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EN EL TRANVÍA, avanzando por las vías calientes rumbo a la terminal de autobuses, Cassidy se sentó y se quedó mirando el suelo; se sentía desconcertado y no sabía por qué. Lo de Mildred estaba zanjado y había ocurrido tal como tenía que habérselo figurado. No había esperado que se lo recibiera con una dulce sonrisa y una palmada en el hombro, deseándole buena suerte y diciéndole que había sido un placer conocerlo. Había reaccionado del modo típico en ella, y no se sorprendió mientras ocurría, por eso no comprendía a qué venía el desconcierto.

Quizá no fuera desconcierto. ¿Entonces qué era? Se preguntó si no sería tristeza. Pero no podía ser tristeza, no tenía sentido. Tendría que estar contento. Tenía motivos más que suficientes para estar contento. Su situación era saludable; había descubierto algo decente en su interior y había decidido emplearlo, aferrarse a ese elemento para hacerlo florecer y construir así una vida mejor para él y Doris.

Él y Doris. No sonaba bien. Había que darle la vuelta. Doris y él. Eso era mejor. Era lo correcto. Sí, lo correcto. Le gustaba el sabor de aquella palabra mientras la repetía mentalmente. Correcto en letras mayúsculas y subrayada. Correcto el que hubiera conocido a Doris. Correcto el que hubiera visto más allá de su alcoholismo, el que hubiera reconocido su bondad, el que se hubiera sentido atraído por ella, no seducido, sino atraído de una forma lenta y segura como los devotos son atraídos por un altar. Era lo correcto. Sus pensamientos, sus proyectos para Doris y él eran completamente correctos. El tranvía se acercaba a la terminal de autobuses y ya se le había borrado de la mente el incidente con Mildred en aquella esquina. Pensaba en Doris y en él y en lo correcto que era y en lo bien que se sentía.

La grata sensación aumentó al entrar en la terminal y ver el autobús. Fue al vestuario y se puso un mono; se pasó casi una hora revisando los neumáticos, afinando el carburador, probando los bornes. Levantó el autobús con el gato y engrasó la transmisión, y apretó el embrague. Se metió debajo del vehículo y vio que necesitaba resortes nuevos. Habló con el capataz del asunto, y este lo felicitó por su eficiencia. En el almacén de la parte trasera encontró un juego de resortes nuevos, los colocó y salió de debajo del autobús con la cara ennegrecida por la grasa y una felicidad callada en los ojos.

Se lavó la cara y se puso el uniforme limpio. En una sala de espera, un empleado informó a los pasajeros que saldría el autobús hacia Easton. Los pasajeros se dirigieron ansiosamente hacia el vehículo y Cassidy se colocó delante de la puerta y les ayudó a subir. Les sonrió y ellos le devolvieron la sonrisa. Saludó con la gorra a las señoras ancianas y oyó a una de ellas decirle a su compañera:

—Es tan amable. Es muy agradable cuando son tan corteses.

Obsequió a sus pasajeros con un viaje perfecto a Easton. No fue ni muy deprisa, ni muy despacio, al ritmo perfecto, recuperando tiempo en los tramos de ancha autopista cuando no había mucho tránsito y con precaución en la carretera estrecha y sinuosa que bordeaba el tramo superior del Delaware. En algunas zonas, la carretera presentaba cuestas empinadas o descensos pronunciados que exigían la pericia de un conductor experto. Demostró a sus pasajeros lo que era conducir con experiencia. Cuando llegaron a Easton, un hombre de mediana edad le sonrió y le dijo:

—Usted sí que sabe cómo conducir un autobús. Es la primera vez que me he sentido seguro durante todo el trayecto.

Fue como si aquel hombre le hubiera colocado una condecoración brillante; rebosaba de alegría. Notó que se ponía más derecho, que sacaba pecho y llevaba los hombros erguidos. Aquel momento se parecía mucho a los de antaño, cuando se paraba al pie del avión cuatrimotor, después de haber cruzado el océano y haberlo pilotado con seguridad y pericia, hasta aterrizar en perfectas condiciones, para colocarse allí, al pie del aparato y ver bajar a los pasajeros. Era la sólida sensación de haber realizado un trabajo a la perfección.

Se colocó en el portal de la terminal de Easton y miró su autobús. El maravilloso vehículo que controlaba, la compacta unión de engranajes, ruedas, cojinetes que le daba a él un trabajo, que le ofrecía la oportunidad de trabajar cada día y de pertenecer al mundo. Sonrió al autobús y en sus ojos se reflejaron el afecto y la gratitud.

Por la tarde hizo un calor tremendo, demasiado para abril; era pegajoso casi un bochorno. Pero no lo notó. Se dijo que el día era hermoso. De Easton a Filadelfia, ida y vuelta, y luego otra vez a Easton y las horas pasaron raudas y uniformes. Iba sentado tras el volante con gran solidez, y sin palabras le hablaba tiernamente a su autobús.

