Capítulo 14
A la mañana siguiente, que amaneció nevando, tía Pol, Seda, Barak y el señor Lobo volvieron a reunirse en consejo con los reyes, y dejaron a Durnik al cuidado de Garion. Los dos se sentaron junto al fuego en el enorme salón de los tronos, observando a las dos decenas de barbudos guerreros chereks que haraganeaban allí, dedicados a diversas actividades para matar el rato. Unos afilaban sus espadas o sacaban brillo a sus corazas; otros comían o bebían, aunque era todavía muy temprano; un grupo estaba concentrado en una interesante partida de dados y, por ultimo, había varios que, sencillamente, dormían acuclillados en el suelo con la espalda contra la pared.
—Éstos chereks parecen gente bastante ociosa —comentó Durnik a Garion en voz baja—. Todavía no he visto a nadie que trabajara de verdad desde que llegamos, ¿y tú?
Garion movió la cabeza en señal de negativa.
—Creo que éstos son los soldados del rey —respondió, también en voz muy baja—. Supongo que no tienen encomendada otra misión que la de estar pendientes de la llamada del monarca para que vayan a combatir contra alguien.
Durnik frunció el entrecejo en gesto de desaprobación.
—Si es como tú dices, debe de ser una vida terriblemente aburrida —comentó.
—Escucha, Durnik —comentó Garion unos instantes más tarde—, ¿te has fijado en cómo se comportan entre ellos Barak y su esposa?
—Es muy triste —asintió Durnik—. Seda me contó la historia ayer. Barak se enamoró de ella cuando los dos eran muy jóvenes, pero ella pertenecía a una familia de alcurnia y no lo tomaba en serio.
—Entonces, ¿cómo fue que se casaron? —quiso saber el muchacho.
—Fue idea de la familia de ella —explicó Durnik—. Cuando Barak se convirtió en conde de Trellheim, los padres de la chica decidieron que el matrimonio les proporcionaría una entrada valiosa en la aristocracia. Merel, la muchacha, quiso oponerse, pero no le sirvió de nada. Seda me contó que, cuando ya estaban casados, Barak descubrió que su esposa era en realidad una persona muy superficial; por supuesto, ya era demasiado tarde. Merel se dedica a dar rienda suelta a su rencor tratando de herir a su marido y Barak pasa lejos de su casa todo el tiempo que puede.
—¿Tienen hijos?
—Dos niñas —asintió Durnik—, de unos cinco y siete años. Barak las quiere mucho, pero no puede verlas muy a menudo.
—Ojalá pudiéramos hacer algo al respecto —dijo Garion con un suspiro.
—No debemos intervenir entre un hombre y su esposa —respondió Durnik—. Ésas cosas no se hacen.
—¿Sabías que Seda está enamorado de su tía? —comentó el muchacho sin detenerse a pensar en lo que decía.
—¡Garion! —replicó Durnik con un tono de sorpresa en su voz—. Ése comentario es impropio de un chico como tú.
—Pero es verdad —insistió Garion, a la defensiva—. Desde luego, supongo que no es su tía carnal. Es la segunda esposa de su tío y no es exactamente como si fuera de verdad su tía.
—Pero está casada con su tío —replicó Durnik con firmeza—. ¿Quién se ha inventado ese rumor escandaloso?
—No se lo ha inventado nadie —declaró el muchacho—. Yo mismo me fijé en su expresión cuando Seda hablaba ayer con ella. Están muy claros sus sentimientos hacia la reina Porenn.
—Estoy seguro de que sólo son imaginaciones tuyas —replicó Durnik con gestos de desaprobación. Se puso de pie y añadió—: Vamos a echar un vistazo por ahí. Así tendremos algo mejor que hacer que seguir sentados aquí dedicados al chismorreo acerca de nuestros amigos. Esto es del todo impropio de hombres decentes.
—Está bien —asintió Garion enseguida, un poco avergonzado. Se incorporó y siguió a Durnik a través del salón lleno de humo hasta salir al pasillo.
—Vamos a echar un vistazo a la cocina —propuso Garion.
—Y a la herrería, también —añadió Durnik.
