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—Y la señora tomará un stroganoff de ternera, dije.

El camarero, un esbelto joven vestido como una estrella de comedia musical, se guardó el bloc en el bolsillo y se alejó con la orden.

—Nunca había estado aquí antes, dijo Betty, mirando alrededor con cortés aprobación.

Tampoco yo había estado: Siempre me ha gustado, dije. Da una sensación… de intimidad.

Ella recorrió con la vista la vasta terraza sembrada de mesas, la mitad de ellas ocupadas: Sí, es cierto, dijo.

Hasta aquel momento todo habían sido aciertos, aunque todos en general por equivocación. La lancha, por ejemplo. Dándome cuenta de que no podía pasarme el resto del verano robando bicicletas cada vez que iba a visitar a las Kerner, había hecho aquella tarde un arreglo con un muchacho de Fair Harbor que tenía un fuera borda. Por quince dólares haría de chófer para mí hasta Point O’Woods, esperaría hasta que volviera con mi acompañante, nos llevaría hasta Pewter Tankard, en Robin Rest, y volvería a por nosotros a las once. En ese momento, le haría una señal preconvenida, indicándole si debía esperarme o no después de devolvemos a Point O’Woods.

Bueno, yo había preparado todo aquello porque la alternativa —suponiendo que no hubiera bicicletas que robar— era un doble paseo de dos millas. Jamás hubiera podido enamorarme en tales condiciones, como quiera que fuera, pero con aquellas terribles gafas haciéndome tropezar a cada paso, la cosa hubiera resultado a todo punto imposible.

Así pues, me había decidido por la lancha. Pero, puestos ya en la harina de la seducción, el bote había pasado a convertirse en el más quintaesenciado de los gestos románticos.

Como de manera similar había ocurrido en el restaurante. Era viernes, y los tres primeros restaurantes que elegí de Ocean Beach estaban llenos. Pewter Tankard, en cambio, situado como estaba fuera de la ruta habitual —solían acudir a él los propietarios de lanchas, y era sólo accesible por mar— había aceptado a la primera mi reserva. Nuevo detalle romántico; había dado con aquel pequeño restaurante un tanto apartado, a penas lleno a medias un viernes por la noche del mes de agosto, donde podíamos sentamos en una terraza descubierta con vistas a la bahía, desde la que podían verse las distantes luces de Long Island bajo el cielo estrellado.

Betty sorbía su jerez, mientras yo empinaba con gusto mi ron con tónica. Ella dijo: creo que tú y tu hermano andáis metidos en el mismo negocio.

—Así es, dije. E incitado por su amigable mirada inquisitiva, añadí: Cosa de ediciones.

—¡Oh, ediciones!, dijo ella, feliz, cometiendo conmigo la misma equivocación que yo había cometido con Lydia: ¿Quieres decir libros? Bastante más cauta de lo que yo había sido, como puede comprobarse.

—No, no, nada de tal envergadura, dije con modestia: Tenemos una pequeña editora de tarjetas. Algo así como Hallmark, ya sabes.

—¡Ah, sí! Es fascinante. Y aparentemente lo era, ya que a partir de ese momento no paró de hacer preguntas sobre diversos aspectos de la empresa. Mis respuestas generalmente describían más bien aspecto de Hallmark que de «Tarjetas Gente», pero el efecto era el mismo.

Entre tanto poco era lo que ocurría en el frente alimentario: Perdona un momento, dije finalmente a Betty. E hice señas al camarero en un momento que pasó casualmente a nuestro lado. Me aseguró que nuestros entremeses estaban a punto de llegar, aunque su modo de decirlo me dio a entender que mentía, así que ordené otro jerez para Betty, y un nuevo ron con tónica para mí: Que sea a toda prisa ¿vale?

—Ciertamente, señor. Y salió casi pitando.

—Eres todo un maestro, me dijo Betty. Su decepción de que yo no fuera como mi hermano empezaba al parecer a disiparse. De hecho, llegó a decir Apuesto a que eres tú quien lleva los negocios ¿No es así?

—Oh, cada uno hace lo suyo, le dije.

Ella continuó con el tema, y poco a poco fui permitiéndome dar a entender que, aunque Art era el miembro más intuitivo e inteligente de la familia, yo era el tipo práctico que mantenía la estabilidad de la empresa y la conservaba a flote.

—Liz y yo somos también así, dijo Betty. Ella es en general muy lista e ingeniosa, pero el talento simplemente práctico soy yo.

—No tan simplemente, recalqué yo. Y alargando mi mano sobre la mesa, apreté la suya: Cualquier cosa menos simple.

Ella me apretó la mía, a su vez: Qué amable eres, dijo.

Y volvió a la carga sobre la editora de tarjetas. Quería saber ahora si hacíamos los textos nosotros mismos, o si aceptábamos trabajo de «freelancers». Fundándome en que el Sr. Hallmark no hace él mismo los textos de sus tarjetas, yo dije: Bueno, en general compramos la mayor parte de nuestros textos a profesionales.

Una cierta nerviosidad y embarazo pareció embargarla en este momento:

—Tal vez no me crea, pero yo también escribo a veces.

Tuve la sensación de que me hundía: ¿De veras?

—Oh, no con ánimo de publicar, sino cosas para leer en familia. No creo que sea lo bastante buena como para ser profesional.

Tampoco yo lo creía, sin embargo no tenía elección; se pedía de mí en aquel momento, en medio de rubores y renuencias, que yo la animara a recitarme algunos de sus garabatos. A lo que, por supuesto, acabó condescendiendo.

—Esto lo escribí para el cincuenta aniversario de mi madre, dijo: «Madre, cuando pienso en todas/ las cosas que por mi has hecho,/ sé que no hay madre que pudiera/ en el cielo o la tierra comparársete./ Creo que eres dulce, creo que eres grande./ Creo, en resumen, que eres fabulosa».

—¡Muy bueno!, dije. Pero aquí vienen ya las bebidas.