Episodio XV

La máquina voladora.

Un muro de arena cayó sobre la ciudad cuando abrieron las puertas de entrada, O’Neil salió de la población sin ninguna ceremonia, delante de sus hombres y absolutamente decidido a volver a la pirámide, como si supiera exactamente lo que iba a hacer cuando llegara. Daniel, mucho más reacio a marcharse, se demoraba despidiéndose de Sha’uri, intentando explicarle que tenía intención de volver.

Kawalsky giró la cabeza y le gritó.

—Paso ligero, Jackson.

—Olvídelo. Ya no nos es útil.

Kawalsky tardó en reaccionar. No entendía la actitud del coronel. Miró de reojo a Brown y los dos pensaron lo mismo: la Infantería de Marina de los Estados Unidos no abandona a los suyos. Primera norma. Ni siquiera cuando son insoportables.

Daniel se desprendió de la joven y salió corriendo tras los soldados para darles alcance.

—Eh, esperen —gritó, creyendo equivocadamente que por haber descubierto el cartucho merecería que lo considerasen miembro legítimo del pelotón.

Kawalsky se volvió para mirarlo, pero detrás de él divisó algo más en las dunas.

—Coronel O’Neil, parece que hemos hecho amigos.

Skaraa y sus amigos pastores iban detrás de Daniel, aferrados a los costados de «Un Poco» y dispuestos a alistarse.

—Jackson —bramó O’Neil—, deshágase inmediatamente de esos críos.

O’Neil apretó el paso, dejando a Daniel solo gritando a los muchachos en su idioma. Le entendían bastante bien y se quedaron un minuto detenidos, con los pies hundidos en la arena, sin avanzar ni retroceder. Pero cuando O’Neil se volvió, continuaban allí, siguiendo las huellas de los terrícolas a unos cien metros de distancia.

—¡Maldita sea, Jackson! ¡Le dije que despidiera a esos críos!

—¡Y lo he intentado! —respondió Jackson, también a gritos.

—Señor —dijo Kawalsky, adelantándose para hacer una sugerencia—, llegaríamos mucho antes si nos llevara una de esas bestias.

Pero O’Neil estaba en otra cosa no oyó al teniente. Sin dejar de mirar a los chicos, desenfundó la pistola, apuntó y disparó tres veces seguidas.

—¿Qué hace? ¡Deténgase! —exigió Daniel, aunque estaba demasiado lejos para impedirlo.

O’Neil disparó tres veces más y las balas fueron a hundirse delante del mastadge, asustándolo de tal modo que sepuso a dar saltos. Los muchachos corrieron en todas direcciones y fueron a ocultarse tras las dunas. Cuando cesaron los disparos, todos miraron horrorizados a O’Neil.

—¿Qué hace usted disparando a unos niños? ¿Qué es lo que le pasa? —preguntó Daniel, ya en estado de paroxismo—. ¿Y si alcanza a uno?

Kawalsky y Brown guardaban silencio, pero se hicieron las mismas preguntas. Sin embargo, nada hacía mella en O’Neil, que al instante dio media vuelta y reanudó la marcha, cargando de nuevo la pistola.

Skaraa asomó la cabeza por encima de la duna y vio que el equipo desaparecía lentamente en el desierto. El corazón se le salía del pecho. Su nuevo amigo, el hombre de la boina negra, le había traicionado. Cuando Nabeh se deslizó a su lado para preguntarle qué iban a hacer, apartó la cabeza, aunque era evidente que estaba destrozado.

O’Neil encargó a Brown que contara los pasos. Para ganar tiempo, les ordenó marchar como los ejércitos de Roma dos mil años antes: cincuenta pasos corriendo, cincuenta andando, otros cincuenta corriendo, y así continuamente. De esta forma recorrieron el trayecto hasta la mina en algo más de media hora, cuando normalmente se tardaba dos horas. Veinte minutos después, O’Neil levantó la vista y vio algo que lo dejó helado.

—¿Qué es…?

Ahora había dos pirámides, una encima de la otra. Las paredes doradas de la pirámide superior, llenas de símbolos parecidos a jeroglíficos, se habían abierto en secciones verticales, dejando a la vista la compleja maquinaria que escondía bajo la superficie. La volante máquina dorada que había aterrizado en lo alto de la pirámide parecía muy antigua y muy moderna al mismo tiempo. Evidentemente estaba hueca por dentro y tenía forma cónica, pues encajaba en la superficie de la estructura inferior como una capucha de oro. Lo único que permanecía visible era el tercio inferior de la pirámide de abajo.

—Se diría que alguien está de vuelta —comentó Brown.

—Es una nave espacial —dijo Daniel, provocando miradas escépticas en sus compañeros—. Bueno, tal vez no, pero desde luego es una máquina voladora. Estaba dibujada en el muro de la catacumba.

