Tulip
YO estaba sentado en el agujero de las raíces de un abeto azul que el viento había abatido un par de años atrás, observando a un zorro rojo. Al abrigo de un mustio matorral de zarzamoras, el animal parecía preguntarse qué hacer con aquel olor de mofeta que atravesaba el claro traído por la brisa y que, hasta hacía poco, nos había traído los débiles chillidos de un ratón de campo. Luego el zorro había girado la cabeza hacia un lado para volverse a mirar el camino por el que había venido: y a continuación desapareció de mi vista, con el paso típico de los zorros, con una limpieza que hace que sus movimientos parezcan veloces pero carentes de prisa. Pensé que los perros estarían cerca; los perros hacen mucho ruido en el bosque y por esa época yo había llegado a creer que los zorros utilizaban la misma clase de cautela despectiva con perros y hombres, pero en ese mismo instante oí los pasos de un hombre.
Tulip apartó unas ramas a menos de tres metros del lugar en donde se había apostado el zorro y entró en el claro.
—Hola, Papito —me dijo al verme, sonriendo con toda la superficie de su ancha cara; cuando estuvo más cerca, agregó—: Estás más seco que nunca, pero no pueden contigo, ¿eh?
—¿Cómo me has encontrado?
Señaló hacia la casa con su enorme pulgar.
—Alguien me ha dicho que tal vez te encontraría aquí arriba, pero si estás escondiéndote puedo ir a avisarles de que ya te he encontrado. —Miró la escopeta que yo sostenía entre manos—. ¿Para qué es eso? La época de caza ya ha pasado.
—Aún hay cuervos.
Tulip encogió sus amplios hombros.
—El hombre que mata aquello que no quiere comer es un tonto. ¿Cómo lo has pasado en chirona?
—¿Me lo preguntas?
Sonrió.
—Jamás he estado en una prisión federal. Sólo en alguna cárcel del estado o en el calabozo del pueblo. ¿Cómo son las chironas federales?
—La flor y nata de la basura, supongo, pero cualquier cárcel en la que te encuentres es un mal agujero.
—¡Si lo sabré yo! ¿Te he contado alguna vez cuando yo...?
Le interrumpí:
—Por el amor de Dios —y me incliné para doblar el taburete en el que me había sentado.
—De acuerdo —comentó, de buen talante—. Recuérdame que te lo cuente en otro momento. ¿De dónde has sacado ese chisme? —Le echó un vistazo a la herramienta: un marco metálico plegable con un asiento verde oscuro y bolsas con cremallera por debajo.
—De Gokey.
—¿Y qué es eso verde y marrón que lleva a los lados?
—Son tiras adhesivas para envolver el marco y que no brille demasiado.
Asintió.
—Te las apañas bien solo pero no me imagino que un hombre de tu edad se siente en el suelo.
—Tú también andas por los cincuenta —le dije.
—Tú eres mucho más viejo.
—Tonterías, este año cumplo los cincuenta y ocho.
—¡A eso me refiero, Papito! Tienes que empezar a cuidarte. —Se quedó de pie junto al agujero mientras yo me dirigía a buscar un jarro que había dejado en la rama de un joven arce y luego preguntó—: ¿Y eso qué es? —mientras yo regresaba ajustando la tapa.
—Trozos de tela impregnados de esencia de mofeta —expliqué—. Así los venados se acercan, tal vez porque este olor es más fuerte que el del hombre. Lo estaba experimentando con un zorro.
—A veces eres un chiquillo —me dijo marchando tras de mí a través del claro.
Me siguió por el sendero que bajaba del bosque hacia el jardín pedregoso de la casa. Metí el jarro en un hueco entre dos rocas, le puse una tercera encima, descargué la escopeta y subí los escalones del porche. Dos viejas maletas de piel y un bolso de tela verde descansaban junto a la puerta de entrada.
—¿Y esto? —pregunté—. Aquí el único visitante soy yo.
—¿Tú llamas amigos a dos cuando uno es amigo del otro y el otro no es amigo del uno? De todas formas, sólo voy a quedarme un par de días. Ya sabes que no puedo estarme quieto durante mucho más tiempo.
—De eso nada. Estoy tratando de comenzar a escribir un libro.
—De eso quiero hablarte. —Me puso su mano enorme en la espalda y me empujó hacia la puerta—. Te lo podría decir todo aquí mismo, pero tú necesitas estar sentado con una copa en la mano.
Le hice entrar, dejé la escopeta y mi taburete plegable en un rincón del pasillo de entrada y le serví una copa. Cuando me miró con aire inquisitivo, le expliqué:
—Hace tres años que no bebo.
Hizo girar su vaso de whisky y soda, como lo hace la gente que quiere oír el tintineo del hielo.
—Quizá sea mejor así —me dijo—. Creo que te sentaba mal el alcohol.
Me eché a reír mientras le señalaba un sillón color granate. Estábamos en la sala, un amplio cuarto marrón, rojo, verde y blanco con un hermoso Vuillard sobre el aparato de televisión.
—No son ésas las cosas que molestan a los ex alcohólicos. De todos modos, suele decirse que tampoco bebían tanto.
—Pues, mira, en realidad, tú...
—Déjalo. Siéntate y déjame decirte por qué te vas a volver al pueblo después de la cena. He comenzado a escribir un libro y...
—No es eso lo que me has dicho allá fuera —me interrumpió.
—¿Eh?
—Me has dicho que estabas tratando de empezar a escribir un libro. De eso quería hablar contigo. Ha sido una tontería, siempre ha sido una verdadera tontería de tu parte, Papito... no comprender que yo...
—Oye, Tulip, si es que sigues insistiendo en que ése es tu nombre: no escribiré jamás una sola palabra sobre ti si puedo evitarlo. Eres un hombre obtuso y tonto que va por ahí haciendo cosas obtusas y tontas y que piensa que algún día alguien escribirá para contarlo todo. Cualquier cosa que alguien haya hecho por ese motivo es obtusa y tonta. Y, en el nombre de Dios, ¿dónde has visto que los escritores vayan a la caza de temas para escribir? El problema es organizar el material, no conseguirlo. La mayoría de los escritores que conozco tienen ya demasiados temas sobre la mesa; están hasta las orejas de temas que jamás podrán tratar.
—Palabras —me dijo—. Si tienes tantos temas para escribir, ¿por qué hace tanto tiempo que no escribes una palabra?
—¿Cómo sabes que hace mucho tiempo que no escribo nada?
—Mucho no puedes haber escrito. Las revistas solían ser generosas contigo. Ahora lo único que veo son reediciones de tus primeras obras, y aun así menos cada día.
—No vivo sólo para escribir. He...
—Estás cambiando de tema —me interrumpió—. Estábamos hablando de escribir. No me interesa si quieres perder parte de tu tiempo en jueguecitos con animales o haciendo el papel de héroe que va a la cárcel, pero... Mira, Papito, no habrás ido a la cárcel sólo para tener esa experiencia, ¿verdad? Porque yo podría haberte ahorrado mucho tiempo y no pocos problemas contándote todo lo que realmente necesitabas saber.
—Apuesto a que sí —le dije.
Se encogió de hombros, bebió un trago y se limpió los labios con su índice grueso antes de responder:
—Eso, como tantas otras cosas que tú dices, no quiere decir nada. Te limitas a decirlo. Vosotros, escritores, tenéis más palabras que... —Miró a su alrededor y lo que veía pareció gustarle—. Está bien arreglado este lugar. ¿De quién es?
—De la familia Irongate.
—¿Amigos tuyos?
—No, no les conocía de antes.
—Vaya, qué gracioso —comentó—. ¿Están aquí?
—Según las noticias que tengo, aún están en Florida.
—Con lo cual es todavía más ridículo lo que me has dicho antes de que no puedo quedarme un par de días. ¿Cómo son?
—Gente.
—Puede que seas un escritor interesante, pero no hablas como si lo fueras. ¿Qué clase de gente es? ¿Jóvenes? ¿Viejos? ¿Zurdos?
—Paulie debe tener poco más de treinta años. Gus es unos años mayor.
—¿Sólo ellos dos? ¿No tienen niños?
—¿Por qué no escribes las preguntas y así no tendremos que volver sobre el tema cuando venga el agente del censo? Tres hijos, entre los dieciséis y los doce años, más o menos.
Le centellearon los ojos grisáceos.
—Dieciséis, ¿eh? ¿Y ella tiene sólo algo más de treinta? ¿Una boda a punta de escopeta?
—¿Cómo puedo saberlo? Les conozco desde que salí del ejército.
—¡Qué ejército aquél! —Se puso de pie con el vaso vacío—. No te molestes, yo mismo me serviré. Desde que tú no bebes has olvidado lo poco que sabías sobre cómo preparar combinados. Menuda guerra de mil demonios en las Aleutianas, ¿verdad? Vaya, ¿no regresaste tú antes que yo?
—Regresé en septiembre del cuarenta y cinco.
—Pues hace casi siete años que no te veía. —Volvió con su vaso al sillón color granate; se sentó.
—Hace más tiempo aún. La última vez que te vi fue en Kiska, y yo no volví allí a partir del cuarenta y cuatro.
—¿Cuarenta y cuatro? ¿Cuarenta y cinco? ¿Qué diferencia es ésa? ¿Qué eres tú, un historiador piojoso que va por la vida con un calendario en la mano? Háblame un poco más de los Irongate. ¿Tienen dinero?
—Ah, ¿no te agrada recordar los tiempos de Kiska? Creo que sí, pero no sé cuánto.
—¿Qué hace él?
—Pinta cuadros, pero con eso no gana para vivir. Creo que su padre le ha dejado algo de pasta.
—Pues su padre debe haber sido un tío encantador.
—Sea como sea, no vas a proponerles ningún negocio.
Me miró con ojos fijos; su cara de facciones toscas estaba honestamente sorprendida bajo la mata de pelo corto color arena.
—¿Qué negocio?
—Cualquier negocio. No hay posibilidades, Tulip.
—Pues que Dios me salve y me condene —respondió—. Mira, ese es el resultado del infernal sistema carcelario: pone a un hombre en contacto con los delincuentes más endurecidos y a partir de entonces lo único que ve es maldades y delitos por todas partes: y no es que tú te hayas distinguido por ver lo mejor de tus compañeros, pero...
—Además —le dije—, es posible que el FBI aún me tenga el ojo puesto encima y...
—Eso es distinto —me interrumpió—. ¿Por qué no me lo has dicho desde el primer momento?
—No he querido asustarte.
—¿Asustarme? ¡No es fácil! En realidad, en estos momentos me las estoy arreglando muy bien, sudando entre sedas, como solían decir los muchachos, aunque no era eso lo que decían, exactamente.
—¿Dónde consigues el dinero?
—¿Recuerdas aquel mayor loco, que quería que fuésemos a criar ganado en las Aleutianas, después de la guerra? ¿El que decía que podía arreglarlo todo con Mauri Maverick para que nos arrendara muy barata una isla?
—¡Por el amor de Dios! ¿No habrás hecho eso? Con los costes de transporte, el...
—No, sólo que me he acordado de aquello. ¿Cómo se llamaba aquel mayor?
—Te has acordado de aquello para eludir mi pregunta acerca de cómo consigues la pasta que dices tener.
—¡Oh, por favor! La pasta me llega vía Oklahoma-Texas.
—¿Una viuda rica y petrolera?
Se echó a reír.
—Eres un caso serio, Papito.
—Experiencia carcelaria. El verano pasado había varios tipos a la espera de juicio por ese motivo en West Street.
Tulip se mostró sorprendido.
—Dios mío, ¿cómo puede ser que un tipo quebrante la ley para sacarle dinero a una mujer?
—Alguna forma habrá.
Me fui a la cocina. Donald limpiaba verduras en el fregadero, junto a su mujer, Linda; bajé el volumen de la radio de modo que la canción titulada Cry no resultara tan ruidosa, y les dije:
—El señor Tulip, o el coronel Tulip si es que aún conserva ese nombre —mi amigo había sido teniente coronel en el ejército— va a pasar aquí la noche y tal vez un día o dos. ¿Pueden darle alguna habitación?
—¿Quiere que le demos el cuarto contiguo al suyo? —preguntó Donald—. ¿O prefiere que se quede en el cuarto amarillo, junto a la sala?
—Prepárele el cuarto amarillo. Gracias.
Tulip se puso de pie, cuando regresé a la sala, y me dijo:
—Mira, Papito, he estado pensando. Debo hacer una llamada a una chica que he conocido en Everest y que tiene una simpática hermanita, ¿por qué no le pedimos que...?
—Oh, por supuesto. Y también a alguna de tus amistades de por aquí. Yo puedo pensar en alguien más y así, entre los dos, es posible que reunamos veinte o treinta personas aquí inmediatamente.
—No era más que una idea —me dijo, y volvió hacia la mesa que estaba en el rincón para prepararse otro trago—. De todas maneras, será mejor que te hable de tu trabajo de escritor. Para eso he venido.
—No es así. Has venido para hablarme de ti.
—Pues en cierto sentido es lo mismo. —Volvió a su sillón, se sentó, cruzó las piernas, rodilla sobre rodilla, y me observó—. Papito, ¿quieres decirme por qué tan pronto como alguien dice algo acerca de tu tarea de escritor te enfurruñas?
