Incendio provocado y algo más
JIM Tarr tomó el cigarro que le lancé rodando por su escritorio, miró la vitola, lo mordió por un extremo y cogió una cerilla.
—Tres por un pavo —dijo—. Esta vez debes querer que quebrante un par de leyes por ti.
Hacía tres o cuatro años que yo colaboraba en trabajos con este sheriff gordo del condado de Sacramento —desde que entré en la oficina de San Francisco de la Agencia de Detectives Continental— y nunca le vi perderse la oportunidad de decir algún sarcasmo; pero eso no significaba nada especial.
—Te has equivocado las dos veces —le dije—. Me han costado veinticinco centavos cada uno y estoy aquí para hacerte un favor en vez de pedírtelo. La compañía que aseguró la casa de Thornburgh cree que alguien lo hizo a posta.
—Parece que es verdad, según dicen los bomberos. Me han dicho que la parte baja de la casa estaba empapada de gasolina, pero Dios sabe cómo lo averiguaron, porque no quedó ni una astilla. Tengo a McClump trabajando en el asunto, pero aún no ha encontrado nada como para echar las campanas al vuelo.
—¿Qué carajo pasa? Lo único que sé es que hubo un incendio.
Tarr se echó hacia atrás en su sillón y bramó:
—¡Tú, Mac!
Los botones de nácar de los timbres que había encima de su mesa, para él no eran más que adornos. Los ayudantes del sheriff, McHale, McClump y Macklin, se agolparon en la puerta; al parecer MacNab estaba demasiado lejos como para oírle.
—¿Qué pasa? —dijo el sheriff a McClump—. ¿Llevas guardaespaldas o qué?
Los otros dos ayudantes, una vez informados de a qué «Mac» se refería esta vez, volvieron a su partida de naipes.
—Tenemos a un listillo de la ciudad que ha venido a atrapar a nuestro incendiario —le dijo Tarr a su ayudante—. Pero primero hay que contarle la historia.
McClump y yo habíamos trabajado juntos sobre el atraco a un tren meses antes. Era larguirucho, muy rubio, de unos veinticinco o veintiséis años, con toda la cara del mundo y casi igual de vago.
—¿Hay que dar gracias a Dios?
Se repantigó en un sillón, lo cual era siempre su primer objetivo cuando entraba en una habitación.
—Bueno, el lío fue más o menos así: la casa de ese tal Thornburgh estaba a poco más de tres kilómetros del pueblo, en una antigua carretera rural, una vieja casa de madera. Hacia la medianoche de anteayer, Jeff Pringle, el vecino más cercano, que vive a ochocientos metros o así hacia el este, vio un resplandor en el cielo que venía de esa dirección y dio la alarma por teléfono; pero cuando llegaron los bomberos casi no quedaba nada de la casa. Pringle fue el primer vecino que llegó a la casa, y ya se había caído el tejado.
»Nadie vio nada sospechoso, ningún extraño merodeando o cosa por el estilo. Los criados de Thornburgh se salvaron por un pelo y eso fue todo. Ellos no saben mucho de lo ocurrido, están demasiado asustados, me imagino. Pero vieron a Thornburgh en su ventana un momento antes de que acabara con él el incendio. Un tipo que ahora vive aquí en el pueblo, que se llama Henderson, también vio algo. Venía en coche de Wayton y llegó a la casa poco antes de que se cayera el tejado.
»Los bomberos dicen que encontraron señales de gasolina. Los Coons, los criados de Thornburgh, dicen que allí no había gasolina. Eso es todo.
—¿Thornburgh tenía parientes?
—Sí. Una sobrina en San Francisco, una tal señora Evelyn Trowbridge. Estuvo aquí ayer, pero ella no podía hacer nada, ni decir nada útil, así que volvió en seguida a su casa.
—¿Dónde están los criados ahora?
—Aquí, en la ciudad. Están en un hotel de la calle Primera. Les he dicho que se estén muy quietecitos durante unos días.
—¿Thornburgh era el dueño de la casa?
—¡Ajá, ajá! Se la compró a Newning & Weed hace un par de meses.
—¿Tienes algo que hacer esta mañana?
—Nada más que esto.
—Vale. Vamos allá a husmear un poco.
Encontramos a los Coons en su habitación del hotel en la calle Primera. El señor Coons era un hombre gordo, de huesos pequeños, con el rostro liso y vacío, y con la suavidad típica de un criado. Su mujer era alta y flaca, quizá cinco años mayor que su marido —digamos que de unos cuarenta años—, con una boca y una barbilla que parecían hechas para chismorrear. Pero sólo hablaba él, mientras que ella asentía cada dos o tres palabras con un movimiento de cabeza.
—Empezamos a trabajar para el señor Thornburgh el quince de junio, me parece —dijo él, respondiendo a mi primera pregunta—. Vinimos a Sacramento sobre el día primero de mes y rellenamos una solicitud en la agencia de empleo Alus. Un par de semanas más tarde nos enviaron a ver al señor Thornburgh, que nos empleó.
