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Todo empezó de manera bastante inocente; yo quería echar un polvo. Así que cuando Candy y Ralph me dijeron que estaba invitado a una fiesta en Dunewood dije que muy bien, que esperaran a que me cambiara: Ralph dijo: Habrá unas cuantas chicas solteras. Y Candy me enseñó la lengua a espaldas de Ralph.

Me puse unos pantalones blancos y una camisa color de rosa y echamos a andar descalzos por el Paseo Central hasta Dunewood. Fire Island, dos de la tarde, domingo, cuatro de agosto. El sol bien arriba en un cielo sin nubes, aire caliente y olor marino, hileras de casitas alineadas junto al paseo que recorre la isla desde la bahía hasta la playa. Había niños por todas partes, en bicicleta y a pie, y corriendo a su aire, porque en Fire Island no se permiten coches.

Todas las casas de Dunewood parecen iguales, a no ser por los colores. La casa a la que íbamos estaba cerca de la playa, y la música podía oírse desde tres manzanas antes. El dueño había construido un cenador extragrande en la parte trasera de su casa, para que sobresaliera bien entre todos los otros, y estaba lleno de gente bailando y bebiendo y gritándose en medio de la música. Mujeres tostadas por el sol en bikini y con grandes gafas oscuras que bailaban a ritmo de rock; moviéndose por todas partes. Creo que voy a hacer amistades, me dije.

—Pásatelo bien, me dijo Candy. ¿Podía captar Ralph la burla que había en su voz? ¿Se podía imaginar lo que estaba pasando? (O lo que había estado pasando, hasta que dejó de ir a la oficina).

Aparentemente no. Su cara seguía tan franca y falta de sospechas como la de un coro de niñas en medio de un monte lleno de bandidos. Sonriéndome, al tiempo que me daba una palmadita amistosa, me dijo: Vamos, Art, cómetelas. Sentía envidia de mi acceso de soltero a las mujeres; el pobre idiota; y me preguntaba si seguiría teniendo la misma envidia, de saber que mi principal acceso en las últimas seis semanas había sido a su propia esposa.

Que Ralph no lo supiera me dolía. Hasta ahora, dije, y me aparté de la feliz pareja, con ánimo de buscar una sustituía a Candy. Tengo un buen diente.

El lugar de hacer migas con las mujeres está por donde las bebidas. Quienquiera que fuera mi anfitrión, no era ningún abstemio; ginebra, vodka, ron, y tónica como para poner a flote un barco. La mesa era ya un montón pegajoso de trozos de limón exprimidos ¿pero a quién le importaba? A mí, desde luego, no. «Gracias a Dios», dije a la maciza morena que había a mi lado, no hay sangría.

Sus gafas de sol me dejaban ver lo suficiente de su cara como para saber que sonreía de medio lado: De ligue ¿no?, me dijo.

—Evidentemente. Y te voy a ligar a ti. Vamos a bailar.

Y bailamos un rato. Su bikini era de color azul oscuro y sus carnes mostraban un bronceado de color coñac. El sudor cala levemente por su garganta, y caía como por un canalillo moreno hasta la juntura de los pechos, y me dieron ganas de probarla. La sal siempre es bienvenida después de varios dulces.

Breves pausas entre canción y canción, y pausas más largas al cambiar los discos. En una de estas pausas más largas, me puso su cálida mano sobre el antebrazo, y dijo: Oye tío, ¿por qué no dejamos esto?

—Vale, dije. ¿Ya has tenido bastante?

—No había hecho tanto ejercicio desde que perdí mi pony, dijo.

Echamos a andar hacia la verja en el momento en que empezaba a sonar otro LP, y ella dijo: Sé bueno ¿quieres? Vete a buscar un par de copas.

—Perfecto, ¿Tú qué tomas?

—Vodka, dijo.

—¿Con qué?

—Con hielo y un vaso, y un gran beso húmedo, dijo ella.

—Vale.