—Ahora subiremos esta colina… iremos a sesenta, así, muy bien. Y ahora a tomar la curva… bien, así, despacio… perfecto. Otra curva… muchacho, te estás pasando, eres fenomenal, eres un autobús como la copa de un pino, eres lo más grande que jamás se haya visto sobre cuatro ruedas…

A través del parabrisas vio el verde primaveral de los campos y las colinas, ese verde amarillento que brillaba bajo el sol. Le llegó una sucesión de fantásticos aromas pastorales y olió las madreselvas, las violetas, la punzante fragancia de las hojas de menta. Los deliciosos perfumes de la primavera en el valle del Delaware. Observó el fulgor plateado del río bajo la luz del sol, el verde brillante de las laderas al fondo, la costa de Jersey. Era el tipo de paisaje que se trata de plasmar siempre en los lienzos o de captar con una cámara. Pero no lo veían de la forma en que lo veía él. Porque él lo veía de una manera que le llenaba la boca de néctar. Lo percibía con una sensación plena de saber con toda certeza que al fin y al cabo tenía motivos verdaderos por los que vivir.

Fue como una noble contradicción de todo lo negativo, de todo lo sórdido y desgraciado. Era la esperanza y la fuerza callada que negaba tranquilamente la mugre, la podredumbre de las paredes de los edificios de alquiler, de las calles empedradas del puerto de Filadelfia. Allí arriba, en las colinas y los valles, aquello adquiría un sentido ascendente y que avanzaba hacia adelante, que era limpio, sereno y puro. Con calma, pero decididamente, proclamaba que en la tierra había tesoros por descubrir, tesoros que no exigían más pagos ni esfuerzo que el de verlos y sentirlos y reconocer su significado.

Cassidy miró los campos, el río. El pacífico Delaware. El mismo Delaware que pasaba por la zona portuaria de Filadelfia. En los muelles comerciales era un río sucio y despedía un hedor que recibía este apelativo: «ese asqueroso olor a río». Parecía imposible que se tratara del mismo Delaware. Daba la impresión de que el río del puerto no sólo fuese el río de un sitio distinto, sino de una época diferente. Como si aquel paisaje del tramo superior del Delaware representara un avance en el tiempo. Como si el Delaware que se extendía entre Filadelfia y Camden fuera algo lejano, algo del pasado, algo muerto hacía mucho tiempo.

Se dijo que estaba muerto de verdad. Por lo que a él respectaba, era historia pasada, el tipo de historia que no valía la pena recordar. Las calles habían desaparecido para convertirse en una extensión empedrada de tumbas donde estaban todos sepultados, donde se ahogaban todos los gritos, las maldiciones y el sonido de los puñetazos y los vidrios rotos. Aquello había terminado, y pronto sería olvidado. Lo mismo que al pasar con el coche por delante de un perro muerto, uno se estremece al verlo, siente pena durante un instante, prosigue el camino y luego se olvida.

No tardaría mucho en olvidar Lundy’s Place. Y a Pauline y a Spann. Y a Shealy y a los demás. Se dijo que debía incluir a Mildred. Sería fácil. Mildred incluida. Claro que estaba incluida. ¿Por qué no? Era un verdadero placer incluir a Mildred. El proceso de olvidar a Mildred sería como salir del traqueteo, del fragor y del calor cegador del cuarto de una caldera para encontrar un lugar tranquilo, limpio, con aire puro.

Porque Mildred era solamente parte de un intervalo, nada más. Un intervalo de degradación, al que había descendido sin coacción, apartando de sí malignamente todo elemento noble. De la misma manera que había bebido alcohol para castigarse, se había casado con Mildred con el ardiente y loco deseo de contaminar su espíritu uniéndolo al de una furcia mal hablada de puerto. El matrimonio mismo era una burla, un episodio extraño que muy bien podía haber tenido lugar durante una mascarada. Recordar el momento de la boda, el momento exacto en que había puesto el anillo en el dedo de Mildred fue como ver los colores chillones y las formas grotescas dibujadas en las tapas de una revista de terror. Con un dosel de fuego y un suelo de brasas. Había damas de honor que vestían ajustadísimos trajes de satén rojo y tenían cuernos. La novia era entregada en matrimonio por una asquerosa y sonriente monstruosidad que no paraba de azuzar al novio con una horca enorme de tres puntas. El novio sonreía y le pedía al asqueroso ser que siguiera, que aquello era fantástico.

El camino describía una curva y apareció una colina empinada que impidió a Cassidy ver el río. La colina estaba cubierta de dientes de león y margaritas. Era una bonita colina, y mientras sus ojos recorrían su ladera hacia arriba, vio una enorme valla publicitaria que aconsejaba a todo el mundo que bebiera una determinada marca de whisky.

A las nueve menos veinte, cuando Cassidy cubría el último viaje desde Easton, comenzó a oscurecer y salió una luna llena y brillante. Cuando bajó del tranvía en la esquina de Arch y la Primera, experimentó la suavidad de la noche, notó la brisa que actuaba como un agente limpiador contra el calor pegajoso. Pensó que sería una gran idea llevar a Doris a dar un paseo por el parque.

Se dirigió hacia la casa de Doris, pensando en lo bonito que sería cenar juntos. Con toda probabilidad le habría preparado otra cena estupenda, pero si no lo había hecho, la llevaría a un buen restaurante y luego irían al parque Fairmont y caminarían por la zona de la fuente y el Parkway Museum. Andarían un rato y cuando se cansaran se sentarían en un banco a disfrutar de la brisa nocturna.

