Capítulo 5

A mediados del otoño de aquel año, cuando las hojas ya habían amarilleado y el viento las había arrancado de las ramas como copos de nieve rojos y dorados, cuando las tardes eran ya frías y el humo de las chimeneas de la hacienda de Faldor se alzaba recto y azul hacia las primeras estrellas frías del cielo púrpura, Lobo, el narrador, se presentó de nuevo. Una tarde ventosa, cuando el cielo otoñal empezaba a oscurecer, apareció por el camino con las hojas recién caídas arremolinándose en torno a él y su gran capa oscura batiendo al viento.

Garion, que había acudido a echar las sobras de la comida a los cerdos, lo vio aproximarse y corrió a su encuentro. El viejo parecía fatigado y sucio del viaje y, bajo la capucha gris, su expresión era sombría. Su habitual actitud alegre y relajada había sido reemplazada por un aire ceñudo de preocupación que Garion no había visto nunca en su rostro.

—Garion —dijo Lobo a modo de saludo—. Veo que has crecido mucho.

—Han pasado cinco años —respondió el muchacho.

—¿Tanto tiempo?

Garion asintió, dando media vuelta y echando a andar de nuevo al lado de su viejo amigo.

—¿Está bien todo el mundo? —se interesó Lobo.

—Si, todo sigue igual por aquí… salvo que Breldo se casó y se marchó de la hacienda, y que la vieja vaca pinta murió el año pasado.

—Me acuerdo de esa vaca —dijo Lobo, para añadir enseguida—: Debo hablar con tu tía Pol.

—Hoy no la encontrarás de muy buen humor —le advirtió Garion—. Será mejor que descanses en uno de los graneros. Puedo traerte algo de comer y bebida dentro de un rato.

—Tendremos que arriesgarnos a ser objeto de su malhumor —respondió Lobo—. Lo que tengo que decirle no puede esperar.

El viejo y el muchacho pasaron la verja de entrada y cruzaron el patio central hasta la puerta de la cocina.

La tía Pol aguardaba ya en el umbral.

—¿Otra vez tú por aquí? —fue su acerba bienvenida, con los brazos en jarras—. Mi cocina todavía no se ha recuperado de tu última visita.

—Señora Pol… —replicó el viejo narrador, con una inclinación de cabeza. A continuación, hizo una cosa muy extraña. Sus dedos trazaron un pequeño dibujo de líneas complicadas en el aire, delante de su pecho. Garion tuvo la completa certeza de que aquellos gestos no estaban hechos para que él los viera.

Tía Pol abrió ligeramente los ojos con gesto de sorpresa; luego los cerró hasta dejar sólo una rendija y su rostro adoptó una expresión tétrica.

—¿Cómo es que tú…? —empezó a decir, pero se contuvo a media frase—. Garion —dijo con voz enérgica—, necesito unas zanahorias. Todavía quedan algunas por arrancar al fondo del huerto de la cocina. Coge una azada y tráemelas.

—Pero… —protestó el muchacho; sin embargo, a la vista de la expresión amenazadora de la mujer, se apresuró a salir de la cocina. Recogió una azada y un pozal de un cobertizo próximo y luego se quedó merodeando cerca de la puerta de la cocina. Escuchar a escondidas no era, por supuesto, una buena costumbre y en Sendaria estaba considerada la peor de todas las faltas de educación, pero Garion había llegado hacía mucho tiempo a la conclusión de que, siempre que lo enviaban a otra parte, la conversación posterior resultaba muy interesante y solía girar en torno a él. Tiempo atrás había pugnado brevemente con su conciencia en torno al asunto pero, como no veía de hecho ningún mal en aquel proceder, siempre que no repitiera nunca nada de cuanto oía, la voz de la conciencia había cedido ante la curiosidad.

Garion tenía un oído muy fino, pero tardó un par de segundos en diferenciar las dos voces familiares del resto de sonidos de la cocina.

—No va a dejarte una pista —decía en ese momento la tía Pol.

—No tiene por qué —replicó Lobo—. El objeto mismo dejará su rastro, que yo sabré reconocer. Sabré seguirlo con la misma facilidad con que un zorro puede oler el rastro de un conejo.

