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LLOVÍA A CÁNTAROS en Filadelfia; Cassidy conducía el autobús entre el tráfico pesado de Market Street. Odiaba la calle en aquellas noches movidas de los sábados, sobre todo en el mes de abril, cuando llovía torrencialmente y los guardias urbanos estaban hartos de lluvia y se desquitaban con los taxistas y los conductores de autobuses. Cassidy comprendía a los guardias urbanos y, cuando gritaban y miraban los coches con fiereza, se limitaba a encogerse de hombros y a hacer gestos de resignación. Si a ellos les había tocado guardia en una encrucijada complicada, él también tenía que conducir un autobús complicado. Era un vehículo lamentable, viejo y enfermo, y la transmisión no paraba de quejarse.
El autobús era uno de los tres que pertenecía a una pequeña empresa ubicada en Arch Street. Cada día, los tres autobuses cubrían el trayecto entre Easton y Filadelfia. Ir a Easton y volver a Filadelfia era muy pesado, pero a Cassidy le hacía falta el trabajo, y a un hombre con sus antecedentes, le resultaba difícil conseguir empleo.
Además del sueldo, para él resultaba psicológicamente importante hacer ese tipo de trabajo. Mantener los ojos en la carretera y la mente en el volante constituía un cerco que lo protegía de la catástrofe interna y externa.
El autobús giró, dejando Market Street y se dirigió bajo la lluvia torrencial hacia Arch, donde estaba la terminal.
Cassidy se bajó, abrió la puerta y ayudó a bajar a los pasajeros. Tenía por costumbre estudiar sus caras, y se preguntaba qué pensarían, qué clase de vidas tendrían. Las ancianas y las jóvenes, los hombres vigorosos y ceñudos, de potentes mandíbulas y los muchachos que miraban aburridos al frente, como contemplando la nada. Cassidy miraba sus rostros y tenía la impresión de que veía la raíz de sus problemas. Eran personas corrientes que ignoraban lo que significaba tener problemas de verdad. Él sabía de qué iba la cosa. Y tanto que lo sabía.
Bajó el último pasajero y Cassidy cruzó la estrecha y húmeda sala de espera, fumando un cigarrillo, para entregar al supervisor el informe del viaje. Salió de la terminal y cogió un tranvía en Arch, rumbo al este, hacia el río: el enorme, oscuro y hosco Delaware. Vivía cerca del Delaware, en un piso de tres habitaciones que daba a Dock Street, los muelles y el río.
Cassidy se apeó del tranvía, corrió hasta el quiosco de la esquina y compró el periódico. Lo abrió y con él se cubrió la cabeza mientras avanzaba rápidamente bajo la lluvia, rumbo a su casa. Le llamó la atención el cartel de neón de una pequeña taberna, y por un momento consideró la posibilidad de tomarse una copa. Pero lo dejó correr porque lo que necesitaba era comer algo. Eran las nueve y media y no había probado bocado desde el mediodía. Tendría que haber comido en Easton, pero algún genio de la compañía había efectuado un abrupto cambio de horarios y no había quedado ningún chófer disponible. Siempre le pasaban cosas así. Era uno de los incontables aspectos agradables de conducir un autobús para una empresita de morondanga.
La lluvia caía con fuerza y tuvo que echar a correr. Dejó que el periódico volase bajo la lluvia y recorrió los últimos metros a toda velocidad para refugiarse de un salto en el portal del edificio de apartamentos. Respiraba entrecortadamente y estaba empapado. Una vez dentro, se sintió bien al subir las escaleras de su casa.
Fue pasillo abajo, abrió la puerta del piso y entró. Y se quedó inmóvil, mirando a su alrededor. Pestañeó unas cuantas veces, y luego continuó mirando.
La habitación era un caos. Era como si la hubieran hecho girar y la hubieran puesto patas arriba unas cuantas veces. La mayor parte del mobiliario estaba volcado y habían incrustado el sofá contra una pared con la fuerza suficiente como para arrancar un montón de yeso y dejar un profundo agujero. Había una mesita patas arriba. Dos sillas con las patas rotas. Botellas de whisky, algunas rotas, y la mayoría vacías, desparramadas por todo el cuarto. Le echó un largo vistazo al panorama. Y algo le llamó la atención. En el suelo había sangre.
