12

EL MÉDICO LE HABÍA RECOMENDADO que hiciese ejercicio, así que, aunque tenía ganas de meterse en la cama y no volver a enfrentarse nunca a un nuevo día, pasados varios se obligó a levantarse. Se vistió, intentando no pensar en nada, y le pidió a Naveena que cuidase de Hugh y que solo fuese a buscarla para darle el pecho a ciertas horas fijas. No iba a ser fácil, porque el bebé lloraba mucho; pero por el bien de todos, tenía que organizarse. Cuando salió de la habitación, una energía nerviosa inundó su cuerpo y, como si acabara de despertar de un largo sueño, su actitud de autorrecriminación dio paso a la necesidad de actuar.

Había visto una despensa en la parte trasera de la casa: una habitación fresca situada en la planta baja, bajo uno de los árboles más frondosos del jardín, con paredes gruesas y, al estar junto a la cocina, con fácil acceso al agua. Era un sitio ideal para hacer queso. Atravesó la casa con la cabeza bien alta y salió al patio por la puerta lateral. Un minúsculo pájaro sol negro con reflejos morados echó a volar justo delante de sus pies, y cuando un segundo se unió a él, se elevaron por el inmenso cielo azul. Hacía un precioso día de sol, y cuando levantó la mirada para seguir el vuelo de los pájaros, oyó abrirse una ventana. Verity se asomó y la saludó con un gesto de la mano.

—Hola. Veo que ya estás levantada.

—Sí. Intento hacer vida normal.

Entrecerrando los ojos por el sol, miró a su cuñada.

—¿Vas a dar un paseo? Voy contigo. No tardo nada.

—No, tenía pensado ordenar la despensa.

Verity negó con la cabeza.

—Pídele a un culi que la ordene él. Acabas de tener un niño.

—¿Por qué todo el mundo se empeña en tratarme como si estuviese enferma?

—En ese caso, te echaré una mano. Hoy no tengo nada que hacer.

Decidida, Gwen intentó sonreír.

—No tienes por qué.

—Insisto. Ahora mismo bajo. Lo pasaremos bien. Dios sabe qué trastos encontraremos guardados. Me apetece mucho ayudarte.

—De acuerdo.

Mientras atravesaba el patio en dirección a la despensa, Gwen observó los altos árboles. Hoy, a la intensa luz del sol, no se parecían en nada al túnel oscuro por el que una vez había corrido, muerta de miedo. Al notar la tibieza del sol sobre la piel, sintió renacer la esperanza. Ya le había pedido la llave a McGregor, que, aunque sorprendido de que de verdad quisiese poner en práctica su plan de hacer queso, no se había opuesto. Hasta le había sonreído con simpatía y le había deseado suerte.

—Aquí estoy —dijo Verity, acercándosele por la espalda.

El candado que colgaba de la puerta de la despensa se rompió en dos de un tirón. Juntas, abrieron las puertas, y la repentina corriente de aire hizo arremolinarse las motas de polvo en un cuarto que olía a trastos viejos y olvidados.

—Primero tenemos que sacarlo todo —dijo Gwen, mientras el polvo se asentaba poco a poco.

—Sigo pensando que vamos a necesitar a un par de criados para que carguen con las cosas pesadas.

Gwen examinó la habitación.

—Tienes razón. Allí al fondo hay unos cuantos muebles; no íbamos a poder moverlos.

Un par de culis de cocina salieron a ver qué pasaba. Verity les habló en tamil y uno de ellos fue a buscar al appu, que saludó a Gwen con una inclinación de cabeza, pero sonrió al ver a Verity. Ambos charlaron mientras el cocinero fumaba un cigarro, apoyado contra la pared.

—Parece que te llevas bien con él —dijo Gwen, cuando el appu volvió a la cocina—. Conmigo siempre es un poco seco.

—A mí me trata con amabilidad. Aunque es normal: fui yo la que le conseguí el puesto de cocinero.

—¿Ah, sí?

—En fin, dice que va a llamar a un par de criados. Aunque no va a hacerles ninguna gracia ensuciarse la ropa blanca buena. Hoy no es día de limpieza.

Gwen sonrió.

—Ya lo sé. Fui yo la que les asignó el horario de trabajo, ¿recuerdas?

