Clavos para el señor Cayterer

COMO a cualquiera puede ocurrirle, me estaba encontrando con dificultades en el octavo verso de una letrilla cuando el paso firme e inconfundible de papá se oyó al otro lado de mi puerta. Ahora bien, no me gustan los engaños, por pequeños que éstos sean, pero tampoco me apetecía que papá se peleara conmigo, y más contundente que mi repugnancia por la mentira, si no mayor, era la antipatía que papá sentía hacia la poesía, prejuicio que, ojalá se me excuse por creerlo así, debía buena parte de su virulencia al hecho de que nunca había leído, que yo supiera, ni un solo verso mío.

En esas circunstancias no pude considerar absolutamente reprensible tapar el poema inacabado bajo un montón de circulares de busca y captura que tenía en el escritorio, mientras con la otra mano cogía la primera circular del montón, de modo que cuando papá entró en mi despacho yo estaba, por lo menos en apariencia, estudiando la descripción de un tal Johnson Tobin, alias «el Chico no sé qué no sé cuántos», recientemente fugado de la cárcel federal de Leavenworth.

—¡Vamos a ello, Robin! Tenemos trabajo.

Recogiendo mi sombrero, salí al pasillo siguiendo a papá, en donde me indicó con cierta extravagancia, mientras esperábamos el ascensor: «Hop Cayterer me ha estado lloriqueando por teléfono. Con sólo oírle da la impresión de que alguien le ha metido mano a uno de sus millones.»

Cualquiera que no conociera a papá habría deducido, observando la jovialidad de su voz y de su comportamiento, que obtenía una satisfacción considerable de los aprietos del señor Cayterer, pero ni que decir tiene que semejante deducción habría sido bastante injusta. La pura verdad es que a papá le encantaba su trabajo en todas sus facetas y, así, daba la bienvenida a cualquier nueva tarea con tantísimo placer por anticipado que, todo hay que decirlo, a veces lo revestía de cierta insensibilidad ante la angustia de aquellos que le planteaban sus dificultades.

Las oficinas de nuestro cliente estaban a pocas manzanas de distancia de la nuestra, pero tenían un aspecto bien distinto; la nuestra era pequeña y casi severa, sin lujo; las del señor Cayterer eran espaciosas y cuidadosamente amuebladas, y el despacho mayor y más lujoso era el suyo, en el cual nos introdujo un chaval de unos quince años, pulcro, de ojos brillantes.

Aunque no era la primera vez que visitaba aquel despacho (el año anterior le habíamos hecho un trabajo al señor Cayterer en relación con un sospechoso contrato de cemento), la encantadora disposición de la habitación me sorprendió como si así fuera. Era un despacho de longitud quizá doble que su anchura en el que no había nada —desde el vidrio coloreado de las ventanas hasta las antiguas cartas marinas que cubrían las paredes por encima del revestimiento oscurecido por el tiempo— que pudiera señalarse y de lo que decir: «Eso no pega en un despacho»; y no había nada —desde el negro mate del escritorio ricamente tallado que ocupaban el señor Cayterer y su secretaria hasta el picaporte de hierro forjado de la puerta por la que habíamos entrado— que sugiriera un rastro de la rígida angulosidad y la dura brillantez que hace a los mobiliarios modernos tan repelentes.

El señor Cayterer se puso en pie para estrecharnos la mano; era un hombrón, casi tanto como papá y más o menos de la misma edad, unos sesenta y tres, pero uniformemente afeitado (papá ostentaba un desaliñado bigote gris) y sin la rubicundez de papá. Podría haberse esperado una complexión sanota en un ingeniero de minas, aunque en descargo del señor Cayterer había que decir que su color cetrino se debía a que era antes promotor que ingeniero.

—Siéntese, señor Thin —nos dijo a papá y a mí; y a su secretaria—: Eso es todo por el momento, señorita Brenham.

—Sí, señor Cayterer.

No nos había mirado ella cuando entramos en el despacho y tampoco lo hizo ahora mientras recogía las cartas, el lápiz y el bloc, y salía. Era una joven marcadamente atractiva, de no más de veinte años, de pelo color limón suave y unos ojos de un azul especialmente claro.

El señor Cayterer abrió una cajita de teca que en realidad era un cofre lleno de puros y nos ofreció. Papá cogió uno mientras yo sonreía agradeciéndoselo y rehusando.

—Thin —le dijo el promotor a papá cuando ya hubieron encendido sus puros— hay alguien que me está... crucificando.

Papá se pasó el puro de la comisura derecha a la izquierda sin tocarlo con la mano.

—¿Le está o le ha estado crucificando, o lo está intentando?

El señor Cayterer se quitó el puro de la boca y, haciéndolo girar entre los dedos, lo observó sin demostrar satisfacción alguna. El puro, según observé, ardía bastante mal, detalle que no dejaba de tener su importancia.

—Bueno, ya me ha puesto dos clavos y está martilleando el tercero.

—Bien. Echemos un vistazo a los dos que ya le ha puesto.

—Ya llegaremos a eso. Thin. ¿Sabe algo de China? ¿De los asuntos actuales en China?

—Sólo que los chismes que venden en el barrio chino no vienen de allí.

—Ya es algo —replicó con gravedad el promotor y frunció el ceño otra vez observando su desigualmente encendido puro.

Cogiéndome las manos sobre el regazo, contuve mi impaciencia, mi impulso de retorcérmelas. Nadie que hubiera leído en El Juglar mis expresiones de aprecio por los poemas de Danko podría haberme acusado de no sentir simpatía por los primitivos; pero, con todo y con eso, al escuchar los símiles desenfadados y las bromitas insignificantes con que papá y el señor Cayterer no paraban de dar rodeos al negocio (el que fuera) que nos había llevado allí, tuve la impresión de que podían haberse ahorrado todos aquellos circunloquios y aquellas supervivencias indias de la pipa de la paz y del fuego de campamento en favor de una concisión y de una claridad más modernas.

—China tiene un gobierno central —abordó el promotor el asunto de nuestra reunión, por fin—, pero no sirve para nada. A lo mejor mañana hay un presidente, un dictador, un emperador nuevo. La verdad es que no importa demasiado si cambia o lo que resulte ser. El poder lo tienen los tuchuns... los gobernadores de las provincias. El gobierno central existirá cuando alguno de los tuchuns sea lo suficientemente poderoso como para comprar o para derrotar a los demás. A mí me parece que sé quién va a ser ése... y por eso estoy metido en esto.

»Su nombre no importa, pero el caso es que él, el tuchun al que me refiero, y yo somos viejos amigos. Hemos hecho negocios juntos y lo que es más, hemos ganado dinero. ¡Pues mire! Los Estados Unidos son los Estados Unidos y China es China, pero la política es la política y la gente es la gente. Los principales candidatos del momento para dirigir China son Chang Tsolin y Feng Yuhsian, seguidos de algunos pocos algo menos poderosos. Ya llevan haciendo de las suyas cierto tiempo y están más o menos equilibrados. Uno que gana por aquí, el otro que gana por allá. Ninguno tiene fuerza suficiente para descolgar a los demás; un empate, en resumidas cuentas.