Formaba pequeños charcos y unos cuantos hilillos rojos desperdigados. Se había secado, pero brillaba y su fulgor fue como una lanza ardiente que atravesó el cerebro de Cassidy. Se dijo que sería la sangre de Mildred. ¡Algo le había ocurrido a Mildred!
Le había advertido infinidad de veces que no diera esas fiestas mientras él conducía el autobús. Habían discutido por ese motivo. Habían peleado con fuerza, a veces físicamente, pero siempre tuvo la sensación de que no podía vencer. En el fondo sabía que obtenía exactamente lo que se merecía. Mildred era un animal salvaje, un trozo viviente de dinamita que estallaba periódicamente y a su vez hacía estallar a Cassidy, y aquellos cuartos eran más un campo de batalla que una casa. Pero mientras observaba la sangre que había en el suelo, le invadió el acuciante temor de haber perdido a Mildred. Sólo de pensarlo se quedó paralizado. Lo único que podía hacer era quedarse ahí parado, mirando la sangre.
Y tras él se produjo un ruido. La puerta se abrió. Se volvió despacio; sabía que era Mildred incluso antes de verla. Ella le sonreía; posó en él los ojos, luego miró más allá de donde se encontraba y con un gesto parcialmente beodo indicó el desastre de la habitación. Supo que había bebido muchísimo, pero Mildred era superdotada en eso de aguantar la bebida, y nunca perdía conciencia de sus actos. En ese momento lo estaba provocando con aquella forma de decirle que había decidido dar una fiesta y que los invitados habían destrozado la habitación.
En silencio respondió a la pregunta no formulada de Mildred. Asintió levemente. Avanzó hacia ella, pero ella no se movió. Avanzó otro poco más esperando que se moviera. Levantó el brazo derecho y ella se quedó allí, sonriéndole. El brazo de Cassidy partió el aire y con la palma abierta la abofeteó en la boca.
Mildred perdió la sonrisa por un momento, pero la volvió a recuperar; sus labios y sus ojos no apuntaban hacia Cassidy sino hacia el otro extremo del cuarto. Caminó lentamente hacia esa dirección. Levantó una botella de whisky vacía y se la lanzó a la cabeza.
Le rozó la cabeza y la oyó caer y hacerse añicos contra la pared. Se abalanzó sobre Mildred, pero ella ya había recogido otra botella y la balanceaba en pequeños círculos. Cassidy levantó los brazos para escudarse al tiempo que se apartaba. Tropezó con una silla que había en el suelo y cayó. Mildred se le acercó; Cassidy esperaba sentir la botella golpeándole la cabeza. Era una excelente ocasión para Mildred, y no era de las que desaprovechan las oportunidades.
Pero entonces, por algún motivo que le resultó un misterio, decidió apartarse de él y dirigirse lentamente hacia el dormitorio. Al cerrarse la puerta, Cassidy se levantó, se frotó la cabeza donde la otra botella le había dejado un chichón, y hurgó en los bolsillos en busca de un cigarrillo.
No pudo encontrarlo. Deambuló por la habitación, halló una botella con un par de tragos, se la llevó a los labios y se los bebió. Entonces miró hacia la puerta del dormitorio.
Le invadió una sensación de vaga inquietud que fue creciendo hasta hacerse aguda. Se sentía defraudado porque la batalla se había interrumpido. Claro que aquello no tenía sentido. Pero había muy pocos elementos en su vida con Mildred que lo tuvieran. Y últimamente, recordó, ya nada tenía sentido. La cosa iba de mal en peor.
Cassidy se encogió de hombros sin demasiada convicción. El gesto fue más bien como un suspiro. Se dirigió a la cocina y vio más caos. El fregadero estaba a punto de venirse abajo con tanto plato sucio y botella vacía. La mesa era un desastre y el suelo peor aún. Abrió la nevera y vio las sobras de la presumible cena de esa noche. Cerró la nevera de un portazo; sintió que la inquietud y la desilusión se disipaban para dar paso a la rabia. Sobre la mesa había unos cuantos cigarrillos sueltos. Encendió uno, le dio unas cuantas caladas rápidas mientras las iras iban en aumento. Cuando llegó al máximo, entró como una tromba en el dormitorio.
