22
Everett luchó por mantenerse a flote. La violencia de los temblores se había atemperado y una sensación de balanceo antinatural los golpeó. Estaban a solo treinta metros de la cima dañada de la cúpula de cristal y la espuma de las aguas rápidas se estaba acercando a medida que el mar inundaba el interior. El agua estaba a cerca de sesenta y cinco grados y Carl sabía que si no se ahogaban antes, no tardarían en cocerse vivos, y él prefería con mucho ahogarse.
—¡No os separéis! —gritó, pero sabía que ya no podían oírlo. Incluso si atravesaban flotando el agujero gigante de la cúpula, suponiendo que pudieran cruzar el trillón de litros de agua que la estaba inundando, la presión del mar circundante los aplastaría como si estuvieran hechos de cristal. Pero hasta eso era preferible a asarse.
—Siempre pensé que moriría volando —dijo Ryan cuando él y Mendenhall se sujetaron el uno al otro y patalearon en el agua para mantenerse a flote.
—¿Qué, pensabas que íbamos a salir de este follón? —le gritó Everett.
Una expresión curiosa cruzó el rostro de Ryan mientras escupía el agua con sabor a sulfuro.
—Bueno, sí, pensé que sí. Quizá no tú y aquí Will, pero me pareció que…
—Gracias, tío —dijo Mendenhall a su lado.
De repente, una luz embotada empezó a filtrarse bajo el agua. Everett miró a su alrededor y después metió la cabeza bajo la superficie. No vio nada más que oscuridad y no sabía dónde buscar la luz. Volvió a sacar la cabeza del agua y miró a su alrededor. El agua solo estaba a unos tres metros de la cima dañada de la cúpula y el torrente estaba empezando a separar a los hombres, a mandarlos en todas direcciones. Fue entonces cuando vio a Jack y Sarah. Jack no luchaba como los otros, solo flotaba en las aguas picadas con Sarah agarrada con fuerza entre sus brazos. Carl estiró el brazo y tiró del coronel para acercarlos a él mismo y a los demás.
—Jack… Jack…
Everett se calló cuando vio que el rostro de Collins estaba vacío de expresión mientras abrazaba a Sarah con fuerza.
—¿Sarah?
—Está muerta —dijo Jack sin soltarla unos milímetros siquiera.
En lugar de hablar, Everett atrajo todavía más hacia sí a Jack y Sarah. Después sintió que Mendenhall y Ryan lo ayudaban a sostener a la pareja. Carl contempló el rostro sereno de Sarah McIntire y sintió que lo volvían a invadir el dolor y la pérdida, y por un momento el espectro de la muerte inminente no le pareció tan injusto. Miró a Sarah y a Jack, y después rodeó con los brazos a Will y Ryan; todos se vieron empujados bajo las compuertas de la cúpula rota.
Una erupción como el mundo no había visto en miles de años hizo explotar el montículo de lava recién formado que había hecho subir los restos de la Atlántida. El estallido del volcán hizo que la erupción del monte Santa Elena palideciera en comparación. Los sismógrafos y las escalas Richter del mundo entero se volvieron locos y arrojaron los números 18,9.
La explosión que fue el último espasmo de la onda atlante, que había comenzado su devastadora obra varios milenios antes, sacudió las aguas crecientes alrededor de los hombres que se ahogaban y que vieron lava burbujeante alzándose por los lados de la cúpula.
Everett sabía que fuera lo que fuera la luz que se arrojaba en las aguas oscuras que los rodeaban, en realidad ya daba igual, porque para ellos el final estaba a solo unos segundos de distancia.
USS Cheyenne (SNN 773)
La nave estaba tocando fondo y Burgess sabía que si no se detenía, terminaría arrancándole la parte inferior al submarino.
—¡Parada de emergencia! ¡Hagan sonar la alarma de colisión!
