CAPÍTULO UNO

Fort Greene, Brooklyn

Viernes, 18 de septiembre de 1999

Última hora de la tarde

El apartamento olía a moho. Angelina arrugó la nariz al entrar en el recibidor. Moho. O quizá a otra cosa. Sólo habían estado fuera tres meses y la mayor parte de ese tiempo Filius había estado allí. Filius y quizá algunos amigos suyos. Tal vez alguna chica. Filius había dicho que no tenía chica, pero eso era difícil de creer. Era guapo y listo, y a juzgar por las miradas que lanzaba a veces a Angelina no debía de ser homosexual.

«Vuelta a casa», soltó Richard al entrar, dejando dos maletas en el suelo. Las palabras resultaban vacías, casi sin sentido: unas palabras vacías en una entrada vacía. Angelina se quedó completamente quieta, haciéndose a la idea. Estaban en casa, si es que se podía llamar así. Su próximo viaje al extranjero no sería hasta… ¿cuándo? Vete tú a saber. Pero ¿qué era ese olor?

—¿Hueles algo? —preguntó ella, sin darse la vuelta.

Richard le puso las manos en los hombros, apretando un poco hacia abajo. A ella no le gustaba esa presión, dura, posesiva.

—No. —Acercó la cara al cuello de ella y olió—. Perfume nuevo —susurró—. ¿Tengo razón?

Angelina había comprado el frasco de Fendi en Ginebra en el vuelo de vuelta de Kinshasa. En el taxi, volviendo del aeropuerto, se puso unas gotas en lugares estratégicos. Durante los tres meses que habían pasado en el Zaire había evitado los perfumes. El calor estropeaba el olor. O quizá era la piel misma que los agriaba.

—No me refiero a eso —dijo ella. Se volvió y se encaró a él—. No encuentras que… debe de ser efecto del tiempo que llevamos fuera. No estoy acostumbrada a cómo huele el apartamento.

«O quizá es por haber estado en África», pensó ella. Nunca percibía los olores con tanta intensidad en Brooklyn. Las flores, la fruta, la gente, los dulces olores de podredumbre, la jungla que te rodea, avanzando, peligrosa.

Él volvió a husmear el aire y la volvió a mirar, de reojo.

—Es tu imaginación. El apartamento no huele. Deja que pasen uno o dos días y te sentirás mejor. Te quitarás África de encima.

Entró el resto del equipaje en el recibidor.

—Angelina, ¿podrías hacer un café? Estoy muerto.

Angelina hizo dos tazas de café instantáneo mientras Rick llevaba las maletas al dormitorio y empezaba a deshacer el equipaje. Ella encontró unas galletas que había comprado en Abraham & Straus en la calle Fulton una semana antes de irse. Aún se podían comer, así que puso algunas en un plato. Rick fue a encontrarse con ella en la cocina. Realmente tenía aspecto cansado, pensó ella. Y no sólo físicamente.

El viaje de trabajo había sido un desastre. Se habían pasado la mayor parte del tiempo en Kisangani. Y después las semanas perdidas en Lokutu. Rick se estaba convirtiendo en el tipo de etnólogo que prefiere trabajar en una oficina con aire acondicionado que compartir una tienda de campaña con serpientes e insectos. Y estaba haciendo que ella dejara de ser su mujer y ayudante para convertirse en su secretaria y chica para todo.

Bebieron sin hablar esforzándose por acostumbrarse a las sensaciones e ideas del retorno. Las clases empezarían dentro de menos de una semana. Los poderes fácticos habían decidido volver a tiempo para empezar el curso algo tarde y así recoger a quienes se matricularan con retraso.

Ya hacía veinte años que Rick enseñaba en la Universidad de Long Island, pero seguía siendo algo forastero. Todos sus colegas que aún vivían en Fort Greene tenían su apartamento en el edificio Towers o en el rascacielos del hospital de la calle Willoughby; los demás hacía tiempo que se habían mudado a Brooklyn Heights o Cobble Hill. Pero los Hammel vivían aún en un bloque de piedra marrón en Clermont Avenue, entre las calles Myrtle y Atlantic, abandonados por la huida hacia las clases altas.

