó la vista y miró a otro miembro del equipo, un tipo más grande todavía que bajaba las escaleras. Y que negó con la cabeza; entonces el hombre que estaba arrodillado junto al mayordomo le quitó el seguro a su arma; todos los presentes en la habitación, incluidas las doncellas y los cocineros, sabían distinguir un chasquido amenazante cuando lo oían.
—Le preguntaré una vez más, y si no recibo la respuesta que quiero, va a servir a su próximo y acaudalado jefe con una buena cojera, porque le voy a disparar en la rótula, ¿comprendido? —La intimidación se hizo con tono frío y amenazante.
—No pueden hacer esto… son… ¡son policías!
El hombre lanzó una risita y miró al hombretón de las escaleras.
—¿Quién leches dijo que fuéramos policías? Esto es lo que podríamos llamar un allanamiento de morada, y los allanadores somos nosotros. Y además se me está acabando la paciencia.
El porte tranquilo y sensato del hombre que llevaba las extrañas gafas aterraba al mayordomo.
—¡Por el amor de Dios, Albert, diles lo que quieren saber!
El hombre miró sin inmutarse a los sirvientes tirados boca abajo y relacionó la voz con el rostro de una mujer de aspecto arrogante que intentaba verlo a través de la oscuridad. Entonces recordó las minuciosas fotografías que le había mostrado el equipo de reconocimiento. Era Anita McMillan, la chef de la finca.
—Está bien, está bien. Hay un panel en la biblioteca, detrás del escritorio. Es una pared falsa, hay unas escaleras detrás. Solo tienen que deslizarlo, se abre directamente. Es el único sitio donde puede estar el señor Krueger.
El líder le hizo una seña con la cabeza al hombretón y él y los otros tres fueron a la biblioteca.
—Gracias, Albert. Hemos tomado nota de su cooperación. —El hombre le hizo un gesto a otro miembro de su equipo y en poco tiempo se cegó a todos los sirvientes poniéndoles bolsas negras en la cabeza.
El líder se reunió con los tres hombres de la biblioteca y observó cómo sondeaban el panel del muro. Entonces oyó que este se deslizaba por la pared. Hizo un gesto al hombre del medio, el mejor tirador del equipo, para que se pusiera en cabeza. Cuando lo hizo, los otros esperaron hasta que bajó diez escalones del tramo de escaleras antes de seguirlo.
Los hombres se quitaron las gafas de visión nocturna, puesto que había una luz tenue procedente de abajo. Estaban a medio camino cuando el miembro que iba en cabeza levantó la mano abierta y todos pararon. Observaron que daba otro paso y les sorprendió el ruido de un disparo que rozó la pared de piedra y estuvo a punto de alcanzar al que estaba en la vanguardia. Lo vieron hacer una mueca cuando las lascas de piedra le golpearon un lado de la cara. Después adoptó una postura decidida, se sujetó a la barandilla de la escalera y disparó una ráfaga de diez cartuchos de 5,56 mm en dirección al sótano. Esperó una décima de segundo y disparó diez más. Los hombres que iban detrás conocían su rutina y rezaron para que funcionara.
—¡Está bien, eso ha sido una advertencia! La siguiente ráfaga te la voy a meter por el culo. Tienes tres segundos para entregar esa pistolita que tienes. ¡Oh, qué coño!, olvídalo, no espero. —El hombre de cabeza disparó una ráfaga de tres disparos hacia la escalera y el sótano. El compañero que tenía detrás, en las escaleras, sonrió cuando el otro disparó.
—Vale, vale, hijo de puta. Tampoco hacía falta hacer eso. ¡Dale tiempo a un tío para pensar, joder!
—¡Te has quedado sin tiempo, cabrón! ¡Le disparaste al negro que no debías, cojones!
—¿Quién coño eres?
—¡Eso es lo que menos te interesa en estos momentos! —Envió otra ráfaga de tres disparos hacia el sótano, cerca pero no lo bastante del hombre invisible como para causarle algún daño—. ¡Todavía no he oído que la pistola de petardos esa cayera al suelo, gilipollas!
—¡Puto maníaco! —respondió la voz quejumbrosa desde abajo, pero de inmediato le siguió el tintineo del metal golpeando el cemento.
El hombre de cabeza no dudó. Bajó las escaleras a toda velocidad y los que iban detrás hicieron todo el ruido posible para indicarle al tipo que el maníaco tenía mucha compañía. Oyeron las órdenes antes de llegar al final de las escaleras.
—Boca abajo, Rockefeller. Las manos extendidas. ¡Ahora, coño! ¡Tira ese pijama de seda al suelo, hostia!
Los otros llegaron y observaron cómo ataban las muñecas de un hombre grande y rotundo con unas bridas. La respiración del tipo parecía forzada y el líder del grupo de asalto le hizo un gesto al hombre de cabeza para que lo levantara.
—¿Quién… quiénes… quiénes son ustedes? ¿Qué quieren? —dijo el hombre con voz ronca y tartamudeando.
El líder de equipo encontró una gran silla detrás de un escritorio más grande todavía y la empujó con la bota negra hacia el hombre.
—No se nos va a morir aquí, ¿verdad?
El gordo respiró hondo varias veces y por fin empezó a volverle el color. La iluminación era suficiente en el espacioso sótano como para ver que se estaba recuperando de la conmoción inicial.
—En cuanto a quiénes somos, somos las personas que han venido a recuperar las cosas que ha robado a lo largo de los años, y a pedirle cuentas de las vidas perdidas de unos estudiantes de arqueología inocentes en Etiopía. Esos somos.
El propietario de la mansión observó desde la silla al hombre cuando se quitó la capucha negra. Los otros tres hicieron lo mismo. El negro colérico que tenía delante lo miraba como si quisiera atravesarlo. El prisionero se encogió y se echó hacia atrás en la silla cuanto pudo cuando se dio cuenta de que era el hombre al que había disparado.
—No sé de qué me habla. Soy banquero de inversiones y agente de materias primas —dijo sin dejar de mirar a Mendenhall.
El coronel Jack Collins se adelantó y le tiró su capucha a Carl Everett, que permanecía a su lado.
—Señor Krueger, ¿le parecemos hombres a los que han informado mal? ¿Cree que vinimos aquí por capricho o le parece que quizá tengamos algún propósito?
Krueger miró de un rostro a otro. No había ninguna insignia de identificación en sus ropas, y cada hombre tenía la expresión rígida y la mirada decidida.
—No… es decir, sí, parece que tienen un propósito.
—Sabemos lo de su colección, así que, si quiere dejar esta casa de una sola pieza, nos la va mostrar ahora mismo. Estoy seguro de que no quiere que las autoridades se impliquen en esto, ¿verdad?
Krueger parecía haber aceptado su destino de un solo golpe. Echó la cabeza a un lado y empezó a llorar. Su gran corpachón se sacudió con sus sollozos cuando Will Mendenhall lo ayudó a levantarse.
El coronel Collins miró a Everett, que asintió y después se acercó a ayudar a poner en pie al obeso Krueger. Collins esperó mientras el ladrón de arte y antigüedades, por no llamarlo también asesino, recuperaba la calma. Oyó un chasquido en su auricular. Manipuló un pequeño interruptor que tenía en la garganta y que activaba su transmisor. Después le dio la espalda a Krueger.
—Rescate Uno —dijo en voz baja al micrófono de la garganta.
—Aquí Ojo del Águila. Todos los guardias del palacio están cooperando y tenemos el Taller de Epi y Rescate Tres en la propiedad y avanzando hacia su posición, cambio.
Collins oyó la voz susurrada de la seguridad que tenía fuera. En lugar de responder, bajó la mano e hizo chasquear el micro dos veces.
Everett también había oído el informe. Todos los guardias de seguridad habían sido apresados y reunidos en una ubicación segura, todavía inconscientes gracias a los tranquilizantes, y en ese momento los tres hombres de la dotación de seguridad exterior informaban de que otro equipo de Evento se acercaba a la casa. Carl se subió el guante negro y miró el reloj. No está mal, pensó; Ryan y su equipo llegaban según lo previsto. No está mal para un aviador.
—Muy bien, Krueger, los artefactos —dijo Collins dando un paso hacia el hombre.
—Llévenme a mi escritorio, por favor.
Jack asintió y Mendenhall y Everett lo acercaron a un gran escritorio ornamentado que había en la otra esquina del despacho del sótano. El hombretón estiró la mano hacia el cajón de arriba.
—Eh-eh-eh, ya te lo abrimos nosotros —dijo el negro. Mendenhall se inclinó hacia delante y abrió con suavidad el primer cajón. Le lanzó a Krueger una mirada fingida de desilusión, sacó la chata .38 Police Special y se la tiró a Collins.
—No era esa mi intención. Hay un botón justo debajo del borde del escritorio. Apriételo una vez.
Mendenhall palpó hasta que lo encontró y lo apretó.
Al principio no pasó nada. Solo se oía la actividad del piso de arriba; el Taller de Epi, un equipo de mantenimiento del Grupo Evento, se había puesto a trabajar con unos martilleos disimulados y ruidos de herramientas eléctricas. Después, unos focos alimentados por baterías se unieron a las pocas luces de emergencia e iluminaron la habitación con una luz brillante. Bajo la luz deslumbrante, el equipo no vio más que paredes desnudas. Había unas cuantas cosas, como diplomas y fotos familiares, pero, aparte de eso, estaban blancas y vacías.
—Apriete el botón una vez más —dijo Krueger con la barbilla casi tocando el pecho, desesperado.
