Capítulo 6: Ahondar en nuestra conexión con los demás
Una tarde, después de su conferencia, llegué a la suite del hotel del Dalai Lama para nuestra cita diaria con unos minutos de antelación. Un ayudante me hizo salir discretamente al pasillo y me dijo que Su Santidad tenía una audiencia privada. Permanecí en ese lugar con el que ya estaba familiarizado, frente a la puerta de la suite, y utilicé el tiempo de que disponía para revisar mis notas para nuestra sesión, al tiempo que trataba de evitar la mirada recelosa de un guardia de seguridad, la misma mirada con la que los empleados de las tiendas observan a los estudiantes de escuela superior que merodean alrededor de las estanterías de las revistas.
Pocos momentos más tarde se abrió la puerta y salió una pareja muy bien vestida, de mediana edad. Me pareció reconocerlos. Recordé entonces que había sido brevemente presentado a ellos unos días antes. Me habían dicho que la mujer era una conocida heredera y el marido un abogado de Manhattan, extremadamente rico y poderoso. Sólo habíamos intercambiado unas pocas palabras, pero ambos me impresionaron por su increíble arrogancia. Ahora, al verlos salir de la suite del Dalai Lama, observé un cambio asombroso en los dos. Habían desaparecido por completo las expresiones de suficiencia y la actitud arrogante, sustituidas por expresiones de ternura y emoción. Parecían dos niños. Las lágrimas corrían por las mejillas de ambos. Aunque el efecto que ejerce el Dalai Lama no siempre es tan espectacular, he observado que la gente responde invariablemente con algún cambio emocional. Me había maravillado desde hacía tiempo su capacidad para forjar vínculos y establecer un intercambio emocional profundo y significativo.
ESTABLECER EMPATÍA
Aunque durante nuestras conversaciones en Arizona habíamos hablado de la importancia de la cordialidad y la compasión humanas, no fue hasta unos meses más tarde, en su hogar de Dharamsala, cuando tuve la oportunidad de explorar más detalladamente con él el tema de las relaciones humanas. Para entonces, ansiaba descubrir los principios de sus interacciones con los demás susceptibles de ser aplicados a mejorar cualquier relación, ya fuese con extraños o con familiares, amigos y amantes. Ávido por empezar, abordé el tema de inmediato.
—Y ahora, sobre las relaciones humanas…, ¿cuál diría que es el método o la técnica más efectiva para conectar con los demás de una forma significativa y reducir los conflictos?
Me miró fijamente por un momento. No fue una mirada de enojo, pero hizo que me sintiera como si acabara de pedirle que me diera la composición química del polvo lunar.
Tras una breve pausa, respondió:
—Bueno, el trato con los demás es un tema muy complejo. No hay manera de encontrar una fórmula con la que se puedan solucionar todos los problemas. Es un poco como cocinar. Si se prepara una comida deliciosa, el proceso pasa por diversas fases. Quizá haya que hervir las verduras por separado, para luego sofreírlas y cocinarlas de forma especial, mezclándolas con especias, y así sucesivamente; el resultado final es un producto delicioso. Lo mismo sucede en las relaciones; existen muchos factores. No se puede decir: «Este es el método» o «Ésta es la técnica».
No era exactamente la clase de respuesta que yo buscaba. Pensé que se mostraba evasivo y tuve la impresión de que, seguramente, tendría algo más concreto que ofrecerme, así que seguí presionándolo.
—Bueno si no hay un método único para mejorar nuestras relaciones, ¿hay quizá algunas normas generales que puedan ser útiles?
El Dalai Lama pensó un momento antes de contestar.
—Sí. Antes hablamos de la importancia de acercarse a los demás con actitud compasiva. Eso es crucial. Claro que no es suficiente con decirle a alguien: «Es muy importante ser compasivo; hay que tener más amor». Una receta tan sencilla no sería provechosa. Pero un medio efectivo para inducir a ser más cálido y compasivo consiste en razonar acerca del valor y los beneficios prácticos de la compasión, así como hacer reflexionar a las personas sobre sus sentimientos cuando los otros son amables con ellas. Eso en cierto modo los prepara, de tal manera que se producirá más de un efecto a medida que sigan realizando esfuerzos por ser más compasivos.
»Al considerar los diversos medios para desarrollar mas compasión, creo que la empatía es un factor importante. La capacidad para apreciar el sufrimiento del otro. Tradicionalmente, una de las técnicas budistas para acrecentar la compasión consiste en imaginar una situación en la que sufre un ser sensible, por ejemplo, una oveja a punto de ser sacrificada, y luego tratar de imaginar el sufrimiento de esa oveja. El Dalai Lama se detuvo un momento para reflexionar, mientras pasaba entre los dedos con expresión ausente las cuentas de una especie de rosario.
—Pienso —siguió diciendo— que si tratáramos con alguien que se mostrara muy frío e indiferente, esta técnica de visualización no sería muy efectiva. Sería como si se lo pidiera al carnicero dispuesto a sacrificar una oveja; está tan endurecido, tan acostumbrado ,que eso no haría mella en él. Así que sería muy difícil explicar esa técnica y utilizarla con algunos occidentales acostumbrados a cazar y pescar por simple diversión, como una forma de distracción…
—En ese caso —le sugerí—, quizá no sea una técnica efectiva pedirle a un cazador que se imagine el sufrimiento de su presa, pero se pueden despertar sus sentimientos pidiéndole que se imagine a su perro de caza favorito atrapado en una trampa y gañendo de dolor.