»¿A que les suena de algo, eh? Les suena a convención presidencial norteamericana con todas las de la ley, ¿a que sí? Y bien, ¿qué pasa aquí cuando hay un par de candidatos empatados? Se lo diré. Que alguno en quien no se había pensado, pero que ha estado haciendo la guerra por su cuenta, se zafa y se hace con el cargo. Bueno, pues el tuchun que se zafa, en este caso, es mi amigo. Es una apuesta, tiene buenas posibilidades de ganar, pero necesita apoyo, dólares frescos. Si gana habrá concesiones... minas y hasta puede que petróleo. Si pierde, nada de nada. Es una apuesta pura y simple... se pone el dinero y se arriesga uno. Pero es una apuesta calculada porque yo conozco a mi hombre y está a la altura de las circunstancias.

»Yo no tenía el dinero para hacer la apuesta por mí mismo y tampoco apostaría si lo tuviera. Ya tengo demasiados años como para meterme en algo hasta el cuello. Así que formé un sindicato, metí a otros cuatro a los que no les importaba arriesgar algo de dinero en ese juego. Todos pusimos nuestra parte y el dinero estaba listo para ser embarcado a China... cuando llegó el primer clavo.

De un cajón de su escritorio sacó el señor Cayterer un sobrecito blanco que alargó a papá. Levantándome, lo miré por encima de su hombro. Llevaba un sello japonés y matasellos de Kobe y estaba escrito con una caligrafía pesada e irregular:

Señor Don Hopkins F. Cayterer 1021 Seaman's Bank Building San Francisco, California, EE UU

La carta que llevaba dentro, escrita por la misma mano, rezaba:

Mi querido señor Cayterer:

Gracias a una afortunada coincidencia me encuentro en situación de serle de gran ayuda. Se trata de un asunto inmediato, aunque si actúa con rapidez puedo impedir que sus relaciones con el Honorable K. merezcan la atención de la prensa.

El giro hecho desde Nueva York deberá ir a mi nombre, pero debe enviarlo al señor B. J. Randall, Lista de Correos, Los Ángeles, California. Esta carta deberá llegar a sus manos antes del diez de este mes y el giro habrá de llegarle al señor Randall el quince como muy tarde. Confiando en que usted no ponga en peligro sus proyectos asiáticos mediante incautos movimientos, quedo suyo afectísimo,

FITZMAURICE THROGMORTON

P.D. Bastará con diez mil dólares. T.

—Bien. —Papá volvió a pasearse el puro por la boca y dejó la carta en el escritorio—. ¿Le conoce?

—No le había oído nombrar nunca. —Y luego el señor Cayterer dijo lo más sorprendente—. Le envié los diez mil.

Papá expresó su asombro con tres palabras que no necesito repetir aquí. Mi sorpresa fue de igual calibre que la de mi progenitor; parecía absurdo que un hombre del calibre del señor Cayterer se hubiera sometido a una exigencia tan descarada.

—Ya ve que me ha cogido —defendió el señor Cayterer su disparate—. A lo mejor no sabe nada de nada y sólo está tanteando. Es seguro que no puede probar nada. Pero eso no sirve de nada. Con una simple alusión se nos va todo al garete. ¡El Departamento de Estado no me echaría una mano si se enterara! Y además están los tuchuns rivales, los japoneses, los rusos y los británicos, y hasta los que apoyan a mi hombre. Se le echarían encima como una tonelada de piedras si se olieran la jugada antes de que él estuviera listo para apretar el gatillo.

»Si gana, nos importará bien poco lo que chillen todos los demás. Nosotros sacaremos el jugo y ya pueden desgañitarse que no les va a servir de nada. Pero una sospecha ahora lo echaría todo a perder. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ya sé que pagar dinero para tapar bocas es una tontería, pero ahí me tiene: millones si ganamos, pero tres líneas en un periódico nos derrotan. ¿Qué otra cosa podía hacer sino enviar al tal Throgmorton su dinero y esperar a que lo tuviera, se corriera una juerga y se pusiera la soga él mismo?

—¿Intentó en algún momento enganchar a esos pájaros? —preguntó papá, con una voz y una cara que indicaban a las claras en lo poco que tenía a aquella disculpa que había dado el promotor.

—Sí, lo intenté, pero no me sirvió de gran cosa. Mandé un mensaje a China para que controlaran a los japoneses, y a Randall le he buscado de arriba abajo por todo Los Ángeles sin resultado. Nos ha paralizado no poder acudir a la policía. Luego supe de ellos por segunda vez.

Sacó otra carta, similar a la primera, en la que Throgmorton le agradecía el giro, declinaba su invitación para acudir a una reunión, sugería que en interés del secreto el enviado del señor Cayterer haría mejor en no seguir metiendo las narices en los asuntos suyos (los de Throgmorton), declaraba que algunos imprevistos surgidos hacían necesaria la entrega de veinticinco mil dólares más e indicaba al señor Cayterer que le enviara un giro por esa cantidad a B. J. Randall, a la Lista de Correos de Portland, Oregón.

—¿Y...? —preguntó papá.

—Los envié.

—Bueno. Vamos a ver, ¿qué piensan sus socios, los demás miembros de su sindicato, de su generosidad?

—Es que... —en la voz del promotor se notaba una extraña reticencia mientras su mirada se posaba fijamente en un sillón alejado— todavía no saben nada de estas cartas. ¿Le ha chocado algo..., algo en especial en esas cartas?

—Es papel norteamericano, pero eso no quiere decir nada.

—La letra... —y el señor Cayterer dejó de mirar el sillón alejado y nos miró a papá y a mí con ojos de orador que está a punto de sorprender a su auditorio—. La letra es mía.

A eso yo no dije nada, mientras papá volvía a decir «Bueno».

—Lo es. No exactamente la mía, comprende, pero... bueno, es como si yo quisiera disimular la mía, como si no quisiera hacerla igual de bien.

—¿Y por eso no se las ha enseñado a los demás?

—Sí, bueno, esa es una de las razones. Lo mismo creían que estaba intentando engañarles. Pero habría estado tentado de hacerme cargo de las pérdidas y haberme quedado callado de todos modos. Hay un par de miembros del sindicato que se asustan con nada.

—Señor Cayterer —dije yo haciendo mi primera aportación a la discusión—. Queda fuera de toda duda que usted no escribió esas cartas, ¿no?

—¿Cómo? —La cara se le puso más sonrosada que la de papá, y por la boca abierta se le veía más de un empaste— ¿Pero qué demonios se piensa que soy? —dijo.

—¡Compórtate, Robin! —me ordenó tajantemente papá.

—Hay que descartar esa posibilidad —insistí, resistiéndome a ser intimidado— y me gustaría que me contestara.