Mendenhall repitió el proceso y oyeron un motor eléctrico, obviamente alimentado también por una batería, que empezaba a zumbar, y después la pared contraria, de veinticinco metros de longitud, se separó por el centro y poco a poco se deslizó por unos raíles ocultos, dividida en dos secciones.
En lugar de observar la pared falsa que divulgaba sus secretos, Collins se concentró en Krueger. Este sorbía por la nariz y se pasaba una mano por la cara sudorosa, pero sus ojos no parecían preocupados por la puerta secreta. Jack se fijó en que los ojos del hombre volvían a recaer de nuevo en el escritorio y después se apartaban a toda prisa. Collins vio que el escritorio se encontraba delante de una de las paredes del sótano y tras esa pared era de suponer que habría tierra y roca. Cuando lo volvió a mirar, Krueger estaba sollozando otra vez, pero, una vez más, sus ojos oscuros se posaban en el escritorio.
—Jesús, qué ladronzuelo más atareado, ¿eh? —dijo Mendenhall cuando los focos iluminaron un tesoro escondido de artefactos antiguos y no tan antiguos.
Collins y Everett se adelantaron y contemplaron la extensa colección de aquel agente de materias primas. Había piezas especiales de la tercera y quinta dinastías de Egipto colocadas sobre pedestales. Las luces brillaron sobre una armadura que databa de la época de Alejandro. Había pinturas al óleo del Renacimiento. Otros estantes exponían joyas que se habían robado de colecciones de todo el mundo. Coronas de reyes muertos hace mucho tiempo. Collins activó su enlace de comunicaciones.
—Rescate Tres, podéis traer ya los camiones.
Jack se volvió hacia Krueger, al que seguía sujetando Will. Se acercó a él, le levantó la papada y lo miró a los ojos llorosos.
—Hemos tomado nota de su cooperación y se informará de ella a la fiscalía.
—¡Pero son ladrones! Por qué… qué…
—Para mejorar un poco más las posibilidades que tienen sus abogados defensores de conseguir su absolución, ¿desea hablarnos ahora de la segunda habitación?
El rostro del hombre se quedó sin sangre ante la mirada de todos. Los gruesos labios empezaron a temblar y abrió mucho los ojos. De repente ya no era un hombre tímido, ni asustado; era un hombre muy enfadado.
—¡Cabrones, os enfrentáis a cosas que no podéis comprender!
—Parece que has metido el dedo en la llaga, Jack —dijo Everett.
—Will, aprieta el mismo botón otra vez. Creo que nuestro amigo está ocultando el verdadero tesoro en otro lugar. Esta habitación de aquí está bien, pero no es ese el sitio que marca la equis, ¿verdad, señor Krueger?
Como le habían ordenado, Mendenhall apretó el botón de nuevo. Esa vez se oyó el estruendoso chirrido de un motor que iba demasiado forzado; los presentes observaron asombrados un gran círculo en el centro del suelo que se separaba del cemento circundante y empezaba a descender en espiral. La abertura era de unos cinco metros de diámetro y empezó a girar cada vez más rápido delante de sus ojos. Vieron las roscas del gigantesco ascensor de tornillo que giraba e iba descendiendo cada vez más. Jack comprendió que se podían utilizar esas roscas como escalera de caracol para entrar en la verdadera sala del tesoro.
—Ahora sabemos por qué su sistema de seguridad era tan caro —dijo Jack cuando se detuvo el chirrido del enorme motor.
—Jesús —dijo Everett, que miró primero a Krueger y después a Jack—. Este tío y sus mecánicos deberían haber estado trabajando para nosotros.
—No sabéis lo que hacéis. Acabáis de sentenciarnos a muerte a todos.
Everett fingió espanto y miró a Krueger.
—Eso sí que da miedo. ¿Sería tan amable de explicarse?
Krueger cerró la boca, la apretó y apartó los ojos. Su mirada no siguió a Jack cuando este se acercó a la abertura del suelo. Everett alcanzó a Collins y los dos bajaron hasta la verdadera luz que iluminaba un pasado muy antiguo.
Cuando llegaron al final de aquellas escaleras de caracol, no podían creer lo que estaban viendo. En fila tras fila y estantería tras estantería, en capas de más de cien de grosor, había pergaminos de todas las formas y tamaños. Habían sido ordenados con pulcritud en soportes especialmente diseñados dentro de vitrinas de cristal selladas y herméticas. Como si hubieran entrado en una antigua biblioteca, Jack y Carl contemplaron la más asombrosa colección de escritos antiguos que habían visto jamás.
En aquella sala la temperatura y la humedad estaban controladas y también vieron colgados en perchas, en la esquina, trajes estériles de plástico, como los que habían utilizado ellos en ocasiones cuando trabajaban con Europa. Había mesas de reconocimiento y atriles. En una zona estéril, a unos quince metros de la parte posterior, descansaba lo que Jack reconoció como un microscopio electrónico. En el cristal había un pergamino desenrollado que estaba en proceso de ser examinado; estaba cubierto por un grueso plástico para protegerlo de cualquier partícula de polvo que pudiera filtrarse por la habitación.
También bordeaban las paredes cien banderas diferentes. Algunas estaban engalanadas con un símbolo que recordaba a una esvástica, diferente solo en pequeñas y variadas maneras. El único símbolo constante que tenía cada bandera era la forma de una gran águila dorada. Algunas tenían las alas rectas, estiradas e inflexibles, y otras tenían las alas bajadas.
—La hostia, ¿este tío, Krueger, va en serio? —preguntó Everett mientras miraba los extraños estandartes.
Jack sacudió la cabeza y continuó. En una de las paredes también había dispuestos varios mapas grandes, en relieve, de tiempos antiguos, sellados de la misma forma que los pergaminos. Había carteles debajo de cada uno que advertían de una fuerte descarga eléctrica si se tocaba el marco. Jack se acercó a uno y lo examinó con más atención. Era una representación antigua de África, antes de que las tierras antárticas se hubieran separado de ella. El resto de los continentes del mundo acababan de separarse y estaban en el proceso de moverse, tal y como representaban los siguientes cuatro mapas montados en las paredes.
Everett se volvió hacia la pared trasera y miró un extraño plano que tenía millones de líneas recorriendo un mosaico en relieve de los continentes africano, europeo e incluso norteamericano. Las extrañas líneas se contoneaban por los océanos Atlántico y Pacífico. Bajo este antiguo diagrama había una mesita con un ordenador y una pila de material de investigación dispuesto encima. Everett lo hojeó a toda prisa y después se volvió para mirar a Jack.
—Parece que alguien estaba intentando interpretar este plano. ¿Qué diablos es esto?
Collins no respondió. Estaba de pie en el otro extremo de la sala, había levantado la cabeza y miraba un gigantesco mapa protegido bajo un cristal que era, con mucho, el objeto más grande de toda la habitación. Lo iluminaba un gran foco que destacaba la construcción meticulosa del marco y mostraba los tubos especialmente diseñados de nitrógeno y evacuación de aire que se habían introducido.
—Jesús —siseó Carl cuando vio el enorme mapa.
Everett se acercó adonde se encontraba Jack y se quedó mirando. Vio lo que parecía ser el antiguo Mediterráneo. Parecía como si hubieran pintado el mapa en algún tipo de papel exótico. También vio las arrugas provocadas por el tiempo alrededor de los bordes y en las esquinas. Si bien la antigüedad obvia del mapa era un rasgo llamativo, no era lo que captaba de verdad la atención del coronel. Everett tuvo que dar un paso atrás cuando vio la antiquísima representación. Mostraba una gran isla, compuesta por cuatro nítidos círculos de tierra que irradiaban hacia fuera a partir de una isla central, todo rodeado por el gran mar interior que un día se llegaría a conocer con el nombre de Mediterráneo.
—Pero ¿qué coño…?
—Señor Everett, póngase en contacto con el Grupo e infórmelos de que nos vamos a llevar unas cuantas cosas de regreso al complejo. No podemos dejar que el FBI se quede con esto. Avisaré al agente Monroe de que tendrá que procesar al señor Krueger por los objetos robados que encuentre arriba. Estoy seguro de que será suficiente.
—Bien. Eh, por cierto, Jack, ¿estás pensando lo mismo que yo? —le preguntó mientras sus ojos se clavaban en la isla que no debería estar en el centro del mar que un día se llegaría a conocer como océano.
—No tienes que limitarte a pensarlo —dijo el otro; estiró la mano y tocó la placa de oro que había debajo de aquel mapa de seis metros por cuatro y medio que mostraba un mundo desaparecido mucho tiempo atrás—. Creo que esto lo explica con bastante claridad.
Everett se acercó más cuando Collins se apartó un poco para que su compañero pudiera leer la placa. Carl cerró los ojos y negó con la cabeza.
—Sí, no creo que el FBI sea capaz de apreciar el valor de esta sala tanto como los nuestros.
La placa de oro relucía bajo el foco que la iluminaba, los dos hombres la miraron y sintieron que algo los paralizaba.
Grabada en la placa había una sola palabra: «Atlántida».
Una hora después continuaba el proceso de trasladar a los sirvientes a un piso franco, donde se les informaría de su posible acusación por parte de la fiscalía por ayudar a su jefe en el robo de valiosas antigüedades. Eso debería preocuparlos lo suficiente como para garantizar su cooperación y silencio, pensó Jack.
El Taller de Epi acababa de sustituir la última puerta y había arreglado y colocado la caja de los plomos. Los especialistas del Grupo Evento lo habían limpiado todo y estaban embalando los últimos objetos cuando al agente especial al mando Bill Monroe se le permitió entrar en la mansión por primera vez.
—Bill —dijo Collins, y se acercó al otro hombre con la mano extendida.
El agente del FBI estrechó la mano de Jack.
