CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS
Los llevaron a toda velocidad hacia Port-au-Prince, la noche era cada vez más espesa a su alrededor, el primer foco de contaminación en el aire de mar. Un jeep iba delante, con ellos y los hombres con uniforme de Tonton Macoute del aeropuerto. El hombre de beige iba en el segundo coche, conducido por el policía más joven.
Un poco después de Thor giraron a la derecha, dirigiéndose a las colinas sobre la capital. Cerca de la ciudad, el campo ya no estaba desierto. Coches y camionettes pasaban, haciendo sonar la bocina, subiendo y bajando por las empinadas cuestas. En los arcenes, mulas cargadas con sacos y haces de leña avanzaban, patosas, en fila. Por un lado de la carretera, todas encaminadas en la misma dirección, pasó una hilera de mujeres con las cabezas cargadas de fruta y verduras que venderían al amanecer en el Marché de Fer. Todos los que pasaban, ya fueran a pie o en coche, simulaban no verlos. Un cartel oxidado decía «Pétionville».
—Yo antes vivía aquí —susurró Angelina a Reuben—. En las montañas, lejos del gentío, lejos de la suciedad. No había cambiado mucho cuando lo visité por última vez. Los ricos siguen teniendo sus villas y sus clubs. Los pobres siguen viviendo en Port-au-Prince.
Como para confirmar sus palabras, un rayo de intensa luz de luna reveló una villa blanca encaramada en un alto, con un balcón de forja elaboradísimo dando hacia el mar, y una entrada recargada de adornos. En una ventana alta rodeada de buganvillas, una luz solitaria hacía guardia tras una pálida persiana. Reuben miró a Angelina como si la viera por primera vez.
Momentos más tarde el jeep entraba ruidosamente en una plaza elegante, rodeada de cipreses. Había una pequeña iglesia católica en una esquina. Enfrente, el hotel Chocoune aún estaba animado por los juerguistas. Un puñado de coches caros estaban aparcados afuera, en la grava, vigilados por un hombre de aspecto triste con una gorra arrugadísima. Pasaron el hotel y pararon junto a un edificio cuya función ya habría sido evidente sin el cartel «Garde d’Haïti» sobre la puerta. El segundo jeep aparcó junto a ellos y el hombre de beige se apeó.
Los condujeron al interior. La puerta daba a un vestíbulo cuadrado que se estrechaba hacia el fondo convirtiéndose en un pasillo largo y vacío. Bombillas desnudas colgaban justo por encima de la altura de la cabeza, cada una de ellas delimitando una estrecha jurisdicción. De varias de ellas pendían viejas cintas atrapamoscas, cubiertas con los cuerpos de insectos muertos. Moscas muertas, aire muerto, vidas muertas. En las paredes había filas de affiches, todos con los textos de declaraciones gubernamentales: leyes y disposiciones, extractos del código penal, décrets, avis, règlementes, ordonnances de police. Las letras negras se pegaban a los pósters como otras tantas moscas. Los bordes de los affiches estaban curvados y quebradizos.
Una silla y una mesa de madera estaban junto a una pared, bajo la foto del presidente Cicerón. Había habido otras fotos antes de ésa: las marcas de clavos desaparecidos aún eran visibles en el yeso sin reparar, como estigmas de pequeñas crucifixiones innecesarias. Cerca, un eslogan había sido pintado en letras fuertes, naranja chillón sobre azul pálido: Continuons la révolution contre la tyrannie, le despotisme et le Duvalierisme.
Nadie estaba sentado a la mesa. Nadie estaba apoyado contra la pared. El vestíbulo tenía un aire desierto, ruinoso, expectante. Desde algún lugar cercano, un vago zumbido de maquinaria cantaba nanas a la noche, sin lubricar, amargo, sin atractivo alguno. El hombre del traje beige los dirigió con una uña sucia hacia el pasillo del fondo. Al entrar en él, el ruido de la máquina se desvaneció. Esa noche no habría nanas.
Allí el frescor de la montaña que hacía que Pétionville tuviera tanto éxito entre los ricos y poderosos se convertía en un frío reumático y pegajoso. Reuben esperaba oír gritos o lamentos, los tópicos de un estado totalitario; pero nada chocante rompía el silencio. Nada excepto el sonido de sus pasos, resonando y sonando a hueco sobre el cemento resquebrajado.
