4

HABÍA PASADO UNA SEMANA Y Gwen estaba sentada en el salón. Ya más acostumbrada a que los criados discretos y silenciosos apareciesen y desapareciesen sin previo aviso, esperaba a los que había mandado llamar. Había estado estudiando el funcionamiento de la casa y tomando notas sobre lo que había visto. Pero Laurence aún no había compartido su cama. Siempre parecía haber alguna razón que ella no podía contradecir. Había aprendido a no mirar a Naveena a la cara cuando le traía el té de cama en una bandeja de plata. Debía resultarle obvio que Gwen dormía sola, y esta, humillada ante la idea de convertirse en objeto de lástima, sabía que iba a tener que resolver el problema ella sola.

Tensó los hombros y, aunque el tema le disgustaba, decidió no pensar en ello; al menos, no por el momento. Laurence debía de andar preocupado por los asuntos de la plantación y pronto cambiaría, estaba segura. Entretanto, procuraría mantenerse ocupada y se esforzaría por ser la mejor esposa posible. Por supuesto, no se sentía en competencia directa con Caroline, la primera mujer de Laurence; solo quería que su marido se sintiese orgulloso de ella.

Oyó que llamaban a la puerta y se secó las manos ligeramente sudorosas sobre la falda. Entraron Naveena, el appu, el mayordomo y un par de criados.

—¿Estamos todos? —dijo con una sonrisa, juntando las manos en una palmada para disimular los nervios.

—Los culis de cocina están ocupados —explicó Naveena—. Y los otros criados también. No vienen más.

El mayordomo y Naveena eran cingaleses. El resto del grupo era tamil. Gwen esperaba que todos entendieran inglés y que se llevasen bien unos con otros.

—Bueno, he convocado esta pequeña reunión para que todos entendáis mis planes.

Los miró uno a uno.

—He hecho una lista con vuestras distintas tareas y tengo algunas preguntas.

Nadie le respondió.

—Primero, ¿de dónde viene la leche que utilizamos? No he visto vacas en la finca.

El appu levantó la mano.

—La leche viene todos los días, leche de búfala, abajo en los valles.

—Ya veo. ¿Y hay leche en abundancia?

Asintió con la cabeza.

—Y tenemos dos cabras, además.

—Excelente. Mi siguiente pregunta es, ¿qué día viene el dhobi?

—Pregunta a él, señora.

—¿Habla inglés?

—Habla inglés también, no muy bueno.

—¿Pero lo suficiente?

El hombre meneó la cabeza.

Seguía sin estar segura de si el gesto quería decir que sí o que no, pero, por lo menos, ya había descubierto que el dhobi era el hombre que se encargaba de hacer la colada. También sabía que trabajaba para más de una finca y preguntó a los criados si podía contratarlo en exclusiva.

Observó sus rostros expectantes.

—El siguiente punto es que estoy proyectando un pequeño huerto para la cocina.

Se miraron, desconcertados.

—¿Quiere plantar en la cocina? —preguntó el appu.

Gwen sonrió.

—No, un huerto en el que cultivar verduras para la cocina. Tenemos tanta tierra que me parece lo más razonable. Pero necesitaré a varios trabajadores que se ocupen de él.

El mayordomo se encogió de hombros.

—No somos jardineros, señora. Tenemos un jardinero.

—Sí, pero es demasiado trabajo para un solo hombre. —Había visto al jardinero: un hombrecillo inusualmente rechoncho, con la cabeza pequeña envuelta en una mata de crespo pelo negro y el cuello igual de ancho que la cabeza.

—Él viene siempre, pero, señora, pregunte al señor McGregor —dijo Naveena—. Quizá le da hombres de las líneas de trabajo.

Gwen sonrió. Laurence todavía no le había presentado formalmente a Nick McGregor y esta sería la oportunidad ideal de trabar amistad con él. Se levantó del asiento.

—Bueno, gracias a todos. Con eso basta por hoy. Hablaré con cada uno de vosotros individualmente para explicaros los cambios en vuestra rutina diaria.

Los criados se levantaron e hicieron una reverencia y Gwen salió del salón, satisfecha con cómo había ido la reunión.

