17
POR SUERTE, EL MÉDICO PASÓ a hacerle una visita poco después de que Gwen lo llamase y, sabiendo que los polvos que le había recetado estaban en camino, quiso acortar la espera haciendo algo. En su estado de agitación, no estaba en condiciones de ocuparse de la quesería, y, en cualquier caso, había enseñado a uno de los culis de cocina a hacer queso; así que se concentró en las cuentas de la casa.
A lo largo de los años, había comprobado religiosamente si existían discrepancias entre los alimentos que se habían encargado y pagado y la comida que de verdad llegaba a la casa. Había insistido en estar presente cuando se efectuaban las entregas y las había ido tachando de su lista, comparándolas con las facturas que los comerciantes le presentaban para su pago. Siempre había logrado resolver las irregularidades, y aunque en un momento dado había sospechado que el appu podría estar sisando, era difícil de demostrar. Ahora no esperaba encontrar ninguna irregularidad en las cuentas.
Mientras Naveena cuidaba de Hugh, se sentó a su escritorio y se obligó a no pensar en sus preocupaciones. Se frotó las sienes, intentando aliviarse la jaqueca, y se fijó en un justificante de pago por una cantidad inusual de arroz, whisky y aceite, efectuado durante los días en que Hugh había estado enfermo. Fue al armario de la comida, esperando encontrar reservas mucho mayores de estos alimentos, pero la cantidad que quedaba era incluso menor de la habitual. Aparte de ella misma, el appu era el único que tenía llave.
Fue a la cocina, esperando poder hablar del tema con el appu, pero McGregor estaba sentado a la mesa fumando su pipa, con una tetera delante.
—Señora Hooper —dijo, levantando la tetera. Con la mano en alto, se sirvió el brebaje humeante—. ¿Cómo está? ¿Le apetece un té?
—Un poco cansada, McGregor. No, gracias. Quería hablar con el appu.
—Se ha ido a Hatton con Verity. Su cuñada se ha llevado el Daimler.
—¿En serio? ¿Cómo es que han ido juntos?
—Verity dijo que era un asunto de negocios.
Gwen frunció el ceño.
—¿Qué clase de negocios?
—Ha estado ocupándose de encargar todo lo necesario para la casa mientras usted estaba cuidando de Hugh. Supongo que habrán ido a recoger los pedidos.
—¿Y también se ha encargado de efectuar los pagos?
—Imagino.
—Pero el que va al banco de Colombo es usted, ¿me equivoco?
—Sí, de allí es de donde traigo los jornales de los trabajadores y el dinero para los gastos de la casa. —Hizo una pausa—. Bueno, suelo encargarme yo; pero este mes hemos tenido una cantidad ingente de té que procesar, y con Laurence tan olvidadizo, Verity se ofreció a ir en mi lugar.
—¿En el Daimler, supongo?
McGregor asintió con la cabeza.
Gwen metió a Hugh en la cama y, esperando que el somnífero llegase pronto, pidió a Naveena que fuese a su habitación.
En cuanto la mujer se sentó, Gwen la miró a los serenos ojos oscuros.
—¿Por qué se ha retrasado el dibujo de este mes? Tengo que saberlo.
Naveena se encogió de hombros. ¿Qué quería decir con ese gesto?
—¿Liyoni sigue sana? ¿Le ha pasado algo? —insistió Gwen.
—Espera un poco más, señora —dijo—. Si la niña es enferma, yo sabría.
Gwen estaba tan cansada que le resultaba difícil seguir el hilo de las conversaciones más sencillas, pero tenía que averiguar si Liyoni estaba a salvo.
Mientras hablaba, entró Verity.
—Hola. Te traigo una cosita.
—Gracias, Naveena —dijo Gwen, despachándola con un asentimiento de cabeza.
—Hemos estado en Hatton —dijo Verity, cuando la mujer se fue.
—Ya me he enterado.
—Me he encontrado con el viejo doctor Partridge.
—No digas eso, Verity. No es viejo. Lo que pasa es que está empezando a perder el pelo. —Sonrió sin fuerzas—. Ya lo conoces: es un encanto. Es una opción que deberías tener presente.
Verity se sonrojó.
—No seas tonta. Me dio una receta para que la preparasen en el dispensario. Iba a encargarla personalmente, pero le ahorré la molestia. ¿Quieres que te disuelva una dosis en un vaso de leche caliente?
—¿Me harías ese favor?
—Tú métete en la cama, que yo iré a la cocina y la endulzaré con un buen chorreón de azúcar de palma para quitarle el regusto amargo. ¿Qué me dices?
—Gracias. Es muy amable por tu parte.
—Si alguien sabe lo terrible que puede ser el insomnio, soy yo. Aunque me extraña: ahora que Hugh está mucho mejor… supuse que te quedarías frita.
—Parece que su enfermedad me ha afectado a los nervios.
—Debe de ser eso. Vuelvo en un periquete.
Gwen se desnudó y cogió el camisón blanco que Naveena le había colocado sobre la cama. Se lo llevó a la nariz y aspiró el fresco olor a flores, se lo metió por la cabeza y forcejeó con los botones. Su sentimiento de culpa la había llenado de miedo, hasta encerrarla en la jaula de su mente, pero, apretando las manos una contra otra y esforzándose por pensar en tiempos más felices, intentó desterrar los malos pensamientos. Si Naveena tenía razón, tal vez Liyoni no estuviese enferma después de todo, aunque también era posible que alguien hubiese interceptado el dibujo.