—Coronel, tengo entendido que os habéis hecho con todo un botín. ¿Es así?
—Suficiente para que pongan una bonita distinción en tu expediente laboral. —Jack soltó la mano del hombre y después lo llevó a un lado con discreción—. Mira, este tal Krueger es mucho más de lo que parece. Debes averiguar todo lo que puedas sobre él. Tiene trastos aquí metidos que ponen los pelos de punta, y no hace más que decir que somos todos hombres muertos por encontrarlos.
—¿No suele ser la afirmación habitual que lanzan los ricos cuando se asustan?
—Hay algo en sus ojos, Bill. No termino de saber lo que es, pero este tipo no tiene miedo de que lo lleven a juicio, tiene miedo de otra cosa.
—De acuerdo, le sacaré lo que pueda. Pero si me excedo, podría atraer la atención sobre para quién trabajo en realidad, coronel.
—No te traiciones ante tu FBI. Solo consigue lo que puedas y retenlo el mayor tiempo posible hasta que el Grupo pueda examinar algunos de los objetos más raros que posee. ¿Puedes conseguir que un juez reconozca que hay riesgo de fuga y no conceda fianza, al menos de momento?
—Sí, creo que eso podremos lograrlo durante un tiempo. Bueno, así que yo solo me llevo la habitación de artefactos de arriba y tú te quedas con lo bueno de verdad que está cargando Ryan, ¿es eso?
—Lo siento, el director Compton dice que el contenido de esta otra habitación queda restringido hasta que lo investigue el Grupo. No te preocupes, te llevas cosas estupendas, Billy. Joder, pero si hay una corona ahí dentro que perteneció a Carlomagno.
—¿Estás de coña?
Jack Collins se limitó a sonreír y se adentró en la oscuridad, por detrás de las luces.
Vuelo privado 1782 Zulu
Sobrevolando el océano Atlántico
William Winthrop Tomlinson procedía de un antiguo y acaudalado linaje que databa de mucho antes de la revolución americana, y que luego se remontaba incluso más atrás en Europa. Le habría llevado a un equipo especializado de inspectores de Hacienda unos cien años desenmarañar la intrincada red de posesiones ocultas y propiedades para descubrir que era trescientas veces más rico que la figura pública que lideraba los periódicos nacionales y mundiales en el tema. Había utilizado esa riqueza familiar con inteligencia. En esos instantes era el hombre más poderoso de la Coalición. El dinero nunca había sido algo que adquirir, sino un medio para reunir lo que ansiaba de verdad: el poder, el poder de gobernar.
Tomlinson contempló el cielo oscuro por la ventanilla de su Boeing 777 privado que atravesaba como un rayo el cielo nocturno rumbo a Nueva York. Los restos de su ensalada y la botella de vino continuaban delante de él, en la ornamentada mesa de cerezo.
No se dio la vuelta cuando uno de sus ayudantes se inclinó con un fax. Continuó mirando por la amplia ventanilla con aire ausente.
—Señor, es bastante importante —le comunicó el joven asistente en voz baja.
Tomlinson, ataviado como siempre con ropa de marca, siguió mirando el cielo nocturno. Sin hacer caso del hombre que permanecía a su lado, se limitó a levantar la mano izquierda y aceptar el fax. Esperó hasta que el asistente se dio la vuelta en silencio y regresó a la zona de las oficinas de la gran aeronave. Después estiró el brazo, levantó la copa de cristal y tomó un sorbo de una cosecha de hace doscientos años procedente de sus reservas privadas, y que en ese momento viajaban en el vientre del gigantesco avión. Después de saborear la profunda intensidad del vino, miró al fin el papel que tenía en la mano.
0023 horas: Alarma silenciosa activada en el puesto de almacenamiento JC-6789. Seguridad enviada desde Nueva York a las 0031 horas por aire. Observada una incursión de una agencia federal estadounidense en la propiedad. El examinador de artefactos Krueger salió de la propiedad esposado. Artefactos confiscados y sacados de ubicación segura. Se requieren instrucciones.
—L. M.
Tomlinson levantó la copa y se terminó el contenido de un gran trago. Su mirada era firme, no dejaba traslucir el hecho de que se le estaban retorciendo las entrañas. Apretó la copa casi con la fuerza suficiente como para romper el exquisito cristal, pero después utilizó su formidable voluntad para tranquilizarse. Apretó un botón de llamada que había junto a la ventanilla.
—¿Sí, señor? —preguntó el ayudante cuando se encontró junto al gran sillón de cuero.
—Comuníquese con nuestro principal activo en Nueva York y ordénele que se ocupe de esta novedad en Westchester. —Tomlinson miró al ayudante por primera vez; sus ojos azules eran penetrantes—. Por todos los medios necesarios. No habrá inversión demasiado excesiva de fondos o personal para conseguir el fin perseguido. ¿Está claro?
—Muy claro, señor.
—E informe a Dalia de que esta información es confidencial, solo para mis ojos. Al resto de la Coalición no se le debe informar todavía. Quiero que los datos actualizados de la investigación sobre la llave atlante y la placa del mapa que se está llevando a cabo en Massachusetts me lleguen directamente a mí. Quiero que todo el material de Westchester se recupere cuanto antes y quiero el nombre de cualquier agencia implicada en la incursión en la propiedad de la Coalición. Se debe dedicar el máximo esfuerzo en esta materia y, debo hacer hincapié una vez más, sin reparar en gastos.
El hombre asintió y se dio la vuelta a toda prisa para enviar el fax con las instrucciones a Nueva York.
Quienquiera que fuera el responsable de esa acción en Westchester estaba a punto de experimentar la cólera del nuevo presidente de la Coalición Julia.
Sala de crisis
La Casa Blanca
Washington D. C.
El presidente se quedó mirando el informe de la situación en Corea. Como antiguo general, comprendía las alarmantes consecuencias de estar lidiando con un hombre inestable y su precario régimen, un hombre que además sostenía un botón nuclear en las manos. El informe de situación decía que había habido un intercambio limitado de artillería entre la Segunda División de Infantería y los guardias de asalto coreanos que bordeaban la frontera. Casi un centenar de americanos y surcoreanos habían muerto y un número parecido había sucumbido entre las tropas del norte.
Los informes de Inteligencia que habían inundado su escritorio en las últimas doce horas estaban repletos de largas declaraciones sobre la salud de Kim Jong II, pero lo que nadie había plasmado era el hecho de que no se sabía en realidad de dónde venía ese hombre ni adónde iba, y en política internacional eso no era bueno.
—¿Cómo vamos para reforzar la Segunda División de Infantería?
El presidente de la Jefatura Conjunta abrió una carpeta y leyó un informe.
—Tenemos la División 101 Aerotransportada en máxima alerta para su despliegue, así como las unidades 82 de respuesta rápida. Pero me temo que se habían dispersado para las celebraciones del Cuatro de Julio y llevará al menos cuarenta y ocho horas llamarlos a las bases y desplegarlos.
El presidente miró a Kenneth Caulfield e hizo una mueca.
—¿Y ya está, Ken? ¿Qué hay de meter más unidades de las Fuerzas Aéreas de Japón en Kempo…?, ¿cómo estamos en ese frente?
—Hemos enviado elementos del Tercer Escuadrón Táctico de Cazas desde las Filipinas, donde estaban realizando maniobras conjuntas con ese gobierno. También vamos a poner los portaaviones John F. Kennedy y George Washington y sus escoltas en posición junto a la costa de Corea del Norte, pero eso llevará más de cuatro días.
—Jesús, ¿la Segunda División puede aguantar si el norte cruza la frontera?
Caulfield bajó los ojos y sacudió la cabeza.
—Se calcula una defensa de seis horas sin la autorización para utilizar armas tácticas.
El presidente parecía aturdido.
—Todavía tenemos la esperanza de que haya un alto el fuego mientras presentamos nuestro caso ante la ONU —dijo el asesor de Seguridad Nacional Nate Clemmons—. Pero Kim sigue afirmando que Corea del Sur y nosotros fuimos los responsables de la actividad sísmica ocurrida junto a sus costas.
—¿Qué hay de los barcos que aparecen en esas imágenes de vigilancia que tienen?
—La CIA rastreó la matrícula de cada uno de los tres navíos en cuestión. Están registrados a nombre de la Corporación Petrolífera Mid-China, con permisos de exploración otorgados legalmente en Seúl.
—¿Hay alguna autoridad científica en todo el mundo que pueda demostrar esa ridícula teoría que está escupiendo sobre que esos barcos o aviones son los responsables del terremoto? Quiero decir, ¿Kim tiene terreno firme en el que apoyarse?
—En el estado debilitado en el que se encuentra su país, señor presidente, ¿importa en realidad? Estamos tratando con un hombre herido y muy paranoico. Olvídese de pisar con cautela, debemos golpear a ese cabrón con un buen bastón, y hacerlo antes de que tenga la ventaja de contar con divisiones de tanques al sur del paralelo treinta y ocho —dijo Jess Tippet, comandante del Cuerpo de Marines, y miró a los presentes, sentados alrededor de la larga mesa.
—Desde este momento quiero a todas y cada una de las entidades de nuestras Fuerzas Armadas partiéndose los cuernos para prestarle ayuda a la Segunda División de Infantería. Desmonten las fuerzas que tengan que desmontar. También quiero que nuestros mejores cerebros trabajen en esa mierda del terremoto que se le ha ocurrido a ese tipo como excusa para cruzar al sur. Quiero una respuesta firme y concluyente sobre si este seísmo podría haber sido un suceso provocado por el hombre.
