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—¿SE ACUERDA de mí?

—¿Qué quiere? —preguntó Vanning.

—Apuesto a que ni siquiera recuerda mi nombre. Le dije mi nombre, ya sabe.

—No lo recuerdo.

—Fraser.

—Ah, sí —respondió Vanning mecánicamente—. Es cierto.

—Y usted es Van.

—Van Rayburn.

—No —replicó Fraser—. Eso fue ayer por la noche, cuando trepó a un árbol y sostuvimos los dos una conversación de padre a hijo. Esta noche es Vanning. Usted se llama James Vanning.

—Cambia usted de ritmo muy fácilmente, ¿eh?

—No crea. Es la misma rutina de siempre, día tras día. De vez en cuando, llega a cansarme, pero la conozco bien.

—No me atrevería a contradecirle —dijo Vanning. Respiró hondo—. Estoy listo para acompañarle ahora mismo.

—Yo todavía no estoy listo —contestó Fraser.

—¿Qué quiere de mí?

—¿Por qué no nos quedamos aquí y hablamos un poco?

—Eso fue ayer por la noche —respondió Vanning—. ¿Recuerda? La charla sobre psicología fue anoche. Ahora ya ha terminado los preliminares. Ahora ha venido a rematar el trabajo. Lo ha conseguido. Ha realizado una magnífica labor y ahora todo ha terminado y no sé qué nos retiene aquí.

—Si no le molesta, actuaré como me parezca mejor. El caso es mío.

—Creía que lo llevaba Denver.

—Denver lo pasó a Nueva York, y Nueva York me lo ha dado a mí. Por completo. Si algo va mal, la culpa es solo mía. Caerán sobre mí desde todas partes. Desde Nueva York y desde Denver. Y desde Seattle.

—No veo dónde entra Seattle.

—Ya le he dicho que me encargo del caso por completo. De todo el caso. Lo que tendría que hacer ahora es detenerle y comenzar a buscar a los otros dos hombres.

—Los otros tres hombres.

—¿Se da cuenta? —adujo Fraser—. Ya me ha proporcionado algo.

—Excelente. ¿Qué puede proporcionarme usted?

—Todas las oportunidades posibles. No creo que sea usted un asesino.

—Pero lo soy.

—¿Por qué?

—Defensa propia.

Fraser se embutió las manos en los bolsillos de la chaqueta, dejando fuera los pulgares.

—¿Y si subimos a su habitación y hablamos con calma?

No esperó la respuesta de Vanning. Pasó junto a él, y subió las escaleras precediéndole. A Vanning le habría resultado fácil atacarle por la espalda.

Ambos lo sabían. No les hacía falta mencionarlo. Mientras subían hacia la habitación, permanecieron en silencio, como si tuvieran por delante algo lógico y bien definido, como si fueran miembros de una organización muy cerrada.

Ya ante la puerta, Fraser se hizo a un lado. Vanning se adelantó, introdujo su llavín en la cerradura y abrió. Un instante antes de entrar, miró el rostro enjuto de Fraser, sus marcadas facciones. Sus ojos negros, penetrantes. El bigote negro. Fraser le sonrió. Le respondió con una franca sonrisa, relajado pero, aun así, muy erguido. Respiraba con facilidad. Era como si le hubieran quitado un tremendo peso de los hombros.

Fraser se acercó al tablero de dibujo y se detuvo a contemplarlo.

—Aquí tengo otra cosa —comentó—. Anoche me dijo algo de verdad. Dijo que trabaja como ilustrador publicitario.

—Anoche no se lo conté todo, pero lo que le dije era verdad.

—¿Tiene algo de beber?

—En seguida lo preparo.

—Con mucho hielo. Hace una noche agobiante.

Vanning preparó las bebidas y las sirvió. Durante algún tiempo se concentraron seriamente en sus vasos, pero al fin Fraser dejó el suyo y continuó:

—Muy bien. Estoy dispuesto a escucharle. Quiero que me lo cuente todo. Todos los movimientos, todos los detalles. Desde el principio.