—No, no quiero —le contesté con total honestidad—. Volvamos a nuestro tema. ¿Qué son esas cosas tan fascinantes que has estado haciendo?
—Dejemos eso ahora. —En su voz ronca hubo una nota que bien podría haber sido de incomodidad—. A veces pienso que tú no siempre me comprendes. ¿Te has encontrado alguna vez en Shemya con Lee Branch?
—No lo recuerdo. ¿Por qué?
—Estaba en el XII, era aviador. Por nada, sólo estaba pensando, era un chico muy agradable. Fui a visitarle cuando salí del ejército.
Tulip me habló de su visita, pero le adjudicó a Branch una hermana cuyo nombre era Paulie (yo le había hablado de Paulie Irongate), describió aquella casa con algunos rasgos que la hacían parecida a la casa de los Irongate, aunque la situó en otro Estado, y en su historia había escopetas como la que había visto en mis manos al encontrarme en el claro del bosque, donde yo había estado observando los movimientos del zorro.
Tulip, por lo común, era de largo aliento, sobre todo cuando creía necesario precipitarse en uno de sus relatos, pero lo esencial de lo que me contó no con sus palabras, ni tampoco con las ideas que dijo que se le habían ocurrido en aquellos momentos, fue que Branch había expresado la notable frase «La bandera está ondeando», y que había inclinado un poco la cabeza para observar por debajo del ala de su sombrero castaño las puntas de las espadañas.
Cinco patos negros se proyectaron sobre el cielo perlado de noviembre, perdiendo las plumas inferiores de sus alas, de un blanco purísimo, cuando rozaron las trampas y se alejaron en el viento.
Tulip dijo:
—Dispara, hombrecito. —La Fox de calibre 20 parecía un juguete en sus manos enormes. Hizo fuego, desde donde estaba sentado, bajo el sauce moribundo; primero disparó el primer proyectil, el del cañón izquierdo, y luego el del derecho, mientras el pato guía se quedaba inmóvil durante un instante iniciando un ascenso. Dos aves cayeron al agua al mismo tiempo. Una estaba muerta. La otra nadó hasta describir las tres cuartas partes de un pequeño círculo antes de morir.
Lee Branch, de pie, apuntó su pesada escopeta hacia la derecha, disparó, apuntó una vez más y volvió a disparar. Dos aves cayeron. Una esparció una buena cantidad de plumas. Lee sonrió a Tulip, que estaba cargando su escopeta.
—Creo que por hoy ya hemos recogido lo nuestro, Swede.
Tulip echó una mirada complacida a los patos muertos que yacían entre las malezas secas, a su lado, y luego a los cuatro que estaban en el lago.
—Ajá. —Metió la mano en el bolsillo para buscar su tabaco—. Pero tú has destrozado al primero.
—Tendría que haber esperado un poco más. Me gustan las armas que saltan en la mano. Tendré que conseguir una de calibre diez. —Lee volvió a cargar su escopeta belga especial para patos y la depositó en tierra con verdadera ternura—. ¿A quién le toca cobrar las presas?
Tulip le hizo una señal con el pulgar y se tendió entre la maleza. Lee Branch tenía veintiocho años, cabellos oscuros y suaves, peinados con raya al centro, tapados por supuesto, en ese momento, por el sombrero castaño; y ojos brillantes y oscuros. No era enclenque, pero sus sencillas ropas —las prendas de piel con las que se abría paso entre las zarzas hacia el otro lado de la diminuta isla en la que habían ocultado el bote— le hacían parecer más pequeño.
Cuando regresó con los patos, Tulip estaba acostado boca arriba, fumando, con los ojos cerrados.
Lee le dijo:
—Uno de los tuyos era un pato de bosque. —Y se lo mostró.
—Lo sé. —Tulip abrió un ojo para espiar al pato a través del humo—. Serían demasiado preciosos para merecer la muerte de no ser porque los hombres tienen siempre demasiada hambre. —Por encima de las espadañas arrojó la colilla hacia el agua y estiró sus brazos sobre la tierra—. No bromeabas, chico. Todo ha sido tal como me lo habías descrito.
Lee comenzó a hablar, luego giró sobre sus talones con los ojos oscuros atentos.
—¿Qué quieres decir con eso de «ha sido»? —preguntó—. Es. —Hubo una pausa—. Será. —Parecía muy joven.
Tulip cerró los ojos una vez más.
—No lo sé, chiquillo. ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
—Una semana. Diez días. No lo sé. ¿Qué importancia tiene? Cuando hablábamos de tu regreso después de la guerra, no hacíamos...
Tulip se retorció y frunció el ceño, pero no abrió los ojos.
—De acuerdo, de acuerdo, pero no te figurarás que todo el mundo se mantiene fiel a esos planes para después de la guerra que se hacen en el ejército, ¿no?
—Claro que no, pero éste es... Éste es distinto, ¿verdad, Swede?
—Es lo que es —repuso Tulip.
—¿Entonces qué?
—Nadie conoce todas las respuestas.
—No es que quiera controlarte, pero... oye, Swede, no será porque este sitio es de Paulie.
—No.
—Porque a ella le gustas y querría que te quedaras.
—Me alegra saber que le gusto —dijo Tulip—, porque ella me gusta mucho.
—¿Y no se trata de eso?
—No.
Lee quizá partiera una ramita entre la hierba y la marcara con la uña del pulgar.
—Un adulto como tú no tendría que vagabundear por ahí.
—No lo sé. No me gusta vagabundear, pero siempre hay cosas que me recuerdan algún otro lugar. —Abrió los ojos y se sentó con la Fox cruzada sobre los muslos—. Tú no usas esta escopeta. ¿Quieres venderla?
—Yo te la he dado a ti, pero es de Paulie. Pregúntale a ella.
Tulip sacudió la cabeza.
—Paulie está tan chalada como su hermano. Ella me la regalaría.
—¿Y tú qué eres? ¿El último de los confederados o algo parecido, que no quieres aceptar regalos de las mujeres?
—Apuesto a que nunca has conocido a muchos confederados, sin duda. ¿Paulie estaba muy enamorada de su marido?
Lee miró a Tulip, que miraba las trampas, al otro lado del lago.
—De verdad, no lo sé. Era un tipo muy agradable. Tú no le conociste, ¿eh?
—Lo limpiaron antes de que yo entrara en chirona. Pero aún se hablaba de él.
—Les caía bien a todos. —Lee arrojó la ramita destrozada—. ¿Por qué me has preguntado eso de Paulie?
—Es que meto mis narices en todo; por eso.
—No he querido decir que no has debido hacerlo. ¡Dios! ¡Qué difícil es hablar con la gente!
Tulip encogió sus anchos hombros.
—Puedes hablarme de cualquier cosa, pero hay algunas que no deberías mencionar.
—¿Te refieres a cosas sobre ti y Paulie?
Tulip giró la cabeza y miró con atención al joven.
—Ah, el clásico hermanito menor.
Lee se sonrojó, se echó a reír y dijo:
—Vete al diablo. —Tras una breve pausa, añadió—: Pero eso es lo que has querido decir, ¿verdad?
Tulip sacudió la cabeza.
—Creo que éste no es un asunto del que tú puedas hablar mucho.
Paulie Horris apareció por detrás de un enorme tulipero, junto al extremo más lejano del lago. Hizo un embudo con las manos y gritó:
—¡Eh, asesinos! Ya se ha puesto el sol. Hace diez minutos que estáis fuera de la ley.
Ambos se pusieron de pie para saludarla con la mano, recogieron sus escopetas y, por entre las espadañas, se encaminaron hacia el bote. Tulip, de pie en la popa, timoneó hacia las trampas. En dos ocasiones pareció que Lee Branch estaba a punto de decir algo, pero no habló hasta que estuvo inclinado sobre la borda para recobrar el pato que servía de señuelo. Luego preguntó:
—¿No te estás portando como un tonto?
Tulip, que se había inclinado para recoger un par de trampas en el momento en que el bote pasara junto a ellas, le respondió:
—Deja de murmurar.
Lee se irguió y le dijo con voz clara:
—Me refiero a eso de que su marido fue un héroe de guerra y todo ese rollo. ¿No te has dejado impresionar por eso?
Tulip dijo:
—Chist, chist, y yo que pensaba que no me quedaba nada por oír.
La cara de Lee volvió a enrojecer. Se echó a reír y respondió:
—Nunca sirvió de nada hablar contigo. —Ambos recogieron las restantes trampas.
Mientras Tulip dirigía el bote hacia la caseta de baños, Paulie Horris rodeó un matorral de zumaque, al otro extremo del lago, y se encaminó hacia el muelle de piedra, para reunirse con ellos. Alta, de cabellos oscuros y ojos también oscuros, de unos treinta años, llevaba una falda de franela gris y un chaquetón amarillo de piel.
—Es usted una mujer muy andarina, señora Horris —le gritó Tulip.
La mujer respondió con cortesía:
—Es usted muy gentil, señor.
Lee guardó las trampas en la caseta mientras Tulip amarraba el bote de modo que no pudiese golpearse contra el muelle si se levantaba el viento. Luego entre los dos recogieron los patos y caminaron juntos, la muchacha en el medio, subiendo hacia la casa.
Al cabo de unos diez metros, Lee Branch comunicó a su hermana:
—Swede se marcha.
El tono en que lo dijo hizo que Paulie le mirase con ojos inquisitivos antes de preguntar:
—¿Y bien?
Lee trató de explicarse:
—Soy un tonto, creo, pero había pensado que nosotros... Vaya, de todos modos, Swede ha hablado de marcharse. —Mientras caminaba, pateó un pequeño montón de tierra.
Paulie se detuvo y los dos hombres la imitaron. Miró a Tulip con la cara pálida, casi demudada.
—Él ha... —comenzó a decir y se interrumpió—. ¿Ha querido liarte conmigo?
Tulip le aseguró:
—Es una forma tonta de decirlo, Paulie.
La mujer fijó sus ojos en las puntas de sus pies y, en voz muy baja, comentó:
—Sí, supongo que sí. —Luego continuó la marcha.
Entraron en casa y, después de depositar en la cocina los patos que llevaba consigo, Tulip subió a su cuarto y comenzó a escribir una carta a una chica de Atlanta.
«Querida Judy:
Quizá te sorprenda tener noticias mías al cabo de tantos años, pero por alguna razón, durante esta última semana, o diez días tal vez, he pensado mucho en ti y como he de ir muy pronto a Atlanta, he creído...»
Mientras Tulip relataba su versión de esta historia, Donald había entrado a la sala para decirnos que la cena estaba servida. Pasamos al comedor y Tulip habló durante casi todo el transcurso de la cena; puso punto final cuando empezábamos a comer el postre, tarta de nueces. No había ido a Atlanta, por supuesto, aunque aseguraba que, en su momento, lo había pensado en serio. De camino para visitarme, se había detenido en Washington y se había visto envuelto en un complejo asunto relacionado con una organización de veteranos —existente o, más bien, potencial— y entonces pensó que no era seguro que Judy viviese aún en Atlanta, después de tantos años, y no recordaba con exactitud sus señas. Tampoco tenía a Paulie allí para refrescarle la memoria de Judy.
—Todo eso está muy bien —le dije cuando hubo terminado—. Pero poco tiene que ver contigo. En esa historia no eres más que una comparsa. A menos que quieras reconocer que, tan pronto como las cosas o las personas amenazan con comprometerte, elaboras una fantasía de la que dices que es el recuerdo de alguien o de algún lugar para evadirte de cualquier tipo de responsabilidad.
Tulip depositó sobre el plato el bocado de tarta que estaba a punto de comer y me dijo:
—No sé por qué pierdo tiempo hablando contigo. Mira, te he dicho lo que sentía hacia Paulie y hacia la chica de Atlanta. Yo...
—Lo que hasta ahora me has dicho que tenías en la cabeza no significa nada. No tendré en cuenta ni una sola palabra.
Sacudió la cabeza.
—Eres igual de molesto que un piojo. No es extraño que la literatura no tenga mucha relación con la vida, si es así como la practican los escritores.
—Vaya, come —le dije—. Son tus ideas sobre la vida las que tienen poco que ver con la vida. ¿Por qué crees que le has dado la espalda a Paulie?
Con el bocado de tarta a medio masticar me respondió:
—Pues es que yo siempre he sido un tío de los que las-aman-donde-las-encuentran-y-las-abandonan-cuando-las-aman y...
—A eso me refería. ¿Y tú crees que yo a eso lo llamo idea?
Cortó con el tenedor otro bocado de tarta y sacudió la cabeza una vez más.
—Eres igual de molesto que un piojo.
—¿Crees que ella tenía razón al figurarse que su hermano había hecho lo mismo con Horris?
—Nunca me paré a pensar en ello. Oye, Papito, tenga lo que tenga Lee de homosexual, no creo que jamás se haya dado cuenta. No es un mal chico.
—El principal problema con gente como tú no es que vuestros propios pensamientos sean tan infantiles, sino que no permitís pensar a la gente que os rodea.
—Lo sé. Todavía no he dicho una adecuada cantidad de ¡oh! y ¡ah! ante esos retazos de teoría freudiana que tú has malinterpretado en cualquier libro: y así no hay manera de sacar lo mejor de ti. En eso son mejores las chicas, ¿eh?
