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HABÍA UN VAIVÉN CONSIDERABLE: se dijo que el barco estaría atravesando aguas turbulentas. Notó que la nave bajaba por el surco de una alta ola; luego sintió una sacudida, probablemente sería otra ola enorme al estrellarse contra el barco y hacerlo elevarse. Llegó a la conclusión de que la tormenta era bastante fuerte y que el océano estaba muy picado y si empeoraba, el barco se daría vuelta y se hundiría. Sería buena idea subir a cubierta y ver qué ocurría. Tal vez debería despertar a Doris y decirle que el barco estaba en apuros. Pronunció su nombre pero no oyó su propia voz, sólo el rugido de la tormenta que azotaba al buque.

Entonces fue como si la tormenta hubiera pasado y el barco se hubiera hundido. Lo habían rescatado y lo conducían a alguna parte. Se preguntó qué habría pasado con Doris. Oyó voces; intentó ver a la gente, hablarle, pero todo era negro, y cuando procuró emitir algún sonido, el esfuerzo lo ahogaba.

Fuera donde fuese al sitio al que lo llevaban, estaba claro que iban deprisa. Tal vez se encontrara muy mal y se tratase de una emergencia. Se preguntó si sería por fractura de algún hueso, o quemaduras graves o quizá si se había sumergido unas cuantas veces y tenía los pulmones llenos de agua. Le parecía que era una combinación de todos esos accidentes. Un dolor lacerante le quemaba latiendo en su interior. Oyó el sonido de un gorgoteo y de un siseo. Tuvo la sensación de que lo aplastaban lentamente entre dos enormes cilindros de goma. Todo seguía una dirección descendente que subía y volvía a bajar y volvía a subir para volver a bajar.

El último viaje fue muy profundo, acabó con un sonido seco. Entonces todo permaneció en calma, sin ruidos. Y así siguió durante mucho tiempo.

Finalmente, logró abrir los ojos.

Miró el techo; el yeso estaba cuarteado; en algunas partes había anchas rajas que dejaban ver los tirantes astillados de madera. Las paredes estaban cubiertas de papel roto y el suelo era de maderos anchos, de superficie rugosa, viejos y muy sucios. La luz provenía de una bombilla desnuda que colgaba directamente encima de su cabeza. No entendía por qué la luz no le molestaba a los ojos. En ese preciso instante, la luz lo cegó, dio un brinco y se cubrió la cara con el brazo.

Se preguntó dónde diablos estaría. Sintió un dolor agudo en la nuca y soltó un gemido.

—Estas bien —dijo una voz.

—¿De veras? Qué interesante.

—Acabas de darte un ligero golpe en la cabeza.

Logró reconocer la voz. Era la de Spann. Pero no tenía fuerzas para sentarse y mirarlo. Siguió cubriéndose la cara con el brazo y con el otro fue tanteando el borde de la cama en la que estaba tendido.

—¿Quieres algo? —le preguntó Spann.

—Dime qué ha pasado.

—Ha sido Mildred. Te ha pegado con algo.

—¿Sabes lo que creo? Creo que me he fracturado el cráneo.

—No —murmuró Spann—. No es nada de eso. No es tan grave.

Cassidy se incorporó con dificultad hasta quedar sentado. Vio a Spann sentado en un mueble desvencijado y sin forma ubicado en el extremo del cuarto.

—¿Dónde estamos? —preguntó Cassidy.

—Arriba —repuso Spann.

—¿Arriba de dónde?

—De Lundy’s Place.

Cassidy se frotó los ojos con fuerza.

—¿Quién me ha traído?

—Shealy y yo. El capitán nos ayudó a bajarte del barco. Cargamos contigo por Dock Street hasta el callejón y te entramos por la puerta trasera. No sé cómo lo logramos sin que nos vieran. Pero lo hicimos.

—¿Qué quieres, un premio?

—Acuéstate, Jim. Que te pondrás peor.

—Me gustaría saber una cosa. ¿Quién os ha pedido a vosotros, hijos de perra, que os metierais?

—Anda, vamos, que si no fuera por nosotros…

—Si no fuera por vosotros, estaría en ese barco. Con Doris. ¿Me has oído? Estaríamos camino a Sudáfrica. Doris y yo.

—Duérmete, Jim. Hablaremos de esto más tarde.

Cassidy apoyó la cabeza en la almohada. Al cabo de un instante volvió a sentarse; miró a Spann con furia y le preguntó:

—¿Qué hora es?

—Las dos de la tarde.

—¿De la tarde? —Miró hacia la bombilla. Luego giró la cabeza hacia la ventana que había detrás de la cama y vio que afuera estaba oscuro. Entre la ventana y la pared del edificio vecino sólo quedaba un estrecho espacio, habitado por una oscuridad espesa y extraña.

—Otro día de perros —le comentó Spann—. En cualquier momento caerá una…

Cassidy siguió mirando por la ventana.