Las cocinas reales eran enormes. Bueyes enteros estaban puestos a asar en los espetones y bandadas enteras de gansos se cocían en lagos de salsa. Los estofados burbujeaban en calderos del tamaño de carretas y batallones de hogazas de pan eran introducidas en unos hornos lo bastante grandes como para caber de pie en ellos. Al contrario que la ordenada cocina de tía Pol en la hacienda de Faldor, en ésta reinaba el caos y la confusión. El cocinero jefe era un hombre enorme de rostro encendido que gritaba sin cesar órdenes que nadie obedecía. Las dependencias eran una confusión de gritos y amenazas y bromas de mal gusto. Uno de los cocineros asió desprevenido un cucharón que había estado un rato al fuego y sus gritos despertaron la risa de los demás. Al otro de los cocineros le quitaron el gorro y lo arrojaron adrede a un puchero de caldo hirviente.
—Vámonos a otra parte, Durnik —propuso el muchacho—. Esto no se parece en absoluto a lo que esperaba.
Durnik asintió y añadió en tono de desaprobación:
—La señora Pol no toleraría nunca tamaño alboroto.
En el pasillo de acceso a la cocina, una doncella de cabello rubio rojizo y vestido verde pálido con un escote muy pronunciado paseaba ociosamente.
—Disculpe —se dirigió a ella Durnik con educación—, ¿podría indicarnos en que dirección queda la herrería?
La mujer lo miró con descaro de arriba abajo.
—¿Eres nuevo aquí? No te había visto nunca.
—Solo estamos de visita en la ciudad —respondió Durnik.
—¿De dónde sois? —preguntó ella.
—De Sendaria —dijo Durnik.
—Que interesante. Tal vez el muchacho podría encargarse del recado en tu lugar, así tú y yo podríamos ir a charlar un rato —le propuso la mujer mirándolo desafiante. Durnik carraspeó y se ruborizó hasta las orejas.
—¿La herrería? —preguntó de nuevo.
La doncella lanzó una burlona risilla.
—En el patio que encontrarás al final de este pasadizo —respondió—. Suelo rondar por estos alrededores. Estoy segura de que podrás encontrarme cuando termines con el herrero.
—Si —dijo Durnik—, estoy seguro de que si. Vamos, Garion. Continuaron por el corredor hasta salir a un patio interior cubierto de nieve.
—¡Es vergonzoso! —murmuró Durnik, tenso y con las orejas todavía encendidas—. Ésa muchacha no tiene el menor sentido del recato. La denunciaría si supiera a quién.
—Sorprendente —asintió Garion, divertido en el fondo ante la turbación de Durnik.
Los dos cruzaron el patio entre la capa de nieve polvo. La herrería estaba al cuidado de un hombre enorme de barba negra cuyos antebrazos eran tan gruesos como los muslos de Garion.
Durnik se presentó y pronto los dos herreros charlaban muy sueltos de su oficio bajo el acompañamiento de los golpes estridentes del mazo. Garion advirtió que en lugar de los arados, picos y hoces que llenarían una herrería sendaria, en las paredes de ésta colgaban espadas, lanzas y hachas de guerra. En una forja, un aprendiz batía con el martillo unas puntas de lanza, y en otra, un hombre alto, delgado y tuerto trabajaba en una siniestra daga.
Durnik y el herrero continuaron su charla la mayor parte del resto de la mañana; Garion, mientras tanto, vagaba por el patio interior y observaba el trabajo de los distintos artesanos. Había toneleros y carreteros, zapateros remendones y carpinteros, talabarteros y cereros; todos trabajaban con gran energía para mantener la gran hacienda del rey Anheg. Mientras los miraba, Garion mantuvo los ojos muy abiertos en busca del hombre de la barba del color de la arena y la capa verde que había visto merodear la noche anterior. No era probable que el individuo estuviera allí, donde todo el mundo se dedicaba a sus honrados oficios, pero él por si acaso se mantuvo alerta.
Hacia el mediodía, Barak fue a su encuentro y los condujo al gran salón, en el cual encontraron a Seda concentrado en una partida de dados.
—Anheg y los demás desean mantener un encuentro privado esta tarde —dijo Barak—. Tengo que cumplir un encargo y he pensado que os gustaría acompañarme.
—Tal vez no sea mala idea —respondió Seda, apartando sus ojos de la partida—. Los guerreros de tu primo juegan muy mal a los dados y estoy tentado de hacer unas tiradas con ellos. Aunque tal vez sea mejor que no lo haga, pues muchos hombres consideran una ofensa perder con un extranjero.