Aparte del labrador, también había descubierto a dos spaniels jóvenes, Bobbins y Spew, de los que se había hecho amiga tras pasarse horas tirándoles palos y persiguiéndolos. Ahora, mientras los perros la seguían por el corredor, sus pensamientos volvieron a centrarse en Laurence. Respiró hondo y apretó los labios. ¿Qué iba a decirle a Fran, que llegaría de un día para otro? No podía obligar a su marido a hacerle el amor, aunque pensaba intentarlo. Antes de la boda, cuando hablaban de tener familia, siempre le decía que cuantos más, mejor; cinco por lo menos, y al recordar lo bien que lo habían pasado en Inglaterra y en el hotel, el día de su llegada a la isla, no conseguía entender dónde estaba el problema.

Era casi la hora del almuerzo y decidió tentar a Laurence a ir a su dormitorio justo después, donde insistiría en que le diese una explicación. Era su día libre y no podía poner el trabajo como excusa.

Cuando terminaron de almorzar, y una vez se limpiaron los labios con las servilletas de lino bordado, Gwen se levantó y, con dedos deseosos de tocarlo, le tendió la mano. Laurence la aceptó y ella lo atrajo hacia sí y se fijó en que tenía las palmas frías. Inclinó la cabeza hacia un lado y pestañeó.

—Ven.

En su habitación, cerró los postigos, pero dejó las ventanas abiertas para que entrase el aire. Laurence se quedó completamente quieto, de espaldas a la ventana, y se miraron sin hablar.

—No tardo nada —dijo ella.

El rostro de él no delataba sus pensamientos.

Gwen entró en el baño, se quitó el vestido de día, se desabrochó las medias de seda y se las bajó (con el calor de Ceilán, había abandonado el corsé antes incluso de bajarse del barco), se quitó la camisola francesa de encaje y las braguitas a juego, los ligueros y los pendientes, dejándose solo el collar de perlas que llevaba al cuello. Completamente desnuda excepto por las perlas, se miró en el espejo. Tenía las mejillas encendidas después de tres copas de vino y se dio un toque de color en los labios aplicándose una pizca de Rigaud Rouge del tono Rubor persa. Se miró en el espejo mientras lo retocaba con un dedo con el que luego se frotó la garganta. Municiones: así era como Fran llamaba al polvo facial y el colorete.

Cuando volvió a la habitación, Laurence estaba sentado en la cama con los ojos cerrados. Se acercó a su marido de puntillas y se puso delante de él. No abrió los ojos.

—¿Laurence?

Cuando sus pechos estuvieron a la altura de sus ojos, se apretó contra él. Laurence le puso las manos en la cintura, la apartó por un momento y, a continuación, abrió los ojos y alzó la vista. Gwen vio cómo se metía un pezón en la boca y, sintiendo que estaban a punto de fallarle las rodillas, casi se desmaya, abrumada por la corriente que la atravesó, intensificada al ver que él observaba todas las sensaciones que debían de estar reflejándose en la cara.

Permanecieron un rato así y luego la soltó. Con el corazón desbocado, vio cómo se quitaba los zapatos de una patada, se desabrochaba los tirantes y se desprendía de los pantalones y la ropa interior. La tumbó en la cama y se le pusieron de punta los vellos de la nuca cuando se colocó a horcajadas sobre ella y se puso en posición. Cuando la penetró, jadeó al sentir que el corazón le golpeaba las costillas, dejándola sin aliento. Excitada por una completa pérdida de inhibición, le clavó las uñas en la espalda. Pero entonces algo cambió; se le pusieron los ojos vidriosos y empezó a moverse demasiado rápido. Aunque Gwen lo había buscado, no podía mantener el ritmo, y junto con la súbita falta de conexión entre ambos, empezó a sentirse mal. ¿Cómo era posible que lo consumiese tan rápidamente algo que no parecía tener nada que ver con ella? Le pidió que se moviese más lentamente, pero no parecía oírla, y entonces, solo unos pocos segundos después, dio un gruñido y todo terminó.

Laurence se enderezó y apartó la cara mientras recuperaba el aliento.

Se hizo un momento de silencio mientras Gwen luchaba con sus sentimientos.

—¿Laurence?

—Si te he hecho daño, lo siento mucho.

—No me has hecho daño. Laurence, mírame.

Giró la cabeza hacia ella. La verdad es que le había hecho un poco de daño, y, conmocionada por el vacío que había visto en sus ojos, los suyos se llenaron de lágrimas.