Hacía diez años que se habían instalado allí. Al principio Rick esperaba que aquel tipo de edificio se pusiera de moda. Se habían gastado mucho dinero en comprar esa casa y esperaban que las cosas cambiaran. Aún estaban esperando. La pintura de la puerta se estaba desprendiendo, el portal se había cubierto de basura y fuera en la calle jóvenes haitianos y chicas puertorriqueñas de ojos tristes soñaban con el sol que sólo sus padres recordaban. Y las chicas llevaban los bebés en cochecitos baratos y los niños mantenían los ojos bien cerrados en todas las épocas del año. Había un cuarto en la parte trasera del apartamento preparado para un bebé, pero vacío, donde conejitos saltaban como pequeños fantasmas por campos de puntos verdes.

El otoño no se decidía a entrar en la ciudad. Cruzaba el río, desde Manhattan y se iba metiendo, sin avisar ni ser invitado, pasando por delante de la vieja Navy Yard, hasta llegar a Coney Island y el mar. Angelina miró por la ventana de la cocina. Sólo se veía una pared gris enfrente. Brooklyn era una locura de la que había intentado escapar, pero cada vez volvía, a la fuerza, una y otra vez, desmelenada, los ojos brillando, suavemente salvaje, con la boca abierta, cantando o protestando. Poco le importaba eso a Rick.

Estaba convencida de que el verano no volvería, de que este año la llegada del invierno no sólo sería inexorable sino además, definitiva. Sorbió el café mientras un escalofrío se apoderaba de ella, mirando por la sucia ventana la luz otoñal cada vez más débil.

* * *

Después de tomar el café acabaron de deshacer el equipaje, devolviendo al armario de chapa barata ropa que nunca se pondrían en Nueva York, y que quizá no volvieran a ponerse más. Antes de guardarla, Angelina la recorría con los dedos: vestidos ligeros de algodón, un bikini a rayas, pantalones que llevaba para los viajes al interior del país. Recordaba la visita a Suiza después de la muerte de su madre, la desgana con que había empaquetado ropa vieja para beneficencia. Cómo de repente los vivos fueron los muertos, cómo la muerte impregnó sus ropas y sábanas, cómo estaba presente en sus muebles y sus libros. Cogió un par de pantalones de Rick. A su tacto parecían algo que hubiera pertenecido a un muerto, algo de segunda mano, gastado. Los volvió a colocar en la percha de madera, sin decir nada, en un rincón del armario, donde no estuvieran a mano.

Rick tenía ganas de hacer el amor. Aquí, en Brooklyn, había revivido de golpe. Era por eso que se quedaban. Por eso este apartamento se había convertido en la cadena que apresaba a Angelina. Brooklyn le daba vida a él tanto como se la quitaba a ella. La llevó a la cama, con prisa, excitado, más encendido de lo que nunca estuvo en África. Ella dejó que la desnudara, permitió que hiciera su torpe exploración de su cuerpo, como si buscara asegurarse de que seguía intacta. Una vez más el pesado tacto del propietario.

Acallándolo con un beso, calmándolo con sus labios, pero no con su lengua, lo masturbó, lentamente, sin sentimiento, sin remordimiento, con habilidad largamente desarrollada. Él se corrió en poco tiempo, ensuciando, sin pensárselo dos veces, las sábanas. Las sábanas de Filius, que ella había olvidado cambiar.

Él se durmió casi en seguida, desnudo, cuarentón, dándole su gruesa espalda. Ella lo miraba con algo de repulsión. Había perdido para ella todo atractivo: sus michelines, su pene fláccido y caído, su piel quemada por el sol. Sobre su cabeza cuadrada y cejuda el cabello rojo se estaba volviendo amarillo. Tenía los labios oscuros y venillas marcadas en los pómulos. ¿Qué amaba en él? ¿Había encontrado ella alguna vez algo que amar? ¿De verdad?