En todo el Cheyenne se oyó un graznido agudo que hizo que cada hombre y mujer buscara algo sólido a lo que aferrarse. A su alrededor oyeron que el Cheyenne daba marcha atrás para detener el impulso que llevaba. La tripulación luchó por sujetarse, pero muchos se vieron arrojados a la cubierta. Cuando intentaron levantarse, sintieron un potente crujido por debajo de la quilla, y después, de repente el submarino rodó con violencia a estribor. Las luces parpadearon y luego se apagaron, para ser sustituidas de inmediato por la iluminación roja de emergencia.
—¡Capitán, hemos tocado fondo, pero estamos subiendo a la superficie a sesenta pies por segundo! —exclamó el primer oficial desde el sonar—. ¡Estamos subiendo a superficie, capitán!
USS Iwo Jima
Sesenta y tres kilómetros al oeste del epicentro
El almirante no podía creer lo que estaba viendo por los prismáticos. Cuando la proa del portaaviones se hundió en un seno gigantesco, la sección superior de la gran cúpula salió a la superficie del Mediterráneo. El sol, si bien oscurecido en parte por las inmensas nubes de tormenta que se habían formado, permitía entrar la luz suficiente como para revelar la visión más asombrosa en la historia del planeta.
La Atlántida estaba resurgiendo del mar.
Todos los líderes mundiales estaban viendo las imágenes en vivo proporcionadas por los satélites americanos KH-11; no podían creer lo que tenían delante de los ojos. La gran cúpula de cristal había emergido a la superficie del mar y estaba ascendiendo a un ritmo inexplicable. Vieron grandes estatuas que habían sobrevivido a la destrucción original quince mil años antes y que subían junto a la cúpula protectora. La ciudad entera, en ruinas como estaba, se alzaba tras su larga ausencia alejada del sol, y salía a un mundo que jamás había creído en su mito y su leyenda.
Varias estatuas perdieron su lucha contra la gravedad y cayeron al mar revuelto. Grandes edificios que habían permanecido en pie se rindieron tras su larga inmersión en el Mediterráneo, y una pirámide gigante que había junto a la cúpula se derrumbó como si la hubiera derribado el pie de un dios enfadado.
Con todo, la burbuja de lava que subía bajo ellos continuó extendiéndose y creciendo, y ya ocupaba veinticuatro kilómetros cuadrados. Las partes de la Atlántida que no habían estado protegidas por la gran cúpula, sino que en otro tiempo se encontraban cerca, se alzaron con la nueva isla. La gran presión del mar había hundido los lados de la estructura y en ese momento estaba filtrando enormes torrentes de agua presurizada a sesenta y ochenta metros de la cúpula que continuaba elevándose.
En Washington, Niles y el presidente observaron con fascinación la gran ciudad que volvía a surgir de nuevo, esa vez a la luz del mundo moderno. Desde su atalaya del espacio, el Blackbird KH-11, que orbitaba alrededor de la Tierra, captó la gran isla central que en otro tiempo se encontraba en mitad del continente anillado justo cuando una gigantesca onda de presión separaba las nubes y permitía que la luz brillante del sol alcanzara el cristal por primera vez, haciendo que pareciera que un diamante estaba surgiendo en medio del Mediterráneo.
Los dos submarinos quedaron atrapados en los bordes inferiores de la corteza. Noventa metros por encima de las naves varadas se alzó la cúpula.
El Cheyenne y el Gephard solo estaban a kilómetro y medio de distancia y los dos se encontraban en medio de una calzada agrietada y llena de baches que en un tiempo lejano habían utilizado carros de guerra y vendedores de todo tipo. A su alrededor, los edificios dañados iban cayendo.
El capitán Burgess abrió la escotilla de la vela y se quedó mirando al cielo, a la gran ciudad. La Atlántida se alzaba ante el Cheyenne como un reino mágico que había cobrado vida de repente y había subido a respirar aire por primera vez en miles de años.
Dentro de la cúpula, Everett no podía creer lo que estaba pasando. La luz del sol brillante había llenado el interior y el agua estaba bajando poco a poco.
—¡Jack! ¡Jack! ¡Las erupciones han empujado fuera del mar esta maldita cosa!