En realidad, había acertado al decir lo primero. La nave, totalmente autónoma, permitía a Ra desplazarse entre las diversas canteras que explotaba en aquel rincón del universo. Aunque llevaba muchos años sin visitar el pequeño planeta, estaba allí para averiguar por qué no había llegado a tiempo el previsto envío de cuarzo.

O’Neil se quitó la mochila y sacó un par de potentes prismáticos. Las paredes de la nave espacial no estaban construidas de una sola pieza, sino a base de módulos interconectados. Poco después de tomar tierra, la nave se había desplegado hasta alcanzar el tamaño que tenía en ese momento, separando grandes secciones del cuerpo principal y extendiéndolas mecánicamente hacia abajo, con lo cual se descubría gran parte del equipamiento que la nave ocultaba bajo su dorada superficie. El coronel escrutó los alrededores de la nave buscando algún indicio de vida, pero no detectó nada. En el saliente donde habían instalado el campamento base divisó parte del equipo, esparcido y medio enterrado en la arena. En una de las estacas de la tienda ondeaba un trozo de lona.

Sin decir a nadie lo que pensaba hacer, cogió un puñado de bengalas de su mochila y se las metió bajo el cinturón.

—¿Señor? —dijo Kawalsky.

—Voy a entrar —informó el coronel, comprobando el fusil.

Aquello no tenía sentido. ¿Por qué arriesgarse a caer en una emboscada antes de reunir la mayor cantidad posible de información? Para Kawalsky era evidente que lo primero que deberían hacer era establecer contacto por radio con el equipo de Feretti, así que intentó proponerle la idea a O’Neil. Pero éste ya corría hacia la pirámide como un torpedo humano. Parecía indiferente a los hombres que supuestamente tenía bajo su responsabilidad.

El teniente lo vio alejarse y sorprendió a Daniel al decir:

—¿Qué cree que vamos a hacer mientras? ¿Quedarnos aquí para contarnos nuestras intimidades? Ya estoy harto de es tipo. —El musculoso militar abrió la cantimplora y echó un buen trago mientras Daniel y Brown se miraban si saber muy bien qué estaba pasando—. Creo pue deberíamos ir tras él para apoyarle. ¿Qué piensas tú? —preguntó a Brown, esperando su opinión.

—Que no me voy a quedar aquí sólo —dijo el oficial científico.

Kawalsky se dio cuenta de que dejar a Brown con Daniel era lo mismo que dejarlo solo, así que ofreció el fusil al civil.

—¿Sabe apretar un gatillo?

—No entiendo lo que ocurre aquí —respondió Daniel, forzando una sonrisa.

—Bienvenido a las Fuerzas Armadas, amigo —dijo Kawalsky antes de arrojarse por la duna en persecución del coronel.

Minutos después, O’Neil estaba en la base de la rampa. Tomó posición detrás de un obelisco y estudió la situación durante unos instantes. En el exterior de la pirámide todo estaba aparentemente tranquilo. Levantó la vista y examinó la estructura triangular posada encima de la gran pirámide como si fuera una casa construida sobre pilotes en los canales de Luisiana. Le parecía ridículo lo que había dicho Daniel sobre que era una nave espacial, pero era mejor que todas las explicaciones que se le ocurrían a él.

—Coronel, espere. —Era Kawalsky, que había llegado corriendo al obelisco—. Esto no hay quien lo entienda; y queremos apoyarle, pero tiene que decirnos de qué va la historia. Nuestra obligación es cumplir las órdenes, pero usted tiene la obligación de tenernos informados. —Kawalsky intentaba mantener un tono de voz entre obediente y amenazador, leal y rebelde.

—Usted no quiere entrar ahí y de verdad que no me importa. Pero puede hacerme un favor: quédese aquí quietecito y no me cree problemas —dijo el coronel, mirando la pirámide superior. Se disponía a seguir cuando Kawalsky lo asió repentinamente del brazo.

—Usted no va a entrar solo. Y tampoco vamos a abandonar a Jackson en ningún sitio. Los infantes de marina cuidamos de los nuestros.

Pero O’Neil seguía aferrado a su idea: llegar a la vagoneta del equipo, sacar los cilindros del compartimento oculto y poner en marcha el proceso de explosión. Por el bien de todos los habitantes de la Tierra, nada debía impedir que cumpliera su objetivo. Había querido dejar a sus hombres a salvo en las dunas, esperando que pudieran salvarse, pero ya era demasiado tarde. No podía correr el riesgo de explicarles cuál era su misión; probablemente tratarían de impedirlo. Tenía que sacrificarlos. Lanzó una fría mirada al teniente y dijo lo único que podía revelar.