—¿Dónde vivían ustedes antes?
—En Seattle, señor, con una señora llamada Comerford; pero el clima no le sentaba bien a mi mujer, padece de los bronquios, así que decidimos venir a California. Probablemente nos hubiéramos quedado en Seattle si la señora Comerford no hubiera dejado su casa.
—¿Qué saben ustedes de Thornburgh?
—Muy poco, señor. No era un caballero de muchas palabras. No parecía trabajar en nada. Creo que era algo así como marino retirado. Nunca dijo que lo fuera, pero tenía el estilo y el aspecto de los marinos. No salía nunca ni nadie venía a visitarle, salvo su sobrina, que lo hizo una vez, y no escribía cartas ni las recibía. Tenía una habitación junto a su dormitorio que había preparado como taller. Se pasaba casi todo el tiempo allí. Siempre pensé que trabajaba en algún invento, pero tenía la puerta cerrada y no nos dejaba entrar.
—¿Tiene alguna idea de lo que podía ser?
—No, señor. Nunca oímos ni martillazos ni ruidos y no olía a nada. Y su ropa nunca estaba manchada, ni siquiera cuando la enviaba a la lavandería. Tendría que estarlo si trabajaba con maquinaria.
—¿Era viejo?
—No tendría más de cincuenta años, señor. Andaba muy erguido, tenía cabellos y barba espesos, y sin canas.
—¿Bebía o algo por el estilo?
—¡Ah, no señor! Era, si se me permite decirlo, un caballero un tanto peculiar a su manera; lo único que le preocupaba era tener las comidas como quería, que le cuidaran la ropa, era muy exigente en eso, y que no le molestaran. Salvo a primera hora de la mañana y por la noche, no le veíamos en todo el día.
—Lo del incendio. Cuéntenos lo que recuerden.
—Mire, señor, mi esposa y yo nos fuimos a la cama sobre las diez, que era la hora en que solíamos acostarnos, y estábamos dormidos. Nuestra habitación se encontraba en la segunda planta, en la parte trasera. Al cabo de un tiempo, no le puedo decir a qué hora exactamente, desperté, tosiendo. La habitación estaba llena de humo y mi esposa medio asfixiada. Salté de la cama y la arrastré por la escalera de atrás, y la saqué de la casa.
»Cuando la dejé a salvo en el jardín pensé en el señor Thornburgh e intenté entrar en la casa; pero la primera planta entera ardía. Fui corriendo hacia la fachada para ver si había salido, pero no le vi. El jardín estaba iluminado como si fuera de día. Luego le oí gritar, un grito horrible, señor, ¡me da la impresión de que aún hoy lo estoy oyendo! Y levanté los ojos hacia su ventana, estaba en la parte de enfrente, en el segundo piso, y allí le vi, intentando salir por la ventana. Pero todo el maderámen estaba ardiendo, él gritó de nuevo y cayó para atrás, e inmediatamente después el techo de su habitación se vino abajo.
»No había ni escalera de mano ni nada que pudiera apoyar en la ventana, no había nada que hacer.
»Mientras tanto, un caballero había dejado su automóvil en la carretera y se acercó a donde yo estaba; pero no pudimos hacer nada, la casa ardía por todas partes y se venía abajo. Así que volvimos a donde yo había dejado a mi esposa, la alejamos más del fuego y la despertamos, porque se había desmayado. Y eso es todo, señor.
—¿Oyeron algún ruido antes esa noche? ¿O vieron a alguien merodeando?
—No, señor.
—¿Guardaban gasolina allí?
—No, señor. El señor Thornburgh no tenía coche.
—¿No usaban gasolina para limpiar?
—No, señor, nada, a menos que el señor Thornburgh la tuviera en su taller. Cuando había que limpiar sus trajes, yo los llevaba al pueblo, y la ropa para la lavandería se la llevaba el recadero de la tienda de comestibles después de traer la compra.
—¿No tiene usted ni idea de algo que explique el incendio?
—No, señor. Me llevé una sorpresa cuando me enteré de que alguien había incendiado la casa. No podía creerlo. No sé quién podría querer hacer una cosa así...
—¿Qué te parecen? —le pregunté a McClump cuando salimos del hotel.
—Supongo que serían capaces de sisar en las cuentas o escaparse al Sur con la plata, pero no los veo como asesinos.
Yo también pensaba lo mismo, pero eran las únicas personas que se sabía que estaban allí cuando comenzó el incendio, sin contar con el hombre que murió. Fuimos a la agencia de empleo Allis para hablar con el gerente.
