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FUE SUFICIENTE. La sensación era de vacío total, y sin embargo había en ella fragmentos rotos. Vanning inició el descenso. Suspiró más de una vez, meneó la cabeza más de una vez y, cuando llegó al suelo, hizo chocar suavemente sus puños, meneó de nuevo la cabeza y sonrió mostrando los dientes. No estaba furioso contra John. No estaba furioso contra nadie; ni siquiera contra sí mismo.
Tuvo que reconocer el mérito del asunto. Parte de él se debía a John, por organizar la cosa desde un principio, pero la mayor parte le correspondía a ella, por la absoluta perfección con que actuó. Cada movimiento, cada palabra, cada pequeño gesto había llevado la marca de un estilo impecable. Si esa era la profesión que ella había decidido ejercer, indudablemente que la ejercía con inigualable excelencia.
Mientras recorría el callejón, enfundando sus brazos en las mangas de la chaqueta, se daba cuenta de que estaba racionalizando, pero no le importaba. En aquellos momentos, estaba demasiado cansado para que algo pudiera molestarle. El delantero contrario había pasado corriendo por su lado y él se había lanzado para intentar el blocaje y había fracasado. Lo único que podía hacer era apoyarse sobre sus codos y escuchar cómo la multitud ovacionaba al otro equipo por el tanto acabado de marcar.
Continuó por la calle lateral, dobló la esquina para salir de nuevo a Barrow y siguió andando por Barrow, escuchando el sonido de sus propias pisadas que rompía el negro silencio. Le pareció que sus pasos tenían un eco. Le pareció que había un ruido más allá del eco. Entonces, el ruido y el eco se confundieron y avanzaron hacia él, y él se detuvo en seco y esperó, y el sonido era sencillamente el de unos pasos cada vez más cercanos. Y esperó sin moverse.
—Muy bien —dijo una voz—. Espere ahí.
Vanning se volvió. Vio al hombre. La oscuridad era bastante densa allí, y sin embargo comenzó a experimentar la sensación de que ya había visto a aquel hombre antes. Y entonces vio la pistola.
—¿Voy a necesitarla? —preguntó el hombre, señalando el arma que sostenía en su mano.
—Vale más que la tenga a punto.
—La guardaré en el bolsillo —le advirtió—. Separe un poco los brazos. Quiero ver qué lleva encima.
El hombre se metió la pistola en un bolsillo mientras llegaba junto a Vanning. Le cacheó ligera y rápidamente, se alejó un paso y esperó a que Vanning hiciera algo.
—¿Qué quiere? —preguntó Vanning.
—Aún no estoy seguro.
—Pues decídase. A estas horas ya suelo estar en la cama.
—Venga, caminemos —le ordenó el hombre.
Siguieron andando por Barrow y cruzaron Sheridan Square. El hombre parecía caminar junto a Vanning, pero en realidad iba un poco retrasado.
—Vayamos al parque —propuso el hombre—. Quiero tener una charla con usted.
—¿Por qué la pistola?
—Adivine.
—¿Es policía?
—Lo adivinó.
El hombre le mostró una placa.
—Me alegro —dijo Vanning—. No sabe usted cuánto me alegro. Ahora ya no es cosa mía. Ahora está todo en sus manos.
—Me llamo Fraser.
—¿A quién le importa su nombre? ¿A quién le importa su historia? Usted es un policía y va a detenerme. ¿Por qué no lo dejamos así?
—Porque la cosa no es tan sencilla.
—Muy bien. Deténgame y lo veremos.
—Vamos al parque a conversar un rato.
—Usted manda. Usted es el médico.
—Es curioso que diga eso. Siempre quise ser médico. Y tal vez lo sea, en cierto modo. Me gusta pensar que puedo ayudar a la gente, en lugar de hacer desgraciadas sus vidas. Últimamente me he dedicado a estudiar psicología.
—Bien por usted.
—Le estaría agradecido si me ayudara.
—¿En sus deberes escolares?
—Llámelo así, si quiere.
—¿Por qué no me detiene? Limítese a detenerme, por favor.
—Vamos al parque.
—Estoy cansado —protestó Vanning—. No se imagina usted lo cansado que estoy. Me alegro de que por fin me haya atrapado y solo deseo que me detenga.