El promotor quitó de un manotazo a la mesa el puro que se le había caído de la boca cuando la abrió tan inopinadamente, y me miró como si fuera una cosa no muy agradable que viera por primera vez.

—Lo ha adivinado —accedió a mi requerimiento al fin—. Por supuesto que no las he escrito yo.

—Gracias, señor Cayterer —y me sumí de nuevo en el silencio.

—¿Y después? —preguntó papá al promotor mientras me miraba ceñudo.

—Ayer tuve otra carta... ésta.

También estaba escrita con la misma letra, firmada por Fitzmaurice Throgmorton y con matasellos de Kobe, Japón; y ordenaba que se hiciera un giro de cien mil dólares al ya conocido Randall, Lista de Correos, Spokane, Washington.

—¿Ha picado en esta ocasión?

—¡No! —El señor Cayterer estaba sentado muy derecho, con la boca tan apretada que le sobresalía la papada; con cierto dramatismo, dio una palmada en la mesa con una mano más bien carnosa—. Ya le he pagado bastante. Ahora le voy a pagar a usted. Coja a esa gente. Dígales que vale con lo que ya tienen, pero que no hay más. Si quieren reventarme la jugada... ¡de acuerdo! ¡Se van a ganar la cárcel!

Papá no era persona que se impresionara fácilmente por la elocuencia o el fervor o los gestos apasionados.

—¿Y qué ocurre si se ríen de mí cuando les diga eso? —preguntó—. ¿Les digo que sólo era una baladronada o quiere que los meta en el saco de verdad?

El señor Cayterer frunció su frente pálida y se restregó la barbilla carnosa con la misma mano con la que hacía un momento había dado una palmada enérgica sobre el escritorio.

—Bueno, no me gusta ir tirando el dinero por ahí como si fuera confeti. Si no los puede espantar supongo que tendré que pagar algo. Duele que le tomen a uno por un primo, pero hay tanto dinero metido que tampoco se puede dejar que el orgullo nos pueda. Usted los encuentra y hace lo que sea posible. Usted sabe manejar a esa gente, Thin. Pero, entiéndalo: nada de líos, ¡nada de meter a los federales!

—Ya, ya. Bueno, y los de su sindicato..., ¿quiénes son?

—¿Es necesario?

—Sí. No trabajo a ciegas.

El señor Cayterer miró la mesa, se aclaró la garganta, siguió mirando la mesa mientras hacía un puchero, volvió a carraspear y dijo:

—Está bien. Tom Aston, de la Golden Gate Trust Company; el capitán Lucas, del consorcio naval Lucas-Born, y Murray Tyler y el juez DeGraff, de la firma de abogados del mismo nombre.

—Bien. Otra cosa, aparte de usted y de ellos, ¿quién más conoce el asunto?

—Nadie más conoce el... plan. Mi secretaria, por supuesto, y mi sobrino, pero ellos...

—Cuénteme de su secretaria. ¿Es esa chica que estaba aquí cuando entramos?

—Sí, y puede olvidarse de ella en este asunto. La señorita Brenham lleva dos años conmigo, lo cual no es demasiado tiempo, es posible, pero sí suficiente como para saber que es totalmente de fiar.

—Bien. —El escaso valor que papá concedía a las opiniones de nuestro cliente casi se traslució en el tono con que dijo su palabra favorita—. ¿Y su sobrino?

—Ford..., se llama Ford Nugent..., es el hijo de mi hermana. No tiene padres. Es un jovencito alocado y cabal, aunque no creo que nadie le haya puesto a prueba todavía. Ha andado mucho por ahí, conoce Asia, así que me hice con él cuando salió esto, con la intención de enviarle para allá a que echara un ojo por mí cuando pusiéramos en marcha el plan.

—¿Y el resto de sus empleados?

—No saben nada de nada.

—Quiere usted decir que cree que no saben nada. ¿Quiénes son?

—Bueno, está John Benedick, jefe de administración, que lleva conmigo diez años o más; Carty, el contable, que lleva diez años, y Fraser y Ert, administrativos, y Ralph, el botones, que es hermano de la señorita Brenham, y Petrie, un delineante, y la señorita Zobel, dactilógrafa y archivera. Hay más, pero trabajan fuera y ninguno de ellos ha venido por la oficina desde que surgió este plan de China. Sin embargo, ninguno de los que he mencionado puede haberse enterado de nada.

—Queremos sus direcciones —dijo papá como si el señor Cayterer no acabara de decir nada— y también la de su sobrino. ¿Y su hombre chino en la sombra?

—¿Qué?

—¿Le timaría él?

—¿Y para qué? —El señor Cayterer se mostró desdeñoso—. ¡Pero si le voy a proporcionar dólares mientras que estos chantajistas sólo se están llevando centavos!

—Pero, ¿y su gente?

—Ahí puede ser. La filtración debe de ser por su lado. Pero él puede moverse allí mejor que nosotros y podemos confiar en que se ocupe de ello. ¡No tiene un pelo de tonto!

—¿Qué le respondió cuando le dijo que había una filtración?

—Me contestó que pagara lo que se me pedía y que se lo dedujera de su fondo, y prometió que si la filtración era por su parte no habría muchas más de esas exigencias.

—Bien. Y respecto a los dos giros que ya envió..., ¿los han cargado ya al banco?

—No, por lo menos hasta las diez de la mañana de hoy.

—¿Ha enviado ya algo del dinero del sindicato al tuchun?

—No. El primer envío tenía que haber salido hoy, pero no quiero hacerlo hasta que no tenga una idea de cómo vamos a salir de este asunto.

—Pues tanto mejor —decidió papá—. En su caso, yo lo retendría hasta ver qué hay en el fondo de todo esto. ¿Anda por aquí su sobrino?

—Ahora no. Estará por la tarde, si quiere hablar con él. Pero puede fiarse de mi palabra cuando le digo que Ford es cabal.

—¿Conoce esas cartas de chantaje?

—Sí.

—¿Y qué dijo?

—Me aconsejó que no pagara un céntimo. Pero es que es joven.

—Bien. Que venga la chica.

El señor Cayterer apretó uno de los botones oscuros de los muchos que tenía en su escritorio y casi inmediatamente se abrió la puerta para dejar pasar a la secretaria, los ojos azules atentos a su patrón, listos en la mano el lápiz y el bloc.

—No voy a dictarle, señorita Brenham. El señor Thin quiere charlar con usted sobre el asunto de China. Le he contratado para que lo resuelva.

—Oh, sí, señor Cayterer —dijo enfrentándose a papá y a mí.

—¿No quiere sentarse, señorita Brenham? —le dije, ofreciéndole el sillón del que me había levantado.

—Oh, gracias.

—¿Qué piensa usted de este asunto de Throgmorton? —le preguntó papá mientras yo me buscaba otro sillón.

Ella miró inquisitivamente a su patrón, que intervino.

—Quiero que responda a las preguntas del señor Thin como si se las hiciera yo, señorita Brenham.