—No las que yo conozco. Creo que me persigue la mala suerte.
—Pues cuando haya descansado algo veré si puedo sonsacarte alguna cosa. Nunca me he vuelto loco por ese tipo de damiselas que tú persigues, excepto aquella...
—Detesto pensar que he salido con el tipo de damisela que te vuelve loco a ti. ¿Tomamos el café aquí o en la sala?
Regresamos a la sala y Donald nos sirvió el café. Donald Poynton era un acicalado negro de talla mediana y treinta y cinco años de edad, de cara muy guapa y muy negra. Me gustaba. Tenía un fino sentido del humor que no dejaba aflorar si no te conocía. Cuando terminó con el café, me dijo:
—Los perros están en la cocina, si los quiere usted.
—No hay prisa —le respondí—. Mándelos aquí cuando haya terminado con sus cosas, a no ser que le molesten.
—Contigo lo que pasa... —comenzó a decir Tulip cuando Donald ya se había marchado, y luego se corrigió—: Una de las cosas que pasa contigo es que siempre estás demasiado seguro de haberme comprendido.
—No creo que logre comprenderte muy a menudo. La diferencia está en que no pienso que en tu caso haya mucho que comprender.
Atravesé la sala en busca de los cigarros mientras Tulip me preguntaba:
—Ah, ¿de modo que no piensas que haya que comprender a todo el mundo?
—En teoría, sí. Pero hay que contar con el elemento tiempo y no puedo contar con vivir otros cincuenta o sesenta años más. —Le ofrecí la cigarrera y eligió un puro.
—¿Tuyos? ¿O estaban en la casa? —preguntó.
—Míos.
—Excelentes. Quizá tus puros sean lo único de ti que siempre me ha gustado, aunque tal vez tú creyeras que era tu pelo. Si no hubieses estado tan seguro de que me comprendías, aquella vez en Baltimore, no nos habríamos metido en todo aquel jaleo.
—Ah, ¿eso? Pero si no fue ningún jaleo.
Mordió la punta del cigarro y me miró con ojos mustios.
—A veces es difícil hablar contigo, Papito. No es extraño que te hayan mandado a la cárcel.
—Te preocupas demasiado por aquellos tiempos de Baltimore y por ponerme negro. Ya me habría olvidado de todo hace años, si no insistieras en recordármelo. ¿Por qué no dejas eso de lado?
Me dijo:
—Eres un chulo hijo de puta —pero se echó a reír conmigo—. Te llevan todos los demonios cuando piensas que sólo eres humano.
—No me parece bien eso de sólo; a menos que lo digas como quien dijera que el Everest tiene una altura de sólo ocho mil metros o que la ballena azul es sólo el animal más grande o...
—¿Qué pretendes? —me preguntó con disgusto—. ¿Quieres montarme un número? Aunque tal vez estés a punto de precipitarte en uno de esos aburridos discursos acerca de las posibilidades y potencialidades desaprovechadas de la raza humana y de toda la humanidad. Quizá no seas tan viejo como para hablar de ese modo, pero yo soy ya demasiado viejo para oírlo —estalló en una carcajada—. Eh —exclamó, riendo todavía—, por fin he leído algo escrito por ti. Me lo ha dado un amigo en San Francisco. Es una porquería.
—¿Qué es?
—Lo tengo en mi maleta. Mañana te lo enseño. No quiero estropearlo hablándote ahora del asunto. ¡Es un poema! Siempre había sabido que eras un bruto, pero... —sacudió la cabeza.
—¿Quieres que te traiga una copa? De coñac, tal vez. Te pones malo cuando te acuerdas de Baltimore; también te has puesto malo cuando te hablé de Kiska. Me figuro que hay muchas cosas en tu vida pasada que te agobian de sólo pensar en ellas.
—Es la segunda vez en el día de hoy que mencionas lo de Kiska —me dijo—, y no me hace el efecto que tú te figuras. ¿Qué pretendías que hiciera? Ya sabes que nunca me he valido de mi rango, pero aun así yo era teniente coronel y tú un suboficial cualquiera que trataba de...
—No había abrigos de oficiales japoneses en la isla, en ese momento, si es que alguna vez hubo alguno.
—Yo mismo los vi. No me vengas con ésas.
—Un par de tíos, que habían sido sastres en la vida civil, cortaban aquellas mantas japonesas y las cosían como si fuesen abrigos de oficial, con falsos bolsillos y droga, y los muchachos se los vendían a la gente de los barcos a ciento veinticinco cada uno o a su equivalente en alcohol, que en aquellos tiempos no era mucho.
—¿Lo dices de verdad?
—Lo digo de verdad. Y tú echaste a perder todo el negocio con tu manía de buscar un abrigo oculto que jamás existió. Teníamos muchas mantas y tú lo sabías muy bien.
Me contestó:
—Estás mintiendo. Y sólo por eso te voy a traer eso que has escrito. ¿Dónde están mis maletas?
—En el cuarto amarillo. Gira a la derecha en el rellano superior de la escalera y sigue en línea recta hasta el fin del pasillo.
Se marchó, subió la escalera y oí el ruido de sus pasos sobre mi cabeza. Cuando regresó traía en la mano un trozo de papel amarillo.
—Aquí está —dijo—. Si puedes leer esto sin echarte a reír eres mejor candidato a payaso que yo.
El papel provenía de una revista semanal que había dejado de existir en la época de la Depresión, a principios de los años treinta.
—Es una reseña de un libro —le dije.
—Es una porquería —me respondió.
Leí:
«Más allá del extraordinario caos de conjeturas, ambigüedades, charlatanería y vaguedades que es la historia de los Rosacruces, Arthur Edward Waite, en The Brotherhood of the Rosy Cross (William Rider and Son, Londres, 1924), ha intentado brindar una ordenación y una valoración de los datos. Consciente y poseedor de una amplia experiencia en el campo de la investigación religiosa, ha tenido buen éxito en la limpieza de enormes librerías llenas de desperdicios acumulados por estudiantes que, en su entusiasmo, han creído ver un auténtico Hermano Rosacruz en cada alquimista, cada cabalista y cada mago, aunque fuese poco serio.
»Los hechos que presenta Waite siempre parecen serlo, aun cuando la interpretación que él propone de cada uno de ellos no sea siempre convincente. De este modo, demuestra con claridad que no queda ninguna prueba real de la existencia de la orden Rosacruz antes de la aparición, en 1614 y 1615 respectivamente, de las obras anónimas Fama Fraternitatis R:. C:. y Confessio Fraternitatis R:. C:. y en 1616 de la obra de Johann Valentín Andreas, Chemical Marriage. Pero niega que Andreas pueda haber sido, en ningún caso, uno de los fundadores de la Orden. En apoyo de esta conclusión, cita párrafos de Vita ab ipso conscripta, donde Andreas, al situar su Chemical Marriage entre los escritos de los años 1602-1603, caracteriza a la obra como una broma de juventud, generadora de otros monstruos: "una travesura que, aunque os parezca mentira, fue estimada por muchos como algo auténtico e interpretada con erudición —y con no menos tontería— para demostrar la vaciedad de sus presuntos conocimientos.".
»Waite sugiere que el texto de Chemical Marriage sufrió interpolaciones de simbolismo rosacruz, después de que su autor leyera Fama y Confessio. Desecha, en cambio, la muy probable alternativa de que el autor o los autores desconocidos de esos dos manifiestos adoptasen el simbolismo de Chemical Marriage. No es absurdo suponer que durante los catorce años transcurridos entre su composición y la primera edición de que tenemos noticia, esta obra haya sido conocida por aquellos autores. En tal caso, por supuesto, la generalizada teoría de que Andreas fue el padre de la organización Rosacruz sería correcta, aunque su paternidad no fuese otra cosa que el resultado de una broma. En este sentido, no hay razón para pensar que Fama y Confessio tendrían que ser excluidas —y no especialmente incluidas— de los "otros ridículos monstruos" a los que, según Andreas, ese panfleto dio vida.
»A pesar de su creencia en contra, nada hay en la exposición de Waite que conduzca a pensar que una orden Rosacruz organizada, y cuyos miembros no fuesen impostores conscientes, haya existido en tiempos anteriores al siglo XVIII, momento en que la Orden parece haber crecido en forma paralela, si no íntimamente ligada, a La Masonería Especulativa. En Clavis Philosophiae et Alchymiae Fluddanae, 1633, Robert Fludd, erudito como pocos en el tema, ha brindado un resumen de diecisiete años o más de investigación en la siguiente frase: "Afirmo que todo theologus de la Iglesia Mística es un verdadero Hermano de la Rosa Cruz, dondequiera que se haya visto sometido a la obediencia de las diversas políticas de la Iglesia." Con todo, esta frase no denota un compromiso de Fludd con ningún cuerpo legítimo, organizado.
»La Orden de la Cruz Rosa y Dorada, que organizara o reorganizara Sigmund Richter en Alemania, en el año 1710, se ha convertido, sin duda alguna, en la auténtica orden Rosacruz, según la más depurada creencia de cada uno de sus miembros. Desde entonces y hasta el presente (Waite dedica un capítulo a los Rosacruces norteamericanos) existen pruebas de la existencia de grupos esporádicos de hombres que han empleado el nombre y los símbolos de la Rosa Cruz para dar a entender lo que les apeteciera, para las finalidades posteriores que les importasen, ya fueran alquímicas, médicas y teosóficas o no. Pocos rastros quedan de conexiones entre los grupos, aun coetáneos, de cualquier ascendencia que merezca el nombre de tal. La Piedra y la Palabra han significado muchas cosas para muchos hombres, según sus respectivas tendencias.
»Waite elige desvelar el hilo continuo de una finalidad mística que recorrería el camino que media entre el nacimiento de la orden Rosacruz y nuestro tiempo. Por fortuna, no intenta presentar evidencias que sustenten esta teoría. Ha desenmascarado las ficciones que ha descubierto, independientemente de su valor; de este modo ha escrito con erudición —y con toda la autoridad posible en un campo tan confuso— la historia de un símbolo que ha fascinado a las mentalidades proclives a lo teosófico o a lo oculto desde el siglo XVII.»
Al terminar de leer, levanté la mirada y Tulip dijo:
—No se te ha movido un músculo de la cara. ¿No querrás hacerme creer que te ha gustado eso?
—¿A quién le satisface algo que escribió hace mucho tiempo? Pero salvando un par de puntos... Bueno, está bien, yo era un erudito hacia el año veinticuatro, ¿verdad?
—Mmm. Y como que existe Dios que tenías puesto el dedo en la misma llaga de los acontecimientos del día, ¿no es así? El hombre de la calle tuvo que llevarse una sorpresa de mil demonios al ver que este trozo de papel le solucionaba todas sus dificultades.
—¿Y tú te figuras que eso compensa que cometieras aquella estupidez en Kiska? —le pregunté.
—De acuerdo, no es eso, pero creo que esto me da una pequeña ventaja.
—¿Puedo hacer una copia? Me había olvidado de esta nota.
—Puedes quedarte con el papel. No te reprocho que quieras quemarlo.
—¿Dices que te lo ha dado un amigo en San Francisco?
—Un tío que se llama Henkle o algo parecido. ¿Le conoces? Me ha dicho que solíais veros.
—Tal vez le conozca pero no recuerdo su nombre. Yo empecé a escribir en San Francisco.
—Eso me ha dicho él. Me ha contado algunas cosas muy interesantes de ti; sobre todo me acuerdo de eso de que te habías liado con un par de contrabandistas del barrio chino y...
—Ahora le recuerdo, un chico que se llamaba Henley o algo parecido, al que veíamos en el Radio Club. Supongo que los contrabandistas serían Bill y Paddy, a menos que sea un detalle agregado por ti.
—No he agregado ningún detalle. Te he contado lo que ese hombre me dijo.
—Ese juicio es el más falso de todos los que he oído en mi vida, pero está bien. Aquello fue en esa época en que si te metías en algún lugar fuera de lo normal tenías de inmediato un cuerpo de guardaespaldas, quisieras o no. Bill tenía un chino gordinflón de mediana edad y me lo había ofrecido en préstamo por si yo quería echar un vistazo por allí... para encontrarme después con una pierna rota o algo así... Pero me pidió que no lo echara a perder ofreciéndole dinero. «Cinco o diez dólares valen como propina», me dijo, «pero no le eches a perder dándole dinero». Describí al chino en el guión de una película para Hollywood, en el año treinta, pero el director era un hombre de pelo en pecho que no quería nada de ganapanes, de modo que tuve que quitarle del guión.
Tulip asintió.
—Ese Hembry, o como quiera que se llame, me habló del pistolero fantasma. También me dijo que tú salías con una chica, Maggie Dobbs, que estaba comprometida con un tío de Tokio y que...
—Le gusta hablar, ¿verdad?
—Sí. Le pasa algo en la voz, y a los que les pasa algo en la voz siempre les apetece hablar. Me dio la impresión de que era un admirador tuyo.
Donald trajo a los perros desde la cocina. Los Irongate tenían tres perros de aguas, dos marrones y uno negro. Uno de los marrones, Jummy, era enorme para su raza. Solían venir a jugar un rato conmigo; aquella vez intentaban captar al máximo la atención de Tulip. Donald nos dio las buenas noches y se llevó la bandeja con las tazas del café.