—He de llegar a la sala de la Puerta. Agradecería cualquier ayuda, pero si no la obtengo iré de todos modos.

—¿Dos grupos? —preguntó Kawalsky, aparentemente satisfecho.

—Dos grupos —respondió O’Neil—. Teniente, usted y Brown en retaguardia. —Aspiró dos veces seguidas muy profundamente para oxigenarse la sangre y, sin previo aviso, salió disparado rampa arriba. Daniel permanecía agachado y contempló la carrera de O’Neil.

—¿Quiere mover el culo? —dijo Kawalsky a Daniel, mirándolo como si estuviera fuera de sí—. ¡Vamos!

Daniel se puso en movimiento, pero un segundo después empezó a preguntarse qué diablos hacía entrando a toda velocidad en aquella pirámide detrás de un coronel que estaba como un cencerro. Sentía el fusil que le había dado Kawalsky como una anguila viva. Le costaba sujetar aquel objeto feo y pesado, pero se sintió peor aún cuando siguió al coronel hasta las sombras del altísimo vestíbulo y vio el casco de Feretti al lado de la radio. Se detuvo a mirar un instante, tragó saliva y siguió en pos de O’Neil. Por fin llegó junto al coronel, que se había agazapado detrás de una columna.

—Escuche —dijo O’Neil. Daniel jadeaba, pero el miedo le enseñó inmediatamente a respirar en absoluto silencio. Estaba demasiado asustado para escuchar, así que se dedicó a observar cómo lo hacía O’Neil—. Ahora —dijo el coronel, que se volvió y avanzó seis columnas. Si Daniel hubiera tardado un segundo más en seguirle, habría visto pasar una sombra por donde acababan e estar los dos. Había alguien fuera de la pirámide que escrutaba el interior por una de las ventanas cuadradas del vestíbulo.

Era Skaara, encaramado en los hombros de Nabeh. Vio pasar a Kawalsky y Brown por delante de la ventana. Cuando desaparecieron, Skaraa saltó a tierra y condujo a Nabeh hasta la siguiente ventana.

En el interior, O’Neil permanecía inmóvil como un muerto a la sombra de dos columnas, inspeccionando lo que tenía delante, decidiendo el mejor camino a seguir para llegar a la Puerta. Daniel estaba muy cerca de él, con la espalda apoyada en la columna de enfrente, de cara a la entrada, y mientras esperaba las instrucciones del coronel vio que algo se movía entre las sombras del cavernoso vestíbulo. Fue a decir algo, pero O’Neil dio media vuelta y desapareció.

Daniel se pegó a la columna y vio que salía a la luz una enorme figura. La reconoció al instante. Era Horus, el dios egipcio del cielo, el que se sentaba al lado de Ra y le ayudaba a juzgar las almas humanas en la tierra de los muertos. Era tal como lo habían representado los antiguos egipcios: cuerpo atlético de hombre e imponente cabeza de halcón. Llevaba armadura en los hombros, antebrazos y espinillas, y sus manos enfundadas en metal portaban un arma de más de un metro de longitud. Daniel permaneció absolutamente inmóvil hasta que la silueta volvió a desaparecer en las sombras.

Más atrás, Brown vio que kawlasky daba la vuelta a una de las columnas. Dos segundos después, empezó a seguirlo y de repente, ¡zas! Algo muy pesado le cayó en la cabeza con horrible chasquido. El oficial se tambaleó, cayó de rodillas, se esforzó por incorporarse y echar a correr, pero una potente ráfaga de luz blanca salió disparada del cañón de un largo fusil, arrancándole casi un hombro. La fuerza del impacto lo lanzó contra una columna, al pie de la cual se desplomó, sangrando y aturdido.

—Brown, informa —exigió Kawalsky—. ¿Dónde estás, carajo?

Brown lo oía, pero el mareo y el intenso dolor que sentía le impedían responder. Se arrastró como pudo hacia la luz que entraba por las ventanas cuadradas y consiguió llegar a una de ellas. Skaara estaba asomado por ella. Subido otra vez en los hombros de Nabeh, vio con toda claridad que otro guardia de Horus doblaba una esquina y se acercaba al indefenso soldado. Llevaba un arma parecida a una vara, un cetro que emitía destellos y en cuyo centro iba engastada una enorme amatista. El guerrero levantó el arma, un fusil, y apuntó al cuello de Brown.

En cuanto oyó el primer disparo, O’Neil se tiró al suelo y reptó para ponerse a cubierto. Estaba casi al final del vestíbulo, a punto de bajar a la Gran Galería, agazapado y esperando en silencio a que alguien emitiera algún sonido, pues no tenía la menor intención de revelar su posición llamando a sus hombres.