—¡Creo que es una vergüenza —exclamó, mirando a papá con sus ojos azules singularmente claros—, que los maravillosos planes del señor Cayterer se vean interferidos de semejante manera!

Sabía que a papá no le iba a gustar la respuesta, y no le gustó.

—Lamentabilísimo —se mostró de acuerdo en un tono que expresaba una indiferencia absoluta hacia su opinión—, aunque no es eso exactamente lo que pretendo saber. ¿Dónde le parece que se ha producido la filtración?

—Bueno, el señor Cayterer cree que...

—Un momento. Las ideas del señor Cayterer pueden ser acertadas o equivocadas. En cualquier caso, ya las conocemos. Lo que quiero saber ahora son las suyas, si es que tiene alguna. ¿Usted cree que la filtración se ha producido en esta oficina?

—¡Oh, no, señor! Yo creo que las cartas, al venir de Japón, demuestran que la filtración, como usted la llama, debe de estar allí.

—El chantajista podría tener allí un cómplice —le indicó papá—. Pero ya sabe, el hecho es que el dinero debe pagarse en este país.

La joven miró al señor Cayterer, quien interrumpió el encendido de un puro para mostrarse de acuerdo:

—En eso tiene razón, Thin.

—¡Oh, sí! —La mirada de la señorita Brenham mostraba una admiración evidente—. ¡Nunca se me habría ocurrido!

—¿Ha hablado con alguien del plan del señor Cayterer?

—Oh, no, señor. Con nadie.

—Se equivoca. Me refiero a si ha hablado con cualquiera... si no lo ha comentado nada más que con éste o con aquél.

—Oh, con el señor Cayterer y con el señor Nugent, pero con nadie más. Naturalmente que no pregono los asuntos del señor Cayterer y menos si se me previene.

Papá se levantó y le dijo al señor Cayterer:

—Consíganos esa lista.

—Gracias, señorita Brenham —dije calurosamente mientras los dos nos levantábamos, intentando así compensar la brusquedad que papá le había demostrado.

Antes de que pudiera responderme, el señor Cayterer le ordenó:

—Señorita Brenham, ¿quiere hacer una lista de los nombres y las direcciones de toda la plantilla de la oficina?

—Incluyendo a Nugent y a los empleados anteriores, por supuesto, a todos los que hayan trabajado aquí durante los últimos... digamos tres meses —añadió papá.

—Oh, de esos no hay ninguno, ¿verdad, señor Cayterer?

—No.

—¿A qué hora estará esta tarde el señor Nugent? —preguntó papá mientras esperábamos a que la joven regresara con la lista.

—A las tres.

—Vendremos a verle.

—Muy bien. Yo no estaré, pero dejaré dicho que les espere.

A los pocos minutos, la señorita Brenham trajo la lista y papá y yo la cogimos y salimos.

—¿Qué te parece, Robin? —me preguntó papá ya en la calle.

—Pues que no estoy en absoluto satisfecho con nuestra decisión de aceptar el caso —respondí—. Moralmente, ya que no legalmente, nos hemos convertido en cómplices del asunto chino del señor Cayterer, asunto que, como sabes, es pura y simplemente una violación de...

—¡Cállate! —Papá habló tan secamente que un hombre que iba justamente delante de nosotros dio un respingo, le miró por encima del hombro con ojos sobresaltados y se dirigió hacia el bordillo para apartarse de su camino—. ¿Qué te parece esa Brenham? —prosiguió papá en un tono más moderado.

—Pues que nuestra señorita Queenan bien podría aprender de ella algo de comportamiento secretarial.

—¿Crees tú, no? —Papá se plantó abruptamente en medio de la acera. El hombre que se había asustado un momento antes, y que ahora venía detrás de nosotros, tropezó con él y se escabulló del ceño de papá como si peligrara su vida—. Así que por eso estás siempre metiéndote con Florence. —Papá dirigió su ceño hacia mí—. ¡Así que no saluda ni es lo suficientemente zalamera! Bueno, ¡pues déjame que te diga, jovencito, que el día que haga el más mínimo intento de ponerse cursi conmigo como esa Brenham hace con Cayterer, tendrá que ponerse a leer los anuncios de empleo! No me gusta esa Brenham —prosiguió mientras dejaba libre la acera y echaba a andar otra vez hacia la oficina—. Cualquier día le saca los hígados a Cayterer. ¡Es una arpía!

Me negué a contradecirle, aunque mi expresión debió de darle a entender que yo estaba muy lejos de compartir su aversión (que yo tenía por injusticia) hacia una joven cuyos modales me habían impresionado muy favorablemente.

—Será mejor que vayas a ver cómo está Ford Nugent esta tarde —dijo papá cuando entramos en nuestro edificio—, y si te topas con esa mujer, no dejes que te ciegue. —Y añadió, cómo no—: ¡Es una arpía!

—Sí, señor —respondí calladamente.

Eran las tres y cuarto cuando regresé a las oficinas del señor Cayterer.

—¿Está el señor Nugent? —pregunté al chico que nos había recibido por la mañana.

—Sí, señor. ¿Es usted el señor Thin? Bien, está en el despacho del señor Cayterer. Es al fondo a la derecha.

Allá me fui, así dirigido, y abrí la puerta del despacho del promotor sin llamar, una libertad que no debía haberme permitido en otra ocasión y de la que inmediatamente me arrepentí, aunque luego lo lamentara menos. Al abrir la puerta, pues, sorprendí a la señorita Brenham siendo besada (y, por lo visto, respondiendo al beso) por un joven alto de pelo castaño despeinado por encima de un rostro delgado y moreno.

Los participantes en aquella representación tan abiertamente poco laboral estaban de pie al lado del escritorio del señor Cayterer, abrazándose sin reparos y, tras el mensurable instante que sus músculos requirieron para reaccionar al chasquido de la puerta, volvieron su rostro hacia mí. Entonces la joven se separó inmediatamente de su ¿debo decir cómplice?, mientras él me miraba como si yo no le gustara en absoluto.

—¡Les ruego me perdonen! —exclamé.

—Tiene motivos.

La blanca línea de una cicatriz que atravesaba en diagonal la frente morena del joven le daba así, con las facciones teñidas por la contrariedad, un aspecto particularmente siniestro que, con todo, quedaba atemperado por la total ausencia de brutalidad en su cara.

—Me citó el señor Cayterer. —No quería que sospecharan que había estado espiándoles deliberadamente—. El chico me dijo que entrara sin más. Le aseguro que de otro modo no me habría atrevido a entrar sin llamar y, créame, no tenía la menor intención de meterme... de entrar en semejante momento.

El joven parpadeó sus ojos grises y los volvió hacia la señorita Brenham, quien, con la cara progresivamente más sonrosada, recogía papeles de la mesa de su jefe. Cuando volvió a mirarme ya no parpadeaba y tenía una mirada humorística en la cara.

—¿Usted es el mamporrero del detective?

Asentí, aunque no me gustaran especialmente las palabras que había seleccionado para definirlo.