Me fui a buscar las copas y casi no vuelvo, porque las mujeres que hablan de frente con tanta seguridad casi nunca llegan al final; son las tranquilas las que resultan. Aunque, por otro lado, una chica que bebe vodka solo era un signo esperanzador. Ademas, no había nadie que valiera la pena en el bar cuando llegué, así que me preparé un ron con tónica y llené otro vaso de plástico con vodka y hielo, y volví junto a la chica del bikini azul oscuro. Que distinto hubiera sido todo de haber encontrado por el camino alguien que atrajera mi atención.

Pero nadie lo hizo, y mi primera elección se hallaba aún sola reclinada en la barandilla. Le di su vaso y se quedó mirando mi húmeda camisa. Ahora que ya no bailábamos podía sentir lo mojada que estaba.

Me recorrió con ojo crítico y dijo: Vas demasiado vestido.

—Ya me he dado cuenta. Vente conmigo. Vamos a casa y me pongo un traje de baño.

Ella vaciló, fijando la mirada en el cenador lleno de gente. Luego se encogió de hombros y dijo: ¿Por qué no?

Nos llevamos nuestras copas. Candy me lanzó una mirada furiosa al pasar a su lado, pero yo hice que no me daba cuenta.

Caminamos un par de manzanas, sin decir mucho, salvo cosas sobre el tiempo. Luego, ella preguntó: ¿Vamos muy lejos, al fin y al cabo?

—A Fair Harbor, dije. Unas seis o siete manzanas.

Se quedó mirando a su vaso, como preocupada de no tener bastante, y dijo: ¿Tienes bebida en tu casa?

—Tengo una cuba subterránea que hice construir el otoño pasado, dije. Smirnoff me la llena todas las semanas.

—Bueno, dijo.

Seguimos andando, y yo pensé que era el momento de hacer las presentaciones, así que dije: Mi nombre es Art, Art Dodge.

Mucho gusto, dijo ella. Y señalándose con el pulgar, dijo: Liz Kerner.

—¿Vives en Dunewood?

—No, tenemos una casa en Point O’Woods.

La miré con creciente interés. ¿Point O’Woods? La mayor parte de Fire Island es dinero de clase media, pero Point O’Woods significa dinero de verdad. Han construido una valla para separarlo del resto de la isla, y mantener alejada la morralla. Ese es el tipo de dinero que a mí me gusta; siempre he tenido ganas de llegar a él: Un bonito lugar Point O’Woods, dije, como si hubiera ido por allí con frecuencia.

—Aburrido, dijo ella.

—¿Y quién más hay en «tenemos»?

Se me quedó mirando, y tuve la impresión de que se había producido un fruncimiento tras sus gafas de sol: ¿Cómo?

—Dijiste tenemos una casa en Point O’Woods.

—Oh. Se me quedó mirando de nuevo. Mi hermana, dijo, como cualquiera hubiera dicho: Sí, mi periódico.

—Ah, dije yo. ¿Y está tan presentable como tú?

—Seguramente, repuso ella. Somos gemelas idénticas.

¡Gemelas! A poco me caigo de espaldas. Era uno de mis objetivos fundamentales, y hasta entonces no me había dado cuenta.

Me echó una mirada esta vez como si estuviera pensando en sentirse molesta: ¿Qué hay de malo en eso?

—Nada en absoluto. Necesitaba decir algo, para ganar tiempo: Una pura coincidencia, eso es todo.

—¿Qué clase de coincidencia? Su tono era casi hostil.

—También yo soy gemelo, dije. La respuesta me vino sin saber como, simplemente para tapar el hueco y suavizar las cosas. No tenía idea en aquel momento de hasta donde habría de llevarme, ni tenía ningún plan previo en absoluto. Tal cosa no era en modo alguno previsible, nadie puede tener programado de antemano todo lo que puede producirse tras una pregunta inocente. Tengo una locuacidad natural, eso es todo, y simplemente había elegido una frase que pudiera subsanar la ruptura en ciernes y que nos diera algo más en común. Una mentira inocente, nada más.