—Cariño, dime qué es lo que pasa. Por favor —suplicó.

Deseó que dijese algo, cualquier cosa que le devolviese a su marido.

—Me siento tan…

Gwen esperó.

—Es que… estar aquí —dijo por fin, y la miró con tanta amargura que ella alargó el brazo, queriendo consolarlo. Laurence le cogió la mano, se la giró y le besó la palma.

—No es por ti. Eres infinitamente preciosa para mí. Por favor, créeme.

—Entonces ¿qué pasa?

Le soltó la mano y negó con la cabeza.

—Lo siento. No puedo —dijo, y, tras vestirse con prisas, salió de la habitación.

Completamente desconcertada, y creyendo que se le rompería el corazón al ver cómo había cambiado Laurence, se arrancó las perlas del cuello. El broche se rompió y las esferas rodaron con estrépito por el suelo. ¿Por que no podría? Lo deseaba tanto, y, absolutamente convencida de su amor, había puesto todas sus esperanzas en ser una buena esposa y madre. Sabía que la había deseado, y de verdad: ¡recordaba cómo se había portado en Colombo! Pero ahora que había venido hasta aquí, no sabía a quién recurrir.

Debió de quedarse dormida, porque no oyó a Naveena entrar en la habitación, y se sobresaltó al abrir los ojos y ver a la cingalesa sentada en la silla junto a la cama, con una expresión de serenidad en la cara redonda y suave, una jarra en el regazo y las perlas recogidas en un platillo junto a la mesita de noche.

—Tengo limonada, señora.

La expresión de sus ojos oscuros reflejaba tanta bondad que Gwen se echó a llorar. Naveena le tendió la mano y apoyó las puntas de los dedos sobre el brazo de Gwen, con un toque muy ligero. Gwen miró la mano áspera y morena de la mujer, que parecía muy oscura junto a su propia blancura. Naveena parecía llevar la sabiduría de siglos enteros en los ojos, y Gwen se sintió atraída por la serenidad que desprendía. Aunque deseaba que Naveena la abrazase y le acariciase con delicadeza el pelo, recordó las palabras de Florence Shoebotham y le dio la espalda. Era mejor no tratar con demasiada familiaridad a los criados.

Poco después, angustiada por salir de la casa para intentar aprovechar el resto del día, Gwen se vistió rápidamente, pero no consiguió aplacar la confusión que reinaba en su mente. Esta vez se acordó de ponerse el sombrero, y decidió averiguar qué había más allá del grupo de árboles altos que se levantaba junto a la casa. Reinaba el silencio, y ni siquiera el aire se movía en el calor aplastante de la tarde. Hasta los pájaros estaban dormidos; lo único que se oía era el zumbido de los insectos. Salió por la puerta trasera y pasó junto al lago. Una bruma de un color lila pálido se extendía sobre el agua hasta donde alcanzaba la vista. Laurence le había dicho que no debía nadar sin supervisión, así que ignoró las ganas de quitarse el vestido y meterse en el agua.

Las colinas del otro lado del lago, normalmente verdes, a esta hora estaban teñidas de azul, y resultaba más difícil distinguir las coloridas siluetas de las recolectoras. Pero Gwen no había olvidado su primera impresión. Eran pájaros exóticos, con sus cestos colgados de los hombros y sus saris de todos los colores. Ahora sabía que toda la mano de obra de la plantación era tamil; los cingaleses consideraban una vergüenza trabajar como jornaleros a cambio de un salario, aunque algunos estaban encantados de hacerlo en casa; así que los dueños de las plantaciones habían tenido que recurrir a la India. Algunos tamiles llevaban generaciones viviendo en la plantación, le había dicho Laurence. Y aunque le había advertido de que no se acercase, Gwen quería ver qué aspecto tenían las líneas de trabajo. Se imaginaba unas acogedoras casitas rodeadas de rollizos niños con barrigas redondas durmiendo en hamacas colgadas de los árboles.

Llegó al patio, que estaba bordeado por las cocinas en uno de los lados. Los árboles señalaban el final y la casa y las terrazas que bajaban hasta el lago formaban los otros dos lados del cuadrado. Justo cuando estaba a punto de cruzar el patio de gravilla, un hombre que llevaba puesto poco más que unos harapos se acercó a la puerta de la cocina, caminando con dificultad. Vio que extendía las dos manos y meneaba la cabeza. Salió uno de los culis de cocina, que gritó y apartó al hombre de un empujón. El hombre cayó al suelo en el forcejeo. El pinche le dio una patada y volvió a entrar en la cocina, cerrando la puerta de un portazo.