—Sí, exactamente —asintió el Dalai Lama—. Creo que se podría ajustar esa técnica a las circunstancias. Por ejemplo, es posible que la persona en cuestión no experimente fuerte empatía con los animales, pero puede sentirla con un miembro de su familia o un amigo. En tal caso, podría visualizar una situación en que la persona querida sufriera o pasara por una situación trágica para luego imaginar cómo respondería. Así que se puede intentar acrecentar la compasión tratando de establecer empatía con el sentimiento o la experiencia de otro.
»Creo que la empatía es importante, no sólo como medio para aumentar la compasión, sino que en términos generales, al tratar con los demás cuando están en dificultades, resulta extremadamente útil para situarse en el lugar del otro y ver cómo reaccionaría uno ante la situación. Aunque no se tengan experiencias comunes con la otra persona o su estilo de vida sea muy diferente, siempre puede intentarse con la imaginación. Quizá haya que ser algo creativo. Esta técnica supone la capacidad para suspender temporalmente el propio punto de vista y buscar la perspectiva de la otra persona, imaginar cuál sería la situación si uno estuviera en su lugar, y cómo la afrontaría. Eso ayuda a desarrollar una conciencia de los sentimientos del otro y a respetar dichos sentimientos, algo importante para reducir los conflictos y problemas con los demás.
Esa tarde nuestra entrevista fue breve. Se me había incluido con dificultad y en el último momento en la poblada agenda del Dalai Lama y mantuvimos la conversación a últimas horas del día, como había sucedido en varias ocasiones. Fuera, el sol empezaba a ponerse, llenando la estancia de una luz crepuscular agridulce, convirtiendo el amarillo pálido de las paredes en un ámbar más profundo y sembrando de ricos matices dorados las imágenes budistas. El ayudante del Dalai Lama entró silenciosamente en la estancia, indicando el final de nuestra sesión. Enfrascado en la conversación, pregunté:
—Sé que tenemos que terminar, pero ¿tiene otros consejos para ayudar a crear empatía con los demás?
Haciéndose eco de las palabras que había pronunciado muchos meses antes en Arizona, contestó con una afable simplicidad:
—Siempre me acerco a los demás en el terreno básico que nos es común. Todos tenemos una estructura física, una mente, emociones. Todos hemos nacido del mismo modo y todos moriremos. Todos deseamos alcanzar la felicidad y no sufrir. Al mirar a los demás desde esa perspectiva, en lugar de percibir diferencias secundarias, como el hecho de que yo sea tibetano y tenga una religión y unos antecedentes culturales diferentes, experimento la sensación de hallarme ante alguien que es exactamente igual que yo. Creo que relacionarse con una persona en ese nivel facilita el intercambio y la comunicación.
Y tras decir esto se levantó, sonrió, me estrechó la mano y se retiró.
A la mañana siguiente continuamos nuestra discusión en el hogar del Dalai Lama.
—En Arizona hablamos mucho sobre la importancia de la compasión en las relaciones humanas y ayer abordamos el papel de la empatía para mejorar nuestra capacidad para relacionamos…
—Sí —dijo el Dalai Lama.
—Además de eso, ¿puede sugerir algún método o técnica adicional?
—Bueno, como ya le comenté ayer, no hay una o dos técnicas sencillas capaces de resolver todos los problemas. Sin embargo, creo que hay algunas cosas que pueden ayudar. En primer lugar, es útil conocer y valorar los antecedentes de la persona con la que estamos tratando. Mantener una actitud mental abierta y honrada también nos ayuda.
Esperé, pero él no añadió nada más.
—¿Puede sugerir algún otro método para mejorar nuestras relaciones?
El Dalai Lama pensó un momento.
—No —contestó, echándose a reír.
Consideré que esos consejos eran demasiado simplistas. Sin embargo, y puesto que eso parecía ser todo lo que él tenía que decir por el momento, abordamos otros temas.
Aquella tarde fui invitado a cenar en casa de unos amigos tibetanos en Dharamsala. Organizaron una velada muy animada. La comida fue excelente, con un deslumbrante despliegue de platos especiales cuya estrella fue el mo mas tibetano, a base de sabrosas albóndigas de carne. A medida que transcurría la cena, se animó la conversación. Los invitados no tardaron en contar historias subidas de tono sobre las situaciones embarazosas en que se habían visto durante una borrachera. Entre los invitados se encontraba una conocida pareja alemana, ella arquitecta y él autor de una docena de libros.
Como estaba interesado en sus libros me acerqué al escritor y entablé conversación con él. Sus respuestas eran breves y superficiales; su actitud, abrupta y distante. Convencido de que era un hosco esnob me resultó inmediatamente antipático. Me consolé pensando que al menos había intentando conectar con él y entablé conversación con otros invitados más amistosos.
Al día siguiente estaba con un amigo en un café del pueblo y, mientras tomábamos el té, le conté lo ocurrido la noche anterior.
—Realmente, disfruté con todos, excepto con Rolf, ese escritor… Parecía tan arrogante y…, bueno, poco amistoso.