—¡Qué le parece! —Me miró despacio y cautelosamente, de los pies a la cabeza—. ¡Debe usted de ser bueno! Nunca he visto a ninguno que lo pareciera menos o que actuara y hablara menos como... y ya conozco unos cuantos... hasta ha habido algunos que me han metido en la cárcel.

—¿Usted es el señor Nugent? —pregunté, pasando por alto momentáneamente su confesión que, ciertamente, no le hacía ningún favor.

—Sí, y usted es Thin. Vamos a sentarnos y a poner las cosas en claro.

Se sentó en el sillón del señor Cayterer mientras yo me sentaba en el que papá había ocupado por la mañana y la señorita Brenham, llevando sus papeles, cerraba la puerta suavemente al salir.

La entrevista que siguió fue más bien infructuosa, por cuanto el joven se negó, con terquedad, a contarme nada de él que mereciera la pena.

—El tío Hop puede darle información sobre mí —insistió—. Yo no le diré nada que no quiera que sepa él y él ya sabe todo lo que yo deseo hacer público.

—Pero señor Nugent, esto es un asunto importante y las reticencias que en circunstancias normales pueden ser oportunas y absolutamente justificadas, pueden ser inapropiadas en las presentes, en lo que creo que usted estará de acuerdo conmigo.

Terminó de liar un cigarrillo, lo encendió y medio sacó un cajón para poder apoyar los pies.

—Para el tío Hop sí es serio y a lo mejor para usted, pero para mí no. Yo sólo estoy contratado. Un viaje, quizá algo de movimiento y un sueldo. Y todos los líos que surjan juegan a mi favor porque aumentan el movimiento, y hasta el sueldo a lo mejor. —Hizo hincapié en la deslealtad de aquella declaración irrepetible con una sonrisa atrevidamente imprudente en medio de una nube de humo—. Así que no espere que me lamente de sus dificultades.

—Habló hace un momento, señor Nugent, de haber sido detenido por «algunos», refiriéndose a los detectives, «que le metieron en la cárcel»; fueron sus palabras, creo. ¿Le importaría decirme en qué circunstancias?

—¡Suerte perra, chaval! —Tendría que haber señalado antes que no tenía más de veintiséis o veintisiete años, es decir, como unos cinco años menos que yo, por lo cual aquello de «chaval» sonaba perfectamente ridículo—. Nosotros los criminales no vamos por ahí aireando nuestras fichas.

La entrevista fue, de verdad, de lo más insatisfactorio; rehusó, pese a toda la fuerza de persuasión que pude ejercer, a ayudarme en lo más mínimo, exteriorizando la más completa indiferencia ante las dificultades de su tío y sosteniendo que su único interés radicaba en la paga que recibiría y en el hecho de que, según sus palabras, tendría la ocasión de pegarle un tiro a alguien. Al cabo de tres cuartos de hora me di cuenta de que ya había aguantado lo suficiente todas aquellas tonterías y así, sin otro intento de ocultar mi desaprobación que el requerido por la más elemental educación, di por terminada la entrevista marchándome sin más.

En el despacho de papá, cuando volví, les encontré a él y a la señorita Queenan sentados a su escritorio, con el periódico de la tarde desplegado ante ellos. Leer los periódicos del día con cuidado era una obligación de nuestra dactilógrafa, recortando y archivando todos aquellos artículos que pudieran resultarnos de interés; es decir, todos los artículos que hablaran de delitos o de personas que parecían haberse visto implicadas, o realmente implicadas o afectadas por delitos. Por este sistema nos habíamos hecho a lo largo de varios años con una documentación de este tipo verdaderamente valiosa. Aunque en esta ocasión, según me acercaba al escritorio de papá, vi, como ya había sospechado porque no era infrecuente, que lo que llamaba la atención de papá y de la señorita Queenan no era nada más que la página de tiras cómicas.

—¡Como no dejes de husmear en lo que hago te voy a dar con algo, Robin! —Papá levantó la vista de su, podría decir insulso, entretenimiento para amenazarme—. ¿Viste a Nugent?

—Sí, señor, aunque sin demasiado éxito. Me pareció un joven bastante irresponsable, por no decir estúpido, de conversación meramente chistosa.

—Bien. He averiguado algunas cosas de él. Dejó el instituto para enrolarse durante la guerra. Hasta que terminó la guerra estuvo en campamentos de entrenamiento. Su entrenamiento le llevó a Suramérica, a Asia y luego a los Balcanes, y lo utilizaba en la primera pelea que surgía. El año pasado pasó un par de meses en Japón. No tiene más parientes que Cayterer, ni más trabajo que ser mercenario, ni dinero.

—Eso está muy bien, señor —dije—. Sí hay una cosa que he descubierto. Cuando entré en el despacho del señor Cayterer, Nugent y la señorita Brenham estaban dedicados a... bueno, a cierta demostración afectiva.

La señorita Queenan dio un respingo con la cabeza para sacarse el corto pelo moreno de los ojos, mostrando así que los ojos se le habían puesto brillantes.

—¿Quiere decir besándose?

—Eso es, señorita Queenan.

—Bien —gruñó papá—. Eso puede resultarnos útil, pero no hay nada de particular en que un jovencito bese a la secretaria de su tío. Si no la besara a lo mejor quería decir algo.

—¿Es guapa? —preguntó la señorita Queenan.

—Pregúntele a Robin. ¡A mí me parece una arpía!

—Tiene —dije juiciosamente— un aspecto bastante atractivo.

—¡Rubia, como si lo viera!

A eso no respondí, ya que la pertinencia de la conclusión no se me alcanzaba, como tampoco por qué medios habría llegado a ella la señorita Queenan.

—Mire, señor Thin —la señorita Queenan seguía llamándonos a la cara «señor Thin», aunque yo sabía que hablando de nosotros a otras personas normalmente dejaba la distancia entre empleado y patrón reducida al mínimo—, eso no se lo irá a decir al señor Cayterer, ¿no?

—¿Y por qué no? —pregunté, aunque lo que me habría gustado preguntar era con qué derecho cuestionaba ella mis intenciones; pero de ahí habría pasado a discutir con papá, que la estimulaba deliberadamente a meterse en nuestros asuntos.

—Porque..., porque no es asunto suyo. ¿O sí? —ella buscaba el apoyo de papá.

—De ninguna manera —asintió papá como si estuviera de acuerdo. Pero que fuera sincero era absurdo; sencillamente, nunca se ponía de mi parte si la que estaba enfrente era la señorita Queenan, independientemente de las cosas absurdas de las que, con semejante práctica, tuviera que declararse partidario.

—Pues yo creo que sí —mantuve—. Nos ha contratado para proporcionarle información sobre sus asuntos y la información que consigamos es de su propiedad.

—Estoy sorprendida, señor Thin. ¡Y siendo poeta...!