Almacén 3 del Grupo Evento
Séptima Avenida, Nueva York
El almacén que se utilizaba como depósito en la Costa Este era solo de uso temporal. Los objetos recuperados en las excavaciones, o, en ese caso, en el asalto a la mansión de Westchester, podían guardarse en un lugar protegido y ser sometidos a un examen preliminar antes del viaje al complejo de Nellis, sus laboratorios seguros y sus cámaras acorazadas.
Mientras Jack y su equipo de rescate disfrutaban de un necesario descanso, cinco plantas por debajo del nivel de la calle, los objetos recuperados en el asalto estaban siendo sometidos a un primer análisis en la Costa Este a manos de un equipo de técnicos del Grupo Evento a los que se había sacado de sus diversas universidades. Estos científicos y técnicos tenían las acreditaciones de seguridad más altas y todos trabajaban para el Grupo Evento en distintas funciones. El jefe del equipo forense era el profesor Carl Gillman, de la Universidad de Nueva York. Trabajaría en el archivado de los pergaminos y artefactos hasta que pudiera llegar una cuadrilla mejor equipada del Centro del Grupo Evento.
Fue después de que Jack hubiera conseguido rascar cuatro horas de descanso cuando Gillman le dio unos golpecitos en el pie. El militar abrió los ojos y miró a su alrededor antes de incorporarse.
—Perdone que lo despierte, coronel, pero tiene una llamada urgente del director.
Jack asintió y posó los pies en el suelo. Se pasó una mano por el pelo y después cogió el teléfono que le ofrecían.
—Collins.
—Jack, soy Niles. Solo quería avisarte de que el presidente acaba de poner a las Fuerzas Armadas en alerta roja.
—¿El asunto coreano está empeorando?
—Sí, por decirlo con suavidad. Como departamento del gobierno federal, la alerta también nos afecta. Tengo un C-130 preparado en el aeropuerto JFK para tu equipo. También quiero que todos los materiales escritos, pergaminos y mapas que recuperasteis anoche se traigan a Nevada. Solo pude sacar un avión de las Fuerzas Aéreas debido a la situación en Iraq y Corea, así que por ahora tenemos que dejar el grueso de los artefactos para el próximo vuelo. El profesor Gillman se quedará ahí y catalogará lo que no nos llevemos ahora. ¿Está claro, Jack?
—Sí, señor. Saldremos los pergaminos, los mapas y nosotros ahora mismo.
—En cuanto a la dotación de personal para los objetos que se queden en Nueva York, ¿podemos hacer algo para mejorarla?
—Tenemos la seguridad habitual del edificio; además, yo solo me llevaré a Everett y Will Mendenhall de regreso conmigo. Dejaré al cabo Sanchez aquí con el resto del equipo de asalto hasta que saquemos el resto.
—Lo que creas mejor, Jack. Sanchez está listo para asumir más responsabilidades; es un buen hombre.
—Un crío, en realidad, pero un marine muy capacitado.
—Tengo entendido que el material es muy interesante. Carl Gillman está ocupándose de enviarnos imágenes de vídeo de algunos de los descubrimientos más fascinantes. ¿Alguna idea de por qué ha solicitado que Sarah y un equipo geológico estén preparados aquí?
—Ni idea; llevo un rato fuera de bolos.
—Está bien. También tengo entendido que a nuestro amigo el señor Krueger lo van a procesar esta mañana en un tribunal federal. Monroe dijo que presentaron los cargos enseguida para mantenerlo en la cárcel mientras se buscaban más pruebas. Buen trabajo. Hablaremos pronto.
Jack le devolvió el móvil a Gillman y después miró al profesor con expresión cansada.
—Doctor, el director Compton dijo algo de que usted solicitó que hubiera un equipo geológico preparado para visionar sus imágenes de vídeo.
Gillman se quitó las gafas y se pasó una mano por el pelo ralo y encanecido.
—Además de la existencia de varias joyas muy antiguas, armaduras de arcilla y el tesoro escondido de antiguos pergaminos y libros, hay algo que está dejando totalmente desconcertado al equipo que tenemos aquí. En parte, guarda relación con los movimientos de las placas de la corteza terrestre. Cosas muy raras. Solo queremos que un geólogo le eche un vistazo a esos planos para poder saber cómo catalogarlos. Así que nada que vaya a provocar un seísmo, solo una cosa rara.
Jack se limitó a asentir y bostezó, sin hacer caso del juego de palabras de Gillman.
—¿El complejo está sellado, doctor?
—Aquí no se cuela ni una mosca. Sus hombres están cerrando incluso la zona de carga y los vestíbulos.
—Bien. Escuche, una parte de mi equipo, y entre ellos yo mismo, vamos a sacar de aquí los pergaminos y los mapas esta mañana, pero dejo un buen contingente de seguridad al mando del cabo Sanchez. Así que, que todo el mundo esté pendiente por si aparecen lobos en la puerta.
Gillman observó irse a Jack, bostezando, para despertar a los otros y cargar los pergaminos y los mapas rumbo al Kennedy, después él también salió de la habitación y regresó a los descubrimientos más maravillosos que había visto jamás. El más interesante de los cuales era un gran plano del mundo que tenía gruesas líneas recorriendo los continentes y los océanos, que además resultaba que aparecían en muchas zonas de las placas tectónicas conocidas. ¿Cómo era posible que el hombre antiguo supiera de esas placas? Ese era un rompecabezas que lo estaban volviendo loco a él y a su pequeño equipo.
El profesor Gillman no podía saber que más de cien años antes el profesor Peter Rothman había bautizado a ese plano concreto con el nombre de Pergamino Atlante, justo un día antes de que lo asesinara un hombre de la Coalición Julia.
Más de un siglo después, esa misma Coalición estaba utilizando el Pergamino Atlante en conjunción con un arma antigua conocida como el Martillo de Tor.
Oyster Bay
Condado de Nassau, Nueva York
Mientras el agente especial William Monroe se tomaba su café y leía el periódico de la mañana, oyó el camión de la basura municipal fuera y después frunció el ceño cuando escuchó el estrépito de las tapas de los contenedores que arrojaban como si fueran frisbis por su camino de acceso, y luego el estruendo del choque de los propios contenedores contra el suelo. Cerró los ojos, frustrado, y bajó el periódico, a continuación miró hacia las escaleras, donde oyó a su mujer moviéndose. Probablemente los de la basura debían de haberla despertado, porque faltaban sus buenas dos horas para que su esposa tuviera que levantarse.
Monroe sacudió la cabeza. Se acercó a la puerta principal con la taza de café en la mano y se preparó para disfrutar arrancándole a alguien la cabeza por despertar a su mujer y por tratar sus contenedores de la basura como si él pudiera permitirse comprarlos nuevos todas las semanas.
Cuando abrió la puerta se sobresaltó al ver a dos hombres vestidos con ropa informal en su porche. Se le pusieron los pelos de punta de inmediato y la sensación de peligro lo golpeó como un camión de cuatro toneladas.
Dejó caer la taza de café e intentó cerrar la puerta de un portazo, pero los dos hombres eran rápidos y el agente recibió un golpe que lo lanzó de espaldas hacia el vestíbulo, y antes de que pudiera recuperarse, lo habían tirado al suelo. Uno de los hombretones le asestó un fuerte puñetazo en la cara, y justo entonces vio por la puerta todavía abierta que el camión de la basura bajaba con lentitud por la calle. Cuando echó la cabeza hacia atrás por el golpe, le asombró la normalidad con que transcurrían las cosas fuera, lejos del horror que se estaba desplegando en su casa.
Monroe estaba aturdido, pero decidido a subir al piso de arriba como fuera. Le dieron la vuelta con gestos bruscos y cuando la puerta de la casa y la visión de ese mundo normal desaparecieron de delante de sus ojos, notó que le ataban las muñecas a la espalda con unas bridas de plástico duro. Sintió una frustración inconmensurable, pero intentó mantener la cabeza fría. Tenía que darle a su mujer, Jenny, tiempo para darse cuenta de lo que estaba pasando. Lo levantaron de golpe, la boca le chorreaba sangre y le manchó el albornoz blanco que llevaba.
Oyó que la puerta de su habitación se abría arriba y cerró los ojos. Sabía que Jenny iba a meterse directamente en medio de lo que le estaban haciendo a él. Claro que, le quedaba un rayo de esperanza, su mujer tenía la pistola que guardaban en la mesilla, junto a la cama.
Levantaron a Monroe y lo llevaron al salón, donde lo hicieron caer de rodillas. El agente alzó la cabeza al oír los pasos quedos de unos pies en las escaleras. Dirigió la mirada hacia arriba y se le cayó el alma a los pies cuando vio que era una mujer rubia vestida con un elegante traje pantalón y un abrigo negro. Entró con aire de seguridad en el salón. Miró a los dos hombres y luego a él; se sentó en el sofá y se inclinó hacia delante con las manos enguantadas en el regazo, una encima de la otra.
El agente del FBI, cabizbajo, intentó encontrarle algún sentido a la situación. Le tiraron del pelo con malos modos para que mirara a la mujer.
—Presta atención a la señora, hay algo que quiere decirte —dijo el más grande de los dos hombres, que se había inclinado sobre el oído derecho de Monroe.
—Para usted, agente especial Monroe, esta mañana no va a ser tan buena como esperaba —dijo la rubia elegante mientras miraba a Monroe con intensidad y poco a poco se quitaba los guantes, dedo por dedo—. Pero a su esposa Jenny, a la que en este momento están reteniendo arriba, todavía le queda alguna esperanza de sobrevivir a este día. ¿Comprende lo que digo? Solo tiene que asentir con la cabeza; no hace falta hablar, ya habrá tiempo de sobra para eso más tarde.