Mientras acariciaba la cabeza de uno de los perros, Tulip observó a Donald y me dijo:
—Camina bien.
Recordé que ésa era una de las cosas que Tulip siempre observaba en la gente. Él era de mediana estatura, pero siempre andaba tan erguido que parecía más alto, a pesar de su pecho y de sus hombros voluminosos: caminaba como si conscientemente tuviera confianza en lo por venir, como si hubiese adoptado la decisión de no dar un paso atrás ni perder jamás el equilibrio. Alguien —creo que había sido su amiga, la doctora Mawhorter— dijo una vez que Tulip podría haber ido a cualquier lugar si hubiese tenido una brújula a su disposición.
—Hace quince o dieciséis años fue un buen peso medio. Salió de Filadelfia bajo el seudónimo de Donny Brown.
—Nunca he oído hablar de él.
—De todos modos era bueno. Pero dice que no tenía buenas manos y que para un negro esa es una manera dura de ganarse el pan, a menos que dispute en seguida el campeonato o haga algo más, amén del boxeo.
—Era duro pelear en Filadelfia, fueras negro o blanco. Y tampoco era nada fácil coger un taxi, ¿eh? Había que bajar de la acera y mover el brazo para que te vieran.
Los perros decidieron que ya habían conseguido de Tulip lo que querían, de momento, y le abandonaron. Jummy se echó en su lugar predilecto, tras el sofá, y Meg se acomodó para pasar la noche acostada en el suelo, a un extremo del mismo sofá. Cinq, el negro, cachorro aún, comenzó a pasar de cuarto en cuarto, en busca del sitio ideal para echarse, con predilección por los lugares en que le llegara alguna corriente de aire de alguna puerta.
—Mira que has tenido problemas —le dije a Tulip—. ¿Por qué no...? —me interrumpí al oír la bocina de un coche en el camino de entrada.
Tony Irongate entró en casa con un par de maletas de mimbre. Las dejó caer junto a la puerta cuando los perros corrieron a recibirle. Era un mocito delgado de catorce años y ojos marrones en una cara luminosa y pálida.
—Hola —saludó—. ¿Qué sabes de Paulie y Gus?
—Estarán aquí mañana por la noche o el miércoles —le respondí antes de presentarle a Tulip.
Tony se abrió paso entre los perros para estrechar la mano de Tulip. Luego se volvió hacia mí:
—Tengo un arco nuevo que he comprado para Mingey Baker. Es muy fuerte, pero las flechas se escurren cuando apunto hacia abajo. ¿Podremos arreglarlo?
—Supongo que será fácil.
—Estupendo. ¿Lo hacemos mañana? No creo que Sexo y Lola hayan llegado ya.
—Todavía no.
—Bien, voy a por un vaso de leche y luego a dormir. ¿Queréis algo de la cocina?
Le contesté:
—No, gracias.
A su vez él dijo:
—Os veré mañana. —Recogió sus maletas y se marchó, seguido de los perros.
—¿Qué es eso de Sexo? —preguntó Tulip.
—Es el apodo que le ha puesto a su hermana durante este mes. La niña está en la edad de querer saber cosas y ha hecho varias preguntas.
—Y tú se las has contestado. Ah, chico, ya te veo relamiéndote y acorralándola con tus respuestas. ¿Es una buena cría? Algunas niñas lo son.
—Basta ya, no hay nada de eso. No es cosa de si es o no es. Se trata de algo que está en un nivel que tú, probablemente, no comprenderías.
—Si no se trata de eso, seguro que no lo comprenderé —admitió—. Yo soy hombre de sí o de no.
—Lo sé —le respondí—. Eres una personalidad dominante y por ahí andas, con la idea de que vas probando todas las variantes posibles, cuando en realidad, si lo miras bien, lo único que haces es masturbarte, de uno u otro modo. Salvo en un par de ocasiones en que te la han pegado.
Se echó a reír.
—Tendré que pensar todo eso muy bien, lo cual es más de lo que puedo decir de la mayoría de las cosas que tú me cuentas. ¿No crees que por eso es triste a veces, no muy triste, pero sí más de lo que debería ser?
—Con tu mentalidad y tu modo de comportarte debe ser siempre triste.
—Tú no desperdicias tu cabeza en semejante operación, Papito, en cuanto tengas otra cosa en qué pensar. Eso es sólo para escritores. Mira, y ya que estamos en el tema, una vez me contaste un discurso de advertencia que te había echado tu madre, ¿recuerdas?
—Mi madre me echó dos discursos de advertencia en toda su vida, y los dos fueron buenos. «Nunca subas a un barco sin llevar remos, hijo, aunque sea el Queen Mary», y «No pierdas tu tiempo con mujeres que no sepan guisar, porque tampoco serán muy entretenidas en ninguna otra habitación de la casa».
—Bien sabes que tu madre estaba ya muerta cuando ni siquiera habían pensado en construir el Queen Mary.
—Era medio escocesa —le dije—, y esa gente puede ver el futuro.
—De acuerdo, pero era del otro del que te quería hablar. Es más cierto de lo que parece al principio, pero no siempre funciona.
—No hay muchas cosas que funcionen siempre.
Se puso de pie y fue hacia la mesa del rincón.
—Me prepararé mi ración nocturna, para poder irme a la cama si sigues hablando así. Eres un tío pesado cuando te pones filosófico, Papito. ¿Por qué no seguir hablando del aceite de algas? —regresó a su sillón con un vaso en la mano.
—Tulip —le dije—, te veo como un hombre que quiere contarme su historia con una chiquita que se encontró en Boston y...
—Pues fue en Memphis donde la vi por primera vez, pero...
—Y espero que tú me veas a mí como un hombre que ya no va a escucharte y que va a subir a su cuarto y a meterse en la cama para leer un rato antes de quedarse dormido.
—De acuerdo —me respondió de buen grado—. No tengo prisa por descargar mi corazón, aunque esa chiquita que conocí en Memphis era incapaz de guisar nada sin ponerle ajo a todo.
—A ti te gustaba el ajo.
—Pues sí que me gusta, pero hay muchos cocineros idiotas en este mundo que creen que cocinan algo bueno por el mero hecho de ponerle ajo y luego, si les dices algo, sonríen como si te hubiesen pillado revisando algún bolsillo y te preguntan: «¿Así que de verdad no te gusta el ajo?» ¿A qué hora te levantarás?
—En esta época del año lo hago sobre las ocho, pero tú no tienes que...
—Llámame en cuanto estés en pie. Desayunaremos juntos. ¿Has tenido algún motivo especial para no decirme que los Irongate estaban de vuelta?
—No, mi despiste habitual.
Terminó su trago mientras yo apagaba las luces y subimos juntos la escalera. Cumplí con mi deber de inspeccionar su cuarto y su lavabo para ver si todo estaba en orden, luego le di las buenas noches y me metí en mi habitación, al otro extremo del pasillo. Cinq, el cachorro de aguas negro, se había echado a los pies de mi cama y cuando me vio entre las sábanas se acercó en busca de su saludo nocturno. Me acomodé en la cama y leí el Essays in Physics, de Samuel, que tiene esa cortés carta de Einstein en la que se niega a admitir que en el éter de doble estado haya algo que los físicos puedan aprovechar.
Me había propuesto pensar un poco sobre Tulip, pero mi cabeza fue derivando hacia la noción de un universo que se expandía con la única intención de hacer, una vez más, contrabando de infinito. A continuación me pregunté qué nuevas reglas habría que establecer en matemáticas si el número uno, la unidad, la cifra singular, dejase de ser considerado un número salvo en lo relativo a los cálculos. Y luego me fue entrando sueño, de modo que apagué la luz y me dispuse a dormir.
Tony estaba en el comedor cuando bajé a la hora del desayuno. Estaba comiendo arenques y leyendo un periódico. Nos dimos los buenos días y me senté a leer otro periódico. Donald me sirvió zumo de naranja, arenques y tostadas. Yo iba por la mitad de mi desayuno cuando Tulip se unió a nosotros; le dejamos solo cuando Tony y yo nos fuimos al porche a ver el arco nuevo del que habíamos hablado la noche anterior.
—Es una bestiada —dijo Tony cuando me lo enseñó—. Por supuesto que todos lo son, pero éste es una bestiada de verdad.
Era un híbrido entre una ballesta y esas cosas que hacen los tipos del oeste de Pennsylvania con muelles de coche.
—Tiene toda la potencia del mundo —me dijo—. Pero, mira, el disparador se suelta cuando haces tensión. —Le brillaban los ojos oscuros: las armas le producían placer.
—Vamos a ponerle algo que mantenga retrasado el disparador mientras tú tensas la cuerda. Pero no sé si merece la pena. No creo que vayas a disparar mucho. ¿Por qué no le pones un trocito de esparadrapo cuando quieras que quede en esa posición? No ganarás nada si le añadimos peso al arco, y con un trozo de esparadrapo no creas que vas a perder fuerza ni precisión en el tiro.
—Si tú lo dices —me respondió con lentitud—. Pero...
Le miré.
—Pero te da la impresión de que lo que quiero es quitármelo de encima, ¿no? Deja de hablar como Tulip.
Rió alegremente:
—Tu amigo Tulip es un personaje, ¿verdad?
—En cierto sentido sí, pero ten en cuenta que él y yo nos gastamos bromas y quizá estés más cerca de la verdad si no nos crees a ninguno de los dos. La mayor parte del tiempo, Tulip quiere hacer ver que es algo peor de lo que es y yo intento hacer ver que soy un poco mejor. Los viejos suelen alardear de sus recuerdos y muchas de las bobadas masculinas tienen como fin impresionar a mujeres y niños... cuando no impresionar al otro o, tal vez, a uno mismo.
—Eso ya me lo has dicho antes —me aseguró.
—No por eso deja de ser cierto, al menos en parte —le advertí—. Ven, vamos a llevar esto al garaje a ver qué se puede hacer.
Salimos del porche —las cortinas seguían echadas— y atravesamos el césped que mostraba la lozanía de la cercana primavera; por el camino de grava nos dirigimos hacia el garaje; a los arces les faltaba un mes para florecer.
—Tulip tiene algunas cosas agradables. Una de las que más me gusta es su formación. Es licenciado por Harvard, ¿sabes?
Tony, que marchaba a mi lado con el arco y el saco de piel que le servía para guardarlo, exclamó:
—¿Bromeas? —Lo dijo con un tono que me fue imposible comprender. No siempre lograba comprender a Tony.
—Sí. No sé nada de la familia de Tulip ni de dónde procede él... me ha contado cosas que he preferido no creer..., pero, de todos modos, se matriculó en Harvard durante cuatro años y cuando se licenció se convenció de que ya era un hombre instruido, hasta que se encontró con un tipo llamado Eubanks, en Jacksonville. Fue al año siguiente de graduarse. Eubanks le explicó que para ser un hombre instruido había que hacer algo más que matricularse en cursos universitarios, aunque ése fuera un primer paso necesario. Tulip jamás había pensado antes en ese asunto, pero creyó a Eubanks y se dijo al diablo con todo y renunció a ser un hombre instruido.
Tony dijo:
—Vaya, también a mí me gusta eso.
A renglón seguido comenzamos a hacer puntería con el arco contra un tocón que utilizábamos como blanco y que ya habíamos usado con otras armas. Por detrás del blanco, el terreno se elevaba hacia la colina que dominaba el huerto.
Aquel arco era un arma peligrosa: lanzaba los proyectiles de acero con fuerza y —una vez hecho un pequeño retoque— con precisión.
Tony me sonrió:
—Ahora está bien, ¿no?
Asentí.
—Mmm...
La sonrisa del chico se ensanchó.
—Y sería una tontería quejarse de que sólo sirva para esto, ¿no?
—En nuestro caso, sí.
Suspiró antes de asentir con la cabeza.
Cuando volví a casa, Tulip estaba leyendo el periódico de la mañana, mientras tomaba una taza de café, en el cuarto de suelo marrón y blanco, al que, por alguna razón, llamaban estudio. Era una habitación hermosa, con varias ventanas y una buena cantidad de libros, que daba a un extremo del jardín cubierto de césped y bordeado de árboles.
Alzó los ojos para observar el arco.
—¿No estaréis retrocediendo en el tiempo? —preguntó—. Algo he leído de pistolas de rayos, explosivos, desintegradores y...
—Fases —le respondí— que terminarán agotándose en sí mismas como la pólvora. ¿Quieres dar un paseo hasta el lago?
—Pues sí. —Terminó el último sorbo de café y se dispuso a seguirme.
Le busqué un abrigo: aún hacía frío. Los tres atravesamos el jardín camino del sendero que nos llevaría al lago. Algunos juncos que aún no habían emigrado hacia el norte picoteaban la tierra bajo un comedero de pájaros, una nutria que vivía en un nogal cercano bajaba a toda prisa por el tronco del árbol, un carbonero se echó a cantar y otros tres volaron hacia nosotros.
—Buscan pipas —le explicó Tony a Tulip—. Él les da de comer en la mano.
—Es su espíritu franciscano —comentó Tulip—. Es un viejo senil que lee demasiado; siempre lo ha sido.
El chico rió mirando a Tulip; yo iba andando al otro lado.
—¿Le has visto hacer su número de acariciar a las mariposas? Es muy bonito.