—Estoy seguro de que se alegrarían de dejarte jugar —respondió Barak con una sonrisa—. Tienen ni más ni menos que las mismas posibilidades de ganar que tú.
—Eso es lo mismo que decir que el sol tiene las mismas posibilidades de salir por el este que por el oeste —replicó Seda.
—¿Estás seguro de tu habilidad, amigo Seda? —preguntó Durnik.
—Estoy seguro de la suya —replicó Seda con una risilla, al tiempo que se incorporaba de un brinco—. Vámonos. Empiezo a sentir un hormigueo en las yemas de los dedos y será mejor que los aleje de la tentación.
—Lo que tú digas, príncipe Kheldar —asintió Barak con una carcajada.
Todos se cubrieron con las capas de pieles y salieron del palacio. La nieve casi había dejado de caer y soplaba un viento frío.
—Todo ese lío de nombres me tiene un poco confuso —expuso Durnik mientras caminaban hacia el barrio central de Val Alorn—. Quería preguntaros acerca de ello. Tú, amigo Seda, también eres el príncipe Kheldar y, a veces, el comerciante Amber de Kotu, y el señor Lobo también es llamado Belgarath. La señora Pol es también la Dama Polgara o la duquesa de Erat. En mi tierra, la gente sólo tiene un nombre, por lo general.
—Los nombres son como los vestidos, Durnik —explicó Seda—. Nos ponemos el que más conviene a cada ocasión. Los hombres honrados apenas tienen necesidad de ponerse ropas extrañas o utilizar nombres ajenos. En cambio, quienes no somos tan honestos nos vemos obligados, a veces, a cambiar de indumentaria o de identidad.
—No me gusta oír a nadie sugerir que la señora Pol no es honrada —murmuró Durnik con voz enérgica.
—No pretendo mostrarme irrespetuoso —lo aplacó Seda—. Con la Dama Polgara no sirven las definiciones simplistas y, cuando digo que no somos honrados, me refiero sólo a que el asunto que nos ocupa requiere a veces que ocultemos nuestra identidad a gente que, además de malvada, es lista y tortuosa.
Durnik no pareció muy convencido, pero admitió la explicación.
—Tomemos por esta calle —repuso Barak—. Hoy no quiero pasar por el templo de Belar.
—¿Y eso? —preguntó Garion.
—Ando un poco retrasado con mis obligaciones religiosas —explicó Barak con semblante apenado— y preferiría que el Sumo Sacerdote de Belar no me lo recordara. Su voz es muy penetrante y no me gustaría que me recriminase en público, delante de toda la ciudad. Un hombre prudente no da nunca ocasión a que un sacerdote o una mujer le recriminen en público.
Las calles de Val Alorn eran angostas y tortuosas, y sus antiguas casas de piedra eran altas y estrechas, con las plantas superiores rematadas por voladizos. A pesar de la intermitente nevada y del viento helado, las calles aparecían llenas de gente, la mayoría envuelta en prendas de pieles para protegerse del frío.
Se escuchaban muchos gritos alegres e intercambios de insultos y obscenidades. Dos ancianos de aspecto digno se dedicaban a arrojarse bolas de nieve el uno al otro en mitad de una calle, bajo estentóreas exclamaciones de ánimo de un grupo de espectadores.
—Son dos viejos amigos —explicó Barak con una sonrisa ancha—. Hacen esto cada día durante todo el invierno. Muy pronto, los dos acudirán juntos a una cervecería y allí se emborracharán y cantarán viejas canciones hasta que se caigan de sus sillas. Llevan años así.
—¿Y qué hacen en verano? —preguntó Seda.
—Se tiran piedras —respondió Barak—. Pero el beber y el cantar y el caerse de la silla continúa igual.
—Hola, Barak —saludó a éste una joven de ojos verdes desde una ventana—. ¿Cuándo vendrás a verme otra vez?
Barak levantó la vista y se ruborizó, pero no respondió.
—La señora te ha dicho algo, Barak —dijo Garion.
—Ya la oigo —replicó Barak con sequedad.
—Parece que te conoce —intervino Seda con una mirada irónica.