—Si continúa esta oscuridad volveré a intentarlo. Probaré en otro barco.

—No harás nada parecido.

—¿Ah, no? —Se volvió y miró a Spann echando chispas por los ojos—. Eso es lo que tú dices.

Spann se levantó y avanzó hacia la cama. Sonreía levemente. Sus largos dedos jugueteaban con una pitillera ancha y delgada.

—Eres un tipo muy importante. Grandes titulares. Incluso hablan de ti en la radio. En la zona del puerto hay más policías que moscas. No puedes ni dar dos pasos sin ver un coche rojo. Si salieras de aquí ahora, apuesto cien contra uno que te atraparían en un minuto.

—Es bueno saberlo —comentó Cassidy mordiéndose la uña del pulgar.

—Si te quedas aquí, y si cierta gente mantiene la boca cerrada, tal vez tengas una oportunidad.

—¿Quién sabe que estoy aquí?

—Shealy y yo. Y Mildred y Pauline. Y Lundy.

—¿Y Doris?

—Si quieres que se lo diga, se lo digo —comentó Spann encogiéndose de hombros—. Pero me parece que sería un error. Lo mejor es que te…

—Dame un cigarrillo.

Spann abrió la fina pitillera. Encendieron sus cigarrillos. Spann se fue a la ventana, se asomó, se inclinó hacia abajo para ver el edificio vecino y mirar hacia arriba, más allá de los tejados vecinos y ver el cielo.

—Dios santo, esta sí que será de las buenas. Un ciclón.

—Mejor. Espero que sea más que un ciclón. Ojalá fuera un terremoto.

—Vaya manera de hablar —le dijo Spann.

—Es tal como me siento.

Spann se apartó de la ventana y lanzó una fina bocanada de humo hacia el suelo. Con el dedo índice cortó el humo en tajadas.

—Has dormido casi nueve horas. Tendrás hambre.

—¿Quieres traerme algo?

—Claro. ¿Qué te parece un buen plato de estofado?

—No, no quiero comer. Tráeme una botella de whisky.

Volvió a apoyar la cabeza en la almohada, oyó salir a Spann y cerrar la puerta.

Cuando volvió a abrir los ojos había pasado una hora y notó que en la habitación había más muebles. Había una mesa y varias sillas. Los vio sentados a la mesa; a Spann, a Pauline y a Shealy. Estaban allí sentados, bebiendo en silencio, y notó que en la botella no quedaba mucho.

Por algún motivo inexplicable, no quiso que se enteraran de que estaba despierto. Quiso saber por qué, pero el motivo escapó, jugaba con él, lo provocaba. Tenía los ojos cerrados, pero toda su atención se concentraba en la mesa.

—No lo sé —oyó decir a Shealy Tal vez hice mal.

—Creo que sí —dijo Pauline.

Spann la mandó callar.

—No, no me callaré —prosiguió Pauline—. Para mí habéis hecho muy mal.

—Te callarás —le ordenó Spann—, o te meteré los dedos en la boca y te arrancaré la lengua.

—Está claro como el agua lo que va a pasar —prosiguió Pauline—. Todos sabemos lo que ocurrirá. Sabemos que no podemos fiarnos de Mildred. No es buena, nunca fue buena…

—Eso no es lo que me preocupa —dijo Shealy.

—Pues tendría que preocuparte —intervino Pauline.

Se oyó el movimiento de unas sillas. Cassidy abrió los ojos y vio que Spann y Pauline se ponían de pie. Spann hizo ademán de darle una bofetada a Pauline pero ella se escabulló para arremeter contra él aferrándolo por los cabellos. Tiró con fuerza, Spann abrió mucho la boca y gritó sin hacer ruido.

—Basta ya —les ordenó Shealy, agobiado—. Os he dicho que ya basta.

Pauline soltó a Spann y volvió a su asiento. Spann agachó la cabeza, se cubrió la cara con las manos y así se quedó durante unos momentos. Sacó un peine del bolsillo de los pantalones y se peinó hasta que el cabello le quedó brillante y satinado. Luego le sonrió cariñosamente a Pauline.

—La próxima vez que me hagas eso —le dijo—, te mataré. Te agarraré por el cuello y no te soltaré hasta que estés muerta.

—Fue un error —le dijo Pauline a Shealy—. No entiendo por qué no hiciste lo que te pidió.

Shealy se sirvió más whisky. Se lo bebió de un trago y contestó:

—Tenía mis motivos. Pero empiezo a pensar que no eran lo suficientemente buenos.

—En fin, de todos modos tus intenciones eran buenas —dijo Pauline.

—Pero lo eché a perder, ¿no? —La voz de Shealy sonó seca, cansada y perezosa—. Lo he echado todo a perder.

—Me parece que bajaré a por otra botella —comentó Spann.

—Nos vendría bien —dijo Shealy.

—Trae una botella del especial —sugirió Pauline cuando Spann estaba ya ante la puerta.