—Me lo imagino —respondió Tulip—. Papito es un tío muy listo en muchos sentidos. Me gustaría contarte lo que sucedió un día en un pueblo cerca de Spokane...
—Tony es una de esas personas en cuya presencia se puede hablar —observé. Andábamos por un sendero fangoso. Era suficientemente ancho como para que fuéramos de tres en fondo. Algunos capullos parecían a punto de abrirse; pero, desde hacía semanas, se mantenían así y no ocurría nada nuevo.
—¿Quieres decir que puedo contarle aquello de Couer d'Alenes? —preguntó Tulip.
—No sé qué tienes en la cabeza, pero díselo. Lo de las mariposas no es nada. Ya habrás visto cómo les gusta abrir y cerrar las alas. Pues si tienes cuidado y no las asustas con la sombra en un primer momento, puedes acariciarles las alas: eso les gusta y se quedan quietas. Eso es todo.
—Estupendo —dijo Tulip—. Por eso crees que les gusta. Ahora, dime: ¿por qué crees que te gusta a ti?
—Si fuese cierta la teoría de que los insectos van a apoderarse del mundo, será conveniente tener amigos de esa especie.
—¿A que es un antiguo fósil desagradable? —preguntó a Tony. Luego sacudió la cabeza—. No logro recordar cuándo tuvo pelo en la cabeza por última vez.
Tony preguntó:
—Os conocéis desde hace mucho tiempo, ¿verdad?
—Bastante. Pero no te figures que hemos sido excelentes amigos. Sólo de cuando en cuando aparece por donde yo estoy y se queda unos pocos días. Nunca mucho tiempo.
Tulip masculló algo grosero por encima de la cabeza del chico.
—Ya sabes cuándo aparezco y por qué no me quedo mucho tiempo.
Después de esperar mi respuesta durante unos instantes, Tony preguntó:
—¿Lo sabes?
—Éste es un tonto —le dije—. Lo sé, es verdad, pero de todos modos es un tonto.
—Eso es muy fácil de decir —comentó Tulip con aire indiferente.
—Eh —dijo Tony—, tú has dicho hace un momento que yo era una de esas personas en cuya presencia se puede hablar. Pero no estáis hablando en mi presencia; no sé dónde estáis, pero desde luego no en mi presencia.
Tulip codeó un par de veces el hombro de Tony:
—Un jovencito sabio, ¿eh? ¡Estúpidos! —por encima de la cabeza del muchacho me miró con el ceño fruncido—. ¿Le explicamos todo al chico para ver qué dice él?
—Si eso es lo que quieres —le contesté—, pero es preciso que sepas que elaboro mis propias ideas sin importarme lo que digan los demás.
—Lo sé. Eres un enemigo de la democracia.
—No lo soy, aunque no confío en su valor para grupos pequeños. Y no vayas por ahí diciendo que soy un enemigo de la democracia: volverán a meterme en la cárcel.
—De eso tienes que preocuparte en las mañanas sombrías, antes de tomar café. Mira, Papito, será mejor que analicemos las cosas con realismo. Yo...
—Realismo es ese tipo de palabra que, cuando aparece en una discusión, hace que las personas sensatas se pongan el sombrero y se marchen a sus casas —expliqué a Tony—. ¿Cómo te ha ido con aquella lámpara que ibas a probar?
En parte por la idea infantil de intentarlo para comprobarlo, en parte por haber leído un libro sobre simetría dinámica que su padre tenía en casa, y no poco por no conocer a nadie que tuviese mucha fe en las teorías aceptadas sobre la luz, Tony había tenido la idea de que un trozo de metal reflectante rizado en ambos extremos a modo de espiral en ángulo recto podría convertirse en una pantalla que economizaría luz. Ignoraba, por supuesto, el factor temperatura, o quizá esperaba ocuparse de ello de pasada, pero ¿qué teoría acerca de la luz no procede así?
—Ah, ya. No la he hecho.
Los perros nos alcanzaron cuando llegamos a la bifurcación del sendero; la senda de la izquierda remontaba una colina hasta el nuevo santuario de pájaros de los McConnell y la de la derecha conducía al lago. Después de hacernos todas las fiestas posibles, los animales se adelantaron hacia el lago, partes del cual —el hielo se había fundido unas semanas antes— eran visibles por entre las ramas desnudas de los árboles: la mayoría de las plantas perennes se hallaban en la margen opuesta. Era un lago de no mucho más de tres hectáreas, alimentado por los deshielos, con un par de diminutas islas, a lo sumo tres metros de profundidad máxima y, cuando era la temporada, con ejemplares de perca, lucio, peces luna, culebras, ranas y tortugas. Yo nunca había probado las culebras y la perca me sabía a barro, pero las otras especies se podían comer. En el verano el agua se caldeaba demasiado como para que hubiera truchas: el agua caliente no les permite una cantidad adecuada de oxígeno. Volví a recordar el parecido entre este lago y el que me había descrito Tulip donde vivía la señora Horris, a pesar de que el nuestro no tenía más que un muelle de madera, de tres metros y cubierto con una lona, mientras el otro lo tenía de piedra.
—Un papel grueso y cubierto con una hoja fina de aluminio te iría igual de bien que un metal brillante —aconsejé a Tony—. Lo principal es la base y la parte superior, con muescas espirales que le sirvan de guía. Y el papel estaría mejor, porque es más fácil de cortar y de pegar cuando hayas comprobado cuál es la longitud con la que obtienes más luz.
—¿O sea que crees que debo hacerlo? Ya me había convencido de que no sé lo suficiente sobre ese tema. Pero me gustaría intentarlo, si a ti te parece bien.
—Creo que vale la pena intentarlo —respondí—. Saber lo que haces es sólo parte de un buen trabajo. Un trabajo está bien cuando utilizas tus conocimientos (y no sólo sobre lo que tienes entre manos) para aprender cosas que no sabes. Por lo menos los resultados son excelentes; el problema se presenta cuando lo que se suele llamar sentido común se apodera de ti y lo aceptas como único objetivo. Esa es la diferencia entre un carpintero y un hombre que hace algo auténtico.
—Mi padre era carpintero —dijo Tulip—. Creo que no te puedo consentir que hables de ese modo.
—Tu padre fue un ratero o un estafador.
Habíamos abandonado el sendero y marchábamos en dirección al borde del lago, hacia el muelle. Observé a Tulip, pero no supe discernir si parecía un hombre que ya hubiese visto esa charca.
—Pero no lo hacía tan bien como para ganarse la vida. La mayor parte del tiempo tenía que trabajar como carpintero. —Con un movimiento de cabeza señaló el lago; me miraba de soslayo: tal vez había adivinado mis pensamientos—. Aquel lago de Lee, ése del que te hablé, era muy parecido a éste, sólo que tenía un atracadero de piedra y la caseta estaba al borde del agua y no alejada, como ésta, y además aquel lago era más grande.
Lo que él había llamado caseta, había estado en tiempos junto a la orilla, hasta que los Irongate la desplazaron un poco más adentro; por otra parte, las cosas siempre eran más grandes en los relatos de Tulip. O sea que lo único que quedaba era el atracadero de piedra.
Los perros entraban y salían del agua en sus habituales rastreos por la orilla del lago. A unos seis metros de la punta de una de las islas, un par de gansos u ocas (la distancia no me permitía distinguir qué clase de aves eran), haciendo un alto en su temprano viaje de emigración hacia Canadá, nos observaban a nosotros o a los perros. En esa época del año los gansos silvestres resultaban más curiosos que tímidos.
—Lo que más me preocupa —me explicó Tony— es que los extremos de las espirales estarán demasiado cerca de la bombilla si la pantalla no es muy grande.
—Has pensado en una espiral demasiado grande —le dije—, y tal vez te haga falta una mucho más pequeña. De todos modos, al medir la luz ya verás qué tamaño es el más conveniente. Pero si quieres preocuparte por algo, quizá sea mejor que pienses en una espiral de tres dimensiones y no en una de dos.
El chico cerró sus ojos oscuros y luego los abrió antes de preguntar:
—¿Pero cómo saldrá la luz de esa espiral de tres dimensiones? La mayor parte se quedará dentro, ¿no es así? No estoy muy seguro sobre cómo hacer esa espiral de tres dimensiones, tal como tú me la describes.
Mis conocimientos de matemáticas no eran tan amplios como para permitirme responder a su pregunta. Se lo dije y agregué:
—Por supuesto que éste podría no ser un problema de matemáticas. La gente dice que la topología es una rama de las matemáticas, pero creo que se equivocan y tal vez la topología nos sirva de ayuda. Y no me refiero a nosotros solamente; me refiero a todos los que se preocupan por problemas relacionados con la luz.
Tony emitió un débil sonido de deleite cuando dije «topología», como si hubiese oído el nombre de un viejo amigo. Durante el invierno, nos había escuchado a Gus y a mí mientras hablábamos horas y horas de escultura y de la relación espacial exclusiva que tiene la pintura con la superficie de los objetos y con nada más. Me gustaba la topología. Unos años antes había escrito un cuento basado en el anillo de Moebius. Lo había pensado de modo que se pudiese leer a partir de cualquier punto y girando hasta llegar otra vez a ese mismo punto; de modo que fuese un relato completo y con sentido empezando por cualquier punto. Había resultado bastante bueno, no perfecto —¿qué cuento lo es?—, pero sí bastante bueno.
Tulip se entretenía arrojando un palo al agua para que Cinq fuera a buscarlo a nado. Los perros nadaban muy a menudo, hasta que Jummy empezó a tener hongos en las orejas; a partir de entonces el agua ya no les atrajo tanto, Jummy casi dejó de nadar y los otros seguían su ejemplo. Cinq se arrojó al agua en busca del palo; llevaba la cabeza bien erguida sobre la superficie del agua, como suelen hacerlo los perros de su especie, aunque no estén adiestrados. Jummy y Meg entraban y salían del agua en un recodo de la orilla del lago.
Tony, creo que con cierta timidez, comenzó a decirle a Tulip:
—Es que teníamos una idea para una lámpara y...
Sin apartar los ojos de la cabeza negra del perro, Tulip respondió:
—Si Papito se ha metido en eso, tal vez tenga algún interés aunque no sirva para nada; y si sirve de algo, dejará de servir en cuanto lo termine. Es un viejo y un charlatán, lleno de teorías, y te hará perder mucho tiempo si le dejas intervenir. —Después de decir esto, Tulip se dirigió al encuentro de Cinq, que regresaba con el palo en la boca.
—Está enfadado —le dije al muchacho.
—Bueno, es que le has interrumpido en cuanto ha mencionado cualquiera de los temas que quería tratar. Le has dicho que sí, que podía hablar de lo que quisiera, pero luego le has interrumpido.
—Esperaba que eso fuera comprensible para todo el mundo —comenté.
—Es por tu propio bien —aseguró Tulip, que regresaba para reunirse con nosotros. Nos habíamos sentado sobre el muelle y yo encendí un cigarrillo—. A mí no me interesa, o me interesa bastante poco.
—Ahora me asistiría el derecho de ponerme de pie y echar a correr —expliqué a Tony—. Tal y como dicen las reglas que debes hacer cuando te dicen que algo es por tu propio bien.
Antes de sentarse a nuestro lado, Tulip lanzó un gruñido; luego tendió la mano hacia mis cigarrillos.
—¿No crees que todo se vuelve aburrido? —preguntó—. ¡Fuera! —le dijo a Cinq, que se había acercado con el pelaje lleno de agua y el palo mojado en la boca. A pesar de ser juguetón, el cachorro negro era obediente y se alejó para sacudirse y echarse sobre la hierba y mordisquear el palo a continuación. Tulip encendió su cigarrillo con el mío y me miró por encima de la brasa—. Todas estas pamplinas no nos llevarán a ninguna parte. Seguimos en el mismo sitio.
—¿De verdad?
—De verdad —me respondió con calmosa certidumbre—. Y puedes hacer todos los chistes que quieras, pero sabes que es así.
Tony se había sentado sobre el muelle con las piernas cruzadas y nos observaba con sus negros ojos brillantes fingiendo no hacerlo. Aunque no supiera de qué se trataba, sabía que estaba asistiendo a algo y eso le parecía interesante. Era un chico agradable. Me imagino que casi todo lo que yo había dicho estaba destinado a él, y creo que Tulip lo había comprendido así y jugaba su papel en la misma onda. Yo siempre vencía callándome o, por lo menos, negándome a hablar de los temas que Tulip abordaba.
—Piensa que esta vez estoy liquidado —expliqué a Tony—. Acabo de salir de la cárcel. Mi último programa de radio se emitió mientras cumplía mi condena, y los tipos de este Estado y de la administración federal ordenaron que me embargaran para pagar los impuestos. Con esto del miedo al rojo, Hollywood está fuera de mi alcance. O sea que Tulip cree que tendré que escribir otro libro (lo cual no es tener mucha imaginación) y me pasa por las narices su vida piojosa para que yo escriba sobre ese tema.
—Jamás la podrías describir en un solo libro —aseguró Tulip con sencillez.