—Por supuesto.

Gwen pasó con dificultad junto a una vieja cómoda con aspecto de haber conocido tiempos mejores.

—Este mueble está completamente carcomido.

—Puede que sean termitas. Lo mejor será que lo quememos. Sí, encendamos una hoguera. Me vuelven loca.

—¿Anda por aquí el jardinero? Con el bebé y todo lo demás, no me he ocupado de las cosas como es debido.

—Voy a ver.

Mientras Verity buscaba al jardinero, Gwen, movida por una energía nerviosa, fue sacando los objetos más pequeños: sillas de cocina rotas, un par de jarrones agrietados, un parasol torcido al que le faltaban una o dos varillas, unas cuantas maletas cubiertas de polvo, algunas cajas de metal. «Deberían haber tirado estas cosas hace años», pensó, mientras las apilaba para después quemarlas. Cuando llegaron los culis, señaló la cómoda y los muebles del fondo, y los criados empezaron a sacarlos a rastras, pieza a pieza. Se levantaron nubes de polvo y pronto se les ensució la ropa blanca.

Casi habían terminado, pero Verity no había vuelto todavía. Solo quedaba un gran baúl en el último rincón del cuarto. Cuando los criados lo sacaron, vio que tenía los laterales forrados de tela, que ahora estaba manchada y rasgada en algunos puntos; cuando levantó la tapa de cuero, se dio cuenta de que el interior estaba recubierto de metal, como los baúles que utilizaban en la casa para guardar la ropa de cama. Pero el cofre no contenía sábanas ni manteles, sino que le sorprendió ver una alta pila de pañales y docenas de diminutas prendas de bebé inmaculadamente dobladas y envueltas individualmente en papel de seda. Abriguitos, patucos, gorritos de lana, todos tejidos a mano y bordados con esmero. Justo en el fondo distinguió un retal de encaje amarillento. Lo agarró y se levantó para sacudirlo. Era largo y, aparte del color, estaba perfectamente conservado. Se le llenaron los ojos de lágrimas al darse cuenta de que debía de ser el velo de novia de Caroline. Se limpió las manos en la falda y se enjugó las lágrimas, deseando no haber visto nunca estos recuerdos tan tristes. Pidió a los criados que metiesen el baúl en la casa, segura de que Laurence le diría qué hacer con todo aquello.

La alivió ver que Naveena atravesaba el patio con Hugh en brazos, y al notar los pechos llenos, de los que empezaba a gotearle la leche, se acercó al aya con los brazos abiertos para coger a su hijo.

Mientras entraba en la casa, evaluó la situación. Durante toda la mañana, apenas había pensado en la niña, y, aparte del momento en que había visto el contenido del baúl, no había estado triste. Animada por sus progresos, se dio cuenta de que, si conseguía levantar un muro a su alrededor manteniéndose ocupada, era posible que fuese superando su infelicidad.

A la hora del almuerzo, Laurence estuvo de buen humor. Gwen se asombró a sí misma al disimular tan bien su nerviosismo que su marido no adivinó su verdadero estado de ánimo. Laurence bromeó con ella y con Verity y se mostró encantado cuando le dijeron que Hugh había sonreído.

—Bueno, puede que no fuese una sonrisa de verdad —dijo Verity—. Pero es una monada, y hoy no ha llorado tanto, ¿verdad, Gwen?

—Parece que el doctor Partridge tenía razón cuando sugirió que establecieses horarios regulares para darle el pecho —comentó Laurence.

Verity sonrió.

—Estoy deseando que crezca un poco.

Laurence se giró para mirar a Gwen.

—Me alegra muchísimo ver que ya estás mejor, Gwen. No puedo decirte lo feliz que me hace.

—He estado ayudando a Gwen a organizar la antigua despensa para que podamos usarla como quesería —dijo Verity.

—¿En serio, Verity?

—Sí.

—Bueno, pues me parece estupendo.

—¿Qué quieres decir?

Laurence sonrió.

—Justo lo que he dicho.

—Pero lo has dicho como dando a entender algo.

—Verity, son imaginaciones tuyas. Vamos. Tengamos la fiesta en paz. Y da la casualidad de que tengo buenas noticias.

—Cuéntanoslas —dijo Gwen.