—Conoce a todo el mundo —respondió Barak, aún más ruborizado—. ¿Continuamos el paseo?
Al doblar otra esquina, apareció un grupo de hombres vestidos con pieles harapientas que desfilaban de uno en uno. Sus andares presentaban un curioso balanceo a un lado y a otro y los transeúntes se apresuraban a abrirles paso.
—Salud, conde Barak —entonó el hombre que encabezaba la fila.
—Salud, conde Barak —repitieron los demás al unísono, sin dejar de mecerse.
Barak hizo una rígida inclinación de cabeza.
—Que el brazo de Belar te proteja —comentó el líder del grupo.
—Todo honor y toda gloria a Belar, dios Oso de Aloria —añadieron los demás.
Barak hizo una nueva reverencia y permaneció inmóvil hasta que la procesión hubo pasado.
—¿Quiénes eran? —quiso saber Durnik.
—Adoradores del Oso —explicó Barak con desprecio—. Fanáticos religiosos.
—Un grupo problemático —añadió Seda—. Tienen organizaciones por todos los reinos alorn. Son excelentes guerreros, pero son también el instrumento del Sumo Sacerdote de Belar. Dedican el tiempo a celebrar ritos, a la preparación militar y a intervenir en los asuntos políticos locales.
—¿Dónde está esa Aloria que han mencionado? —preguntó Garion.
—Está a nuestro alrededor —respondió Barak abriendo los brazos—. Aloria fue en un tiempo el conjunto de los reinos alorn. Todos ellos formaban una nación y los Adoradores del Oso pretenden la reunificación.
—No parece un objetivo irrazonable —comentó Durnik.
—Aloria fue dividida por una razón —continuó Barak—. Era preciso proteger cierto objeto y la división de Aloria era la mejor manera de conseguirlo.
—¿Tan importante era ese objeto?
—El más importante del mundo —asintió Seda—. Los Adoradores del Oso tienden a olvidarlo.
—Solo que, ahora, ese objeto ha sido robado, ¿no es eso? —añadió Garion al tiempo que la seca voz del fondo de su mente le informaba de la relación entre lo que Barak y Seda acababan de explicar y el súbito cambio que había experimentado su vida—. ¡Es la cosa que el señor Lobo está siguiendo!
Barak le dirigió una rápida mirada.
—El muchacho es más despierto de lo que había pensado, Seda —comentó con semblante serio.
—Es un chico listo —asintió Seda— y tampoco es tan difícil sumar dos y dos. —Su rostro de hurón tenía una expresión grave—. Por supuesto, Garion, has dado en el clavo. Todavía no sabemos cómo, pero alguien ha conseguido robar ese objeto. Si Belgarath da la orden, los reyes alorn removerán el mundo hasta la última piedra para recuperarlo.
—¿Quieres decir que habrá guerra? —intervino Durnik, alarmado.
—Existen cosas peores que la guerra —respondió Barak con aire sombrío—. Podría ser una buena oportunidad para acabar de una vez por todas con los angaraks.
—Esperemos que Belgarath pueda convencer a los reyes alorn para tomar otra opción —añadió Seda.
—Es preciso recuperar ese objeto —insistió Barak.
—Desde luego —asintió Seda—, pero hay otros modos de hacerlo y, además, una calle pública no me parece el lugar más adecuado para discutir nuestras alternativas.
Barak lanzó una mirada a su alrededor con los ojos entrecerrados.
Habían llegado ya al puerto; los mástiles de las naves chereks se apiñaban como los árboles de un bosque. Cruzaron un puente sobre un río helado y llegaron a unos grandes astilleros donde las armazones de varias naves estaban apoyadas en la nieve.
Un hombre cojo con un guardapolvo de cuero salió de un bajo edificio de piedra situado en el centro de uno de los astilleros y los observó acercarse.
—Hola, Krendig —lo saludó Barak.
—Hola, Barak —respondió el hombre.
—¿Qué tal va el trabajo?
—En esta época, muy lento —respondió Krendig—. No hace buen tiempo para trabajar la madera. Mis artesanos preparan los accesorios y sierran las cubiertas, pero no podremos hacer mucho más hasta la primavera.
Barak asintió y caminó unos metros para pasar la mano por la madera nueva de una proa que se alzaba de la nieve.