No pudo esperar. Se dirigía sigilosamente a la puerta que daba a la Gran Galería cuando, súbitamente, una bola de luz del tamaño de una pelota de tenis atravesó velozmente la oscuridad dirigiéndose hacia él. Se apartó de un salto y el objeto explotó contra la pared con sorprendente fuerza, provocando una lluvia de esquirlas de granito.

Kawalsky escapó del lugar y empezó a disparar a ciegas hacia el área de donde había visto partir la bola explosiva. Alguien le arrancó de un manotazo el fusil. Se volvió y se encontró cara a cara con el atacante. Era otro soldado de Horus. La gran cabeza de la criatura, imagen estilizada de un halcón, parecía de la misma sustancia metálica que la armadura que le cubría el cuerpo. Y en las zonas que tenía al descubierto se veían unos fortísimos músculos.

Demasiado cerca para disparar su largo fusil, el guerrero lo levantó con ambas manos y golpeó violentamente la barbilla de Kawalsky, obligándolo a echar la cabeza atrás. Pero el teniente alargó la mano y cogió el arma antes de que su oponente tuviera tiempo de dar un paso atrás y dispararle. Empezaron a luchar cuerpo a cuerpo, cosa que devolvió la confianza a Kawalsky. Aquellas clase de combate era su especialidad y, aunque su contrincante era habilidoso, no estaba a su altura.

El halcón tenía un arma especial que le daba ventaja sobre Kawalsky, así que ambos hombres luchaban por hacerse con ella. El halcón utilizaba el afilado pico para acuchillar y cortar. Kawalsky respondía desviando el fusil hacia arriba y castigando el torso desnudo del otro. Utilizando el alargado fusil para apoyarse, descargó una brutal patada en el estómago de su oponente. Le arrebató el arma y ya estaba a punto de atacar otra vez cuando alguien lo golpeó por detrás, un martillazo que le dio en toda la coronilla. En esos instantes borrosos y líquidos que preceden al desmayo, Kawalsky tuvo tiempo de volverse y ver otro par de inexpresivos ojos de pájaro. Demasiado tarde para darse cuenta de que el enemigo iba en parejas.

Daniel lo había visto todo. Estaba a pocos pasos, petrificado de miedo. El combate había durado poco y ahora Kawalsky, el hombre más fuerte que había conocido, acababa de sucumbir ante aquellas criaturas increíbles y a la vez tan familiares. En todo el tiempo que llevaba dedicado a la egiptología, jamás se le había ocurrido pensar que los antiguos dioses hubieran existido realmente.

Retrocediendo hasta las sombras, oyó el ruido ensordecedor de sus propias pulsaciones aporreándole los tímpanos. Al caer Kawalsky, ambos guerreros se habían vuelto a separar, sumergiéndose en las sombras. Su mente empezó a dispersarse en un centenar de pensamientos mientras la adrenalina galopaba por su corriente sanguínea. Tomó una profunda bocanada de aire e intentó concentrarse. Cuando vuelva, se dijo, utiliza el fusil. Concéntrate: apunta a la cabeza; no, al estómago, Kawalsky le había atizado en el estómago; y luego aprieta el gatillo.

Había algo detrás de él. Advirtió que daba la vuelta a la columna y se movía deprisa, y, antes de que le diera tiempo a reaccionar, se echó sobre él. Una fuerte mano le tapó la boca y le echó atrás la cabeza. Daniel abrió los ojos de par en par, convencido de que ya era prácticamente un cadáver y esperando sentir el frío filo del cuchillo en el cuello.

—Necesito su ayuda —oyó. Tenía los labios de O’Neil casi metidos en la oreja—. Vamos a ir a la Puerta y usted tiene que cubrirme, ¿entiende?

El coronel esperó hasta advertir el asentimiento de Daniel, y luego, sujetando la cabeza que tenía bajo el brazo como si fuera un balón, se asomó por la columna para inspeccionar el corredor. Cuando vio que estaba despejado, puso de pie a Daniel y lo empujó contra la pared, con fuerza suficiente para acaparar toda su atención. Vio que estaba a punto de sufrir un ataque de nervios, así que le habló de forma deliberadamente tranquila, relajada.

—Esto es lo que vamos a hacer. Usted me sigue pero sin dejar de mirar atrás. Y dispare a cualquier cosa que nos siga. Y ahora, en marcha. Rápido. —Se agachó y quitó el seguro del fusil de Daniel. Un segundo después, corrían a la velocidad del rayo por el interior de la pirámide.

¿Qué le obligaba a hacer O’Neil?, gritó una voz dentro de su cabeza. ¡Todavía estaban en el Vestíbulo! Ni siquiera estaban cerca de la sala donde se encontraba al Puerta, y el resto del camino estaría como boca de lobo. Daniel empezó a aflojar el paso hasta que se dio cuenta de que la alternativa a separarse de O’Neil era encontrarse a solas con los guerreros de Horus. Aceleró y se adentró corriendo más allá de donde llegaba el último rayo de luz que penetraba por las ventanas.