Collins sacudió la cabeza, todavía sujetaba a Sarah, después levantó la vista. Sus instintos volvieron con un destello repentino.
—Meta a los hombres por la abertura, capitán. ¡Deprisa! El agua está saliendo de esta cosa… ¡sáquelos! —dijo mientras tiraba del cuerpo de Sarah hacia la luz que entraba por la abertura rasgada de la cima de la cúpula.
A su alrededor el agua se estaba calmando, pero seguía aumentando el calor. En los lados de la cúpula recién expuesta, grandes trozos de lecho marino y lava de la erupción original estaban desprendiéndose como las costras de una antigua herida, y con ellos se llevaban grandes placas del grueso cristal; una catarata de agua estaba empezando a caer del interior a un ritmo que la estaba alejando cada vez más de la cima.
Tres seals fueron los primeros en llegar a la brecha y trepar al armazón que sostenía las lentes de cristal. De inmediato y a toda prisa empezaron a sacar a pulso a los marines, de uno en uno y de dos en dos a medida que el agua se iba alejando de ellos. Por suerte, uno de los seals se las había arreglado para conservar quince metros de cuerda de nylon y la estaba usando para aupar a los hombres. Al final Jack ató una cuerda al cuerpo de Sarah y así lo sacaron del agua. Después miró a su alrededor y les hizo un gesto a Ryan y Mendenhall para que se fueran.
—¿Lo sientes, Jack? —preguntó Everett.
—Sí, la Atlántida no está destinada a quedarse arriba; va a volver a hundirse, el nuevo lecho marino no puede sostener el peso.
Bajo ellos, grandes huecos de la lava que se iba enfriando empezaron a estallar como armas nucleares en miniatura. Cada uno desintegraba miles de metros de tierra nueva, la base sobre la que la Atlántida se había alzado. Con una sacudida, el nuevo lecho marino empezó a ceder y la ciudad de leyenda comenzó a deslizarse de nuevo bajo el mar.
Everett subió por la cuerda que estaba colgando a cinco metros de la cima de la cúpula. Le volvió a tirar la cuerda a toda prisa a Jack, pero este, en lugar de atársela a su alrededor, la ató al cuerpo del mayor Esterbrook. Jack no podía dejar el cuerpo de marine atrás.
Mucho más arriba, a Everett le apetecía pegarle un grito a Collins, pero comprendía lo que estaba haciendo. Solo temía que si pasaba flotando algún cuerpo más, Jack también intentaría rescatarlo.
Por fin bajaron la cuerda y Jack se la ató. Cuando se alzó, vio otra figura debatiéndose en el nivel cada vez más bajo de agua. No podía creer lo que estaba viendo. William Tomlinson estaba luchando contra la muerte que lo rodeaba y se quedó mirando a Collins cuando lo izaron. Jack no sintió emoción alguna cuando salió de la cúpula.
—Espero que sepas contener la respiración, cabrón —dijo para sí mismo.
USS Cheyenne (SSN 773)
Burgess estaba preparándose para abandonar la vela cuando recibió una llamada del centro de comunicaciones.
—Capitán, acabamos de recibir un mensaje urgente de la autoridad del mando nacional, directo del presidente.
—Jesús, ¿sabe que estamos en medio de una crisis? —le dijo al altavoz.
—Sí, señor, lo están contemplando en vivo y en directo. Señor, tenemos supervivientes, los están viendo en las imágenes del satélite, están en la cima de la cúpula.
—¿Qué?
—El mando nacional se preguntaba si tenemos espacio para unos marines. Al Gephard le están pidiendo que esté preparado para ayudar cuando se pongan en marcha.
De repente, el Cheyenne se meció y la Atlántida empezó a deslizarse a más velocidad. Unas trombas de agua subieron por los aires cuando estallaron unas bolsas de aire por debajo del lecho de lava recién formado.