Le llevó casi una hora. Fraser apenas le interrumpió alguna vez, y únicamente cuando era necesario para aclarar los hechos.

Vanning hablaba en voz baja, pero sin vacilar ni repetirse. Le resultaba fácil hablar. A pesar del bajo volumen, su voz era clara. Hacia el final, había algo más en ella que un poco de confianza.

Cuando terminó, Fraser se aproximó al tablero de dibujo, tamborileó con sus dedos sobre él, y se volvió de cara a la silla en la que Vanning estaba instalado, una pierna cruzada sobre la otra.

—Hay una sola cosa que no veo clara. Volvamos a ella. Volvamos a esa habitación en un hotel de Denver. A ver si puedo repetirlo tal y como me lo ha contado. Usted se encuentra en esa habitación con John y Pete. Lo meten en el cuarto de baño, pero no cierran la puerta. Mantienen una conversación en susurros. Eso es razonable. Muy bien; usted está en el cuarto de baño, esperando. De pronto, se da cuenta de que en la habitación contigua hay un silencio total. No lo comprende. Así pues, decide arriesgarse y abre la puerta. Y la habitación está vacía. Pero encima de la cama hay una pistola. Y encima de la cómoda hay una cartera. Y esto, muchacho, es una cosa bien extraña.

—Si pudiera explicárselo, lo haría.

—Eso ya lo sé —respondió Fraser—. Yo, al menos lo sé. Pero la gente no se lo creería. En un tribunal se reirían de usted. Ya ve en qué situación estamos. El montaje de la pistola y la cartera… No encaja. Es increíble.

—Entonces, supongo que estoy perdido.

—No hable así —protestó Fraser—. Soy optimista, pero si pierde la serenidad no hará más que complicarme las cosas.

—Aguantaré.

—Tiene que hacerlo. Vamos a ver si resolvemos esto entre los dos. Estoy convencido de que es usted inocente, y haré todo lo que esté en mi mano para ayudarle a salir de esta. Ahora, lo que hemos de hacer es encontrar una explicación a esa increíble escena del hotel. ¿Qué me dice?

Estaba mirando a Vanning. No hacía falta responder nada. La mirada era una petición, y Vanning la acogió, la examinó y supo lo que quería decir. Pensó en Martha. Pensó en los ojos de Martha. Y en sus labios. Y en su forma de andar. Su voz. Su presencia. Quiso apartarla de su mente.

Fraser se cruzó de brazos, ladeó la cabeza y siguió mirándole de la misma forma. Los segundos se convirtieron en un minuto completo. Fraser añadió:

—Bueno, ¿qué me dice? ¿Sabe por dónde podemos empezar?

—Creo que sí.

—Bien. ¿Lejos de aquí?

—En la calle Barrow.

—Lo suponía. Conozco la casa, pero hay más de un apartamento.

Salieron del cuarto. Caminaron por la calle, ni deprisa ni despacio. Caminaban el uno junto al otro, dos hombres dirigiéndose a cualquier parte.

Cuando llegaron a la calle Barrow, Vanning se estremeció. Luego, dejó escapar un suspiro. Fraser se lo quedó mirando.

—¿Algo anda mal? —preguntó Fraser.

—La chica.

—¿Qué pasa con ella?

Vanning cerró los ojos y se apretó la frente con las yemas de los dedos.

—Yo creía que era un hombre con sentido común —respondió—. Creía que sabía cómo era la vida.

Se habían detenido. Fraser encendió un cigarrillo.

—Todos creemos que sabemos cómo es la vida. Creemos que nos conocemos a nosotros mismos. Si fuera cierto, seríamos calculadoras y no seres humanos. Usted está enamorado de esa chica y no quiere destrozarle la vida. Está muy enamorado, porque ahora no es Vanning lo que importa, ¿me equivoco?

—No soy capaz de pensar con sentido práctico.

—Tome, termínese este cigarrillo.

—Eso no me servirá de nada. Tal vez si me diera un buen puñetazo en la boca…

—Eso tampoco le serviría. Tratemos de ver las cosas con algo de perspectiva. ¿Le parece que participó en el golpe de Seattle?