Estaba sentada, con la espalda erguida y la mirada fija en la pared, dejando que la habitación volviera a trozos a su conciencia a medida que la noche llegaba, lentamente, a Brooklyn, otoñal, espesa, cargada de miseria. En África la rapidez del ocaso siempre la había sorprendido y asustado, el descenso abrupto del sol manchado, la presencia instantánea de la noche en todas partes. Pero aquí el mundo giraba menos de prisa, la tierra avanzaba a gatas de la luz a la oscuridad, había tiempo para ponerse una armadura para protegerse de su llegada.

Se miró en el espejo de la pared, la cara de mulata de piel clara, los ojos asustados, las gruesas cejas que se depilaba de niña. Dejó caer la sábana que le cubría los senos y miró su imagen en el espejo, suaves, algo caídos con la edad. ¿Se es vieja a los cuarenta y dos años? El cabello aún caía oscuro sobre sus estrechos hombros, su cintura aún no se había ensanchado, se afeitaba las piernas religiosamente día sí, día no, y se ponía perfume cuando estaba en casa. «¿Por qué?», se preguntaba. ¿Cambiaba algo por eso? ¿Había cambiado alguna vez algo?

Llegó la noche, y seguía sentada escuchando los pasos de la ciudad más allá de su ventana, enorme y amenazadora. A su lado se oía la áspera respiración de su marido, desgarrándole los oídos. En un reloj silencioso, segundos verdes parpadeaban en la oscuridad. Estaba en Nueva York, no en África. Pero fuera otra jungla se afilaba los dientes bajo la misma luna indiferente.

* * *

A las once se levantó de la cama para prepararse algo de comer. Rick estaba profundamente dormido. Avanzó a tientas por la penumbra de la cocina, abrigada por un ropón que la defendía del aire frío, abriendo y cerrando armarios, buscando en el congelador. Le recordaba las incursiones nocturnas que hacía de niña, el encanto de comer a esas horas, el sabor del pollo frío. Al menos Filius había llenado el congelador como le había pedido. Casi se había pasado. Sin duda había hecho unos cuantos viajes a Finast, en la calle Myrtle, donde ella sabía que él hacía todas sus compras. El cajón inferior del congelador estaba completamente lleno de enormes piezas de carne.

Encontró un plato precocinado algo más arriba y lo metió en el microondas. En África disponían de un chico que cocinaba, limpiaba y les hacía recados, todo por una miseria. Para él, ella era blanca, la mujer de un hombre blanco, tan extranjera como Rick. Ya no recordaba el nombre de ese chico. Sonó el avisador y sacó la bandeja del horno, milagrosamente caliente.

Se dejó caer en un sillón del salón. Llevándose cucharadas de pollo y arroz a la boca, comió sin encontrarle el sabor. La comida no es gran cosa, hoy en día. Las plantas no habían sobrevivido el verano. Ella ya sabía que pasaría, tanto si estaba Filius, como si no. Siempre se morían.

Otra vez ese olor. Mustio, o lo que fuera. Ahora ya menos fuerte, o quizá más familiar. No exactamente dulce ni tampoco agrio, llegaba de todas partes y de ningún lugar en concreto. La hacía sentir incómoda, no sabía muy bien por qué, como si en algún rincón de su mente reconociera ese olor. ¿Tal vez un recuerdo? ¿Quizá una premonición?

Tragó la última cucharada de pollo reconstituido. Gracias, decía su estómago, a esta edad realmente se necesita comida de fábrica. De vuelta a la cocina, encontró un gran cartón de helado de crocanti y una cuchara.

Helado en mano, volvió al salón y conectó el televisor. Fue cambiando de canal, sin interés. Programas de debate de programación nocturna, series cómicas de reestreno, videoclips, películas que ya resultaban viejas cuando las estrenaron. Risa pregrabada, aplauso pregrabado, sentimientos pregrabados. Desconectó el aparato.

Filius había prometido que grabaría algunas películas en su ausencia. Había aproximadamente una docena en el estante, todas claramente etiquetadas con un rotulador rojo en la apretada letra haitiana de Filius. El canal 13 había emitido una serie de películas francesas contemporáneas durante el verano. Miró las etiquetas: Les Ripoux de Zidi —él sabía que ella quería verla—; Coup de Torchon de Tavernier, ambientada en África —ésa podía esperar—; Diva; Subway; Betty Blue. Betty Blue iría de maravilla.