—Nunca diré una palabra sobre tu vida en ningún libro si puedo evitarlo —respondí con mucha menos sencillez, porque Tulip me gustaba especialmente cuando decía esas cosas—. Mira —volví a dirigirme a Tony, o quizá a Tulip a través del chico—, he estado en un par de guerras, o por lo menos en el ejército mientras se desarrollaban esas dos guerras, me he visto en prisiones federales, he padecido de tuberculosis durante siete años, he estado casado tantas veces como he querido, he tenido hijos y nietos. Hace tiempo escribí un cuento breve, agradable pero insustancial, acerca de un tuberculoso que viajaba a Tijuana para pasar una tarde y una noche fuera del hospital de San Diego donde se hallaba internado. A excepción de este relato, jamás he escrito una palabra relacionada con mi vida directamente. ¿Por qué? Sólo puedo decir que eso no es para mí. A lo mejor es que no sé hacerlo, a lo mejor nunca sabré hacerlo. Lo he intentado una y otra vez, y creo que he puesto empeño, como también he intentado hacer muchas otras cosas, pero jamás he logrado que lo que escribía sobre mi vida tuviese algún sentido para mí.
—Lo que me parece es que no eres un buen tema —dijo Tulip—, y esto es lo que he estado diciéndote siempre.
—Vaya, si yo no lo soy, ¿por qué tú sí? —pregunté.
—Por Dios —me respondió con orgullo—. Yo soy mucho más interesante.
—No lo creo, y no es cuestión de discutirlo y tampoco tiene nada que ver con lo que acabo de decir.
Con evidente mal humor Tulip observó:
—Me alegra que uno de nosotros sepa sobre qué has estado hablando. —Luego preguntó a Tony—: ¿Sabes de qué ha estado hablando?
El muchacho meneó la cabeza.
—Pero creo que algo saldrá.
Tulip aseguró:
—Tú eres joven. Tienes tiempo para esperar a que salga algo.
—Luego se dirigió a mí, porque había estado pensando en lo que yo había dicho—: ¿Qué es eso de los nietos? ¿Han nacido después de la última vez que nos hemos visto?
—Ajá. Una niña hace un par de años y un niño en enero, cuando estaba a punto de salir de la cárcel. Aún no le conozco.
—Cosa fina, cosa fina. ¿Están en California? —y cuando vio que yo asentía con un movimiento de cabeza, siguió con el interrogatorio—: ¿Quieres mucho a tu hija?
—Quiero mucho a mis dos hijos.
Tulip miró a Tony y alzó sus espesas cejas rubias:
—A veces resulta un viejo relamido, ¿no? —luego se volvió hacia mí—: Yo soy un iletrado. Tendrás que explicarme por qué, siendo una persona más interesante que tú, no puedo ser un buen tema para un libro. No tienes la obligación de hacerlo, pero tienes que hacerlo si quieres que te comprenda.
—Lo intentaré —respondí dirigiéndome a Tony—. En 1920 me encuentro en un hospital para tuberculosos, que anteriormente había sido una escuela para indios, de Puyallup Road, en las afueras de Tacoma, Washington. La mayoría de nosotros éramos lo que se daba en llamar veteranos inválidos de la primera guerra mundial, pero la administración de veteranos no tenía hospitales propios en aquella época, y hasta es posible que tampoco la organización fuera la adecuada. De modo que el Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos se hacía cargo de nosotros en sus propios hospitales. En aquel hospital, la mitad de los internos éramos tuberculosos. La otra mitad, que recibía la clasificación de víctimas de neurosis de guerra, estaban segregados de nosotros; dormían y comían aparte, supongo que porque ejercían algún control sobre ellos (sobre nosotros el control era muy escaso) y porque de esa forma se evitaba el contagio de la tuberculosis. Era un hospital simpático, administrado con cierto descuido, y creo que quienes nos lo tomamos con calma logramos vencer la enfermedad. Me refiero a los tuberculosos. No sé cómo se las apañaban los neuróticos de guerra (los locos, en nuestra jerga); pero los más conscientes, los que rechazaban las curas y el tratamiento, murieron abatidos por la enfermedad. Del comandante que estaba a cargo del hospital se decía que era un lujurioso, pero yo jamás tuve pruebas de eso. Sin embargo, recuerdo que tenía miedo de la nueva Legión Americana, y nosotros solíamos recordarle la existencia de ese cuerpo cada vez que él quería ponerse en plan estricto, aunque la mayoría pertenecíamos a otra organización, llamada Veteranos Inválidos. A cada intento de imponernos algo que se pareciese a un control, nos defendíamos con la frase ¡ya no estamos en el ejército!, dicha con tono de mal humor o de triunfo, murmurada o gritada, según quién fuese el que la utilizara y en qué circunstancias. Casi todos nuestros médicos y enfermeras también acababan de salir del ejército y se hartaron de oír la frasecita mucho antes de que nosotros nos cansáramos de decirla. Recibíamos una paga compensatoria de sesenta u ochenta dólares (no recuerdo la cantidad exacta) que nos enviaba el gobierno. Quizá esa suma variaba de acuerdo con la gravedad de nuestro estado clínico, puesto que los termómetros recibían la denominación de varillas de compensación. También nos entregaban una cierta cantidad de cigarrillos, que para un fumador no eran suficientes; nos daban habitación y comida gratis, claro está, y no necesitábamos demasiada ropa. La situación no era tan mala. Además del que le pudiéramos sonsacar a los médicos o a las enfermeras con alguna zalamería, todo el alcohol que obteníamos nos llegaba de contrabando; era una bebida de pésima calidad y muy fuerte. Las luces se apagaban a las diez en punto, pero el cuarto qué yo compartía con un chico de Snohomish había sido la habitación de la directora, en la época de la escuela de indios, y estaba conectado con la red que abastecía de luz los lavabos. O sea que con sólo colgar una manta en la ventana, podíamos jugar al póquer hasta la hora que nos diera la gana. Podíamos también entrar y salir del hospital cuando nos apeteciera y únicamente necesitábamos un pase para ir una noche a Seattle o a cualquier sitio así. No obstante, había momentos en que teníamos la obligación de estar a disposición de las autoridades del hospital. En fin, de cualquier manera, la mayoría de nosotros pensaba que todo eso era mejor que tener que trabajar para vivir. A veces estábamos sin blanca. Recuerdo a Whitey Kaiser; era un rubio regordete, muy robusto, que había nacido en Alaska; padecía de casi todas las enfermedades humanas conocidas y era capaz de golpear con la fuerza de un martillo neumático, aunque tenía los nudillos hechos papilla. Para sus golpes especiales me pedía prestada una porra que, a la mañana siguiente, me devolvía acompañada de diez dólares. Esa porra la guardaba yo de mis tiempos de detective en Spokane: cuando eres joven siempre te metes chismes de esos en el bolsillo. Un día leí en un periódico de la tarde que la noche anterior un hombre había sido asaltado y robado (ciento ochenta dólares) en Puyallup Road, que era la carretera que unía Tacoma con Seattle. Le mostré la noticia a Whitey y él comentó que la gente siempre exageraba la suma robada. A veces nos poníamos insoportables: había un chico moreno, de cara afilada, que se llamaba Gladstone; un buen día recibió la indemnización del ejército, que era una suma importante (aunque ya no recuerdo la cantidad exacta) y se la gastó enterita en dos coches usados y en la edición completa de las obras de James Gibbons Huneker, porque quería adquirir un poco de cultura y yo le había dicho que Huneker era un hombre culto. La mayor parte del tiempo nos aburríamos. Creo que nos aburríamos con facilidad. Algunas veces nuestro aburrimiento era insoportable, aunque no siempre. En esa zona el tiempo es siempre magnífico: llueve todos los días desde septiembre hasta mayo, pero pocas veces llueve fuerte; tampoco hace mucho frío, de modo que no tienes que preocuparte por llevar abrigo, pero sales automáticamente con la gabardina y...
Los tres perros, desde lugares diferentes, empezaron a ladrar y corrieron hacia el sendero por el que habíamos llegado al lago, despareciendo tras una curva.
—Visitantes —anuncié.
Al mismo tiempo, Tony decía:
—Me figuro que serán Do y Lola.
Tulip arrojó su colilla al agua, donde se apagó después de un débil chisporroteo.
En ese instante los tres perros aparecieron a la carrera por la curva del sendero, con las dos niñas de los Irongate detrás de ellos. Do era una jovencita rubia de dieciséis años y Lola una niña de ojos y pelo oscuro y mejillas sonrosadas, muy bonita y de no más de doce años. Lola se parecía a su padre y a Tony; en cambio, Do no se parecía a nadie que yo conociera, aunque me habían dicho que tenía las facciones de una tía suya: todo el mundo se parece a alguien de su propia familia. Saludaron a Tony con un «hola», me besaron y luego le estrecharon la mano a Tulip.
Lola dijo:
—Llegarán esta noche. —Estaba excitada.
Do agregó:
—No se les ha pasado por la cabeza decirnos si llegarían a la hora de la cena o más tarde. —Estaba excitada.
Tony resumió:
—O sea que nos tendremos que ocupar de la cena. —Estaba excitado.
Les dije que me alegraba, porque no había visto a los Irongate desde mi salida de la cárcel. Ellos me habían enviado una carta en la que me decían que su casa y el dinero que me hiciera falta se hallaban a mi disposición y que regresarían de Florida en cuanto Gus acabara sus encargos allí como pintor.
Tulip buscó mi mirada, con una pregunta muda acerca de si su presencia constituiría una molestia. Estuve a punto de sacudir la cabeza en un movimiento negativo, pero lo pensé mejor o, por lo menos, un poco más y me encogí de hombros: ¿por qué hacerle pensar que yo quería que se quedase?
Lola se sentó a mi lado, sobre el muelle, y con grandes esperanzas me preguntó:
—¿Puedo meter baza en algo?
La muchacha llevaba pantalones de esquiar de color azul oscuro y una chaqueta corta encarnada.
—No —le respondí.
Tulip volvió a sentarse y dijo:
—Creo que Papito nos estaba contando la historia de su vida. Pero no estoy seguro.
Do le miró perpleja:
—¿Papito? —luego se dirigió a mí—: Oh, tú —y se echó a reír. Tenía una simpática sonrisa de labios finos—. Me gusta ese apodo —aseguró a Tulip.
Lola se acercó a mí:
—Quiero oír esa historia de tu vida, Papito.
—No seré yo quien te la cuente, cariño.
—Tú le dices cariño a todo el mundo.
—Antes solía decir «querida» a todo el mundo —le expliqué—. Pero ahora pienso que «cariño» es más refinado.
Do intervino:
—Hemos interrumpido la conversación, ¿verdad? —Aún estaba de pie y con su polo de color marrón, un par de tallas más grande que lo que le correspondía, aparentaba ser más alta y delgada—. ¿Verdad, Tony?
Después de mirarme, su hermano le respondió:
—Pues sí.
—Vosotras no habéis interrumpido nada —aseguró Tulip—. Si Papito quiere seguir con su historia, lo hará. Si no quiere, fingirá que le habéis interrumpido. Siéntate y deja que decida qué prefiere hacer...
Do se sentó.
Tony me recordó:
—Ibas por aquello de que os aburríais y estaba lloviendo.
—Pues lo de la lluvia no significaba mucho —le expliqué—. No era una lluvia torrencial. Y creo que lo del aburrimiento tampoco era muy importante. A ninguno de nosotros lo habían licenciado hacía mucho y todavía estábamos acostumbrados a aburrirnos. Todo eso —expliqué a Lola y a Do— ocurría en un hospital para tuberculosos, en Tacoma, después de la primera guerra mundial. La última vez que vi bailar a la Pavlova fue en aquella época en Tacoma, aunque eso no tiene nada que ver. Y lo del aburrimiento, ni siquiera estoy seguro de acordarme bien. Creo que sólo sé que seguro que nos aburríamos. Alguien acusó a los ciudadanos de Tacoma de tenernos abandonados y, durante dos o tres domingos, recibimos visitas. En esa época estaban de moda algunas historias atroces: en especial las que se referían a soldados a quienes se les había cortado la lengua. Solíamos pedir a los asistentes del hospital que los sentaran en las sillas de ruedas y que nos permitieran sacarlos para que los vieran los visitantes tontos, para que se les helara la sangre; pero también les ofrecíamos diversión (muchas veces era una misma cosa) con los relatos de horror más fantásticos que se nos ocurrían.
»Un ex marine que se llamaba Bizzarri y yo éramos buenos amigos. En los aserraderos y campamentos de construcción y en todos los lugares donde trabajaban hombres que, además, deben vivir y fatigarse en compañía unos de otros, suele organizarse una broma que sabe Dios cuántos años, décadas o siglos de antigüedad tiene: dos hombres fingen tal antagonismo que los lleva a pelearse a puñetazos o con cuchillo o a revólver, según sea más o menos grave el motivo aparente; y después, en lugar de reñir, se ríen de sus espectadores y se marchan tan tranquilos cogidos del brazo. Pues bien, aquel Bizzarri y yo montamos uno de esos números, y lo hicimos tan bien que muy pronto todo el hospital estuvo metido en el asunto. Unos tomaban un partido y otros el contrario en aquel pleito entre dos tipos que, hasta ese momento, habían sido íntimos amigos. Y seguimos adelante con el tinglado hasta nuestro enfrentamiento final, en el que nos dimos un par de golpes cada uno, en el límite mismo entre lo fingido y lo auténtico; ambos éramos demasiado inteligentes como para pasarnos o echarnos a reír y nos lo tomamos bastante en serio. Pues bien, después de aquello, jamás volvimos a ser tan buenos amigos como antes...