—Krendig está construyendo esta nave para mí —dijo, dando unas palmaditas en la proa—. Será el mejor barco que exista.
—Si tus remeros son bastante fuertes para moverlo —añadió Krendig—. Será muy grande, Barak, y pesará mucho.
—Entonces, la llenaré de hombres muy grandes —dijo Barak, mientras miraba todavía las costillas de la futura nave.
Garion escuchó un grito alegre procedente de la ladera que se alzaba detrás de los astilleros y levantó la vista al instante. Varios jóvenes se deslizaban ladera abajo sobre unas planchas lisas. Era evidente que Barak y los demás iban a pasar casi toda la tarde hablando del barco y, aunque el tema podía ser muy interesante, Garion se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie de su edad. Se alejó del resto del grupo y llegó hasta el pie de la colina, donde se detuvo a observarlos.
Una chica rubia en particular llamó su atención. En algunos aspectos le recordó a Zubrette; si bien eran diferentes. Mientras que Zubrette era menuda, la muchacha era tan grande como un chico… aunque resultaba evidente que no lo era. Su risa tenía un timbre de profunda alegría y, mientras se deslizaba por la pendiente con sus largas trenzas al viento bajo el frío aire de la tarde, sus mejillas lucían sonrosadas.
—Parece muy divertido —dijo Garion cuando el improvisado trineo de la muchacha vino a detenerse cerca de él.
—¿Te gustaría probar? —preguntó ella mientras se incorporaba y se sacudía la nieve de su vestido de lana.
—No tengo trineo —respondió él.
—Te dejaré usar el mío —respondió la muchacha, y le dirigió una mirada socarrona—, si me das algo a cambio.
—¿Y qué quieres que te dé? —preguntó Garion.
—Ya pensaremos algo —replicó ella, con otra mirada descarada—. ¿Cómo te llamas?
—Garion.
—Qué nombre tan raro. ¿Eres de aquí?
—No. Soy de Sendaria.
—¿Un sendario? ¿En serio? —En los ojos azules de la niña brilló una chispa—. No había visto nunca ninguno. Me llamo Maidee.
Garion inclinó ligeramente la cabeza.
—¿Quieres usar mi trineo? —preguntó Maidee.
—Me gustaría probar —asintió Garion.
—Te lo dejaré… a cambio de un beso.
Garion se ruborizó hasta las orejas y Maidee se echo a reír.
Un chico grande, pelirrojo y vestido con una larga túnica, se deslizó por la pendiente nevada hasta detenerse cerca de la pareja y se irguió en el trineo con una expresión iracunda en el rostro.
—Maidee, apártate de ahí —ordenó.
—¿Y si no quiero? —replicó ella.
El pelirrojo avanzó con aire amenazador hacia Garion.
—¿Qué haces tú aquí? —exigió saber.
—Hablaba con Maidee —respondió Garion.
—¿Quién te ha dado permiso? —preguntó el pelirrojo. Era un poco más alto y un poco más corpulento que Garion.
—No tengo por qué pedir permiso a nadie —replicó Garion. El pelirrojo lo miró con odio y tensó sus músculos en un nuevo gesto amenazador.
—Puedo darte una paliza si quiero —proclamó.
El muchacho se sentía belicoso y Garion comprendió que era inevitable una pelea. Los preliminares —bravatas, insultos y demás— se prolongarían probablemente durante varios minutos más, pero sin duda la pelea se iniciaría tan pronto como el muchacho de la túnica larga se hubiera excitado lo suficiente. Garion decidió no esperar. Cerró el puño y golpeó al pelirrojo en plena nariz.
El golpe fue certero y el muchacho retrocedió tambaleándose hasta caer sentado pesadamente en la nieve. Se llevó la mano a la nariz y la retiró con una brillante mancha roja.
—¡Estoy sangrando! —exclamó con un gemido acusador—. Me has hecho sangrar por la nariz.
—Parará en unos minutos —respondió Garion.
—¿Y si no es así?
—Las hemorragias nasales no duran una eternidad —le aseguró Garion.
—¿Por qué me has pegado? —preguntó el pelirrojo, lloroso, mientras se sorbía la nariz—. Yo no te había hecho nada.
—Todavía no, pero ibas a hacerlo —replicó Garion—. Ponte nieve y no seas tan crío.
—Me sigue sangrando —insistió el muchacho.
