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SOBRE EL RÍO PURPÚREO descendía una claridad color lavanda. Cruzaba un enorme transbordador abarrotado de gente. El transbordador había desconectado sus motores y flotaba hacia el embarcadero cuando, de pronto, una ola monstruosa surgió de la nada y embistió al buque por estribor y lo hizo volcar. Ya no se veía la gente. Solo el transbordador, flotando con la quilla hacia el cielo. Y el río, plácido de nuevo. Fraser contorsionó su rostro sobre la almohada y profirió un quejido. Abrió sus ojos. Los cerró otra vez, los abrió otra vez y vio a su esposa sentada a su lado, mirándole.
—Estás muy preocupado —dijo ella.
—¿Qué estaba haciendo?
—Hacías ruidos.
—¿He dicho algo?
—Nada comprensible. ¿Quieres que te traiga algo?
—No. Enciende la luz, por favor.
Ella encendió una lámpara junto a la cabecera. Fraser parpadeó y se restregó los ojos. Tendió la mano hacia una mesita al lado de la cama y buscó a tientas un paquete de cigarrillos y un estuche de cerillas. No, ella no quería un cigarrillo; quería que volviera a dormirse. Encendiendo su cigarrillo, Fraser saltó de la cama, se acercó a la ventana y miró al exterior. El río Este era un trémulo resplandor negro y las luces, puntas de lanza que horadaban una noche que ardía sin llama.
Aspiró varias bocanadas breves del cigarrillo.
—No logro quitármelo de la cabeza.
—Tendrías que cobrar horas extraordinarias. Trabajas las veinticuatro horas del día.
—No siempre.
—¿Quieres un vaso de agua?
—Puedo ir a buscarlo yo.
—Déjame que vaya yo.
Se levantó de la cama y Fraser quedó a solas en la habitación. Sintió ganas de vestirse y salir del apartamento. Estaba poniéndose los calcetines cuando ella regresó con el agua. Su mujer esperó a que terminara el vaso y luego cogió sus zapatos y volvió a guardarlos en el armario.
—Quítate los calcetines —le ordenó— y déjate de tonterías.
—Tengo ganas de hacer algo.
—Algo, pero ¿qué?
—No lo sé —contestó Fraser.
—Ojalá te buscaras un empleo en Wall Street. Si sigues así, te saldrán canas dentro de nada.
Se sentó junto a él, en el borde de la cama. Puso una mano en su hombro. Por un tiempo, permanecieron sentados en silencio. Luego Fraser se puso en pie y caminó hacia la cómoda. Abrió el cajón superior y extrajo una carpeta de papel marrón, de la que empezó a sacar papeles. Se quedó allí, de pie ante la cómoda, estudiando diversos documentos.
La situación se prolongó varios minutos, hasta que ella se le aproximó. Él la miró, y estaba con los brazos cruzados, diciéndole:
—Déjalo correr.
—Vuelve a la cama.
—No puedo dormir con la luz encendida.
—Ponte el antifaz.
—Esto es una falta de consideración.
—Lo siento —se excusó Fraser—. No puedo evitarlo.
—Pero ¿qué ocurre? ¿Cuál es el problema?
—Demasiados puntos que no logro explicarme.
—Mañana. Por favor, cariño. Mañana.
—Vuelve a la cama. Yo me iré a la otra habitación.
Ella volvió a la cama. Fraser salió del cuarto. Encendió la luz de la sala y se sentó, con todos los documentos. Al cabo de unos minutos, entró ella en la sala.
—No puedo dormir —explicó—, si tú no duermes.
Él recopiló los papeles y comenzó a guardarlos otra vez en la carpeta.
—De acuerdo —asintió—. Ya he terminado.
Ella le detuvo.
—No, todavía no. No podrás dormir en toda la noche. Siéntate aquí. Háblame. Cuéntamelo.
Fraser sonrió.
—Tienes una nariz muy bonita.
—Es demasiado huesuda.
—A mí me parece muy bonita.
Le pasó un dedo por el puente de la nariz. Luego apartó su mirada de ella y empezó a golpear con un puño sobre la palma de la otra mano, suavemente, con insistencia.
—Me permiten que lo haga a mi manera —comenzó—. Si lo estropeo, es culpa mía, mía y de nadie más. Estoy seguro de que sé lo que hago, pero no soy infalible. Ningún hombre lo es.
—No necesitas justificarte ante mí. He ido a la universidad. Entiendo las cosas.
Fraser dejó escapar un suspiro.
—Se trata de una situación muy difícil. Es como uno de esos criptogramas en los que, cuantas más partes resuelves, más complicado resulta lo demás.
—Ya lo solucionarás.
—Tengo mis dudas.
—¿Lo dices en serio?
Fraser la miró y asintió con la cabeza, lentamente.
—Es un mal caso, cariño. Malo de verdad. Con lo que tengo ahora mismo, podría detenerlo mañana. Con lo que hay contra él, podrían llevarlo a juicio y habría cien probabilidades contra una de que lo condenaran a muerte. Por eso me resulta un poco difícil dormir.