O’Neil encendió una bengala mientras corría y comenzó a agitarla por encima de su cabeza para dificultar las cosas a los posibles francotiradores. En cuanto se orientó, lanzó la bengala delante de ellos. Al pasar junto a ella, Daniel aceleró para quedar fuera del alcance del resplandor, y se giró corriendo de espaldas para comprobar si alguien los seguía.

Lo que quedaba de la Gran Galería lo cruzaron a toda velocidad. O’Neil encendió otra bengala cuando supuso que se estaban acercando al corredor en que se hallaban los medallones incrustados en el suelo y el techo. Sostuvo la bengala hasta que llegaron a la entrada y la lanzó hacia la sala de la Puerta. Antes de que la bengala se detuviera, O’Neil ya estaba dentro, con el fusil por delante, mirando a todas partes en busca del enemigo. No había nadie. Aún tenía tiempo.

Se dirigió corriendo a la vagoneta y sacó el gancho de uno de los bolsillos del pantalón. Un segundo después entraba Daniel, intentando permanecer cerca, intentando seguir con vida.

—¡Vuelva a la puerta! —susurró O’Neil, sin apenas volverse.

—Coronel, he visto lo que ha matado a Kawals… —Pero lo siguiente que vio fue la pistola de O’Neil apuntándole a la cara.

—Haga lo que le he dicho o es hombre muerto.

Daniel casi se cayó de espaldas. Ni por un momento dudó de lo que había dicho O’Neil, así que retrocedió hasta el borde del resplandor de la bengala y se agazapó junto a la puerta. Apuntó a ciegas hacia las sombras de la Gran Galería y se dispuso a esperar el ataque de los Horus. Se volvió un segundo y miró al coronel.

—¿Qué hace? —Vio que O’Neil estaba metiendo algo en las tablas del fondo de la vagoneta—. Vamos, O’Neil, salgamos de aquí.

Sin hacerle caso, el coronel siguió trabajando hasta que abrió la trampilla del compartimento secreto. La abrió del todo y se dispuso a insertar la llave naranja. Pero el compartimento estaba vacío. Los cilindros habían sido extraídos sin alterar el sistema detector de errores del detonador. O’Neil se quedó mirando el hueco con incredulidad. Fue en ese preciso instante cuando comprendió que se estaba enfrentado a un enemigo muy superior. Fue entonces cuando Daniel vio los pies.

En el umbral había dos hombres halcones, con los cascos brillando a la luz química de la bengala, manteniéndose firmes mientras una tercera figura, más alta aún, salía lentamente de la oscuridad con el arma a punto. Tanto O’Neil como Daniel lo reconocieron enseguida. Era Anubis, el dios de los muertos, el de cabeza de chacal.

—Baje el arma, Jackson. Todo ha acabado.

Daniel, nervioso, cumplió la orden. Al acercarse Anubis, vio por primera vez de cerca a una de aquellas horripilantes, espectrales e imponentes criaturas. El guerrero de cabeza de chacal avanzó hacia la luz con pompa y ceremonia. Al pasar por delante de él, Daniel examinó aquella mezcla de carne y hierro, materialización de lo que siempre había tomado por un mito. La cabeza era especialmente desconcertante. Daba la impresión de ser inorgánica, como esculpida en un material metálico o de cuarzo, y la mismo tiempo parecía viva. Pensó que podría tratarse de un casco fabricado con algún metal biomórfico. ¿Serían androides?

Anubis siguió cruzando la sala hasta quedar a un paso de O’Neil; deslizó la palma por el cañón del largo y anticuado fusil. Al hacerlo se abrieron unos rebordes, las nervaduras del estrecho cañón, dejando el fusil listo para disparar. O’Neil no parpadeó. Se miraron fijamente durante unos instantes, casi como si se reconocieran, hasta que el extraño guerrero hizo una seña a los otros dos.

Todo aquello guardaba un parecido increíble con las imágenes que Daniel había estudiado la noche anterior en las catacumbas: Anubis era el jefe de los otros dioses. Los demás trabajaban para él.

Los dos guardias se adelantaron, tomando uno a cada intruso por el cuello con sus potentes manos y obligándoles a caminar agachados. Si tropezaban, como ocurrió, los Horus les empujaban sin piedad. Se alejaron de la Puerta de las Estrellas y pasaron a la siguiente sala, al corredor donde se hallaban incrustados los medallones. Los guardias tiraron a los terrícolas sobre el medallón del suelo. O’Neil, siempre alerta, dispuesto a ganar tiempo, observó que el chacal se estaba ajustando la bocamanga de metal.