—Bueno, ¿te acuerdas de que he estado invirtiendo en acciones de minería de cobre a través del banco de Christina, o, mejor dicho, del banco del que es la principal accionista? Pues van bastante bien, y, si las cosas siguen así, dentro de un par de años espero poder comprar la plantación de al lado. Sería la tercera. ¡Vamos a ser los mayores cultivadores de té de toda Ceilán!

Gwen forzó una sonrisa.

—Es maravilloso, Laurence. Bien hecho.

—A la que deberías darle las gracias es a Christina. Me convenció para que invirtiese todavía más durante aquel baile en Nuwara Eliya. América, ahí es donde se ganan las fortunas hoy día. Inglaterra se está quedando atrás.

Gwen hizo una mueca y Laurence arrugó la frente.

—Te agradecería que intentaras llevarte bien con ella. Se portó muy bien conmigo tras la muerte de Caroline.

—¿Fue entonces cuando le regalaste la máscara de demonio?

—No sabía que la habías visto.

—Almorcé en su casa el día en que el señor Ravasinghe desveló el retrato de Christina. La máscara me pareció un verdadero espanto.

Laurence frunció ligeramente el ceño.

—Son muy difíciles de conseguir. Los indígenas las usan, o las usaban, para la danza de los demonios. Hay sitios en que siguen bailándola, según tengo entendido. Caroline vio una, una vez.

—¿Dónde?

—No recuerdo las circunstancias exactas. Se ponen las máscaras y un traje grotesco y se dejan llevar por sus primitivas danzas.

—Parece aterrador —dijo Verity.

—Pues si no recuerdo mal, a Caroline le pareció fascinante.

Después de terminarse el postre, Verity se levantó repentinamente de la mesa alegando tener dolor de cabeza.

Cuando se marchó su hermana, Laurence le tendió la mano a Gwen, que alargó el brazo para tocarle el hoyuelo de la barbilla y se esforzó por disimular sus dudas. Si quería estar con su marido, iba a tener que sobreponerse.

—Te he echado mucho de menos, Gwen —dijo, inclinando la cabeza para besarle la suave piel de la base del cuello.

Gwen se estremeció, y cuando Laurence la abrazó, notó que se relajaba; a pesar de la pena que sentía, tuvo que admitir que, al haber renunciado a la niña, había conseguido salvar su matrimonio. Enterró la cara en el pecho de Laurence, amando todo lo que era y todo lo que sería siempre pero afligida al pensar que ahora tenía que ocultarle una parte de sí misma. Levantó la cabeza y lo miró a los ojos, unos ojos tan llenos de amor y de deseo que contuvo la respiración. Era completamente inocente, y no debía averiguarlo nunca.

—Vamos —dijo Gwen, con una sonrisa—. ¿A qué esperas?

Laurence rio.

—A ti.

Durante los días y las semanas que siguieron, Gwen se mantuvo ocupada revisando la ropita que había encontrado, clasificando las prendas, separando las que estaban dañadas de las que seguían intactas, y trabajando mucho para preparar la despensa. Pero desde el nacimiento de Liyoni, era como si la hubiesen cortado en dos y la hubiesen vuelto a coser, y se daba cuenta de que cualquier tironcito bastaría para rasgar la tela que era su vida.

Todavía le costaba creer lo que había ocurrido, y se sentía aislada del resto de habitantes de la casa y atrapada en su propia confusión. ¿Savi Ravasinghe habría sido capaz de portarse de forma tan abominable? Intentó centrarse en el amor de Laurence por ella, en su amor por Hugh y en sus vidas juntos en familia, pero cada vez que pensaba en Liyoni, era como si una parte de ella hubiese muerto. Liyoni debía de ser el resultado de aquella noche en el Grand, y como Laurence y ella habían hecho el amor justo al día siguiente, rezó con todas sus fuerzas porque Hugh fuese hijo suyo. No tenía manera de averiguar si era posible (difícilmente podía preguntárselo al médico), y no le quedaba otra opción que vivir con la duda. Se repetía a sí misma que, siempre que Naveena cumpliese su promesa de no hablar nunca de lo que había ocurrido, nadie lo sospecharía.

