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CASSIDY HUNDIÓ LA CARA en la almohada. Volvió a oír la voz y luego sintió una mano en el hombro. Supo que le estaban robando el sueño que tanto necesitaba. Había dormido durante muchas horas pero no le bastaban, y se moría por seguir descansando. Recordaba nebulosamente lo ocurrido con Mildred, y supo que por ello necesitaba tanto dormir. Se dijo que debía dormir doce o catorce horas.

—Vamos, levántate —le ordenó Pauline—. Te he subido algo de comer.

—¿Qué hora es? —inquirió Cassidy sin abrir los ojos.

—Cerca de las diez y media. —Le dio un tironcito del hombro—. Las diez y media de la noche y es hora de que comas algo.

Abrió los ojos y se sentó. Pestañeó y le sonrió a Pauline con aire aturdido. Miró más allá de donde estaba ella y vio la bandeja sobre la mesa. Iba a salir de la cama cuando recordó que estaba desnudo.

—¿Dónde está mi ropa?

—La camisa la tienes en esa silla y los calzoncillos están en el suelo.

—Escúchame, quiero el resto de mi ropa. Quiero mis pantalones y mis zapatos.

—Están abajo.

—Ve a buscarlos.

Pauline se tocó los labios con los dedos en un gesto de preocupación.

—Shealy ha dicho que si tenías toda la ropa, te vestirías y te largarías. Y no puedes largarte. Shealy ha dicho que tienes que quedarte aquí. Y Spann ha dicho…

—¿Qué te pasa, Pauline? ¿Le tienes miedo a Spann?

Pauline cambió de actitud. Echó la cabeza hacia atrás con aire desafiante.

—Vamos, sabes bien que no es así. Si Spann se mete conmigo, lo tumbo en el suelo y le doy de patadas.

—Bien, estupendo. Ahora vete a buscar mi ropa.

Se dirigió hacia la puerta, se detuvo y se volvió a mirar a Cassidy.

—Esconderé tu ropa en una manta. Les diré que tenías frío y que has pedido otra manta.

Cassidy no le contestó. Esperó a que se hubiese ido y se puso los calzoncillos y la camisa. Se dirigió a la mesa para ver qué había en la bandeja. Había un plato de guiso de cordero y pan con mantequilla. El guiso tenía buena pinta y despedía una nube de vapor. Se dio cuenta de que le acosaba el hambre y que tenía delante un plato de buen guiso. Contenía una buena cantidad de carne y la salsa era espesa y estaba llena de verduras. Se dijo que debía sentarse y disfrutar del guiso. Más tarde reflexionaría sobre su situación y planearía la huida. Pero lo haría más tarde, en ese momento, lo mejor que podía hacer era dar cuenta de aquel plato de guiso de cordero.

Se sentó a la mesa y empezó a comer. Se dijo que aquel era un guiso delicioso. Las únicas comidas que Lundy servía en el bar eran guiso de cordero, o de ternera o pies de cerdo encurtidos que venían en botes. A veces, Lundy se iba de pesca los domingos, y los lunes ofrecía cangrejos a diez céntimos la pieza, y los terminaba en seguida. Pero eso era sólo en verano, cuando abundaban los cangrejos. El verano pasado, Lundy lo había invitado a salir en la barca, y le resultaba placentero recordar aquel domingo cuando Shealy, Spann, Lundy y él estaban en la barca de remos buscando cangrejos. Habían llevado cabezas de pescado para atraer a los cangrejos; estos se volvieron voraces y se abalanzaron sobre las cabezas, ocasión que ellos aprovecharon para cazarlos manualmente con las redes, aquel había sido un domingo estupendo. Aquella noche, cuando volvieron a Lundy’s Place, se comieron hasta el último cangrejo y entre los cuatro se bebieron por lo menos doce o catorce litros de cerveza. Entonces, Lundy perdió todo control y empezó a repartir cigarros. Todos se reclinaron en sus asientos a fumar los cigarros; estaban repletos de cangrejos de pinzas azules y cerveza y se pusieron a hablar de la caza de cangrejos y de la pesca. Sin duda había sido un domingo estupendo.

No podía recordar muchos domingos como aquel. Aunque sí había unos cuantos semidecentes en los que iba al parque a ver cómo jugaban los críos. Solía sentarse solo, en un banco, y los niños jugaban; entonces él compraba caramelos y los repartía. Al cabo de un rato los críos entraban en confianza y se ponían a charlar con él y le contaban cómo eran sus mamás y sus papás y sus hermanitos. Eran niños de cuatro, cinco y seis años que pertenecían a familias numerosas y muy pobres, y en la mayoría de los casos iban solos al parque, salvo que los acompañara un hermano mayor que se sentaba por ahí a leer un tebeo sin prestarles atención. Era agradable hablar con los niños, pero al cabo de un rato la cosa se ponía difícil, porque empezaba a pensar que no tenía hijos, y le invadía una sensación de vacío, una especie de melancolía. Por otra parte, era una gran cosa que Mildred y él no tuvieran niños. Siempre le decía a Mildred que tuviera mucho cuidado de no quedarse embarazada, y ella siempre le contestaba que no se comiera el coco, que no tenía intenciones de que un rapaz cualquiera le fastidiara la vida.