—¿Dónde piensa llevar el objeto? —preguntó la mujer.

—Quién sabe… Su mente está cerrada para mí. Intuyo que irá al norte, a Boktor. Es la ruta más corta a Gar og Nadrak. Él sabrá que voy tras sus pasos y querrá alcanzar las tierras de los angaraks lo antes posible. El robo no estará completado mientras siga en el oeste.

—¿Cuándo sucedió?

—Hace cuatro semanas.

—Entonces, podría estar ya en los reinos angaraks.

—No es probable. Las distancias son grandes; pero si lo ha conseguido, tendré que seguirlo. Necesitaré tu ayuda.

—Pero ¿cómo voy a marcharme de aquí? —preguntó la tía Pol—. Tengo que ocuparme del muchacho.

La curiosidad de Garion se había hecho casi insoportable. Se acercó un poco más a la puerta.

—El muchacho estará bastante a salvo aquí —replicó Lobo—. Se trata de un asunto urgente.

—No —lo contradijo la tía Pol—. Ni siquiera este lugar es seguro. En el último Paso de las Eras, llegaron a la hacienda un murgo y cinco thulls. El murgo se hacía pasar por comerciante, pero hizo algunas preguntas de más… sobre un viejo y un muchacho llamado Rundorig que habían sido vistos en Gralt algunos años antes. Tal vez también me reconociese a mí.

—Entonces, la situación es más grave de lo que pensaba —comentó Lobo, pensativo—. Tendremos que trasladar al muchacho. Podemos dejarlo en alguna parte, con gente amiga.

—No —expresó su desacuerdo tía Pol—. Si yo voy contigo, él tendrá que venir también. Se acerca a una edad en que debe ser vigilado más que nunca.

—No seas tonta —replicó el viejo narrador con voz tajante.

Garion se quedó asombrado. Nadie le hablaba de aquel modo a tía Pol. Ésta reafirmó con idéntica rotundidad:

—La decisión debo tomarla yo. Todos estuvimos de acuerdo en que estaría a mi cuidado hasta que fuera adulto. No te acompañaré a menos que él venga conmigo.

A Garion el corazón le dio un vuelco.

—Pol —dijo Lobo, incisivo—, piensa dónde tendremos que ir, tal vez. No puedes entregar al muchacho a esas manos.

—Estará más seguro en Cthol Murgos o en la propia Mallorea que si se queda aquí sin mí para vigilarlo —insistió tía Pol—. La primavera pasada lo sorprendí en el granero con una muchacha de su edad. Como te he dicho, necesita que lo vigilen.

Lobo lanzó entonces una carcajada sonora y alegre.

—¿Es eso todo? —dijo después—. Te preocupas demasiado por esas cosas.

—¿Qué te parecería si volviéramos y lo encontráramos casado y a punto de ser padre? —preguntó la mujer con voz agria—. Seria un campesino excelente, ¿y qué importa si tenemos que esperar otros cien años a que las circunstancias vuelvan a ser adecuadas?

—Seguro que el asunto no habrá ido tan lejos. Todavía son sólo unos niños.

—Estás ciego, Viejo Lobo —afirmó tía Pol—. Estamos en la Sendaria rural y el muchacho está educado para hacer lo que es justo y honorable. La muchacha es una coqueta de ojos brillantes que está madurando demasiado rápido para mi comodidad. Ahora mismo, la encantadora Zubrette es un peligro mucho mayor que cualquier murgo pueda serlo nunca. O viene el muchacho, o yo no voy. Tú tienes tus responsabilidades y yo tengo las mías.

—No hay tiempo para discusiones —dijo Lobo—. Si tiene que ser así, que así sea.

Garion casi se sofocó de emoción. Sólo sintió una punzada de dolor pasajera, muy breve, por tener que dejar a Zubrette. Dio media vuelta y contempló exultante las nubes que cruzaban a toda prisa el cielo vespertino. Como estaba de espaldas, no vio a tía Pol cuando se acercaba a la puerta de la cocina.

—El huerto, si recuerdo bien, está al otro lado del muro sur —apuntó la mujer.

Garion dio un brinco, pillado in fraganti.