Aunque Gwen creía que había conseguido convencer a Laurence de que no pasaba nada, él parecía no creérselo, y decidió que ir de excursión el 14 de abril por la tarde para ver las celebraciones de Año Nuevo era justo lo necesario para animarla. Cuando se lo sugirió, estaban a la orilla del lago, mirando a los pájaros lanzarse en picado, agarrar sus presas y volver a elevarse rápidamente en el aire. Hacía una tarde de calor asfixiante, con el cielo despejado y un delicioso aroma a flores en el aire. Gwen levantó la vista cuando un águila atravesó volando el cielo y desapareció detrás de los árboles.

—He pensado que te sentará bien —dijo Laurence—. No se te ve demasiado animada.

Gwen se tragó el nudo que tenía en la garganta.

—Ya te lo he dicho, soy muy feliz. Solo es cansancio.

—El médico sugirió que llamásemos a una nodriza si no se te pasaba el cansancio.

—No —contestó en tono cortante, y se sintió mal por haberlo tratado con tanta brusquedad.

—Celebremos este momento entre lo viejo y lo nuevo, cuando todo se queda en suspenso y renace la esperanza.

—No sé. Hugh todavía es muy pequeño.

—No es un festival religioso formal. La gente celebra el Año Nuevo comiendo y poniéndose ropa nueva. En realidad, es una ocasión familiar.

Gwen se esforzó por sonreír.

—Empieza a gustarme. ¿Y qué más?

—Si tenemos suerte, veremos linternas y bailes.

—Si vamos, tendremos que llevarnos a Hugh, y creo que Naveena debería acompañarnos.

—Pues claro. Oirás los tambores de latón. Se llaman rabanas. Hacen un ruido infernal, pero lo pasaremos bien. ¿Qué me dices?

Gwen asintió con la cabeza.

—¿Qué me pongo?

—Algo nuevo, por supuesto.

—En ese caso, será mejor que vaya a ver qué tengo.

Se giró, dispuesta a volver a la casa, pero Laurence la cogió de la mano y la retuvo. Gwen se miró los pies y volvió a observar el lago, mientras él se llevaba su mano a los labios y la besaba.

—Cariño —dijo—. Por favor, tira la vieja ropa de bebé. No debí guardarla. En aquel momento, no sabía qué hacer.

—¿Y el velo de Caroline?

Atisbó una expresión que no supo entender en su rostro.

—¿También estaba en el baúl?

Gwen asintió con la cabeza.

—Naveena lo lavó y lo tendió al sol. Todavía está un poco amarillo.

—Es el velo que llevó mi madre, antes de Caroline.

—Entonces es una herencia familiar. Haríamos bien en conservarlo.

—No, ahora lleva aparejada demasiada oscuridad.

—¿Qué le pasó a Caroline, Laurence?

Hizo una pausa antes de hablar y respiró hondo.

—Tenía una enfermedad mental.

Gwen lo miró un momento antes de decir en alto lo que pensaba.

—Laurence, ¿cómo pudo morir de eso?

—Lo siento… No puedo hablar de ello.

Al pensar en Caroline y en Thomas, le brotaron las lágrimas. Últimamente, lloraba por nada. Cualquier cosa la emocionaba, y la tensión constante de mantener el secreto del nacimiento de Liyoni empezaba a pasarle factura. Con Laurence cerca, no podía evitar que la tristeza aflorase a la superficie, pero si se permitía llorar y él se portaba bien con ella, tal vez acabase contándole la verdad.

Laurence la estrechó y Gwen se horrorizó al notar que se le abría la boca, como si tuviese vida propia. Se le escapó una palabra y le soltó la mano, puso una excusa y se fue corriendo hasta la casa, donde se metió en su habitación, apenas capaz de controlarse.

Entró en el aseo y se sentó al borde de la bañera. El cuarto de baño era sencillo y hermoso. Tenía las paredes cubiertas de azulejos verdes, el suelo, de baldosas azules, y un espejo con marco de plata. Era un buen lugar para llorar a solas. Se levantó y se miró los ojos hinchados. Se desnudó lentamente, observando la capa extra de grasa que le cubría los pechos, el estómago y los muslos, y una vez más se sintió desconectada de sí misma.