—No es el momento —replicó Spann abriendo la puerta—. Lo dejaremos para más tarde, cuando no podamos saborearlo.

—Yo la quiero ahora —insistió Pauline—. Estoy muy afectada y la necesito. Dios santo, fíjate en Cassidy. Mira el pobre Cassidy. Míralo bien; fíjate cómo duerme. Lo encontrarán, y se lo llevarán, lo sé bien. Míralo; ha provocado el accidente del autobús; ha matado a veintiséis personas…

Spann fue hacia ella; Pauline agarró la botella vacía y la levantó en el aire.

—Bájala —le ordenó Spann.

Pauline puso la botella sobre la mesa. Se sentó a la mesa y se echó a llorar.

—Escúchame bien —le dijo Spann a su novia, con tono sosegado—; sabes bien que no es así. Sabes que Cassidy no tiene la culpa.

—¿Y eso qué cambia? —inquirió Pauline entre sollozos—. La cuestión es que le han echado a él la culpa. Lo están buscando. Y lo encontrarán. Y aborrezco pensar en lo que le harán.

—¿Tú qué crees, Spann? —inquirió Shealy con voz quebrada—. ¿Cuánto crees que le caerá?

—Es difícil de decir. Puede que sean muy duros con él. Al fin y al cabo huyó, y ahora está fugado. Además hay otra cosa. Como dicen los periódicos, entre sus antecedentes está el accidente del avión.

—¿Qué accidente de avión? —inquirió Pauline.

—¿No lo sabías? Pilotaba un avión —repuso Spann con tono puramente explicativo, como si lo que acababa de decir fuese simplemente un hecho y no parte de un desastre personal.

—¿Te refieres a Cassidy? —preguntó Pauline, incrédula.

—Claro. Pilotaba un avión —contestó Spann—. Uno de esos monstruos que vemos surcar el cielo cada día. Uno de esos monstruos plateados. Era piloto. Y los periódicos comentan que un día estaba muy colocado cuando el avión despegó y en lugar de despegar, va y se cae y empieza a incendiarse. Murieron muchas personas. Sometieron a Cassidy a un duro interrogatorio y después lo soltaron, pero eso quedó apuntado en sus antecedentes. ¿Entiendes lo que te digo? Está escrito en sus antecedentes.

—¿Qué más? —inquirió Pauline.

—¿Qué más hay en sus antecedentes?

—No —repuso Pauline—, ¿qué más hay sobre Cassidy?

—Se refiere a las cosas buenas —intervino Shealy dirigiéndose a Spann—. A las cosas buenas que no se incluyen en los antecedentes. Al aspecto más guapo del panorama, como su familia, la escuela a la que asistió, la universidad.

—¿Universidad? —inquirió Spann—. ¿Te ha dicho que fue a la universidad?

—No —repuso Shealy—. Nunca me comentó nada. Pero apostaría a que no me equivoco, que tiene educación universitaria.

—Pues no habla como un universitario —murmuró Spann.

—Te diré por qué —dijo Shealy—. Cassidy ha pasado por un cierto proceso. Es algo así como una oxidación. Se cae la capa brillante durante un tiempo, en la parte de abajo queda una superficie opaca y después, lentamente, llega la herrumbre. Es un tipo especial de herrumbre. Se mete por debajo de la superficie y va carcomiendo lo que hay debajo.

—¿Me haces un favor? —le pidió Pauline a Shealy—. ¿Quieres decirme de qué estás hablando?

—Estamos hablando de Cassidy —contestó Spann.

—No te lo he preguntado a ti, lagarto. A ti sólo te he pedido que bajaras y nos trajeses una botella.

Cassidy estaba echado de espaldas en la cama; sentía un dolor quemante muy agudo en el cráneo. Tenía la cabeza vuelta ligeramente y lograba ver claramente a las tres personas sentadas a la mesa. Veía a Spann que se dirigía a la puerta, que la abría y salía. Luego vio a Pauline levantarse y acercarse a la cama. Cassidy volvió a cerrar los ojos.

—Míralo —dijo Pauline—. Mira a este pobre diablo.

Cassidy sintió la presión de los ojos de Pauline mientras lo observaba con pena, una pena pura, no simulada.

—Lo cogerán —gimió Pauline—. Sé que lo cogerán. Dios mío, lo encerrarán durante cien años.

—Tanto no —comentó Shealy.

—¿Cuánto? —preguntó Pauline dirigiéndose a la mesa—. Dímelo, Shealy. ¿Cuántos años le caerían por algo así?

—Spann sabe de estas cosas más que yo.

—Pero Spann nunca fue a la cárcel por eso. Él estuvo en chirona por falsificación y desfalco. Por librar cheques sin fondos y por fraude postal. Estuvo en chirona por… en fin, que ha estado a la sombra por un montón de cosas. Pero nunca por algo así. Esto es algo muy distinto. Por el amor de Dios, fíjate en lo que le está pasando a este pobre tío. Lo meterán en la cárcel por asesinato en masa.