—¿Cómo es que todavía están por arrancar las zanahorias? —exigió saber.

—He tenido que buscar la azada —respondió él sin mucha convicción.

—¿De veras? Pero veo que por ultimo la has encontrado.

—Hace apenas un instante —explicó viendo cómo las cejas de su tía se arqueaban amenazantes.

—Estupendo. Las zanahorias, Garion… ¡Ahora!

Garion asió la azada y el cubo y echó a correr.

Había oscurecido ya cuando, de regreso, vio a tía Pol subiendo los peldaños que conducían a los aposentos de Faldor. Estuvo a punto de seguirla para escuchar de qué hablaban, pero un leve movimiento en el umbral en sombras de una de las dependencias lo hizo ocultarse, por el contrario, a la sombra del portón. Una figura furtiva se escurrió desde el umbral del cobertizo hasta el pie de las escaleras por las que acababa de ascender tía Pol y subió los peldaños sin hacer ruido tan pronto como la mujer cruzó la puerta de la vivienda de Faldor. La luz era escasa y Garion no pudo ver con detalle quién seguía a su tía. Dejó el cubo y, tras asir la azada como si fuera un arma, avanzó veloz por el patio interior a cubierto de las sombras.

Se escuchó el sonido de un movimiento en las estancias de arriba y la desconocida figura de la puerta se enderezó de pronto y corrió escaleras abajo. Garion se ocultó de nuevo, con la azada preparada todavía. Cuando la figura pasó junto a él, Garion captó por un instante el olor a sudor y a ropas rancias y húmedas. El muchacho supo, con la misma seguridad que si hubiera visto su rostro, que la figura que había espiado a su tía era Brill, el nuevo mozo de labranza.

Se abrió la puerta en lo alto de la escalera y llegó hasta Garion la voz de su tía.

—Lo siento, Faldor, pero es un asunto de familia y debo irme de inmediato.

—Te pagaré más, Pol —ofreció Faldor con voz quebrada.

—No es una cuestión de dinero —respondió tía Pol—. Eres un buen hombre, Faldor, y tu casa ha sido un refugio para mí en tiempos de necesidad. Te estoy agradecida, más de lo que puedes suponer, pero debo marcharme.

—Tal vez cuando hayas resuelto este asunto de familia puedas volver. —Las palabras de Faldor eran casi una súplica.

—No, me temo que no será así —respondió ella.

—Te echaremos de menos, Pol —añadió Faldor con lágrimas en los ojos.

—Y yo a vosotros, querido Faldor. Jamás he conocido a un hombre de mejor corazón. Te agradecería que no anunciaras mi marcha hasta que haya partido. No soy amante de las explicaciones ni de las despedidas emotivas.

—Lo que tú desees, Pol.

—No te pongas triste, viejo amigo —lo animó tía Pol en tono más ligero—. Mis ayudantes están bien preparados y su cocina será como la mía. Tu estómago no apreciará la diferencia.

—Mi corazón, si —confesó Faldor.

—No seas tonto —respondió ella con voz alegre—. Ahora debo ir a ocuparme de la cena.

Garion se apartó con rapidez del pie de la escalera. Preocupado, guardó la azada en el cobertizo y recogió el cubo de zanahorias que había dejado junto a la entrada. Si le revelaba a su tía que había visto a Brill que escuchaba a través de la puerta, seguro que ella empezaría a hacerle preguntas sobre sus propios movimientos y Garion prefería ahorrarse el trago. Con toda probabilidad, Brill sólo andaba curioseando y no había nada de amenazador o reprobable en su conducta. Con todo, descubrir al desagradable Brill imitando aquel pasatiempo que hasta entonces le había parecido inocente le produjo a Garion un sentimiento de gran incomodidad, incluso una cierta vergüenza de sí mismo.

Aunque estaba demasiado excitado para comer, la cena de aquella noche pareció tan normal como cualquier otra en torno a la mesa de Faldor. Garion observó a hurtadillas las facciones hoscas de Brill pero el hombre no mostraba el menor signo externo de haber cambiado en algo después de la conversación que se había tomado tantos esfuerzos para escuchar.