La corteza empezó a sanarse sola bajo el antiguo continente y fue desprendiéndose del peso de la ciudad, a la que hundió cuando la corteza se derrumbó en su nueva profundidad y posición.
Mientras el capitán miraba a su alrededor, el mar se precipitó de nuevo a llenar las ruinas rotas de la ciudad y meció el submarino otra vez en un violento balanceo; el agua empezó a levantar la quilla de la costa rocosa.
—Preparados para ponernos en marcha. Solo avanzamos, tendremos que esperar a que el ascensor nos suba.
Unas burbujas de aire gigantes, la mayor parte del tamaño de Manhattan, subieron a la superficie del Mediterráneo cuando la isla comenzó su descenso al fondo, a casi seis kilómetros de distancia. Los supervivientes de la cima se contentaban con morir fuera en lugar de encerrados en una ciudad muerta en el fondo del mar.
Everett se arrodilló junto a Jack, que sostenía a Sarah en sus brazos. La cabeza de la joven descansaba en el pecho del militar; poco a poco comenzaron la caída al mar revuelto.
—¡Eh, mirad eso! —chilló Ryan.
Everett y Jack volvieron la cabeza, cuatro bengalas rojas se alzaban por el cielo, dos por el sudeste y dos por el oeste. Entonces, uno de los seals que se habían aventurado hasta el extremo de la curvatura les gritó algo.
—¡Tenemos dos submarinos aquí abajo y, tío, qué buena pinta tienen!
Mientras enormes explosiones de mar y vapor se alzaban a su alrededor, todos los hombres, con la excepción de Jack, se levantaron e intentaron mantener el equilibrio en aquella cúpula que no dejaba de balancearse. El mar se estaba acercando cada vez más, la Atlántida empezaba a caer al fondo y la lava y el lecho marino iban cediendo metros de terreno poco a poco.
—Vamos, Jack, hora de levantarse. Déjame a Sarah un rato —dijo Everett, inclinado sobre él.
—No. Yo… yo la llevo. —Everett miró a Jack a los ojos y vio un vacío que lo perseguiría para siempre. Supo entonces que a Jack jamás le había importado nadie como le importaba Sarah.
—Eso está hecho, amigo. —Everett ayudó a Jack a levantarse, el agua se precipitaba hacia ellos desde el interior de la cúpula y también por encima de la curvatura.
—Ahí está, Jack. Tenemos que saltar y nadar hacia allí.
En ese momento, como si los grandes fantasmas de lo que había sido una civilización orgullosa se hubieran sacado de la manga otro truco de magia más de su antigua bolsa de maravillas, la Atlántida dejó de moverse. Fue como si una mano gigante se hubiera estirado y la hubiera sujetado solo el tiempo suficiente para que los hombres se deslizaran de su cúpula y nadaran al submarino que se iba acercando despacio hasta que su sonar golpeó los últimos paneles de cristal que había sobre el mar.
La tripulación del Cheyenne estaba lanzando cuerdas a los hombres que llegaban nadando, y el Gephard ya había sacado a tres del mar.
Collins vio que habían colocado el cuerpo de Sarah en una camilla y que lo habían metido por la escotilla de rescate que había en la vela. Después sonó el sistema de megafonía.
—Todos a sus puestos, preparados para inmersión.
—Vamos, Jack, vamos a tomar un poco de café y salir cagando leches de aquí.
—¡Mirad a ese hijo de puta! —gritó Mendenhall.
Todos se volvieron y varios marineros gritaron que había un hombre más en el agua.
Jack abrió mucho los ojos y el fuego que ardía en ellos cogió a los otros por sorpresa cuando se quedó mirando el brazo que agitaba William Tomlinson.
—¿Es quien creo que es? —preguntó Ryan mientras lo empujaban hacia la escotilla.
Collins fue de inmediato a por la cuerda. Everett intentó detenerlo, pero Jack lo apartó de un codazo con toda la fuerza que pudo y lo derribó.
—Lo siento, marinero, este pececito es mío —dijo al tiempo que le tiraba a Everett un extremo de la cuerda.