Pero antes de cenar, llenaría la bañera de agua, se metería en ella y usaría mucho jabón. Necesitaba un baño. Bajo el uniforme de conductor, sentía el cuerpo cubierto de sudor y suciedad. Disfrutó imaginando el baño y cómo se afeitaría y se pondría una camisa limpia…

Chasqueó los dedos al recordar que todas sus pertenencias se encontraban en el dormitorio del apartamento del segundo piso. Se preguntó si Mildred estaría en casa. Se dijo que eso no tenía importancia. Maldita sea, tenía todo el derecho del mundo a recoger su ropa. Quizá volviera a presentarle batalla, y lo cierto era que no le apetecía nada. Apretó los labios. Si sabía lo que le convenía, Mildred no le montaría el numerito. Más le valía no meterse con él. Tal como estaban las cosas, ya había tenido bastante con la escena de aquella mañana en la calle. Si volvía a meterse con él esa noche, terminaría llena de vendajes. Adelante, que empiece. Que esté en casa, esperándome. Y que me plante cara.

Apuró el paso sin darse cuenta de que abrigaba la esperanza de que Mildred estuviera y peleara con él. Al entrar en el edificio de apartamentos, llevaba los puños apretados. Subió rápidamente las oscuras escaleras, abrió de par en par la puerta y entró en el apartamento como una tromba.

La sala se encontraba en el mismo desorden. O bien había dado otra fiesta o no se había molestado en limpiar el desastre de tres noches atrás. De una patada apartó una silla, entró en el dormitorio y se dirigió al armario. De repente, se detuvo a mirar un cenicero.

Estaba sobre una mesa, junto a la cama. Observó la colilla de cigarro que había en el cenicero. Luego miró las sábanas arrugadas de la cama y notó que una de las almohadas estaba en el suelo.

¿Y bien?, se preguntó. ¿Qué? ¿Qué importaba? No merecía la pena pensar en ello. Claro que no estaba enfadado. Ni una pizca. ¿Por qué habría de estarlo? Tal y como estaban las cosas, Mildred tenía derecho a hacer lo que se le antojara. Si quería invitar a Haney Kenrick y brincar en la cama con ese cerdo grasiento, pues adelante. Que lo hiciera con Haney todas las noches de la semana, si era lo que le apetecía. Que Haney le diera regalos, dinero, toda la diversión que estuviera dispuesto a pagarle.

Cassidy se alejó de la cama y fue hacia el armario. Se dijo que debía darse prisa, recoger sus pertenencias y salir de allí.

Abrió la puerta del armario. Estaba vacío. Se quedó pestañeando. En el armario tendría que haber encontrado tres trajes, algunos pantalones y unos cuantos pares de zapatos. El estante superior debería haber contenido por lo menos una docena de camisas y un número igual de calzoncillos, unos cuantos pares de calcetines y varios pañuelos.

Pero no había nada. Sólo un armario vacío.

Entonces vio la esquela de papel enganchada en una de las perchas. La arrancó y miró fijamente la letra de Mildred. Leyó el mensaje en voz alta:

—Si quieres tu ropa, tendrás que dragar el río.

Cassidy cerró el puño e hizo una bola con la nota. Levantó el brazo y lanzó el papel al suelo. Dio una patada al armario y, al cerrarse, de la madera rota volaron algunas astillas.

Se giró hecho una furia y vio la puerta del otro armario, en el que ella guardaba su ropa. Hizo un sombrío gesto afirmativo con la cabeza, atravesó la habitación, previendo lo bien que se lo pasaría destrozándole hasta el último vestido.

Abrió la puerta y vio que el armario también estaba vacío. Esa vacuidad fue como una cara riéndose de él. Entonces vio otra nota, también enganchada en una percha. La arrancó y leyó su contenido con un susurro siseante. Eran sólo tres palabras. La última era el verbo preferido de Mildred.

La nota se le cayó de la mano. Por un motivo inexplicable, la rabia había desaparecido y lo que sentía era una extraña tristeza, mezclada con un toque de autocompasión. Se dijo que algunos tontos considerarían aquello muy gracioso. Pero no tenía nada de gracioso el que un hombre perdiera hasta la última prenda que poseía.

Miró fijamente el suelo y sacudió lentamente la cabeza. ¡Qué truco tan barato! ¡Qué cosa más vergonzosa, vil y desgraciada le habían hecho! Por Dios, si quería vengarse de él, podía haberle hecho otra cosa, ¿no? Al menos podía haberle dejado una camisa con la que vestirse, una sola camisa.

La rabia volvió con todas sus fuerzas; ladeó la cabeza y vio la cómoda. Pensaba en las botellas de colonia de Mildred, en sus tarros de cremas, en su ropa interior, en lo que fuera. Cualquier cosa de la que pudiera echar mano.

Los cajones de la cómoda estaban vacíos. No soportó la vacuidad del último cajón, lo sacó y lo lanzó al otro lado del cuarto. Salió volando por la puerta y fue a estrellarse contra una mesa de la sala.