—Ponte nieve en la nariz —repitió Garion.
—¿Y si no deja de sangrar?
—Entonces, lo más probable es que mueras desangrado —respondió Garion con crudeza. Era un truco que había aprendido de tía Pol y resultó tan efectivo en el muchacho cherek como en Doroon y Rundorig. El pelirrojo lo miró y, tras un enérgico parpadeo, tomó un puñado de nieve y se lo aplicó en la nariz.
—¿Todos los sendarios sois tan crueles? —preguntó Maidee.
—No conozco a toda la gente de Sendaria —respondió Garion. El encuentro con los chicos no había salido nada bien y, apenado, dio media vuelta e inició el regreso hacia el astillero.
—Garion, espera —dijo entonces Maidee. La muchacha corrió tras él y lo agarró del brazo—. Te olvidabas del beso —murmuró, y acto seguido, le echo los brazos al cuello y le dio un sonoro beso en los labios—. Ya está —dijo después, y se dio la vuelta y echó a correr pendiente arriba, con las doradas trenzas a su espalda tan agitadas como su risa.
Barak, Seda y Durnik se reían también a grandes carcajadas cuando Garion regreso.
—Ahora tendrías que ir tras ella —comentó Barak.
—¿Para qué? —preguntó Garion, ya ruborizado ante tantas risas.
—Ella quería que tú la alcanzaras.
—No entiendo…
—Barak —intervino Seda—, creo que alguno de nosotros tendrá que informar a la Dama Polgara de que nuestro Garion necesita conocimientos sobre ciertos temas.
—Tú eres muy hábil con las palabras, Seda —replicó Barak—. Estoy seguro de que eres el más indicado para hablar con ella.
—¿Por qué no echamos a suertes con los dados quién tendrá el privilegio? —sugirió Seda.
—Ya te he visto arrojar los dados otras veces, Seda —replicó Barak con una risotada.
—También podríamos quedarnos aquí un rato más, simplemente —dijo Seda con un tonillo irónico—. Imagino que esa nueva compañera de juegos de Garion estaría muy contenta de completar su educación y, de este modo, no tendríamos que molestar a la Dama Polgara con el asunto.
A Garion le ardían las orejas.
—No soy tan idiota como pensáis —replicó acaloradamente—. Ya sé de qué habláis y no es preciso que le contéis nada de lo sucedido a tía Pol.
El muchacho se alejó a grandes zancadas, dando furiosas patadas a la nieve.
Cuando Barak acabó la conversación con el constructor naval empezaba a oscurecer sobre el puerto. El grupo emprendió entonces el regreso hacia palacio. Garion caminó detrás de todos con aire hosco, ofendido todavía por sus risas. Las nubes que habían cubierto el sol desde su llegada a Val Alorn habían empezado a abrirse y se apreciaban ya retazos de cielo despejado. Aquí y allá, se veía titilar alguna estrella mientras la noche caía lentamente sobre las calles nevadas. La suave luz de las velas comenzaba a brillar en las ventanas y los escasos transeúntes se apresuraban a volver a casa antes de que fuera de noche cerrada.
Garion, aún remoloneando detrás de los adultos, vio a dos hombres que entraban por una puerta ancha sobre la cual habían pintado un tosco rótulo con un racimo de uvas. Uno de ellos era el hombre de barba de color de arena y capa verde que había visto en palacio la noche anterior. El segundo individuo llevaba una capucha oscura y Garion notó un hormigueo, pues la silueta le resultaba familiar. Aunque no le podía ver el rostro, no era necesario. Garion y el encapuchado habían estado frente a frente demasiadas veces para que el muchacho tuviera la menor duda. Como en todas las ocasiones anteriores, sintió aquel extraño freno interior, casi como si un dedo fantasmal se posara en sus labios pidiéndole sigilo. El hombre encapuchado era Asharak y, aunque la presencia del murgo en aquel lugar era muy importante, a Garion le resultó imposible, por alguna extraña razón, comentar el asunto con los otros. Observó a los dos hombres durante un instante más y luego echo a correr hasta alcanzar a sus amigos. Luchó por vencer el impulso que le sellaba los labios y luego intentó enfocar el tema desde otro ángulo.
—Barak —preguntó a éste—, ¿hay algún murgo en Val Alorn?