Gwen vaciló un momento, pero, al ver que el hombre seguía tirado en el suelo de gravilla, gimiendo, se armó de valor y se acercó corriendo.

—¿Estás bien? —preguntó.

El hombre la miró con sus ojos negros. Tenía el pelo desaliñado, el rostro ancho y la piel muy oscura, y, cuando habló, no entendió ni palabra de lo que decía. Se señaló los pies descalzos y Gwen vio una herida supurante.

—¡Por amor de Dios! No puedes andar así. Ven, apóyate en mi brazo.

El hombre la miró sin entender, así que le tendió la mano para ayudarle. Una vez se agarró a ella con fuerza, Gwen le hizo gestos de que volviera a las cocinas. Él negó con la cabeza e intentó alejarse.

—Tienes que volver. Hay que lavarte y tratarte la herida.

Le señaló el pie. Una vez más, intentó apartarse, pero, en su estado, Gwen tenía más fuerza que él.

Cuando consiguieron llegar a la puerta de la cocina, giró la manija y empujó. Tres pares de ojos observaron cómo entraban en la habitación. Ninguno de los tres se movió. Cuando Gwen y el hombre llegaron a la mesa, esta sacó una silla con una mano y le hizo sentarse.

Los pinches murmuraron en lo que supuso que debía de ser tamil, porque el hombre de la silla parecía entenderlos, e hizo intento de levantarse. Gwen le puso la mano en el hombro y empujó hacia abajo. Miró a su alrededor. Olía a queroseno, y se fijó en que dos de las vitrinas y varios de los armarios color crema tenían las patas metidas en cuencos de combustible; para matar a los insectos, supuso. Había un par de fregaderos bajos y una cocina, que obviamente alimentaban con el gran montón de leña que se levantaba ordenadamente a su lado. Toda la habitación olía a una mezcla de sudor humano, aceite de coco y el curry que habían almorzado. Su primer curry.

—Vamos —dijo, señalando las dos tinas de agua que había junto a los fregaderos—. Necesito un cuenco de agua tibia y algo de gasa.

Los culis se la quedaron mirando. Repitió la petición, esta vez añadiendo «por favor». Aun así, nadie se movió. Empezaba a preguntarse qué hacer cuando, en ese momento, entró el appu. Gwen le sonrió, pensando que con él llegaría a alguna parte; después de todo, le daba las buenas noches a diario y la había tratado con cordialidad durante la reunión de la mañana. Pero le bastó con mirarle a la cara para darse cuenta de que estaba enfadado.

—¿Qué pasa?

—Quiero que me traigan agua para limpiarle la herida a este hombre —explicó.

El appu se escarbó los dientes y emitió un silbido extraño entre los incisivos.

—No puede.

Gwen sintió un hormigueo en la piel.

—¿Qué quieres decir con que no puedo? Soy la señora de la Plantación Hooper e insisto en que les ordenes que hagan lo que mando.

El cocinero pareció tentado de mantenerse en sus trece, pero entonces, aparentemente recordando su lugar, se volvió hacia uno de los culis de cocina y, con el ceño fruncido, murmuró algo y señaló el fregadero. El chico se apresuró y un minuto después volvió con un cuenco de agua y unos pedazos de gasa. Gwen se dio cuenta de que Laurence tenía razón. Estaba claro que los criados llevaban demasiado tiempo haciendo lo que les venía en gana. Gwen sumergió un trozo de gasa en el agua y le limpió la herida al hombre hasta que este no pudo soportar el dolor.

—Este hombre tiene una grave infección en el pie —dijo—. Si no se trata, podría perderlo.

El appu se encogió de hombros y Gwen percibió oposición en sus ojos.

—Los trabajadores de la fábrica y los jornaleros no deben venir a la casa.

—¿Sabes qué le ha pasado? —preguntó.

—Un clavo, señora.

—¿Dónde está el yodo?

Los pinches miraron al appu, que volvió a encogerse de hombros.

—Tráeme el yodo, cocinero, y rápido —dijo Gwen, notando cómo la tensión le formaba un nudo entre los omóplatos.