Mildred estaba delante del tocador, inclinada hacia el espejo, pintándose los labios. Le daba la espalda a Cassidy y al verlo reflejado en el espejo, se agachó más sobre el tocador y arqueó la espalda para que se le destacara más el trasero.
—Date la vuelta —le ordenó Cassidy.
—Si lo hago, no podrás verlo —repuso Mildred, arqueando la espalda un poco más.
—No te lo estoy mirando.
—Siempre me lo estás mirando.
—No puedo evitarlo —adujo Cassidy—. Es tan enorme que no puedo ver nada más.
—Claro que es enorme. —Su voz sonó melosa y lánguida mientras continuaba pintándose los labios—. Si no lo fuera, no te interesaría.
—Pues entérate, no me interesa.
—Eres un mentiroso. —Se volvió lentamente; su cuerpo describió un movimiento amplio, pleno y delicado de manera tal que al quedar frente a él, su imagen apareció jugosa, rebosante, dulzona y deliciosamente amarga. Mientras se miraban, a Cassidy le dio la impresión de que el dormitorio estaba demasiado silencioso y su cerebro demasiado tranquilo, y que sólo contenía la presencia de Mildred, sus colores, sus curvas. Se le cerró la garganta cuando sintió que algo enorme se le atascaba allí impidiéndole respirar. Maldita sea, se decía, maldita tía. Intentó apartar los ojos de ella pero continuaron clavados en Mildred, en su desordenada cabellera brillante. Veía aquellos ojos color brandy y sus largas pestañas, sus pestañas enormes. Y la curva arrogante de su hermosa nariz. Intentó por todos los medios odiar la vista de aquellos labios plenos, afrutados, y la enloquecedora exhibición de sus pechos enormes que le apuntaban como armas. Se quedó mirando a aquella mujer, con la que había estado casado durante casi cuatro años, con la que había dormido cada noche en la misma cama, pero lo que veía no era una compañera. Lo que veía era una obsesión insoportable, cruda.
Y al verla tal cual era, admitió que se trataba de eso y nada más. Se dijo que no tenía sentido considerarlo como algo extra. Deseaba vehementemente el cuerpo de Mildred, no podía vivir sin él, y era esa la única razón por la que continuaba a su lado.
Estaba seguro de ello, y sabía con la misma certeza que Mildred sentía lo mismo por él. Siempre había resultado atractivo a un cierto tipo de mujer, el tipo hedonista, y era porque tenía su cuerpo fuerte, macizo, compacto, muy duro. A los treinta y seis años, tenía la dureza concentrada en la silueta robusta, los hombros anchos y musculosos, el estómago plano y duro, las piernas macizas, duras como la piedra. Sabía que a Mildred le gustaba su aspecto, su cabello rubio, alborotado, lleno de rizos, los ojos grises oscuros, la nariz, fracturada en dos ocasiones, pero no por eso menos sólida. Tenía la piel roja como cuero duro, lo que también gustaba a Mildred. Cassidy asintió para sí, diciéndose que aparte de esas cosas, ella lo odiaba con todas sus fuerzas.
Tenía cuatro años más que Mildred; sin embargo, de vez en cuando, le daba la impresión de ser mucho más joven que ella, un muchacho enceguecido y torpe, hipnotizado por la hembra fuerte y experimentada. A veces, la cosa era al revés. Se veía a sí mismo como un desecho viejo y gastado, atraído por el paraíso lujoso de unos labios y unos pechos lujuriosos, revitalizado por el ritmo primaveral de aquellas caderas bamboleantes.
Las bamboleó en ese momento, al girarse para volver al tocador. Recogió el carmín y continuó pintándose los labios. Cassidy se sentó en el borde de la cama. Dio al cigarrillo la última calada, lo arrojó al suelo y lo pisó. Se quitó los zapatos se tendió en la cama con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y esperó a que Mildred fuera a la cama.
Esperó unos minutos, sin tener conciencia de que lo hacía, porque imaginaba expectante el momento en que estuvieran juntos en la cama. Tenía los ojos cerrados y oía la lluvia golpeando contra la pared exterior. Hacer el amor cuando llovía tenía un no sé qué especial. El sonido de la lluvia ejercía siempre un alocado efecto en Mildred. A veces, cuando llovía muy fuerte, le arrancaba el alma. En verano, durante las tormentas eléctricas, era como si Mildred tendiera los brazos al cielo y utilizara parte de la energía de los truenos. Comenzó a pensar en eso. Se dijo que debía dejar de deleitarse con esos pensamientos, cuando de repente sintió impaciencia porque Mildred acudiera a él.
