Episodio VI
¡Bingo!
Utilizando ambas manos para que no se le cayera la bandeja de comida del autoservicio, Kawalsky alzó el pie hasta el tirador de la puerta y lo giró. Tuvo que hacer un par de intentos para conseguirlo. Dentro, la ópera egipcia de Verdi, Aida, sonaba a todo volumen. Sin derramar una sola gota, entró de espaldas en la sala, pero cuando se cerró la puerta comprendió que tenía problemas.
Las luces estaban apagadas y la habitación estaba negra como la pez.
En los últimos doce días, Daniel había logrado transformar aquella amplísima sala en un lugar tan desordenado como su piso de Los Ángeles. Cuanto más le contrariaba la traducción del círculo exterior de jeroglíficos, peor ponía la estancia. A Kawalsky, verdaderamente preocupado por no tirar la comida, no le apetecía dar tumbos en medio del caos.
—¡Jackson! ¡Eh, Jackson, la cena! Encienda las luces, hombre.
La música cesó en medio de un aria. Instantes después se encendieron las luces. Delante del punto de la pared donde estaba la lápida, los infantes de Marina habían construido un andamio rodante de dos pisos para que pudiera analizarla de cerca y sin nada de por medio. En la parte alta del andamio lo único visible era la mano de Daniel con un mando a distancia.
—Buenos días, teniente —dijo.
—Son casi las ocho de la noche —gruño Kawalsky. En los últimos días Daniel se había convertido para él en un doloroso grano en el culo. Con algo más que cierto desprecio le preguntó—: ¿Por qué no asea un poco este lugar?
—Eso es información secreta.
—Ya está bien, hombre. —Kawalsky apartó un montón de bolsas de patatas fritas y envoltorios de caramelos para hacer sitio a la bandeja. Dijo a Daniel que se iba a la ciudad y le preguntó si necesitaba algo.
Daniel se dio unas palmaditas en el estómago y ladeó la cabeza.
—Claro que sí. ¿Podría comprarme un punto de referencia? ¿Y algún contexto? En serio, Kawalsky, concédame solamente diez minutos a solas con la señora de la limpieza. Estoy seguro de que sabe más que yo sobre lo que había debajo de esta piedra.
Kawalsky suspiró, harto ya de aquella cantinela.
—Es posible que sea cierto —dijo, sabiendo que efectivamente era así—, pero el personal de limpieza está de permiso.
—Escuche, teniente coronel —Daniel adoptó un tono desagradable—, ustedes quieren que les resuelva este rompecabeza. Quieren que descifre esta piedra que no ha podido descifrar nadie. Y sin embargo no me dan la información que necesito para hacer mi trabajo.
—¿Tiene algún problema con la comida? —preguntó Kawalsky, recogiendo intacto el bocadillo de carne de la comida y pasándoselo por delante de las narices.
A ver qué le parece esto. —Daniel tenía otra de sus brillantes ideas—. ¿Qué pasaría si alguien deslizara anónimamente por debajo de mi puerta una copia no autorizada de cierto informe? No descubrirán quién ha sido. ¡No sabrían que está en mi poder! Descifro esto y nos vamos a casa tan contentos.
—Jackson, haga el favor de no presionarme. Sabe que mis órdenes son estrictas.
Daniel se rindió. Era imposible hacer la más leve mella en el blindaje que Kawalsky se había puesto en la cabeza. Para él, la mentalidad militar era un misterio tan insondable como el círculo externo de jeroglíficos. Ambas cosas lo sacaban de sus casillas. Se sentó en el andamio.
—¡Pues desobedezca las órdenes!