—Me gustaría que te sentaras y te quedaras callada —le pidió Shealy como azotado por un dolor—. No me ayudas en nada.

—¿Ayudarte? —dijo Pauline con la voz quebrada—. ¿Qué quieres decir con eso de ayudarte?

—Cristo santo —gimió Shealy—. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

—Te diré yo lo que has hecho. —La voz de Pauline se tornó áspera y despiadada—. Has cogido a tu buen amigo Cassidy y lo has embarcado en un viaje directo a chirona. Si hasta tú lo reconoces. Dijiste que le habías hecho una promesa. Le prometiste que le llevarías a Doris a ese barco…

—Pero yo sabía que…

—Tú sabías demasiado. Siempre sabes demasiado. Vas por el mundo diciéndole a la gente lo que sabes. Pero te diré lo que pienso, Shealy. Pienso que eres un atolondrado. ¿Qué te parece?

—No me gusta. Pero me temo que es la verdad.

—Y claro que es la verdad. Eres un borracho atolondrado. Eres tan atolondrado que no se puede medir por kilos sino por litros. Y te diré algo más…

—Por favor, Pauline, por favor…

—Por favor nada. Digo lo que pienso, no soy una hipócrita. Fíjate en ese pobre tío ahí tirado en la cama. Fíjate en él. El corazón me llora a gritos por ese hombre. Ya los veo yo metiéndolo en la cárcel durante veinte, treinta años…

—Tal vez podamos…

—No hay nada que podamos hacer y lo sabes. Tuviste la oportunidad de ayudarle, Shealy. Tuviste una maravillosa oportunidad de hacer algo por él. Y por Doris. Sí, por él y por Doris. Por los dos.

Shealy apoyó la cabeza sobre la mesa.

—Pero no —prosiguió Pauline—. En vez de ayudarle, ¿qué hiciste? En vez de decirle a Doris dónde estaba, ¿a quién fuiste a decírselo? Fuiste a decírselo a esa furcia, a esa foca asquerosa que es una bocazas, a esa mierda de tía que tiene el morro de decir que está casada con él.

—Pero están casados —gimió Shealy—. Son marido y mujer.

—¿Sobre qué base? —inquirió Pauline, airadamente—. ¿Están casados porque alguien cobró para ponerse delante de ellos y leerles unas cuantas imbecilidades? ¿Porque Cassidy salió a comprarle un anillo? ¿Quieres decir que eso lo ha convertido en algo sagrado? ¿Que esa farsa bendijo el matrimonio? Yo no lo veo así. Lo veo de otra forma. Para mí que sobre Cassidy pesa una maldición. Sí, maldita sea, esa tía le echó una maldición.

—Lo dices porque odias a Mildred —adujo Shealy levantando ligeramente la cabeza—. Le tienes envidia. Porque es guapa.

—¿Guapa? —chilló Pauline—. Si a eso le llamas tú guapa, seguiré siendo delgada como un junco y encima me pondré a régimen. Viviré de agua e higos secos. ¿Ves esto que tengo aquí delante? Son pequeñas, ¿no? Casi no se ven. Pero te diré lo que pueden hacer. Le dan a Spann, como si fueran balas salidas de un revólver. Le dan con tanta fuerza que se tambalea y se le seca la boca. Cuando me las mira, se queda boqueando y le falta el aire como si se hubiera atragantado con algo. Pero cuando me acuesto con Spann y se las doy, lo mantienen vivo, como si fuera mi hijo y lo estuviera amamantando. A veces grito, grito muy bajito pero con lágrimas. Y le susurro al oído. Le digo: «Spann, eres malo, eres un lagarto, pero eres mi niño».

—Si así son las cosas —le dijo Shealy—, si tienes todo eso, no deberías envidiar a nadie.

Pauline no lo oyó.

—Claro que soy delgada —dijo con fuerza—. Al fin y al cabo es la moda. Estar como un junco, como un palito. Delgada como las que ves en las revistas de modas. La moda es tener este tipo de cuerpo. Y no el de un acorazado.

—Entonces yo tengo razón —murmuró Shealy—. Le tienes envidia.

Se produjo un silencio; Pauline se sentó despacio en una silla, delante de la mesa. Finalmente, dijo:

—Estoy enferma. Por eso me ves tan delgada. Soy delgada porque estoy enferma. ¿Pero Mildred? Ella está sana. ¿Por qué será que cuanto más malas son, más sanas están?

Shealy apoyó la barbilla sobre los brazos cruzados. Espió a Pauline y no dijo nada.

—Te diré por qué —prosiguió ella, contestando a su propia pregunta—. Porque siempre reciben. Como sanguijuelas.

—No, Mildred no es así —dijo Shealy.

Pauline se puso en pie de un salto y con el puño huesudo dio un golpe sobre la mesa.

—Yo digo que sí —gritó—. Es una asquerosa sanguijuela.

—Tú no sabes nada.