Collins se metió en el agua, escapó por los pelos del salto de última hora de Mendenhall para intentar detenerlo.
Jack nadó hacia la cúpula, que de repente había empezado a deslizarse bajo la superficie; fue como si los dioses de la Atlántida suspendieran el indulto de unos minutos antes.
El capitán Burgess apareció en la vela y ordenó bajar a todo el mundo.
—¡Muévanse, maldita sea! ¿Creen que un barco crea succión cuando se hunde? ¡Pues piensen en lo que esa puta cosa va a hacer!
Everett se desprendió con gesto colérico de las manos de los marineros que intentaban meterlo por la escotilla y Mendenhall y Ryan se pusieron a su lado. Todos estaban observando a Jack, que alcanzó a Tomlinson, le dio un puñetazo en la cara para que dejara de debatirse y después empezó a atarle la cuerda alrededor, por debajo de los brazos.
—¡Y ahora átatela tú, joder! —chilló Everett, y juró por lo bajo que le iba dar de hostias a Collins en cuanto lo sacaran del agua.
La cúpula estaba a punto de hundirse cuando Jack empujó a Tomlinson hacia el Cheyenne. Entonces, de repente, estalló una gran erupción submarina que cubrió a Jack, Tomlinson y el Cheyenne con una tromba de agua.
Everett sintió que la incalculable succión de la Atlántida al hundirse estaba venciendo la proa del submarino. Carl miró, pero no vio ni a Collins ni a Tomlinson en el mar picado.
—¡Maldito seas, Jack! —chilló cuando empezó a tirar de la cuerda. Tanto Mendenhall como Ryan empezaron a tirar también. Tres marineros llegaron corriendo y esperaron a que los dos hombres subieran a la superficie.
El capitán Burgess esperó mientras su submarino comenzaba a hundirse. El agua bañaba toda la cubierta y les llegaba a las rodillas a los hombres que quedaban allí.
—Capitán, tenemos un contacto extraño a doscientos pies y subiendo, viene despacio —informó el altavoz.
Burgess miró a su alrededor y vio que el submarino ruso Gephard ya se había sumergido.
—Deben de ser los rusos, los únicos cabrones con cerebro que hay hoy por aquí —dijo mientras se volvía con gesto nervioso.
—Pero, capitán, este contacto mide más de doscientos diez metros de longitud; creemos que es otro submarino.
—¡No podemos ocuparnos de eso ahora!
—Capitán, el contacto sumergido ha salido de la zona a… ¡Jesús! ¡A más de setenta nudos!
Burgess hizo caso omiso del error obvio que habían cometido abajo, en la sala de comunicaciones, y observó el esfuerzo que se estaba haciendo mientras la isla que se hundía continuaba arrastrándolos.
Everett y los otros se tensaron para luchar contra el peso muerto del que tiraba la isla medio hundida. Por fin, con un último tirón, Tomlinson salió a la superficie, chillando y escupiendo agua. Estaba sangrando por la nariz fracturada cuando lo subieron al submarino. Cuando lo auparon, Everett se dio cuenta de que Collins no se había atado a la cuerda.
—¿Dónde está el coronel? —preguntó Ryan, casi aterrado.
Mendenhall se abrió camino entre el atragantado Tomlinson y los tres marineros y Everett tuvo que contenerlo.
—No —fue todo lo que Will pudo pronunciar cuando Everett lo apartó y después lo condujo hacia la escotilla que empezaba ya a inundarse de agua.
—Vamos, Will —fue lo único que pudo decir cuando el joven se aferró a él y se metió por la escotilla sin una última mirada atrás.
Ryan sí que miró.
—Dios, no los dos —dijo; se dio la vuelta lentamente y siguió al último de sus amigos por la escotilla de rescate, después tiró de la entrada para cerrarla y la ajustó bien. Ryan se apoyó en el acero frío y metió la cabeza en el codo hasta que consideró que podía controlarse.
El Cheyenne se deslizó poco a poco en el mar revuelto y todo lo que quedó en la superficie fue el vacío.