—Señorita Queenan, bien es verdad que por inclinación y vocación soy poeta, pero también es verdad que por compulsión paterna soy detective, de modo que, por tener que serlo, me propongo ser lo más eficiente y consciente que pueda ser un detective. Que algunos aspectos de mi trabajo me son y me han sido siempre desagradables, creo que no es ningún secreto, pero no puedo gandulear a cuenta de eso.

Papá aplaudió con cordialidad exagerada, batiendo palmas ruidosamente.

—¡Ése es mi hijo, Florence! —fanfarroneó con el orgullo burlón que le gustaba aparentar—. ¡Sangre fría como un renacuajo! Una joya, ¿eh?

—¿Sabe lo que creo? —dijo ella—. ¡Creo que éste está quedándose con la tal señorita Brenham y está delatando a Nugent por puros celos!

—Puede ser. —¿Qué puede decirse ante acusación tan estúpida?— Sin embargo, considero que descuidaría mi deber si ocultara esta o cualquiera otra información de esa clase al señor Cayterer, de modo que desde luego se lo diré.

Lo hice a la mañana siguiente, en su despacho.

—No es nada que me sorprenda —dijo con la cabeza gacha, mientras enrollaba un cigarro, como si no se diera cuenta de que lo estaba estropeando—. Ya sospechaba algo así. No cambia nada. He decidido enviar a Ford a China en el barco de esta tarde. Eso no tiene nada que ver con la filtración; de eso puede estar seguro. ¿Hay algo más?

No había nada más, se lo dije y me marché, deteniéndome un momento para averiguar por el botones que Nugent no había llegado todavía. Ya abajo, en el vestíbulo, me fui a una cabina telefónica y hablé con papá.

—Quiero vigilar a Nugent pero no puedo hacerlo yo, naturalmente, porque me conoce. ¿Puedes proporcionarme un detective?

—Sí. Smits está aquí. ¿Dónde estás?

—En el vestíbulo del edificio de Cayterer... el edificio del Seaman's National Bank.

—De acuerdo. Te mando a Smits.

Había confiado en que Smits llegara antes que Nugent de modo que pudiera mostrárselo al detective para haber terminado con aquella parte de la vigilancia, pero desgraciadamente Nugent entraba en el ascensor cuando yo salía de la cabina. Smits llegó cinco minutos después; era uno de los hombres que papá y yo contratábamos de cuando en cuando, un tipejo arrubiado con prematuras arrugas verticales en los pómulos y unos ojos pálidos y acuosos de asombrosa agudeza.

—Smits, hay un hombre al que quiero que sigas. Se llama Ford Nugent y lo más probable es que se vaya a China esta tarde en barco. Quiero saber qué hace entre este momento y su marcha. Llámame desde el muelle en cuanto se presente allí.

—Lo haré —prometió.

—Muy bien. Ahora es mejor que te coloques en la puerta de la calle, de modo que no nos vea. Cuando salga del ascensor me acercaré a hablar con él, como si yo fuera a entrar en el ascensor para subir a su oficina. Luego le sigues.

Lo cual no llegó a producirse, sin embargo: cuando Nugent salió del ascensor iba acompañado de la señorita Brenham y me cogió del brazo.

—¿Cómo está, señor Thin? —me saludó alegremente— ¿Cómo van todos esos pequeños misterios?

Parecía bastante regocijado, sin duda ante la perspectiva del viaje a China con «su posibilidad de pegarle un tiro a alguien».

—Buenos días, señorita Brenham. Buenos días, señor Nugent —respondí.

—¿Tiene un par de horas libres? —preguntó, y luego, como yo dudase—: No quiero decir que sea para perderlas. Ea, si se viene con nosotros y promete no entrometerse ni abandonarnos antes de que terminemos lo que tenemos que hacer, le prometo contarle una cosa sobre la filtración.

—¿De qué naturaleza? —inquirí observando a la señorita Brenham, que tenía sus ojos azules clavados con cierta perplejidad en la cara de su acompañante.

—Una cosa que le evitará dificultades, que quizá le aparte de las pistas falsas, aunque no es que yo vaya a aclararle todo.

—Muy bien —asentí—, les acompaño con esa condición.

—¡Bien! —Nugent me sujetó del codo con una mano, cogió a la señorita Brenham con la otra y nos apremió para que saliéramos a la calle—. ¡Tenemos prisa!

Al rebasar en el vestíbulo a Smits le hice una leve inclinación de cabeza para indicarle que no debía seguirnos y luego los tres nos metimos en un taxi que estaba esperando. Nugent dio al taxista un número de Post Street.

—¿Así que le ha contado al tío Hop lo que vio ayer? —me preguntó en cuanto el taxi se metió en el tráfico de Market Street hacia el oeste. Lo dijo al desgaire, pero vi que la señorita Brenham me miraba atentamente.

—Sí. No podía hacer otra cosa. Nuestro contrato estipula que tenemos que proporcionarle al señor Cayterer toda la información que consigamos, ni más ni menos.

—Aun así —dijo suavemente la mujer—, no estuvo bien.

—Quédese —se rió Nugent, mientras la cicatriz de su frente se le arrugaba por los extremos prestando a su risa un tono sardónico— y tendrá algo más que contarle.

La dirección de Post Street era la de un gran edificio de apartamentos en el que entró Nugent, dejándonos a la señorita Brenham y a mí en el taxi.

Aproveché la oportunidad para entablar conversación.

—¿Sabe el señor Cayterer lo que está usted haciendo, señorita Brenham?

—Todavía no.

—¿Cree que le parecerá bien?

—No lo creo. Y no me importa. ¡Espero que no le parezca bien! Ya no voy a volver... nunca. Me voy con Ford. ¡Gracias a Dios no tendré que volver nunca más!

—¡Venga, señorita Brenham! —protesté, porque lo había dicho con sorprendente vehemencia—, tampoco habrá sido tan malo... estar de empleada del señor Cayterer.

—Peor que eso. ¡No tiene ni idea, señor Thin! ¿Ha... ha oído lo difícil que le resultaba conservar a una secretaria, cómo ninguna se quedaba más de unas pocas semanas, antes de que yo entrara?

—Sí, señorita Brenham, lo he oído.

—¿Y se ha formado una opinión sobre el porqué?

—No, señorita Brenham —dije—, no tengo opinión.

—Bueno, me imagino que habrá escuchado otras opiniones. Y mejor habría sido que hubiesen sido acertadas, pero no lo eran. No había ninguna... ninguna relación social entre el señor Cayterer y sus secretarias. Para él una secretaria es... es un público o, como dice Ford, alguien ante quien pavonearse. Por eso no se quedaba ninguna mucho tiempo. Pronto todas lo veían claro y si alguna lo traslucía, y él era muy agudo, entonces se deshacía de ella.

—Verdaderamente, señorita Brenham, el señor Cayterer no...

—¡Lo sé! No es ningún idiota en absoluto. Pero por eso resulta tan repugnante. Puede... hace cosas verdaderamente grandes, notables.