—Más que tú, Shealy. Mucho más que tú. —Volvió a golpear la mesa. Y empezó a llorar.

Cassidy tenía los ojos entreabiertos. Notó que la luz de la bombilla se veía más intensa, lo cual significaba que afuera estaba más oscuro. Sería una tormenta de órdago. Bonito tiempo para abril, se dijo. Otra serie de dolores se le disparó en la cabeza y decidió que debía de ser algo serio. Si no era fractura de cráneo seguramente sería un golpe muy fuerte. O tal vez tuviera una hemorragia interna. Se dijo que en realidad no importaba. Pero sería bonito si Doris estuviera con él. No era eso lo que quería decir. Quería decir que sería bonito que él no estuviera allí, que estuviera en otra parte, muy lejos, junto con Doris. Y podía haber sido así. Podrían haber estados juntos en el barco. Era una lástima. Pero de pronto ya no pensaba en eso, sino que escuchaba a Pauline.

—Tendría que saber cómo es esto. Soy una perdedora —decía Pauline. Inspiró profundamente produciendo un sonido seco que se convirtió en un sollozo tembloroso—. Recuerdo cómo fue todo. Ocurrió hace cuatro años, aquel día en que Cassidy entró en Lundy’s. Estábamos allí un montón de chicas y de inmediato nos fijamos en él. Especialmente yo, porque Spann estaba cumpliendo condena y hacía meses que no probaba a un hombre. Como te digo, estaba yo allí sentada y veo aquel pelo rubio, rizado, ese pecho precioso, todos esos músculos, aquel tío tan bueno.

—Basta ya —le pidió Shealy—. Te has pasado toda la noche y todo el día bebiendo y ahora ves visiones.

—¿Te parece? Pero es una visión real, algo que sucedió. ¿Lo ves cómo estoy aquí sentada, esperando que me mire? Pues como te lo digo, me cruzaba de piernas y encendía cigarrillos con la esperanza de que se fijara en mí. Pero nada. El tío va y se fija en algo que estaba sentado a la mesa. Ve un enorme par de melones que apuntaban debajo de una blusa.

—Olvídate de eso.

—Y yo allí sentada, encendiendo cigarrillos. Pesaba cuarenta y seis kilos.

—Eso fue hace mucho tiempo —le dijo Shealy.

—Hace cuatro años, y yo allí sentada los vi salir juntos. Me fui a mi cuarto y le escribí una larga carta a Spann. Después la leí y la rompí.

—Está bien, ya vale —le dijo Shealy.

—Pero deja que te lo cuente. ¿Me dejas que te lo cuente? Fue después de que Mildred lograra casarse con él. Fue por entonces cuando me empezó el otro sentimiento. Me refiero a sentir lástima por él. Me entraban ganas de alborotarle el vello rubio de la muñeca o de darle un beso suave en la mejilla. O quizá tejerle un par de calcetines o algo por el estilo. O meterme en su cuarto para ver si tenía la cama hecha y las sábanas limpias. De prepararle una comida decente porque me juego el alma a que ella nunca le prepara nada. Recuerdo un invierno en que cogió una gripe muy fuerte y se la curó aquí, en Lundy’s Place. Tenía la garganta tan mal que apenas podía hablar; se plantó en la barra y bebió una copa tras otra de whisky de centeno con hielo hasta que se sintió mal y lo vomitó todo. ¿Y dónde estaba su esposa? Ya te diré yo dónde estaba. Se estaba dando la gran vida en el Barrio Chino. En uno de esos lugares donde se juega al fan-tan[1] y se bebe esa porquería de arroz.

—Te refieres al vino de arroz. Es bueno. Yo lo he probado.

—Su esposa. ¿Cómo puedes seguir ahí sentado y decirlo? ¿Cómo puedes decir que alguna vez fue su esposa? ¿Qué hizo por él? ¿Qué le ha dado? Yo te diré lo que le ha dado. El infierno.

Se abrió la puerta y Spann entró con una botella de licor incoloro. La abrió y Pauline tendió el vaso de agua y él se lo llenó. Luego le llenó el vaso a Shealy. Él se sirvió el equivalente de una copita.

Pauline levantó el vaso y bebió varios sorbos. Golpeó el vaso medio vacío contra la mesa y se volvió hacia Shealy.

—Pues eso mismo has hecho. En vez de decirle a Doris dónde estaba, se lo contaste a su mujer.

Spann rodeó la mesa, se acercó a Pauline y le preguntó:

—¿Todavía sigues con esto?

—Quiero que se entere de lo que ha hecho. —Se llevó el vaso a los labios y bebió otro sorbo—. Shealy, menos mal que hace tiempo que te conozco. Menos mal que te tengo cariño. Porque si no fuera por eso, cogería la botella y te la estamparía en la cara.

Shealy se levantó de la mesa, atravesó la habitación, abrió la puerta y salió.