Monroe hizo lo que le mandaban y se limitó a hundir la barbilla una vez.
—Bien, empezamos de maravilla. Su pequeña excursión al condado de Westchester de anoche estaba muy por encima de su alcance y pericia. Quiero que les cuente aquí a mis socios para quién está trabajando, y no se moleste en decir que era una investigación del FBI porque tenemos gente en su oficina de campo que afirma que no tenían ningún conocimiento de sus acciones. Su engaño puede que sea aceptable para sus superiores, pero le aseguro que no para mí.
La mujer, tras exponer lo que tenía que exponer, se levantó sin prisas y ojeó el reloj que llevaba en la muñeca.
—Sea muy franco, agente Monroe, y su esposa vivirá las próximas semanas, meses y años para llorar su fallecimiento. Si intenta engañar a estos hombres, matarán a su mujer tras proporcionarle una buena dosis de dolor y humillación. Todo lo que necesitamos saber es dónde están los artefactos y quién le ayudó en su osado asalto. ¿De acuerdo? —La mujer sonrió y les hizo un gesto a los dos hombres con la cabeza, después atravesó el salón y desapareció.
Los dos hombres auparon al agente y lo arrastraron a la cocina. Lo pusieron en una silla y seguidamente cerraron las cortinas de la puerta corredera de cristal que conducía al patio de atrás. Luego, uno de los hombres fue a la mesa de la cocina, acercó una silla, la colocó enfrente del agente y se sentó. Estaba sonriendo.
Una hora después, los dos hombres llamaron a la mujer, que se había trasladado no muy lejos, a Islip, Nueva York. Le transmitieron la información requerida que le habían sacado al agente del FBI mediante tortura. De lo que se habían enterado era casi increíble. Pidieron instrucciones sobre qué hacer con la esposa y las recibieron.
El hombre cerró el móvil, estiró el brazo y con mano experta rebanó la garganta del agente William Monroe, al que cortó la yugular con una precisión despiadada. Después se levantó lentamente y se dirigió a las escaleras y de ahí al dormitorio.
Juzgado Federal de los Estados Unidos
Central Islip, Nueva York
El nuevo juzgado federal estaba situado en medio de Long Island. El gigantesco edificio de cemento blanco había sido construido no para que fuera bonito, sino con la seguridad en mente, y todos los que pasaban al lado tenían que sacudir la cabeza ante la horrenda monstruosidad en la que se imponía la justicia federal.
William Krueger estaba esperando en una celda del nivel inferior del juzgado. El mono naranja que le habían entregado era cuatro tallas más pequeño que lo que requerían sus medidas y ni siquiera podía bajar la cremallera del apretado cuello por culpa de las esposas.
Había otros dos hombres esperando a ver al juez federal con Krueger. Uno era un hombretón negro con una calva brillante que miraba a su alrededor con los ojos sin alma de un criminal de carrera. El otro era lo que Krueger habría descrito como «de aspecto normal». El cabello bien peinado, parecía que un sastre le hubiera hecho el mono a medida.
Había tres guardias en la zona de las celdas, dos sentados detrás de un gran escritorio y otro recorriendo con paso lento el espacio que separaba las tres celdas, de las cuales solo la suya estaba ocupada. Krueger observó cuando el guardia miró al interior con rapidez y luego se alejó. Era incapaz de imaginarse para qué miraba el interior de la celda; después de todo, los tres estaban esposados a una cadena atornillada al suelo, delante de ellos. Ni siquiera podían rascarse la nariz aunque quisieran.
Krueger estaba observando al negro grande cuando oyó un ruido en el pasillo que llevaba a la zona de las celdas. Supuso que eran los guardias del juzgado, que iban a llevarlo a ver a su abogado antes de que presentaran cargos formales contra él. Por lo que le había dicho antes el guardia, ese era el procedimiento habitual.
—Buenos días —dijo una voz sin cuerpo a los guardias.
—Buenas —respondió una voz femenina. Krueger supuso que era una de los guardias que estaban tras el escritorio—. ¿Dónde está Stan?
—Llamó para decir que estaba enfermo, así que me tocó a mí la fregona.
Krueger oyó los sonidos típicos de un conserje y se relajó. Oyó que los guardias volvían a su conversación anterior mientras el hombre hacía su trabajo.
El negro de los brazos del tamaño de troncos de árbol llevaba un mono tan apretado como el de Krueger, solo que su incomodidad se debía a que él tenía unos músculos gigantescos. El hombre estaba mirando a Krueger como si fuera un bicho que hubiera salido del armario de su cocina. Este apartó la vista de inmediato.
Fuera de la celda, mientras la conversación continuaba entre los dos guardias del escritorio, Krueger oyó dos fuertes taponazos, como si alguien hubiera golpeado un tubo de cartulina hueco. Después oyó carreras y otro taponazo hueco, y después un estrépito. Cuando miró a su espalda, vio que el prisionero blanco y delgado, que tenía una visión limitada de la zona que había delante de la celda, se había echado atrás y que se le abrían mucho los ojos. Krueger empezó a preocuparse.
Una sombra cayó en el interior de la celda cuando un hombre se acercó a los barrotes. Los tres prisioneros miraron a su alrededor, frenéticos, cuando vieron que el hombre iba armado con lo que parecía una pistola con un tubo largo atornillado en un extremo. Iba vestido con un mono de conserje e incluso tenía una tarjeta de identificación con su foto. Miró de una cara a otra, después levantó el arma con silenciador y le disparó dos veces al pequeño prisionero blanco.
—Oye, pero qué…
El gran prisionero negro había intentando levantarse mientras hablaba, pero la cadena mantenía tanto sus manos esposadas como su cuerpo pegados al banco en el que estaba sentado. Lo sorprendieron a media pregunta dos balas que le dispararon directamente a la frente y que le lanzaron la cabeza hacia atrás. Después, solo para más seguridad, le pegaron otro tiro en la sien. A pesar del silenciador, el ruido fue lo bastante alto como para resonar por el pasillo y adentrarse en el resto de la zona de celdas.
William Krueger se echó hacia atrás todo lo que le permitieron las esposas y la cadena. Solo podía esperar que a los estridentes estallidos les acompañase alguien a la carrera. Sin embargo, era una esperanza efímera, porque sabía con exactitud qué era lo que había traído a ese hombre hasta allí. También sabía que el hombre no fracasaría en la misión que le habían encomendado. Había disparado con gran pericia a los tres guardias y después a sus compañeros de celda. El silenciador se había quedado sin aislamiento y hacía mucho ruido, lo que significaba que la intención del asesino jamás había sido quedarse sin pagar por sus asesinatos. A Krueger se le abrieron mucho los ojos cuando el hombre moreno lo miró a la cara.
—Me han dicho que usted entendería el precio del fracaso, señor Krueger.
El gordo empezó a temblar sin poder controlarse.
—Pero… pero… usted también morirá —fue todo lo que dijo.
—Un resultado inevitable mucho antes de este día. ¿Qué mejor que enviar a un hombre muerto a matar a otro?
Se oyeron ruidos de pasos que bajaban corriendo el pasillo y gritos de más guardias. El asesino no se molestó en apartar la vista de la celda. Se limitó a levantar la pistola y disparar cuatro veces a la cabeza y la cara de William Krueger. La Coalición acababa de hacer una declaración pública de sus intenciones: salir de las sombras y proteger lo que era suyo.
El asesino metió la mano entre los barrotes y tiró la pistola humeante a la celda, donde golpeó el cuerpo de William Krueger y después cayó con estrépito al suelo. Sin una sola vacilación, el hombre se volvió, dejó la zona de celdas y se dirigió a la puerta trasera.
En el exterior del juzgado, la mujer rubia observó desde su caro coche la apresurada evacuación del edificio federal. Una vez fuera, tanto a los trabajadores como a los visitantes se les retuvo a la izquierda de aquel juzgado con aspecto de fortaleza pintada de blanco para interrogarlos. La mujer vio guardias y oficiales de justicia de los Estados Unidos invadir el interior del edificio.
Arrancó su Mercedes y abandonó sin prisas el gran aparcamiento. No sonrió ni se recreó en lo bien que se le daba disponer cosas como ese asesinato. Hacía exactamente aquello para lo que le pagaban: arreglar problemas.
Giró poco a poco el volante, entró en la calle y se dirigió a la autopista estatal del sur para su viaje a Nueva York, donde tenía otro trabajo que hacer antes de trasladarse a su siguiente destino, en Boston. La próxima misión también iba a ser una declaración pública de un poder que las fuerzas de la ley americanas jamás podrían desbaratar, puesto que estaba muy por encima de ellas. Un golpe contra una entidad que era tan secreta como la Coalición para la que ella trabajaba: el Grupo Evento.
Almacén 3 del Grupo Evento
Séptima Avenida, Nueva York
Dos furgonetas de mudanzas Mayflower entraron marcha atrás en la gran zona de carga solo media hora después de que un camión sin inscripción alguna se llevara los pergaminos, los mapas y la dotación de seguridad de tres hombres, Jack, Carl y Will, al aeropuerto JFK. La parte trasera del edificio Freemont (propiedad del Grupo Evento) estaba desierta, con la excepción de un guardia en una garita desde la que vigilaba la zona de carga.
Un conductor salió de la primera furgoneta y saltó a la zona de carga. Llevaba en la mano un sujetapapeles y vestía los colores de la compañía Mayflower Transit. Miró a su alrededor y esperó.
La puerta de la garita de guardia se abrió y salió un hombre que vestía el típico uniforme de seguridad. Se puso una gorra y se acercó al tipo que lo estaba mirando con una sonrisa.