Nos contó que los Coons habían aparecido por su oficina el día 2 de junio en busca de trabajo; y dieron como referencia a la señora de Edward Comerford, 45 Woodmansee Terrace, Seattle, Washington. En respuesta a la carta —siempre comprobaba las referencias de los criados— la señora Comerford le había respondido que había tenido muchos años empleados a los Coons y que eran «extremadamente satisfactorios en todos los aspectos». El 13 de junio, Thornburgh había llamado a la agencia, pidiendo los servicios de un hombre y su esposa, y Allis le envió dos matrimonios que tenía en sus listas. Thornburgh no empleó a ninguno de los dos matrimonios, aunque Allis los consideraba más adecuados que los Coons, que fue a los que contrató finalmente.
Todo esto parecía indicar que los Coons no habían intentado colocarse deliberadamente en aquel sitio, a menos que fueran las personas más afortunadas del mundo, y un detective no puede permitirse el lujo de creer en la suerte ni en la coincidencia, a menos que tenga pruebas cuestionables.
En la oficina de los agentes inmobiliarios mediante los cuales Thornburgh compró la casa —Newning & Weed—, nos contaron que Thornburgh apareció por allí el 11 de junio y dijo que sabía que la casa estaba en venta, había ido a verla y quiso saber el precio. El trato se cerró a la mañana siguiente y pagó por la casa con un cheque de 14.500 dólares del Seaman's Bank de San Francisco. La casa estaba ya amueblada.
Después de almorzar, McClump y yo fuimos a ver a Howard Henderson, el hombre que había visto el incendio mientras volvía en coche a su casa desde Wayton. Tenía una oficina en el Empire Building, con su nombre y el título «Agente para el Norte de California de Krispy Korn Krumbs» en la puerta. Era un hombre grande, de aspecto descuidado, de unos cuarenta y cinco años, con la sonrisa profesionalmente jovial del viajante de comercio.
Estaba en Wayton el día del incendio por razones de trabajo, dijo, y había permanecido allí hasta bastante tarde, yendo a cenar y a jugar luego al billar con un tendero llamado Hammersmith, uno de sus clientes. Se fue de Wayton en coche sobre la diez y media, dirigiéndose hacia Sacramento. En Tavender se paró en una estación de servicio para coger aceite y gasolina e inflar un neumático.
Cuando se iba de la estación, el empleado le hizo observar un resplandor rojizo en el cielo y le dijo que probablemente era un incendio en la antigua carretera del condado que corría paralela con la carretera del estado hacia Sacramento; así que Henderson tomó la carretera del condado y llegó a la casa, a tiempo de ver a Thornburgh intentando abrirse paso entre las llamas que le rodeaban.
Era demasiado tarde para intentar apagar el fuego y no se podía hacer nada por el hombre que estaba arriba, indudablemente había muerto antes incluso de que se derrumbara el techo; de modo que Henderson ayudó a Coons a reanimar a su mujer y se quedó mirando el fuego hasta que se apagó. No vio a nadie en aquella carretera del condado mientras iba en el coche hacia el incendio...
—¿Qué sabes tú de Henderson? —pregunté a McClump cuando salimos a la calle.
—Ha venido aquí procedente de algún lugar del Este, creo, a principios de verano para abrir una tienda de cereales para desayunos. Vive en el hotel Garden. ¿Ahora adónde vamos?
—Vamos a buscar un automóvil y a echar un vistazo a los restos de la casa de Thornburgh.
Un incendiario emprendedor no hubiera encontrado un lugar más oportuno para dar rienda suelta a sus instintos, aunque hubiera buscado por todo el país. Las colinas cubiertas de árboles la ocultaban del resto del mundo por tres lados; por el cuarto había una llanura deshabitada que se extendía hasta el río. La carretera del condado que pasaba ante el portalón de la finca era ignorada por los automóviles, según McClump, en favor de la carretera estatal, que estaba al norte.
Donde había estado la casa quedaba un montón de ruinas ennegrecidas. Hurgamos en las cenizas unos minutos, y no es que esperáramos encontrar nada, sino porque, por naturaleza, el hombre hurga entre las ruinas.
Un garaje en la parte trasera, cuyo interior no parecía haber sido ocupado recientemente, tenía el tejado y la fachada chamuscados, pero no había más desperfectos. Un cobertizo que había detrás, donde se almacenaba un hacha, una pala y varias herramientas más de jardinería, se había salvado totalmente del fuego. El jardín de delante de la casa y el de detrás del cobertizo —que ocupaban alrededor de media hectárea— tenían numerosos surcos y rodadas, y huellas de pisadas de bomberos y espectadores.
Una vez que nuestros zapatos quedaron hechos una pena, McClump y yo volvimos a nuestro coche y trazamos un círculo alrededor del lugar para llamar en todas las casas que había en un radio de dos kilómetros, pero no sacamos más que unas cuantas sacudidas con el coche.
La casa más próxima era la de Pringle, el hombre que había dado la alarma; pero no sabía nada del muerto, dijo que ni siquiera le había visto nunca. En realidad sólo había una vecina que le había visto: una tal señora Jabine, que vivía más o menos a un kilómetro y medio al sur.