Cassidy abrió los ojos y vio que su mujer seguía ante el tocador. Se estaba arreglando el pelo. Se sentó en la cama y la vio asentir dándole el visto bueno a la cara reflejada en el espejo. Y entonces se dirigió hacia la puerta.
Cassidy sacó las piernas de la cama. Intentó que en la voz no se le notara la sorpresa y la alarma:
—¿Dónde te crees que vas?
—Voy a salir.
—No vas a ninguna parte —le dijo, moviéndose rápidamente, presa de una especie de frenesí. La sujetó por las muñecas.
Mildred le sonrió. Era una sonrisa amplia, que dejaba ver todos los dientes.
—Vaya, sí que estás necesitado.
La aferró como si sus manos fueran de metal fundido. Se dijo que debía calmarse. Mildred lo estaba provocando. Tal vez se tratase de una nueva técnica para hacerle enfadar. Parecía disfrutar más de él cuando estaba enfadado. Cassidy decidió que no le daría el gusto de verlo llegar al límite. La soltó, sonrió aviesamente y le dijo:
—Te equivocas. Lo que necesito es comer. No he probado bocado desde mediodía. Vete a la cocina y prepárame algo para cenar.
—Que yo sepa no eres manco. Prepáratela tú. —Y se volvió hacia la puerta.
Cassidy la sujetó por los hombros y le dio la vuelta. No logró ocultar la rabia; le hervía en los ojos, mezclada con desaliento.
—Pago el alquiler y hago la compra. Y cuando llego a casa por la noche, tengo derecho a una comida caliente.
Mildred no le contestó. Le apartó las manos de los hombros. Se dio media vuelta y salió del dormitorio. Cassidy la siguió hacia la caótica sala, la adelantó y se puso delante de la puerta.
—No irás a ninguna parte. Te quedarás en casa.
Se preparaba para otra batalla. Quería que empezara ahí mismo, que se desarrollara a través de la sala y pasara al dormitorio, para acabar allí, en la cama, con el sonido de la lluvia. Tal como terminaban todas sus batallas, lloviera o no. Pero esa noche llovía torrencialmente y sería una de sus batallas especiales.
Mildred no se movió. No dijo palabra. Se quedó mirándolo. Cassidy tuvo la certeza de que algo nuevo e inquietante se había producido y volvió a tener esa sensación hueca de inquietud.
Bajó la vista al suelo. Vio la sangre, la señaló y dijo:
—¿A quién pertenece eso?
Mildred se encogió de hombros y contestó:
—A la nariz de alguien. O la boca. No lo sé. Mis amigos discutieron.
—Te dije que no trajeras aquí a tus amigos.
Mildred descansó todo el peso del cuerpo sobre un pie. Puso los brazos en jarras.
—Esta noche no vamos a pelear por eso. —Lo dijo con un tono extrañamente indiferente.
—¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa? —preguntó Cassidy en voz baja.
Mildred retrocedió. No era una retirada. Simplemente lo hizo para verlo mejor.
—Eres tú, Cassidy. Tú eres el problema. Estoy harta de ti.
Pestañeó varias veces. Intentó pensar en alguna respuesta, pero tenía la mente en blanco. Finalmente, murmuró:
—Anda, dilo.
—¿Tienes oídos? Ya lo estoy diciendo. Estoy harta de ti, es todo.
—¿Y por qué?
Le sonrió. Era una sonrisa de lástima.
—Averígualo.
—Escúchame. No me gustan los acertijos. Es algo que nunca has intentado antes, y no dejaré que empieces ahora. Si tienes alguna queja, habla ya.
No le contestó. Ni siquiera lo miró. Sus ojos descansaban sobre la pared que había detrás de Cassidy, como si estuviera sola en la habitación. Quiso decir algo para restablecer el contacto verbal pero se le bloqueó el cerebro. No sabía por qué causa, y tampoco tenía ganas de saberlo. Su único deseo era la urgencia atronadora que emanaba de la tormenta y el cuerpo lujurioso que estaba allí, en aquella habitación.
Avanzó hacia ella. Mildred lo miró y adivinó qué se proponía. Negó con la cabeza y le dijo:
—Esta noche no, no estoy de humor.