Al término de la cena, como era costumbre en sus visitas a la casa, los comensales pidieron al viejo narrador que les contara una historia. El señor Lobo se incorporó y permaneció por un instante sumido en sus pensamientos mientras el viento gemía y la chimenea crepitaba y las teas parpadeaban, colgadas de sus argollas en las columnas de la sala.

—Como bien saben los hombres —empezó el narrador—, los marangs no existen ya y el espíritu de Mara llora solitario en la espesura y gime entre las ruinas de Maragor cubiertas por el musgo. Pero también, como todos los hombres conocen, las colinas y los ríos de Maragor están cargados de buen oro amarillo. Éste oro, como es natural, fue la causa de la destrucción de los marangs. Cuando un determinado reino vecino se enteró de la existencia del oro, la tentación resultó demasiado grande y el resultado, como sucede siempre que hay un litigio entre reinos por cuestiones relacionadas con el oro, fue la guerra. El pretexto para ésta fue el hecho lamentable de que los marangs eran caníbales. Pero, aunque tal costumbre repugna al hombre civilizado, no les habría sido tenida en cuenta de no haber existido oro en Maragor.

La guerra, no obstante, resultó inevitable, y los marangs fueron exterminados. Pero el espíritu de Mara y los fantasmas de todos los marangs muertos permanecieron en Maragor, como pronto descubrieron quienes se aventuraron en aquel reino hechizado.

Y sucedió que por ese tiempo vivían en la ciudad de Muros, al sur de Sendaria, tres jóvenes aventureros que, al oír de la existencia de aquel oro, decidieron viajar a Maragor para hacerse con una parte del mismo. Los hombres eran arrojados y amantes de las aventuras, y se burlaban de las historias de fantasmas.

El viaje fue largo, pues hay cientos de leguas desde Muros a las fronteras superiores de Maragor, pero el olor del oro los atrajo. Y así sucedió que una noche oscura y tormentosa cruzaron los límites de Maragor colándose entre las patrullas que habían sido apostadas allí para disuadir a la gente como ellos. Aquél reino cercano, después de realizar el esfuerzo y el sacrificio de la guerra, no estaba dispuesto en absoluto, como es lógico, a compartir su oro con el primero que se presentara.

Se escabulleron entre la guardia por la noche, ardientes de codicia por el oro. El espíritu de Mara los envolvió con sus gemidos pero los tres eran hombres valientes que no temían a los espíritus… y además, se dijeron unos a otros, aquel sonido no pertenecía en realidad a un espíritu, sino que era el simple ruido del viento al rozar los árboles.

Mientras la mañana mortecina y bañada de niebla se anunciaba en las montañas, los aventureros pudieron oír, no muy lejos, el rumor de un río. Todos los hombres saben que el oro es más fácil de encontrar en la ribera de los ríos, de modo que los tres se encaminaron veloces hacia aquel sonido.

Entonces, uno de ellos miró por casualidad a sus pies bajo la escasa luz y he aquí que el suelo estaba sembrado de oro, grandes pepitas y arenas. Presa de la codicia, el hombre guardó silencio y esperó a que sus compañeros estuvieran fuera de la vista; entonces se arrodilló y empezó a recoger el oro como un niño recogería flores.

Escuchó un ruido a su espalda y se dio la vuelta. Es mejor no explicar lo que vio. Dejó caer todo el oro y se levantó como impulsado por un resorte.

El río que habían escuchado pasaba por una garganta en las proximidades y sus dos compañeros se sorprendieron al verlo saltar corriendo el borde de la garganta, sin dejar de correr mientras caía, agitando las piernas en el aire insustancial. Cuando se dieron la vuelta, también ellos vieron lo que había perseguido a su compañero.

Uno perdió completamente el juicio y saltó con un grito desesperado al mismo barranco por el que se había lanzado su camarada, pero el tercero de los aventureros, el más valiente y arrojado de todos, se dijo que ningún fantasma podía hacer daño de verdad a un hombre de carne y hueso y plantó cara al espanto. Naturalmente, aquel fue el peor de los errores. Los fantasmas lo rodearon mientras él aguantaba a pie firme, con valor, seguro de que no podían hacerle daño.