En el dorso de la banda que llevaba en la muñeca, un engaste con forma de escarabajo sujetaba una gran joya. El chacal apretó la gema y al segundo siguiente una luz azulada empezó a punzar de arriba abajo el oscuro lugar, surgiendo como una aguja del medallón del suelo y llegando a su hermano gemelo del techo.

La emanación empezó a abarcar la circunferencia de los medallones, produciendo una finísima cortina de luz oscilante y envolviendo a los cinco que se hallaban sobre el medallón. En cuanto la luz formó un cilindro, se produjo una brusca descarga de intensa luz blanca ascendente que pareció elevarlos a todos del suelo. Daniel y O’Neil notaron una sensación conocida de quemazón y hormigueo, y una súbita huida de la prisión de la gravedad, la misma experiencia desconcertante que habían vivido durante el traslado a aquel planeta, la sensación de cruzar la Puerta de las Estrellas. Era evidente que los medallones estaban basados en la misma tecnología que gobernaba los colosales anillos de cuarzo.

Cuando la columna de luz blanca se posó sobre su cabeza, se hallaban ya en una sala distinta, pero encima de un medallón idéntico. Casi en completa oscuridad, Daniel se ajustó las gafas y vio que se encontraban rodeados por tres lados por las alas extendidas de una estatua. La amenazadora forma que les envolvía tenía por lo menos más de dos metros de altura y estaba tallada en un solo bloque de brillante piedra negra. Daniel la reconoció: era la divinidad egipcia Khnum, el dios de cabeza de carnero; y supuso, acertadamente, que estaban en el interior de la extraña nave que se había posado encima de la pirámide. Los guardias de Horus le apretaron el cuello con más fuerza, retorciéndole la camisa como si se tratara de la soga de un ahorcado. Una vez más, O’Neil y él se hallaban agachados, con la cabeza más baja que el tronco. Avanzaban sobre un suelo muy brillante, oyendo el sonido metálico de la armadura de sus captores, que resonaba en la oscuridad. El eco dijo a Daniel que se hallaban en un lugar lo bastante grande para amortiguar los ruidos.

El tintineo de una campanilla sonó delante de ellos. Al poco, todo el lugar se llenó de un retumbar grave, el ruido sordo y mecánico de unos timbales. Una luz deslumbrante rasgó la sala desde diversos puntos mientras inmensos paneles, las enormes láminas de más de veinte metros de longitud que formaban las gruesas paredes externas de la pirámide, empezaron a deslizarse con la agitación de un terremoto de baja intensidad.

Se encontraban en una sala rectangular de techo muy alto, similar a una catedral gótica. Desde lo alto de las paredes les miraban gigantescos rostros, delicadamente esculpidos en las delgadas columnas que sostenían el techo. El suelo, cubierto de baldosas, componía un complicado mosaico simétrico.

Mientras los paneles de encima seguían deslizándose, Daniel alcanzó a ver un trono dorado, exquisitamente tallado y cubierto de piedras preciosas, que se alzaba sobre una plataforma situada al final de un tramo de escalones. Encima colgaba un enorme disco solar adornado con un udjat, el Ojo de Ra, idéntico al que colgaba sobre la plaza mayor de Nagada, sólo que éste parecía de oro macizo. Cuando estaban a medio camino del trono, Horus volvió a tirar del cuello de Daniel y lo obligó a ponerse de rodillas. O’Neil forcejeó con su guardián hasta que Daniel le aconsejó en voz baja:

—¡Limítese a arrodillarse!

El coronel cedió de mala gana y se puso lentamente de rodillas, mirando a Anubis con actitud desafiante, dando la falsa impresión de que sólo opondría una resistecia simbólica, por orgullo.

Para entonces, la luz del sol entraba ya por todos lados, bañando el gran salón con un cálido resplandor amarillo. Dos ejes luminosos se irguieron a ambos lados del trono hasta alcanzar el disco solar, y detrás se abrieron dos puertas dejando ver otra sala más pequeña. En ese momento empezaron a aparecer jóvenes, entre siete y diecinueve años, que se situaron muy juntos alrededor de la plataforma. Su ropa era escasa. Iban vestidos al estilo de los antiguos cortesanos egipcios, pero sin calzado, con faldones muy cortos y collarines enjoyados que les colgaban desde los hombros. Parecían proteger algo situado en el centro.

Cuando los chicos se apartaron, mostraron a los visitantes lo que con tanto celo ocultaban: una estatua asombrosamente exacta del supremo faraón Ra, el dios sol.

Era una obra de arte que quitaba el aliento, fabricada toda ella de oro y engastada por todas partes con piedras preciosas. Cada detalle —la larga barba trenzada, las dos serpientes que sobresalían del tocado, los ojos pintados— había sido reproducido con obsesiva perfección. Sus brazos, bien proporcionados, le cruzaban el pecho sosteniendo los símbolos tradicionales del poder: el cayado y el mayal. El cayado del pastor representaba a la Industria, y el mayal el Dominio, especialmente sobre los esclavos.