La tierra había dejado de convulsionar y el Martillo de Tor jamás volvería a sonar.
Los antiguos yacerían para siempre en silencio en su profundo y oscuro abismo.
Everett estaba en la sala de oficiales, mirando sin ver la taza de café que el camarero del comedor le había llevado. Will estaba sentado enfrente de él y Ryan se paseaba. El teniente de los Seal se había disculpado y se había ido, había detectado lo unidas que estaban aquellas personas y había decidido ir a ver cómo estaban sus hombres. Los que quedaban.
—Yo… yo… —Everett empezó a decir algo, pero no pudo terminar.
La puerta de la sala de oficiales se abrió y el ayudante de farmacia del Cheyenne dio unos golpes en el marco.
—¿Coronel Collins?
Everett alzó la vista y vio al hombre, pero en realidad no lo estaba viendo.
—No… no está aquí —dijo Ryan; le dio unos golpecitos a Will en la espalda y se acercó a la puerta.
—Bueno, eh, la teniente preguntaba por él —dijo el joven marinero mientras miraba a aquellos tres hombres solemnes.
—¿Teniente? Acaba de salir para ver cómo están sus hombres —contestó Everett desde su silla.
—Eh, no, señor, la teniente, la mujer… pregunta por un tal coronel Collins.
—¿De qué coño está hablando? —dijo Everett y se levantó despacio.
Will se irguió ante la larga mesa y, con los ojos húmedos, se quedó mirando con expresión interrogante al joven marinero.
—La baja que trajeron a bordo, señor, está despierta y pregunta por el coronel Collins.
Everett ya había salido por la puerta antes de que el ayudante de farmacia pudiera apartarse. Lo quitaron de en medio sin miramientos y el joven observó espantado que Ryan y Mendenhall lo seguían a toda prisa.
Everett, Mendenhall y Ryan se acercaron a la pequeña figura de la cama. Habían bajado las luces y vieron la vía que bombeaba sangre del grupo O negativo en aquel brazo tan fino. Tenía un tubo de oxígeno metido en la nariz, sujeto por un trozo de esparadrapo. La herida del hombro no estaba cubierta; el agujero de la bala permanecía abierto con cuatro pinzas de acero inoxidable. La hemorragia había cesado. Tenía el pelo todavía húmedo, pero se lo habían cepillado hacia atrás. Parecía la persona más débil que Everett o los otros recordaban haber visto jamás.
Los hombres permanecieron en silencio mientras observaban subir y bajar el pecho de la joven. Everett se volvió hacia el sanitario del hospital de campaña.
—Estaba muerta. No… no le encontré el pulso —susurró.
—Bueno, señor, eso es lo que pasa cuando te desangras. Sin sangre no hay tensión. Se había desangrado casi por completo y por eso no le encontraba el pulso. —El sanitario escribió algo en el informe y después miró a Everett.
—Es una joven muy fuerte. Saldrá de esta. En cuanto podamos trasladarla al Iwo, un médico podrá sacarle la bala del hombro.
—Dios —dijo Mendenhall mientras miraba a Sarah. Ella era uno de los pocos amigos que tenía.
Everett esperó hasta que el oficial fue a sentarse ante su escritorio, después se inclinó y rozó la mejilla de Sarah.
Se apartó cuando los ojos de la chica se abrieron con un parpadeo. Se quedaron así un momento y después se cerraron poco a poco.
—¿Dónde… está… Jack? ¿Salvó… salvó… al mundo? —preguntó Sarah con voz débil, las palabras lentas y pastosas.
—Sí, Sarah, lo salvó. —Everett se inclinó sobre ella y mientras la chica volvía a perder el conocimiento, le susurró al oído—: Vuelve a dormir, estaremos aquí si nos necesitas.
Mendenhall y Ryan bajaron la cabeza, temían el momento de contarle a Sarah lo de Jack.
—Sí —dijo Everett al erguirse otra vez—. Salvó al mundo.