Se ha mudado, se dijo. Había arrojado toda su ropa al Delaware, luego había recogido sus propias pertenencias y se había marchado. Cassidy se dijo que lo mejor que podía hacer Mildred en ese momento era estar en un tren que la sacara de la ciudad, porque si se encontraba por allí cerca, y llegaba a ponerle las manos encima…

La rabia impotente lo ahogaba cuando salió del apartamento y bajó las escaleras. Al abandonar el edificio e internarse en la brisa nocturna, sus puños sentían unas ganas irrefrenables de golpear algo. Giró en una esquina y pensó en ponerse en contacto con Shealy. Le pediría que abriera la tienda y le vendiera algo de ropa. Sabía que Shealy estaría en Lundy’s Place, porque siempre iba allí después de trabajar.

Cassidy bajó por Dock Street rumbo a Lundy’s. Sabía que iba con prisas por eso no comprendía por qué no apuraba el paso. Notó que caminaba lentamente, casi con precaución. Entonces, la oscuridad de la calle le resultó del todo aparente. Y su quietud contenía una cierta presión, como si un peso comprimiera su espalda. La sensación aumentó poco a poco hasta convertirse en la certeza de un peligro inminente.

No sabía qué era. Ni por qué le ocurría. Pero con la misma seguridad que sabía que tenía los dos pies firmemente plantados en el suelo, supo que alguien avanzaba a sus espaldas y estaba a punto de saltarle encima.

En cuanto llegó a aquella conclusión, comenzó a volver la cabeza para mirar hacia atrás. En ese momento, se abalanzaron sobre él. Sintió el golpe de algo duro en el hombro, y supo que no le habían dado en la cabeza por escasos centímetros. Se agachó, viró y vio a tres hombres.

Eran tres hombres corpulentos; alborotadores de puerto. Uno de ellos era muy alto y completamente calvo, y tenía unas enormes manazas. Otro parecía esculpido en un bloque de granito y tenía la nariz fracturada y las orejas torcidas. El tercero era muy bajo, muy ancho y llevaba un trozo de tubo de plomo. Cassidy no los conocía. Sólo sabía que eran tres y que alguien les había pagado para darle una paliza.

El tubo de plomo cayó con un sonido siseante hacia su cabeza, pero logró esquivar el golpe. Cassidy no pensaba en el tubo de plomo. Pensaba en sus ropas que descansaban en el fondo del Delaware, en la sucia pasada que le habían jugado y en el hecho de que sólo unos minutos antes se moría de ganas de pegarle a algo. Otra vez vio bajar hacia él el tubo de plomo y en lugar de intentar apartarse, levantó un brazo, lo agarró y tiró con fuerza arrebatándoselo al hombre bajito y ancho. Cassidy agitó el pesado tubo en el aire.

Los dos hombres más altos se acercaron a él por ambos flancos pero él no les prestó atención, se abalanzó sobre el tipo bajito y le asestó un golpe en las costillas con el tubo. El tipo bajito lanzó un grito, se dobló en dos y cayó al suelo. Los otros dos estaban ya cerca y se disponían a pegar a Cassidy; el calvo le dio un estruendoso golpe en el costado de la cabeza. Cassidy soltó el tubo de plomo y cayó hacia atrás; en lo alto del cielo, la luna llena se convirtió en un cuadro de muchas lunas de diferentes colores. Cassidy se dijo que no podía haber sido tan fuerte y que todavía no estaba en condiciones de desmayarse. Y logró tenerse en pie.

Sonrió a los dos hombres a medida que estos avanzaban. Y cuando se abalanzaron sobre él, fue a su encuentro y su izquierda salió disparada como un pistón que cogió al calvo en el ojo. Y lo volvió a golpear. Intentó deshacerse del calvo a toda prisa, porque el problema principal era el otro hombre, el de la nariz fracturada y las orejas torcidas. Era un profesional. Había estado en el cuadrilátero, en demasiados cuadriláteros, tal como lo atestiguaba su cara destrozada. Con lo que el tipo sabía cómo moverse y golpear.

El calvo se encogió bajo la andanada de puñetazos de Cassidy cuando este se alejaba del avance del tipo de la nariz fracturada. Cassidy amagó con la derecha y lanzó otro gancho de izquierda, se acercó mucho al calvo para encajarle un derechazo en el canto de la mandíbula, justo debajo de la oreja. El calvo levantó los brazos lentamente, extendió los dedos y cayó al suelo desmayado.

En ese mismo instante, el de la nariz fracturada lanzó un gancho con la izquierda que le dio a Cassidy justo debajo del corazón y lo hizo desplomarse. El tipo le sonrió y con gentileza le hizo señas con el dedo para que se levantara. Cassidy empezó a incorporarse; el tipo se agachó y lo agarró por debajo de los sobacos, le ayudó a ponerse de pie y luego volvió a derribarlo con un gancho de derecha directo a la cabeza.

El bajito se había puesto de pie y había recuperado el tubo de plomo. Con la otra mano se sujetaba las costillas rotas mientras se aproximaba y decía:

—Déjamelo a mí.

—No —repuso el púgil, sonriendo—. Este es mío.

—Estás jugando con el tío —comentó el tipo rechoncho.

—¿Jugando? —El púgil se agachó y levantó a Cassidy del suelo—. Yo diría que no. —Sostenía a Cassidy derecho, sin mirarlo—. Creo que estoy haciendo un buen trabajo.