—Ya está bien, es el colmo —dijo Spann con gentileza. Bajó la cabeza como si le hiciera una reverencia a Pauline. La sujetó por la muñeca, como si fuera a besarle el dorso de la mano y la mordió con fuerza. Pauline lanzó un grito y apartó la mano de golpe.

—Mira lo que me has hecho —aulló, indicando la señal dejada por los dientes—. ¡Mira, mira!

—Te dije que dejaras en paz a Shealy. ¿Por qué te pones tan machacona con la gente?

—Mira lo que me has hecho en la mano.

—Que te sirva de muestra. Si vuelves a meterte con Shealy, te enseñaré el resto.

—Anda, enséñamelo ahora —lo provocó Pauline. Se apartó para que la mesa quedara entre ella y Spann.

Spann comenzó a darle la espalda; Pauline se agachó, levantó la botella y se la lanzó. Falló por muy poco. Spann se quedó quieto y observó cómo la botella iba a estrellarse contra la pared.

—Anda, vamos —dijo Pauline—. Vamos, lagarto.

El cuerpo delgado y pequeño de Spann salió disparado, rodeó la mesa y como un animalito que realiza un ataque exacto, se plantó al costado de Pauline, la aferró por el brazo y la mordió. Pauline volvió a gritar y forcejeó para soltarse.

—¡Madre mía! —aulló—. ¡Cielo santo!

Temblaba y gritaba con fuerza mientras volvía la cabeza y se dejaba morder el brazo por Spann.

—¡Me está mordiendo! —gritó con toda su voz—. ¡Mira lo que está haciendo! Me está matando a mordiscos. ¡Mirad lo que hace! ¡Me está comiendo el brazo!

Por un momento se convirtió en una espectadora interesada que observaba a Spann mientras le arrancaba un trozo de brazo. Abrió los ojos muy grandes, luego los cerró con fuerza y, con el otro brazo, golpeó como un pistón contra la frente de Spann. Spann separó los dientes y salió despedido hacia atrás; chocó contra una silla y aterrizó de lado. Pauline cogió otra silla y la levantó en el aire, apuntándola hacia Spann. El hombre se quedó acurrucado en el suelo, cubriéndose la cara con los brazos. Le rogaba sin palabras que no le arrojara la silla. Pauline levantó más la silla. Y se la lanzó a Spann justo en el momento en que este se hacía a un lado, pero no logró moverse con suficiente rapidez. La silla le dio en las costillas y Spann emitió un sonido parecido a un perro aullante. Volvió a aullar mientras Pauline corría hacia él. Siguió aullando al rodar por el suelo para evitar las garras de la mujer.

Pauline logró sujetarlo durante un momento, pero él se soltó y corrió hacia la puerta, la abrió y salió por piernas.

Pauline cayó de rodillas. Agitó el puño ante la puerta. Abrió la boca y emitió un sollozo asmático. Se estiró, quedó tendida en el suelo boca abajo y la emprendió a puñetazos con el suelo astillado de madera. Siguió así hasta que un ruido proveniente del otro lado de la habitación la obligó a levantar la cabeza.

Era el chirrido de los muelles de la cama producidos por Cassidy al sentarse lentamente.

Pauline se lo quedó mirando y gimió:

—Madre mía.

—Consígueme una copa —le pidió Cassidy. La miró ceñudo mientras se levantaba del suelo—. Vamos, vete abajo y tráeme una botella. Que no sea de ese matarratas transparente. Quiero whisky de centeno.

Pauline sonrió feliz. Se pasó la mano por la cara mojada de lágrimas.

—Dile a Lundy que me lo cargue en la cuenta —le dijo Cassidy. En ese momento recordó el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo del pantalón. Metió la mano debajo de la fina manta y descubrió que no llevaba pantalones, sólo el calzoncillo de algodón.

Pauline salió rápidamente del cuarto. Cassidy se quedó sentado, tieso y erguido en la cama, preguntándose qué habrían hecho con sus pantalones. Maldita sea, llevaba algo así como ochenta dólares en aquellos pantalones. Tenía los labios muy apretados mientras se decía que necesitaba esos ochenta dólares, porque eran todo lo que tenía. De repente se dio cuenta de algo más importante que el dinero. El dolor se le había pasado, y ahora le quedaba una molestia que también daba la impresión de ir desapareciendo. Sintió cómo volvían a su cabeza la claridad y el equilibrio. Llevó la mano hacia atrás y se tocó el chichón. Le dolía al tocarlo, pero sólo era un morado, nada profundo. Estaba seco y supo que no se le había roto la piel y que sólo era un fuerte golpe en la cabeza.

Se abrió la puerta y apareció Pauline con la botella de whisky de centeno y un paquete de cigarrillos. Encendió dos pitillos y llenó dos vasos de los de agua casi hasta el borde. Acercó una silla a la cama, le dio a Cassidy el pitillo y la copa.

Cassidy bebió el whisky a sorbitos y meneó la cabeza.

—Pauline, me sabe mal molestarte otra vez, pero quiero agua. Tengo el estómago vacío y me hará falta algo con qué diluir esto.

