DOCE
TORMENTA INTERNA
El enojo y el odio no son lo mismo, aunque trabajen en la misma oficina, uno en un escritorio con una máquina de escribir y otro con una computadora.
El odio y el enojo son lluvias dentro de la misma tormenta interna. A veces son buscados por el inconsciente porque sus gasolineras pueden llenar cientos de aviones y miles de autos.
Hacen creer que la energía nunca terminará y por sus fervores no son criticados lo suficiente y políticamente se les ponen rótulos a los archivos ocultos, rótulos de orgullo, amor propio, justicia y rectificación.
Sin embargo, están en la misma oficina. El enojo no es un simple divorcio entre la realidad y nuestros deseos. El enojo no es simplemente una repetición histórica de seres que miran demasiado sus pasados y saltan desde ellos una y otra vez hacia una piscina inexistente.
En tanto, el odio no garantiza un conocimiento profundo de la especie humana con un juicio propio detallado e insondable. Trabajan en la misma oficina, pero nunca se hablan.
El odio no desea el cambio, el odio desea el orden, poner las cosas en su lugar, como la vida y la sociedad no lo han hecho ni les interesó hacerlo.
La tormenta interna es briosa y no pide permiso al momento de darles micrófonos a tus pensamientos sueltos como peces en peceras, pensamientos que se repiten y terceras opciones que se desvanecen como la manteca en la tostada recién sacada.
Muchos confundiendo a pescadores y anzuelos cuando se trata de ideas y hombres. La tormenta interna piensa que la paciencia marchita, que quita energía para el momento y no puedes dar lo necesario llegada la chance.
El odio planifica la destrucción, el rencor sólo recuerda la injusticia, el odio se convence de sus motivos, el enojo es un corcel que lo hace jinete, el enojo es un barco que lo hace capitán.
Con muchas energías y fervores, Drake salió del refugio en el cual deshizo a través de una pira de los cuerpos de Bahira y Aimán, quiénes ya no tendrían lugar en esta historia. Acto seguido, contempló la zona de baldío, imaginándose una zona de Beisbol, en ella dirigiría a los niños, Mamá Dorothy se acercaba:
-Traje los jugos, Drake, espero que no te hayas olvidado los emparedados-sonreía ella.
Drake, en ese campo de verano, levantaría el pulgar.
-¡Yo quiero batear primero!-
-¡No, yo!-
-¡Quiero la primera base, no la segunda!-
-Se te escapa la pelota, mejor ve a tercera, el pitcher lanza fuerte-
Las voces, lo que no fue, pintando en el aire, sin pared y los charcos difusos y melancólicos.
-Esos son sus padres, aún vive con ellos, es soltero, al parecer-dijo alguien, con binoculares.
Aos asintió. El vehículo se retiró.
Mel Hudson jamás había sido un gran hombre, siempre se quedó callado y siguió órdenes, engordó y su esposa dejó de tocarlo, quiso seguir dietas para recuperar su cariño, jamás habló con ella del tema. Asimismo, sus hijos jugaban a la play station y jamás le respondían sus saludos.
Era un hombre ignorado, incapaz de enfurecerse y reclamar. Pensaba que todo se definía en base a dinero y que con más dinero sería tocado por su mujer y escuchado por parte de sus hijos.
En la secundaria siempre fue ladero de los populares, rechazaba a los nerds, pero nunca participó de las vides de los populares, en el sentido de que miraba cómo los demás tenían sexo mientras él se emborrachaba.
Su esposa era otra chica que se juntaba con los cools, aunque también era relegada y usada de bufón de corte.
Pronto soltaron las dos botellas y acercaron sus bocas, no porque se deseasen, sino porque querían imitar a los demás, luego ella quedó embarazada, él no la abandonó, no obstante jamás Mel vivió un amor verdadero y su familia era una patética mentira.
Por su parte, su esposa no tenía grandes proyectos, le dio un par de hijos, él le pagaba clases de tenis, ella coqueteaba con un profesor, no era atractiva y no podía pasar la línea. En definitivo, Mel Hudson era uno de los hombres que más fracasado se sentía en toda la existencia, más de una vez colocó su browning oficial dentro de su boca pero jamás jaló el gatillo.
Lo mismo ocurría cuando frenaba su camioneta en la esquina, la prostituta del chicle se acercaba al potencial cliente y luego él aceleraba, alejándose sin saber el precio.
-Escucharon disparos aquí-dijo Neil Griffin.
-Son hombres de Aos-observó.
Gene Barrows, sin decir nada, vio algunos restos de fotografías quemadas, una no se consumió del todo.
-El estadio de los yanquis de Nueva York. ¿Cómo lo harán?-
Neil Griffin miró un folleto, el cual hablaba del famoso zepelín que enviaría dinero o billetes de diez dólares para la campaña del presidente republicano.
-Debemos cambiar al piloto de ese vehículo, de inmediato-replicó Gene Barrows-¡Yo mismo estaré en el zepelín si es necesario para que ningún desastre ocurra!-
-¡Eso no es regular!-replicó Griffin.
-¡Comunícame con el piloto designado, debemos darle protección a su familia!-insistió Gene Simmons.
Neil Griffin alguna vez fue prometedor y brillante, tuvo grandes trabajos de intervención en los escuadrones SWAT durante toma de rehenes y asaltos bancarios, también en la DEA interviniendo sobre narcotraficantes en Colombia y Méjico.