»Un filipino, cuyo nombre se me ha olvidado, estudiaba para tahúr. Parece ser que en la vida civil perdía su jornal todos los sábados por la noche en una casa de juegos de un chino. Tenía un mazo de naipes marcados que, de tanto en tanto, le permitíamos meter (él creía que de contrabando) en nuestros juegos de póquer. Pero, claro, la mayoría de nosotros conocía las marcas mejor que él mismo. Ocurre que los tahúres suelen ser muy quisquillosos en cuestiones de honor; cierta vez el filipino se metió en una discusión que desembocó en pelea y su oponente hubo de esperarle mientras él iba a su cuarto a buscar un par de guantes de boxeo... para protegerse la piel, supongo, porque no tenían pesos en las palmas ni costuras que aumentaran su fuerza y le estaban demasiado pequeños, con lo cual no podía cerrar los puños para dar golpes fuertes. Y todas esas cosas nos venían bien, de modo que supongo que no debíamos aburrirnos tanto.
Sentí que me estaba haciendo un lío. El hecho de dirigirme a Tony con mi relato me hacía más sencillas las cosas, en apariencia, como Tulip tal vez lo intuía; pero no me era fácil hallar la clave de esa nueva combinación. No quiero decir que Do y Lola fuesen un auditorio poco comprensivo. No. Me querían e incluso la cárcel me proporcionaba, a sus ojos, una aureola de encanto, pero aquello de lo que yo hablaba —o aquello de lo que intentaba hablar— no tenía ninguna relación con eso. Otra persona que hubiera sido mejor hablador que yo tal vez habría continuado de la misma forma que hasta antes de la llegada de las niñas, sin prestarles atención. Pero yo debía —o al menos pensé que debía— encontrar la manera de incluirlas en mi charla. Pude haberme callado, a la espera de que volviésemos a estar solos Tony, Tulip y yo; sin embargo, supongo que experimenté la necesidad de continuar mi relato. Así que proseguí, intentando no dejarlas de lado.
—Luego el gobierno abrió, o reabrió, un hospital cerca de San Diego. Era el viejo hospital del ejército en lo que había sido Camp Kearney. Catorce de nosotros fuimos trasladados; la mayoría eran poco disciplinados, lo reconozco. Nos enviaron en un autocar privado que recogió algunos pasajeros más en Portland. Entre nosotros había algunos que se consideraban muy listos, un tipo al que le faltaba una pierna y que se llamaba Austen (los médicos le habían diagnosticado infección tuberculosa en el hueso y le iban cortando la pierna poco a poco) y un pelirrojo horrible, Quade, que padecía de tuberculosis intestinal. Whitey y yo estábamos sin un centavo, pero él, entre sus enfermedades, tenía una de los riñones, y el médico, en Tacoma, le había prescrito unos polvos para que tomase, envueltos en pequeños paquetes, que parecían droga. Durante el viaje vendimos esos polvos a Austen y a Quade; ellos los esnifaron y sacaron, o eso creyeron, un buen colocón durante el viaje a San Diego. En el hospital de Camp Kearney chocamos con nuestro enemigo: el reglamento. Llegamos por la noche y un asistente nos despertó a una hora intempestiva porque quería sacarnos muestras de orina antes de que terminara su turno de trabajo. La cosa fue muy simple, claro. Le dijimos dónde debía buscar sus muestras de orina y volvimos a dormir; el asistente acabó su turno sin las muestras. Luego nos encontramos con que necesitábamos pases para abandonar el hospital. Tijuana, situada a la mismísima frontera, había sido una de nuestras más importantes razones para ir a ese lugar; Aguas Calientes no estaba abierta aún. Y no sólo es que necesitáramos aquellos pases, sino que se obtenían con mucha dificultad y, como guinda, en nuestra condición de nuevos pacientes estábamos obligados a pasar dos semanas de cuarentena antes de que se nos concediera cualquier libertad, incluso la de vagar a nuestro antojo por el hospital y sus alrededores. De modo que nos rebelamos alegremente y anunciamos que íbamos a abandonar el hospital para irnos a San Diego. Las autoridades médicas nos reunieron en conferencia, acortaron a diez días el período de cuarentena, según creo recordar, pero se mantuvieron firmes en cuanto a las demás disposiciones. Salimos de allí para realizar una consulta entre todos los enfermos; pensábamos con verdadero júbilo en San Diego y en Tijuana, con su Cruz Roja para auxiliarnos cuando tuviésemos problemas. Luego, en el camino, pasó junto a nosotros una de las empleadas civiles del hospital, una chica muy guapa, que llevaba una camisa a rayas y una falda oscura; llevaba sus bonitas piernas cubiertas con medias de seda, una de las cuales mostraba una pequeña carrera en la parte de atrás. Y nuestra rebelión se hizo añicos. Decidimos que, quizá, el hospital no fuera tan desagradable después de todo... y de todas formas siempre podríamos irnos de allí cuando nos apeteciera... Enviamos, pues, a Whitey convertido en nuestro heraldo para que anunciara al oficial encargado que nos quedábamos allí. Ninguno de nosotros llegó a nada con aquella chica guapa; ni siquiera sé si alguno lo intentó con empeño. No recuerdo quién de nosotros se había convencido con sinceridad de que había ciertos principios en nuestra rebelión que se desvanecieron en el caso San Diego. Los demás nos habituamos a la nueva rutina del nuevo hospital. Whitey ya no se hallaba entre nosotros. Pocas semanas después de la llegada al hospital, él y otro compinche regresaron de la ciudad una noche, muy tarde y algo achispados, y aporrearon a un médico. Creo que fue porque el doctor había inyectado al amigo de Whitey una dosis de apomorfina por la borrachera que llevaba. Ambos fueron expulsados. Se habló de la posibilidad de que nos marcháramos con ellos, pero no hubo decisiones y Whitey siguió su propio camino.
»El hospital estaba en los límites del desierto. Abundaban los sapos cornudos, que constituían una de nuestras distracciones; también presenciábamos peleas entre serpientes de cascabel y lagartos venenosos, organizadas en un furgón vacío, que se hallaba en un tramo de vías de ferrocarril abandonadas. Los lagartos venenosos son los que siempre ganan; pero los tontos apostaban por las serpientes, en un primer momento, y cuando ya nadie quiso apostar por ellas, dejamos de organizar aquellas peleas. Además estaba Tijuana para ir a despabilarnos cada dos semanas. Ya no recuerdo mucho de San Diego, pero era una ciudad de apariencia bonita mientras descendíamos por una colina, entre casas de estuco rosa y celeste; recuerdo el US Grant Hotel y las tiendas de tónicos donde, en esa época de la Prohibición, podías comprar y beber buena variedad de medicinas que contenían proporciones considerables de alcohol. Creo que leí mucho en aquel hospital, pero no recuerdo un solo título. Reconozco que pasé buenos días en Camp Kearney, pero cuando terminaron las carreras en Tijuana —creo que fue en mayo— pedí que me dieran de alta en el hospital y me lo concedieron. No podían decir que el mío era un caso estacionario; es verdad que superé mi tuberculosis sólo cinco o seis años después, pero los médicos escribieron «Obtenida mejoría máxima» y me dejaron ir.
Cuando callé para encender un cigarrillo, Lola preguntó:
—¿Adónde te marchaste?
Tony la conminó:
—Ssshhh.
—Regresé a Spokane porque me habían dado un billete de tren y yo quería ver a algunas personas. Luego me marché a Seattle una semana o dos; era una ciudad ruidosa, pero me gustaba. A continuación me dirigí a San Francisco; había pensado en una estancia de dos meses a lo sumo, antes de regresar a mi casa de Baltimore. Pero permanecí en San Francisco durante siete u ocho años y no llegué a ir a Baltimore, a no ser en cortas visitas. A lo que quiero llegar con todo esto —otra vez me estaba dirigiendo a Tony y a Tulip— es que de todas esas circunstancias sólo he sacado un breve relato agradable e insustancial, acerca de un tuberculoso pacífico que va a Tijuana para pasar un día de fiesta. Y habría también más temas para algún relato a partir de mis experiencias de guerra y de cárcel. Y tú —me encaré con Tulip— sólo puedes brindarme ese tipo de tema: toda tu vida piojosa ha sido más o menos así; puede que se diga que todo eso es encantador y elegante, pero no me complace. No sabría qué hacer con semejante temática.
—Lo cierto es que —me respondió Tulip— jamás he padecido tuberculosis y los tres tíos que recuerdo con el nombre de Whitey eran bien distintos del tuyo, aunque uno de ellos era gerente de un equipo de béisbol semiprofesional en el que yo jugué de tercera base un verano, y que nos dejó sin nuestra parte. Pero comprendo por qué ninguna de las cosas que has vivido sirven para nada. Las vivió quien no correspondía. Tú piensas que todo surge de la mente y, por supuesto, las cosas se vuelven insípidas cuando razonas así, hasta la última consecuencia. —Miró a Tony—. ¿No es verdad, chico?
Tony echó una mirada a Tulip, luego otra a mí, y no respondió una palabra.
—Tú y tus emociones inmaduras no podéis soportar el peso de la sensatez —comenté con cierto empaque didáctico, porque estaba cansado de aquella acusación—. Ningún sentimiento tiene la fuerza necesaria si debe escudarse de la razón. Borrachos que golpean a sus mujeres son capaces de llorar al ver un pájaro cojo.
Lola preguntó:
—¿Y qué se hizo de aquel Whitey que era gerente?
Tony la chistó para que callara.
Tulip prosiguió:
—No siempre sé de qué hablas, Papito. ¿No puedes escribir las cosas tal como han sucedido y dejar que tus lectores saquen las conclusiones que quieran?
—Por supuesto; esa es una forma de escribir, y si tienes el cuidado suficiente como para no comprometerte tú mismo, puedes lograr que distintos lectores vean toda clase de diferentes significados en lo que hayas escrito; puesto que, en el fondo, casi cualquier cosa puede simbolizar casi cualquier otra cosa. Yo he leído muchas obras de ese tipo y me han gustado, pero ése no es mi modo de escribir y no tiene sentido que finja que sí lo es.
—Tú le sacas demasiada punta a todo —dijo Tulip—. Si quieres puedes permitir que tus lectores se pierdan como fieras salvajes, pero yo no diría que es imprescindible. Yo no veo ninguna objeción para dejar que hagan parte de tu trabajo por ti, si quieren, pero...
—No basta querer para que el resultado sea provechoso —le interrumpí—, aunque consigas buenas críticas.
—Dinero, dinero —dijo Tulip; y eso podría haber sido gracioso, viniendo de él, pero estábamos discutiendo y en las discusiones te inclinas a decir las cosas que pueden ayudarte a ganar.
—Sin duda, dinero —le respondí—. Cuando escribes quieres fama, fortuna y satisfacción personal. Quieres escribir lo que quieres escribir y quieres saber que lo que haces es bueno y que puedes vender miles de ejemplares y que todos aquellos cuya opinión vale en algo estimen que tu obra es buena y quieres que todo siga así durante cientos de años. Es casi seguro que no serás capaz de obtener todas estas cosas y tampoco puedes dejar de escribir ni suicidarte por no serlo, pero esos son (y esos deben ser) tus objetivos. Cualquier otra actitud es una trivialidad.
Do, en aquella época, se estaba preparando serenamente para asumir su condición de mujer y pensaba que las mujeres debían impedir las peleas entre hombres. Por eso dijo:
—Le he pedido a Donald que preparase temprano la comida, ¿os parece bien?
Tony le dedicó un gesto desdeñoso. Pero yo respondí:
—Me parece bien —y observé mi reloj: las once y cincuenta y cuatro minutos—. ¿Queréis que regresemos a casa ya?
Mientras nos poníamos de pie, Tulip me preguntó:
—Oye, Papito, ¿te he dicho alguna vez que hay ciertos puntos en los que no coincido enteramente contigo?
Los perros habían desaparecido en el bosque, al otro lado del lago. Regresamos por el sendero. Tulip y Do marchaban en cabeza; Lola, Tony y yo les seguíamos. Habíamos pasado junto a la vieja casa de piedra de la bomba de agua, ahora convertida en ahumadero, y estábamos cruzando la pradera, cuando Tony preguntó:
—¿Has llegado a lo que querías llegar?
—No, creo que no. Se me ocurre que me he ido un poco por las ramas. Para decirlo con cierta simpleza, hay dos clases de inteligencia en el mundo: la que usas para intentar anotarte tantos y ganar discusiones y la otra, la que utilizas para descubrir cosas. Ya volveremos sobre eso alguna vez.
Lola preguntó:
—¿Puedo escuchar?
—Por supuesto —le dije, mientras Tony me dirigía una sonrisa cómplice creyendo que yo no lo había dicho sinceramente.