Si fuera a perderlo todo, lo mejor que podría pasarle sería que la enviasen de vuelta a Owl Tree, pero nunca volvería a ver a su querido Hugh. Tembló al pensar en que su hijo se quedase sin su madre, y se imaginó a Florence y al resto de mujeres con la misma expresión de superioridad en la cara si todo salía a la luz. Con miradas maliciosas, sonreirían y se felicitarían porque hubiese sido Gwen, y no ellas, la que había sucumbido a las insinuaciones de un indígena encantador.
Cuando Verity volvió, estaba temblando de miedo.
—Vaya por Dios. Tienes muy mala cara. Aquí tienes. No está demasiado caliente, así que termínatela de un trago. Me quedaré aquí contigo hasta que te quedes dormida.
Gwen bebió la mezcla de un rosa lechoso, que, aunque amarga, no tenía tan mal sabor como esperaba, y muy pronto sintió que se le cerraban los ojos. Se dejó llevar unos minutos, cómodamente adormilada. Se dio cuenta de que se le había pasado la jaqueca, se preguntó qué era lo que la había preocupado tanto y por fin perdió toda conciencia de estar despierta.
A la mañana siguiente, apenas pudo levantar la cabeza de la almohada, aunque al mismo tiempo le dolía dejarla reposando sobre el cojín. Oyó voces en el pasillo. Daba la impresión de que Naveena y Verity estaban discutiendo.
Naveena entró poco después.
—Le traigo el té de cama antes, señora, pero no puedo despertarla. La estaba sacudiendo.
—¿Hay algún problema con Verity? —le preguntó Gwen, lanzando una mirada hacia la puerta.
La vieja aya parecía preocupada, pero no dijo nada.
Gwen estaba empapada en sudor frío, como si tuviese la gripe.
—Tengo que levantarme —dijo, e intentó poner los pies en el suelo, justo cuando Verity entró en la habitación.
—No, ni hablar. Te toca reposar hasta que te encuentres mejor. Puedes irte, Naveena.
—No estoy enferma, solo cansada. Tengo que cuidar de Hugh.
—Ya me encargo yo de Hugh.
—¿Estás segura?
—Pues claro. De hecho, déjamelo todo a mí. Ya he elaborado los menús y pagado a los criados.
—Quería hablar contigo. —Gwen no conseguía concentrarse y perdió el hilo un momento—. No lo recuerdo. ¿Era por los comestibles para la casa? O algo así…
—También había unos polvos de día. Te los mezclaré en el té y les pondré miel de abeja. Creo que, para estos, no hace falta leche.
Verity fue a la cocina y entró en el dormitorio con un vaso de un líquido de un rojo lechoso.
—¿Qué es?
Verity inclinó la cabeza.
—Pues… no estoy segura. Pero he seguido las instrucciones del médico al pie de la letra.
Casi tan pronto como se terminó la poción, Gwen se relajó, invadida por una deliciosa sensación de ingravidez. Olvidando todas las penas, y como si los polvos le hubiesen dejado la mente en blanco, volvió a dormir.
Gwen empezó a necesitar la «poción mágica», como la llamaba para sus adentros. Cuando se la bebía, flotaba como envuelta en bruma, libre de las dolorosas jaquecas y de preocupaciones; pero el estupor venía acompañado de una completa falta de apetito y de la incapacidad de mantener una conversación normal. Cuando Laurence fue a su dormitorio una tarde para ver cómo estaba, se esforzó por parecer la misma de siempre, pero la preocupación que se reflejó en los ojos de su marido le dejó claro que no lo estaba consiguiendo.
—Partridge vendrá mañana por la mañana —dijo—. Dios sabe qué te habrá estado dando.
Gwen se encogió de hombros mientras Laurence le cogía la mano.
—Estoy bien.
—Tienes la piel fría y cubierta de sudor.
—Ya te lo he dicho: estoy bien.
—Aunque no te des cuenta, no lo estás. ¿Y si no te tomas la mezcla esta noche? Creo que no te está haciendo ningún bien, y Naveena está de acuerdo conmigo.
—¿Te lo ha dicho?
—Sí. Vino a hablar conmigo, muerta de preocupación.
Se le cerró la garganta.
—Laurence, tengo que tomarla. Me hace bien. Naveena se equivoca. Me quita por completo las jaquecas.
—Levántate.
—¿Qué?
—Levántate.
Gwen se arrastró hasta el borde de la cama y puso los pies en el suelo. Alargó una mano en dirección a su marido.
—Ayúdame, Laurence.
—Quiero verte hacerlo sola, Gwen.
Se mordió el labio e intentó levantarse, pero la habitación se movía, balaceándose hacia delante y hacia atrás, y los muebles cambiaban de sitio. Volvió a sentarse.
—¿Qué me habías pedido que hiciese, Laurence? No lo recuerdo.
—Te he pedido que te pongas de pie.
—Pues qué ocurrencia más tonta, ¿no?
Rio, se metió bajo las sábanas y lo miró.