Le sonó extraño. Nunca había usado esa frase. Cassidy se preguntó si lo decía en serio. El cuarto se llenó de una fría calma cuando la miró y se dio cuenta de que iba en serio.
Dio otro paso más hacia ella. Mildred no se movió; Cassidy se dijo que esperaba que le pusiera las manos encima y entonces empezaría la pelea. Eso encendería la llama. Tendrían una trifulca de cuidado que acabaría en una inquietante acción en la cama. Entonces, ella se mostraría insaciable y él sería incapaz de apartarse. Y así todo estaría bien. Estupendamente.
El sonido de la lluvia le resonó en la cabeza; tendió la mano y la sujetó por la muñeca. La atrajo hacia sí y en ese instante sintió todo el impacto del asombro y el desaliento. Mildred no luchó. No ofreció resistencia. Su rostro inexpresivo lo miraba como si careciese de identidad.
Muy hondo, dentro de él, una voz le advertía que la dejase en paz. Cuando una mujer no estaba de humor, no estaba de humor. Y cuando las cosas eran así, no había nada peor que forzar la situación.
Pero cuando la hubo aferrado, ya no pudo soltarla. Olvidó que no peleaba, que su cuerpo se mostraba blando, pasivo, cuando la condujo al dormitorio. Sólo tuvo conciencia de los enormes pechos, de la lujosa redondez de sus caderas y sus muslos, de aquella presencia que llenaba de electricidad cada fibra de su ser. La quería e iba a poseerla, y no se discutía más.
La empujó hacia la cama; Mildred cayó sobre ella como un objeto inanimado. Su rostro siguió inexpresivo cuando lo miró. Era como si se encontrara a kilómetros de allí. Cassidy notó un inútil y enfermizo frenesí en sus esfuerzos por excitarla. Mildred estaba allí, tendida de espaldas, como una muñeca de trapo y le dejó hacer lo que quería. Cassidy quiso enfadarse, y levantó la mano para golpearla, para obtener algún tipo de respuesta, la que fuera, pero se dio cuenta de que no serviría de nada. Ella ni siquiera iba a sentir el golpe.
Y aunque al comprobar su indiferencia era como una agonía física, el fuego que ardía en su interior tuvo mucha más fuerza, y lo único que pudo hacer fue rendirse a ese fuego. Al poseer a su mujer, el fuego fue solamente suyo, y tuvo la sórdida sensación y luego la terrible certeza de estar solo en la cama.
Poco después, quedó solo en la cama, y oyó a Mildred moverse por la sala. Se levantó, se vistió rápidamente y fue a la sala. Mildred estaba encendiendo un cigarrillo. Lentamente, le dio unas cuantas caladas, exhaló el humo por la boca y miró pensativa la brasa ardiente. Cassidy esperó a que le dijese algo.
Pero no tenía nada que decirle. Se dio cuenta de que le resultaba imposible interpretar la actitud de su mujer. El silencio le ponía enfermo, y poco a poco fue empeorando, hasta el punto en que le dio la impresión de que le faltaba el suelo bajo los pies. Se devanó los sesos tratando de recordar si alguna vez les había pasado algo parecido: les había ocurrido de todo, pero nada como aquello.
Al cabo de un rato, Mildred le miró. Y desapasionadamente le dijo:
—Hoy es mi cumpleaños. Por eso di la fiesta.
—Ah. —El rostro de Cassidy permaneció inexpresivo durante un largo instante. Luego intentó sonreír—. Sabía que estabas enfadada por algo. Supongo que debí recordarlo.
Hurgó en el bolsillo del pantalón y encontró un billete de diez dólares. Sonrió con más convicción y le entregó el dinero:
—Ten, cómprate algo.
Mildred miró fijamente el billete de diez dólares que descansaba sobre la palma de su mano y preguntó:
—¿Qué es esto?
—Un regalo de cumpleaños.
—¿Estás seguro? —Su voz sonó grave y tranquila—. Quizá me estés pagando por lo que acaba de ocurrir en el dormitorio. Si es así, no quisiera que te engañases. No ha valido ni un céntimo.
Arrugó el billete y se lo lanzó a la cara. Después, abrió la puerta; Cassidy aún no había acabado de pestañear cuando ella salió corriendo.