CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

Los autocares salieron cinco minutos más tarde. «Autocar» no era el nombre correcto: lo único disponible con tan poco tiempo fueron dos tap-taps, vetustos camiones transformados por pintura y latón y chapa de madera en un cruce entre un vagón de tren y un enorme taxi comunitario. Pinturas chillonas y frases portentosas les daban un aire de locura de feria. Uno llevaba escrito a lo largo del borde superior «Celui que dort dans la paresse se réveillera dans la misère». «El que duerme en la pereza se despertará en la miseria».

En medio del revuelo, Reuben había logrado que Angelina se quedara con él. Ayudaron a Jean Hooper a subir a su marido y le hicieron sitio en uno de los dos bancos situados a lo largo el tap-tap.

La herida de Hooper sangraba abundantemente, pero no había forma de conseguir atención médica adecuada antes de llegar a Port-au-Prince. Una mujer mayor haitiana observó preocupada el hombre insconsciente durante unos minutos, cloqueando como una gallina, se fue y volvió al fin con una especie de cataplasma que puso sobre la herida. Hooper mugió y forcejeó brevemente, pero no recobró la conciencia. La mujer explicó a Angelina que siempre viajaba con una bolsa de hierbas medicinales por si acaso. La cataplasma contenía cadavre gâté, aloe vera y otras plantas que Angelina no supo reconocer. Detendrían la hemorragia hasta que un médico lo pudiera ver, pero incluso la mujer confesaba que se trataba de un remedio precario. Reuben esperaba que Hooper no recobrara la conciencia hasta entonces; pero pensó que era improbable.

—Tiene que ir a ver un dokte feuilles en cuanto llegue a Port-au-Prince —dijo la mujer a Angelina, dándole el nombre de uno bueno. Se lo apuntó, pero la joven sabía que Hooper nunca iría. Como todo misionero, estaba dispuesto a dar pero no a recibir. Eso sería su perdición.

Jean Hooper parecía extrañamente inútil, como si el impacto del incidente hubiera destrozado algo frágil y solitario en su interior, algo que su fe no acababa de ser capaz de recomponer. O tal vez fuera algo que ni siquiera reconocía. Estaba sentada en el banco junto a su marido pero sin tocarlo, con un pequeño libro de oraciones de tapas verdes en una mano, leyendo invocaciones barrocas con una voz cantarína que parecía extrañamente desconectada de ella y su entorno.

Habían asignado dos soldados al vehículo, uno para vigilar cada extremo. Técnicamente, los pasajeros estaban aún en tránsito y había que vigilarlos hasta que hubieran completado los trámites de inmigración. Los soldados parecían aburridos. No hacían el menor caso a los pasajeros, igual que hacían los pasajeros con ellos. Tenían en el regazo carabinas F-11 francesas. Eran armas de calibre 22, pero en el limitado espacio del tap-tap se sentía su presencia.

El autocar era incómodo, pero avanzó a buen paso por la carretera hacia el norte. Por algún motivo la nueva carretera directa a Léogane estaba cerrada, y se vieron obligados a tomar la vieja ruta del valle del río por Trouin y Carrefour Fauché.

La oscuridad no era absoluta. Ahora que la tormenta ya había amainado, una luna grande se había apoderado del cielo, con los bordes fileteados de oro. La carretera era un entramado de barro y agujeros llenos de lluvia. No pasaba más tráfico, nadie andaba ni iba a caballo en ninguna de las dos direcciones. Era como si hubieran caído del otro extremo del mundo a una oscuridad de lluvia y luz de luna. El tap-tap avanzaba a saltos en primera y segunda marcha. Los vestigios de su suspensión eran inútiles contra las sacudidas de la carretera. A veces, cuando el tap-tap se encontraba con un tramo en mejor estado y el rugido del motor amainaba un zumbido de ranas y cigarras les llegaba de los campos abiertos.

Pasaron pequeños villorrios a trompicones, meras pilas de cailles con techo de paja precariamente cogidas al borde de la carretera. Las puertas y ventanas estaban firmemente cerradas. Nadie salió para verlos pasar. En Haití, sólo los sans poel —los miembros de las sociedades secretas Bizango— y la policía salen de noche.

Siguieron el curso del río hasta Trouin, vadeando sus aguas en crecida una y otra vez a medida que avanzaban a marcha lenta. En Trouin, el conductor se desvió hacia la izquierda al llegar a la iglesia e inició el lento descenso hacia la costa norte. El otro tap-tap los seguía balanceándose, con el resto de los pasajeros. La ubicación del equipaje era un misterio impenetrable. La mayor parte de los pasajeros lo daban por perdido.