¡Pero tendría que verle cómo las prepara! Al principio, indecisión y timidez que se esconden tras un aire de despreocupación. Luego se pone a hablar, a fanfarronear, a adoptar poses, en broma al principio, de modo que no se le pueda achacar nada si luego no tiene el coraje suficiente para llevarlas a cabo.

»Y ahí es donde juega el papel su secretaria. Ella debe aparentar quedarse con los ojos cuadrados y la boca abierta. Y luego él empieza a trazar las líneas maestras de un posible plan, proyectado, parecería, para hacer boquear a la secretaria. Y cada vez que se queda boquiabierta, saca más pecho y sigue añadiendo detalles atrevidos hasta que finalmente tiene un plan que es una maravilla de audacia y, lo que es más, se ha puesto en un estado de ánimo que le permite llevarlo a la práctica.

»Y durante todo el proceso, su secretaria sabe que el mínimo menoscabo en su adoración puede echar por tierra todo el asunto porque es un hombre al que sólo aguijonean los logros. Hay que cuidarle. Debe tener a alguien al lado que le jalee y le adule y le ronronee. Y el saber que con esa influencia puede hacer cosas tremendas y superar obstáculos inmensos, no sé por qué, pero le convierte en más repugnante aún.

»Y como yo lo comprendí desde el primer momento, por eso he estado con él mucho más tiempo que las demás. Yo entendí lo que de verdad él quería de mí, para qué me pagaba, y lo consideré tan parte de mi trabajo como lo que él me había explicado de palabra. Yo no fui deshonesta al hacerle fiestas y adularle, porque para eso me pagaba; pero era... repugnante..., es lo único que se me ocurre decir. Y cuando llegó Ford, ya no... ya no pude aguantarle por más tiempo.

Se detuvo y se puso a mirarse el guante que estaba retorciendo y luego me miró a mí, que miraba al taxímetro.

—¿Cree que exagero, no, señor Thin? ¿Cree que estoy desarrollando una extravagante teoría a partir de unos hechos más bien corrientes?

Eso era lo que yo pensaba, pero no me apetecía decirlo y tampoco quería engañarla. Mientras lo pensaba, ella se puso a hablar de nuevo.

—Mire, le puedo demostrar lo que quiero decir. Esas cartas de Throgmorton..., el señor Cayterer no me contó nada de las dos primeras hasta que ya había enviado los giros. La verdad es que no me contó nada hasta que yo me las encontré, o me encontré la tercera más bien. Lo que había hecho era lo que le sale naturalmente..., se había sometido a esas exigencias ridículas, había tirado treinta y cinco mil dólares porque no había tenido agallas para no someterse. A la media hora de haberme encontrado la tercera y de haberle dejado hablar de ellas y de lo que iba a hacer, ya había mandado a buscarles a usted y a su padre y había decidido no pagar más. Tan cierto como que estoy aquí sentada, señor Thin, podría contarle...

—¿La historia de tu corta vida? —preguntó Nugent, ayudando a una mujer joven muy delgada y con una falda cortísima a entrar en el taxi.

—Casi —dijo la señorita Brenham, sonrojándose—. Le estaba hablando del señor Cayterer.

Luego se dedicó a intercambiar besos e incoherencias salutatorias con la joven delgada, cuyo nombre, que me dijeron al presentármela, era Betty (supongo que Elizabeth) Bartworthy.

La casa ante cuya fachada nos escupió el taxi en seguida era una parroquia, en la que se casaron Nugent y la señorita Brenham. De la parroquia, en el mismo taxi, fuimos a casa de la novia, una vivienda pequeña de la calle Cuarta. La señorita Bartworthy y yo nos quedamos en el taxi mientras la recién casada pareja entraba en la casa.

—Sabía que le iba a cazar —dijo la señorita Bartworthy cuando se hubo cerrado la puerta.

—Es un hombre muy afortunado, estoy seguro —comenté cortésmente.

Deliberadamente, la señorita Bartworthy me hizo una mueca de lo más repulsivo..., distorsionando horriblemente sus facciones.

—¡Pero mi querida señorita! —exclamé.

Se rió y miró para otro lado, hacia la acera opuesta, mientras sus dedos finos acariciaban la superficie espinosa de un caballito de mar bañado en plata que llevaba colgado de un lazo negro.

No supe qué deducir de estos hechos y aunque no volvió a hablar, ni siquiera a mirarme, me sentí aliviado cuando los Nugent se reunieron con nosotros, bajando los escalones y cruzando la acera a la carrera, él cargado de bolsas y ella agitando la mano a modo de despedida hacia una mujerona que estaba en el último escalón de la casa, llorando o riendo.

Otra vez nos pusimos en marcha hacia el muelle, y ya nos quedaba poco tiempo.

—¿No le parece —sugerí mientras nos acomodábamos en el escaso espacio del que disponíamos— que ya que va a andar con prisas cuando lleguemos al muelle, podría contarme ahora lo que me ha prometido?

—Ah, muy bien.

En el muelle no hubo tiempo que perder. Tuvimos que correr, las dos mujeres en cabeza, mientras Nugent y yo peleábamos con las bolsas. Al costado del buque, Nugent me estrechó la mano una y otra vez mientras su esposa y la señorita Bartworthy se dedicaban a estropearse los sombreros.

—La píldora que le prometí: ¡ni Alma ni yo tuvimos nada que ver!

—No esperaba mucho —le grité mientras subía a bordo—, pero esperaba la verdad, cosa que usted no me ha dicho.

Su rostro moreno, al volverse hacia mí mientras subía, expresaba la evidencia de una perplejidad sincera.

—Si me deja en el Palace —me dijo la señorita Bartworthy mientras regresábamos al taxi— le prometo no asustarle con más caras.

—Estaba más desconcertado que asustado —protesté.

—Tanto mejor para usted.

No se habló más del asunto: ciertamente, era una mujer muy especial además de muy delgada.

—¿Y bien? —me dijo papá cuando entré en su despacho—. Smits me ha contado que te fuiste con un hombre y una joven.

—Nugent y la señorita Brenham se han casado y van de camino a China.

—¿A China?

—Sí, señor. El señor Cayterer me contó esta mañana que había decidido enviar allí a Nugent. La boda y lo demás debía de estar planeado tiempo atrás, porque tanto el certificado como los pasaportes estaban en regla.

—Bien —dijo papá—. Cayterer se lo merece..., ¿así que decidió deshacerse del muchacho después de lo que le dijiste? Debería...

—¡A ver qué le parece esto, señor Thin! —era la señorita Queenan casi irrumpiendo en el despacho, blandiendo un periódico doblado.

Papá lo cogió, lo leyó y me lo pasó.

—El tuchun en la sombra del señor Cayterer.

—Me apuesto un níquel —se mostró de acuerdo la señorita Queenan.