—¿Por qué lo hizo?
—¡Oh, vamos! —replicó Vanning—. No empiece con eso ahora. Ya me interrogarán bastante dentro de poco.
—Tuvo que haber un motivo. Nunca hacemos cosas así sin un motivo.
—Lea los periódicos de mañana y se enterará de todos los detalles.
Después de esto, el policía permaneció en silencio. Cruzaron otra calle, recorrieron otra manzana. Estaban llegando al parque de Washington Square. Anduvieron sobre la hierba, llegaron a un camino asfaltado y el policía señaló un banco.
Tomaron asiento. El policía sacó un paquete de cigarrillos.
—¿Quiere uno?
—Lo que sea, con tal de complacerle —contestó Vanning. En seguida sonrió cansadamente—. No, no he querido decir eso. No hace más que cumplir con su obligación. Sí quiero un cigarrillo, gracias.
El policía encendió una cerilla. Se formó un velo de humo entre Vanning y el policía.
Aspiraron el humo del tabaco, lo exhalaron y contemplaron cómo ascendía.
—Ya hacía un rato que le había echado el ojo —dijo por fin el policía.
—No hace falta que me lo diga.
—¿Se había dado cuenta?
—No. Me despistó por completo. Pero no me sorprende. Hubiera debido imaginarlo.
—Desde luego —asintió el policía—. Tal y como iba corriendo por la calle… ¡Si hasta vi que llevaba los zapatos sin anudar!
Vanning le frunció el ceño al humo, que formaba una extraña figura ante sus ojos. Parte del humo volvió hacia atrás, se le metió en los ojos y le hizo parpadear. Pero siguió con el ceño fruncido.
—Muy bien —dijo el policía—. ¿Cuál es su nombre?
—Van…
—¿Cómo?
—Van.
—Van, ¿qué más?
—Van Johnson.
—Sea razonable, hombre.
—Van Rayburn.
—Es un nombre poco corriente, Van.
—Queda muy bien con el Johnson.
El policía se puso todo lo cómodo que permitía el banco del parque. Aspiró una larga bocanada del cigarrillo.
—Bueno, vamos a ver —comenzó—. Resulta que voy andando por la calle a las tres y media de la madrugada y me topo con un hombre que va a algún sitio muy apresuradamente. A toda velocidad, diría yo. Conque decido no perderlo de vista y averiguar qué ocurre. Sigo a este hombre hasta la calle Barrow. Veo que se mete por la calle lateral, y luego por el callejón. Veo que trepa a un árbol. Lo primero que pienso es que ha visto demasiadas películas de Tarzán, pero entonces me doy cuenta de que se ha situado enfrente de una ventana iluminada. Así que pienso que se trata de un fisgón. Y todavía sigo pensando que se trata de un fisgón. Es decir, a menos que me convenza usted de lo contrario.
Vanning miró fijamente al policía.
—¿Y eso es todo?
—¿Por qué me lo pregunta? ¿Es que hay algo más, acaso?
—No —respondió Vanning.
—Dígame, Van. ¿Cuál es su problema? ¿No tiene ninguna amiga?
—La tenía —contestó Vanning—. O, al menos, creía tenerla. Hasta hace unos minutos.
—Así me gusta —aprobó el policía—. Cuéntemelo todo, por favor.
—Hace unas horas estaba con ella —prosiguió Vanning—. La acusé de coquetear con otro individuo. Ella me dijo que no era cierto. Acepté su palabra y me fui a casa. Pero no podía dormir. Tenía que comprobarlo por mí mismo, sin que ella lo supiera. Por eso he subido al árbol.
—Y él estaba allí con ella, ¿no es así?
—¿Usted qué cree?
—No creo nada. Lo sé. Me basta con verle la cara. Dígame, Van, ¿cómo se gana la vida?
—Soy ilustrador publicitario.
—Muy bien. —El policía se puso en pie—. Eso es todo, Van. Váyase a la cama. Olvídese de ella. Si le ha mentido una vez, le mentirá de nuevo. Si consiente en volver a verla, se merecerá todas las patadas en el trasero que reciba luego.
Vanning se levantó del banco y se situó de cara al policía.
—¿Me deja marchar?
—¿Por qué no? Lo único que ha hecho ha sido trepar a un árbol.