La sobrecogedora falta de expresión del rostro guardaba cierto parecido con la de la famosa mascarilla funeraria de Tutankamón, pero un simple vistazo a aquella sorprendente escultura viva dejaba a la de Tutankamón como obra de aficionado. Esta imagen, mucho más amenazadora, hacía que los mejores relieves egipcios parecieran viñetas de tebeo para niñas cursis.

Se preguntaba Daniel si los guardias le darían la oportunidad de acercarse a examinar el brillante ídolo cuando, de repente, la imagen empezó a moverse y, lenta y pausadamente, dio un paso. Daniel despertó de su intensa concentración y se quedó sin aliento.

La figura avanzaba con austera gracia hacia el trono, vestida como los antiguos faraones. De los hombros le colgaba el peto, del que pendían a su vez lingotes de jaspe rojo y ónice negro, y alrededor de la cintura llevaba el faldón rígido y bordado que le llegaba hasta las rodillas.

—Es el faraón Ra —musitó Daniel, entre encantado y aterrorizado.

Él y O’Neil se miraron y volvieron la vista a la extraordinaria criatura que continuaba avanzando hacia el trono a un ritmo tediosamente lento. Su piel, como el casco de Anubis, parecía centellear con resplandor fantasmal. Daniel se preguntó si estaría hecho de la misma sustancia inidentificable que la Puerta de las Estrellas.

Cuando por fin llegó al trono, a veinte pasos de sus huéspedes, la forma se sentó a la velocidad normal de los seres humanos y se inclinó para verlos mejor. Pasaron unos instantes antes de que Ra levantara lánguidamente una mano e hiciera una seña a Anubis. Su leal soldado obedeció la orden, llevándose la mano a la garganta y girando una pequeña lengüeta con el dedo índice. Inmediatamente, la cabeza de chacal empezó a retroceder. El temible casco estaba hecho con algún tipo de «metal inteligente», una aleación capaz de recordar y ejecutar complejas cadenas de órdenes. La estructura continuó cambiando de forma, pieza por pieza, sección por sección, hasta dejar al descubierto el rostro humano que había detrás: el rostro atractivo y serio de un joven fuerte y musculoso. La máscara siguió plegándose hasta desaparecer debajo del collarín metálico que envolvía el cuello del joven.

Ninguno de los dos terrícolas creía lo que estaba viendo. Jamás habían visto una tecnología que fuera remotamente similar a ésta. Daniel miró nerviosamente al faraón y, al poco rato, Ra asintió con la cabeza mirando a los niños. La menor de sus órdenes se traducía de inmediato en un torrente de susurros apremiantes; dos de los chicos, de no más de diez años, se apresuraron a transportar una gran bandeja. Encima de ésta, desmantelados sus componentes, estaba el dispositivo que O’Neil había esperado encontrar en el compartimento oculto de la vagoneta.

Los muchachos, nerviosos, acercaron la bandeja a los visitantes hasta donde se atrevieron y echaron a correr hacia su grupo. Daniel observó los fragmentos electrónicos, sin saber a ciencia cierta lo que eran, y dijo algo a O’Neil, a quien el hombre de oro no quitaba los ojos de encima.

—¿Qué es esa basura? —preguntó, sin esperar ni recibir respuesta—. Mire, hay unas palabras escritas —dijo, inclinándose para ver mejor— que parecen instrucciones. —Pero en seguida se dio cuenta de que eran fragmentos de un símbolo de peligro, el logotipo internacional del peligro nuclear. No tardó en imaginar lo que había en la bandeja—. Es una bomba, ¿verdad?

La primera reacción de Daniel fue de ira. ¿Una bomba? ¿Cómo había sido capaz O’Neil de hacer algo tan violento y estúpido? Sin embargo, la ira dio paso a una fría sacudida de temor que le bajó hasta el vientre. De súbito se le ocurrió que tanto él como el coronel iban a morir. Los siguientes momentos los pasó tratando de buscar una salida a la situación. Decidió que, si tenía oportunidad, explicaría que él no tenía nada que ver con aquel explosivo. También se daba cuenta de que, independientemente de lo que ocurriera, había conseguido todo aquello por lo que había ido a aquel planeta. Había resuelto el viejo enigma de las pirámides y demostrado, al menos ante sí mismo, que sus teorías sobre el Antiguo Egipto eran acertadas. Había superado dificultades hiperastronómicas y vencido a muchos enemigos para poder llegar adonde estaba ahora: el punto en el que siempre había deseado estar. Pasara lo que pasase después, estaba en paz consigo mismo, aunque, por supuesto, daría cualquier cosa con tal de salir de allí vivo.