Al final del pasillo, una escalera metálica negra llevaba a la planta superior. Al llegar a un pequeño rellano giraron a la izquierda por un pasillo lateral que los llevó con la inevitabilidad de un sueño a una única puerta con refuerzos de acero. La puerta no tenía un cartel con un nombre, sólo un número: AP7. Debajo de ese número habían tapado cuidadosamente otros con pintura. Y debajo de eso, ¿qué?
El hombre del traje beige llamó a la puerta. Allí no era rey, quizá ni siquiera príncipe. Pero no se quitó las gafas de sol. Un hombre no puede desprenderse de sus ilusiones. Una voz gritó un «Entrez» y entraron.
Pensándolo después, Reuben decidió que no era una habitación fuera de lo normal. Lo cual hacía aún más difícil descifrar por qué le resultaba tan inquietante. Quizá se había traído consigo de Nueva York imágenes de paredes manchadas de sangre. Quizá esperaba encontrar luces intensas y caras acechantes brillando por el sudor. No era en absoluto así. Era sencillo y tranquilo, una habitación mundana en un suburbio con calles bordeadas por árboles. Las persianas estaban cerradas, no se veía nada por las ventanas. Las paredes eran de color salmón, meticulosamente desnudas. En una esquina estaba colgada una jaula blanca, rococó, cubierta de semillas. En el centro un pájaro, una tangara se balanceaba en un columpio de madera, con su plumaje rosado-rojo liso, y mirándolos entrar con sus ojos pequeños negros agudos y seductores.
En una sencilla mesa metálica una lámpara proyectaba un haz de luz suave sobre la cara del otro ocupante de la habitación. Era un hombre de altura normal, un mulato, de unos cuarenta años de edad, refinado más que guapo, de ojos tristes, párpados pesados, cansado. Llevaba una camisa lisa de lino blanco y una corbata verde de seda china, perfectamente anudada. Si se hubiera visto obligado a describirlo en otras circunstancias, Reuben habría pensado que su oficio era poeta o músico. Estaba envuelto en una intensidad herida, un fervor que indicaba inspiración o dolor muy interiorizado.
Tenía una pluma en la mano, dispuesta sobre una hoja de papel. Estaba escribiendo o estaba a punto de hacerlo. La indeterminación parecía intencionada, como parte de un juego, un gesto sin otra finalidad que intrigar a los demás. No había nada en su mesa, aparte de la lámpara y la hoja de papel. Reuben echó una ojeada a la habitación. Estaba totalmente vacía. Una jaula de pájaro como adorno, una mesa en la que escribir, una silla en la que sentarse. Y, en una esquina, otra silla, más robusta que la otra, clavada al suelo.
—Gracias, capitán Loubert —dijo el hombre detrás de la mesa—. De momento, eso será todo. Deje los pasaportes y vayase.
El hombre del traje beige sacó los pasaportes de su bolsillo y los dejó en la mesa. Cerró la puerta al salir. El silencio que se produjo a continuación era palpable, cargado. Por primera vez en toda la noche, Angelina parecía francamente nerviosa.
—Debo disculparme —dijo el hombre al otro lado de la mesa, hablando con fluidez en inglés, sin apenas acento—. Me han dicho que tuvisteis un vuelo difícil, que desviaron el avión. Y ahora os han arrastrado aquí a verme, a tantos kilómetros de vuestro destino, por esa tremenda campiña haitiana.
Se puso de pie y dio la vuelta a la mesa. Su silla hizo un ruido desagradable al raspar contra el suelo. En una mano tenía los pasaportes.
—¿Cómo estás, Angelina? —preguntó.
Sonrió con una sonrisa amplia, sin inhibiciones, sin profundidad. Se acercó a ella, pero mantuvo una cierta distancia. Angelina se mantuvo en silencio, con la vista pegada al suelo.
—¿Por qué no escribiste? ¿Por qué no me dijiste que venías? Habría ido a buscaros al aeropuerto, os habría ahorrado muchas dificultades. No queréis problemas, ¿verdad?
Se acercó a Angelina y puso la palma de una mano contra su mejilla. Su proximidad parecía alterarla. Alterada, pero no asustada.
—No tuve tiempo —dijo ella—. Fue una decisión repentina. El hombre la miró fijamente.
—Evidentemente —dijo. Dejó caer la mano y se dirigió a Reuben—. Perdone —se disculpó—. No me he presentado. Mayor Bellegarde, jefe de seguridad de este département. Mi jurisdicción abarca Port-au-Prince y la zona circundante. Y usted es… —Echó una mirada al pasaporte de Reuben—. Usted es el profesor Myron Phelps. Un amigo de Rick.