—Tranquilo, cariño, faltaba más. —Salió corriendo de la habitación y volvió con un vaso lleno de agua.

—Gracias —dijo Cassidy. Bebió un sorbo largo y rápido de whisky.

—Y ahora bébete el agua, cariño. Anda, bébetela —le dijo Pauline con una sonrisa.

Bebió un poco de agua. Volvió a tomar whisky y después agua. Le dio una calada al pitillo, inhalando con fuerza y dejando que el humo saliera despacio. Sonrió a Pauline y le dijo:

—Ahora me siento mejor.

—Es estupendo, cariño. Estupendo.

Bebió más whisky.

—Verás, cariño, si hay algo que quieras que haga, no tienes más que pedírmelo. Lo que tú quieras.

—Quédate aquí sentada. Nada más. Y bebe conmigo.

Levantaron los vasos y se miraron mientras bebían.

Entonces el cielo fue surcado por una rabiosa descarga eléctrica y Pauline lanzó un grito. Cassidy se volvió y miró a la ventana. Allá afuera todo estaba negro como la pez. Volvió a oírse el crujido y detrás de él, como un efecto grave, siguió el estampido apagado del trueno.

—Anda, tómate otra copa —le dijo Pauline.

Volvió a llenarle el vaso. Se lo entregó y volvió a llenar el suyo.

Cassidy bebió un poco de whisky y luego lo rebajó con unos sorbos de agua. Levantó el vaso de whisky para tomarse otro sorbo y entonces notó la forma en que Pauline estaba allí sentada mirándolo. Su rostro delgado y pálido parecía más pálido que de costumbre, y tenía los ojos muy brillantes.

—No saques conclusiones equivocadas —le dijo—. No es que no quiera a Spann. Creo que siempre lo querré.

Cassidy depositó el vaso en el suelo. Encendió otro cigarrillo.

—Pero si quisieras apartarme de Spann, creo que podrías hacerlo.

Cassidy le sonrió. Torció la sonrisa y meneó la cabeza.

—De todos modos podrías intentarlo —comentó Pauline.

En lo alto del cielo se produjo otro crujido, seguido de una estampida; Pauline tembló violentamente y derramó un poco de whisky sobre la manta que cubría las piernas de Cassidy.

—Cielos. ¡Dios mío!

—Es el tiempo —dijo Cassidy. Tendió el brazo y le puso la mano en el hombro para calmarla.

Pero Pauline continuó temblando.

—Escúchalo. Cuando hay truenos me da un miedo tremendo. Me hace pensar en el fin del mundo.

—Tal vez sea el fin del mundo.

—Oh, no —dijo rápidamente—. No, Cassidy, por favor, no digas eso.

—Supongo que lo es. ¿Qué diferencia hay?

—Por el amor de Dios. Por favor, cariño, no hables así. Por favor. —Derramó el whisky en la manta, y dejó que el vaso rodara hasta el borde de la cama. Se había echado a llorar otra vez. Con los brazos rodeó las piernas de Cassidy cubiertas con la manta. Le estrechó las piernas y comenzó a avanzar hacia las rodillas.

Cassidy la sujetó por las muñecas y le preguntó:

—Oye, ¿adónde vas?

—Tienes que creerme. No es que no quiera a Spann.

—¿Entonces qué quieres?

—¿No podemos probar? ¿Aunque sea una vez?

—No —contestó Cassidy. Sintió pena por ella, pero no sabía cómo demostrárselo, y con rabia le comentó—: Si no sabes aguantar el whisky, será mejor que te largues.

—Cariño, no estoy borracha. No te enfades.

—De acuerdo, pero suelta el rollo. Compórtate.

—Mírame, estoy llorando. Fíjate qué temblorosa estoy. Es que todo se ha juntado. Verte ahí, en ese estado. Lastimado, con ese chichón en la cabeza, sin poder salir de este cuarto. Escondiéndote aquí arriba como un animal. Escúchame, cariño, tengo que decírtelo. No tendrás ni una oportunidad. Lo sé. ¿No lo ves? Sólo quiero hacer algo por ti, para que te sientas mejor.

Cassidy le soltó las muñecas. Pauline le colocó las manos sobre las costillas y él se quedó ahí sentado, dejándola hacer. Con los brazos le rodeó la cintura y apoyó la cabeza en el costado. Cassidy le dio unas ligeras palmadas en la cabeza y con la otra mano levantó la copa de whisky que estaba en el suelo, al costado de la cama y bebió un sorbo. Pauline giró la cabeza y Cassidy le ofreció un poco de whisky.

—Aquí tienes, ¿qué tal?

—Cariño mío. —Pauline se incorporó levemente y apoyó todo el peso del cuerpo contra el pecho de Cassidy—. Qué vida más amarga. A veces daría lo que fuera por estar muerta. Fíjate en lo que te están haciendo. Un hombre dulce, honrado, lo digo con el corazón, y fíjate lo que te hacen. Y me duele porque sé que te encerrarán durante años y años. Los muy hijos de perra. Son todos unos hijos de perra.