La figura dorada se inclinó hacia delante. Un instante después, empezó a transformarse: la piel perdió el baño dorado y la máscara comenzó a doblarse hacia dentro, recogiéndose por detrás de la cabeza. Finalizada la transformación, lo que apareció ante ellos fue un hermoso joven de tez oscura y largo cabello trenzado. Estaba perfectamente formado y no aparentaba más de veinte años. Su rostro era la viva imagen de la inocencia.

Cuando aquel delicado rostro se hizo visible, los soldados, que lo adoraban como a su dios, tocaron el suelo con la cara exactamente igual que los mineros al ver el medallón de Daniel. Con todos los ojos posados en el suelo, O’Neil vio la ocasión y atacó instantáneamente. Saltó hacia Anubis y le bloqueó el hombro por un lado mientras le quitaba el arma, y antes de darle tiempo a recuperarse, le pegó con la culata en el cuello y dejó que se desplomara. Tocó en la zona en la que había visto a Anubis deslizar la mano por el reverso del arma, cargándola y disparando al Horus que se hallaba al lado de Daniel. El disparo le alcanzó en el hombro y el guerrero empezó a dar vueltas en el suelo.

Ra ordenó a los chicos que lo rodearan y los pequeños obedecieron rápidamente, formando un escudo humano en torno a su jefe. Cuando O’Neil se giró para empezar a disparar, su arma apuntaba a una muralla de niños aterrados. Vaciló. Sabía que debía disparar, pero no pudo hacerlo. Se volvió para disparar al segundo Horus, que en ese momento aprestaba su arma.

Daniel, horrorizado, vio que el segundo Horus llevaba ventaja sobre el coronel. Se puso de un salto entre ambos combatientes y empezó a gritar que no disparase en el idioma del guerrero. Demasiado tarde. El guerrero disparó y el impacto atravesó las entrañas de Daniel, matándolo en el acto. Mientras su cuerpo caía al suelo, O’Neil vio que tenía un blanco fácil y lo aprovechó disparando al guardia. Luego cometió un segundo y fatal error al dar un paso instintivamente hacia su compañero, aun cuando sabía que era demasiado tarde para acudir en su ayuda. El instante de inactividad lo aprovechó Anubis para atacarle por detrás. Cuando O’Neil se dio la vuelta con intención de capturar a Ra, recibió una brutal patada en el pecho que le llevó volando hacia atrás.

O’Neil consiguió ponerse de rodillas, dispuesto a continuar la lucha. Anubis se acercaba ahora después de haber vuelto a activar su casco. Tras él, el guerrero con cabeza de halcón apuntaba con su arma al coronel. O’Neil luchó con todas sus fuerzas para ponerse en pie, pero se desplomó como un saco de cuchillos.

Ra salió de detrás del cordón de los niños e hizo un leve gesto a Anubis, que se acercó y miró a O’Neil. Sólo para asegurarse de que no fingía estar inconsciente, retrocedió un poco y le dio un golpe en la cabeza con la culata del fusil. Se quedaron mirándolo un minuto, esperando algún movimiento, alguna señal de que seguía con vida. Anubis lo empujó con la bota para darle la vuelta y se arrodilló a su lado. Extendió una mano, le cerró los orificios nasales y con la otra le tapó la boca para evitar que respirara. Esperó.

O’Neil no sabía qué hacer. A pesar de la descarga en la cabeza, en realidad estaba fingiendo. En cuanto los otros se habían reagrupado, había decidido poner fin a la lucha porque sabía que no podía ganar. Ahora Anubis le impedía respirar y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no quitarle el arma al chacal. Aguantó un minuto relajado, pero empezó a sufrir convulsiones involuntarias por falta de oxígeno.

Cuando vieron que aún respiraba, Anubis apartó la mano. Ahora, lo mejor que podía esperar O’Neil era que lo mantuvieran con vida para torturarlo. Eso, al menos, le daba una remota posibilidad de acabar la misión.

Poco después volvió a sentir la garra de Anubis que le cogía del cuello de la camisa y lo arrastraba por el suelo de la cámara. Como medida de precaución, otro guerrero echó a andar detrás de él. Aquello quería decir que O’Neil no podría engañar a sus enemigos, pero también que le tenían miedo, que eran vulnerables.

Ra, rodeado aún de su juvenil cortejo, se acercó a examinar el cuerpo de Daniel. El disparo le había atravesado el tronco. Cuando se inclinó, Ra vio algo que le puso tremendamente furioso. Se agachó hasta ponerse casi al nivel del cuerpo destrozado y se quedó contemplando el medallón que Daniel llevaba al cuello. Era el udjat, el Ojo de Ra.