Bellegarde alargó la mano. Reuben la estrechó. Se dieron la mano con una formalidad retenida que parecía fuera de lugar.
—Tengo el honor de ser el hermano de Angelina —continuó Bellegarde—. El cuñado de Rick. Debo confesar que nunca lo llegué a conocer bien, pero lamento la noticia de su muerte. Y en circunstancias tan terribles. Se oyen historias tan horrorosas de Nueva York. ¿Avanzan las investigaciones para detener al asesino?
Reuben se encogió de hombros.
—Francamente no lo sé. Tengo entendido que tal vez la policía archive el caso por falta de pruebas.
—¡Absurdo! —Bellegarde miró a su hermana fijamente—. Ma pauvre Angelina, tan joven y ya viuda. Lo siento mucho.
El mayor se dio la vuelta abruptamente y volvió a su asiento. Aún no se había disculpado por la ausencia de sillas.
—¿Qué quieres de nosotros, Max? —preguntó Angelina. Parecía poco conmovida por sus frivolas muestras de compasión.
—Sólo verte. Satisfacer mi curiosidad. Para recordarte que Haití no es siempre… un sitio seguro. N’est-ce pas?
Puso los pasaportes sobre la mesa, un poco como un croupier preparando un juego de cartas.
—Supongo que comprendes que en caso de que tuvieras problemas no tendrías representación diplomática a la que recurrir.
—No tenemos intención de tener problemas —dijo Angelina. Era un juego en el que nadie podía decir la verdad.
—Por supuesto. Pero a veces se tienen, aunque uno no lo quiera. Así funciona. —Calló y empujó los pasaportes hacia el borde de la mesa, como invitándoles a que fueran a recogerlos—. ¿Comprendéis mi función aquí? Ya no somos los Tontons Macoutes. Somos el Bureau de Sécurité Nationale. La gente no nos tiene el mismo miedo que tenían a los Tontons. Nos piden ayuda en un momento de dificultad. Nuestro deber es prevenir los problemas, problemas de cualquier tipo. Eso lo comprendéis, ¿no?
—¿Es por eso que uno de sus hombres hizo agredir con una culata de rifle a un ciudadano norteamericano en el aeropuerto?
Reuben se había guardado la ira por este incidente hasta entonces, a falta de una ocasión mejor para desahogarse.
Bellegarde no se inmutó.
—Hemos tomado nota del incidente. No vamos a iniciar ninguna acción legal contra el señor Hooper. Pero tiene que aprender a ser cuidadoso. Tengo entendido que tiene cierta afiliación religiosa, que incluye una filosofía de obediencia al estado. Esperamos grandes cosas de un hombre con tal filosofía. Y él a su vez también puede esperar tener buenas oportunidades aquí. Pero primero debe aprender dónde empieza esa obediencia.
Bellegarde se detuvo. El pájaro cantó y calló en seguida. Sus alas habían perdido fuerza con la prolongada cautividad.
—Y usted, profesor —continuó el mayor—. ¿Cuál es el motivo de su viaje? Supongo que tiene alguna finalidad, que no ha venido sólo a disfrutar de la nostalgia.
—Myron ha venido para continuar con la investigación de Rick —dijo Angelina, algo demasiado precipitadamente.
—Claro, la investigación de Rick —repitió Bellegarde—. La influencia africana en la antigua cultura haitiana. —Sonrió condescendientemente—. Nuestros archivos son muy completos. No tiramos nada. Ni siquiera cosas antiguas. —Se detuvo y se dirigió a Reuben—. Perdone, profesor, pero ¿no ha empezado ya el curso? ¿No debería estar en… dónde es… Long Island University, repartiendo sabiduría y conocimiento? El verano sería más adecuado para la investigación, sin duda.
—Estoy de año sabático —contestó Reuben.
Demasiado fácil. Demasiado preparado con la respuesta adecuada.
—Ya. Claro, por supuesto, un año sabático.
—Hay el proyecto de publicar el último libro de Rick, el que estaba preparando cuando murió. Tal vez incluso se haga un festschrift, un volumen de homenaje. —Reuben iba a toda prisa. Estaba siendo imprudente, gastando todas sus explicaciones de golpe, pero el cuarto lo impulsaba, su desnudez, su carga—. Decidí venir para atar los cabos sueltos. Rick dejó muchas pistas.
Bellegarde sonrió. Parecía una sonrisa bastante honesta, sin forzar.
—Pistas. Usted habla como un policía, profesor. Debe buscar un rato para visitarme, me gustaría hablar sobre sus pistas. El continente oscuro, el nuevo mundo y todo eso. Estaremos en contacto, ¿no?