El narrador hizo una pausa y tomó un breve sorbo de su jarra.

—Y entonces —continuó—, como incluso los fantasmas pueden sentir hambre, lo descuartizaron y se lo comieron.

A Garion se le erizó el vello ante la terrible conclusión de la historia del señor Lobo y advirtió que un escalofrío recorría a sus compañeros de mesa. No era el tipo de relato que habían esperado escuchar.

Durnik el herrero, que estaba sentado cerca del viejo, tenía una expresión de perplejidad en su rostro ordinario. Por ultimo, comentó:

—No pretendo poner en duda la veracidad de tu relato —dijo a Lobo, esforzándose en escoger sus palabras— pero, si se lo comieron… los fantasmas, me refiero…, ¿dónde fue a parar ese hombre? Quiero decir… si los fantasmas son inmateriales, como afirma todo el mundo, carecen de estómago, ¿no es así? ¿Y con qué iban a morderlo?

La expresión de Lobo se había vuelto socarrona y llena de misterio. Alzó un dedo como si se dispusiera a dar alguna críptica respuesta a la objeción de Durnik y antes de hacerlo, de pronto, se echo a reír.

Durnik pareció molesto, primero, pero a continuación, con cierta timidez, se unió a sus risas. Poco a poco, la risa se extendió mientras todos empezaban a comprender la broma.

—Un chiste excelente, mi viejo amigo —dijo Faldor, riéndose con las mismas ganas que cualquiera—, y del cual pueden extraerse muchas enseñanzas. La codicia es mala, pero el miedo es aún peor y el mundo ya es lo bastante peligroso sin tener que estar pendientes de trasgos imaginarios.

Faldor siempre era capaz de transformar un buen relato en un sermón moralista sobre cualquier tema.

—Tienes bastante razón, buen Faldor —respondió Lobo con voz más seria—, pero en este mundo existen realmente algunas cosas que no pueden explicarse o descartarse con una simple risa.

Brill, sentado cerca del fuego, no se había unido a las risas.

—Yo no he visto jamás un fantasma —declaró con acritud— ni he conocido a nadie que lo haya visto y, desde luego, no creo en ningún tipo de magia, hechicería ni demás cosas de niños.

El hombre se puso en pie y salió del comedor casi como si el relato hubiera sido una especie de insulto personal.

Más tarde, en la cocina, mientras tía Pol supervisaba las tareas de limpieza y Lobo permanecía apoyado contra una de las mesas con una jarra de cerveza, la lucha de Garion con su conciencia afloró por fin. Aquélla voz seca interior le informó con toda claridad de que ocultar lo que había visto era no sólo estúpido, sino también peligroso, tal vez. Dejó el cacharro que estaba limpiando y cruzó la estancia hacia donde se encontraban los dos adultos.

—Tal vez no tenga importancia —dijo con prudencia— pero esta tarde, cuando volvía del huerto, he visto a Brill siguiéndote, tía Pol.

La mujer se volvió y lo miró. Lobo dejó la jarra en la mesa.

—Continúa, Garion —dijo tía Pol.

—Fue cuando subiste a hablar con Faldor —explicó Garion—. Esperó a que llegaras a lo alto de las escaleras y Faldor te abriera la puerta. Entonces, subió los peldaños y se puso a escuchar tras la puerta. Lo vi cuando iba a dejar la azada.

—¿Cuánto tiempo lleva en la casa ese Brill? —preguntó el viejo con el entrecejo fruncido.

—Llegó la primavera pasada —dijo Garion—, cuando Breldo se casó y dejó la hacienda.

—¿Y el mercader murgo estuvo aquí por el Paso de las Eras algunos meses antes?

Tía Pol lo miró con fijeza.

—¿Crees que…? —dijo, pero no llegó a terminar la frase.

—Creo que no sería mala idea si saliéramos a tener unas cuantas palabras con nuestro amigo Brill —respondió Lobo con gesto sombrío—. ¿Sabes cuál es su habitación, Garion?

El muchacho asintió, y notó cómo el corazón se le desbocaba de pronto.

—Enséñamela.