También yo me mostré de acuerdo cuando leí la noticia fechada en Cantón en la que se daba cuenta del hallazgo del cadáver de un tuchun de una de las mayores provincias chinas. La viuda del tuchun, su médico y su secretaria privada, habían sido detenidos, seguía diciendo la noticia, acusados de haberle envenenado y haber ocultado su muerte arguyendo que se había marchado a las montañas por motivos de salud. Se creía que habían depositado grandes sumas de dinero en un banco de París y que estaban a punto de abandonar el país cuando fueron detenidos.

—Esperando la contribución de Hop Cayterer antes de marcharse —dijo papá—. Vamos a verle.

El señor Cayterer estaba visiblemente molesto, preocupado, cuando nos hicieron pasar a papá y a mí a su despacho.

—No sabrán por casualidad qué... —empezó a decir en cuanto se hubieron terminado los saludos de rigor, y se detuvo—. La señorita Brenham, mi secretaria, salió ayer un poco antes del mediodía y no ha regresado.

No es que lo preguntara, pero tenía ese sentido.

—Su sobrino y ella se han casado y se han ido juntos.

Asintió lentamente con su gran cabeza cetrina, como si hubiera esperado semejante noticia o incluso como si la hubiera temido.

—¿Ha visto esto? —le preguntó papá, tendiéndole el periódico.

El señor Cayterer leyó el despacho de agencia de Cantón con una cara tan inexpresiva que yo empecé a tener mis dudas de que el tuchun de la noticia fuera el tuchun de los planes del señor Cayterer; pero cuando soltó el periódico sobre la mesa e hizo un gorgorismo con la garganta, vi que la inexpresividad de su rostro era la del vacío de la más completa consternación. El reflejo de la luz sobre el escritorio oscurecido le chisporroteaba en la frente en forma de centenares de perlitas de sudor.

—¿Es su hombre? —preguntó papá.

—Es mi hombre.

—Bien. Tiene suerte de que no le haya costado más que los treinta y cinco mil que envió a Throgmorton.

La inexpresividad desapareció del rostro del señor Cayterer para ser reemplazada por la sorpresa ante la idea de cuánto dinero podrían haberle costado aquellos tres delincuentes chinos tan remotos.

—Y ahora —prosiguió papá— podemos ir al departamento de correos para que nos ayuden a capturar al señor B. J. Randall.

—Sí, podemos —el señor Cayterer evitó la mirada de papá, sintiendo, supuse, que prefería aguantar sus pérdidas antes que admitir ante el mundo que le habían dado gato por liebre en dos ocasiones con tanta facilidad—, pero...

—Puede arreglarse —acudí en su ayuda— rápidamente sin publicidad indebida.

—¿Y eso? —me preguntó papá, suspicaz.

—Me gustaría —seguí dirigiéndome al señor Cayterer, pasando por alto la pregunta de papá— que me dejara a uno de sus empleados durante unos pocos minutos.

—¿Cuál?

—Me basta con el botones.

El señor Cayterer dio un golpe a uno de los timbres de su escritorio y apareció el chico de los ojos claros.

—Mira —me dirigí al chico con bastante severidad— ya has organizado suficiente jaleo con esas tonterías de tu Fitzmaurice Throgmorton y no quiero ni una más. ¡Tráeme los giros!

—¿Có... cómo dice?

—Digo lo que digo —respondí cortante—. Y no vuelvas a planear más ni un solo jueguecito de estos o las vas a pasar canutas con el departamento de correos. ¿Cómo te llamas de segundo..., James... o John... o Joseph?

—Jackson, pero...

—Me lo creo. Bueno, ¿dónde tienes los giros?

—Los tengo... no sé lo que quiere decir. Los tengo... en casa... pegados en una especie de álbum de recortes.

—¿Te enteraste de este asunto de China oyendo lo que hablaban tu hermana y Nugent?

—Sí... sí, señor.

—Y supongo que enviarías aviso a Los Angeles, Spokane y Portland para que te enviaran las cartas de Randall a la Lista de Correos.

—Sí, señor.

—Muy bien. Ahora vete a casa y tráete los giros.

El chico salió disparado.

—¡Pero bueno, qué me dice! —boqueó el señor Cayterer—. Pero ¿cómo... qué...?

—Muy sencillo —expliqué, levantándome y cogiendo el sombrero—. Sospeché de él en cuanto usted me dijo que las cartas tenían su caligrafía. Esa especie de refinamiento, bastante gratuito, puede que le llamara mucho la atención a él, pero bastó para delatarle. Casi siempre pasa que los botones imitan la caligrafía de sus jefes; no sé de ninguno que no haya copiado en alguna ocasión la firma del suyo. Es uno de los convencionalismos de esa profesión.

»Luego, al decirnos usted que era el hermano de la señorita Brenham, y descubrir que ella y Nugent mantenían una relación, supe de dónde podía haber sacado el muchacho la información. Seguro que discutían sus planes cuando él venía a verla por la tarde y el chico oyó lo suficiente como para seguir por su cuenta. Además, Fitzmaurice Throgmorton como alias tiene un tono decididamente juvenil, y hasta su inventor desconfió de él para usarlo en serio y se inventó el segundo sobrenombre, B. J. Randall, cayendo en un error bastante frecuente: no pudo desprenderse de su propio nombre, como le pasa a mucha gente, y retuvo sus iniciales, cambiándolas de orden.

»También era sorprendente que los giros no se hubieran presentado al cobro: independientemente de su honradez, un chico de quince años no podría hacer efectivo un giro de diez mil dólares. Pero me atrevo a pensar que no se trataba de dinero; se estaba divirtiendo con el elegante Fitzmaurice Throgmorton. La noticia de Cantón despejó mi última duda; esa gente estaba intentando timarle centenares de miles de dólares y este pequeño timo retrasaba su éxito, de hecho lo frustraba, de modo que no podían ser los responsables. En ese punto necesitaba alguna confirmación, porque la mente madura oriental con frecuencia resulta bastante afín a la mentalidad juvenil occidental.

—¡Pero espere! —objetó el señor Cayterer—. Están esas cartas. Usted las vio. Las franquearon en Japón.

—Perdóneme, pero no fue así. Los sellos japoneses pueden conseguirse en cualquier establecimiento filatélico y el matasellos es ridículamente fácil de falsificar. Y su botones, lógicamente, no tuvo mayores dificultades en meterle las cartas en su correo.

—No merece la pena discutir con él —aseguró papá al señor Cayterer, levantándose y ajustándose el sombrero con unos golpecitos—. Tiene razón. ¿Qué vamos a hacer ahora con ese chico?

La rabia contenida sonrojó la cara macilenta del señor Cayterer.

—Voy a...

—No le despida sin más —le aconsejó papá—. Aprovéchese de él, pero no le despida. Manéjele bien y valdrá lo que una docena de botones, por lo menos durante unas semanas, hasta que se le vaya pasando el remordimiento. Entonces podrá despedirle y le habrá sacado varias semanas de buenos servicios.

Y mientras flotaba el eco de este consejo, sí, absolutamente carente de escrúpulos, papá y yo salimos del despacho del señor Cayterer.

Obras completas. Tomo II. Relatos
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