—Pero si es eso lo que merece…
—Si lo es…
—¿Es esto lo que te tiene preocupado?
—En circunstancias ordinarias no me preocuparía. Pero este asunto se presenta muy extraño. Según los papeles, el hombre es un atracador y un asesino. Todo encaja. Todo concuerda. Tienen testigos, huellas dactilares, una tonelada de deducciones lógicas que apuntan a él. Y lo que tengo yo es un bloqueo mental.
—¿Por qué? ¿El viejo factor humano?
—Solo una teoría.
—Tú tienes una teoría y ellos, los hechos.
—Ya lo sé —replicó Fraser—. Ya lo sé. Ya lo sé. —Se frotó la nuca—. Si pudiera hablar con él. Hablar en serio, quiero decir. Si no estuviera en una situación tan delicada. Es un jaleo del demonio, y cada vez que entro en el cuartel me miran con cara de pena.
—Necesitas ayuda en este caso.
—Necesito un milagro.
—Estás haciendo cuanto puedes.
—Eso es lo que me molesta —contestó Fraser—. El mejor trabajo de seguimiento que jamás haya realizado. Conozco todos sus movimientos. He llegado a un punto en que puedo dejarlo por la noche y volver a recogerlo cuando sale por la mañana. Sé qué come en el almuerzo, qué marca de crema de afeitar utiliza, cuánto gana con el trabajo de dibujante. Lo sé todo, salvo lo que me hace falta saber.
—Es un tipo listo.
—No es listo —protestó Fraser—. Es otra cosa. Y estoy seguro de ello: es inteligente, pero no listo. Hablando de paradojas, esta se lleva la palma.
—No puedes ver en las mentes. No eres una calculadora. Solo tienes un cerebro y un par de ojos. Deja de atormentarte.
Fraser se puso en pie. Cruzó la sala, regresó al sofá y se quedó contemplando la pared.
—Es una vergüenza —exclamó—. Es una condenada vergüenza.
—¿A qué te refieres?
—Tuvieron que perder la pista de los otros. Eso es lo que se saca cuando se dedica personal de segunda a un caso importante. Cuando pienso lo torpemente que lo han llevado…
—Eso es culpa de ellos, no tuya.
—Será culpa mía si Vanning acaba en la silla.
—¿Por qué estás tan seguro de que es inocente?
—No estoy seguro.
—Entonces, ¿qué te preocupa?
—Para alguien que ha ido a la universidad, me parece una pregunta bastante tonta.
—¿Estás enfadado conmigo?
—Estoy enfadado conmigo mismo.
Ella tiró de él hacia el sofá, le sujetó la cabeza entre sus manos y le hizo volverse a mirarla.
—Te prepararé un té.
—Mejor café.
—He dicho un té.
—Muy bien, un té.
Ella se fue hacia la cocina. Fraser permaneció un rato sentado en el sofá, y luego se dirigió a la cocina. Su mujer estaba de pie ante el fogón.
Se detuvo detrás de ella y le preguntó:
—¿Me permites que te aburra un poco?
—Te lo ruego.
Respiró hondo.
—Con mis saludos a Esopo —empezó—. Tres hombres atracan un banco en Seattle. Se escapan con trescientos mil dólares. Llegan hasta Denver. En Denver se registran en un hotel bajo nombres supuestos. Tienen un contacto en Denver, un individuo llamado Harrison. A este Harrison le corresponde hacerse cargo del dinero y guardarlo en lugar seguro, distribuirlo por distintos canales o algo así. ¿Me sigues?
—He oído la historia un millar de veces.
—Escúchala una vez más. El tal Harrison se presenta en el hotel. Sale con uno de los hombres, un individuo inscrito bajo el nombre de Dilks. Ahora presta atención, porque de esto hay testigos. Dilks llevaba una pequeña cartera negra. El dinero. Muy bien, hasta aquí todo son hechos. ¿Pasamos a la teoría?
—¿La tuya?
—No; la del cuartel general. Harrison y Dilks salen a dar un paseíto. Y, de pronto, a Dilks se le ocurre una idea brillante. Decide que trescientos mil dólares son una suma muy atractiva. ¿Y por qué habría de entregársela a Harrison? ¿Por qué no quedársela para él? Espera hasta que Harrison y él llegan a una calle oscura y solitaria, saca una pistola y mata a Harrison. Luego se escapa y esconde el dinero. Aquí dejamos la teoría y volvemos a los hechos.
—Aquí tienes el té.
—Déjalo en la mesa. Escucha. Dilks se va de Denver. Pero han quedado sus huellas en la pistola que se encontró junto al cuerpo de Harrison. Ha abandonado un descapotable azul con matrícula de California. La policía se pone a trabajar y efectúa sus comprobaciones. Y resulta que este tal Dilks no se llama Dilks en absoluto, sino que es un antiguo oficial de la Marina llamado James Vanning. Así que empiezan a buscarlo.
—¿Limón?
—Solo una gota. En una noche como esta, me hace falta un té caliente.
—Te hará bien. Dicen que es lo mejor cuando hace calor.