Pero no fue muy cuidadoso. El púgil daba por sentadas muchas cosas. Sin ser visto, Cassidy le lanzó un golpe bajo con la derecha, un puñetazo que fue intencionalmente muy bajo. El púgil abrió la boca. Lanzó un grito.

—¡Oh, no! —gritó el púgil, alejándose con las manos apretadas contra el cuerpo—. Dios mío, no.

El púgil se sentó en la cuneta; entre gritos y sollozos decía que se moría. El hombre bajito y rechoncho avanzó hacia Cassidy, lo vio dispuesto a recibirlo y decidió que no merecía la pena arriesgarse. Dejó caer el tubo de plomo, se alejó a paso rápido y luego echó a correr.

En la cuneta, el púgil dejó de gritar. Los sollozos se fueron acallando. Cassidy se le acercó y le preguntó:

—¿Quién te ha pagado?

—No puedo hablar. Me duele mucho.

—Dime su nombre.

—No puedo hablar.

—Escúchame, tío…

—Déjame en paz —sollozó el hombre.

—Habla, chico. Dime su nombre o iremos a la policía.

—¿A la policía? —El púgil se olvidó de sollozar—. Ah, vamos tío, no me vengas con esas.

—Está bien, dime su nombre.

El púgil apartó las manos de las ingles. Inhaló profundamente con la cabeza echada hacia atrás.

—Se llama Haney. Haney Kenrick.

Cassidy se alejó. Caminó deprisa por Dock Street rumbo a Lundy’s Place.

Al entrar en Lundy’s vio a Pauline, a Spann y a Shealy que ocupaban su mesa del rincón. Se acercó a ellos y vio cómo se quedaban mirándole a la cara. Se enjugó la sangre del labio y se sentó.

—¿Quién te ha pegado? —preguntó Spann.

—Eso no importa —repuso Cassidy. Y dirigiéndose a Shealy le pidió—: Hazme un favor. Necesito ropa. ¿Tienes de mi talla en la tienda?

—¿Te la traigo aquí? —preguntó Shealy ya de pie.

Cassidy asintió con la cabeza y le dijo:

—Si no estoy cuando vuelvas, déjasela a Lundy. Tráeme unas camisas, pantalones y una muda completa. Te pagaré el viernes.

Shealy se llevó las manos a la espalda y miró a la mesa.

—Ahorraremos tiempo si te lo dejo en casa de Doris.

—No te acerques a Doris —le dijo Cassidy, y con la mirada incluyó a Pauline y a Spann—. Ninguno de vosotros os acerquéis a Doris.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Pauline.

—Una reforma —murmuró Shealy.

—Mira, tengo prisa —le dijo Cassidy a Shealy—, y no quiero discutir. ¿Vas a conseguirme ropa o no?

Shealy asintió. Le sonrió tristemente a Cassidy, se alejó de la mesa y salió de Lundy’s Place.

Cassidy inclinó la cabeza hacia Spann y le pidió:

—Dime una cosa. ¿Dónde vive Haney?

Spann iba a abrir la boca, pero Pauline le puso la mano en el brazo y le ordenó:

—No se lo digas. Acabará metido en un lío.

—Esfúmate —le dijo Spann a Pauline.

—Pero fíjate en sus ojos…

—He dicho que te esfumes. —Spann hizo un gesto rápido con el índice.

Pauline se levantó. Atravesó el bar y chocó contra otra mesa. Se sentó en ella y se quedó mirando a Spann y a Cassidy.

—Tiene razón. Tienes mal aspecto.

—¿Dónde vive Haney?

—Te ves en muy mal estado, Jim. Se nota que no piensas. Estás furioso. —Spann llenó una copa y se la acercó a Cassidy.

Cassidy la miró. Se disponía a rechazarla pero rápidamente, como para acabar con aquello, levantó el vaso y se bebió el contenido de un trago. Dejó la copa en la mesa, la miró y preguntó:

—¿Vas a decírmelo?

—Sólo si estoy seguro de que no te meterás en líos.

El trago surtió efecto. Cassidy se relajó un poco y contestó:

—Lo único que quiero es hablar con Haney.

Spann encendió un cigarrillo. Inhaló profundamente y al hablar dejó escapar el humo en nubecitas.

—¿Quieres poner a Haney en su sitio? ¿Quieres que se vaya del barrio? Deja que yo me encargue. Puedo arreglarlo.

—De esa forma no. No a tu manera. —Y mientras Cassidy se negaba, Spann examinaba una navaja larga y delgada, que había surgido como de la nada para ir a caer en sus manos.

—Nada serio —le dijo Spann—. Sólo unos cuantos cortes. Para que el tío capte la idea.

—No —insistió Cassidy.

Spann miró con cariño la hoja de la navaja.

—No te costará un céntimo. —Movió la navaja hacia adelante y hacia atrás por encima de la mesa—. Sólo se la haré probar, es todo. Verás cómo no volverá a ser problema. Con esto te garantizo que no volverá a acercarse a Mildred.

—¿Y quién te ha dicho que quiero eso? —inquirió Cassidy con mirada ceñuda.

—De eso se trata, ¿no?