Por ese motivo, casi todos los domingos habían sido espantosos. Este tipo de conversaciones. Este tipo de atmósfera. Siempre era así cuando salían de la cama y se vestían. Deambulaban por las pequeñas habitaciones del piso y se pasaban la vida interponiéndose el uno en el camino de la otra. Y sin embargo, al pensarlo…

No, se dijo. No iba a pensar en ello. No iba a pensar en nada hasta que no se hubiera acabado el plato de guiso de cordero con el pan y la mantequilla. Y cuando hubiera acabado de comer, no iba a clavarse puñales pensando en el pasado. Lo que debía hacer era trazar un plan para salir de allí esa misma noche y abandonar la ciudad antes de la mañana. En compañía de Doris. Sí, maldita sea, en compañía de Doris. Se preguntó por qué tenía que repetírselo de ese modo, con tanto énfasis. Tendría que salirle fácilmente, como quien dice algo natural: Doris y yo nos vamos de la ciudad esta noche. Así, automáticamente.

Se abrió la puerta y entró Pauline con una manta doblada. Al acercarse a la mesa, desdobló la manta y Cassidy vio los pantalones y los zapatos. Dejó de comer para ponerse los pantalones y los zapatos, y vio que Pauline se sentaba al otro lado de la mesa y lo observaba con aire preocupado.

Cassidy metió la cuchara en el guiso y comió un buen bocado, se metió un trozo de pan en la boca y miró a Pauline con el ceño fruncido.

Se tragó el guiso y el pan y le preguntó:

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Es tu ropa, creo que no he debido traértela.

Cassidy volvió a concentrarse en el guiso. Tomó la última cucharada, utilizó el último trozo de pan para limpiar el plato, luego se tragó el pan y bebió un sorbo de agua. Encendió un cigarrillo y convidó a otro a Pauline y le dio fuego.

—Pues te diré una cosa, no estás haciendo más que ayudarme.

—Pero Shealy ha dicho…

—Al diablo con lo que Shealy haya dicho. Fíjate cómo me ha arruinado el tío. Si no fuera por Shealy, estaría en plena forma.

—Ya lo sé.

—¿Y?

—Bueno, quizá convenga considerar este asunto desde varios ángulos…

—No eres tú quien habla así —la interrumpió Cassidy—. Estás hablando como Shealy. Es un consejo que no quiero y que no necesito.

—Pero cariño…

—Pero nada.

—Mira, cariño. Están tratando de planificar algo. Te tienen aquí por tu propio bien.

—Nadie me va a tener encerrado en ninguna parte. —Se puso de pie. A Cassidy le disgustó cómo lo miraba Pauline, cómo sacudía lentamente la cabeza.

Se alejó de la mesa y se puso a escuchar los ruidos procedentes del exterior. La aburrida persistencia de la lluvia, el aguacero continuo que duraría toda la noche y quizá todo el día siguiente.

Miró a la ventana con un humor de perros.

—Esta tarde te he pedido que hicieras algo por mí. Has dicho que lo harías.

Esperó que Pauline le respondiera y luego agregó:

—Te he enviado a buscar a Doris.

Volvió a esperar.

Se giró y miró a Pauline con rabia:

—¿Y bien? ¿Qué ha pasado? ¿La has encontrado?

—Claro.

—¿Qué quieres decir con eso de claro? ¿Por qué no la has traído aquí?

—La he traído —repuso Pauline.

Cassidy se llevó la mano a la mejilla y luego se apretó con fuerza la sien.

Pauline apretó los labios.

—¿Quieres que te cuente cómo está el panorama?

—No, ya lo veo.

Fue como si viera abrirse la puerta y a Pauline y a Doris entrando en el cuarto. Y luego a Doris de pie, en el vano, mirándolo a él y a Mildred dormidos en la cama.

—No te sientas mal por ello, a Doris no le ha importado —le dijo Pauline.

—¿Qué quieres decir con eso de que no le ha importado? —inquirió dando un paso atrás.

—Estaba borracha perdida. No se ha dado cuenta de nada.

Entonces fue como si viera a Pauline sujetando a Doris por el brazo para salir de la habitación y cerrar la puerta despacio. Fue como si viera la cama ocupada por él y por Mildred, y después, al cabo de un rato, fue como si viera a Mildred despertarse, levantarse, vestirse y salir. Se preguntó de dónde habría sacado fuerzas para levantarse de la cama. La había poseído con todo. Vaya hombre que era. Había visto un par de pechos desnudos y se había dicho que tenía que probarse a sí mismo que era un hombre. Tan interesado había estado en probar que era un hombre, que se había olvidado por completo de Doris.