El viejo narrador se apartó de la mesa contra la cual había estado apoyado y, cuando lo hizo, su paso ya no era el de un anciano. Era, curiosamente, como si de pronto se hubiera quitado muchos años de encima.

—Ten cuidado —le aconsejó la tía Pol.

Lobo soltó una risilla y el sonido resultó escalofriante.

—Siempre tengo cuidado. Ya deberías saberlo.

Garion guió rápidamente a Lobo hasta el patio y, dando la vuelta por el fondo, subió los peldaños de la galería que conducía a los aposentos de los peones. Al pisar los gastados escalones, sus botas de piel suave no hicieron el menor ruido.

—Por aquí —cuchicheó Garion sin saber muy bien por qué hablaba en voz baja.

Lobo asintió y los dos avanzaron en silencio por el pasillo a oscuras.

—Aquí —susurró Garion, y se detuvo.

—Apártate —dijo Lobo, tocando la puerta con las yemas de los dedos.

—¿Está cerrada? —preguntó el muchacho.

—Ése no es problema —musitó Lobo.

Puso la mano en la cerradura, se produjo un chasquido y la puerta se abrió de par en par. Lobo entró y Garion lo imitó.

La habitación estaba completamente a oscuras y el acre hedor de las ropas sucias de Brill invadía la atmósfera.

—No está aquí —dijo Lobo en tono de voz normal. Se llevó las manos al cinto y pronto se produjo el chispazo del pedernal contra el acero. Unas hebras de tela prendieron por efecto de las chispas y empezaron a arder, Lobo levantó la mecha sobre su cabeza y observó la habitación vacía.

El suelo y la cama estaban cubiertos de ropas arrugadas y efectos personales. Garion apreció al momento —sin saber muy bien por qué estaba tan seguro— que no era una muestra de simple falta de aseo, sino la señal de una huida apresurada.

Lobo permaneció un momento inmóvil, sosteniendo la mecha. Su rostro parecía ausente, como si su mente estuviera buscando algo.

—Los establos —dijo de pronto—. ¡Rápido, muchacho!

Garion se volvió y salió de la habitación a la carrera con Lobo pisándole los talones. La mecha encendida cayó al patio iluminándolo unos instantes después de que Lobo la dejara caer por encima del pasamanos mientras corría.

En el establo había una luz mortecina, parcialmente oculta pero cuyos débiles rayos brillaban a través de las grietas de la puerta, curtida por la intemperie.

—Ponte a un lado, muchacho —dijo Lobo mientras abría de golpe la puerta del establo.

Brill estaba en el interior, luchando por ensillar un caballo que recelaba de su hedor repulsivo.

—¿Te ibas, Brill? —preguntó Lobo en el umbral, con los brazos cruzados.

Brill se volvió rápidamente y se encogió con una mueca burlona en su rostro sin afeitar. Su ojo desviado lanzó un reflejo blanquecino bajo la escasa luz de la linterna colgada de una percha sobre uno de los comederos, y su dentadura mellada brilló bajo sus labios entreabiertos.

—Una hora extraña para iniciar un viaje —comentó Lobo con sequedad.

—No te entrometas, viejo —replicó Brill con tono amenazador—, o lo lamentarás.

—He lamentado muchas cosas en la vida —dijo Lobo—. Dudo que una más vaya a ser una gran diferencia.

—Te lo he advertido —masculló Brill. Se llevó la mano bajo la capa y la sacó de nuevo empuñando una espada corta manchada de orín.

—No seas estúpido —dijo Lobo en un tono de absoluto desprecio.

Garion, sin embargo, saltó al primer destello de la espada. Se llevó la mano al cinto, sacó su puñal y se plantó entre el viejo narrador y el mozo traidor.

—Vuelve atrás, muchacho —rugió Lobo.

Pero Garion ya se había lanzado contra el hombre con la hoja refulgente de su arma por delante. Más tarde, cuando tuvo tiempo de pensar en lo que había hecho, no logró explicarse por qué había reaccionado de aquella manera. Algún instinto profundamente arraigado parecía haberse adueñado de él.

—¡Sal de en medio, Garion! —exclamó Lobo.

—Mejor así —replicó Brill, con la espada en alto.