Introdujo la cinta en el vídeo y lo puso en marcha. La pantalla se llenó de imágenes. Béatrice Dalle y Jean-Hugues Anglade haciendo el amor. Angelina se puso cómoda. Se instaló bien en el asiento, enterrada entre los cojines, en la oscuridad del mundo anárquico de Betty y Zorg. Ella sabía cómo acabaría todo, en locura y muerte rápida, luchando contra la compasión del amante, pero antes de eso había algún tipo de esperanza. El cansancio del viaje se iba yendo, África se iba yendo. Rick y su cuerpo de pez cubierto de sudor se iba yendo. Se metió una cucharada de helado en la boca con un suspiro.

De repente, la película vaciló y se llenó de rayas. Una fila de imágenes saltaron, y en la pantalla sólo quedaron interferencias. Angelina se adelantó, enfadada. Se había olvidado de decirle a Filius lo de la avería. No le había dicho que llevara el aparato a la tienda de electrónica de la calle Fulton para que lo arreglaran. Unas dos semanas antes de que se fueran, el vídeo había empezado a dar problemas. Cuando estaba grabando, se ponía en modo de reproducción, a veces hasta diez minutos seguidos, dejando huecos en las cintas, ratos enteros de ruido y nieve en las nuevas, grabaciones anteriores en las usadas. Unas capas debajo de otras, desenmascaradas.

Angelina fue a coger el mando a distancia, pero la imagen de la pantalla volvió a ser nítida. No era Betty Blue. Qué curioso. Debía de haber grabado otra cosa en aquella cinta antes de Betty Blue.

No había sonido, sólo el silbido apagado de la cinta. La calidad no era buena y la iluminación muy dura. Sombras enormes contrastaban con zonas claras, un duro dibujo, como un ejercicio expresionista. En la pequeña pantalla, unas figuras oscuras se movían como en cámara lenta, como tortugas nadando en un mar verde, como grandes peces en aguas oscuras y estancadas tras el cristal de un acuario, indiferentes a la cámara. Silencio. La imagen era temblorosa, oscuridad bordeada de luz, luz con un borde de oscuridad, figuras grotescas que se movían, vacilantes, quietas como piedras.

Angelina miraba, atrapada. No podía apartar la vista de la pantalla. Hombres y mujeres estaban sentados en una larga fila, formando un semicírculo, tiesos en sillas de respaldo alto. Parecían estarla mirando desde las sombras grises. La luz les pasaba por la cara, vacilaba y se volvía a apartar, pero ellos no se movían. Estaban inmóviles, como estatuas, sin la menor expresión, sin color ni movimiento. Algunos eran negros, otros blancos, pero había algo en sus caras que los unía más allá de la raza. Algo que a Angelina no le gustó.

Una figura solitaria se adelantó al centro del semicírculo, un hombre, desnudo de cintura para arriba. La piel le brillaba en la incierta luz. A su izquierda, una llama crecía y disminuía en un pebetero colocado sobre un trípode de hierro basto. El sudor destacaba sobre su piel como perlas o semillas, finas y traslúcidas. Caía luz sobre el borde de esa sombra. El hombre se volvió hacia la cámara. Era Filius.

Y no era Filius. Angelina sintió como si unos pelos finos como agujas de hielo se le ponían de punta en la garganta. La cara que conocía tan bien estaba deformada y extraña. Los labios de Filius formaban una mueca tensa, las aletas de la nariz estaban dilatadas, los ojos estaban muy abiertos y fijos, rojos, poseídos. Ella ya había visto ojos como ésos en los rostros de los hombres y mujeres que montaban los loa, en los momentos culminantes de las ceremonias voudoun, con los cuerpos súbitamente vacíos, al ser poseídos de repente por dioses.

Filius pero no Filius. Hombre pero no hombre. La figura daba vueltas y vueltas sin moverse apenas, danzando en silencio, como si se moviera al son de una música que le sonara en la cabeza. Mantenía un cuenco de barro apretado con fuerza contra el pecho. La luz se reflejaba en lo que fuera que contuviese, brillando como una estrella cada vez que giraba.