El hombre se acercó a uno de los armarios que colgaban de la pared y sacó un frasquito. Gwen se fijó en que apenas podía disimular el resentimiento que sentía —se dijo—. «Qué más da lo que piense el cocinero. Lo que importa es ayudar a este pobre hombre».

—¿Y las vendas? —preguntó Gwen.

El cocinero sacó un rollo de vendas y se lo pasó, junto con el frasco de yodo, a uno de los pinches, que se los entregó a Gwen.

—Se hace la herida él, señora —dijo el cocinero—. Hombre muy perezoso. Da problemas.

—Me da igual. Y ya que estás, dale una bolsa de arroz. ¿Tiene familia?

—Seis hijos, señora.

—Entonces, dale dos bolsas.

El cocinero abrió la boca, dispuesto a protestar, pero pareció pensárselo mejor y le ordenó al culi de cocina que trajese el arroz.

Cuando Gwen terminó de curarle el pie al hombre, le ayudó a levantarse bajo la atenta mirada del appu y de los culis. No le resultó fácil sacar al hombre por la puerta, y le habría venido bien que le echasen una mano. Pero juntos consiguieron salir de la casa y echaron a andar hacia el muro de árboles altos. Oyó que se armaba un alboroto a sus espaldas, en la cocina, pero mantuvo la cabeza bien alta y siguió andando por el trillado camino, que continuaba entre los árboles. El hombre avanzaba a la pata coja, apoyado en ella. Cuando intentó soltarse y poner el pie vendado en el suelo, Gwen hizo un gesto negativo con la cabeza.

La vegetación era muy densa y las raíces de los árboles atravesaban el camino. Gwen no solo soportaba el peso del hombre con un brazo, sino que, con la otra mano, espantaba a un millón de criaturas aladas. Caminaron una media milla, sumergidos en la acuosa luz verdosa salpicada de parches de claridad y en el asfixiante olor de las hojas, la tierra y la vegetación en descomposición; avanzaban con tanta lentitud que perdió la noción de la distancia.

Después de un rato, allí donde los árboles se hacían más escasos y se abrían hasta formar un claro, oyó gritar a varios niños. Más adelante, junto al camino de tierra, vio una hilera de una media docena de chozas construidas con tablas de madera y techos de hojalata que estaban unidas unas a otras como si formasen una especie de calle compuesta de chabolas. Entre los árboles, más filas de chozas parecidas (algunas con tejados de hojalata, y otras, de hojas de palmera) se extendían en todas las direcciones. Frente a cada una de ellas había una hilera de cuartitos, obviamente letrinas de serrín, que apestaban el aire. De los tendederos colgaban vivos saris rojos, verdes y morados, y por el suelo de tierra compactada revoloteaba basura. Varios ancianos, vestidos solo con taparrabos, estaban sentados con las piernas cruzadas frente a las chozas, fumando un tabaco pestilente, y unas gallinas escuálidas picoteaban el suelo a su alrededor.

Salió una mujer. Al ver a Gwen, le gritó algo al hombre y llamó a tres de los niños para que entrasen en casa. El resto se congregó en torno a Gwen, parloteando con excitación y señalando cada una de las prendas que llevaba puesta. Uno de los más atrevidos le tocó la falda.

—Hola —le saludó ella, y le tendió la mano, pero el niño dio un paso atrás, como si le hubiese entrado la timidez de repente. Gwen tomó nota mental de traer dulces la próxima vez que viniera.

Todos tenían el mismo aspecto: de piel muy morena y reluciente, con el pelo negro ondulado, los cuerpos, delgados, y las barrigas, abultadas. La miraron con sus bonitos ojos marrones, que no parecían los ojos de unos niños pequeños. Uno o dos parecían no encontrarse bien, y todos estaban visiblemente desnutridos.

—¿Son tus hijos? —le preguntó al hombre.

Obviamente incapaz de entenderla, se encogió de hombros.

