CAPÍTULO CUATRO
El bar era medio puertorriqueño, medio italiano. Quizá por eso le habían puesto un nombre irlandés: Murphy’s. Estaba casi vacío: un puñado de estudiantes de grafismo del Pratt Institute, un poli que no estaba de servicio, un par de chicas de alquiler que venían de Bed-Stuy para el turno de la tarde, un viejo siciliano que hablaba con voz baja en italiano rural al que estaba detrás de la barra. Luz tenue, reservados estrechos con asientos de polipiel, carteles desvaídos en castellano e italiano, un olor a whisky rancio, pequeños fantasmas de sueños insignificantes. Imágenes refractadas de botellas de colores resplandecían, desconsoladas, en espejos barrocos de marcos herrumbrosos.
—¿Le gusta este sitio? —preguntó ella.
—No —contestó—. Pero no hay ruido. Ni discos, ni televisión. Tenemos que hablar.
Ella pidió un Jack Daniels. Él trajo una botella y dos vasos y los puso en la mesa que había entre ellos.
—¿Cómo es que una chica buena como usted bebe algo así?
—No soy una chica buena.
—¿No?
—No.
Estaban en penumbra, en su propio reservado, en la parte posterior del bar. En la pared una tenue bombilla escondía su luz con una pantalla polvorienta. Él llenó el vaso de ella, y dejó medio vacío el suyo. La mano de Angelina temblaba al llevarse el vaso a la boca. Emitía un ruido afilado al chocar contra los dientes. Él no dijo nada, mientras la veía apretar el vaso contra sus labios, cayéndole el whisky por la barbilla. Ella tenía lágrimas en los ojos y lluvia en el cabello.
—¿Cuándo vio por última vez a su marido? —preguntó.
—No comprendo…
—Dijo que estaba casada cuando la interrogamos ayer.
—¿Ah sí? Sí, pues supongo que lo dije. No me acuerdo. Da clases sobre religiones caribeñas y africanas. A veces se tira a sus estudiantes.
Dejó el vaso. Había conseguido beberse ya la mitad. Notó que él no había ni tocado el suyo.
Angelina tenía los ojos de un verde cruel, de lagarto, amplios, con pequeños puntitos ámbar en los extremos más apartados de la pupila. Los puntos desaparecían como copos de nieve con la menor sombra. Ojos encapotados, drogados de sueño: sueño en el que había reposado durante más de cuarenta años. Ojos oscuros como el mar, desencantados, solitarios, empapados de sueños. Los fijó en los de él sin incomodarse, sin parpadear, rogando tener una visión que transcendiera las limitaciones de la vista.
Él la contempló con mirada triste.
—Dijo que habían tenido una discusión hace dos noches. ¿Es así?
—Una discusión. Sí, supongo. Se fue. No es la primera vez que lo hace.
—Sobre qué era. —Dudó un momento—. La discusión: ¿era sobre alguna de sus alumnas?
Ella levantó el vaso, dio un sorbo, y lo volvió a dejar.
—No. Me parece que no. No me acuerdo. Sobre eso ya no discutimos. ¿Para qué? Yo le digo que lo dejo. Él me dice: «Vuelve a Haití». ¿Es eso poder escoger? —Lo miró. ¿Por qué estaría hablando así, exhibiendo sus debilidades en un bar barato?—. Me parece… me parece que era sobre Filius.
—¿El hombre que murió anoche? ¿El que estaba en su apartamento? ¿Filius Narcisse?
Ella no pudo evitar un gesto de repulsión. No quería pensar en el apartamento. Un estudiante reía, algo incómodo, en la barra. Un jamaicano entró y empezó a hablar con las chicas. Angelina sintió un estremecimiento en su espalda.
—Sí —dijo. Quería levantarse; irse y dejar todo esto atrás y olvidarse de que todo esto había sucedido—. Discutimos sobre Filius. No lo encontrábamos. Yo quería llamar a la policía. Rick se negaba.
—¿Dijo por qué?
Ella se encogió de hombros.
—¿Qué importa? Pensaba que podía causar problemas a mucha gente.
—¿A qué gente?