—No lo sé.

—¿Y qué me dice de Denver?

—No lo sé.

—Nos pondremos en lo peor. Lo pintaremos tan negro como podamos. Supongamos que ha estado trabajando para ellos desde el principio. Recuerde que vamos a lo peor. De acuerdo, digamos que colaboró en el atraco de Seattle. Y probablemente en unos cuantos golpes antes de ese. Y supongamos también que tiene antecedentes penales. Podrían caerle unos diez años. ¿Qué edad tiene usted?

—Treinta y tres.

—Tendrá cuarenta y tres cuando ella salga. ¿Está dispuesto a esperar?

Vanning se volvió de espaldas a Fraser y contempló la calle, sus ojos clavados en la fachada de ladrillo blanco de la casa en que ella vivía.

—No puedo dejar que suceda así —respondió—. Ignoro por qué se metió en esa clase de vida, pero sé que no está hecha para ella. Es una chica sana, llena de vitalidad. Necesita un hombre. Necesita un hogar y niños. Si la encierran se marchitará. Quiero verla reír. Quiero verla en la cocina, delante del fogón. Paseando un cochecito de bebé por la calle. No quiero verla entre rejas. No puedo soportarlo.

Consultando su reloj de pulsera, Fraser añadió:

—Si nos movemos deprisa, puede que logremos terminar con este asunto antes de que amanezca.

—Diez años.

—Recuerde, le he dicho que nos poníamos en el peor de los casos.

—Prométame que tendrán consideración con ella.

—Seré sincero con usted. No puedo prometerle nada. Cuando la haya detenido, la cosa habrá escapado de mis manos.

—Ella no viajaba en el coche accidentado. Quizá no tuvo nada que ver con lo de Seattle.

—Quizá.

—Todo es quizá. Todo.

—Será todo quizá mientras nos quedemos aquí hablando —razonó Fraser—. ¿Por qué no vamos y lo averiguamos?

—¿He de estar presente?

—Tendrá que enfrentarse a ella tarde o temprano.

Vanning echó a andar de nuevo. Fraser se puso a su altura. Avanzaban por la calle Barrow.

—Fíjese en lo que estoy haciendo —se quejó Vanning—. Fíjese en lo que estoy haciéndole a ella.

—Piense en lo que está haciendo por usted mismo.

—Tuve que ir a Chicago pasando por Colorado. No podía ir por otra carretera. No, tuve que ir precisamente por aquella.

—Entonces no habría llegado a conocerla, para empezar.

—A eso me refiero.

—Todo está bien, pues —concluyó Fraser—. Todo conduce a lo mismo.

—No, no es cierto. No lo veo de esa manera. Estoy seguro de que la hubiera conocido en alguna otra parte. No sé. Era forzoso que nos conociéramos.

—Hermano, creo que necesita un calmante. Necesita una ducha fría. Está bastante mal, ¿sabe? Y si sigue usted así no será una gran ayuda para mí. Lo cual quiere decir que yo tampoco podré ayudarle a usted.

—¿No puede ayudarla de ninguna manera? ¿No puede hacer nada?

—No, si es una delincuente. Si es una delincuente, debemos encarcelarla. Para eso nos paga la sociedad. Le sorprendería saber lo mucho que detestamos nuestro trabajo algunos de nosotros. Pero alguien tiene que hacerlo. Si no, las calles estarían llenas de cadáveres y escaparates rotos. Intente verlo de esta forma. —Se volvió y advirtió la cara que ponía Vanning—. No —rectificó—, será mejor que no lo intente. No piense en nada. Limítese a conducirme hasta esa dirección.

Siguieron caminando. Las casas pasaban a su lado como una procesión funeraria. La casa de ladrillo blanco estaba cada vez más próxima. El blanco destacaba sobre el negro de la calle como algo muerto rodeado de plañideras.

—Esa es —anunció Vanning, señalando con el dedo.

—Vamos.

Llegaron ante la puerta, y Fraser se fijó en el cuadro con los nombres de los inquilinos.

—¿Cuál es?

—Gardner.