Ella había guardado la llave de la casa mientras estaba vacía; y un par de días antes de que la comprara, Thornburgh había ido a su casa en busca de información. Ella le había acompañado para enseñársela y él le había dicho que pensaba comprarla si el precio no era demasiado elevado.
Estaba solo, sin más compañía que el chófer del automóvil de alquiler que le había traído desde Sacramento, y lo único que le contó a ella fue que no tenía familia.
Al enterarse de que se había ido a vivir allí fue a hacerle una visita unos días más tarde —«en plan de vecina, nada más»—, pero la señora Coons le dijo que él no estaba en casa. La mayoría de los vecinos, después de hablar con los Coons, sacaba la impresión de que Thornburgh no tenía ganas de visitas, así que le dejaron en paz. Describían a los Coons como «lo bastante amables para hablar con ellos si te los encontrabas», pero al igual que su patrón no parecían tener ganas de hacer amigos.
McClump resumió lo que la tarde nos había enseñado, mientras nos dirigíamos en coche hacia Tavender:
—Cualquiera de éstos pudo prender fuego a la casa, pero no tenemos nada que ni siquiera demuestre que conocían a Thornburgh, y mucho menos que tuvieran algún pique con él.
Tavender resultó ser un cruce donde se encontraban una tienda de comestibles y la oficina de Correos, una iglesia y media docena de viviendas, a unos tres kilómetros de la casa de Thornburgh. McClump conocía al tendero y administrador de Correos, un hombrecillo flacucho llamado Philo, que tartamudeaba ensalivando.
—N-no vi nnn-nuunca a Th-thornburgh —dijo— y nnuunca recibía coo-rreo. Los Ccc-coons solían vv-venir una vez a la semana pa-para encargar comida, no ttetenían teléfono. Él solía venir andando y lu-luego yo enviaba las cosas en mi co-co-coche. En-entonces le veía de vvv-vez en cuando esperar el autobús a Sacramento.
—¿Quién llevaba las cosas a casa de Thornburgh?
—M-m-mi-mi hijo. ¿Quieren hablar con él?
El chico era una edición juvenil del viejo, pero sin el tartamudeo. No vio nunca a Thornburgh en sus visitas, pues nunca había pasado de la cocina. No había nada que le hubiera llamado la atención en la casa.
—¿Quién trabaja por la noche en la estación de servicio? —le pregunté.
—Billy Luce. Creo que le pueden encontrar ahí. Le he visto entrar hace unos minutos.
Cruzamos la carretera y nos encontramos con Luce.
—Anteanoche, la noche del incendio, ¿había un hombre hablando con usted cuando vio aquello?
Miró hacia arriba con esa expresión que la gente suele emplear para hacer memoria.
—¡Sí, ahora me acuerdo! Iba al pueblo y le dije que si cogía por la carretera del condado en lugar de la del estado vería el incendio.
—¿Qué pinta tenía ese hombre?
—Era de mediana edad, pero un poco desgarbado. Me parece que llevaba un traje marrón, arrugado y que le quedaba grande.
—¿De complexión corriente?
—Sí.
—¿Sonreía al hablar?
—Sí, era un tipo muy agradable.
—¿Cabellos castaños?
—Sí, ¡pero un momento, eh! —se rió Luce—. No le miré con lupa.
Desde Tavender fuimos hasta Wayton. La descripción de Luce encajaba bien con Henderson, pero mientras investigábamos pensamos que no nos vendría mal asegurarnos de que había venido de Wayton.
Pasamos exactamente veinticinco minutos en Wayton; diez buscando a Hammersmith, el tendero con quien según Henderson había cenado y jugado al billar; cinco minutos buscando al dueño de la sala de billar, y diez comprobando la historia de Henderson...
—¿Qué piensas de esto ahora, Mac? —le pregunté mientras íbamos de nuevo hacia Sacramento.
Mac es demasiado perezoso para expresar una opinión, o siquiera formarla, a menos que le pinches; pero eso no quiere decir que no valga la pena escucharle si lo consigues.
—No hay mucho en qué pensar —dijo alegremente—. Henderson no tiene nada que ver. No hay nada que demuestre que había allí alguien más que los Coons y Thornburgh cuando empezó el incendio, pero a lo mejor había un regimiento. Los Coons no tienen pinta de ser muy honrados, pero no son asesinos, o yo no doy pie con bola. Pero lo que ocurre es que son nuestra única pista. A lo mejor debemos averiguar algo más sobre ellos.
—Muy bien —dije—. En cuanto lleguemos a la ciudad enviaré un telegrama a nuestra oficina en Seattle pidiéndoles que vayan a visitar a la señora Comerford y vean qué les cuenta. Luego tomaré un tren a San Francisco e iré por la mañana a ver a la sobrina de Thornburgh.