Y en aquel momento apareció Durnik. Surgió de la nada blandiendo un yugo de buey con el cual golpeó la mano de Brill y le hizo soltar la espada. Brill se volvió hacia él, enfurecido, y el segundo golpe de Durnik le acertó en las costillas, un poco por debajo de la axila. El impacto dejó a Brill sin respiración y el hombre cayó jadeante y retorcido por el suelo cubierto de paja.

—Qué vergüenza, Garion —murmuró Durnik en son de reproche—. No hice ese puñal tuyo para que lo utilizaras de esa manera.

—¡Brill iba a matar al señor Lobo! —protestó Garion.

—Eso no tiene importancia —dijo el viejo narrador, inclinado sobre el hombre que jadeaba en el suelo del establo.

Registró con brusquedad a Brill y sacó una bolsa tintineante de debajo de su túnica llena de manchas. Llevó la bolsa cerca de la linterna y la abrió.

—Eso es mío —jadeó Brill mientras trataba de incorporarse.

Durnik alzó el yugo y Brill volvió a dejarse caer en el suelo.

—Una cantidad sorprendente para estar en manos de un vulgar peón de labranza, amigo Brill —dijo Lobo haciendo saltar las monedas de la bolsa a su mano—. ¿Cómo has hecho para juntarla?

Brill le lanzó una mirada furiosa. Garion abrió unos ojos como platos a la vista del dorado metal. Hasta entonces no había visto nunca una moneda de oro.

—No es necesario que respondas, amigo Brill —continuó Lobo mientras examinaba una de las monedas—. Tu oro habla por ti.

El narrador guardó de nuevo las monedas en la bolsa y arrojó el pequeño saquito de cuero al hombre sentado en el suelo. Brill lo recogió veloz y volvió a guardarlo debajo de la túnica.

—Tendré que hablar de esto ahora mismo con Faldor —anunció Durnik.

—No.

—Es un asunto grave —insistió Durnik—. Una cosa es una pelea con unos cuantos golpes, y otra muy distinta echar mano de las armas.

—No tenemos tiempo para todo eso —replicó Lobo, descolgando una pieza de los arneses colocada en un gancho de la pared—. Átale las manos a la espalda y lo pondremos en uno de los recipientes del grano. Alguien lo encontrará por la mañana.

Durnik lo miró con aire de sorpresa.

—Confía en mí, buen Durnik —dijo Lobo—. Se trata de un asunto de gran urgencia. Átalo bien y ocúltalo en alguna parte; después, acude a la cocina. Tú, Garion, acompáñame.

Tras esto, Lobo dio media vuelta y salió del establo.

Tía Pol deambulaba de un lado a otro de la cocina con paso nervioso.

—¿Y bien? —preguntó.

—El hombre intentaba marcharse, pero lo hemos detenido —informó Lobo.

—¿Lo habéis…? —inquinó ella sin terminar la frase.

—No. Sacó una espada, pero Durnik pasaba cerca de allí por casualidad y le quitó a golpes las ganas de pelea. Su intervención fue muy oportuna. Éste cachorro tuyo ya estaba dispuesto a enfrentarse a Brill. Ése puñalito que lleva es muy bonito, pero no resulta rival para una espada.

Tía Pol se volvió hacia Garion con ojos llameantes. Garion, prudente, se puso fuera de su alcance.

—No tenemos tiempo para eso —dijo Lobo retomando la jarra de cerveza que había dejado en la mesa antes de abandonar la cocina—. Brill tenía una bolsa de buen oro rojo de los angaraks. Los murgos han enviado un espía para vigilar este lugar. Me hubiera gustado que nuestra partida fuera más discreta pero, ya que hemos sido observados, no tiene objeto que mantengamos el secreto. Reúne lo que vayáis a necesitar tú y el muchacho. Quiero poner unas cuantas leguas entre Brill y nosotros antes de que consiga liberarse. No deseo tener que buscar murgos a mi espalda en cualquier lugar por donde pasemos.

Durnik, que acababa de entrar en la cocina, se detuvo y se quedó mirándolos.

—Aquí nada es lo que parece —murmuró—. ¿Qué clase de hombre eres y cómo es que tienes enemigos tan peligrosos?

