18
POR LA MAÑANA, GWEN SE sentó frente al tocador y abrió el cajón donde conservaba el perfume de su madre en un pañuelo bordado. Lo sacó y aspiró su aroma. Fortalecida por el breve contacto con su familia, se puso la bata de seda y unas zapatillas, se echó un delgado chal de lana por los hombros y salió de la casa por la puerta lateral.
Verity y McGregor estaban sentados en la veranda.
—Querida, ¿cómo estás?
Verity la recibió con una amplia sonrisa.
—Pensé que me vendría bien algo de aire fresco.
—Siéntate con nosotros. Aquí tienes tu bebida.
Gwen se terminó la mezcla, pero no se sentó.
—¿No te apetece desayunar? Te haría bien.
—Me apetecía dar un paseo.
—Espera un momento. —Verity abrió el bolso y sacó una hoja de papel doblada—. Casi se me olvidaba, pero Nick acaba de recordármelo —explicó—. Lo he llevado en el bolso desde que Hugh enfermó.
—¿Qué es?
Verity le pasó el papel arrugado.
—¿Puedes dárselo a Naveena?
Cuando lo cogió, una puerta se cerró con violencia en alguna parte de la casa. Gwen pensó que iban a fallarle las rodillas, pero fingió examinarlo, con el corazón acelerado y los pensamientos revueltos.
—Es una especie de dibujo —dijo Verity—. Para Naveena, de una sobrina, una prima o algo así; de una de las aldeas del valle. Está un poco borroso y algunas de las líneas de carbón se han borrado.
Abofeteada emocionalmente, Gwen se quedó lívida. Volvió a doblar el dibujo, rezando por no aparentar el miedo que sentía y porque las voces apagadas que oía estuviesen solo en su cabeza.
«Una inglesa temerosa de Dios no da a luz a un niño de color».
Nick McGregor, que no había hablado hasta ahora, alzó la vista hacia Gwen.
—Pillé al culi que conduce el carro de la leche trayendo el dibujo a la plantación.
—Ah.
—Me he asegurado de que sea otro culi el que haga la ruta del valle y le he dado instrucciones estrictas de no llevar mensajitos.
—Se lo daré a Naveena.
—Tenía intención de decírtelo antes, pero con Hugh enfermo… —separó las manos, como queriendo abarcar varias cosas con el gesto.
Gwen no se atrevió a hablar.
—Y sé que usted tampoco ha estado bien últimamente.
McGregor hizo una pausa.
—Gwen, estás muy pálida. ¿Te encuentras bien?
Verity le tendió una mano, pero Gwen dio un paso atrás. Lo sabían. Los dos lo sabían y estaban jugando con ella.
—En fin —continuó McGregor—, no puedo permitir que mis culis lleven mensajes; ni siquiera para el aya.
Gwen intentó dar con las palabras adecuadas.
—No volverá a pasar.
—Bien. No queremos que los criados piensen que tienen derecho a enviarse notas siempre que quieran. Con el malestar reinante, no debe haber canales de comunicación clandestinos, por insignificantes que parezcan.
—Esperemos que el dibujo de verdad fuese de una pariente suya, y no de algún activista —dijo Verity—. Siempre había creído que Naveena no tenía familia.
Gwen intentó no alterarse, pero tenía que desviar el tema de conversación y, aferrándose a un pensamiento pasajero, empezó a hablar. Por suerte, McGregor se levantó, interrumpiéndola, y Gwen aprovechó la ocasión para escapar.
El jardín parecía estar en llamas mientras caminaba entre los arbustos. Con una mano acariciaba las flores rojas y naranjas con las yemas de los dedos y en la otra guardaba, doblado, el dibujo de Liyoni. Iban a tener que pensar en otra forma de recibir comunicaciones de la aldea, pero por lo menos ahora sabía por qué se había retrasado la nota. La demora no tenía nada que ver con el hecho de que no hubiese confesado. Liyoni estaba sana y salva y no había nada de qué preocuparse en ese aspecto.
Paseó hasta el lago y pensó en darse un baño, pero la medicina empezaba a hacerle efecto, y cuando los hilos de oro que se reflejaban en el agua comenzaron a desdibujarse y los colores del lago se fundieron con los del cielo, sintió que le fallaban las piernas. Sacudió la cabeza para aclararse las ideas y el lago y el cielo volvieron a separarse. Fue al cobertizo. ¿Dónde iba a estar mejor? Era un lugar seguro y lleno de recuerdos felices.