—Lo conozco desde hace varios años —dijo mi amigo—, y sé que esa es la impresión que causa, pero sólo porque al principio es un poco tímido y reservado. En realidad, es una persona maravillosa si se le llega a conocer un poco… —Yo no me dejaba convencer y mi amigo siguió diciendo—: A pesar de ser un escritor de éxito, ha tenido en su vida más dificultades de las que se merecía. Su familia sufrió tremendamente a manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Rolf tiene dos hijos, a los que está muy entregado, que han nacido con un extraño trastorno genético que los discapacita física y mentalmente. En lugar de amargarse por ello o pasarse el resto de la vida representando el papel de mártir, afrontó sus problemas con abnegación y dedicó muchos años a trabajar como voluntario en favor de los discapacitados. Realmente, es una persona muy especial.
Volví a encontrarme con Rolf y su esposa al final de esa semana, en el pequeño aeródromo. Teníamos previsto tomar el mismo vuelo a Delhi, pero fue cancelado. El siguiente saldría al cabo de unos días, así que decidimos compartir un taxi hasta la capital, un horrible trayecto de diez horas. La información de mi amigo había cambiado mis sentimientos hacia Rolf y durante el largo trayecto me sentí más receptivo. Como consecuencia de ello, hice un esfuerzo por mantener una conversación. Inicialmente, su actitud fue la misma. Pero pronto descubrí que, tal como me había comentado mi amigo, su distanciamiento se debía más a la timidez que al esnobismo. Mientras traqueteábamos por la sofocante y polvorienta campiña del norte de la India y nos enfrascábamos cada vez más profundamente en la conversación, demostró ser una persona cálida y un excelente compañero de viaje.
Al llegar a Delhi ya estaba convencido de que el consejo del Dalai Lama de «conocer los antecedentes» de las personas no era tan superficial como me había parecido en un principio. Sí, quizá fuera simple, pero no simplista. En ocasiones, el medio más efectivo para intensificar la comunicación es precisamente el que tendemos a considerar como ingenuo.
Días más tarde me encontraba todavía en Delhi, esperando el viaje que me llevaría a casa. El cambio respecto de la tranquilidad que se respiraba en Dharamsala era exasperante y me sentía de muy mal humor. Además del apabullante calor, la contaminación y las multitudes, las aceras estaban atestadas de toda clase de depredadores urbanos dedicados a la estafa callejera. Caminar por las abrasadoras calles de Delhi como un occidental, un extranjero, un objetivo, abordado sin tregua por los pedigüeños, era como si tuviera tatuada en la frente la palabra «Imbécil». Era desmoralizador.
Esa misma mañana fui víctima de una estratagema habitual a cargo de dos hombres. Uno de ellos me salpicó con pintura roja los zapatos en un momento en que yo estaba distraído. Un poco más adelante, su compinche, con aspecto de inocente limpiabotas me señaló la pintura y se ofreció para limpiarme los zapatos al precio habitual. Efectivamente, me limpió hábilmente los zapatos en pocos minutos. Una vez que hubo terminado, me pidió una suma enorme, equivalente a dos meses de salario para muchos de los habitantes de Delhi. Cuando protesté, afirmó que ése era el precio que habíamos convenido. Protesté de nuevo, y el muchacho se puso a gritar, atrayendo la atención de la multitud, que me negaba a pagarle sus servicios. Ese mismo día, algo más tarde, supe que esta añagaza se empleaba a diario con los turistas desprevenidos.
Por la tarde almorcé con una colega en mi hotel. Lo sucedido esa mañana había quedado rápidamente olvidado y ella me preguntó por mis recientes entrevistas con el Dalai Lama. Nos enfrascamos en una conversación sobre las ideas de éste acerca de la empatía y la importancia de adoptar la perspectiva de la otra persona. Después de almorzar tomamos un taxi y fuimos a visitar a unos amigos comunes. Cuando el taxi se ponía en marcha, pensé de nuevo en el limpiabotas y, mientras esas negras imágenes cruzaban por mi mente, se me ocurrió echar un vistazo al taxímetro.
—¡Pare! —grité de pronto.
Mi amiga se sobresaltó. El taxista me miró burlonamente por el espejo retrovisor, pero siguió conduciendo.
—¡Deténgase! —le exigí con voz ahora temblorosa, con un atisbo de histeria. Mi amiga parecía conmocionada. El taxi se detuvo. Señalé furioso el taxímetro, blandiendo el dedo en el aire—. ¡No puso el taxímetro a cero! ¡Había más de veinte rupias cuando iniciamos la carrera!
—Lo siento, señor —dijo el hombre con indiferencia, lo que me enfureció aún más—. Se me olvidó. Lo volveré a poner en marcha…
—¡Usted no va a poner en marcha nada! —exploté—. Estoy harto de que hinchen los precios, me lleven en círculo o hagan todo lo que puedan por robar a la gente… ¡Estoy… harto!
Yo balbuceaba como un mojigato escandalizado, y mi amiga parecía consternada. El taxista se limitó a mirarme con la misma expresión desafiante de las vacas sagradas que recorren las ajetreadas calles de Delhi y se detienen donde les place, con la sediciosa intención de detener el tráfico, como si yo fuera un quisquilloso incorregible. Arrojé unas pocas rupias sobre el asiento delantero y sin decir una palabra mi amiga y yo nos apeamos.
Pocos minutos más tarde paramos otro taxi y reanudamos el camino. Pero no podía dejar el tema. Mientras recorríamos las calles de Delhi, no paraba de quejarme de que allí «todo el mundo» se dedicaba a engañar a los turistas y de que no éramos para ellos más que presas. Mi colega me escuchaba en silencio mientras yo despotricaba y desvariaba.