Sonó un ruido rasposo. La imagen saltó y volvió a estabilizarse. El ruido fue desapareciendo y fue sustituido por sonidos más apagados, que al principio no se distinguían. Poco a poco se hicieron más claros. La respiración de Filius, dura e irregular mientras bailaba, un tambor lento como el latido de un corazón, distinto de todos los tambores voudoun que había oído, una voz desconocida que hablaba desde las tinieblas. Las palabras no se distinguían al principio, pero después se dio cuenta, con tremenda claridad, que era una oración criolla por los muertos que había oído por última vez en Port-au-Prince hacía muchos años:

Prié pou’ tou les morts

pou’ les morts ’bandonné nan gran bois

pou’ les morts ’bandonné nan gran dlo

pou’ les morts ’bandonné nan gran plaine

pou’ les morts tué pa’ couteau

pou’ les morts tué pa’ épée…

(Reza por los muertos

por los muertos abandonados en el gran bosque

por los muertos abandonados en la gran agua

por los muertos abandonados en la gran llanura

por los que han sido matados con cuchillos

por los que han sido matados con espadas…)

El danzante que tenía la cara de Filius se detuvo. El tambor continuó, firme, algo desacompasado, insistente. Un sollozo surgió de algún lugar, bruscamente interrumpido. Filius levantó el cuenco con ambas manos y se volvió a las figuras silenciosas que miraban desde sus sillas. Al avanzar hacia ellos la cámara lo siguió, paso a paso. De alguna manera, Angelina supo que la habitación que estaba viendo era la estancia en la que ella se encontraba.

pou’ tou les morts, au nom de Mait’Cafou et de Legba; pou’ tou generation paternelle et maternelle

(por todos los muertos, en nombre de Maître Carrefour y Legba; por todas las generaciones, maternas y paternas…)

Filius mojó la mano en el cuenco y la volvió a sacar, alargando los dedos hacia la primera de las figuras sentadas. Tenía la mano roja, mojada de sangre. Trazó con ligereza el signo de la cruz sobre la frente de ese hombre. La figura no se movió.

… ancêtre et ancetére, Afrique et Afrique;

au nom de Mait’Cafou, Legba, Baltaza, Miroi…

(…antepasado y antepasada, africano y africana;

en nombre del Maître Carrefour, Legba, Baltaza, Miroi…)

Ninguna de las figuras se movía. Ahora la luz incidía sobre ellos con mayor claridad, mientras Filius iba de una cabeza a la siguiente, trazando cruces con gruesos trazos de sangre. Angelina tenía la vista pegada a la pantalla. El corazón le latía con fuerza, y tenía las tripas frías como la nieve. La luz tembló. Pasaba por la espalda desnuda del danzante y caía sobre la piel fría y seca de los que miraban. No se movía nadie.

Al fin Angelina comprendió por qué no se movían, por qué no parpadeaban con la luz tan dura, por qué dejaban que la sangre les cayera por las mejillas sin hacer nada por detenerla. Ahora lo vio claro: la ropa de vestir, el pelo seco y estropajoso, la piel fea y con manchas. Ninguno de los espectadores estaba vivo.

La cámara se acercó más, atraída irresistiblemente por sus mejillas grises. Angelina se incorporó, horrorizada. Algunos debían de haber estado enterrados durante al menos dos semanas. Otros quizá sólo unas horas: el maquillaje de la funeraria aún se veía intacto en la mejilla de una de las mujeres. Como grotescas figuras de cera, como efigies de papel, estaban quietos, sentados, esperando recibir la bendición de la cruz. Una misa para los muertos, con sangre en vez de vino.

La cámara se desplazó para seguir a Filius. El tambor dejó de sonar. Como un sacerdote, Filius levantó el cuenco y vertió la sangre que quedaba en una espesa libación granate. Pero Angelina casi no lo veía: tenía la vista fija en otra cosa. En un rincón de la pantalla, difícil de distinguir pero inconfundible, la segunda figura empezando por la izquierda comenzó a levantar la cabeza.