—Precisamente todo lo contrario. Aquí el problema va conmigo. Hoy ha intentado enviarme al hospital en dos ocasiones. O a la morgue. Lo único que quiero es averiguar por qué.

—¿Por qué? —inquirió Spann levantando las cejas levemente—. Es fácil de deducir. Sabe que estás enfurecido con él desde lo de Mildred. Se imagina que vas a por él. Y se imagina que te derrotará antes.

—No, Spann. No es así. Sabe que he acabado con Mildred. Por lo que a mí respecta, se la puede quedar día y noche. Cualquiera puede quedarse con ella.

—¿Lo dices en serio?

—¿Quieres que lo anuncie en una valla? Claro que lo digo en serio.

—¿De veras?

—Por el amor de Dios. —Cassidy se sirvió otra copa y se la bebió de un trago—. Escúchame, Spann. Tengo otra mujer…

—Sí, ya me he enterado. Shealy nos lo ha contado. —Le sonrió a Cassidy—. Justo como a mí me gustan. Delgadas. Muy delgadas. Como juncos. Como esa de ahí. —Con el pulgar señaló hacia atrás indicando a Pauline—. No sabía que te gustaban así. ¿Qué tal estuvo la chica?

Cassidy no le contestó. Miró la botella que había sobre la mesa. Calculó que quedarían unas tres copas. Sintió ganas de tomárselas de un solo trago.

—Cuando son bien delgadas —dijo Spann—, es como hacerlo con una serpiente. Es como si se enroscaran, ¿no? Enrosca las piernas. Delgadas como una serpiente enroscada. Eso me pone cachondo. Cuando se enroscan. —Se inclinó levemente hacia Cassidy—. ¿Lo hizo así Doris?

Cassidy siguió mirando la botella.

—Te diré cómo lo hace Pauline. Estira los brazos hacia atrás y se agarra de los barrotes de la cama. Entonces se…

—¿Por qué no te atragantas? Te he preguntado dónde vive Haney.

—Ah, sí. —La mente de Spann era como una pantalla en la que una serpiente se enroscaba y tenía la cara de Pauline—. Ya. —Rápidamente le dijo la dirección de Haney Kenrick—. Entonces ella se pone…

Cassidy se levantó de la mesa y se alejó. Cruzó el bar a grandes zancadas y salió por la puerta principal.

El edificio en el que vivía Haney tenía cuatro plantas y carecía de vías de escape en caso de incendios. Estaba en Cherry Street. Cuando la propietaria vio entrar a Cassidy le miró con los ojos en blanco. Era una mujer muy vieja que fumaba opio y Cassidy era apenas una nube informe que se presentaba ante sus ojos.

—Sí, el señor Kenrick paga el alquiler.

—No le he preguntado eso. ¿En qué habitación está?

—Paga el alquiler y no se mete con nadie. Sé que paga el alquiler porque soy la propietaria. Paga el alquiler, y más le vale, porque si no lo echo fuera. A todos. Los echaré a todos.

Cassidy empujó a la propietaria y pasó al estrecho corredor que conducía al vestíbulo. Allí se encontró con dos ancianos. Uno de ellos leía un diario griego y el otro estaba profundamente dormido. Cassidy se dirigió al anciano rostro oculto tras el periódico griego:

—Oiga, por favor, ¿cuál es la habitación del señor Kenrick?

El viejo le contestó en griego. Justo en ese momento bajaba las escaleras una chica de unos veinte años, sonrió a Cassidy y le preguntó:

—¿Buscaba a alguien?

—A Haney Kenrick.

La chica se puso rígida. Su mirada reflejó hostilidad.

—¿Es amigo suyo?

—No exactamente.

—Bueno, mejor así —dijo la chica—. Con tal de que no sea usted amigo suyo. Lo odio. Odio a ese tipo. ¿Tiene un cigarrillo?

Cassidy le convidó a un cigarrillo, se lo encendió y la chica le dijo que la habitación de Haney Kenrick estaba en el tercer piso, y que era la del fondo.

Cassidy subió las escaleras hasta el tercer piso y fue pasillo abajo. Todo estaba en calma, y al acercarse a la puerta de la habitación, se dijo que debía tener cuidado. Se preguntó si le sería posible utilizar el método sorpresa. Así gozaría de una ventaja definitiva. Sin él, cabía la posibilidad de que Haney estuviera preparado, y sin duda, era de suponer que tendría algún tipo de arma.

Cassidy se plantó ante la puerta. Puso la mano en el picaporte. Giró el pomo con cuidado, lentamente. Oyó el ligero sonido que indicaba que la puerta no estaba cerrada con llave. El pomo giró del todo, la puerta se abrió y entró en la habitación.

Haney estaba tendido boca abajo, en la cama, con las piernas colgando al costado y los pies tocando el suelo. Se le sacudían los hombros, y daba la impresión de encontrarse en pleno ataque de risa. Entonces se dio la vuelta y miró a Cassidy. Tenía el rostro bañado de lágrimas y sus labios temblaban con violentos y desesperados sollozos.

—Está bien —dijo Haney—. Estás aquí. Has venido a matarme. Vamos, mátame.

Cassidy cerró la puerta. Atravesó la habitación y se sentó en una silla, junto a la ventana.

—Me da igual —admitió Haney sollozando—. No me importa lo que pase.