—Bueno —dijo ella finalmente—, veinte rupias no suponen más que un cuarto de dólar. ¿Por qué enfadarse tanto?
—¡Pero los principios son los que cuentan! —exclamé con piadosa indignación—. No comprendo cómo puedes seguir tan tranquila cuando esto ocurre continuamente. ¿No te molesta?
—Bueno —me contestó pausadamente—, me molestó por un momento, pero luego pensé en lo que hablamos durante el almuerzo, lo que dijo el Dalai Lama acerca de ver las cosas desde la perspectiva del otro. Mientras tú te enojabas, intentaba ver qué tenía yo en común con el taxista. Ambos deseamos buenos alimentos, dormir bien, sentirnos a gusto, ser queridos. Entonces, intenté imaginarme como taxista: todo el día en un taxi sofocante, sin aire acondicionado, sintiéndome colérica e irritada por los extranjeros ricos…, así que no se me ocurre nada mejor para que las cosas sean algo más «justas», para ser un poco más feliz, que sacarles un poco de dinero. La cuestión es que, a pesar de que consigo obtener unas pocas rupias de algún que otro turista inocente, no lo considero como una forma muy satisfactoria de llevar una vida mejor… En cualquier caso, cuanto más me imaginaba como taxista, menos enfadada me sentía con él. Su vida me parecía sencillamente triste… No es que esté de acuerdo con su comportamiento e hicimos bien al bajarnos del taxi, pero no pude enfadarme con él tanto como para odiarle.
Guardé silencio. En realidad, me sentía asombrado ante lo poco que yo había absorbido del Dalai Lama. Para entonces ya había empezado a apreciar el valor de «comprender al otro» y sus ejemplos acerca de cómo poner en práctica los principios. Pensé de nuevo en nuestras conversaciones, iniciadas en Arizona y continuadas ahora en la India, y me di cuenta de que, ya desde el principio, habían adquirido un tono clínico, como si yo le hiciera preguntas sobre anatomía humana sólo que, en este caso, era la anatomía de la mente y el espíritu humanos. Hasta ese momento, sin embargo, no se me había ocurrido aplicar plenamente sus ideas a mi propia vida; siempre había tenido la vaga intención de tratar de ponerlas en práctica en el futuro, cuando dispusiera de más tiempo.
EXAMEN DE LA BASE FUNDAMENTAL DE UNA RELACIÓN
Mis conversaciones con el Dalai Lama en Arizona se habían iniciado con un análisis de las fuentes de la felicidad. A pesar de que él había elegido vivir como un monje, se ha demostrado que el matrimonio puede traer la felicidad, al aportar estrechos vínculos que proporcionan satisfacción. Entre estadounidenses y europeos se han llevado a cabo muchos estudios que demuestran que, en general, la gente casada es más feliz y se siente más satisfecha con la vida que las personas solteras o viudas, por no hablar de los divorciados o separados. Una encuesta descubrió que seis de cada diez estadounidenses que califican su matrimonio de «muy feliz» también consideran su vida, en conjunto, como «muy feliz». Al analizar el tema de las relaciones humanas, me pareció importante sacar a relucir esa fuente de felicidad.
Minutos antes de una de las entrevistas programadas con el Dalai Lama, me encontraba sentado con un amigo en el patio exterior del hotel, en Tucson, tomando un refresco. Tras mencionar el tema del idilio amoroso y el matrimonio, que deseaba plantear en mi entrevista, mi amigo y yo no tardamos en lamentarnos de ser solteros. Mientras hablábamos, una pareja joven de aspecto saludable, de vacaciones y quizá golfistas, se sentaron a una mesa cerca de nosotros. Ofrecían el aspecto de un matrimonio de tipo medio; no en luna de miel, pero jóvenes y sin duda enamorados. «Tiene que ser agradable», pensé.
Apenas se hubieron sentado empezaron a discutir.
—¡Te dije que llegaríamos tarde! —acusó con acidez la mujer, con una voz sorprendentemente ronca, fruto sin duda de años de tabaco y alcohol—. Ahora apenas si tendremos tiempo para estar un momento sentados. ¡Ni siquiera puedo disfrutar de la comida!
—Si no hubieras tardado tanto tiempo en prepararte… —replicó el hombre con tono más sereno, pero cargado de hostilidad.
—Ya estaba preparada hace media hora —refutó ella—. Pero tú tenías que terminar de leer el periódico…
Y continuaron de ese modo. La discusión no acababa. Tal como dijo Eurípides: «Cásate; es posible que salga bien. Pero cuando un matrimonio fracasa, se vive un verdadero infierno en el hogar».
Aquella discusión, cuya acritud aumentó rápidamente, terminó con nuestros lamentos de solteros. Mi amigo alzó los ojos y citó una frase de Seinfeld:
—«¡Oh, sí! ¡Deseo casarme muy pronto!»
Apenas unos momentos antes tenía la intención de conocer la opinión del Dalai Lama sobre las alegrías y virtudes del idilio amoroso y el matrimonio. En lugar de eso, en cuanto entré en la suite de su hotel y casi antes de sentarme, pregunté:
—¿Por qué surgen conflictos con tanta frecuencia en los matrimonios?