En ese momento me acordé de la primera vez que había visto a Tulip, en casa de Mary Mawhorter, en Baltimore, en el año 1930. Había pasado por Baltimore desde Nueva York, en mi primer viaje hacia Hollywood, donde me esperaba un trabajo. Mi padre vivía aún y mi hermana vivía también en Baltimore. La noche en que fui a visitar a Mary, que era pediatra ya en esa época, Tulip era una de las personas que estaban en su casa. Era jefe de un equipo de estibadores negros, creo, en el muelle de Sparrow Point del ferrocarril de Pennsylvania. Me parece recordar que había sido tercera base en el equipo de los Yankees, pero que lo había dejado porque no había futuro en ese tipo de trabajo mientras Red Rolfe fuese la primera figura. Sin embargo, Red Rolfe no se unió a los Yankees hasta mucho después y, por la época en que conocí a Tulip, debía estar jugando al béisbol en algún equipo de segunda o tercera en Dartmouth. O sea que es posible que estuviera confundiendo a Tulip con un sargento del ejército al que conocí en un destacamento de infantería en Sea Girt en 1942. En esa época, en parte por el hecho de que me confundía que los sentimientos, las palabras y los actos de la gente no tuviesen ninguna relación entre sí, yo bebía mucho y la mayoría de mis recuerdos es confusa. Lo de Red Rolfe bien podría tener algún contacto con Tulip, a pesar de que las fechas lo descarten.
A Tulip le agradaba Mary, que era una muchacha alta, de piel blanca y cabello oscuro, muy atractiva y simpática. Pero, ya fuese por vanidad masculina o por su sentido del humor, se acercaba a ella del modo menos indicado y, al parecer, no hacía muchos progresos. Mary era una chica de excelente humor, pero se tomaba su profesión muy en serio y él no. Él le decía que necesitaba un examen médico y que quería visitarla como paciente; ella respondía que no se ocupaba de adultos y que, de todos modos, lo único que él quería era «jugar a médicos» con ella y que eso era cosa de niños. Ese fue, más o menos, el sentido de sus chanzas en aquella reunión. Mary me habló mucho de él, más tarde, cuando ya todos se habían marchado. Siempre hablaba mucho y jamás utilizaba una palabra de tres sílabas si podía sustituirla por una de cuatro: esa jerga profesional que tantas veces tienes que aguantar, cuando estás entre médicos y otros profesionales que creen que en su especialidad hay algo esotérico. Pero era simpática y no se molestaba si te quedabas allí fumando y decías «ajá» de vez en cuando dejándola parlotear. Creo que Tulip le gustaba. Él estaba ya a punto de entrar en la treintena —Mary tenía un par de años menos— y ya consideraba que su vida era interesante y que alguien debía escribir sobre ella. Lo cual no me interesaba mucho, porque hacía ocho años que yo escribía y estaba acostumbrado a que la gente me contara temas, situaciones y anécdotas; fingía escucharles con cortesía mientras pensaba en otra cosa. Pero supongo que yo seguía siendo susceptible a la idea generalizada de que todos los escritores debían ser pálidos estudiosos de libros, sentados ante algún escritorio con todos sus papeles. Y aquel jovencito de voz ronca lo ponía en duda y, en mi opinión, lo estropeaba todo, o sea que no congeniamos demasiado. No era del todo imposible que, cuando bebía, me pusiese pendenciero, sobre todo cuando bebía hasta olvidar que no debía hacerlo. No sé si él también se emborrachaba: las personas que eran alcohólicas perdidas eran las únicas a las que yo detectaba como tales, y esto mismo me sucede ahora que ya he dejado de beber.
Recuerdo al menos lo más significativo de lo que hablamos aquella noche, aunque ha pasado mucho tiempo y no sé cuánto puedo haber cambiado las cosas para dar una mejor imagen de mí mismo o para apoyar mis teorías. Había una docena de personas en la reunión y, tras los saludos y presentaciones, Mary me dejó en un rincón, junto a Tulip, mientras iba a buscarnos una copa. El muchacho me dijo:
—¿De modo que ésta es tu ciudad natal, eh?
—Sí. He crecido aquí, aunque pasé un corto tiempo en Filadelfia, y he nacido en la zona sur del estado.
—¿Hace mucho que faltas de aquí?
—Unos diez u once años.
—Ahora te parecerá una ciudad sin gracia.
—Ya lo era antes.
—Pero ahora se ha puesto más fea.
Y yo pregunté:
—¿Y qué ciudad no lo es?
—Ah, no, quiero hablar de otras cosas contigo —me respondió, y así fue como me enteré de que Tulip quería hablar conmigo sobre algunas cosas.
En ese momento regresó Mary, con nuestros tragos y una chica de ojos marrones, de Cantonsville; me dijo que quería presentarme a un amigo de Pasadena, pero se puso a conversar conmigo puesto que Tulip estaba allí. Por fin, la muchacha se marchó hacia otro grupo y él prosiguió con su idea:
—Mira. Tú escribes y yo no, pero tú eres lo más aproximado que conozco a lo que a mí me parece un buen escritor y me gustaría que habláramos.
Eso me pareció bien. Me gustaba Tulip y aún me gusta, aunque no tanto como él supone.
—Yo he viajado mucho más que tú —dijo— y he visto muchísimas cosas.
Eso ya no me pareció tan bien. En primer lugar, no consideraba que eso fuera importante, a menos que quisieses escribir sobre horarios de trenes, basándote en una experiencia real. Todos disponemos de veinticuatro horas al día, no más y pocas veces menos, y cualquier forma de llenar ese tiempo me parece tan buena como cualquiera otra, de acuerdo, claro está, con la propia naturaleza. De modo que le dije:
—¿Ah, sí? —y empecé a mirar a mi alrededor.
—Mira —insistió—, no me refiero a que sólo conozcas bibliotecas, colegios y cosas similares. No me preocuparía por ti si fueses esa clase de escritor. Pero tengo muchos temas aquí dentro —y se golpeó el pecho.
A mi vez, me golpeé la cabeza.
—Búscate un escritor que tenga mucho aquí dentro. —Y le anuncié—: Haréis una buena pareja.
—Por el amor de Dios —me dijo enfadado.
Mary, comprendiendo que las cosas no iban bien, se acercó para ver qué clase de migas hacíamos.
—Tu amigo es un quisquilloso —le dijo Tulip.
—Tu amigo es muy conmovedor —le dije yo.
Mary se echó a reír y nos rodeó con sus brazos blancos.
—¿Me lo vais a contar?
—No —respondí.
—No —respondió Tulip y luego me pidió—: Permíteme que te dé un ejemplo, que te cuente alguna de esas cosas; así verás lo que he querido decirte.
—Si no es demasiado horrible, ¿por qué no le permites que te lo diga? —intercedió Mary, que debía estar demasiado atenta a alguna otra cosa, porque había usado palabras sencillas y no era esa su forma habitual de expresarse—. Mira, os traeré otro trago —y se marchó con nuestros vasos en las manos.
—De acuerdo —asentí.
Entonces Tulip comenzó a relatarme la primera de las muchas historias que a partir de ese momento me ha contado o ha tratado de contarme.
Aquélla trataba de gente muy pobre que vivía en Providence; todas aquellas personas parecían experimentar un sentimiento exacto sobre cada cosa que les ocurría o que sucedía a su alrededor, y no era poco lo que sucedía. Pero todos se mantenían dentro de los límites de los sentimientos adecuados, o sea que nada de eso me resultaba muy significativo. Mary había regresado con nuestros tragos y escuchó los dos tercios finales del relato. Tulip no dijo nada cuando terminó de hablar y la chica tampoco.
—Es una historia simpática —le dije—, ¿pero no huele a anécdota literaria?
La cara de Tulip enrojeció un tanto, me pareció, por debajo del oscuro bronceado que obtenía de su trabajo en los muelles, y me contestó:
—Creo que la he adornado un poco, quizá demasiado —luego, al ver que yo no decía nada, agregó—: Pero ha ocurrido de verdad, ¿sabes? —y luego, al ver que tampoco entonces yo decía nada, preguntó—: ¿Cómo puedo saber cuánto debo adornar las cosas?
Mary me hizo una observación:
—Tampoco hace falta ponerse tan insoportablemente arrogante —y eso estaba mucho más cerca del modo habitual de expresarse, así que pensé que ella se había empeñado en que yo escuchase a Tulip, aunque no le importara mucho lo que llegara a pensar de él.
—¿Qué queréis? —les pregunté.
Mary sonrió y dijo:
—Ya sabes lo que quiero. Déjalo estar.
En tanto, Tulip me miró con el ceño fruncido y me pasó su mano de dedos gordos por encima del pelo.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar en la ciudad? —me preguntó.
—Tres o cuatro días más. Tal vez unos cinco o seis, aunque querría ir a Santa Mónica a ver a mis niños.
—¿Cuántos tienes?
—Dos. Un chico de ocho años y una niña que tiene que andar por los cuatro. Hay muchos que se conforman cuando tienen ya uno de cada sexo.
La chica de Cantonsville se acercó para decirnos:
—Vosotros sois dos chicos guapos y os habéis escondido en este rincón para hablar vosotros solos.
Lo había dicho, claro está, por mí y por Tulip, de modo que dejé que él se hiciera cargo y me aparté con Mary.
Tulip preguntó, mientras nos marchábamos:
—¿Puedo localizarte a través de la doctora?
Mary y yo asentimos con la cabeza.
—¿Qué es lo que le carcome? —pregunté a Mary.
Antes de responderme, sacudió la cabeza.
—Es difícil concebir algo que llegue a carcomerle. Puedo imaginarme que le preocupa su necesidad de compromiso con lo congruente. Siempre ha dedicado considerable atención a las diversas teorías que establecen que un hasta cierto punto consecutivo (aunque no necesariamente cronológico) curso de los acontecimientos (más allá de lo disímiles que puedan ser) da vida (o cierta vida, en este caso, que sin duda incluye su propio caso) a una forma o quizá a la forma. Pero no hay nada que le esté carcomiendo, precisamente.
—Ah —dije—, y quiere que yo recoja las cuentas y se las ensarte.
—Tú u otra persona.
—¿Y qué se cree que la gente trata de hacer con su propia vida?
—Sin duda no eres tan ingenuo como para suponer o esperar que la gente tenga alguna idea sobre qué es lo que ocupa a las demás personas, ni como para suponer que posean, siquiera, la certidumbre de que las demás personas tienen alguna ocupación interior —me dijo. Era una chica muy mona y yo había bebido lo suficiente como para que lo que había dicho me pareciese cargado de sentido, de modo que cambié de tema y comenzamos a hablar de nosotros mismos: una charla agradable. Luego se nos unieron otras personas, o nosotros nos unimos a otras personas, y también eso resultó ser muy agradable. Todo resultó agradable aquella noche.
Más tarde Tulip se cruzó conmigo en un pequeño salón de la parte trasera de la segunda planta de la casa, que era vieja y de tres plantas y estaba situada junto a Cathedral Street. Conmigo estaba en ese momento una chica delgada y casi rubia, que se llamaba señora Hatcher o algo parecido. Cuando la muchacha se alejó de nosotros, Tulip me explicó:
—Quería hablar contigo, pero no era mi intención aguarte la fiesta.
—A decir verdad, no sé si lo has hecho o no.
—Oh, estupendo, pues —dijo y se sentó mientras me ofrecía un cigarrillo, pero yo comprobé que aún me quedaba uno.
Llené el vaso de la chica casi rubia y se lo ofrecí a Tulip. Era la época de la Prohibición, por cierto, y en Baltimore se bebía mucho más whisky escocés que whisky de centeno que en cualquier otra época.
—No nos caemos bien, ¿verdad? —me preguntó Tulip, después de beber algunos sorbos de su vaso—, y es lamentable, porque creo que ambos nos podríamos hacer mucho bien mutuamente.
Debí haberme encogido de hombros en aquel momento (siempre me ha gustado hacerlo) y tal vez dijese alguna de esas frases brillantes sobre que, gracias a los hombres que de verdad lo son, la humanidad era capaz de sobrevivir ante cualquier catástrofe.
—De acuerdo, de acuerdo —aprobó—. No digo que sea importante, digo que es lamentable y ni siquiera demasiado lamentable si es que eso te preocupa, pero se parece a lo de llevar zapatos marrones porque no tienes otros que ponerte con pantalones azules.
No le creí... en fin, no lo sé, puesto que estoy tratando de recordar lo que sucedió en aquel lejano momento. Pero me quedé en silencio, salvando los mínimos ruidos que pude haber hecho al fumar o al beber. No quiero decir que no creyera lo que Tulip decía, sino que no creía que ésos fueran sus sentimientos. Sin embargo, ya en ese instante, en ese primer encuentro nuestro, lleno de alcohol como me encontraba, tuve la aguda percepción de que él podía llegar a representar una parte de mí. Que fuera una parte de mí era lógico, por supuesto, porque toda persona representa, hasta cierto punto, un aspecto de cualquier otra persona; de lo contrario ¿quién podría dar por hecho que es capaz de entender algo referido a algún semejante? Pero esas figuraciones me parecen una forma de simplificación, como si fuesen simbolismos conscientes o imágenes. Al menos ahora lo creo así y supongo que, en aquella época, debí tener, vagamente, la misma idea: que eran recursos de gente vieja y cansada. Si te encuentras cansado, debes descansar —creo— y no tratar de engañarte a ti mismo y a tus clientes con burbujas de colores.
* * *
(Tulip jamás fue completada, y el manuscrito termina aquí. Pero Hammett, evidentemente, escribió el final de la obra, que se transcribe a continuación)