Mientras Gwen observaba a un pajarillo que picoteaba en busca de gusanos e insectos, la mujer que había gritado se le acercó e hizo una reverencia, pero sin alzar la vista. Llevaba la raya en medio y tenía los orificios nasales grandes, los pómulos pronunciados y los lóbulos de las orejas alargados. El hombre le entregó las dos bolsas de arroz. La mujer las cogió y esta vez miró a Gwen, con una expresión que esta no supo descifrar en los ojos. Parecía antipatía, o tal vez miedo. Incluso podía que fuese pena, y si de verdad lo era, le resultaría todavía más difícil de entender. La mujer tenía tan poco, y ella, Gwen, lo tenía todo. Hasta las joyas de los tamiles eran simples collares de vainas de semillas rojas. La mujer hizo otra reverencia, descorrió la andrajosa cortina que cubría la parte delantera de la choza y desapareció en el interior. Cada choza mediría tres metros por tres y medio, menos que el cuarto de las botas de Laurence, y debía de hacer frío por las noches.

En poco más de un instante, el cielo se tiñó de rojo. Oyó el canto de las cigarras y desde el lago se elevó el coro de las ranas. Le soltó el brazo al hombre, dio un paso atrás, se giró y volvió corriendo hacia los árboles, mientras caía la noche, de forma tan súbita como siempre.

El camino estaba oscuro, ya que las altas copas de los árboles impedían el paso a los últimos rayos de sol. Se estremeció de miedo. El bosque estaba poblado de sonidos: crujidos y chasquidos, ruidos de pasos, fuertes resoplidos. Laurence le había dicho que había jabalíes y que a veces atacaban. Se preguntó qué más animales habría. Ciervos quizá y, sin duda, serpientes. Serpientes en los árboles y en la hierba. Esas no le daban tanto miedo. Pero ¿y las cobras? Apretó el paso. Laurence se lo había advertido y no le había hecho caso. ¿En qué estaba pensando? Empezaba a faltarle la respiración en la sofocante oscuridad, y era imposible ver el camino que tenía por delante. Empezó a andar a tientas, y cuando los pies se le engancharon en las lianas, se tropezó y se arañó la frente y el brazo con el áspero tronco de un árbol.

Se le salía el corazón por la boca cuando vio las luces parpadeantes de la casa, y no respiró tranquila hasta que salió al patio, dando tumbos, tras dejar atrás los últimos árboles.

Pero entonces, mientras atravesaba el patio a oscuras, una voz gritó en tono autoritario. No era el vigilante nocturno.

«Maldita sea», pensó, reconociendo el acento escocés. Tenía que ser él. Y ella que quería causarle buena impresión.

—Soy yo, Gwendolyn —dijo cuando llegó a la puerta, donde estaba él, volviendo la cara hacia la luz.

—¿Qué demonios hace, saliendo de los árboles así?

—Lo siento mucho, señor McGregor.

—Puede que esté a cargo de la casa, pero todo lo que ocurre en la finca es asunto mío. Usted, señora Hooper, no debe acercarse a las líneas de trabajo. Porque supongo que es de allí de donde viene.

Picada por una sensación de injusticia, alzó la voz.

—Solo intentaba ayudar.

Miró las venas rotas que le surcaban las mejillas. Era un hombre fornido de pelo rojizo, con entradas en las sienes y un cuello grueso que amenazaba con convertirse en papada. Tenía el bigote del color de la arena, los labios finos y los ojos de un azul metálico. Le agarró el brazo magullado sin ninguna delicadeza.

—Me hace daño —protestó—. Le agradecería que quitase la mano, señor McGregor.

El escocés la atravesó con una mirada desagradable.

—Su marido se enterará de esto, señora Hooper.

—Tiene toda la razón —dijo ella, con más aplomo del que en realidad sentía—. Se enterará de esto.

Gwen se sintió tremendamente aliviada al ver a Laurence salir de la casa en ese momento. Sonrió, pero se produjo otro instante de tensión cuando su marido y McGregor se miraron sin decir nada. Pero el momento pasó y Laurence le tendió la mano.

—Vamos a curarte las heridas.

Aunque todavía estaba alterada, le dedicó una sonrisa débil y le cogió la mano.

Laurence se volvió hacia McGregor.

—Vamos, Nick, no ha sido nada. Gwen pronto entenderá cómo funcionan las cosas.

McGregor parecía estar a punto de explotar, pero no dijo nada.

—Aún es pronto. Debemos ser comprensivos. —Laurence la rodeó con un brazo—. Ven, apóyate en mí.