—Cuando se trata de conflictos, las cosas pueden ser bastante complejas —explicó el Dalai Lama—. Hay muchos factores implicados. Así que cuando tratamos de comprender los problemas de una relación, es preciso reflexionar primero sobre la naturaleza fundamental y la base de esa relación.
»Así que, antes que nada, hay que reconocer que existen diferentes clases de relación y examinar esas diferencias. Por ejemplo, dejando de lado por el momento el tema del matrimonio y centrándonos en las amistades corrientes, observamos que hay diferentes clases de amistad. Algunas se basan en la riqueza, el poder o la posición. En esos casos, la amistad continúa mientras tengas poder, riqueza o posición. En cuanto desaparecen, la amistad se desvanece. Por otro lado, hay una amistad basada no en consideraciones de riqueza, poder y posición, sino más bien en el verdadero sentimiento humano, en un sentimiento de proximidad en el que existe la sensación de compartir, de estar conectado. Ésa es la amistad que yo llamaría genuina, porque no la mediatiza la riqueza, la posición o el poder. Lo fundamental para una amistad genuina es un sentimiento de afecto. Si falta, no se puede mantener una verdadera amistad. Lo hemos mencionado antes y es bastante evidente, pero si se tienen problemas de relación a menudo resulta muy útil retroceder un poco y reflexionar sobre la base de ella.
»Del mismo modo, si alguien tiene problemas con su cónyuge, quizá sea útil examinar la base de la relación. A menudo, por ejemplo, hay relaciones cimentadas por una atracción sexual inmediata. Cuando una pareja acaba de conocerse es posible que se sientan locamente enamorados y muy felices. —Se echó a reír—. Pero cualquier decisión tomada en ese momento sería muy inestable. Del mismo modo que uno puede enloquecer a causa de una cólera u odio muy intensos, también es posible que un individuo enloquezca impulsado por la intensidad de la pasión o el placer. Incluso situaciones en las que el individuo piensa: "Bueno, mi novio o mi novia no es en realidad una buena persona, pero a pesar de todo me sigue atrayendo". Así pues, una relación basada en esa atracción inicial es muy poco fiable, muy inestable, porque se apoya en algo pasajero. Ese sentimiento dura muy poco, desaparecerá al cabo de poco tiempo. —Hizo chascar los dedos—. En consecuencia, no debería sorprender a nadie que la relación empezara a tener problemas, y todo matrimonio basado en ella tuviera conflictos… Pero ¿usted qué piensa?
—Sí, estoy de acuerdo con usted en eso —admití—. Parece ser que en toda relación, incluso en las más ardientes, la pasión termina por enfriarse. Algunas investigaciones han demostrado que quienes consideran la pasión y el romanticismo esenciales para su relación, suelen desilusionarse y divorciarse. Ellen Berscheid, psicóloga social de la Universidad de Minnesota, lo estudió y llegó a la conclusión de que la incapacidad para percatarse de la limitada vida media del amor apasionado puede acabar con una relación. Ella y sus colegas creen que el aumento de los índices de divorcio durante los últimos veinte años se halla en parte relacionado con la creciente importancia que concede la gente a experiencias emocionales intensas en sus vidas, como es el caso del amor romántico. Porque es difícil mantener esas experiencias durante mucho tiempo…
—Eso parece muy cierto —asintió—. Al abordar esos problemas, se da uno cuenta de la tremenda importancia que tienen el examen y la comprensión de la naturaleza fundamental de las relaciones.
»Ahora bien, aunque muchas relaciones se basan en la atracción sexual inmediata, en otras la persona juzga con serenidad que desde el punto de vista físico el otro no es demasiado atractivo, pero es una persona buena y amable. Una relación como ésta es mucho más duradera, porque genera una verdadera comunicación entre los dos…
El Dalai Lama se detuvo un momento, como si meditara, antes de añadir:.
—Conviene dejar claro que también se puede tener una relación buena y saludable que incluya la atracción sexual. Parece ser, por tanto, que existen dos clases de relación basadas en la atracción sexual. Una de ellas obedece al puro deseo sexual. En ese caso, la motivación o el impulso que hay tras el vínculo es realmente la satisfacción temporal, la gratificación inmediata. Los individuos se relacionan entre si no tanto como personas, sino más bien como objetos. Ese vínculo no es muy sano, porque sin ningún componente de respeto mutuo termina por convertirse casi en prostitución, como una casa construida sobre cimientos de hielo: el edificio se desploma en cuanto se funde el hielo.
»No obstante, hay relaciones en que la atracción sexual, si bien es poderosa, no es fundamental. Existe un aprecio de valores relacionados con la cordialidad. Estas relaciones son, por lo general, más duraderas y fiables. y para establecer una relación semejante es preciso dedicar tiempo suficiente a conocer las características del otro.
»En consecuencia, cuando mis amigos me preguntan sobre el matrimonio, suelo preguntarles desde cuándo conocen a su pareja. Si me contestan que desde hace sólo unos meses, suelo decirles: "Oh, eso es demasiado poco". Si me hablan de unos años, ya me parece mejor porque sé que entonces no sólo conocen el aspecto físico del otro, sino también su naturaleza más profunda…
—Eso me recuerda la afirmación de Mark Twain: «Ningún hombre o mujer sabe realmente qué es el amor perfecto hasta que no lleva casado un cuarto de siglo».