Siempre le fue bien, pero cuando llegó a la CIA, nunca pudo anticiparse a los terroristas y darles un buen escarmiento.
Fracasó tanto que le designaron a Barrows, quién para ese entonces estaba en la junta de gabinete y aceptó descender para ayudar al novato Griffin.
Con él tiempo, Griffin se deprimió, perdió confianza en sí mismo y el desarrollo de sus habilidades quedó trunco, no comprendía por qué fracasaba si adaptaba sus ideas al contexto y no al revés.
Muchas veces pensó en volver a SWAT y la DEA, en los cuales obtuvo grandes resultados y mayores reconocimientos.
Su padre se lo recomendaba, su madre sólo servía jugos y frutas.
Griffin no quería casarse ni tener hijos, solamente ser el mejor en su trabajo y consideraba que Barrows le mezquinaba información al respecto.
Desde luego, alguien como Griffin, que podía ver los engranajes, sabía que los presidentes no eran jefes sino gerentes, títeres de los grandes empresarios y sociedades no tan secretas como el club de Bilderberg.
Esos orientales, que eran salvados por el petróleo pero no habían avanzado del mercantilismo de oferta y demanda al capitalismo de producción y distribución, eran unos cretinos.
Sólo abrían las canillas y bajaban el precio del petróleo, estancando la economía yanqui por mera diversión. Habían logrado con Yemén y Saudita hacer migas.
Tenían los gringos suficientes bombas atómicas para endeudarse hasta las orejas y pedir billetes para un cuerpo más, porque tenían las bombas y no había que meterse con ellos, que los demás países mendigaran por el crédito, Estados Unidos, a pesar de sus malas decisiones económicas, sería una superpotencia porque tenía el poder atómico.
Aunque odiaba Griffin como la fiebre del populismo derrochador se había metido en su país y en su economía, en el sentido de que se festejaba sin sembrar ocasionando duros estragos para el futuro.
Su tío fue un gran policía de Nueva York, sin embargo había un estúpido en el barrio que se disfrazaba de fantasma, asustaba a todos con un cuchillo, lloraba y los corría. El tío de Neil, una noche, dónde no durmió y no comió al ver a su esposa con otro, se reservó el disparo.
Vio al fantasma asustando a unos ancianos, le apuntó, le dijo que se detuviera, el fantasma lloró y siguió corriendo, era un pobre loco, el Tío de Neil lo ejecutó, era muy oscuro, dijo, no pude darle en las piernas, le dio en la ingle, el fantasma agonizó y en lugar de atenderlo, el tío de Neil regresó a su casa, salió el hombre que estuvo con su esposa, lo abordó y le aplicó una soberana paliza.
Luego fue enjuiciado por homicidio y abandono de persona. Sin embargo, jamás se hubiese perdonado, le juró en la cárcel, no haber golpeado y arruinado la cara de ese agente de seguros hijo de perra.
Con esa noticia, pudo soportar 10 años de prisión. Era para Neil el hombre más fuerte y determinante. Mató a un fantasma y antes de ser detenido, huyó de las patrullas y golpeó al hijo de perra que se acostaba con su esposa.
Un verdadero héroe americano.
En cuanto a Aos Del Keni, ya no esperaba volver a ver con vida a su hijo. La noticia no la exhibió facialmente ni corporalmente, aunque hubo un trago amargo y una conmoción en su interior imposible de evitar.
Pensó en esos sujetos parias del destino, campeones de la miseria y del olvido, sujetos como Drake y Clancy, para quiénes matar era como cepillarse los dientes. Lo necesitaban para sentirse cómodos. Ninguna ola de culpa bañando las playas de sus consciencias atrofiadas.
Conocía muy bien a esos tipos, porque era uno de ellos. Había tantas porquerías y miserias en el mundo, arrojar un papelito más al parque no hacía nada, total ya había muchos y no se veía el césped verde.
Conocía a esos psicópatas y sociópatas como un abecedario de desalmados. Alguien debía irse, caso contrario no podían sentir que estaban allí, alguien debía irse para que ellos se sintieran allí.
Eran perros descastados, sin destino y lugar en el mundo, sobras que sabían esconderse de las palas y de las escobas muy bien. Pensó en Drake y en Clancy, mientras por la televisión anunciaban la final entre los yanquis y los cachorros, con la asistencia del presidente de los Estados Unidos.
Ningún niño quería sacrificar gallinas y corderos, pero era Aos el primero en tomar el cuchillo y hacer el trabajo, la primera vez tembló, lloró y no pudo dormir, la segunda vez, tembló y lloró, la tercera no pudo dormir y la cuarta así.
Había ciertas mecánicas internas para el acostumbramiento a las artes oscuras de matar. Esos bastardos debían enseñarle de vez en cuando al sistema que no alcanzaba con la información, la planificación y la organización para la precaución, para la salvación.
Los que no tenían nada que perder podían arruinar en segundos lo que funcionó durante miles de años y eso era espectacular, como así también ese enfrentarse a todos solos les daba un trueno de libertad interior interminable al cual bregaban asiduamente.
Los conocía muy bien, al punto que sentía que lo acompañaban cuando se miraba al espejo. Los que no tenían lugar, los que no encajaban no necesitaban que nadie se los pidiera, lo hacían y se iban y todos estaban décadas preguntándose por qué hicieron esa atrocidad, más la respuesta era muy simple: alguien debía conservar a los demás con los ojos abiertos y para eso estaban.