La carrera a oscuras por entre los árboles le había hecho sentir vulnerable, y se daba cuenta de que había puesto a Laurence en una situación violenta con McGregor. Algo en ese hombre la alarmaba, aunque no era solo él: la pobreza que había visto en las líneas de trabajo también la había alterado. Y aunque no se sentía igual de cómoda con Laurence que antes del incidente del dormitorio, estaba muy contenta de sentir sus brazos rodeándola y esperaba que pudiesen hablar de lo que les pasaba.

A la mañana siguiente, después de confeccionar una nueva lista de tareas de limpieza y pasar más de dos horas intentando poner en claro las cuentas de la casa, las relegó a un segundo plano en sus pensamientos. La actitud de McGregor resultaba más difícil de ignorar, y el problema era que necesitaba su ayuda para que le consiguiese unos jardineros.

Cogió el plano que había dibujado para la pérgola cubierta de plantas aromáticas que estaba proyectando; «tal vez unos jazmines blancos entrelazados en un enrejado decorativo de metal», pensó, mientras salía al jardín por las cristaleras.

El lago relucía bajo un cielo de un azul intenso, azul marino a la sombra y casi plateado al sol, salpicado de pequeñas motas verdes. Pasó junto a la jacaranda de flores moradas y percibió el olor de una flor desconocida en el aire. Un par de urracas echó a volar de un césped compuesto de una hierba más dura de la que se daba en Inglaterra, aunque estaba bien atendido y cuidadosamente recortado. Quería encontrar un sitio donde dejar su huella, pero no quería molestar al viejo tamil, que trataba los parterres de césped y los arriates de flores como si fuesen suyos. Tendría que preguntarle a Laurence dónde poner el huerto, pero, por ahora, se contentaría con elegir el lugar para colocar la pérgola.

Bobbins y Spew se metieron entre sus piernas, como siempre hacían. Lanzó con fuerza la pelota y esta desapareció entre los arbustos, cerca de donde había visto a las urracas picoteando gusanos.

—Allá va —dijo—. ¡Buscadla!

Spew era el más atrevido, y allá donde fuese la bola, iba él. Vio que se alejaba reptando, con la panza pegada al suelo, y se metía en un hueco que daba a una parte descuidada del jardín.

Estaba irritable. Cuando había ido a buscar a Laurence esa mañana, se había encontrado con Naveena, que le dijo que acababa de dejarle una nota en el tocador, una nota del señor.

Al abrirla, Gwen había leído, en la caligrafía con carácter e inclinada hacia delante de Laurence, que no lo vería durante los próximos dos días. Ni siquiera habían tenido oportunidad de hablar. Leyó que había tenido que ir a Colombo a recoger a Fran, y como juez de paz y magistrado oficioso, tenía que presentar un informe en el juzgado de Hatton. Se habían caldeado los ánimos en una aldea de la zona, así que tendría que apaciguar a los campesinos y decidir quién era el verdadero culpable.

Gwen sintió una oleada de nostalgia. Se echó un rapapolvo por su egoísmo, pero no podía evitar estar molesta porque no se lo hubiese dicho en persona ni le hubiese preguntado si quería acompañarlo. Aunque había dicho que haría un calor asfixiante en Colombo, con el retraso que llevaba el monzón. Al menos aquí, en las altas montañas de Dickoya, en el centro de la isla, seguía haciendo fresco, lo cual, hoy que esperaba pasar el resto del día fuera, era de agradecer.

Llamó a Spew y se acordó del señor Ravasinghe. Se dio cuenta de que había recordado su encuentro en varias ocasiones a lo largo de los últimos días. Se había portado como la cortesía personificada, pero Gwen sentía algo más, algo que no podía justificar como el simple efecto de su piel avellana, su pelo largo y ondulado o sus ojos oscuros y relucientes.

No había ni rastro del spaniel.

Bobbins estaba cavando, con los cuartos traseros levantados, justo donde había desaparecido Spew tras la pelota, junto a un anturio con las hojas en forma de corazón y las flores color melocotón en las que se había fijado la primera mañana. Gwen se acercó y acarició al perro.

—¿Dónde se habrá metido, eh, Bobbins?

Oyó un ladrido y se asomó a un pequeño hueco en la copa de un árbol grande, pero la luz era demasiado tenue como para ver gran cosa. Tiró de una especie de enredadera. Esta cedió con sorprendente facilidad y, tirando de un tallo tras otro, dio con una especie de túnel cubierto de maleza que discurría entre los árboles. Un túnel tenía que llevar a alguna parte. Separó la vegetación lo suficiente para poder pasar, arañándose el antebrazo con unas espinas despiadadas, pero, una vez al otro lado, casi pudo ponerse de pie.