Y funcionó. Me miró con sorpresa y dijo: ¿También tú?

—Ni más ni menos. Tengo un hermano, Bart, idéntico a mí. El nombre era la continuación lógica de todo aquello; Arty Bart, la típica idea brillante de padres de gemelos.

—Ella dijo: ¿Y está ahí en casa?

—No, dije. Pero tenía que explicar su ausencia, y las cosas también esta vez vinieron por sí solas. El esquema surgió casi sin ayuda: Nos partimos la semana, dije.

—¿Os partís la semana?

—Uno de los dos tiene que estar siempre en la oficina. Así que yo me paso aquí la primera parte de la semana, y luego cambiamos.

—Complicado, dijo ella, queriendo dar a entender que había perdido todo interés.

Así que dejé de lado el tema, definitivamente, hasta donde fue posible: ¿Vivís en Manhattan?

—A veces, dijo ella. Se quedó mirando al fondo del vaso, que estaba vacío, y recorrió luego con la vista todo el Paseo Central que aún tenía delante de sí, extendiendo luego la mirada en medio del calor, hasta Fair Harbor, y puede que hasta Saltaire: Qué calor hace por aquí, dijo. Suda uno tanto como bailando. ¿Queda mucho por andar?

—Dos manzanas. Y señalé: ¿Ves aquella casa con bandera americana? Pues por allí torcemos.

—Así que es allí, dijo.

Seguimos andando, rodeado de niños retozones, y al llegar a la casa de la bandera pude ver al patriota en persona sentado en la veranda, contemplando el mundo. Llevaba unas bermudas y una camiseta de manga corta, y su pelo blanco como la nieve contrastaba con su piel de cangrejo cocido. Hola, le grite señalando la bandera, Yo también soy americano.

Su boca se movió sin que llegara en realidad a decir nada, tal vez porque le faltaban los dientes.

Torcimos hacia el paseo marítimo y nos encaminamos hacia casa de Ralph y Candy. Felizmente, los niños no andaban por allí. Entramos en el fresco interior y Liz me pasó su vaso. No te importe si yo me lo hago sola, dijo.

Se lo devolví, y haciendo un gesto, le dije: Ese es el frigorífico, y esa botella tiene dentro algo que te gustará. Le di mi vaso vacío, y añadí: Yo sigo bebiendo ron con tónica.

Se encogió de hombros y se fue detrás del mostradorcito de la cocina para preparar las bebidas. La parte izquierda de la casa era a la vez comedor, sala de estar y cocina, todo en una pieza abierta, con un mostrador que separaba del resto el área de trabajo de la cocina. Una puerta daba acceso a los dos dormitorios y al cuarto de baño, y una escalerita llevaba hasta el desván-dormitorio, que debía estar en aquella hora del día tan caliente como una ninfómana en celo. En teoría, aquel era mi cuarto, aunque por supuesto mis planes eran pasar la mayor parte del tiempo en la habitación de los dueños. Con Ralph allí, había pasado a dormir en el sofá de la sala, donde los tres niños podían ayudarme a despertar cada mañana.

La camisa se hallaba tan pegada a mi piel como un sello de correos. De pie en medio de la sala, esperando mi copa, me la desabroché, me la despegué y la arrojé a una esquina. Me pasé la mano por el sudoroso pecho y me la sequé luego en el pantalón, en el momento en que Liz llegaba con las bebidas: Sí que estás mojado, dijo.

—Ya lo creo. Eché un trago y dije: ¿La tónica llega más tarde?

—¿Está muy fuerte? Echó mano a mi vaso, y dijo: Trae, ahora te lo preparo bien.

—No, así está bien, dije, y mientras su mano se extendía hacia mí, la tomé por la muñeca y la atraje hacia mí. Ella se me quedó mirando con cierto aire perplejo y al besarla noté exactamente la sal, el olor a almizcle y el sexo que yo estaba buscando: También a ti te sobra ropa, dije.