¿Desobedecer órdenes? Si Daniel hubiese sido un soldado raso, Kawalsky lo habría pisoteado y lo llevaría ya hacía el calabozo. Pero era un civil y tenía que aguantarse. Sin embargo, lo que más le fastidiaba de él no era una cuestión militar, sino humana. Siempre había tenido claro que ambos no sólo pertenecían a mundos diferentes, muy difíciles. Así pues, se había esforzado por comportarse de una manera que apreciaba y respetaba sus diferencias. Pero Daniel, menos controlado y maduro, cuanto más frustrado se sentía, más aires de superioridad se daba al tratar con Kawalsky. Y éste, consciente de sus propias limitaciones, sabía que no era ningún neurocirujano. Pero tampoco era imbécil y no le gustaba que lo trataran así.
El militar cabeceó malhumorado.
—Ser siempre el más listo tiene que dar mucho dolor de cabeza. —Y después de robarle las patatas fritas de la bandeja, se dirigió a la puerta.
En cuanto ésta se cerró, Daniel empezó a bajar del andamio. Había decidido que aquélla iba a ser la gran noche. No iban a encerrarle en una habitación con el utillaje descodificador más importante del mundo y con el enigma arqueológico más interesante de su generación para luego negarle la información que necesitaba para resoverlo. Cogió la cafetera vacía y se dirigió al vestíbulo. Desde su mesa, el guardia nocturno, Higgens, lo miró de reojo.
—¿Qué pasa?
—¿Cómo va eso, Higgens? —Fingió un bostezo y pasó por delante del guardia arrastrando los pies hacia el depósito de agua. Pero en cuanto dobló la esquina, corrió hacia el despacho de O’Neil. Del bolsillo de su arrugada camisa azul sacó un cortaúñas y hurgó en el teclado electrónico que custodiaba la puerta de O’Neil. Tras dejar al descubierto los cables, abrió la hoja del cortaúñas que hacía de lima y la atravesó en el mecanismo de conexión. Al producirse el cortocircuito, el dispositivo saltó con una pequeña explosión eléctrica. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, giró el pomo, abrió la puerta y entró. Por fin lo había hecho. Destrucción de una propiedad del Estado. Ya no podía echarse atrás. Cerró la puerta tras de sí.
El despacho era tan poco acogedor como el del jefe de estudios del instituto donde había hecho el bachillerato elemental. Tras el utilitario escritorio metálico había una silla de acero inoxidable muy espartana. Sobra la mesa, en el ordenador de O’Neil, el protector de pantalla generaba un psicodélico dibujo que imitaba un río de lava. Daniel abrió los archivadores del rincón, pero, a excepción de alguna que otra guía telefónica local, estaban completamente vacíos. Junto a los archivadores, empotrada en la pared, había una pesada caja fuerte de combinación. El cortaúñas no le servía para aquello y se sentó en la silla del escritorio. Una rápida ojeada tampoco le reveló nada. Había suministros de oficina perfectamente ordenados, una fotografía de O’Neil con su mujer y su hijo en un portarretratos de material irrompible y una Biblia en el último cajón que probablemente se vendía con la mesa. ¿Había previsto O’Neil la irrupción de Daniel y había borrado sistemáticamente cualquier pista? ¿O se sentía tan incómodo consigo mismo como con los demás? Aferrándose a su última esperanza, Daniel pulsó la barra espaciadora del teclado del ordenador y apareció el menú principal. Tecleó la palabra pregunta y en la pantalla apareció una lista de opciones. Eligió PERSONAL y pidió a la máquina que buscara O’NEIL, JACK, CORONEL. Inmediatamente apareció el mensaje de ESPERE, POR FAVOR.
El ordenador que Daniel tenía en su habitación era un 586, mientras que el de O’Neil parecía más bien propio de los Picapiedra. Impaciente, escrutó las paredes buscando más pistas: un mapa de Estados Unidos, una carta estelar de los hemisferios norte y sur, y un cartel con el título «Sistema métrico». Por desgracia para el ladrón, era la oficina más insípida del mundo. Fue entonces cuando vio al guardia, o por lo menos su perfil, a través del cristal esmerilado de la puerta. Higgens se detuvo al ver la cerradura rota y Daniel contuvo el aliento. Al cabo de un instante, el vigilante continuó su ronda en dirección a los aseos. Daniel calculó que tenía dos minutos. Cuando bajó la vista, en la pantalla vio lo siguiente: O’NEIL, J., CORONEL. RELEVADO DEL SERVICIO, DOS AÑOS. DE NUEVO EN ACTIVO, UN MES.