A la mañana siguiente, en las señas que me dio McClump —un edificio de apartamentos bastante recargado, en la calle California— tuve que esperar tres cuartos de hora mientras se vestía la señora Evelyn Trowbridge. Si yo fuera más joven, o hubiera acudido en visita social, supongo que me hubiera sentido recompensado cuando por fin entró. Era una mujer alta y esbelta de menos de treinta años, en una cosa ajustada de color negro, con abundante cabello negro sobre un rostro muy pálido que contrastaba atractivamente con una boquita roja y unos grandes ojos avellanados.
Pero yo era un detective maduro y atareado, que rabiaba por el tiempo perdido; y mucho más interesado en pescar al pájaro que había encendido la cerilla que en la belleza femenina. Sin embargo, disimulé mi mal humor, le pedí perdón por molestarla tan temprano y fui al grano.
—Quiero que me cuente lo que sabe de su tío, su familia, sus amigos, enemigos, relaciones de negocios, todo.
Yo había garabateado en el revés de la tarjeta que le hice pasar lo que me traía a verla.
—No tenía familia —dijo—, a menos que yo lo sea. Era el hermano de mi madre y soy la única sobreviviente de la familia.
—¿Dónde nació él?
—Aquí, en San Francisco. No sé la fecha, pero debía de tener unos cincuenta años, creo, tres más que mi madre.
—¿A qué se dedicaba?
—Fue al mar de joven, y por lo que yo sé se dedicó siempre a eso hasta hace unos meses.
—¿Era capitán?
—No lo sé. A veces no le veía ni sabía nada de él durante años, y nunca hablaba de lo que hacía; aunque de vez en cuando mencionaba los lugares que había visitado, Río de Janeiro, Madagascar, Tobago, Oslo. Luego, hace unos tres meses, por el mes de mayo, vino aquí y me dijo que se iba a dejar de vagabundeos; que iba a comprar una casa en un sitio tranquilo donde podría trabajar sin que le importunaran en un invento que le interesaba.
»Cuando estaba en San Francisco vivía en el hotel Francisco. Al cabo de un par de semanas desapareció de repente. Y luego, hace un mes, recibí un telegrama suyo pidiéndome que fuera a verle a su casa, cerca de Sacramento. Fui al día siguiente y me pareció que se comportaba de un modo extraño, como si hubiera algo que le tuviese intranquilo. Me dio un testamento que acababa de redactar y unas pólizas de seguro de vida de las cuales yo era la beneficiaría.
»Inmediatamente después de ello se empeñó en que yo volviera a casa, e insinuó con bastante claridad que no quería que yo le visitara ni le escribiera hasta que recibiera noticias suyas. Me chocó, porque creí que me tenía cariño. No volví a verle más.
—¿En qué clase de invento estaba trabajando?
—La verdad es que no lo sé. Se lo pregunté una vez, pero se mostró tan intranquilo, y hasta desconfiado, que cambié de tema y no volví a mencionarlo nunca.
—¿Está usted segura de que estuvo embarcado todos esos años?
—No, no lo estoy. Lo di por sentado; pero a lo mejor se dedicó a algo completamente diferente.
—¿Estuvo alguna vez casado?
—Por lo que yo sé, no.
—¿Conocía usted a alguno de sus amigos o enemigos?
—No, a nadie.
—¿Recuerda si mencionó el nombre de alguien?
—No.
—No quiero que tome esta pregunta por un insulto, aunque confieso que puede serlo. ¿Dónde pasó usted la noche del incendio?
—En casa; vinieron a cenar unos amigos y se quedaron hasta la medianoche. El señor y la señora Kellog, la señora de John Dupree y un tal señor Killmer, que es abogado. Le puedo dar sus señas, si quiere hablar con ellos.
Desde el apartamento de la señora Trowbridge me fui al hotel Francisco. Thornburgh había estado hospedado allí desde el 10 de mayo al 13 de junio, y nadie se había fijado en él. Era un hombre alto, de anchos hombros y erguido, de unos cincuenta años, con cabellos castaños bastante largos peinados hacia atrás; una perilla castaña y corta y una tez sana y rubicunda. Serio, tranquilo, puntilloso en su forma de vestir y en sus maneras; tenía un horario regular y los empleados del hotel no recordaban que hubiera recibido ninguna visita.
En el Seaman's Bank —del cual era el talón que Thornburgh había firmado para pagar la casa— me dijeron que había abierto una cuenta el 15 de mayo, avalado por W. W. Jeffers & Sons, agentes locales de Bolsa. Un saldo de algo más de cuatrocientos dólares era lo que quedaba de la cuenta. Los talones cobrados eran para pagar a varias compañías de seguros de vida; y por cantidades que, si representaban primas, significaban pólizas bastante importantes. Apunté los nombres de las compañías de seguros de vida, y luego me fui a las oficinas de W. W. Jeffers & Sons.
Me dijeron que Thornburgh había aparecido por allí el 10 de mayo con bonos por valor de 15.000 dólares que quería que le vendieran. Durante una de sus conversaciones con Jeffers pidió al agente que le recomendara un banco, y Jeffers le dio una carta de presentación para el Seaman's Bank.