—No hay un solo murgo en Cherek —respondió Barak—. Los angaraks tienen prohibida la entrada en el reino bajo pena de muerte. Es nuestra ley más antigua, establecida por el propio Cherek Hombros de Oso. Dime, ¿por qué lo preguntas?
—Por nada —respondió Garion sin convicción. Su mente gritaba la necesidad de hablarles de Asharak, pero su lengua seguía paralizada.
Por la noche, reunidos todos a la mesa en el salón central del rey Anheg delante de un gran banquete, Barak entretuvo a los asistentes con un relato a todas luces exagerado del encuentro de Garion con los jóvenes de la colina.
—Le lanza un gran golpe —explicó en tono grandilocuente—, digno del más poderoso guerrero y preciso en la diana de la nariz del adversario. Mana la roja sangre y el enemigo queda desalentado y vencido. Como un héroe, Garion se acerca al derrotado y, como un verdadero héroe, no se ufana ni ridiculiza al oponente caído, sino que le ofrece consejo para detener el reguero carmesí. Luego, con digna sencillez, abandona el campo, pero la doncella de ojos brillantes no le deja marchar sin recompensarlo por su valor. Aprieta el paso, va tras él y cierra con ardor sus níveos brazos en torno a su cuello. Y allí mismo le otorga amorosamente ese único beso que es la mayor recompensa para el héroe. Los ojos de la muchacha arden de admiración y su casto pecho se hincha con una pasión recién despertada. Pero el recatado Garion, todo inocencia, se aleja y escoge no reclamar esas otras dulces recompensas que el tierno gesto de la gentil doncella tan claramente ofrece. Y así termina la aventura con nuestro héroe paladeando la victoria pero, tierno y considerado, declina la auténtica compensación por la victoria.
Los guerreros y reyes sentados a la gran mesa soltaron grandes carcajadas y dieron palmadas en la mesa, en sus rodillas y en las espaldas de sus vecinos de asiento, regocijados ante la narración de Barak. Las reinas Islena y Silar le dirigieron una sonrisa benévola y la reina Porenn se rió sin reparos. En cambio, Merel mantuvo su pétrea expresión y un aire de ligero desprecio mientras contemplaba a su esposo.
Garion permaneció sentado con el rostro encendido y los oídos asediados por los gritos, sugerencias y consejos.
—¿De veras fue así como sucedieron las cosas, sobrino? —preguntó el rey Rhodar a Seda, mientras enjugaba las lágrimas de las mejillas.
—Más o menos —respondió Seda—. La narración del conde Barak ha sido magistral, aunque bastante adornada.
—Deberíamos hacer venir a un juglar —intervino el conde de Seline—. Ésta hazaña debe ser inmortalizada en una canción.
—No te burles de él —dijo la reina Porenn, al tiempo que dirigía una mirada comprensiva a Garion.
La tía Pol no parecía nada divertida. Cuando se volvió hacia Barak, su mirada era helada.
—¿No es extraño que tres hombres adultos no sean capaces de impedir que un muchacho se meta en líos? —preguntó, enarcando una ceja.
—Sólo fue un golpe, mi dama —protestó Seda—, y sólo un beso, después de todo.
—¿De veras? —replicó ella—. ¿Y qué va a ser la próxima vez? ¿Un duelo a espada, quizás, y luego otra estupidez aún mayor?
—No hubo ningún riesgo real, señora Pol —le aseguró Durnik.
Tía Pol sacudió la cabeza y murmuró:
—Pensaba que por lo menos tú, Durnik, sabrías comportarte razonablemente. Ahora veo que me equivocaba.
De pronto, Garion se sintió furioso ante los comentarios de tía Pol. Parecía que ella siempre estaba dispuesta a tomarlo todo de la peor manera posible. El resentimiento puso al muchacho al borde de la abierta rebelión. ¿Qué derecho tenía ella a decir nada acerca de sus actos? Al fin y al cabo, no existía ningún vínculo entre los dos y él podía hacer lo que le viniera en gana sin pedir permiso a la mujer.
Lanzó una hosca mirada de rabia a tía Pol. Ella la captó y se la devolvió con una expresión de finalidad que casi parecía desafiarlo.
—¿Y bien? —preguntó la mujer.
—Nada —respondió lacónicamente el muchacho.