—Pues claro. Naturalmente.
—No, de natural, nada, profesor. Lo natural sería evitar este sitio a toda costa. Pero insisto en que charlemos. Nos petites causettes. Sé que no es el estilo americano, lo sé, pero le impondré algo de intimidad. Angelina me conoce muy bien, por supuesto. Ella no necesita charlas ni intimidad, ¿verdad?
Angelina sacudió la cabeza lenta, patéticamente.
—Pero en cuanto a usted, profesor, quiero tenerlo bajo mi paternal vigilancia. Quiero asegurarme de que esté a salvo. Y Angelina también, por supuesto. Fraternal vigilancia. Tal vez no te lo creas, pero he oído rumores de tu muerte. —Bellegarde miró a Angelina a los ojos, maliciosamente. No sonrió—. Rumores sin fundamento, por supuesto: qué mejor prueba de ello que tú presencia aquí esta noche. No eres un fantasma, ¿verdad, Angelina? ¿Ni uno de nuestros notorios zombis? ¿Un zombi cadavre, quizá, o un zombi astral? —Vaciló—. No, no creo que seas ninguna de esas cosas. Yo te veo tan viva como siempre. Pero los rumores me ponen nervioso. Son una especie de neurosis, una enfermedad que amenaza la raíz misma de la sociedad. Aquí en Haití nos tomamos muy en serio los rumores. Mi trabajo consiste en eliminarlos.
Bellegarde se puso en pie. Volvió a dirigirse a Reuben.
—Hágame caso, profesor. Manténgame al corriente de sus actividades. El clima en esta época del año puede ser muy malsano para los extranjeros.
Cogió los pasaportes de la mesa y se los devolvió a Reuben y Angelina.
—Tenga. Guárdenlos con todo cuidado. Quizá estarían mejor equipados con un pasaporte de alguna de las sociedades Bizango. Eso les permitiría desplazarse libremente de noche, donde quisieran ir. Los sans poel van donde quieren. Pero usted ya lo sabe todo sobre Bizango.
Ni Reuben ni Angelina dijeron nada. En la jaula la tangara miraba y escuchaba.
—No sé dónde tienen intención de alojarse durante su estancia, pero les estaría muy agradecido si me informaran de ello. Basta una llamadita: los teléfonos funcionan muy bien últimamente. Nuestro querido presidente estimula la eficacia. Un nuevo Haití está emergiendo. Ya verán. Para esta noche, recomiendo que se queden en el Chocoun, aquí enfrente. Digan que van de mi parte. Les harán un descuento. Su equipaje ya está allí. Todo está en orden. —Echó una mirada cargada de significado a Angelina—. Nada ha sido tocado. Les doy mi palabra.
Reuben asintió.
—Gracias —murmuró.
Se sentía estúpido. Bellegarde no parecía ni darse cuenta de su presencia.
—Angelina —dijo el mayor—. Quiero darte algo, un recuerdo de nuestro encuentro. Ten. —Fue a la jaula y abrió la puerta. El animal sacudió las alas y saltó por la barra. Bellegarde silbó y acercó la mano al pajarito. Lo cazó con mano experta, en un solo movimiento. Apenas se movió cuando lo cogió. Se lo ofreció a Angelina—. Es para ti —dijo—. En el hotel encontrarás una jaula. No tiene nombre. Lo puedes llamar como quieras.
Ella cogió el pájaro estremeciéndose un poco al sentirlo retorcerse entre sus manos. Bellegarde sonrió y abrió la puerta.
Al disponerse a marcha, Reuben echó una mirada al suelo donde algo le llamó la atención. Junto al umbral, había restos de sangre. Y junto a ésta, como un resto de marfil, un diente humano. Bellegarde le dio la mano. La luz del pasillo caía sobre su cuerpo, proyectando una larga sombra sobre el suelo, sobre la segunda silla, la que estaba fijada al suelo.
El hombre del traje beige esperaba para acompañarlos a la salida. Se adelantó, por las escaleras, el estrecho pasillo, y el vestíbulo soñoliento. No intercambiaron palabra alguna. Fuera, fuegos fatuos brillaban en el hotel. Era como un barco que pasaba, blanco y terrible en la noche.
Angelina abrió la mano. Había matado al pajarito apretándolo en exceso. La miraba con sus ojos negros, sin ver nada. Lo dejó caer en silencio al suelo. El aire era frío. Tiritó camino del hotel.