Ella vaciló y dijo:
—Haitianos, gente pobre. Pensaba que les causarían problemas si empezaban a hacer preguntas por ahí.
—¿Qué tipo de problemas?
Ella volvió a encogerse de hombros.
—¿Quién sabe?
—¿Estaba preocupado?
—No lo sé. Quizá. Sí. Creo que sí.
Ella sabía que sí lo estaba. ¿Por qué era tan difícil decir la verdad?
—¿Por qué?
—No me lo dijo.
La mentira salió con facilidad, como la ira. Ella rellenó su vaso pequeño casi hasta el borde. El pulso le temblaba menos.
—¿Había pasado algo?
—¿Pasado algo?
Se sentía atrapada, asustada.
—Sí. Dijo algo ayer sobre el vídeo. Sobre este hombre, Filius. Parecía que tenía miedo. Era… incoherente. —Vaciló un momento—. Mire, comprendo. Estaba alterada. —Se detuvo, jugando con el vaso. Aún no había bebido nada—. Hábleme de ellos, hábleme del vídeo.
Ella se lo explicó lo mejor que pudo; las palabras salían a trompicones, vacilantes. Él la escuchó, percibiendo su horror en su voz, viéndolo en sus ojos.
—¿Qué es lo que han encontrado? —preguntó ella al fin.
—¿Encontrar?
Ella contuvo la respiración. El corazón le armaba tal jaleo que estaba segura que él lo debía oír.
—En mi apartamento, en el salón.
En realidad quería decir «debajo del parquet». Pero era incapaz de decirlo. Una parte de ella aún tenía la esperanza de que todo hubiera sido una pesadilla.
Él vaciló.
—Ya sabe lo que encontramos. Lo que usted halló.
—¿Cuántos? —preguntó en una voz leve, distante. Él no se apresuró.
—Hablé con el doctor Taylor del depósito de cadáveres. En total sacaron nueve cadáveres. Cuatro habían muerto recientemente, en los últimos dos meses; el resto hacía mucho más tiempo. Taylor cree que fueron desenterrados de los cementerios de la zona. Algunos seguían en sus ataúdes.
Desde donde se encontraba, ella seguía oliendo la podredumbre. La había seguido desde África, estaba aquí, en el bar.
—¿Rick lo sabe? ¿Se lo han dicho?
Abrams le lanzó una mirada dura. Estaba cansado. Llevaba casi toda la noche despierto, había dormido un par de horas, y llevaba trabajando desde las nueve. Algo le decía que aquél iba a ser un caso difícil.
—Señora Hammel, me temo que tengo malas noticias que darle.
Ella no pareció contestar.
—¿Comprende? Malas noticias sobre su marido.
—¿Sobre Rick?
Él asintió.
—Él… Hemos encontrado su cadáver esta mañana. Usted aún dormía… no hemos querido volver a hacerle pasar un mal rato. Lo hemos identificado a partir de los documentos que encontramos en su cartera. Las fotos correspondían. No tendremos otro remedio que pedirle que venga al depósito a efectuar una identificación formal más tarde, pero no ahora.
Ella no dijo nada. Se quedó mirando la mesa, al vaso de cristal. Él odiaba esta parte de su trabajo, la intimidad forzada con los familiares de los asesinados.
—¿Dónde?
—¿Perdón?
—¿Dónde lo encontraron?
—En el parque. El de Fort Greene, quiero decir, no el de Prospect. Bajo un árbol junto al monumento. Lo habían… —Vaciló. No era fácil decirlo—. Alguien lo había asesinado. Lo encontró alguien que hacía footing a primera hora de la mañana. El cadáver estaba cerca del camino. No habían intentado realmente esconderlo. Le… —Él había estado allí, había visto el cadáver—. Lo degollaron. Y… le arrancaron la lengua.
Alguien tiró de la cadena de un inodoro justo al lado del reservado en el que se encontraban. En el piso de encima una puerta se cerró de golpe. Una voz gritó, quejumbrosa, en español.
Ella levantó la vista. Esperaba el llanto o el anonadamiento, pero no era así. Lo estaba mirando a los ojos. Y sonreía.