—¿Sabes lo que soy? —murmuró—. Soy un artista del chasco. Voy, me monto toda una historia y después le corto la cuerda y dejo que todo se venga abajo.

—Cariño…

—Dejo que todo se venga abajo.

—Escucha, cariño…

—No sirvo para nada.

—Siéntate un momento y escúchame…

—¿Para qué? No sirvo para un carajo. Soy un pobre infeliz. Y eso no es todo. Soy un hipócrita vil y barato.

Pauline tenía una botella en la mano y sirvió un par de copas.

—Necesitas beber algo para animarte.

—Lo que necesito es algo que me deje inconsciente y me muela el cerebro.

Cassidy se bebió la copa, Pauline le sirvió otra. Y él se la bebió.

—Soy un hipócrita. Y te diré más. No hay nada más ruin y bajo que un hipócrita.

—Necesitas otro trago. Anda, toma la botella.

—Dame esa puta botella. —Se la llevó a los labios y bebió un largo trago. Colocó la botella sobre la mesa—. Y ahora te diré por qué soy un hipócrita…

—No eres un hipócrita. No debes decir esas cosas.

—Lo digo porque sé que es la verdad. Soy un vil piojo. Y te diré más. ¿Sabes por qué me caen palos de todos lados? Porque me los merezco. Recibo justamente lo que me merezco.

Había vuelto a coger la botella. Bebió un largo trago, luego la sostuvo en el aire y la miró.

—Hola —la saludó.

—Por el amor de Dios —dijo Pauline poniéndose de pie—, no te vuelvas loco.

—No lo haré. —Bebió otro trago—. Tal vez si pudiera volverme loco estaría mejor. Porque entonces no me enteraría de nada. Al menos las cosas son más fáciles cuando no te enteras. Cuando estás a kilómetros de ti mismo.

—Anda, vamos —le urgió ella con cariño—, bébete otro trago.

—¿Que me emborrache? ¿Cómo podría emborracharme? Tal como me siento esta noche, podría beberme litros y litros sin emborracharme.

—Entonces duerme otro ratito —sugirió Pauline—. Anda, métete en la cama y duérmete. Te hará bien.

Cassidy levantó la botella una vez más. Y bebió hasta vaciarla.

—No sabe a nada. Ni siquiera le siento el gusto.

—Anda, cariño. Procura dormir. —Lo empujó suavemente hacia la cama.

Cassidy cayó de espaldas sobre el lecho. Pauline le subió las piernas y lo acostó correctamente.

—Cierra los ojos y duerme un buen rato.

Cassidy cerró los ojos y murmuró:

—Aviación.

—¿Qué has dicho, cariño?

—Aviación. Antes estaba en la aviación.

—Ya, vale, estupendo. —Pauline fue retrocediendo hacia la puerta—. Y ahora duérmete. —Levantó la mano y apagó la luz.

—Aviador. Capitán. Capitán piloto, jefe piloto. Capitán, conductor de autobús. Viaje usted con el capitán Cassidy y le damos una garantía. Le garantizamos que no volverá con vida. Estamos muy orgullosos del capitán J. Cassidy. Es el que va al volante. Ahí está, el muy hijo de perra, ese es…

Pauline estaba delante de la puerta. La abrió y salió, cerrando despacio, sin hacer ruidos.

—Ese es él —farfulló Cassidy—. Ya lo veo. Se llama Jim Cassidy e intenta correr pero no va a ninguna parte. Ya lo veo.

La cabeza se desplomó sobre la almohada. Gimió unas cuantas veces. Después se quedó medio adormilado.

Mientras se quedaba dormido, movía los labios.

—Oye, Mildred. Oye. Quiero decirte una cosa. No, no es nada de eso. No es nada asqueroso. Quiero decirte algo bueno. Es sobre ti. Digo que eres honrada. Es un cumplido, ¿me has oído? Viniendo de mí, es todo un cumplido. Eres honrada…

Volvió a gemir.

—Lo que tengo que hacer es pensar en todo esto. En ti, Mildred. Tengo que pensar en ti. Tal vez te he juzgado mal. No lo sé. Tengo que pensármelo. Tengo que…

Y se quedó dormido.

A eso de las tres de la madrugada lo despertó una estruendosa carcajada. Venía de abajo, de la habitación de la trastienda donde los clientes especiales de Lundy’s bebían en horas extras.

Las carcajadas alcanzaron un tono estridente. Eran varias voces las que reían. Cassidy se sentó en la oscuridad y escuchó un sonido; se levantó de la cama e inclinó la cabeza hacia el suelo para oír mejor. Las risas fueron acallándose una por una hasta que sólo quedaron dos.

Las reconoció. Se dijo que estaba bien despierto y que no soñaba. Estaban allá abajo juntos, Haney Kenrick y Mildred. Los dos juntos, sentados a una mesa, pasándoselo en grande. Sus gritos y sus risas estruendosas se convirtieron en un atizador al rojo que se hundió en el cerebro de Cassidy quemándolo vivo.