—No aceptamos entregas en esta dirección, amigo —dijo el hombre mientras miraba las dos furgonetas.
—De hecho, mi jefe llamó y dijo que teníamos una recogida en este edificio. —Hizo alarde de mirar su sujetapapeles—. Sí, aquí lo dice, el Freemont. No hay otro edificio con ese nombre en esta calle, ¿verdad?
—No, pero quizá quieras comprobarlo otra vez con tu…
Un cuchillo de diecisiete centímetros y medio entre las costillas interrumpió las palabras del guardia con tanta eficacia como si hubieran apagado una radio. El hombre que se había acercado por detrás del empleado de seguridad era el conductor de la segunda furgoneta. El primer hombre dejó el sujetapapeles en el suelo, estiró el brazo y levantó la puerta corredera de una de las furgonetas de mudanzas. Treinta y cinco hombres salieron a toda prisa. Todos iban vestidos con trajes de Nomex negros y todos llevaban capuchas en la cabeza. Era el mismo uniforme que Jack y sus hombres se habían puesto para el asalto la noche antes, en Katonah.
Un equipo de tres hombres corrió a la garita de guardia y otro grupo a las grandes puertas correderas de la zona de carga. El primer equipo destrozó la consola de comunicaciones y vigilancia de la garita y el segundo grupo colocó cargas de ciento veinticinco gramos con temporizadores en la base de cada una de las dos puertas que llevaban al almacén. Cada equipo de treinta y cinco hombres procedentes de las dos furgonetas se arrimó a ambos lados de las dos puertas justo cuando resonaron dos estallidos secos que las liberaron de sus cerrojos interiores. Después de que un hombre de cada equipo abriera las puertas, el resto entró corriendo en el interior oscuro.
El cabo de la Marina Jimmy Sanchez llevaba cuatro años siendo miembro del Grupo Evento y le encantaba ese destacamento. Estaba ascendiendo con rapidez y el trabajo a las órdenes del coronel Jack Collins representaba todo un desafío, por decirlo de alguna manera. Tras ser uno de los veteranos del Grupo Evento en el desierto y en la expedición por el Amazonas el año anterior, se había convertido en miembro de confianza del grupo de seguridad que Collins había forjado desde que había empezado a trabajar para el Grupo. Incluso le había oído decir a Will Mendenhall que iba a ascender a sargento en otoño.
Cuando Sanchez empezó a moverse, las luces del techo parpadearon justo cuando el sonido de un arma automática estalló en algún lugar por debajo de ellos. Corrió de inmediato al teléfono montado en la pared y lo descolgó. No había línea. Metió la mano en el bolsillo para coger su móvil del Grupo y marcó un solo número. La señal alertaría a todo el personal del Grupo Evento de que había surgido una emergencia, lo que significaba que el equipo de seguridad debía acudir corriendo en su ayuda. También enviaba un mensaje automatizado por satélite a Nevada, donde la alerta de emergencia se transmitiría al Centro del Grupo.
Sanchez le tiró el teléfono al técnico más cercano, que lo miraba con los ojos muy abiertos.
—¡Marque el 911, dígales que tenemos un allanamiento y que se han producido disparos!
Luego sacó de la funda su automática de 9 mm y corrió a la puerta. El cabo estaba en el segundo piso del edificio Freemont, de treinta plantas, lo que lo colocaba solo tres niveles por encima de la zona de carga. Cuando dobló la esquina, rumbo a la gran escalera, oyó que el volumen de los disparos aumentaba. Oyó los tiros distintivos de los rifles de asalto automáticos XM-8 que portaba su propio equipo, lo que significaba que habían respondido con rapidez a lo que fuera que estaba pasando. Cuando alcanzó el balcón que asomaba al primer piso, se detuvo en seco. Más abajo, cuando sus hombres entraban en el vestíbulo principal para recibir a los atacantes, se toparon con al menos cincuenta hombres, que arrollaron de inmediato a su equipo del primer piso. Estaban por todas partes. Sanchez maldijo y regresó corriendo por donde había venido. Tenía que sacar a los técnicos y los profesores y evitar que sufrieran algún daño.
—Cabo, los teléfonos no tienen cobertura. Al principio sí, y luego todos se cortaron de repente. No hemos podido hablar con la policía —dijo el técnico de campo cuando Sanchez pasó corriendo a su lado.
—¡Están bloqueando las señales de móvil con microondas independientes! ¡Suba con el resto del equipo de seguridad, este es un comando asesino!
Mientras Sanchez intentaba reunir lo que quedaba de la dotación de seguridad del Grupo, los atacantes empezaron a abrirse camino por las escaleras.
Esperando abajo, con un equipo de protección de cinco hombres, la rubia bien vestida miraba el reloj, impaciente por terminar el trabajo de aquella larga mañana. Se volvió hacia su guardaespaldas personal.
—Quiero al menos a cuatro de estas personas vivas para responder a unas preguntas. Además, cuando hayamos terminado aquí, quiero a un hombre apostado fuera para tomar fotos de todo aquel que entre en el edificio. Policía, equipos médicos, quiero a todo el mundo documentado, y que se ponga especial interés en los sujetos con atuendo de civil.
Aeropuerto John F. Kennedy
Queens, Nueva York
Cuando el último de los palés que contenían los mapas y los pergaminos entró rodando en la inmensa bodega de carga del gigantesco Hércules C-130 de la Fuerza Aérea, a Jack se le acercó el comandante de la nave.
—Coronel Collins, un tal Compton lo llama por radio. Dice que no pudo comunicarse con usted con el móvil, no hay mucha cobertura en la bodega de carga. Así que le pasan la llamada a través de la torre de control.
Jack siguió al capitán de las Fuerzas Aéreas a la cabina y cogió los cascos que le ofrecían.
—Collins —dijo llevándose uno de los auriculares al oído.
—Jack, tenemos problemas graves.
Este oyó la tensión en las pocas palabras que pronunció Niles Compton.
—¿Qué tienes, Niles?
—Jack, escucha… —Niles vaciló—. Han asesinado al agente Monroe.
—¿Qué?
—Lo torturaron y asesinaron en su casa. A su mujer la… bueno, también está muerta, Jack. Y eso no es todo, me temo. A William Krueger le han disparado esta mañana dentro de su celda de seguridad en el juzgado federal de Long Island.
—¡Maldita sea! ¿Cómo coño ha podido pasar esto?
—Jack, Carl y tú tenéis que regresar a Manhattan. Hemos recibido una alerta de seguridad de Sanchez. No sabemos lo que está pasando en el almacén y no hemos podido establecer contacto. No hemos tenido más alternativa que llamar a las autoridades locales. Su tapadera como depósito de los Archivos Nacionales aguantará cualquier escrutinio, así que actúa en consecuencia cuando llegues. Y ahora muévete, Jack, ¡muévete!
Jack no hizo ningún comentario porque ya le había tirado los cascos al piloto de la aeronave.
—Ponga este pájaro en el aire lo antes posible y no se detenga por nada. Se le darán instrucciones durante el vuelo a Nellis. ¿Está claro?
De nuevo, no esperó respuesta. Dos minutos después, Everett, Mendenhall y él iban de camino a Manhattan otra vez.
Almacén 3 del Grupo Evento
Séptima Avenida, Nueva York
Delante del edificio recibió a Collins, Everett y Mendenhall un capitán del Departamento de Policía de Nueva York. Jack le entregó una identificación que establecía que era el supervisor de campo de los Archivos Nacionales de Washington. El capitán le echó un vistazo y luego miró a Jack con interés.
—No sabía que el Departamento de Seguridad de los Archivos Nacionales llevara armas de fuego —espetó sin soltar la identificación de Jack.
Collins se quedó mirando al hombre sin parpadear. Tampoco le ofreció ninguna aclaración. Lo único que sabía era que ese tipo le estaba impidiendo comprobar cuál era el estado de su equipo dentro del edificio.
Everett se adelantó y le facilitó una explicación.
—Cuando uno está acostumbrado a proteger documentos como la Declaración de Independencia, las armas de fuego son deseables, capitán. ¿Y ahora podemos ir a ver cómo están los nuestros?
El capitán se relajó y le devolvió a Jack la identificación.
—Mal asunto, caballeros. Tenemos paramédicos trabajando en el único superviviente. Parece un simple robo. Si tienen información sobre lo que se estaba almacenando aquí, a mis detectives les interesaría mucho.
Jack no esperó, pasó junto al capitán y se dirigió directamente a las puertas principales. Lo que vio dentro era como el escenario de una batalla. Observó los cuerpos cubiertos tirados por el suelo como ropa sucia. Contó trece solo en el primer piso. Un momento después se reunieron con él Everett y Mendenhall.
—Jesús, ¿quién coño atacó este sitio? —dijo Everett cuando se volvió otra vez para mirar al capitán.
—Que sepamos, fue un asalto de al menos cincuenta hombres. De momento, solo se han encontrado cuerpos de su personal. Alrededor de cada cuerpo hay varios cargadores vacíos, así que debemos asumir que su seguridad plantó batalla, y las manchas de sangre demuestran que los sospechosos deben de haberse llevado a sus heridos y sus muertos.
—¿Ha dicho que había un superviviente? —preguntó Mendenhall con el rostro ceniciento, conocía en persona a todos los hombres del equipo de seguridad que habían dejado allí. Jimmy Sanchez era amigo personal suyo.
—Segundo piso.
Los tres hombres dejaron al capitán y subieron corriendo las escaleras. Allá donde miraran, tanto muros como puertas estaban acribillados a balazos. Los técnicos yacían donde habían caído al ser alcanzados. A unos cuantos de los académicos los habían ejecutado en uno de los despachos. Parecía que habían torturado a cuatro de los científicos y ayudantes. Los artefactos, por lo que podían ver, habían desaparecido todos.