Eso era todo lo que Jeffers sabía sobre él. Me dio los números de los bonos, pero seguirles la pista no es la cosa más fácil del mundo.
La respuesta a mi telegrama a Seattle me esperaba en la Agencia de Detectives Continental cuando llegué.
Señora de Edward Comerford alquiló piso en dirección que diste veinticinco mayo. Lo dejó seis junio. Baúles a San Francisco mismo día, resguardos cuatro cinco dos cinco ocho siete y ocho y nueve.
Buscar un equipaje no es muy difícil si tienes las fechas y los números de los resguardos; veinticinco minutos en la consigna del transbordador y media hora en la oficina de transportes me dieron la respuesta.
¡Los baúles fueron entregados en el apartamento de la señora Evelyn Trowbridge!
Llamé por teléfono a Jim Tarr y se lo conté.
—¡Buena puntería! —dijo, olvidando por una vez mostrarse ingenioso—. Vamos a coger a los Coons aquí, a la señora Trowbridge allá, y eso es el final de otro misterio.
—¡Un momento! —le advertí—. No está todo desenredado, todavía quedan cabos sueltos.
—Para mí ya es bastante. Estoy satisfecho.
—Tú eres el que mandas, pero me parece que te apresuras demasiado. Voy a hablar otra vez con la sobrina. Déjame un poco de tiempo antes de llamar a la policía para que la trinquen. Yo la retendré hasta que lleguen.
Evelyn Trowbridge me abrió esta vez la puerta y no la criada de la mañana, y me llevó a la misma habitación donde charlamos antes. La dejé sentarse y luego yo escogí un asiento que estaba más cerca de las dos puertas que el suyo.
Mientras subía fui pensando en hacerle preguntas que sonaran a inocentes y que la hicieran enredarse; pero después de mirar detenidamente a esa mujer sentada enfrente de mí, cómodamente recostada en su sillón, esperando imperturbable a que le dijera lo que tenía que decirle, me olvidé de los trucos y fui al grano.
—¿Ha utilizado alguna vez el nombre de señora de Edward Comerford?
—¡Ah!, sí.
Como si estuviera saludando a alguien con un movimiento de cabeza en la calle.
—¿Cuándo?
—Con frecuencia. Mire, es que no hace mucho tiempo estuve casada con el señor Edward Comerford. De modo que no es tan extraño que haya empleado ese nombre.
—¿Lo ha usado hace poco en Seattle?
—Le sugeriría —dijo con dulzura— que si lo que quiere es hablar de las referencias que di sobre Coons y su esposa, puede ahorrarse el tiempo diciéndolo francamente.
—Me parece bien —dije—. Vamos a hacerlo.
No había ni un tono ni un matiz en su voz, en sus maneras o en su expresión que indicara que hablaba de algo tan importante para ella como la posibilidad de que la acusaran de asesinato. Podía estar hablando del tiempo.
—Durante el tiempo que el señor Comerford y yo estuvimos casados, vivimos en Seattle, donde él sigue residiendo. Después de divorciarme me fui de Seattle y volví a emplear mi nombre de soltera. Y los Coons trabajaban para nosotros, como podrá comprobar si quiere. Encontrará a mi marido, o ex marido, en los apartamentos Chelsea, me parece.
»El verano pasado, o a finales de la primavera, decidí volver a Seattle. La verdad, supongo que ahora saldrán a relucir mis asuntos personales, creía que a lo mejor Edward y yo podíamos olvidar nuestras diferencias; así que volví y alquilé un apartamento en Woodmansee Terrace. Como en Seattle me conocen por señora de Edward Comerford y como yo creía que usando su nombre podría impresionarle un poco, lo utilicé mientras permanecí allí.
»También llamé a los Coons para comprobar si volverían en el caso de que Edward y yo reabriéramos nuestra casa; pero me dijeron que se iban a California, y por tanto, con mucho gusto, di unas excelentes referencias cuando unos días después recibí carta de una agencia de empleo de Sacramento preguntándome por ellos. Llevaba un par de semanas en Seattle cuando cambié de opinión acerca de una reconciliación, Edward estaba interesado por otra persona; así que volví a San Francisco.
—Muy bonito, pero...
—Permítame terminar —me interrumpió—. Cuando fui a visitar a mi tío al recibir su telegrama, me sorprendió encontrar a los Coons en su casa. Como conocía las rarezas de mi tío, y me di cuenta de que habían aumentado, y recordando su extremada precaución acerca de su misterioso invento, les advertí a los Coons que no le dijeran que habían trabajado para mí.
»Seguramente los hubiera despedido; si reñía conmigo pensaría que yo les había mandado a espiarle. Luego, cuando los Coons me llamaron después del incendio, supe que si confesaba que habían sido criados míos antes, y a la vista del hecho de que yo era la única heredera de mi tío, podía despertar sospechas sobre nosotros tres. Así que tontamente nos pusimos de acuerdo para no decir nada y seguir con el engaño.