La estrecha carretera giraba y se retorcía espasmódicamente, como si los tenues faros la fueran trazando en la oscuridad. Un pequeño cementerio apareció de la nada, tumbas bajas encaladas tras un seto irregular de médicinier. No había cristal en ninguna de las ventanas y la brisa recorría el vehículo, primero refrescando y después dando frío. El perfume de las flores nocturnas les llegaba, irónico y pesado.

A llegar a Carrefour Fauché giraron a la derecha entrando en la carretera principal de la península. Era casi medianoche. En algún momento entre Fauché y Dufort perdieron de vista el segundo tap-tap. Reuben recordaba haber visto sus faros cuando salieron a la carretera más amplia. Cinco minutos más tarde, ya no estaba allí. Incluso en una recta larga no apareció. Reuben mencionó la desaparición a Angelina, que habló con uno de los soldados. Él le dijo que se callara y se sentara.

Doug Hooper estaba recuperando la conciencia. Por un momento sus ojos se abrieron, y Reuben tuvo la impresión de ver en ellos un destello de ira fría. Entonces el dolor lo dominó y los ojos se le cerraron involuntariamente. El tap-tap se sacudía con violencia, echando a Hooper contra la pared. Soltó un quejido, sin palabras, dolorido. Su mujer aumentó sus esfuerzos por invocar a un Dios reticente. La vieja rebuscó en su bolsa y sacó una botellita azul con un tapón de corcho. Cogiendo la cabeza de Hooper con un brazo, se las arregló para abrirle la boca, destapar la botella, darle unas gotas de un líquido marrón claro. Hooper escupió una vez y quedó lacio.

Angelina preguntó a la mujer qué era lo que le había dado. Ella se limitó a encogerse de hombros y volver a guardar la botella en su bolsa. De algunos remedios es mejor no hablar. Fuera lo que fuese, tuvo un efecto inmediato. Hooper volvía a estar inconsciente en cuestión de momentos.

Atravesaron Léogane. La carretera era mejor aquí, asfaltada en la mayoría de los tramos. Un cartel decía «Port-au-Prince, 30 km». Pronto llegarían. Nadie les había dicho si iban a la ciudad o al aeropuerto. Seguramente al segundo. Nadie iba a dormir mucho esa noche.

El tap-tap acababa de atravesar el primero de dos puentes sobre el río Monance cuando el conductor vio el control. Dos jeeps de la policía estaban atravesados en la carretera. Un policía de uniforme estaba en medio haciendo señales con una lámpara roja. El conductor del tap-tap frenó y se detuvo a varios metros del primer jeep.

—¿Qué sucede? —preguntó.

El policía no le hizo caso. La puerta del jeep más cercano se abrió y bajó un hombre. Al cruzar la luz de los faros, camino de la puerta delantera del tap-tap, Reuben vislumbró su cara, sus ojos escondidos tras unas gafas de sol oscuras. Era el policía secreto del aeropuerto, el que había ordenado que pegaran a Doug Hooper. Evidentemente, la carretera principal de Jacmel a Léogane no estaba tan intransitable como les habían dado a entender.

El hombre del traje beige subió al tap-tap, seguido de un policía más joven de uniforme. El ambiente era tenso. El policía indicó al conductor que parara el motor. Un gran silencio llenó el vehículo. A lo lejos un búho chilló dos veces.

El policía recorría lentamente el camión con la vista. Sus ojos no se detuvieron ni en Doug ni en Jean Hooper. Era como si ese incidente estuviera olvidado. Jean estaba callada, moviendo los labios apretados siguiendo con sus oraciones, si es que eran oraciones. El policía metió la mano en la chaqueta y sacó dos libritos, pasaportes americanos. Abrió primero uno y después el otro.

—Phelps —dijo—. Profesor Myron Phelps y madame Angelina Hammel. —Levantó la vista—. Hagan el favor de identificarse. —Hablaba el inglés con acento americano.

La pregunta era un formalismo: sus fotos estaban en los pasaportes. Reuben se puso de pie.

—¿Qué desea?

—Hagan el favor de acompañarme.

—¿Adónde?

El hombre no contestó. Volvió a meterse los pasaportes en el bolsillo, se dio la vuelta y bajó los escalones. Oían sus pies sobre el asfalto mientras andaba hacia el jeep. Entonces una puerta que se cerraba de golpe. A continuación, silencio. Y finalmente, la noche que esperaba.