—Por aquí, Jack —exclamó Everett.
Jack levantó la cabeza y vio a tres paramédicos cerca del ascensor del segundo piso. Tenían una sola alma en una camilla y estaban trabajando con fiereza sobre él. Cuando se acercaron, Mendenhall se quedó paralizado cuando descubrió quién estaba luchando por su vida: Sanchez, el cabo de la Marina.
—Oh… —fue todo lo que el aturdido Mendenhall pudo decir mientras miraba con tristeza.
Everett puso una mano en el hombro de su amigo y los dos observaron con gesto impotente a los médicos que trabajaban con ahínco.
Los ojos de Jack no parpadearon mientras observaba cómo otro de sus hombres iba dejando poco a poco la vida. Cuando Sanchez exhaló su último aliento, Collins cerró los ojos. Cuando los abrió, vio la escalera que todavía relucía con la sangre donde Sanchez había presentado su última batalla a pesar de las abrumadoras probabilidades que tenía en contra.
Uno de los cuerpos que había más cerca del cabo era el de un arqueólogo destinado al complejo principal de Nevada. El chico estaba atado a una silla con cinta adhesiva y Collins se dio cuenta, por las uñas que le faltaban, de que lo habían torturado de la forma más brutal posible. Cerró los ojos, sabía que el pobre muchacho habría dado información sobre el Grupo. No tuvo que buscar mucho para encontrar la prueba. Sus ojos se clavaron en una porción del muro, algo más arriba, justo cuando Everett se reunió con él. Los dos examinaron las cuatro palabras escritas con la sangre del cabo Sanchez, declaraban que el Grupo Evento se había convertido en un blanco público y legítimo. Chorreaban y teñían de rojo el muro blanco, encima de la escalera.
¡Se acabaron los secretos!
Un hombre que había estado haciendo fotos durante buena parte de la mañana desde el otro lado de la calle cambió de posición y subió la escalera del interior del edificio. Llegó al segundo piso, donde le sorprendió encontrar una ubicación perfecta para observar directamente el interior del edificio Freemont. Reguló el teleobjetivo y enfocó a los tres hombres del rellano del segundo piso. Un hombre rubio y grande, uno negro y uno que permanecía erguido como un palo miraban furiosos el mensaje dejado en la pared. Mientras él disparaba, el hombre de rasgos duros se volvió hacia el gran ventanal del rellano y pareció fijar la mirada en la lente de la cámara. El fotógrafo dejó de golpe de hacer fotos, podría haber jurado que el hombre lo observaba a él. Bajó la cámara y tragó saliva. Decidió que con lo que tenía era suficiente.
Dalia tendría que conformarse con la información que había conseguido, porque, por alguna razón, el hombre del rellano lo hacía cagarse de miedo.
Cuartel general ruso de la Flota del Pacífico
Vladivostok, Rusia
Con la situación en Corea empeorando cada vez más, la Armada rusa estaba en alerta de despliegue. Todos los hombres de la Flota del Pacífico, tanto en superficie como bajo ella, habían sido llamados a sus puestos y esperaban órdenes para zarpar.
Si hablamos de los combatientes de superficie utilizables, la flota estaba en un estado lamentable, por decirlo de algún modo. Únicamente tres de los grandes cruceros de guerra estaban operativos, y solo uno de ellos podía embarcar a una dotación completa de marineros cualificados. El resto eran cruceros ligeros y destructores, anticuados y sin personal suficiente. Con todo, la Marina rusa era una entidad orgullosa y capaz de hacer sangre si hacía falta.
La tripulación del crucero pesado de batalla ruso Almirante Nakhimov llevaba dos horas ya en sus puestos, lista para hacerse a la mar y seguir a las dos fuerzas especiales de los portaaviones estadounidenses. El capitán del Almirante Nakhimov iba con retraso, a la espera de que el grueso de su fuerza especial formara antes de hacerse a la mar.
El puerto circundante estaba lleno de anticuados barcos de guerra, pero el Nakhimov formaba parte del inmenso esfuerzo que había hecho el presidente ruso para recuperar parte del antiguo orgullo y poder soviéticos. Junto al Nakhimov estaba el crucero pesado Petr Velikiy, puesto en servicio como Yuri Andropov en 1988. La nave navegaría con el Nakhimov hasta el mar de Japón.
A mil cincuenta kilómetros, sobre las aguas heladas del Pacífico, una gran aeronave se desvió de su rumbo tal y como había hecho en Oriente Medio. Esa vez, su rumbo no la llevaría sobre ninguna masa terrestre digna de mención.
El copiloto del gran Boeing 747 buscó el marcador, una baliza subacuática dejada allí un año antes por un pesquero de arrastre de bandera japonesa.
Tomlinson, con su ayudante en el asiento de al lado, llevaba callado desde que lo que se había registrado como un vuelo chárter había despegado de una pista de aterrizaje privada de Filipinas. El copiloto y el piloto sabían quién era aquel hombre y se les notaba en el nerviosismo que mostraban.
El jefe del programa Tor salió de la zona protegida, se acercó a Tomlinson y carraspeó.
—La onda está operativa y conectada. Recibimos los ecos de los módulos de amplificación del lecho marino. El radar no informa de ningún contacto con cazas de vigilancia en el entorno inmediato.
—¿Entonces todo va bien para el golpe? —preguntó Tomlinson, sus ojos azules se clavaron en los del profesor Ernest Engvall, antiguo director del Instituto de Geología y Estudios Sísmicos Franz Westverall de Noruega.
—Todo va según lo planeado; no ha cambiado nada de los últimos tres años de cálculos —dijo, pero Tomlinson sabía que se había detenido en seco y no había terminado su informe.
—¿Salvo? —preguntó, y sostuvo con su mirada penetrante la del sismólogo más destacado del mundo.
Aquel hombre delgado y estudioso contuvo la lengua por un breve instante, pero sabía que tenía que comentar lo que todo su equipo de técnicos estaba debatiendo.
—¿He de preguntar dos veces, profesor?
—Tenemos dos aeronaves con el equipo de la onda a nuestra disposición, ambas podrían ser rastreadas y atacadas en cualquier momento. Si me permite preguntar, ¿por qué ha arriesgado la vida para estar en este golpe concreto?
Tomlinson sonrió y apartó la mirada sin responder. Su ayudante carraspeó y concluyó la conversación.
—Puede reanudar la cuenta atrás sin más demora. Libere el Martillo de Tor, profesor.
La mirada de Engvall pasó de Tomlinson a su ayudante, impecablemente vestido. Después se dio la vuelta de golpe y entró en la zona protegida del 747.
Tomlinson se había quedado mirando a la nada mientras pensaba en su padre. Este había formado parte integral de la Coalición durante los últimos días de la guerra mundial. Jamás había ascendido tanto como para llegar al Consejo, como haría su hijo años después, pero había hecho su parte. Pensar en su padre, al que las tropas de asalto rusas habían apoyado contra un muro a las afueras de Berlín y habían fusilado, ya no lo encolerizaba como antes. Después de todo, su padre había permitido que lo utilizaran sus superiores jerárquicos, y por tanto había cosechado lo que había sembrado. Era el liderazgo ruso lo que él siempre había despreciado, y sus seguidores de mentes débiles. No era nada personal, como podría creer la mayor parte del Consejo de la Coalición, sino lo más inteligente que se podía hacer con aquel Gobierno débil y su población incómoda.
Levantó la cabeza cuando oyó el zumbido suave del equipo de la onda. Quería que el golpe fuera perfecto, y por eso estaba allí. Le iban a enseñar a la vieja guardia de la Coalición que un ataque limitado no necesitaba la llave atlante para controlar el arma. Y él estaba allí para demostrarlo. Su raza se había dividido una vez y casi les había costado la existencia en la época de Julio César. Si esa demostración no tenía un efecto positivo sobre los miembros de la Coalición que se negaban a seguirlo, ya se ocuparía él de borrarlos de la ecuación por completo.
—Pongan la onda a máxima potencia. La baliza direccional está activada y confirmada.
Engvall corrió a otro panel y observó que la concentración de la onda se convertía en un chorro firme de azul y rojo en el monitor del ordenador.
—Tenemos un tono sólido —exclamó uno de los técnicos.
Una vez que el chorro se convirtió en rojo puro, la onda de radio se dirigió a los amplificadores del lecho marino. Cuando el disparador penetrase en las profundidades del mar, la señal de radio se activaría y después los potenciadores de decibelios de tres puntas, colocados dentro de grandes recintos de acero, repicarían como un diapasón y crearían el tono deseado que los antiguos habían calculado miles de años antes para la ciencia de romper piedra sólida.
Los amplificadores estaban colocados a lo largo del cinturón orogénico de Koryak-Kamchatka, que estaba situado sobre una de las placas continentales más activas del mundo. La onda de los amplificadores se hundiría hasta la corteza y golpearía los bordes como un martillo en un asalto de sonido que haría derrumbarse cualquier estrato natural de toda la geología conocida.
La duración de la pulsación sería corta, de tres segundos, debido a la inestabilidad de la onda de los antiguos. A eso y a que la falla que había sobre la placa llegaba hasta Sumatra.
—¡Inicien el disparador, ya!