El Dalai Lama asintió con un gesto y continuó:
—Sí… Creo que muchos problemas aparecen sencillamente porque las personas no se conceden tiempo suficiente para conocerse unas a otras. En cualquier caso, creo que si alguien trata de construir una relación verdaderamente satisfactoria, la mejor forma de conseguirlo es conociendo la naturaleza profunda del otro, y relacionándose con él en ese nivel, en lugar de hacerlo simplemente a través de las características superficiales. Y en esas relaciones también juega un papel la verdadera compasión.
»He oído decir a muchas personas que su matrimonio tiene un sentido más profundo que la simple relación sexual, que el matrimonio implica a dos personas que tratan de enlazar sus vidas, compartir sus vicisitudes y la intimidad. Si esa afirmación es honesta, la relación es sana. Toda relación sana implica responsabilidad y compromiso. Claro que el contacto físico, la relación sexual de la pareja, puede tener un efecto calmante sobre la mente. Pero, después de todo, desde el punto de vista biológico, el propósito principal de la relación sexual es la reproducción. Y para realizado con éxito, hay que tener una actitud de compromiso hacia la descendencia, para que ésta pueda sobrevivir y desarrollarse. Por eso es tan importante potenciar la capacidad para la responsabilidad y el compromiso. Sin ella, la relación únicamente ofrece una satisfacción temporal. Es simple diversión.
Se echó a reír, con una risa que parecía maravillada por el comportamiento humano.
RELACIONES BASADAS EN EL ROMANTICISMO
Me resultaba extraño estar hablando de sexo y matrimonio con un hombre de más de sesenta años y célibe. No parecía reacio a hablar de estos temas, aunque sí pude observar un cierto distanciamiento en sus comentarios.
Esa misma noche, algo más tarde, al pensar en nuestra conversación, se me ocurrió que aún quedaba un componente importante de las relaciones del que no habíamos hablado, y sentía curiosidad por saber cuál era su postura. Se lo planteé al día siguiente.
—Ayer hablamos de las relaciones y de la importancia de basar una relación íntima o matrimonial en algo más que en el sexo —empecé a decir—. Pero, en la cultura occidental, lo que se considera muy deseable no es únicamente el acto sexual físico, sino el clima de romanticismo, estar profundamente enamorado del otro. En las películas, la literatura y la cultura popular encontramos una exaltación de este amor romántico. ¿Cuál es su punto de vista?
El Dalai Lama me contestó sin vacilación.
—Creo que, dejando aparte hasta qué punto la búsqueda continua del amor romántico puede afectar a nuestro desarrollo espiritual más profundo, incluso desde la perspectiva de un estilo de vida convencional habría que considerar la idealización de ese amor romántico como un caso extremo. A diferencia de las relaciones en que hay atención hacia el otro y afecto genuino, no puede verse como algo positivo —afirmó con decisión—. Se trata de algo basado en la fantasía, inalcanzable; por lo tanto, puede ser una fuente de frustración. Así pues, no debería ser considerado como algo positivo.
El tono taxativo del Dalai Lama parecía indicar que no tenía nada más que decir al respecto. A la vista del tremendo énfasis que pone nuestra sociedad en el romanticismo, tuve la impresión de que él desechaba demasiado a la ligera su atractivo. Dada la educación monástica del Dalai Lama, imaginé que no lo comprendía y que preguntarle sobre temas relacionados con el amor romántico era como pedirle que acudiera al aparcamiento para echarle un vistazo a mi coche por un problema que tenía con la transmisión. Ligeramente decepcionado, me apresuré a consultar mis notas y me dispuse a plantear otros temas.
¿Qué hace que el amor romántico sea tan atractivo? Al examinar esta cuestión se descubre que eros, el amor romántico, sexual, apasionado, el éxtasis definitivo, es un potente cóctel de ingredientes culturales, biológicos y psicológicos. En la cultura occidental, la idea ha florecido durante los últimos doscientos años bajo la influencia del romanticismo, un movimiento que ha contribuido mucho a configurar nuestra percepción del mundo y que surgió como un rechazo del período anterior, la Ilustración, con su énfasis en la razón humana.
El nuevo movimiento exaltaba la intuición, la emoción, el sentimiento, la pasión. Subrayaba la importancia del mundo sensorial, de la experiencia subjetiva del individuo, y tendía hacia el mundo de la imaginación, de la fantasía, de la búsqueda de un ámbito que no existe, de un pasado idealizado o de un futuro utópico. Esta idea ha ejercido una profunda influencia no sólo en el arte y la literatura, sino también en la política y en todos los aspectos de la cultura occidental moderna.
El impulso romántico persigue el enamoramiento. En nosotros funcionan poderosas fuerzas que nos llevan a buscar este sentimiento; aquí no se trata simplemente de la glorificación del amor romántico, que hemos recogido de nuestra cultura. Muchos investigadores creen que estas fuerzas se hallan en nuestros genes. El enamoramiento, invariablemente mezclado con la atracción sexual, quizá sea un componente genéticamente determinado del instinto de apareamiento. Desde una perspectiva evolutiva, la tarea principal del organismo es la de sobrevivir, reproducirse y asegurar la supervivencia de la especie. Redunda por tanto en interés de las especies el que estemos programados para enamorarnos; eso aumenta, ciertamente, las probabilidades de apareamiento y reproducción. Disponemos por lo tanto de mecanismos innatos que nos ayudan a que eso suceda; así, en respuesta a ciertos estímulos, nuestros cerebros fabrican y bombean sustancias químicas capaces de crear una sensación eufórica, el «entusiasmo» asociado con el enamoramiento que a veces nos abruma y bloquea otros sentimientos.