Cassidy se reclinó en el respaldo de la silla. Se fijó cómo temblaba el cuerpo de Haney. Y le dijo:

—Pareces una mujer.

—Oh, Dios, Dios. Ojalá fuera una mujer.

—¿Por qué Haney?

—Si fuera mujer, no me molestaría.

—¿Molestarte? ¿Qué es lo que te molesta?

—Oh, Dios mío —sollozó Haney—. No me importa si me muero. Quiero morirme.

Cassidy se llevó un cigarrillo a los labios. Lo encendió y se quedó sentado fumando y escuchando los sollozos de Haney. Al cabo de un rato, comentó:

—Sea lo que sea, debe de ser bastante grave.

—No puedo soportarlo —gritó Haney con voz ronca.

—Sea lo que fuere, no quiero que te descargues conmigo.

—Ya lo sé, ya lo sé…

—Quiero que lo sepas. Por eso he venido. Esta mañana alguien me ha tirado un ladrillo a la cabeza. Esta noche, cuando estaba en Dock Street me han atacado unos tipos. Tú les pagaste para que hicieran una faena completa.

Haney se sentó en la cama. Sacó un pañuelo del bolsillo, se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz.

—Créeme, te juro que no tengo nada en tu contra. Es que… no sé, estos últimos dos días han sido un infierno, es todo. —Rodó sobre la cama, se incorporó e hizo un esfuerzo por arreglarse la corbata. No lo consiguió a causa del temblor de sus dedos. Dejó caer los brazos, suspiró y bajó la cabeza.

—Hombre, sí que estás mal.

—Te diré una cosa. —La voz de Haney sonó monótona debido al agotamiento emocional—. En los últimos dos días no he probado bocado. Cada vez que intentaba comer, se me atragantaba la comida.

—Fúmate un cigarrillo —sugirió Cassidy—. Le dio el cigarrillo a Haney. Tembló violentamente en sus labios: necesitaron tres cerillas para encenderlo.

Haney chupó convulsivamente el cigarro.

—Ya me la veía venir. Yo mismo me lo busqué. Y ahora lo he conseguido, vaya si lo he conseguido. —Intentó sonreír apesaradamente, pero su cara se torció e hizo pucheros como un niño al borde de las lágrimas. Logró contenerse y prosiguió—: ¿Puedo hablarte con sinceridad, Jim? ¿Puedo decirte lo que Mildred me está haciendo?

Cassidy asintió.

—Quizá sea mejor que no. Quizá sea mejor que no abra la boca.

—No, hombre. No hay problema, habla.

—¿Estás seguro, Jim? Al fin y al cabo es tu esposa. Yo no tenía derecho a…

—¿Has oído lo que te he dicho? He dicho que vale. He procurado dejar claro que Mildred y yo hemos terminado. Te lo dije en Lundy’s y creí que lo habías captado.

—¿Entonces has terminado de veras con ella?

—Sí —dijo Cassidy en voz alta—. Sí, sí. Se terminó. Se acabó.

—¿Y ella lo sabe?

—Si todavía no se ha enterado, no me quedará más remedio que tirarle piedras.

Haney se quitó el cigarrillo de la boca, lo miró e hizo una mueca de disgusto.

—No lo sé. No lo entiendo. Eso es lo que me está volviendo loco. Es la primera vez en mi vida que paso por una pena así. He tenido todo tipo de mujeres y me han producido todo tipo de problemas. Pero nada como esto. Nada parecido a esto.

Cassidy sonrió débilmente. Pensó en la colilla de cigarro que había visto en el cenicero, en las sábanas revueltas y en la almohada tirada en el suelo. Y le dijo:

—No entiendo por qué estás tan apenado. ¿Tienes lo que querías, no?

—¿Qué tengo? —gritó Haney extendiendo los brazos—. Unos dolores espantosos de estómago. Me estoy viniendo abajo. Te lo juro, Jim, esa mujer me está provocando.

—¿Quieres decir que todavía no te la llevaste al huerto?

—Toma, mira lo que me ha dado —dijo Haney desabrochándose la camisa y exhibiendo un hombro. Desde el hombro hasta casi la mitad del pecho se apreciaban tres arañazos enrojecidos.

—Será mejor que te pongas algo —murmuró Cassidy—. Son profundos.

—No me duele —dijo Haney—. Aquí es donde me duele. Aquí. —Intentó indicar el alma, el orgullo o lo que fuera que consideraba de valor dentro de sí mismo—. Me está haciendo pedazos, Jim. Me está arruinando. Me pone cachondo hasta que no puedo más. Y después me echa de su lado. Y se me ríe en la cara. Eso es lo que más me duele. Cuando me mira y se me ríe en la cara.

Cassidy le dio una calada al cigarrillo y se encogió de hombros.

—Dime, Jim, ¿qué debo hacer?

—Aléjate de ella —le dijo Cassidy encogiéndose otra vez de hombros.

—No puedo. Me es imposible.

—Pues depende de ti. —Cassidy se levantó de la silla y se dirigió a la puerta—. Lo único que puedo decirte es que reventándome la cabeza a mí no resolverás tu problema. Olvidémoslo todo.