Vanning se volvió y echó a andar. Al cabo de un rato sintió que se asfixiaba, y el dolor en sus pulmones era sofocante. Se preguntó qué le estaba ocurriendo, hasta que poco a poco comprendió que había estado conteniendo el aliento. Expulsó con violencia el aire estancado. Aspiró aire puro. Aspiró desesperadamente, como si estuviera encerrado en un reducto donde quedara muy poco aire.
Las calles desfilaban hacia él como una serie de formas negras, vivas pero inmóviles. Le producían una clara sensación de incomodidad, y tenía prisa por llegar a su habitación. Cuando hubo llegado, abrió la puerta con un movimiento rápido y espasmódico y la cerró de igual manera. Luego apoyó su espalda en la puerta y contempló la habitación.
—¡Bueno! —exclamó—. Aún seguimos aquí.
Pasó al cuarto de baño y se echó agua en la cara. Pero sus manos no alcanzaban a proporcionarle toda la fría humedad que necesitaba. Puso un tapón en el desagüe, llenó el lavabo de agua fría, sumergió la cabeza y la mantuvo un rato bajo el agua. Cuando levantó la cabeza se vio la cara en el espejo y se sonrió a sí mismo.
—Lo único que has hecho ha sido trepar a un árbol —ironizó.
El rostro del espejo le devolvió la sonrisa durante unos segundos. Luego, cuando dejó de sonreír, se quedó sin expresión.
—Anímate, hombre. La cosa no es tan mala. Vuelve a sonreírme.
El rostro le miró fijamente.
—¿Qué te pasa? Esta noche has tenido mucha suerte. Deberías estar contento. Esta es tu noche afortunada.
Y, en silencio, el rostro le contestó:
—Esta noche es esta noche. Pero a continuación viene mañana.
—No seas aguafiestas, ¿quieres? Dicen que el mañana nunca llega.
—No saben lo que dicen.
—Quien no sabe lo que dices eres tú —replicó Vanning—. Me pones enfermo, hermano. De veras que me deprimes. ¿Por qué no te vas a dormir?
—Lo intentaré.
—No te preocupes: dormirás.
—Eso espero.
—Pues claro que dormirás. Lo único que has de hacer es cerrar los ojos y no pensar en nada.
—Parece fácil, dicho así, pero a veces los pensamientos siguen llegando como aire pegajoso por una ventana abierta. No es posible dejarlos fuera. Cuanto más se esfuerza uno, más deprisa vienen. Tienes una cita con ella mañana a las siete de la tarde. ¿Te das cuenta? Este es tu mañana. Pensarás en ello. Pensarás en John. Pensarás en Denver. ¿Cómo dijeron que se llamaba? Harrison, ¿no? Tú mataste a Harrison. A ver si eres capaz de no pensar en eso. Tú lo mataste, y no hay que darle más vueltas. Ellos saben que tú lo mataste, y ahora que ya has empezado podrías pensar también en Seattle. Y aquí es donde entran los trescientos mil dólares, lo cual te lleva a la cartera. Vaya si te mueves ahora, ¿eh? Otra vez estás preguntándotelo, preguntándotelo como ya te lo has preguntado un millar de veces; preguntándote por qué John te dejó en aquella habitación del hotel, allí solo con la pistola y la cartera. Quizá si pudieras explicarte eso tendrías una puerta que podrías abrir; algo que contarle a un abogado, un poco de munición utilizable… Trata de explicártelo. Trata de explicarte todo el asunto. En alguna parte ha de haber una respuesta. ¿Te das cuenta de cómo son las cosas? ¿Acaso eres capaz de no pensar en todo esto? ¿Dónde dejaste caer la cartera? ¿Cómo puedes creer que lograrás dormir?
—Si tuviera a alguien con quien hablar…
—Me tienes a mí.
—¿Tú? No me hagas reír. Tú me ayudas como el yodo ayuda en las quemaduras por el sol.
Más tarde, cuando su cabeza se recostó en la almohada, la almohada le pareció hecha de granito. Intentó soportarlo, pero al cabo de un rato se le hizo intolerable y se incorporó en la cama. Encendió la lámpara. Encendió un cigarrillo.
En el cenicero próximo a la cabecera, las colillas se convirtieron en una familia que fue creciendo a lo largo de la noche.