Ubicadas en el fondo de la enorme aeronave, un par de puertas se abrieron de golpe y se desplegó el pequeño cañón láser. No era un cañón en el sentido normal de la palabra: era una pulsación de sonido guiada por láser. Una ráfaga de tres segundos a máxima potencia salió disparada hacia el mar, donde, de hecho, cobraría velocidad al no estar reducida en un solo decibelio debido a la salinidad del agua. Treinta y dos kilómetros por debajo de la superficie del mar, la onda penetró en las aguas del frío Pacífico a la velocidad del sonido. Golpeó el primer amplificador y después se transmitió por la hilera de seis. Más de novecientos kilómetros de falla y de la placa que la sostenía sufrieron el ataque. El golpe generaría una energía explosiva equivalente a cincuenta detonaciones nucleares de veinte megatoneladas estallando en la corteza terrestre.
Cuando golpeó, la onda de radio se transmitió en la única dirección que podía seguir: en línea recta, hacia abajo, a través de arena y roca.
El Instituto Boulder de Sismología de Colorado registró la erupción bajo la corteza cuando llegó hasta Australia, al sur, y hasta Estados Unidos por el este. El epicentro del terremoto se localizó a trescientos kilómetros al norte del monte marino siberiano subacuático. Cuando el lecho marino se partió, cinco trillones de litros de agua de mar inundaron ese vacío. Los montes marinos más pequeños que estaban más cerca de la erupción cayeron en cascada en la brecha que había pasado en un instante de ser una simple fractura a tener el tamaño de la isla de Hawái. El terremoto golpeó la costa siberiana y removió las casas hasta los cimientos. Las primeras sacudidas alcanzaron Japón y China solo veintitrés segundos más tarde.
Cuando monitorizó los informes que llegaban desde los puestos de vigilancia sísmica instalados con antelación en el Pacífico, Engvall supo que habían desatado un golpe preciso al kilómetro. Al escuchar la euforia en las voces de sus técnicos, cayó de repente en la cuenta de que quizá acabara de destruir buena parte de la costa este de Rusia.
Puesto 12 de escucha sísmica conjunta de Rusia y Corea del Norte (PESCRCN)
Como puesto de escucha del extremo septentrional del mar de Japón, el Puesto Conjunto de Vigilancia Sísmica y Comunicaciones jamás se había ganado el respeto de la Armada estadounidense. El anticuado equipo no conseguía medir la actividad sísmica con precisión. Japón y Estados Unidos ya habían logrado hacerlo a finales de la década de 1950. La red de comunicaciones estaba en peor estado todavía.
Mientras los aburridos hombres luchaban por permanecer despiertos, la aguja del viejo monitor Richter se movió una vez y se quedó quieta. El operador no llegó a ver el rápido salto de la aguja. En su lugar, el antiguo monitor de radio les dijo que algo raro pasaba.
Los dos jóvenes oficiales, uno ruso y otro coreano, que estaban escuchando la cháchara americana y japonesa estaban utilizando una radio y un buscador de frecuencias que ya habían dejado de usarse en 1959. La reposición continua de sus tubos y los canales de frecuencia limitada hacían que encontrar a alguien, donde fuera, que estuviera hablando de forma abierta fuera un hallazgo tan escaso como la buena comida en aquel puesto anclado en el mar. Sin embargo, lo que sí se podía hacer bien era captar emisiones de ráfagas de altos decibelios y bajo alcance, solo porque el equipo carecía de los filtros que tenían los aparatos modernos para bloquearlas.
Los dos operarios de radio gritaron de repente y se quitaron los auriculares de los oídos. El ruso se dobló de dolor y el coreano llegó a sentir la pequeña hemorragia que tuvo en el oído derecho.
—¿Qué estáis haciendo, idiotas? —preguntó el oficial de turno coreano.
—Debe de haber sido una especie de ráfaga de transmisión —dijo el soldado mientras se arrimaba a su homólogo ruso para sostenerse—. Una aeronave que nos haya sobrevolado justo por encima, es lo único que podría haber, quizá…
Fue lo máximo que llegó a decir antes de que la plataforma anclada sufriera una sacudida sobre sus pilares.
—¡Dios mío, mirad esto!
El oficial recuperó el equilibrio y se volvió hacia la escala de Richter. La larga aguja silbaba de un lado a otro sobre el papel de la gráfica y casi creaba un muro sólido rojo.
El técnico empezó a leer a gritos.
—6,5… 7,1… 7,9… 8,0… —iba contando los números que trazaba la aguja. Y mientras lo hacía, la plataforma (una vieja torre de perforación petrolífera de diseño ruso) se alzó y después se tambaleó. El soldado continuó—: 8,7… 9,6…
—¡Dios mío, el mar está estallando a nuestro alrededor!
—¡Rastread esa aeronave! —chilló el oficial antes de perder el equilibrio.
Objetivo 1: Vladivostok
Los hombres del crucero de batalla Almirante Nakhimov se estaban preparando para ponerse en marcha cuando las aguas del puerto comenzaron a retirarse. Al mismo tiempo empezaron a sonar sirenas de alarma por toda la base naval. La tripulación de cubierta corrió a las barandillas y observó, asombrada, que el agua del mar abandonaba su barco y la nave hermana, la Petr Velikiy; los dos gigantescos navíos luchaban contra sus muchas cuerdas de amarre. Los dos grandes barcos de guerra gimieron y crujieron, y sus pesadas moles se asentaron en el barro oscuro del puerto. Barcos de guerra más pequeños de la flota se vieron arrancados de sus amarres cuando las aguas del Pacífico se los llevaron secuestrados en su retirada.
En tierra, el terremoto golpeó con una potencia devastadora. Los edificios construidos para soportar el impacto directo de las bombas se derrumbaron de golpe sin previo aviso. Las calles se combaron y cayeron en vacíos creados por antiguos lechos de ríos que se derrumbaron en el subsuelo. Miles de personas murieron aplastadas cuando las grúas y otros materiales de la zona de diques secos se rompieron y cayeron. Cruceros gigantes echaron a rodar y aplastaron las vidas de marineros que intentaban en vano salvarse saltando por encima de las barandillas de los barcos.
Los hombres que permanecían a bordo del Almirante Nakhimov cayeron al suelo cuando un barro denso, viscoso, estalló como lava en el lecho del puerto. El gigantesco barco se balanceó cuando el lodo del suelo se alzó como un mar enloquecido. En ese momento, los hombres oyeron el más terrible de los sonidos. Rugió incluso por encima del ruido del terremoto. Era el regreso del mar.
—¡Abandonen el barco, todo el personal, abandonen el barco! —bramó el sistema de megafonía de ambos navíos.
El horrible rugido provenía del este y del mar que había detrás. El sol quedó tapado cuando la gigantesca ola fue creciendo a medida que el océano se precipitaba a llenar la tierra que había vaciado en su reacción previa. Cuando el mar empezó a alcanzar su punto más alto, otro terremoto, este de mayor magnitud, golpeó a solo kilómetro y medio al sur del puerto de Vladivostok. El propio aire se convirtió en una criatura viva, la gente asustada se desorientó y cayó al suelo, que se ondulaba. Y después, el agua empezó a volver como si el infierno mismo hubiera abierto sus puertas.
La tripulación del Nakhimov supo que estaba a punto de morir cuando vieron el muro de agua arrasando la ciudad que tenían delante. Edificios enteros fueron arrancados de sus cimientos y sus escombros se unieron a la avalancha de destrucción. El agua golpeó los dos grandes barcos. Quedaron destrozados y después se alzaron y se volcaron como juguetes en una bañera antes de caer como una cascada sobre el extremo oriental de la ciudad portuaria.
El Petr Velikiy se desintegró como si hubiera estado hecho de madera. Las gruesas placas de acero, diseñadas para soportar el ataque de un torpedo normal, se hundieron y se desprendieron con tanta facilidad como si estuvieran fabricadas con el cristal más fino. El Nakhimov dio tres vueltas de campana antes de estrellarse contra las aguas revueltas, lo que partió el barco en tres pedazos. Aun así, las aguas continuaron precipitándose tierra adentro.
La onda había creado un terremoto con su correspondiente tsunami de una magnitud que el mundo moderno no había visto jamás. El terremoto golpeó Sídney y mató a diecisiete personas cuando uno de sus puentes más antiguos se derrumbó. La ola gigante, aunque más menguada a esas alturas, golpeó el norte de Japón y destruyó dos pequeñas aldeas.
Las escoltas de los portaaviones americanos enviados para prestar apoyo a la Segunda División de Infantería perdieron un barco de suministros y dos destructores cuando la repentina embestida del océano alcanzó a los barcos más pequeños en un amplio giro. Los portaaviones en sí solo sufrieron daños menores.
Con mucho, donde se produjo la segunda mayor destrucción y pérdida de vidas fue en China, donde el terremoto asoló un territorio que llegó hasta Beijing. Cien mil chinos perdieron la vida por el Martillo de Tor.
El objetivo, la ciudad de Vladivostok, quedó destruido. No sobrevivió ni un solo ser humano al terremoto y al tsunami que siguió al Martillo de Tor. El agua penetró tierra adentro y llegó incluso a Mongolia, además de borrar del mapa reservas mineras de Siberia. En total, el número de víctimas mortales en Rusia superaría el millón de personas. La Flota Rusa del Pacífico, que se estaba preparando para monitorizar la respuesta americana a las acciones norcoreanas, desapareció para siempre.
Ahora bien, lo que no esperaban Tomlinson ni los miembros más jóvenes de la Coalición era que una estación de vigilancia ruso-coreana hubiera captado la emisión inicial que había desencadenado el Martillo de Tor. El presidente de Rusia, después de recibir la noticia, empezó a tener sus sospechas, y de repente los desvaríos de Kim Jong II ya no le parecieron tan descabellados. Los rusos y los chinos, por pura precaución, pusieron a sus fuerzas militares en alerta roja.
El reloj del día del Juicio Final había comenzado la cuenta atrás.