Cuando creía que su destino era ser la esposa de Laurence y la madre de sus hijos, era muy feliz. Y Naveena había dicho que este era el destino de la niña. Si tenía razón, ¿también sería el destino de Gwen dar a luz a un bebé después de una noche que apenas recordaba? Y cuanto más intentaba no pensar en lo que quizá hiciese, más la obsesionaban los ojos oscuros de Savi. Tensó la mandíbula y cerró los puños. Odiaba al señor Ravasinghe, lo odiaba de todo corazón, y odiaba lo que le había hecho. Levantó el puño y golpeó con fuerza el espejo. Junto con la docena de reflejos fracturados de su cuerpo desnudo, ver la imagen multiplicada de la sangre que goteaba de los cortes de la mano le produjo una extraña sensación de alivio.

El festival resultó ser bastante sencillo. De las antorchas que rodeaban las casas de la gente se elevaba humo mezclado con incienso, que se arremolinaba en el cielo nocturno, y Gwen reconoció el sonido de los mismos tambores que había oído el día que había llegado a Colombo. La gente deambulaba en alegres grupos con ropas de colores. Cuando vieron a un conjunto de bailarines en la pequeña plaza, se pararon a contemplar el espectáculo.

Gwen se apoyó en Laurence, con Hugh en brazos, e intentó relajarse. Naveena le había vendado los cortes y Gwen se encontraba mejor que antes. Había sido buena idea ir de excursión. Verity estaba contenta, y Naveena se pasó la mayor parte del tiempo sonriendo y asintiendo con la cabeza.

—Es una danza típica de Kandy —explicó Laurence.

Primero vio salir a unos bailarines con largas faldas blancas y cascabeles en las muñecas y en los cinturones adornados con piedras preciosas, seguidos de unos hombres vestidos de rojo y dorado que llevaban turbantes y tambores atados a la cintura. El ritmo era hipnótico.

Después aparecieron las bailarinas, vestidas con el delicado traje tradicional, que avanzaron dando palmadas. Por último salió una fila de niñas. A Gwen le entró calor cuando vio retorcerse sus cuerpos delgados y morenos. Observó sus caras, tan concentradas que parecían estar en trance, y su forma de moverse, con sencillez pero con dignidad, los gestos que hacían con las muñecas y su precioso pelo negro, que hoy llevaban suelto, formando rizos. Todas tenían la cara de su hija, el cuerpo de su hija o la cara y el cuerpo que su hija tendría algún día. Abrumada por el deseo de estar con Liyoni, se le cerró la garganta y abrió la boca en un esfuerzo por tragar aire. «Respira —se dijo—. Respira». Dio un paso hacia delante y sintió que le fallaban las rodillas. Laurence la agarró, justo cuando empezaba a desplomarse, Naveena cogió a Hugh y Laurence los condujo por entre la multitud hasta un banco situado a un lateral del mercado.

—Mete la cabeza entre las rodillas, Gwen.

Hizo lo que le decía, aliviada de que no pudiese verle la cara. Sintió la palma de su mano en su espalda, acariciándola con delicadeza, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Luchó por recuperar el aliento, y cuando lo consiguió y la cabeza dejó de darle vueltas, se sentó en el banco, todavía temblando por dentro.

Laurence le tocó la frente.

—Estás ardiendo, cariño.

—No sé qué me ha pasado. De repente me ha entrado calor, como si fuese a desmayarme. Me duele la cabeza.

Verity, que hasta ese momento no se había dado cuenta de que habían salido de la plaza, se acercó corriendo.

—Os habéis perdido lo mejor. Ha habido un tragafuegos. Uno de esos niños pequeños, ¿no es increíble?

Gwen, sentada en el banco, miró a su cuñada.

—Estás muy pálida. ¿Qué ha pasado? ¿Le pasa algo a Hugh?

—Volvemos a casa —anunció Laurence.

Verity hizo una mueca.

—¿Tenemos que volver? Me lo estaba pasando de maravilla.

—Pues me temo que no hay discusión posible. Gwen tiene jaqueca.

—Oh, por el amor de Dios, Laurence. Gwen y sus jaquecas. ¿Y qué hay de mí? ¡Nadie tiene en cuenta lo que quiero yo!

Laurence agarró del codo a Verity y la apartó unos pasos de Gwen, pero aun así oyó la voz furiosa de su cuñada.