Las fuerzas psicológicas que nos impulsan a buscar el enamoramiento son tan compulsivas como las fuerzas biológicas. En el Simposium de Platón, Sócrates cuenta la historia del mito de Aristófanes sobre el origen del amor sexual. Según este mito, los habitantes originales de la Tierra eran criaturas de tronco esférico, cuatro manos y cuatro pies. Estos seres asexuados y autosuficientes eran muy arrogantes y atacaron repetidamente a los dioses. Para castigarlos, Zeus los dividió con sus rayos. Cada criatura quedó entonces convertida en dos, y las mitades anhelaban volver a unirse.
Eros, el impulso hacia el amor apasionado y romántico, puede verse como este antiguo deseo de fusión con la otra mitad. Parece ser una necesidad humana, universal e inconsciente; fundirse con el otro, derribar las fronteras, llegar a ser uno solo con el ser querido. Los psicólogos llaman a esto el hundimiento de las fronteras del ego. Algunos creen que este proceso tiene sus raíces en nuestras primeras experiencias, las que tenemos en un estado primigenio en el que el niño se funde por completo con el progenitor o con la persona que lo cuida.
Las pruebas sugieren que los recién nacidos no distinguen entre sí y el resto del universo. No poseen sentido de la identidad personal o, al menos, su identidad incluye a la madre, a otras personas y a todos los objetos de su entorno. No saben dónde terminan ellos mismos y empieza lo «otro». Les falta lo que se conoce como «permanencia del objeto»: los objetos no tienen existencia independiente; si los niños no interactúan con un objeto, éste no existe. Si, por ejemplo, un niño sostiene un sonajero en la mano, lo reconoce como parte de sí mismo, pero en cuanto se lo quitan y lo esconden a su vista, el sonajero deja de existir.
En el momento de nacer, el cerebro todavía no está plenamente «conectado». A medida que el bebé crece y el cerebro madura, su interacción con el mundo que le rodea se hace más compleja y el pequeño va adquiriendo gradualmente sentido de la identidad personal, del «yo», en contraposición con el «otro». Al mismo tiempo, se desarrolla una sensación de aislamiento y una conciencia de las propias limitaciones. Naturalmente, la formación de la identidad continúa durante la infancia y la adolescencia, a medida que el individuo entra en contacto con el mundo. Somos el resultado del desarrollo de representaciones internas, formadas en buena parte por reflejos de las primeras interacciones con las personas importantes de nuestra historia personal y por reflejos del papel que tenemos en el conjunto de la sociedad. Poco a poco, la identidad personal y la estructura intrapsíquica se hacen más complejas. Pero es muy probable que una parte de nosotros siga tratando de regresar a un estado anterior, un estado bienaventurado en el que no existía sentimiento de aislamiento o separación. Muchos psicólogos contemporáneos creen que la primera experiencia de «unicidad» queda incorporada a nuestra mente subconsciente Y en la edad adulta impregna nuestro inconsciente y nuestras fantasías íntimas. Están convencidos de que la fusión con la persona amada cuando se está enamorado es como un eco de la que hubo con la madre en la infancia. Recrea esa sensación mágica, un sentimiento de omnipotencia, como si todo fuera posible, y resulta muy difícil soslayar un sentimiento semejante.
No es nada extraño, por tanto, que la búsqueda del amor romántico sea algo tan poderoso. ¿Cuál es entonces el problema y por qué el Dalai Lama afirma sin vacilar que la búsqueda del romanticismo es algo negativo?
Reflexioné sobre el problema de basar una relación en el amor romántico, de refugiamos en el romanticismo como una fuente de felicidad. Pensé entonces en David, un antiguo paciente mío. David, un arquitecto paisajista de treinta y cuatro años, se presentó en mi consulta con los síntomas típicos de una grave depresión. Dijo que su depresión podía haber sido desencadenada por algunas tensiones, relacionadas con el trabajo, pero que «en realidad, parecía haber surgido de la nada». Analizamos la opción de administrar un psicofármaco, que él aceptó. La medicación fue muy efectiva y los síntomas agudos desaparecieron al cabo de tres semanas, de modo que él pudo regresar a su vida normal. Al explorar su historial, sin embargo, no tardé en darme cuenta de que, además de la depresión aguda, también sufría de distimia, una insidiosa depresión crónica de baja intensidad, presente desde hacía muchos años. Una vez que se hubo recuperado de la depresión aguda, empezamos a explorar su historia personal, dando por supuesto que nos ayudaría a comprender cómo se habría producido la distimia.
Después de unas cuantas sesiones, un día David llegó a la consulta jubiloso.
—¡Me siento maravillosamente bien! —declaró—. ¡No me había sentido tan bien desde hacía años!
Mi reacción ante esa noticia fue preguntarme si no había entrado en una fase de perturbación. Pero no se trataba de eso.
—¡Estoy enamorado! —me dijo—. La conocí la semana pasada en una subasta. Es la mujer más hermosa que he visto jamás. Esta semana hemos salido juntos casi todas las noches, y tengo la impresión de que somos compañeros de toda la vida, nacidos el uno para el otro. ¡Simplemente, no me lo puedo creer! No había salido con nadie desde hacía dos o tres años y empezaba a creer que ya no podría hacerlo cuando, de pronto, aparece ella.