Spew, voy a por ti —dijo en voz alta.

El túnel describía una curva y conducía hasta un tramo de escalones de piedra cubiertos de musgo que llevaban hacia abajo. Volvió la vista atrás, hacia la luz que entraba por la boca del túnel. «No es peligroso —pensó—, aunque puede que haya serpientes». Se quedó completamente quieta y examinó el suelo a su alrededor: nada se movía y, sin un ápice de brisa en el espacio cerrado, ni siquiera se oía el crujido de las hojas.

Siguió adelante, oyendo solo sus propios pasos, el zumbido de los mosquitos y los jadeos de Bobbins.

Al pie de los resbaladizos peldaños había un claro muy pequeño, aunque supuso que en tiempos debía de ser mayor. Los arbustos y las enredaderas habían invadido el claro, así que solo quedaba espacio para sentarse en una losa de piedra que descansaba sobre un par de tocones. Como en la guarida que Fran y ella habían construido de niñas en el bosque, cerca de Owl Tree, la luz era escasa y los sonidos del exterior llegaban amortiguados por los árboles. Todo estaba en calma y Bobbins se echó a sus pies, sin hacer ruido. Olisqueó el aire y reconoció el aroma a madreselva, pero también un amargo olor a hojas.

El silencio se rompió cuando Spew volvió trepando al claro, con el hocico rosa cubierto de tierra y llevando algo en la boca.

—¡Suéltalo, Spew! —dijo Gwen.

El perro gruñó y se mantuvo firme.

—¡Ven aquí, perro malo, y suéltalo!

No le obedeció.

Gwen se levantó, lo cogió del collar y agarró un extremo del objeto que llevaba en la boca. Tiró y vio que era parte de un juguete de madera. «Un barco —pensó—, un barco sin vela».

El perro había perdido interés en la pelea. Meneó la cola y dejó caer el resto del juguete a los pies de Gwen.

—Me pregunto a quién pertenecería —dijo en voz alta, y les sonrió a los perros—. Pero no sirve de nada preguntaros a vosotros dos, ¿verdad?

Ambos perros volvieron al lugar donde había aparecido Spew. Gwen los siguió, pensando que, si despejaban toda esta zona, podría ser el lugar perfecto para su pérgola, y para poder ver con más claridad, tiró de una rama cargada de bayas. Fue tirando de tallos y más tallos de la enredadera, rompiendo ramitas y palos. Lo que necesitaba eran unas tijeras de podar y unos guantes de jardín.

Se puso en cuclillas. Le escocían los cortes y los rasguños de las manos. A punto de darse por vencida, decidió volver más adelante, con el equipamiento adecuado.

Spew seguía cavando y volvió a ladrar. Gwen reconoció la excitación en su ladrido: Spew había encontrado algo. Apartó otra capa de hojas que colgaban de una rama y se agachó a mirar. Ante ella se levantaba una lápida plana y cubierta de musgo en posición vertical, inclinada muy ligeramente hacia la izquierda. La tierra que había frente a la lápida formaba un rectángulo con las esquinas redondeadas y estaba cubierta de flores silvestres de colores claros. Aspiró el olor a madera húmeda que la rodeaba y vaciló. Parecía una pequeña tumba. Miró a su alrededor cuando oyó algo escabullirse entre las hojas y después, incapaz de controlar la curiosidad, arañó el musgo, rompiéndose una uña.

Cuando terminó, trazó las letras con el dedo índice. Solo había un nombre, nada más. Solo THOMAS BENJAMIN, grabado en la piedra. No había fecha. Ni nada que pudiese indicar de quién se trataba. Tal vez fuese un hermano de Laurence, o el hijo de alguna visita, aunque Laurence nunca le había mencionado la muerte de un niño. Aparte de preguntarle a su marido, no había forma de saber por qué habían escondido a Thomas Benjamin en ese lugar tan inaccesible en vez de enterrarlo como es debido en el cementerio junto a la iglesia. Y el hecho de que Laurence nunca hubiese mencionado nada parecido la llevó a pensar que tal vez no le hiciese gracia que lo hubiese encontrado.