Aquello no sonaba demasiado mal, pero tampoco muy bien. Hubiera preferido que Tarr se tomara las cosas con más calma y así darnos tiempo a investigar mejor a esa gente, antes de que fueran a parar a la trena.
—La coincidencia de que los Coons fueran a dar a casa de mi tío es demasiado para sus instintos de detective —prosiguió—. ¿Debo considerar que estoy detenida?
Aquella chica comenzaba a caerme muy bien; era muy agradable, un elemento de cuidado.
—Aún no —le dije—. Pero me temo que va a ocurrir muy pronto.
Lanzó una especie de sonrisita burlona al oírlo y otra vez cuando sonó el timbre de la puerta.
Era O'Hara, de la jefatura de policía. Le dimos la vuelta al apartamento pero no encontramos nada de importancia, excepto el testamento que ella había mencionado, de fecha 8 de julio, y las pólizas del seguro de vida de su tío. Todas llevaban fechas entre el 15 de mayo y el 10 de junio y sumaban algo más de 200.000 dólares.
Pasé una hora intentando hacer cantar a la criada después de que O'Hara se hubiera llevado a Evelyn Trowbridge, pero sabía menos que yo. Sin embargo, gracias a ella, al portero, al administrador de los apartamentos y a los nombres que me dio la señora Trowbridge, me enteré de que era cierto que tuvo amigos en su casa la noche del incendio al menos hasta pasadas las once, y eso era muy tarde.
Media hora después el Short Line me llevó hasta Sacramento. Me estaba convirtiendo en uno de los mejores clientes de la línea, y mi anatomía estableció relaciones con todos los baches de la carretera.
Entre baches intenté hacer encajar las piezas del rompecabezas Thornburgh. La sobrina y los Coons encajaban en alguna parte, pero no donde los habíamos colocado. Habíamos estado trabajando solamente por un lado, pero no había otra cosa que hacer. Al principio nos concentramos en los Coons y Evelyn Trowbridge porque no teníamos más remedio; ahora contábamos con algo en contra de ellos, pero un buen abogado lo haría picadillo.
Los Coons estaban en la cárcel del condado cuando yo llegué a Sacramento. Al cabo de unas cuantas preguntas confesaron su relación con la sobrina y contaron la misma historia.
Tarr, McClump y yo nos sentamos alrededor del escritorio del sheriff y discutimos.
—Todo eso son bolas —dijo el sheriff—. Tenemos a los tres enjaulados y es como si ya les hubieran condenado.
McClump se sonrió burlonamente mirando a su jefe y luego se volvió hacia mí.
—Vamos, dile que su cuento hace agua por todos lados. Él no es tu jefe, ¡así que no podrá hacerte la vida imposible porque seas más listo que él!
Tarr nos miró primero a uno, luego a otro, con expresión iracunda.
—¡Desembuchad, listillos! —ordenó.
—Lo que sabemos —le dije, dando por supuesto que McClump pensaba como yo— es que no hay nada que demuestre que Thornburgh sabía que iba a comprar esa casa antes del 10 de junio, y que los Coons ya estaban buscando trabajo en la ciudad el día 2. Y además consiguieron el empleo por puro azar. La agencia de empleo había enviado allí dos matrimonios antes.
—Nos arriesgaremos a que el jurado lo vea así.
—¿Sí? ¡Pues también te arriesgas a que vean a Thornburgh como una especie de loco que a lo mejor prendió fuego al sitio! Tenemos algo contra esta gente, Jim, pero no lo suficiente como para sentarlos ante un tribunal. ¿Cómo piensas demostrar que cuando a los Coons los colocaron en casa de Thornburgh, si es que puedes demostrar que alguien los colocó, sabían ellos y la Trowbridge que él iba a hacer un montón de pólizas de seguros?
El sheriff escupió de mal humor.
—¡Sois la monda! ¡Habéis estado dando vueltas y más vueltas buscando pruebas contra esa gente hasta que tuvisteis suficientes como para poder colgarlos, y ahora os ponéis a buscar la manera de librarlos! ¿Qué os pasa?
Le contesté a unos pasos de la puerta; las piezas empezaban a encajar en mi cerebro.
—Vamos a dar más vueltas; ¡andando, Mac!
McClump y yo tuvimos una conferencia de urgencia y luego alquilé un coche en el garaje más cercano y me dirigí a Tavender. Pudimos correr por la carretera y llegamos antes de que la tienda de comestibles hubiera cerrado por la noche. El tartamudeante Philo dejó a los dos hombres con quienes había estado hablando y me siguió hasta el fondo de la tienda.
—¿Guardáis una lista pormenorizada de la ropa que laváis?
—Nnn-no; sólo de las cantidades.
—Vamos a echar un vistazo a las de Thornburgh.