—Es una larga historia, mi buen Durnik —respondió Lobo—, pero me temo que ahora no hay tiempo para explicaciones. Presenta nuestras disculpas a Faldor y ocúpate de que retenga a Brill un par de días. Me gustaría que nuestra pista se enfriara antes de que él o sus amigos intenten encontrarnos.

—Habrás de encomendarle todo eso a otro —respondió Durnik lentamente—. No estoy seguro de qué estáis haciendo pero tengo la certeza de que se trata de algo arriesgado. Me parece que tendré que acompañaros…, al menos hasta que estéis a salvo, lejos de aquí.

—¿Qué dices, Durnik? —exclamó tía Pol con una repentina carcajada—. ¿Te propones protegernos a nosotros?

—Lo siento, señora Pol —asintió erguido el herrero—. No permitiré que vaya sin escolta.

—¿Qué no lo permitirás? —repitió ella, incrédula.

—Está bien, acompáñanos entonces —intervino Lobo con una expresión de astucia en sus ojos.

—¿Te has vuelto completamente loco? —preguntó la tía Pol volviéndose hacia él.

—Durnik ha demostrado ser un hombre útil —añadió Lobo—. Por lo menos, tendré a alguien con quien hablar durante el viaje. Tu lengua se ha hecho más afilada con el paso de los años, Pol, y no me agrada la idea de viajar más de cien leguas sin más compañía que tus insultos y protestas.

—Veo que al final te has vuelto senil, Viejo Lobo —replicó la mujer con acritud.

—Precisamente es a este tipo de comentarios a lo que me refiero —dijo el narrador, imperturbable—. Ahora, recoge lo imprescindible y marchémonos de aquí. La noche avanza muy rápido.

Ella lo miró un momento y luego salió de la cocina hecha una furia.

—Yo también tendré que recoger algunas cosas —dijo Durnik. Dio media vuelta y salió a la noche ventosa.

A Garion la cabeza le daba vueltas. Las cosas sucedían demasiado deprisa para él.

—¿Tienes miedo, chico? —preguntó Lobo.

—Bueno… —respondió Garion—. Es sólo que no entiendo nada de lo que pasa.

—Con el tiempo lo comprenderás —intentó calmarlo el narrador—. Por ahora, quizá sea mejor que no sepas demasiado. Lo que estamos haciendo es peligroso, aunque no en exceso. Tu tía y yo (y, por supuesto, el bueno de Durnik) nos ocuparemos de que no sufras ningún daño. Ahora, ayúdame a entrar en la despensa.

El narrador tomó una luz, entró en la despensa y empezó a cargar varias hogazas de pan, un jamón, un queso amarillo redondo y varias botellas de vino en un saco que descolgó de un gancho.

Era casi medianoche, según los cálculos de Garion, cuando abandonaron la cocina en silencio y cruzaron el patio a oscuras. El leve chirrido del portón pareció sonar con terrible estridencia cuando Durnik lo abrió.

Al atravesar la entrada, Garion sintió por unos instantes una punzada de dolor. La hacienda de Faldor era el único hogar que había conocido. Ahora lo abandonaba, tal vez para siempre, y una cosa así tenía una gran importancia. Sintió una punzada todavía más dolorosa ante el recuerdo de Zubrette. Cuando pensó en Doroon y Zubrette a solas en el cobertizo de heno, estuvo a punto de renunciar a todo el asunto, pero ya era demasiado tarde.

Fuera de la protección de los edificios, el viento batía la capa de Garion con sus rachas heladas. Unas densas nubes ocultaban la luna y el camino sólo resultaba ligerísimamente más claro que los campos de alrededor. Avanzaron bajo el frío por el solitario paraje, bastante asustados. El muchacho se acercó un poco más a la tía Pol.

Al llegar a lo alto de la cuesta, se detuvo y volvió la vista atrás. La hacienda de Faldor no era más que una mancha borrosa y pálida al fondo del valle que se abría a sus pies. Con pesar, dejó a su espalda aquella ultima vista. El valle que se abría ante ellos era muy oscuro e incluso el camino se perdía de vista en las sombras que los aguardaban.