Abrió la puerta y examinó la habitación.
La chimenea estaba apagada, por supuesto, y había algo de humedad; pero estaba cansada, así que cogió una manta de punto, se tapó y se tumbó en el sofá.
Después de un rato, oyó la voz de Hugh. Al principio creyó estar soñando y sonrió al pensar en su hijo. Su niño precioso. Últimamente lo había visto muy poco. Siempre andaba diciendo «Verity esto, Verity lo otro». Pero cuando también oyó la voz de Laurence, y luego otra vez la de Hugh, deseó con todas sus fuerzas ver a sus chicos. Quería acariciarle el pelo a su hijo y sentir los brazos de Laurence estrechándola. Intentó levantarse, pero, con la cabeza totalmente embotada, tuvo que estabilizarse agarrándose a los brazos del sofá.
—¿Entramos a ver si está mamá? —oyó Gwen.
—Buena idea, campeón.
—Papá, ¿puede Wilfred venir con nosotros?
—Deja que eche un vistazo y veremos.
Gwen vio cómo la silueta oscura de Laurence tapaba la puerta.
—Oh, Laurence, yo…
Cuando se acercó, su marido pareció volverse gigantesco, tanto que llegó a llenar toda la habitación. Gwen oyó que le decía unas palabras y se desmayó.
Cuando volvió en sí, oyó la voz de Laurence. Ahora estaban en su dormitorio, y el doctor Partridge estaba con su marido, junto a la ventana. Aunque no les veía las caras, distinguió sus siluetas recortadas contra la ventana, uno muy cerca del otro, ambos con las manos detrás de la espalda.
Tosió y el médico se giró.
—Me gustaría reconocerte, Gwen, si te parece bien.
Intentó alisarse el pelo.
—Bueno, debo de estar absolutamente espantosa, pero no me pasa nada, John.
—Insisto.
El doctor la miró a los ojos y le auscultó el corazón.
—¿Y dices que se ha desmayado, Laurence?
—Me la encontré tirada en el suelo del cobertizo para las barcas.
—¿Y que últimamente ha estado desorientada?
Gwen vio cómo Laurence asentía con la cabeza.
—Tiene las pupilas contraídas, como dos cabezas de alfiler, y el corazón acelerado. —Miró a Gwen—. ¿Dónde está el último vaso que has usado para tomar la medicación, Gwen?
—No lo sé. Fuera, creo. No lo recuerdo.
Gwen cerró los ojos y se quedó adormilada mientras Laurence iba a buscar el vaso. Cuando volvió, se lo dio al médico.
Este lo olisqueó, mojó un dedo en los posos de polvo y se lo llevó a los labios.
—Parece bastante fuerte.
—¿Dónde están los sobres que te recetó John? —preguntó Laurence.
Cuando Gwen indicó el baño con un gesto, Laurence entró en la habitación y sacó unos cuantos sobrecitos de papel doblado.
El médico los cogió y frunció el ceño.
—Es una dosis de caballo.
Laurence lo miró, horrorizado.
El doctor parecía desconcertado.
—Lo siento muchísimo. No entiendo cómo ha podido pasar.
—Debiste de equivocarte al escribir la receta.
El médico negó con la cabeza.
—Puede que la leyeran mal en el dispensario.
Laurence lo fulminó con la mirada y respiró hondo.
—En cualquier caso, Gwen tiene que dejar de tomarlo inmediatamente. No es adecuado a su constitución. Podría causarle una reacción. Dolores, sudores, agitación. Y desánimo. Si las cosas no cambian en cinco o seis días, llámame y lo investigaré.
—Eso espero. Esto es imperdonable.
Cuando el doctor Partridge hizo una reverencia y escapó de la habitación, Laurence se sentó junto a la cama.
—Pronto te encontrarás mejor, cariño. —Le enseñó un trozo de papel—. Encontré uno de los dibujos de Hugh en el suelo del cobertizo, cerca de donde te desmayaste.
—Vaya, me pregunto qué haría allí —dijo, intentando hablar en tono tranquilo, aunque el estómago le daba vueltas. ¿De verdad creía Laurence que era de Hugh?
—Supongo que no cerraríamos el cobertizo con llave, pero me parece que es un dibujo antiguo. Los que hace ahora son mejores. Ahora casi se distinguen las caras.
Sonrió y le dio el dibujo.
Gwen lo cogió y se obligó a sonreír. Laurence no sospechaba nada.