Sacó un libro de contabilidad que estaba mugriento y arrugado, y encontramos las cuentas semanales que yo quería: 2,60 dólares, 3,10 dólares, 2,25 dólares y así sucesivamente.
—¿Tienes la última entrega de ropa aquí?
—Ss-sí —dijo—. Acaba ddd-e llegar de la ciu-ciu-ciudad hoy.
Abrí la bolsa; allí había sábanas, fundas de almohadas, manteles, toallas, servilletas; alguna ropa femenina; algunas camisas, cuellos, ropa interior y calcetines que inequívocamente pertenecían a Coons. Le di las gracias a Philo mientras corría hacia el automóvil.
De vuelta a Sacramento de nuevo, McClump me esperaba en el garaje donde había alquilado el coche.
—Se hospedó en el hotel el día quince de junio; alquiló un despacho el día dieciséis. Me parece que está en el hotel ahora —me dijo a modo de saludo.
—El señor Henderson salió hace un par de minutos —nos dijo el portero de noche—. Parecía tener prisa.
—¿Sabe dónde guarda su coche?
—En el garaje del hotel, a la vuelta de la esquina.
Estábamos a unos metros del garaje cuando el automóvil de Henderson salió disparado y avanzó por la calle.
—¡Ah, señor Henderson! —exclamé, intentando no alzar mucho la voz.
Pisó el acelerador y salió de estampida.
—¿Quieres detenerle? —preguntó McClump; y como yo asentí con un movimiento de cabeza detuvo un descapotable que pasaba por el sencillo expediente de ponerse delante.
Subimos, McClump enseñó al desconcertado conductor su estrella y señaló la menguante luz trasera de Henderson. Después de autoconvencerse de que no le habían abordado un par de bandidos, el chófer reclutado a la fuerza lo hizo lo mejor que pudo y pescamos la luz trasera de Henderson al cabo de dos o tres curvas y se le acercó, aunque el coche de él iba bastante rápido.
Cuando llegamos a los arrabales de la ciudad nos habíamos acercado lo suficiente como para poder disparar con seguridad, y disparé una bala por encima de la cabeza del hombre que huía. Eso le animó a conseguir un poco más de velocidad en su coche; pero nosotros estábamos cada vez más cerca.
En el peor momento Henderson quiso mirarnos por encima del hombro, un bache en la carretera torció sus ruedas, su automóvil comenzó a dar bandazos, patinó y volcó. Casi inmediatamente, en medio de aquella confusión, surgió un resplandor y una bala gimoteó junto a mi oreja. Otra. Y luego, mientras aún estaba buscando algo contra lo que disparar en aquél montón de chatarra al que nos acercábamos, el viejo y escacharrado revólver de McClump rugió junto a mi otra oreja.
Henderson estaba muerto cuando llegamos, la bala de McClump le había dado por encima de un ojo.
McClump me habló por encima del cadáver.
—No es que yo sea un tipo especialmente curioso, pero supongo que no te molestará explicarme por qué he matado a este chico.
—Porque era Thornburgh.
Permaneció callado durante unos cinco minutos. Luego continuó.
—Creo que tienes razón. ¿Cómo lo supiste?
Nos sentamos junto al coche destrozado, esperando a la policía, a la que había ido a llamar nuestro chófer reclutado a la fuerza.
—Tenía que ser él —dije—, si lo piensas bien. ¡Es extraño que no diéramos antes en el clavo! Todo lo que nos contaron sobre Thornburgh sonaba raro. Bigotes y una profesión desconocida, impecable y trabajando en una invención misteriosa, reservado y nacido en San Francisco —donde el incendio quemó lo antiguos registros—, un tipo de falsificación que se puede maquinar fácilmente.
»Piensa en Henderson. Me contaste que llegó de San Francisco a principios del verano, y las fechas que viste esta noche demuestran que no llegó hasta después de que Thornburgh hubiera comprado su casa. ¡Muy bien! Ahora compara a Henderson con las descripciones que tenemos de Thornburgh.
»Los dos eran de la misma talla y edad y con el mismo color de pelo. Las diferencias estriban en las cosas fabricadas: las ropas, un ligero tostado de piel y una barba de un mes, junto con un poco de teatro, son suficientes para surtir efecto. Anoche fui a Tavender para mirar la última entrega de ropa; ¡allí no había nada que no les valiera a los Coons! Y ninguna de las facturas era lo bastante grande como para hacer pensar que Thornburgh era tan cuidadoso con su ropa como nos dijeron.
—¡Debe de ser estupendo ser detective! —McClump sonrió cuando llegó el furgón de la policía y comenzó a vomitar agentes—. Creo que alguien debió de soplarle a Henderson que yo había preguntado por él esta tarde.
Y luego, pesaroso:
—De modo que después de todo no vamos a colgar a esa gente por asesinato.
—No, pero no hay problemas para acusarles de incendio provocado, más conspiración para estafar y cualquier otra cosa que el fiscal se pueda sacar de la manga.