Cassidy miró más allá de la cabeza de Pauline y vio el papel pintado roto.

—Eres una buena amiga.

—Y tú también, cariño. Para mí vales mucho. Siempre ha sido así.

Se sonrieron cariñosamente; Cassidy le preguntó:

—¿No estás enfadada conmigo?

—¿Por qué iba a estar enfadada?

—Porque te dije que no.

—Vamos, cariño, no es nada. Me alegra que te negaras. Es que estaba un poco excitada. Ahora me he calmado. Pero me gustaría que hubiera alguna forma de ayudarte.

Entonces las paredes se sacudieron y vibraron desde el exterior; se produjo un estruendo enorme seguido de otro estruendo y un resplandor azul y blanco entró por la ventana.

—¡Madre mía! —exclamó Pauline asombrada.

Cassidy la sujetó por los hombros.

—Escúchame. Hay una cosa que puedes hacer para ayudarme. Quiero que busques a Doris.

Pauline estaba mirando fijamente hacia la ventana.

—¿A Doris?

—Búscala y tráela aquí.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. Si vas ahora, no te pillará la lluvia.

Pauline apartó los ojos de la ventana. Miró a Cassidy y asintiendo con seriedad le dijo:

—Está bien. Buscaré a Doris y te la traeré aquí. Porque debería estar aquí contigo. Tienes toda la razón.

—Anda, vete, date prisa.

La apartó suavemente de la cama y la vio dirigirse hacia la puerta. Pero no la miraba a ella, sino a la puerta que se abría para dejar pasar a Mildred.

Pauline se sobresaltó por la abrupta entrada de Mildred, lanzó un grito y se hizo a un lado. Luego se abalanzó hacia la puerta intentando pasar a Mildred.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Mildred; dio un paso atrás y le bloqueó a Pauline el camino hacia la puerta.

—Déjame salir —le pidió Pauline.

—¿Qué pasa? —inquirió Mildred mirando a Cassidy.

—¿Por qué te pones así? —chilló Pauline—. ¿Quién te ha pedido que vinieras?

Mildred se volvió y miró a Pauline con el ceño fruncido.

—¿Por qué? ¿Acaso no tenía que venir?

—En lugar de contestar, Pauline intentó alcanzar la puerta. Mildred la agarró por la cintura y le levantó un brazo por detrás de la espalda inmovilizándola. Pauline empezó a forcejear y Mildred la aferró con más fuerza. Tenía el codo apretado contra la barbilla de Pauline cuya cabeza estaba inclinada hacia atrás.

—Contesta —le ordenó Mildred—. Dime qué pasa aquí.

Pauline trató de hablar, pero la presión ejercida contra la barbilla le impidió mover la boca.

—Suéltala —le ordenó Cassidy.

—Le partiré el cuello —dijo Mildred. Le dio una especie de estocada con el codo y Pauline cayó sentada en el suelo.

Cassidy se dejó caer de la cama y se dirigió hacia Mildred. Ella lo esperó con los brazos en jarras y los pies bien separados, en posición de lucha.

Se apartó de Mildred y centró la atención en Pauline. La ayudó a levantarse del suelo. Pauline había caído con fuerza; con mirada pensativa se palpó y se frotó el trasero poco acolchado.

—Me duele como si me lo hubiera fracturado.

Entonces vio a Mildred allí de pie, y de inmediato se olvidó de todo menos de la animosidad que le inspiraba. Entrecerró los ojos, sonrió aviesamente y le dijo:

—Perdóname. Debí decírtelo. Tu marido me envió a un recado.

—¿Qué clase de recado? —inquirió Mildred sin moverse.

—Quiere a Doris —repuso Pauline con una amplia sonrisa.

Se produjo un silencio que duró unos instantes; finalmente Mildred dijo:

—Está bien, chata. A mí me da igual. —Se apartó y dejó la puerta libre para que Pauline pudiera pasar—. Anda, trae a Doris.

A Pauline se le borró la sonrisa del rostro y abrió los ojos desmesuradamente. Salió de la habitación y cerró la puerta.

Cassidy se dirigió a la cama y se sentó en el borde. Encendió un pitillo y cuando le dio la primera calada, oyó otro trueno ruidoso. Giró la cabeza y miró por la ventana; caían las primeras gotas enormes. Las gotas fueron cayendo más deprisa y con más ruido y empezó el diluvio.

—Supongo que no traerá a Doris —dijo Mildred—. Hay que estar loco para salir con esta lluvia. Fíjate cómo llueve.

Cassidy no apartó la vista de la ventana. Observaba el torrente despiadado de la lluvia.

Y su voz fue parte del torrente, adquirió su fuerza y su temblor cuando dijo:

—No sé por qué estás aquí, pero estoy esperando a Doris. Cuando ella venga, te echaré de aquí.