David se pasó la mayor parte de la sesión catalogando las notables virtudes de su nueva amiga.
—Creo que estamos hechos el uno para el otro en todos los sentidos. No se trata únicamente de una cuestión sexual; nos interesamos por las mismas cosas y hasta nos asusta damos cuenta de que pensamos lo mismo. Naturalmente, soy realista y me doy cuenta de que nadie es perfecto… Como por ejemplo la otra noche, en que me sentí un tanto molesto porque pensé que flirteaba con unos hombres en el club donde estábamos…, pero los dos habíamos bebido demasiado y ella no hacía sino divertirse. Más tarde hablamos de ello y lo aclaramos. David regresó a la semana siguiente para anunciarme que había decidido dejar la terapia.
—Todo está funcionando maravillosamente bien en mi vida. Sencillamente, no veo de qué podemos hablar en la terapia —me explicó—. Mi depresión ha desaparecido. Duermo como un bebé. He recuperado mi ritmo de trabajo y mantengo una magnífica relación que no hace sino mejorar cada vez más. Creo que nuestras sesiones me han ayudado, pero en estos momentos no veo razón alguna para seguir gastando dinero en ellas.
Le dije que me alegraba de que todo le fuera tan bien, pero le recordé algunos de los conflictos que habíamos empezado a identificar y que podrían haberlo conducido a su distimia. Por mi mente pasaron todos los términos psiquiátricos habituales, como «resistencia» y «defensas». David, sin embargo, no se dejó convencer.
—Bueno, quizá algún día examine esas cosas —me dijo—, pero creo que todo lo ocurrido ha tenido mucho que ver con la soledad, con la sensación de que me faltaba alguien, una persona especial con la que compartir mis cosas, y ahora ya la he encontrado.
Se mostró inflexible en cuanto a dar por terminada la terapia ese mismo día. Tomamos medidas para que su médico de cabecera mantuviera un seguimiento del régimen de medicación, dedicamos la sesión a una revisión y terminé asegurándole que podía venir a verme siempre que lo deseara.
Varios meses más tarde, David regresó a la consulta.
—Lo he pasado muy mal —dijo con tono abatido—. La última vez que le vi las cosas funcionaban magníficamente. Creí haber encontrado realmente a la pareja ideal. Le planteé incluso el matrimonio. Pero cuanto más cerca quería estar de ella, tanto más se alejaba de mí. Finalmente, rompió conmigo y, durante un par de semanas, volví a estar realmente deprimido. Empecé incluso a llamarla sin decir nada, sólo para escuchar su voz, y a acercarme a su lugar de trabajo sólo para ver si su coche estaba allí. Después de aproximadamente un mes sentí náuseas ante lo que estaba haciendo; me parecía ridículo. Entonces, al menos, la depresión mejoró un poco. Ahora como y duermo bien, me va bien en el trabajo y tengo mucha energía, pero sigo con la sensación de que me falta algo. Es como si hubiera retrocedido, me siento exactamente como me he sentido durante tantos años…
Reanudamos la terapia.
Parece claro que, como fuente de felicidad, el amor romántico deja mucho que desear. Y quizá el Dalai Lama no andaba tan descaminado al rechazar el amor romántico como base para una relación y al describirlo como una simple «fantasía inalcanzable», algo que no merecía nuestros esfuerzos. Considerándolo más atentamente, tal vez él hacía una descripción objetiva de la naturaleza del amor romántico y no, como yo creía, un juicio negativo, promovido por sus muchos años de formación monacal. Hasta los diccionarios, que ofrecen numerosas definiciones de «idilio» y «romántico», emplean profusamente expresiones como «historia ficticia», «exageración», «falsedad», «fantasioso o imaginativo», «no práctico», «sin base en los hechos», «característico o preocupado por el acto amoroso o el cortejo idealizado», «obsesionado por hechos amatorios idealizados», etcétera. Es evidente que en algún momento de la civilización occidental se ha producido un cambio. El concepto antiguo de eros, con su componente de fusión con el otro, ha adquirido un nuevo significado. El idilio romántico adopta así una cualidad artificial, con matices de fraude y engaño, lo que indujo a Oscar Wilde a observar crudamente: «Cuando uno está enamorado, empieza siempre por engañarse a sí mismo y acaba siempre engañando a los demás. Eso es lo que el mundo considera un idilio romántico».
Antes exploramos el papel de la proximidad y la intimidad en la felicidad humana. No cabe la menor duda de que es importante. Pero si buscamos una satisfacción duradera en una relación, el fundamento de la misma tiene que ser sólido. Por esa razón el Dalai Lama nos anima a examinar la base de nuestros vínculos. La atracción sexual, e incluso la intensa sensación de enamoramiento, pueden tener un papel en la creación del vínculo inicial entre dos personas, pero lo mismo que sucede con el pegamento, este factor tiene que mezclarse con otros ingredientes para formar una unión duradera. Al tratar de identificarlos, nos volvemos una vez más hacia lo que aconseja el Dalai Lama para construir una relación sólida: afecto, compasión y respeto mutuo. Esas cualidades nos permiten alcanzar una vinculación más profunda y significativa, no sólo con nuestro amante o cónyuge, sino también con amigos, conocidos e incluso personas totalmente extrañas; es decir, virtualmente con todos los seres humanos. Nos abre posibilidades y oportunidades ilimitadas para la conexión.