Fraser pulsó el botón.

—Tal vez no esté en casa —aventuró Vanning.

—Lo averiguaremos.

—Quizá ha hecho las maletas y se ha ido.

—Es muy posible.

—Supongo que es lo que debe de haber hecho. Se habrá ido. Si estuviera en casa, abriría la puerta.

—Lo intentaré otra vez.

—No vale la pena. Se ha ido.

Fraser apretó los labios.

—Y si se ha ido —replicó—, está usted listo. ¿Se da cuenta? No sabría conducirme a aquella casa en las afueras de Brooklyn. Me dijo que no tenía ni idea de dónde quedaba. Si la chica se ha ido, hemos perdido nuestro único contacto. Piense en ello.

—Ya lo he pensado. No me importa.

Fraser volvió a apretar el botón, y dejó su dedo sobre él mientras observaba a Vanning.

Y entonces sonó un zumbido.

—Está en casa —dijo Fraser.

—No he oído nada.

—Le he dicho que está en casa. Subimos. —La mano de Fraser se deslizó hacia un bulto en un bolsillo de su chaqueta—. Venga, Vanning. Esto es el final.

Fraser abrió la puerta y se hizo a un lado.

—Usted primero.

—¿No se fía de mí?

—En el estado en que está ahora, no. Hágame un favor, ¿quiere? No me obligue a utilizar la pistola. Por favor.

Vanning pasó ante Fraser, comenzó a subir y oyó los pasos del policía a su espalda. La escalera y las paredes parecían haber sido pulimentadas, parecían resplandecer de una forma irreal. El resplandor aumentó. Vanning pensó que verdaderamente era una escena irreal. Cuando llegó al rellano del segundo piso, se detuvo.

A su espalda, Fraser preguntó:

—¿Dónde es?

—En el tercer piso.

—Siga subiendo.

—Esto es un infierno.

—¡Arriba!

Ascendieron hasta el tercer piso. La puerta estaba abierta y ella esperaba en el umbral, y otra vez vestía la bata acolchada de satén azul. Cuando vio a Vanning, sus ojos se iluminaron. Cuando vio a Fraser, sus ojos se abrieron y se metió en el apartamento, dejando la puerta abierta. Siguió retrocediendo hacia el interior, mirando a Vanning, a Fraser, nuevamente a Vanning.

Fraser cerró la puerta. Cruzó la habitación como si hubiera vivido en ella durante años. Bajó la persiana y se volvió de espaldas a la ventana. Se apoyó en el alféizar y cruzó los brazos, contemplando a Martha.

—Siéntese —comenzó—. Quiero hablar con usted.

Ella se dirigió hacia una silla, sus ojos fijos en Vanning. Tomó asiento, y sus ojos seguían mirando a Vanning. Fraser preguntó:

—¿Es usted Martha Gardner?

—Así me llamo.

Haciendo un ademán en dirección a Vanning, el policía siguió:

—¿Conoce a este hombre?

—Sí.

—¿Quién es?

—James Vanning.

Ahora, por primera vez desde que la puerta se había cerrado, apartó la vista de Vanning y se volvió hacia el policía.

—Vamos a pisar a fondo el acelerador —le advirtió Fraser—. Vamos a utilizar un buen cuchillo y cortaremos todo lo que no importe. Dígame, señorita Gardner, ¿cómo se gana usted la vida? Rápido, quiero que conteste rápido.

—Vendo cristalería en unos grandes almacenes.

—¿Cuánto hace que trabaja allí? No, espere. ¿Cuánto hace que vive en Nueva York?

—Tres años.

—¿Y en esta dirección?

—Cinco meses.

—Aquel viaje a Seattle lo hizo en tren, ¿no?

—Nunca he estado en Seattle.

—Entonces, ¿en qué ciudad conoció a John?

—John ¿qué más?

—Solo John. Vamos, señorita Gardner, vamos.

Ella se volvió hacia Vanning. De pronto, le sonrió. Preguntó:

—¿Qué sucede, Jimmy? ¿Por qué estás tan triste?