Curioso. ¿Qué tenían aquellas lápidas para haber sacado a O’Neil de su retiro? ¿Por qué él en concreto? ¿Qué había en él para que las eminencias grises del general West pensaran que estaban especialmente preparado para aquella misión?
Daniel hizo otras preguntas al ordenador, pero la repuesta fue siempre la misma: INFORMACIÓN SECRETA. ACCESO DENEGADO. Para una mente como la suya, que se nutría de informaciones de última hora, eran las palabras más deprimentes que podía imaginar. Se hundió en la silla, pensando que al día siguiente entrarían en aquel despacho y lo pondrían de patitas en al calle, en el mejor de los casos. En el peor… prefería no pensar en los problemas jurídicos y administrativos que su acción podía acarrearle.
Al margen de lo que le hicieran la Infantería de Marina y las Fuerzas Aéreas, no se le escapaba que le coronel ya estaba al tanto de la mala fama que tenía entre sus colegas.
Abrió lentamente la puerta y echó un vistazo a exterior. No había moros en la costa, pero permaneció inmóvil. Había algo que no le cuadraba. Volvió a cerrar la puerta y se pegó a la pared. ¿Qué hacía O’Neil con un mapa de las estrellas? «… un millón de años en el cielo…». Se quedó mirando el mapa durante un largo minuto, mientras su mente aceleraba poco a poco, corriendo luego como un motor hipercalentado hasta que la idea cobró cuerpo. Se puso a jadear. Sin saber qué más hacer, alzó la mano, arrancó el mapa clavado con chinchetas y salió corriendo del despacho. Antes de que el último rayo de luz que entraba por la puerta que se cerraba dejara de reflejarse en la cafetera que había encima del escritorio, ya estaba delante de su ordenador.
El resplandor blanco del escáner peinó la mesa despejada a toda prisa y el mapa de O’Neil, digitalizando sus figuras y almacenándolas en el ordenador. Daniel se puso a trabajar como un demonio de seis brazos, absolutamente concentrado. Inclinado sobre el teclado, aisló algunas de las principales constelaciones, dividió en dos la pantalla y comenzó a compararlas, una por una, con los misteriosos jeroglíficos que ya había informatizado. Concentró la búsqueda en Orión, porque era una constelación visible en ambos hemisferios. Dos símbolos de la lápida se parecían, pero no eran iguales. Daniel se recostó en la silla y levantó la vista hacia la exquisita estatuilla de 1400 a. C. que había colocado encima del ordenador y que era su único testigo.
—¿Crees que vamos por buen camino?
La estatuilla no dijo nada audible, pero Daniel se irguió inmediatamente e introdujo otros parámetros para ver las constelaciones en tres dimensiones. Casi al instante encontró una notable similitud entre Orión y uno de los misteriosos símbolos del círculo externo, el mismo símbolo que aparecía también en el cartucho de forma elíptica del centro de la lápida. Pero la correspondencia no era perfecta. Faltaban las estrellas menores que, unidas a Betelgeuse, formaban «el arco» del cazador mitológico Orión; y Rigel no estaba unida a Sirio según la tradición.
Aquellas palabras: «según la tradición»…
Daniel se levantó de la silla, se dirigió a las estanterías e hizo algo que no había hecho en muchos años: consultar la obra del profesor Budge. Abrió el libro por los Apéndices del final y encontró otro mapa de las constelaciones, distinto del primero. Sonrió maliciosamente y volvió a sentarse. Miró una vez más la pantalla, luego el libro y finalmente los ojos negros de la estatuilla egipcia.
¡Bingo!