Cassidy se volvió, abrió la puerta y salió. Mientras caminaba por el pasillo, hacia la escalera, se dijo que todo estaba arreglado. Pero cuando empezó a bajar las escaleras, se sintió incómodo. Por alguna razón confusa se sintió muy incómodo. Era una sensación oscura, pesada, como si viera una fuerza siniestra, informe, salir de alguna parte para tocarlo.

Se aseguró que la sensación desaparecería. Dentro de poco estaría junto a Doris y se sentiría mejor. Todo mejoraría en cuanto estuviera con Doris.

Golpeó la puerta suavemente con los nudillos. Doris le abrió. Cassidy entró en la habitación y tomó a Doris entre sus brazos. Bajó la cabeza para besarla y en ese momento notó que su aliento olía a alcohol. Acto seguido vio un paquete envuelto en papel descansando en el suelo. Entrecerró los ojos y comenzó a respirar agitadamente. Ya no abrazaba a Doris. Miraba fijamente el paquete.

Doris siguió su mirada hasta el paquete.

—¿Qué ocurre, Jim? ¿Qué te pasa?

—¿Fue Shealy quien te trajo eso? —inquirió señalando el paquete.

—Dijo que necesitabas ropa —comentó Doris haciendo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Le dije a Shealy que no viniera aquí. —Se dirigió al paquete, lo pateó y este cayó de costado. Volvió a patearlo, se enfrentó a Doris y la miró colérico.

—¿Qué pasa? ¿Qué te molesta? —inquirió, sacudiendo ligeramente la cabeza.

—Le pedí a ese idiota canoso que no se te acercara.

—¿Pero por qué? No lo entiendo.

Cassidy no contestó. Volvió la cabeza y miró hacia la puerta de la cocina. Entró en la cocina. Sobre la mesa había una botella medio vacía y un par de vasos.

—Ven aquí —le ordenó a Doris—. Echa un vistazo y después entenderás.

Doris entró en la cocina y lo vio señalar hacia la botella y los vasos. Su dedo describió un arco y apuntó, acusador, a Doris.

—No has tardado demasiado.

Doris interpretó mal el comentario. Sus ojos se abrieron desorbitadamente negando lo que acababa de oír.

—Por favor, Jim. No saques conclusiones equivocadas. Shealy y yo no hicimos otra cosa que tomarnos unas copas, es todo.

—¿De quién fue la idea? —inquirió, hecho una furia.

—¿La idea de qué?

—De beber. De beber. ¿Quién abrió la botella?

—Yo. —Sus ojos seguían desorbitadamente abiertos y no lograba entender por qué estaba enfadado.

—Tú. Por amabilidad, ¿no? —Tendió el brazo, sujetó la botella y se la enseñó a Doris—. La botella no estaba aquí cuando me fui esta mañana. La trajo Shealy, ¿no es así?

Doris asintió.

Cassidy dejó la botella sobre la mesa. Salió de la cocina, se plantó delante de la puerta principal y giro el picaporte. Abrió la puerta y se disponía a salir cuando sintió que Doris se aferraba a su brazo.

—¡Suéltame! —le ordenó él.

—Por favor, Jim, no sigas así. Shealy lo hizo con buenas intenciones. Me trajo una botella porque sabe que la necesito.

—¡No sabe un carajo! —le espetó Cassidy—. Se cree que sabe mucho. Se cree que te está haciendo un favor, dominándote así con la bebida, suministrándote el whisky en dosis. Iré a verlo para advertirle que si no se aleja de ti…

Doris siguió aferrada a su brazo. Con una violencia de la que no fue consciente, Cassidy la apartó de sí; Doris se tambaleó y cayó al suelo. Le temblaron los labios; se quedó sentada en el suelo, frotándose el hombro.

Cassidy se mordió con fuerza la comisura de la boca. Sabía que Doris no lloraría. Deseó que lo hiciera, o que al menos emitiera algún sonido. Deseó que lo maldijera, que le arrojara algo. El silencio reinante era horrible y parecía multiplicar el odio que sentía hacia sí mismo.

—No quería hacerte daño —dijo en voz baja.

—Ya lo sé —replicó Doris con una sonrisa—. No tiene importancia.

Cassidy se le acercó y la ayudó a levantarse.

—Lo lamento mucho. ¿Cómo he podido hacer una cosa así?

—Supongo que me lo merecía —admitió ella apoyando la cabeza contra él.

—No digas eso.

—Es verdad. Me dijiste que no bebiera.

—Es por tu bien.

—Ya lo sé. Ya lo sé. —Entonces se echó a llorar.

Lloraba quedamente, sin hacer ruido, pero Cassidy oyó el llanto y fue como si se le clavara una cuchilla afilada. Tuvo la impresión de encontrarse suspendido en un vacío de futilidad, en una zona de interminable desaliento. Y el dolor cortante se lo producía el saber que de nada servía, que no tenía sentido intentarlo.

—Jim, voy a intentarlo —le dijo Doris—. Con todas mis fuerzas.

—Prométemelo.

—Te lo prometo. Te lo juro. —Levantó el rostro y Cassidy vio la sinceridad reflejada en sus ojos—. Juro que no te defraudaré.

Cassidy se obligó a creerle. Cuando la besó, la creía, acariciaba la idea y sintió la tierna dulzura de su presencia.