La mirada de Vanning se clavó en el suelo. Se sostenía sobre sus dos piernas, pero todo su cuerpo experimentaba la sensación de estar cayendo a tierra, de estar hundiéndose en la tierra.

—Estamos hablando de John —insistió el policía—. El hombre que estuvo aquí anoche. ¿En qué ciudad lo conoció? ¿Cuándo?

—Anoche —respondió ella—. En esta habitación. Fue la primera vez que lo vi.

—¿Es cierto?

—Es cierto —contestó—. Le contaré cómo fue, si quiere.

—Desde luego que sí. Y vale más que sea convincente, señorita Gardner, porque está usted metida en un buen lío.

—No lo creo —dijo ella—. No me preocupa en absoluto. Sé que todo va a arreglarse. —Se volvió y sonrió nuevamente a Vanning—. ¿Verdad que sí, Jimmy? —A continuación, miró otra vez a Fraser y la sonrisa desapareció—. El hombre al que llama John, el hombre que estuvo aquí anoche, dijo llamarse Sidney. Me contó que era un viejo amigo de James Vanning. Estas fueron sus palabras, tal y como él las pronunció. Dijo que había olvidado la dirección de Vanning y me preguntó si yo la sabía. Le dije que no.

—¿Cómo consiguió él esta dirección?

—Yo también me lo pregunté. Me explicó que Vanning le había hablado de mí, y un día, paseando por la calle Barrow, le había mostrado la casa en que vivía.

—¿Lo creyó?

—No.

—Muy bien. Entonces, ¿cómo consiguió esta dirección?

—No tengo la menor idea.

—¿Quiere decir que no mantiene ninguna relación con ese hombre?

—Ninguna.

—¿Ha estado usted alguna vez en la cárcel?

—No.

—Volvamos a ese John, Sidney o como quiera que se llame. ¿Qué más le contó anoche?

—Eso fue todo. Solamente quería averiguar la dirección de Vanning. Pero se quedó un buen rato, tratando de conseguirla. Lo intentó de una forma indirecta. Yo le dejé que hablara. Le hice sentir como en su casa. Incluso le invité a beber. No quería que desconfiara de mí.

—Que desconfiara ¿por qué?

—Sé quién es.

—No hace falta que ponga una cara tan seria, señorita Gardner. No está usted jugando al póquer. Dice que sabe quién es. ¿Cómo lo sabe?

—Jimmy me lo contó. Jimmy me lo contó todo.

Fraser hizo un gesto con la barbilla en dirección a Vanning.

—¿Por qué le llama Jimmy?

—Porque se llama Jimmy.

Fraser extrajo un paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta, y se lo pasó de una mano a otra.

—Creo que estamos dando vueltas. Seguimos sin tener nada concreto. —Su cabeza se inclinó, se alzó de golpe, sus ojos se clavaron en Martha y preguntó—: ¿Está usted verdaderamente enamorada de este individuo que tiene delante?

—Locamente.

—¿Comprende en qué apuro se encuentra él?

—Sí.

—¿Y en qué apuro se encuentra usted?

—Sí.

—Dígame, señorita Gardner, ¿es el amor una cuestión importante para usted?

—Lo es todo.

—Entonces, ¿por qué diablos no colabora?

—Le he contado todo lo que sé. Estoy dispuesta a hacer lo que usted quiera.

Fraser se incorporó. Cruzó la habitación, llegó a la puerta e hizo ademán de pegarle un puñetazo, pero se contuvo a tiempo. Luego, comenzó a dar la vuelta y, de pronto, se detuvo y dejó caer los brazos, que le quedaron colgando flojamente. Y se quedó allí, inmóvil.

La situación se prolongó unos absurdos segundos, pero cuando el absurdo se desvaneció, se desvaneció de súbito. Fraser giró vertiginosamente, se quedó de cara a la puerta, la abrió con precisos y veloces movimientos y sacó su revólver del bolsillo, el dedo en el gatillo. Y retrocedió hacia el interior del cuarto, haciendo un gesto de llamada con la otra mano.

—Pase, pase —invitó—. Hoy no se cierra.