—¿Quieres que siga? —preguntó Fraser. Ella asintió con un gesto, y él prosiguió—: Se exprimen sus cerebros tratando de comprender a este Vanning. Nada de antecedentes, excepto algunas multas de tráfico sin importancia, y muy antiguas. Antes de la guerra había trabajado como ilustrador publicitario en Chicago. Se ganaba bastante bien la vida. ¿Por qué un hombre así decide robar un banco? ¿Por qué comete un asesinato?
—Muchos hombres volvieron de la guerra con las ideas torcidas y se metieron en problemas.
Fraser asintió.
—Eso es lo que dice Seattle. Eso es lo que dice Denver. Eso es lo que dice el cuartel general. Quizá tengan razón.
—¿Entonces?
—Quizá están equivocados. Ahora, dime: ¿quieres que termine de explicártelo?
—No te he interrumpido —protestó ella, dirigiéndole una mirada de indignación—. Solo hacía un comentario.
Fraser removió el azúcar en su taza. Sopló sobre el té y tomó un sorbo de prueba.
—Demasiado caliente —decidió—. Dejaré que se enfríe un poco. —Volvió a respirar hondo y se inclinó hacia delante—. Así que empiezan a buscar a Vanning. No logran encontrarlo. Buscan a los otros dos hombres. Ni rastro. Pasa el tiempo y vemos a esos dos hombres aquí, en Manhattan. Los seguimos. Estamos a punto de detenerlos, pero entonces nos ponemos brillantes y los perdemos de vista.
»Y entonces recibimos una llamada de alguien que ha visto a un hombre que coincide con la descripción de Vanning. Lo investigamos. Es Vanning. Y el cuartel general quiere ir a por él, pero Seattle no tiene intención de perder los trescientos mil dólares, y además hay que asegurarse bien. El cuartel general no está de acuerdo con Seattle, pero Seattle aduce que sería muy bonito dar con el dinero al mismo tiempo que se detiene a Vanning. Por supuesto, Denver protesta, porque Denver quiere resolver un caso de asesinato. Se produce algún retraso y finalmente me asignan a mí el asunto, y se supone que yo he de zanjar esta pequeña discusión entre las tres ciudades.
»De manera que me concentro en Vanning. Espero. Espero un poco más. Le sigo como nunca he seguido a nadie. Y sigo a la espera de alguna señal de que esté gastando, escondiendo o invirtiendo una gran cantidad de dinero. Nada. Ni rastro. Solamente Vanning, día tras día, y si no me doy prisa y les llevo algo concreto me ordenarán detenerlo.
—Y tendrán razón.
—No, no tendrán razón. Estarán cometiendo un terrible error. ¿Por qué han venido a Nueva York los otros dos hombres? Porque Vanning está aquí. Le han seguido la pista. Saben que se halla en algún lugar de la ciudad y se proponen dar con él. Quieren el dinero. Si detenemos a Vanning, perdemos la oportunidad de llegar a los otros hombres a través de él. El cuartel general dice que podemos olvidar a los otros, pero yo tengo la sensación de que jamás aclararemos este asunto si no los detenemos a los tres.
—Pero ¿no es Vanning el asesino?
—Sí.
—¿Con toda seguridad?
—Sí.
—¿En tu opinión personal?
—Sí.
—¿Entonces?
Fraser agachó la cabeza. Golpeó la superficie de la mesa con sus puños.
—No lo sé. No logro desprenderme de esta sensación. Es un asesino, y sin embargo no es un asesino.
Ella volvió su cabeza hacia un lado y estudió cuidadosamente a su marido.
—Ese Vanning ¿es familiar tuyo o algo así?
Él asió la taza de té y bebió unos sorbos.
—Me gustaría que trataras de entenderme. Si fuera cosa de una corazonada o de una premonición, me reiría de mí mismo. Pero se trata de algo mucho más profundo. —Se inclinó hacia ella, por encima de la mesa—. Conozco a Vanning. Llevo meses andando tras él, observando sus menores movimientos. He estado en su habitación cuando él había salido, cuando me constaba que aún tardaría media hora en terminar su comida en algún restaurante. He estado con Vanning hora tras hora, día tras día. He vivido su vida. ¿Es que no te das cuenta? Le conozco. Le conozco. —Y el resto le salió en voz baja, atropelladamente, con tensión—: Yo le comprendo.
Su mujer se incorporó, recogió las tazas de té de encima de la mesa y las llevó al fregadero. Hizo girar el grifo y salió un chorro demasiado potente. Lo cerró un poco. Con rapidez y eficacia, las tazas fueron lavadas, secadas y vueltas a depositar en el armario de la cocina. Mientras cerraba la puerta del armario, oyó que él se levantaba de la mesa, y se volvió para verlo salir de la cocina. Iba a seguirlo, pero entonces su mirada se posó en la blanca y lisa superficie de la mesa y vio algo sobre ella que le hizo fruncir el ceño. Se aproximó a la mesa.
Solamente en una ocasión había visto antes aquella señal de extrema agitación, durante una noche en la que su hijo menor, enfermo de neumonía, acababa de sufrir la crisis.
Permaneció allí, junto a la mesa, contemplando los minúsculos fragmentos de uña.